Early w george encuentros [doc]

albertolorncollado 65 views 89 slides May 01, 2021
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About This Presentation

OVNIS


Slide Content

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ENCUENTROS


RELATOS SOBRE OVNIS


RECOPILADOS POR GEORGE W. EARLY

























EDICIONES FANTACIENCIA

Buenos Aires

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Early
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Título original: Meetíngs with aliens





Traductor: Lester Del Río










© by Ediciones Fantaciencia, Buenos Aires, 1976
Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina.

















A mi esposa Margo, cuya paciencia, com.
prensión, tolerancia e inapreciable ayuda
han hecho posible este libro, así como dis-
tintos trabajos dedicados a los OVNI.

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INDICE



PRIMERA PARTE (CONTACTO INDIRECTO; NO PERSONAL)


Los visitantes con cuatro caras de Ezequiel, por Arthur W. Orion 5
La cueva de la historia, por Theodore Sturgeon 17
El huésped no invitado, por Christopher Anvil 25
Algo en el cielo, por Lee Correv 30
Albatros, por Mack Reinolds 35
Los otros chicos, por Robert F. Young 43




SEGUNDA PARTE (CONTACTO DIRECTO; PERSONAL)


La visita a Grantha, por Avram Davidson 47
La corbata que une, por George Whitley 54
Los documentos de Venus, por Richard Wilson 60
Ministro sin cartera, por Mildred Clingerman 66
El miedo es un buen negocio, por Theodore Sturgeon 72
El doble, por G. C. Edmonson 85

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PRIMERA PARTE


CONTACTO INDIRECTO
(NO PERSONAL)













Arthur W. Orton


LOS VISITANTES CON CUATRO
CARAS DE EZEQUIEL


A diferencia de los demás relatos de la presente
antología, el primer título no puede clasificarse como
ficción, sino más bien como en sayo. Se trata de
especulaciones acerca de un suceso mencionado en
una de las más antiguas crónicas de la humanidad. La
era moderna comienza, según sabemos, con el en -
cuentro de Arnold, el 24 de junio de 1947; las
investigaciones realizadas tanto en América como en
otras partes, ha llevado a muchos a la conclusión de
que la Tierra se encuentra bajo vigilancia desde hace
doscientos años. Algunas personas han señalado
diferentes relatos de extraños objetos voladores en
antiguos escritos y en las leyendas de muchos países*
El doctor Cari Sagan, astrónomo de Harvard, llega a
suponer que la leyenda de Oannes de la antigua
Sumer (sobre el año 4000 a. J. C), puede ser un
informe cierto sobre la visita de seres extraterrestres
en el área del valle del Eufrates y el Tigris. De ser
cierta la leyenda de Oannes, en vez de un mito, quizá
también haya alguna realidad en este relato bíblico.

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Sabemos, por haberlo aprendido en la escuela dominical, durante nuestra
infancia, que la Biblia es un libro "vivo", la obra escrita más antigua de la
humanidad, que se lee de generación en generación. Continúa como libro "vivo"
porque en él podemos encontrar nuevas enseñanzas que se adapten a nues tra vida
cotidiana. Aunque no se trata de la misma clase de enseñanzas, creo haber hallado
algo parecido en las profecías de Ezequiel.
Los eruditos convinieron hace tiempo que el primer capítulo de Ezequiel es el
extraño y casi incomprensible relato de una visión. Yo sugiero que es extraño tan
sólo por haberlo escrito un hombre muy apartado de nosotros, tanto en tiempo
como en experiencia, que trataba de algo en nada relacionado con sus
contemporáneos. No creo que esto sea una visión, en el sentido habitual de la
palabra, ni tampoco que pretendiese ser mítico. Al mencionado capítulo se le ha
calificado como de "ciencia-ficción" de la Biblia, intentándose en diferentes oca-
siones interpretar su sentido, tanto en la parte espiritual como en la terrenal. Tengo
la convicción de que este capítulo es el relato de un hecho cierto; el aterrizaje de
seres extraterrestres, narrado por un observador meticuloso, sincero y consciente.
No soy teólogo y, por tanto, puede tomarse por presunción que quiera traer
nueva luz a un misterio tan antiguo como es el primer capítulo de Ezequiel. Creo
que el éxito que pueda obtener se deberá a la circunstancia de haber yo nacido al
principio de una era en que acontecimientos como los que voy a describir están
comprobados o a punto de comprobarse.
Si, como creo, éste es el relato de un, auténtico encuentro con 'nombres del
espacio, estoy mejor preparado para interpretarlo que un estudiante de teología,
quien, tanto por interés personal como por educación se preocupará tan sólo del
significado espiritual. He trabajado con aparatos mecánicos y he sido instructor de
mecánicos de aviación durante casi toda mi vida. Me he visto obligado a corregir
numerosos malentendidos y errores técnicos. Creo que eso me da una cierta auto-
ridad en este aspecto.
Sugiero que aquellos que no estén muy familiarizados con el Antiguo
Testamento, lean todo el primer capítulo de Ezequiel para que perciban el sabor de
las palabras y tengan una idea básica de la clase de material con el que trataremos.
Quienes hayan leído el libro con frecuencia, tengo la seguridad de que se habrán
dado cuenta en seguida de lo distinto y poco bíblico que este capítulo resulta. No es
largo. Ocupa algo más de una página. Sin embargo, que nadie espere lograr una
imagen clara en la primera ocasión. Parece tener la cualidad de desorientarnos.
Cuando se cree haber hallado un dato concreto, se diría que el verso siguiente lo
contradice. Pretendo demostrar que esto se debe a nuestras nociones preconcebidas
del significado de algunas de sus palabras y frases. Es el lector, no Ezequiel quien
crea las contradicciones.
Verán que no pienso justificar las palabras, tal como están escritas. Tengo el
convencimiento de que quienes emprendieron la tarea de traducir la Biblia de su
lengua original y quienes la han recopilado a través de las generaciones, trataron
con especial cuidado este capítulo porque, al no entenderlo, temieron estropearlo.
Comencemos con el primer versículo del capítulo primero:
1. El año treinta, en el día cinco del cuarto mes, estando yo en medio de los
cautivos, junto al río Quebar, se abrió el cielo y contemplé visiones divinas.
2. El día quinto del mes del año quinto de la cautividad del rey Joaquín.

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3. La palabra de Yahvéh fue dirigida a Ezequiel, hijo de Buzí, sacerdote en la
tierra de los caldeos, junto al río Quebar. Fue allí sobre él la mano de Yahvéh.
Esto nos localiza el incidente en las afueras de Bagdad. Al río Quebar le han
llamado con frecuencia "el Gran Canal de Bagdad". Aunque se supone que todo el
libro lo escribió Ezequiel, el segundo y tercer versículo parecen una nota del editor,
añadida más tarde.
4. Miré y vi venir del septentrión un viento huracanado, una nube densa, en
torno a la cual resplandecía un remolino de fuego, que en medio brillaba como bronce
bruñido.
Tenemos aquí a un hombre que pasó casi toda su vida en zonas áridas y
desérticas. Debía de haber visto toda clase de torbellinos desde los simples vientos
hasta los tornados. Era un observador meticuloso y claro, como más tarde
comprobaremos Si afirma que era un viento huracanado, así debía ser o, por lo
menos, parecerlo hasta el punto de engañarle. Adviértase que no dice que estaba en
lo alto o que llegaba del cielo, sino que "venía del septentrión", o del Norte, hacia él.
Lo primero que notó fue que traía fuego, compañía muy poco habitual en un
torbellino. Tampoco aquél era corriente. Ezequiel lo describe como "un remolino",
sugiriéndonos algo más activo de lo que él autor conocía. La asociación entre un
viento huracanado y fuego debió sorprenderle bastante.
También indica que brillaba como bronce bruñido. Y aña de que estaba "en
medio", lo que puede indicar que se; iba elevando desde el centro o cada vez que el
fuego y el torbellino se movían. Si tenemos en cuenta los detalles que da en los
siguientes versículos, todo esto resulta muy vago, como si sólo lo hubiera visto
desde lejos.
5. En el centro de ella había semejanza de cuatro seres vivientes, cuyo aspecto
era éste: tenían forma humana.
¿Por qué no decir, simplemente, que eran hombres? No hay que olvidar que
Ezequiel lo narraba a un pueblo muy primitivo y supersticioso. El mismo se había
educado en un ambiente donde lo sobrenatural se aceptaba como cosa cotidiana.
En tales condiciones, hizo cuanto pudo al limitarse a decir que parecían cuatro
hombres. No indica que los tomase por ángeles u otros seres por el estilo.
6. Pero cada uno tenía cuatro caras y cada uno cuatro alas.
Este breve versículo es muy claro pero resulta inevitable preguntarse cómo es
posible que a una criatura con cuatro caras y cuatro alas se le tome por un hombre.
Aunque no lo dice, es de suponer que estos seres debieron salir del torbellino y
acercarse mucho más a él, para que pudiera describirlos con precisión.
Hay que imaginar también el valor que hacía falta para quedarse allí
observando a tales seres. Es tan grande su objetividad que ni una sola vez indica
cuáles fueron sus sentimientos.
7. Sus pies eran derechos y la planta de sus pies era como la pezuña del buey.
Brillaban como bronce bruñido.
Cada uno de los versículos de descripción trata de una o dos partes del cuerpo
de aquellos seres. Cuando Ezequiel se refiere a más de una, resulta confuso, pues
parece contradecirse continuamente. Sin embargo, todo esto puede aclararse. No
hay una sola contradicción directa.
Aquí se limita a hablar de los pies. El calificativo "derecho" puede interpretarse
de distintos modos. ¿Se refería a pies normales, alargados, o bien que están
derechos, como los de los elefantes? Probablemente, significa pies normales,

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alargados, ya que no insiste demasiado en ese punto. En otros párrafos emplea
imágenes para destacar algún rasgo fuera de lo común.
La planta del pie parece muy reforzada. ¿Qué es lo que nos describe en ese
versículo? Para alguien que había vivido siempre en un clima cálido, que no vio otro
calzado que sandalias, ha descrito muy bien una lustrada bota de cuero, plástico o
metal.
8. Por debajo de las alas, a los cuatro lados, salían brazos de hombre; todos los
cuatro tenían el mismo semblante y las mismas alas.
Adviértase que no dice que cada uno de aquellos seres tuviera cuatro manos de
hombre, una en cada uno de los cuatro lados. Dice que tenían el número habitual
de manos y que estaban bajo las alas. Era, no lo olvidemos, un observador
meticuloso y ya había advertido, sin duda, que los pájaros tenían alas en vez de
brazos. Sus visitantes tenían ambas cosas. Además, nos ha dado otra información
acerca de la distribución de las alas. Estas no parecen dispuestas como las de un
"biplano, sino cada una a un ángulo de noventa grados de la vecina, como en un
helicóptero.
Ezequiel debió ser una especie de numerólogo. Señala que había cuatro seres,
cada uno de los cuatro tenía cuatro caras y cada uno cuatro alas, pero no cuatro
manos.
9. Que se tocaban las del uno con las del otro. Al moverse, no se volvían para
atrás, sino que cada uno iba cara adelante.
Hay aquí cierta confusión en la forma de expresión, que intentaremos aclarar.
Parece que las alas de cada uno de ellos estaban unidas a las del vecino, pero más
adelante dice lo contrario, por lo que muy bien pudiera ser que sólo lo estuvieran
entre ellas mismas. Quizá se deba a la escasa claridad del texto original o a un
pequeño error de traducción. Dice también que "al moverse" no se volvían. Y aquí no
sabemos si se refiere a las alas o a los extraños seres. Luego, añade que cada uno
iba "cara adelante". Aquí es indudable que trata de sus visitantes. Aclarado este
punto, se pueden dar las siguientes interpretaciones:
1) Las alas, al moverse, no giraban, pero parecían unirse en sus extremos,
porque aquellos seres formaban un grupo compacto, que marchaba de frente.
2) Cuando las alas se movían, los seres no giraban, sino que seguían su
camino.
3) Cuando aquellos seres avanzaban, las alas no giraban.
Esto no indica, claro está, si las alas eran del tipo helicóptero o de ángel. Pero
vayamos a otras suposiciones:
1) Los seres no vacilaban al andar, sino que iban derechos a su encuentro.
2) Los seres no se volvían cuando las alas giraban y éstas apuntaban al
frente.
3) Los seres no se volvían al moverse las alas y avanzaban decididos.
Esto último describe bastante bien la acción de las palas de un helicóptero con
los motores parados, pero que avanza en línea recta. Debió extrañarle a Ezequiel
que mientras las alas se movían e incluso giraban, los seres: no las imitasen. Qui-
zás sorprenda que diga "al moverse", en vez de "al girar". Cuando una brisa ligera
alcanza las palas de un 'helicóptero estacionado, éstas no giran sino que se mueven
a capricho.
Aunque Ezequiel aun no ha completado su descripción de aquellos seres,
intentaremos trazar una imagen de lo que vio . No importa lo que hagamos, no

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vamos a obtener un ángel de la escuela clásica. Revisen lo que Ezequiel ha descrito.
Se darán cuenta de que encaja muy bien.
10. Y era la semejanza del rostro de ellos: era una cara de hombre, y cara de
león a la derecha de los mismos cuatro; y cara de buey a la izquierda de los mismos
cuatro y cara de águila en lo alto de los mismos cuatro.
Tampoco esto les presta a aquellos seres aspecto humano. Lo extraño es que
no les considerase demonios.
11. Sus alas estaban desplegadas hacia lo alto, dos se tocaban entre si y dos
cubrían su cuerpo.
Veamos otra vez la descripción n
O
1. La disposición del artefacto es más o
menos como la expone el profeta. Con seguridad, cuando habla de las alas de uno
de los seres se refiere al conjunto del aparato.
12. Todos marchaban de frente, a donde los impelía el viento, sin volverse en
su marcha. También esto resulta un poco confuso. Sin embargo, la primera parte
del versículo repite la última del noveno. Si marchaban decididos en una dirección,
sin que el movimiento de las palas les afectara en lo más mínimo.
De nuevo, nos ofrece la imagen de cuatro hombres que andan, mientras las
palas de sus helicópteros se agitan a causa de la brisa y, asimismo, de los
movimientos de sus amos.
A lo que parece, a Ezequiel le impresionaron más las palas y sus movimientos
que cualquier otra característica de aquellos seres.
13. Había entre los vivientes fuego como de brasas encendidas cual antorchas,
que se movía entre ellos, centelleaba y salían de él rayos.
Aquí describe su aspecto general. Podemos deducir que aquellos seres que
parecían hombres pero cuya superficie semeja a brasas y antorchas, llevaban trajes
metálicos, muy brillantes. Los modernos, de aluminio anodizado, relucen de modo
muy similar a como aquí lo explican. De tratarse de trajes espaciales, era lógico que
los hicieran relucientes. Precisaban serlo para que, en caso de que el astronauta
cayera de la nave mientras trabajaba en el exterior, se le pudiera ver en la oscuridad
del infinito.
14. Los vivientes se movían en todas direcciones semejantes al relámpago.
Puede significar esto que avanzaban con mucha rapidez, pero es más probable
que quiera decir que relucían y lanzaban destellos por todos lados, que eran más
visibles cuando se movían.
Aquí se interrumpe la descripción. Más adelante, hay otros dos versículos, pero
los estudiaremos a su tiempo. Es extraordinario lo bien que Ezequiel distribuyó el
tema. Resulta casi como un informe científico. De haber encabezado cuanto hemos
leído hasta aquí con el título "Descripción", no nos sorprendería lo más mínimo que
a lo que sigue lo llamara "Acción".
15. Mirando a los vivientes, descubrí junto a cada uno, a los cuatro lados, una
rueda que tocaba la tierra.
Si hemos entendido bien a Ezequiel, y aquellos seres tenían adosados a la
espalda helicópteros individuales, puede suponerse que uno de ellos lo puso en
marcha, dándole al autor la impresión de una "rueda", cosa que sin duda, le
sobresaltó bastante.
16 Las ruedas parecían de turquesa, eran todas iguales y cada una dispuesta
como si hubiese una rueda dentro de otra rueda.

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Es preciso aquí hacer una ligera disgresión para situarnos en la vida y época
del autor, ya que ha mencionado la rueda. Esta no significaba entonces lo mismo
que ahora, que vivimos mecanizados. La rueda, en el 600 a. J. C, en la parte
oriental del Mediterráneo, la más civilizada en aquellos tiempos, tenía pocas y
limitadas aplicaciones.
Una de ellas; ya antigua en época de Ezequiel, era la de los alfareros: una
simple plataforma, montada sobre un eje vertical, de modo que pudiera accionarse
con una mano, mientras con la otra se modelaba el barro. De ahí surgieron las de
pulimentar, con las que trabajaban el metal y la piedra. Estas primeras máquinas
se movían con los pies, pero ni siquiera así alcanzaban mucha velocidad. Be tener
suficiente diámetro, podía lograrse la necesaria para que los extremos despidieran
chispas al rozarse con material muy duro. Este "tra bajo" siempre se hacía a
distancia del eje, por lo general con el borde de la rueda.
La que asociamos más frecuentemente con la antigüedad es la del carro. En un
principio fue completamente sólida como la que aún se encuentra en las regiones
más primitivas de Méjico. Incluso en esta última, el hombre deb ía asociar el
extremo con su función. Era lo que dejaba la 'huella en la tierra, pisaba las piedras
y rompía los pies.
Para aumentar la eficacia de los carros de guerra, se requería una rueda más
ligera, pero tan resistente como la otra. Al principio, se consiguió abriéndole
agujeros, Al perfeccionarla, inventaron la de radios. Los egipcios usaban una de
seis, mil años antes de Ezequiel y los griegos y otros una de cuatro. Fue un gran
adelanto y, además de su utilidad, provocaba fenómenos visuales poco comunes e
incluso mágicos. Como todos los niños saben, si se coloca una bicicleta al revés y se
hace girar una rueda, los radios semejan desaparecer. Lo único que se ve es el aro y
las partes del eje próximos a la rotación. Sea cual sea su forma, este último parece
redondo, igual que otra rueda. Es posible que este fenómeno óptico se describa aquí
como "una rueda dentro de una rueda".
En el versículo número 16, dice Ezequiel que "las ruedas parecían de
turquesa", es decir, verde azulado. Podrían ser los propulsores situados en la punta
del rotor. Todos los visitantes debían haber puesto en marcha los dispositivos, pues
advierte que "eran todas iguales". Parecían una rueda dentro de una rueda". O los
radios de una rueda, cuando están girando. Adviértase que no habla de "alas" y. de
"ruedas" al mismo tiempo, como si unas desapareciesen al intervenir las otras.
17. Marchaban hacia los cuatro lados y no se volvían en su marcha.
Si cuatro hombres están muy juntos, al poner en marcha sus helicópteros, han
de separarse para no chocar. Además, con un helicóptero no es preciso ir de frente.
Se diría que esta descripción, es la de cuatro hombres que despegan del suelo, se
abren en abanico y avanzan en formación.
18. Mirando vi que sus llantas estaban todo en derredor llenas de ojos.
Los cuatro seres estaban en lo alto, por encima de Ezequiel; un espectáculo
más que aterrador para un hombre de su tiempo. Las "llantas" deben ser aquí las
llamas del propulsor, tal como se veían desde abajo, la única parte que quedaba
visible. Y las llantas parecieron llenas de ojos. Cuando se pone en marcha el motor
de un jet o de un cohete, hay una ola expansiva y violenta, generada en el tubo de
escape, que tiene tendencia a cortar el gas en segmentos. Quien haya visto uno de
noche lo habrá comprobado. Una vez en marcha, estas chispas brillantes adquieren
el aspecto de una sarta de perlas, "llenas de ojos".

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19. Al avanzar los seres, avanzaban junto a ellos las ruedas y al levantarse los
seres sobre la tierra se levantaban las ruedas.
Ezequiel dice con toda claridad que ignora si los hombres movían las ruedas o
eran éstas las que les movían a ellos, pero ambos iban a la vez.
20. Hacia donde los impelía el espíritu a marchar, marchaban, y las ruedas se
elevaban a la vez con ellos, porque tenían las ruedas espíritu de vida.
Aquí, en cambio, hay una afirmación mucho más clara. Aunque el autor se
limita a describir lo que vio, no pudo evitar tener sus opiniones personales. En el
versículo número 19 indica que ignora si era el hombre que alzaba a la máquina o
al revés, pero aquí resulta que son los extraños seres quienes dominan. No se
mueven a voluntad de la rueda.
21. Cuando iban ellos, iban las ruedas; cuando ellos se paraban, se paraban
ellas, y cuando se elevaban de la tierra, se elevaban, porque había en las ruedas
espíritu de vida.
Aquí insiste en que los seres dominaban las ruedas, pero además nos dice que
tomaban la dirección que querían. Y da un último detalle: volaban en formación.
22. Sobre las cabezas de los visitantes, había una especie de firmamento, como
de portentoso cristal, tendido por encima de sus cabezas.
Es posible que a este versículo lo cambiasen de lugar, pues nuevamente
describe a los extraños seres. Es de advertir que muchos de los versículos son una
prolongación de lo dicho en el anterior, además de un nuevo aspecto, que seguirá, a
su vez, en el próximo. Los números 22 y 23 parecen estar unidos. Ambos encajarían
mucho mejor en el conjunto del capítulo de encontrarse entre el 12 y el 13.
¿Qué significa aquí "firmamento"? $n aquella época, no existía el concepto de
esfera hueca; la mayoría de objetos con esa forma eran sólidos. Carecían de jabón,
por lo que tampoco conocían las pompas. Lo único comparable a una esfera hueca
era el cielo, la cúpula del firmamento. La pompa cristalina se encontraba sobre la
cabeza de cada uno de aquellos seres.
Más adelante, nos ocuparemos de la palabra firmamento, pero advirtamos que
dice que era una "especie de firmamento", no este mismo. En los siguientes
versículos el autor suprimió la palabra "especie".
23. Y por debajo del firmamento estaban tendidas sus alas, que se tocaban
dos a dos, la del uno con lo, del otro, mientras las otras dos de cada uno cubrían sus
cuerpos.
Aquí la explicación está muy clara. Sí observamos la foto de una casa,
comenzando desde arriba, el techo se encuentra "bajo el firmamento". Si lo hacemos
al revés, el techo está en lo alto de la casa. Esta descripción se refiere a las "de
arriba". Están unidas "una con otra".
24. Oía el ruido de las alas, como ruido de río caudaloso, como ruido de
truenos, cuando marchaban, como estruendo de cam pamento; cuando se detenían
plegaban sus alas.
Quien se haya encontrado cerca de algún motor a propul sión, comprenderá
muy bien lo que quiere decir Ezequiel. La última frase es muy interesante. Por lo
visto, los extraños seres, al tomar tierra de nuevo, desconectaban el mecanismo del
helicóptero y bajaban las palas, como cualquiera que pretenda descansar cuando
lleva algún peso a la espalda.

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25. Y se dejó oír encima del firmamento que estaba sobre sus cabezas. Esta voz
o sonido no procedía de la "especie de firmamento", sino del cielo, cuando los
visitantes se hubieron detenido, bajando sus alas.
Ahí termina la explicación que Ezequiel nos da de los cuatro seres.
26. Sobre el firmamento que estaba sobre sus cabezas había una apariencia de
piedra de zafiro en forma de trono, en lo alto, una figura de apariencia humana que
se erguía sobre él.
Del cielo ha salido un hombre sobre un asiento verde. Sin embargo es un
trono, algo superior a una simple silla, y que instintivamente asociamos a una
plataforma. Podía muy bien ser una especie de esas plataformas volantes que se
están probando para transporte de la infantería.
27. Y lo que de él aparecía de cintura para arriba era como el fulgor de un metal
resplandeciente, y de cintura abajo, como el resplandor de fuego, y todo en derredor
suyo resplandeciente.
Puesto que aquello estaba encima del profeta, que lo vio rodeado de fuego, es
posible que éste se encontrase en la parte inferior de la plataforma. Lo que dice
acerca de este nuevo personaje, es muy similar a lo dicho acerca de los cuatro ante-
riores, excepto que solo le describe de cintura arriba y abajo, igual que si no la
hubiera visto.
28. El esplendor que lo rodeaba todo en torno era como el del arco que aparece
en las nubes en día de lluvia. Esta era la apariencia de la imagen de la gloria de
Yahvéh. A tal vista, caí de cara a tierra y oí una voz que me hablaba.
Es difícil imaginar algo más brillante que el sol del desierto, pero la proximidad
de un objeto resplandeciente debió resultar simplemente aterrador. Cuesta creer
que Ezequiel no cayera de rodillas hasta ese momento, después de cuanto había
visto, pero no debe olvidarse que un 'hombre sentado en un trono, y además un
trono que vuela, tendría para él mayor valor que para nosotros. Si se le acercó más
que los otros seres, es lógico que le fallaran las fuerzas.
Hemos seguido ya cada uno de los versículos del primer capítulo. Como las
Profecías de Ezequiel constan de cuarenta y ocho capítulos, hay que tranquilizar al
lector de que esto no es el comienzo de un largo y agotador estudio. El segundo
capítulo comienza así:
1. Y me dijo: Hijo de hombre, ponte en pie que voy a hablarte.
2 Y en habiéndome entró dentro de mí el espíritu que me puso en pie y escuché
al que me hablaba.
3 Me dijo: Hijo de hombre, yo te mando a los hijos de Israel, al pueblo rebelde,
que se ha rebelado contra mí hasta el día de hoy.
Este estilo, típico de las profecías, sigue durante muchas páginas, enumerando
las culpas y los pecados de los israelitas. Hay algunas referencias al tema del
primer capítulo, pero son pocas y muy vagas.
No vuelve a hablarse de los extraños visitantes: hasta el tercero, donde
hallamos el siguiente versículo:
13. Y oí el rumor de las alas de los cuatro seres que daban la una contra la otra
y el ruido de las ruedas, ruido de gran tumulto.
Se repiten aquí algunas de las ideas expresadas anteriormente, sin añadir
nueva información. El autor, como puede verse, parece creer que las alas de cada
uno de los seres tocaban las de su vecino.

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Este versículo es una muestra típica de otros varios esparcidos a lo largo del
primer tercio de las profecías. Todos los que tratan de esos seres en los sucesivos
capítulos tienen más dramatismo, pero han perdido su estilo de un informe
meticuloso. No aportan nuevas ideas, pero sí algunas contradicciones un poco
extrañas, al repetir diversos versículos del primero. En el décimo encontramos como
un intento de volver a contarnos su extraña visión. En el undécimo la última
referencia a los seres vivos.
Aunque ya no aporta nuevos datos sobre ellos, hay un versículo del capítulo
tercero que merece destacarse. Se diría que es el final más apropiado para el
encuentro.
15. Llegué así a los deportados de Tel Abib, que habitaban en las riberas del río
Quebar, a la región donde moraban, y estuve entre ellos atónito durante siete días.
¿Qué es lo que hemos visto? Sin duda, la descripción de cuatro nombres con
equipos espaciales y helicópteros portátiles, que salen de algo que aterrizó entre
una nube de polvo o de humo. Cuatro ponen en marcha los rotores y se elevan a
cierta altura. Al aterrizar de nuevo, se quitan los aparatos y esperan. Se les reúne
un quinto viajero, que va en una plataforma voladora. Tales acontecimientos
conmocionarían a cualquier comunidad de nuestros días, pero en aquella época
sólo podía interpretarse como algo sobrenatural; un milagro. El milagro es que la
historia haya llegado hasta nosotros veintiséis siglos más tarde.
Que el capítulo pueda interpretarse casi palabra por palabra, es sólo una de
sus muchas peculiaridades. También hay otras que merecen tenerse en cuenta.
Todo él tiene un marcado aire de seguridad, como si el autor lo hubiese referido en
distintas ocasiones. Buena a una declaración hecha ante un agen te de policía,
después de que el testigo, orgulloso de su veracidad, lo hubiera relatado repetidas
veces a sus incrédulos amigos. Hay incluso cierta belleza poética. Tiene todo el
sabor de quien cuenta la verdad, sin importarle si van, a creerle. Es un cuadro que
carecía de significado para quien lo presenció o para aquellos a quienes se lo refería.
El producto de la imaginación de un hombre ya ligado a sus experiencias y a
su época. Cualquier relato fantástico le resultará asombroso al contemporáneo del
autor, pero fuera de lugar a la generación siguiente. Las vidas de los dioses griegos
estaban relacionadas con la vida de los griegos primitivos. Un autor de ciencia-
ficción, aunque tuviera el poder creador de Julio Verne, también resulta limitado.
Pese a su gran talento, la realidad ha ido mucho más allá de sus fantasías. El relato
de Ezequiel no puede clasificarse de igual modo. Para sus contemporáneos, se salía
de la realidad. Para nosotros, resulta muy real, pero fuera de tiempo. La explicación
más plausible es que sea verdad.


Es posible que muchos no estén de acuerdo con ciertos pun tos de la
interpretación que le he dado, pero, en conjunto, tiene sentido. Si alguien cree que
puede buscarse otra versión que concuerde mejor con el relato, yo sugiero que lo
haga.
Es interesante recordar que hace algunos años hubo cierta discusión en los
medios teológicos acerca de si Ezequiel escribió el libro de Ezequiel. Unos afirmaban
que así fue, mientras otros creían que el primer capítulo era "una falsificación",
escrita en el siglo tercero de Jesucristo e incluida en las profecías a modo de

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"prólogo". A nuestro juicio, no es así. Y, en realidad, importa muy poco cuándo se
escribió, mientras no fuese después de la Segunda Guerra Mundial.
Supongamos que Ezequiel o cualquier otro hombre de su época hubiera visto lo
que imaginamos. ¿Qué explicación existe? ¿Es acaso posible que alguna raza
antigua, que nosotros desconocemos, 'hubiera construido tales equipos? En los
últimos cien años los hombres han estado revolviendo y estudiando tan a
conciencia la Tierra, con los consiguientes descubrimientos, que inevitablemente
alguien más, aparte de Ezequiel, lo hubiese averiguado.
Lo que era material para la ciencia-ficción hace veinte anos resulta hoy una
realidad. Sabemos que instalarse en la Luna es algo inmediato. Luego, seguirán los
demás planetas de nuestro sistema solar, con seguridad antes de que concluya el
siglo. Nada puede aún decirse acerca de los que pertenecen a otros sistemas. No
'hay posibilidad de explorarlos actualmente, pero no cabe afirmar nunca que no
llegue a nacerse. Si los pasados adelantos del hombre pueden servir de punto de
referencia, es muy probable que ocurra dentro de los doscientos próximos años.
Si admitimos la posibilidad de que vayamos a visitar otros sistemas solares,
¿por qué razón no pueden habernos ellos visitado en el pasado? Quizás ofenda
nuestro orgullo pensar que haya allí seres inteligentes, no muy distintos a nosotros
pero mucho más avanzados. Una de las más sorprendentes caracte rísticas del
relato de Ezequiel, de haberlo interpretado correctamente, es que aquellos seres
eran muy semejantes a nosotros, tal como ahora somos. Eso los sitúa a unos tres o
cuatro mil años de adelanto, diferencia muy escasa si tenemos en cuenta la amplia
curva de la vida humana y su ya gran desarrollo antes de la historia escrita.
Nos hemos acostumbrado de tal modo a los cuentos de "monstruos" que visitan
la Tierra, que suponer que los se res de otros mundos tengan aspecto y
comportamiento humanos nos resulta fantástico. No debiera ser así. Hay buenas
razones científicas para suponer que lo contrario resulta poco probable. La vida es
algo muy delicado y frágil si lo comparamos con, los ex tremos cósmicos de
temperatura y medio ambiente de nuestro universo. En caso de que la vida se
formase en la Tierra tal como hoy día cree la ciencia, es porque encontramos el
planeta apropiado a la apropiada distancia de una determinada estrella. Si bien
tales condiciones van a limitar el número de lugares del universo en los que se
puede desarrollar la vida, también limitan las diferencias. En nuestra creación, las
cosas marchan según reglas establecidas. Una de ellas es que en circunstancias
similares aparecen soluciones similares. El hombre fue la solución al problema de
desarrollar la más alta forma de vida de la Tierra. En un planeta similar, puede
encontrarse una solución parecida. No es mas que extender la teoría de la evolución
paralela a escala cósmica.
En tal caso, si nos visitaron hombres de otro mundo, ¿qué es lo que hacían
aquí? Aunque sorprenda, en el relato de Ezequiel hay suficiente evidencia de lo que
estaban haciendo. Supongamos que aquellos seres eran parecidos a lo que nosotros
esperamos ser dentro de quinientos años. Llegaron de otro sistema solar en una
nave cuyo medio de propulsión desconocemos. Puede calcularse que era una nave
de buenas proporciones, ya que, por lo menos había cinco hombres a bordo, y es
lógico que quedase la dotación necesaria para devolverlo a la base si algo les ocurría
a los exploradores. ¿Qué hubiéramos hecho nosotros en su caso?
No es probable que tal embarcación descendiera 'hasta la superficie de la
Tierra. Al aproximarse, se pondría en órbita para estudiarnos a través de telescopios

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durante días o quizá semanas. Se toparían las medidas precisas para comprobar si
allí abajo había habitantes capaces de manejar un aparato eléctrico. Una nave
supletoria, pilotada o teledirigida, se enviaría a la atmósfera superior para calcular
el nivel de radiactividad, los componentes del aire, sus bacterias y las señales de
radio que no penetran en la atmósfera. Desde la nave, las áreas terrestres se
estudiarían y reproducirían. Se iba a poner especial interés en cualquier objeto de
gran tamaño que pareciese artificial. Durante la noche, todas estas zonas serían
objeto de una atenta vigilancia en busca de luces.
En el caso de nuestros visitantes de hace veintiséis siglos, esto es lo que
hubiesen encontrado: Existían ya bastant es obras artificiales. En el extremo
oriental del Mediterráneo se verían campos de cultivo y grandes edificios. Las
Pirámides ya eran entonces viejas. (La Gran Muralla de China no debía haberse
comenzado aún.) No se advertían señales de radio, aparte de al guna que otra
descarga eléctrica natural. Ignoramos cómo se iluminaban las ciudades por la
noche, pero seguramente no se advertían desde cierta altura. Es posible que se
distinguieran algunos puntos anaranjados, de hogueras ante las viviendas, más
numerosos en el Mediterráneo, en Oriente y en Cercano Oriente. La radiactividad
debía de ser muy baja. Nuestros visitantes llegarían a la conclusión de que los
terrícolas estaban en las primeras etapas de una civilización o habían alcanzado un
gran desarrollo y volvieron al estado primitivo. Sabrían que esto debió obedecer a
algún factor distinto de la bomba atómica.
Hemos de suponer que se trataba de gente consciente. Si las condiciones allá
abajo era lo que parecían, una civilización primaria, no les interesaba intervenir.
Les convenía observar sin ser vistos, de modo que, aún en el caso de que fuese
técnicamente viable, su nave espacial no aterrizó. Enviaron una más pequeña, que
pasara lo más desapercibida posible.
Solemos imaginar este vehículo como una versión más pequeña de una nave de
mayor envergadura o sea lo que consideramos un cohete grande, o de un ingenio
similar. Gente que hubiera alcanzado tal adelanto tecnológico, usaría algo mucho
más sencillo. Podría muy bien ser un vehículo descubierto, al estilo de nuestras
plataformas volantes, pero movido por energía nuclear mucho más potente. Los
hombres que descendiesen a la Tierra deberían llevar trajes a prueba de atmósfera,
trajes espaciales, que no se podrían quitar en ningún momento, por miedo a' los
virus contra los que los nativos estaban ya inmunizados. Uno de ellos, el piloto, se
quedaría en la plataforma, mientras los demás exploraban.
Dicha plataforma no estaba diseñada para alcanzar grandes velocidades, por lo
menos una vez dentro de la atmósfera, y no tendría carrocería que protegiese a los
pasajeros, quienes, por su parte, llevaban a cuestas todo el equipo. También lleva-
rían a la espalda un helicóptero portátil que les permitiese recorrer en menos
tiempo mayor cantidad de terreno. Igual que los más pequeños de nuestros días,
debían ser poco veloces y con un área de acción limitada, pero muy maniobrables.
La plataforma, en cambio, impulsada por energía nuclear, desarrollaría gran
velocidad en un área sin límite, aunque con menos facilidad de movimiento. Es
posible que la acción de sus tubos de escape fuese radiactiva, por lo que su piloto
prefiriese mantenerse a gran altura para no contaminar los lugares que visitaban.
Al desprenderse de la nave nodriza, los astronautas caerían a plomo, aunque
planeasen hasta el momento en que pusieran en marcha la plataforma y se
encaminasen hacia nuestra órbita. Luego, descenderían hacia la superficie de la

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Tierra, pero, al disponer de energía ilimitada, evitarían que el descenso fuera
demasiado rápido para no incendiarse. Podrían aterrizar en cosa de una hora.
Egipto debió de ser su primera zona de exploración. La plataforma pudo
posarse a algunos kilómetros del Nilo, en pleno desierto. A los cuatro exploradores,
con sus helicópteros a cuestas, volando bajo, debió serles fácil acercarse a algún
centro civilizado sin que los viesen. Elevándose a algunos miles de me tros,
dominaban un área muy extensa. Aunque alguien los descubriese, serian tan
pequeños que, al no poderlos identificar, no causarían asombro.
Al igual que todos los turistas de todas las épocas, se inte resarían
principalmente por el territorio próximo a las Pirámides. Una vez concluida allí su
labor, tal vez quisieran echar un vistazo en torno a lo que hoy es Bagdad, pero que
entonces sólo estaba próxima a la capital del imperio de Nabucodonosor. Había que
cubrir casi mil trescientos kilómetros, viaje poco cómodo en helicóptero, por lo que
debieron volver a la plataforma, elevarse a varios miles de metros y llegar allí en
pocos minutos. Entonces, pudieron aterrizar en algún lugar deshabitado y repetir la
maniobra. Pero había allí más gente de la que imaginaban. Quizá sea éste el motivo
por el que en ese lugar precisamente nació la leyenda de la alfombra mágica, que
volaba, o puede que sea simple coincidencia. Por lo menos, hubo un prisionero de
guerra, que trabajaba solo en la orilla de un río, que los vio. Aunque ellos a su vez lo
viesen, ¿qué daño podía hacerles? Dado su grado de adelanto científico, ¿quién iba
a recordar lo que explicaba o incluso creerle?
Yo, desde luego, sí.

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Theodore Sturgeon



LA CUEVA DE LA HISTORIA



Vamos a especular un poco acerca de los visitantes
que vio Ezequiel. Si eran extraterrestres, parece lógico
que quisieran saber los adelantos que, a lo largo de los
años, hacían los habitantes de Sol III. Ciertos aparatos
de observación, diseñados para reunir una gran
variedad de informes, construidos para durar siglos sin
llamar la atención y dispuestos para comunicar cuando
los datos recibidos confrontasen con las instrucciones
programadas, podían encontrarse ya en nuestra órbita.
Theodore Sturgeon nos sugiere aquí que tales aparatos
no tienen necesariamente que encontrarse en órbita y
sus objetivos quizá no sean los que imaginaba el doctor
Bracewell.



Sykes murió y al cabo de dos años lograron dar con Gordon Kemp y conducirlo
a la cárcel, ya que era el único que sabía lo sucedido. Iba a tener que enfrentarse
con un tribunal de Switchpath, Arizona, un cruce de caminos junto al desierto, cosa
que a Kemp le 'hacía p oca gracia, pues, criado en la ciudad, no llegaba a
comprender a aquella gente.
En el juzgado la tensión era muy grande. De encontrarse en una sala de
paredes lisas, con una estatua de la justicia ciega, habría resultado más impersonal
y, para Kemp, más lógico. El juicio, en cambio, se celebraba en el casino local.
El juez se llamaba Bert Whelson, y enarbolaba una pipa de calabaza en vez de
una maza. En la sala., y sentados cómodamente, había otras personas, granjeros y
buscadores de oro como el improvisado juez. Parecía un festival. Sólo faltaba que de
pronto apareciese un cantante cómico y algunos números folklóricos.
Sin embargo, había allí poco para reírse. Aquellos estúpidos estaban en
condiciones de darle un disgusto a Kemp, disgusto que muy bien podía concluir en
la cámara de gas.
El juez se inclinó hacia él.
Hijo, si tienes la conciencia tranquila, no hay que preocuparse.
—Aun no he dicho nada. Fui yo quien trajo al tipo, ¿no? De haberlo sabido, no
lo habría hecho.
El juez se rascó la barbilla, que produjo un ruido desagradable, como si
ahorcasen a alguien.

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—Eso no lo se, Kemp. Date cuenta de que nadie te ha acusado. Tu eres el
único que sabe algo acerca de la muerte de ese Alessandro Sykes. El tribunal
quiere saber qué es lo que ocurrió.
Kemp dudó, mientras sudaba.
—Siéntate hijo —invitó el juez.
Obedeció. Se dejó caer en la dura silla que alguien le había ofrecido y comenzó
su relato.


"Será mejor que comience por el principio, por el día en que conocí a Sykes.
Estaba una tarde trabajando en mi taller, cuando él entró. Contempló lo que
hacía y entonces me dijo:
— ¿Es usted Gordon Kemp?
Le dije que sí y lo miré. Era un individuo flaco, de unos sesenta años y parecía
algo bebido. Fumaba continuamente, no cesaba de hablar y se movía mucho, como
si el tiempo no contara, pero yo veía que había venido a otra cosa. Entonces le
pregunté qué quería.
— ¿Es usted el hombre que, según una revista, tiene el so plete atómico
concentrado?
—Sí —contesté—, pero el tipo de la revista exageró mucho. Dijo que ese soplete
se había adelantado unos trescientos años.
Fue una casualidad lo que me permitió inventarlo. Es el soplete atómico de
hidrógeno vulgar, pero a mayor temperatura.
Coloqué un anillo electromagnético en torno al tubo de escape, para que se
concentrase más. Repele las partículas de hidrógeno y las concentra. Corta
cualquier cosa. Les sorprendería la cantidad de llamadas que recibo desde que lo
patenté. No pueden imaginar cuánta gente desea penetrar en las cajas fuertes de los
Bancos o en grandes almacenes. Pero volvamos a Sykes.
Le dije que la revista exageraba, pero algo había. Le hice un par de
demostraciones y quedó satisfecho. Por último, le advertí que no deseaba perder el
tiempo a menos de que tuviese una proposición que hacerme. Parecía muy contento
con mi soplete y asintió.
—Claro que tengo una preposición. Pero deberá abandonar esto durante un
par de semanas. Nos vamos al Oeste. A Arizona. Tiene que abrirme la entrada de
una cueva.
— ¿Una cueva? —repetí—. ¿Es un asunto lícito?
No deseaba meterme en líos.
—Seguro que es lícito —me tranquilizó.
— ¿Cuánto?
Dijo que no le gustaba discutir.
—Si consigue que entre en ese sitio, y puede estar seguro de que es lícito le
daré cinco mil dólares —agregó—."


"Verán, cinco mil dólares dan para mucho. Sobre todo si sólo cuestan dos
semanas de trabajo. Y además, me gustaba aquel tipo. Era tan estrafalario como un
billete de nueve dólares, y sé comportaba aún peor, pero comprendí que tenía la
cantidad mencionada.

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Por otra parte, se advertía que necesitaba que le echaran una mano. Quizás es
que en el fondo soy un niño. Pero, como he dicho, me gustaba, tuviera o no dinero,
y es posible que lo hubiera hecho gratis.
Vino a verme un par de veces mas y estudiamos los detalles. Al fin, él, mi
soplete y yo nos metimos en un tren, mientras el resto de los trastos iban en el
vagón de equipajes. Puede que recuerden el día en que llegamos aquí. Parecía
conocer a mucha gente. ¿Sí? Lo imaginaba. Me explicó cuántos años hacía que
venía a Switchpath.
Me contó muchas otras cosas. Era el viejo más charlatán que he encontrado.
Pero sólo entendí una décima parte de lo que decía. Supongo que se sentía muy
solo. Era yo el primero a quien pedía que le ayudara en su trabajo y creo que soltó
cuanto llevaba dentro.
Me explicó que había llegado a Switchpath apenas egresado de la Universidad,
era arqueólogo y recorría el desierto en busca de objetos indios; vasos, puntas de
flecha, y cosas parecidas. Y así dio con esa cueva en las rocas, al fondo de un
desfiladero.
Se excitaba mucho al contarlo. Me contó de memoria toda esa historia de las
épocas de plasticina, líos zoricos y pelotítucos o lo que sea. Lo hice bajar a la tierra y
entonces me aclaró que esa cueva era muy antigua; unos doscientos mil años o
quizá medio millón.
Aseguraba que las rocas estaban allí desde antes de que apareciese el hombre
en la Tierra o quizás al mismo tiempo que el eslabón perdido. A mí no me importan
los muertos ni los bisabuelos muertos, pero a Sykes le entusiasmaban. Por lo visto,
un terremoto abrió la entrada de la cueva y todo lo que contenía estaba allí desde
siempre. Lo que más lo excitaba era que encontró una especie de aparatos y que los
habían puesto antes de que naciese el primer hombre.
Eso me pareció una chifladura. Lo que me interesaba eran aquellos aparatos.
—Verá — me explicó él—. Al principio creí que era un transmisor de radio.
Escuche —añadió—. Hay uno con antena, igual que un microonda. Y luego otro,
que parece un bolo, invertido. En la parte alta tiene una especie de embudo y en el
centro un círculo de solenoides hechos con una aleación que aún no conocemos.
Unos filamentos lo unen al otro, al transmisor. He averiguado lo que es el bolo. Es
una grabadora.
Quise saber que grababa. Se llevó un dedo a la nariz y me hizo un guiño.
—Ideas —dijo—. Ideas puras. Pero eso no es todo terremotos, cambios de
continentes, ciclos climáticos y muchas cosas más. Todo se integra aquí con el
pensamiento.
Le pregunté cómo lo sabía. Fue entonces cuando me explicó que lo estaba
investigando desde hacía treinta años. Lo había averiguado por sí mismo. En eso se
mostraba muy puntilloso.
Creo que entonces me di cuenta de lo que le ocurría al pobre tipo. Estaba
convencido de haber dado con algo grande y quería desentrañarlo hasta el último
detalle. Pero, por lo visto, de niño fue muy feo y de mayor muy tímido, por lo que
esperaba dar la campanada él solo. No le bastaba con ser el tipo que lo descubrió.
—Cualquier idiota podía haberlo encontrado —decía.
Deseaba saberlo todo acerca de los aparatos antes de con társelo a otra
persona.

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—Es más importante que la Piedra Rosetta —aseguraba—. Mucho más que la
teoría nuclear.
Desde luego, era único para ir soltando palabras de a poco.
—Y va a ser Sykes quien lo haga saber al mundo —insistía—. Sykes se lo dará
a la humanidad, completo y comprobado, y la historia se conocerá a partir del
momento en que yo hablé.
Estaba loco como una cabra. Pero no me importaba. Era inofensivo y de lo más
simpático que se pueda imaginar.
¡Vaya tipo raro ese Sykes! Su vida 'había sido algo de locura. Tenía dinero,
porque heredó unas rentas o algo parecido, de modo que no le afectaba ese
problema que a todos nos pica. Se pasaba días enteros en la cueva mirando los
aparatos. No quería ni tocarlos. Sólo deseaba averiguar qué era lo que estaban
haciendo. Y uno de ellos funcionaba de continuo.
Era el más grande, el de forma de bolo, no descansaba. No hacía ruido. Los dos
aparatos tenían un disco al costado; medio rojo y medio negro. En el más grande,
que él llamaba grabadora, el disco giraba. No muy de prisa.
Mientras veníamos en el tren, cantó de plano. No sé por qué. Quizá me creyó lo
bastante tonto para no repetirlo. Si fue eso, acertó de pleno. Yo no soy más que un
pobre mecánico que un día tuvo una buena idea. Pero me enseñó algo que había
tomado de la grabadora.
Era un pedazo de alambre, de aproximadamente un metro ochenta, y finísimo;
como un pelo. Y estaba torcido. Quiero decir retorcido. Sykes decía que estaba
magnetizado. Se doblaba con facilidad, pero no se rompía ni era posible anudarlo.
Estoy seguro que hubiera mellado unos alicates.
Me preguntó si podía pártalo. Lo intenté y me hice un tajo en la mano No
había medio de cortarlo y ni tan siquiera alisarlo. No es que después volviera a
retorcerse. Es que no se
Sykes me contó que le 'había costado ocho meses conseguir aquel alambre. Era
más que duro. Se soldaba a sí mismo. Las cuatro primeras veces logró cortarlo, pero
no lo separo a tiempo de impedir que se uniera de nuevo.
Por fin, puso dos alicates en torno al alambre y, cuando estuvo seguro, apretó,
colocando pesas de doce toneladas para romperlo. Los alicates eran de acero forjado
con iridio, pero el alambre les hizo un agujero.
Consiguió lo que se proponía. Tenía otro alicate sujetándolo, de modo que en
cuanto se partió, tiró de él. Al unir los_ otros dos extremos, se soldaron en seguida.
No quedó ni una señal, ni un nudo.
Bueno, recordarán que el día que llegamos aquí con todo el equipo, en seguida
alquilamos un coche para ir al desierto. El viejo estaba tan contento como un
chiquillo.
—Kemp, muchacho —me dijo—. Lo he descifrado. Ahora sé leer la cinta
magnetofónica. ¿Te das cuenta de lo que significa? Hasta los menores detalles de la
historia humana; los sé todos. Cuanto ha ocurrido en la Tierra, desde que nació el
hombre. No puedes darte idea ele hasta qué punto es minuciosa la grabación —
continuó—. ¿Quieres saber quién elevó a Alejandro Magno? ¿O te gustaría averiguar
el nombre de la querida de Pericles? Todo está ahí. ¿Y qué te parecen las leyendas
griegas e hindúes acerca de continente s perdidos? ¿Qué hay de los fue gos
misteriosos? ¿Quién era el hombre de la máscara de hierro? Yo lo sé, muchacho, lo
sé.

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Estuvo hablando durante todo el camino hasta que nos acercamos a esa
garganta donde estaba la cueva.
No van a creer lo difícil que fue llegar hasta allí. No comprendo cómo el viejo
tenía tanta energía para ir continuamente. Dejamos el coche a unos treinta
kilómetros y seguimos a pie.
La tierra, allí, está destrozada. De no haberle visto ya el color a su dinero, me
habría despedido. Arena, calor, rocas enormes y abismos, como para caerse y
romperse el pescuezo; ¡Señor!
Y yo cargando con el soplete, el gas, los repuestos y todo el equipo. Llegamos
por fin a la garganta y el viejo sacó una cuerda, que ató a una columna de piedra.
Ya tenía allí una muesca preparada. Descendió al abismo y yo le seguí después de
bajar todo el equipo.
¡Qué oscuro estaba! Seguimos cuesta arriba durante más de cien metros y
Sykes se detuvo ante un muro de piedra. A la luz de la linterna pude ver restos de
las fogatas que hizo durante aquellos años.
—Ahí está —me dijo—. Es tuyo, Kemp. Si ese soplete con trescientos años de
adelanto sirve de algo, demuéstramelo ahora.
Dispuse las cosas y comencé a trabajar aunque iba muy despacio. Pude abrir
un agujero, pero tardé nueve horas en darle el tamaño necesario para que
pasáramos y otra hora para que se enfriase lo suficiente."


"Y el viejo no cesaba de hablar. Se jactaba acerca de lo bien que había
descifrado aquel alambre. Para mí, era como si hablase en griego.
—Tengo aquí —exclamó blandiéndolo— registrada una fase de la revolución
industrial en Europa Central que va a dejar con la lengua fuera a los historiadores.
¿Pero se lo he contado a alguien? ¡No! ¡Eso no lo hace Sykes! Voy a escribir la histo-
ria de la humanidad con tantos detalles, con tal conocimiento de causa, que el
nombre de Sykes se convertirá en sinónimo de precisión casi milagrosa.
Esto lo recuerdo porque lo repetía mucho. Parecía pala dearlo. Recuerdo
también que le pregunté por qué teníamos que abrir un boquete. ¿Por dónde había
entrado otras veces?
—Eso, muchacho —me dijo—, es una de las habilidades de los aparatos. Ignoro
cómo, pero se encierran ellos mismos. Y, en parte, me alegro de que lo hiciesen. No
pude volver a entrar y tuve que dedicarme a este alambre. De no haber sido por eso,
dudo de que lo hubiese descifrado.
Yo quería enterarme de lo que pasaba allí; qué eran aquellos aparatos, quién
los dejó y para qué servían. Se lo pregunté mientras trabajaba en la roca. Y, amigos,
nunca había visto una roca como aquélla, si es que era roca, lo que ahora dudo
mucho.
Saltaba en virutas ante mi soplete. Mi soplete que es capaz de cortar cualquier
cosa. ¿Creerán que en esas nueve horas sólo atravesé unos dieciocho centímetros?
Mi invento puede abrir la caja de un Banco igual que si tuviera la llave.
Cuando le pregunté, quedó callado pero comprendí que tenía ganas de hablar.
Se sentía eufórico. Y, además, suponía que yo era demasiado bruto para entenderlo.
Y, coma ya he dicho, tenía razón. Por tanto, soltó el rollo más o menos así:

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—Quién instaló aquí esos aparatos y cómo funcionan, es algo que quizá nunca
sepamos. Sería interesante averiguarlo, pero lo que más me importa es leer las
cintas.
Le había llevado tiempo identificar la grabadora. Lo dedujo al ver que era la
única que funcionaba.
Al principio supuso que el transmisor tenía alguna avería, pero al cabo de uno
o dos años de observación, sin siquiera llegar a tocar las teclas, se dio cuenta de
que, junto al pequeño, había otro mecanismo. Estaba situado allí para ponerlo en
marcha. Iba conectado a cierta ondulación de la cinta. En otras palabras, cuando
algo ocurriese, en algún lugar de la Tierra, que fuese lo que esperaba, la cinta lo
grabaría y el transmisor entraría en funciones.
Se había pasado años estudiando los aparatos antes de descubrir la
ondulación de la cinta que daría el aviso. ¿A quién se lo comunicaba? ¿Por qué?
Claro que lo había pensado, pero no le importaba gran cosa.
¿Qué iba a ocurrir cuando se acabase la cinta? ¿Quién o qué aparecerí a
cuando todo hubiese concluido? Pues ya saben, no le importaba. Su única
preocupación era leer la cinta. Por lo visto, hay muchos tipos que escriben libros de
historia y cosas parecidas. Sykes quería llamarles embusteros. Quería explicarles lo
que de veras pasó. ¿Se dan cuenta?
Pues allí seguía yo intentando cortar con mi soplete un muro sólido, hecho de
algo que no debiera ser tan resistente. Aún me parece verlo.
Estaba muy oscuro, yo llevaba gafas ahumadas y Sykes, de espalda para no
estropearse la vista, hablando de historia y de lo que iba a ser el primer relato
auténtico de la humanidad. Se lo restregaría a muchos por las narices, acabando de
un plumazo con todas las teorías existentes.
Recuerdo que interrumpí mi faena, para descansar, y para que se enfriasen las
células de mercurio, mientras fumaba un cigarrillo. Sólo para obligarle a seguir
'hablando, le pregunté cuándo creía que el transmisor se pondría en marcha.
—Ya lo ha hecho —me respondió—. Ya ha cumplido su misión. Por eso
comprobé que mis cálculos eran ciertos. La cinta pasa por la máquina a cierta
media. Cosa de milímetros al mes. Tengo el cálculo exacto pero eso no importa. Sin
embargo, algo ocurrió hace algún tiempo que me permitió comprobarlo. Fue el
dieciséis de julio de mil novecientos cuarenta y cinco.
—No me diga —comenté.
—Pues sí —continuó él, muy satisfecho—, lo digo. Aquel día ocurrió algo que
alteró las ondas de la cinta; lo que yo estaba esperando. Fue lo que i nició la
transmisión. Por casualidad yo me encontraba aquí. El transmisor se iluminó y el
disco comenzó a girar como loco. Luego, se detuvo. La semana siguiente leí los
periódicos para ver qué había ocurrido, aunque no lo encontré hasta el mes de
agosto.
Entonces comprendí.
— ¡La bomba atómica! Q uiere decir que todo estaba dispuesto para que
avisaran a alguien en cuanto hubiera una explosión atómica.
El asintió. Al resplandor rojizo de las rocas, tenía el aspecto de un búho viejo y
famélico.
—Exacto. Por eso hemos de entrar ahí cuanto antes. Fue después de la
segunda explosión de Bikini cuando se cerró la cueva. Ignoro si van a recoger la

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transmisión. También ignoro lo que ocurrirá entonces. Pero sé que he descifrado la
cinta y que quiero recoger las obras antes de que otros lo hagan.
De haber sido más gruesa la pared, no hubié semos podido entrar. Cuando
corté el último bloque y éste cayó dentro, estaba agotado. Igual que Sykes. Durante
las últimas dos 'horas, no había hecho más que pasear impaciente.
—Treinta años de trabajo —repetía—. He esperado treinta años y nada me
detendrá. ¡De prisa, de prisa!
Y cuando tuvimos que esperar a que se enfriase la abertura, creí que se volvía
loco. Imagino que eso le llevó al colapso. Estaba acabado. Bueno, al fin entramos en
la cueva. Me había hablado tanto de ella que tuve la impresión de que ya la conocía.
Estaban allí los aparatos, el más grande, en forma de bolo, como de dos metros
de alto, y el otro, parecido a un cubo, con un puñado de fideos en lo alto; por lo
visto, eso era la antena.
Encendimos una linterna, que iluminó el lugar. Era pequeño. Sykes saltó por
encima de aquellos trastos.
Estuvo examinándolos y sacó un cable. Luego, se puso de pie, mirándome con
expresión estúpida.
— ¿Qué le pasa, doctor? —pregunté. Siempre lo llamaba así.
Intentó respirar.
—Está vacío. ¡Vacío! Sólo unos veinte centímetros de cinta. Sólo...
Fue entonces cuando se desmayó.
Yo corrí a su lado y le moví un poco, dándole cachetadas hasta que volvió a
abrir los ojos. Se levantó en seguida.
— ¡Está lleno otra vez! —gritó. Parecía más loco que nunca—. ¡Kemp! ¡Han
estado aquí!
Comencé a comprender. El depósito inferior estaba vacío. El superior lleno.
Preparado para que iniciase una nueva gra bación. ¿En qué habían quedado los
treinta años de trabajo de Sykes?
Estalló en carcajadas. Le miré. No pude resistirlo. La cueva era demasiado
pequeña para tanto ruido. Nunca había oído a nadie reírse así. Parecían gritos
agudos; uno tras otro. Y seguía riéndose sin parar.
Lo saqué de allí. Lo dejé fuera y volví en busca de mi equipo. Aún me resuena
su voz cascada que el eco iba repitiendo. Lo había recogido todo y me disponía a
llevarme la linterna, cuando oí un ruidito.
Era el transmisor. El disco rojo y negro estaba dando vuel tas. Me quedé
mirándolo. Sólo funcionó durante tres o cuatro minutos. Y entonces aumentó el
calor.
Yo me asusté. Salí por el agujero y recogí a Sykes. No pesaba mucho. Me volví
para mirar la cueva. Estaba encendida. Roja. Las máquinas pasaron del encarnado
al amarillo y luego al blanco; así fue. Luego se fundieron. Yo lo vi. Entonces eché a
correr.
No recuerdo muy bien cómo llegué a la cuerda, cómo subí ni cómo me llevé a
Sykes. Entonces, estaba callado pero consciente. Seguí arrastrándole hasta que me
detuvo el resplandor de la garganta. Me volví para ver qué pasaba.
Se distinguía todo bastante bien. Corría por allí abajo un torrente de lava.
Iluminaba todo el desierto. Nunca pasé tanto calor. Y huí de nuevo.
Llegué al coche y metí a Sykes. Se agitaba un poco en el asiento. Le pregunté
cómo se sentía. No me contestó, pero murmuraba algo. Más o menos esto:

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—Sabían que habíamos llegado a la era atómica. Querían estar preparados.
Eso fue lo que comunicó el transmisor. Vi nieron a llevarse las grabaciones y
llenaron otra vez el aparato. Luego, sellaron la cueva con algo que sólo podía romper
la energía nuclear. Su soplete lo consiguió, Kemp; ¡ese soplete que está a trescientos
años de nosotros! ¡Creen que dominamos la energía nuclear! ¡Volverán!
— ¿Quién, doctor? —pregunté.
—No lo sé —repuso—. Sólo hay una razón por la que alguien quiera saber una
cosa así. Para impedirlo.
Me eché a reír. Puse el coche en marcha y reí de nuevo,
—Doctor —comenté— nadie va a detenernos. Como dicen los papeles, estamos
en la era atómica, aunque nos lleve a la muerte. Pero de ahí no nos sacan. Tendrían
que acabar con toda la humanidad para que renunciásemos a la era atómica. —Lo
se, Kemp, lo sé. ¡Y a eso me refiero! ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho?
Quedó callado durante un buen rato y, cuando volví a mirarle me di cuenta de
que había muerto. Le traje aquí. Aproveche que todos estaban ocupados para
escapar. No veía las cosas claras. Sabía que no iban a creer esa historia."El juzgado
guardó silencio hasta que alguien tosió y, entonces, todos carraspearon y movieron
los pies. El juez alzó la mano.
—Comprendo lo que te preocupaba, Kemp. Si eso es cierto, yo personalmente
lo pensaría mucho antes de explicarlo.
— ¡Miente! —gritó un buscador de oro—. ¡Es un embustero y un asesino! Mi
chico lee cuentos de ésos, aunque a mí no me gusta que lo haga. Pero desde ahora
se han acabado. Lo que merece ese Kemp es que le colguemos.
—Calma, Jed —advirtió el juez—. Si matamos a ese hombre, va a ser de modo
legal —se hizo de nuevo el silencio y el magistrado se volvió al testigo—. Oye, Kemp,
se me acaba de ocurrir una cosa. ¿Cuánto tiempo pasó desde la primera explosión
atómica hasta que sellaron la cueva?
—No sé. Unos dos años, más o menos. ¿Por qué?
— ¿Cuánto ha pasado desde eso que nos cuentas, desde que murió Sykes?
—O le asesinaron —gruñó el buscador de oro.
—Cállate, Jed, ¿Bien, Kemp?
—Pues unos dieciocho meses... No. Casi dos años.
—Bueno —continuó el juez, extendiendo las manos—. Pues de ser cierta tu
historia o esa chifladura del muerto de que alguien iba a venir a liquidarnos, ¿no es
ya hora de que lo hubieran intentado?
Se oyeron algunas risas y, de súbito, el extremo del edificio desapareció entre
llamaradas. A gritos, maldiciendo y asustados, todos intentaron salir a la carretera
iluminada por la luna.
El cielo estaba lleno de naves.

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Christopher Anvil



EL HUÉSPED NO INVITADO



Pese a la opinión de muchos expertos en OVNIS,
puedo asegurar por experiencia personal que no todos
los miembros de las Fuerzas Aéreas son "aburridos, sin
imaginación y propensos a la violencia" cuando se
enfrentan con un problema difícil. Y lo mismo ocurre con
los ingenieros y científicos civiles que trabajan para
ellos. Con unos cuantos hombres de esta clase, al
plantearse la situación ideada por Christopher Anvil, los
resultados podrían ser muy aleccionadores. Quisiera
añadir que la idea del autor acerca del origen y natura-
leza de su platillo volante la consideran algu nos
investigadores de este campo, en contra de la oposición
de la mayoría, digna de tenerse en cuenta.



Richard Verner, bajo el sol de la mañana, se encontraba entre la grúa, cuya
parte superior había sido arrancada, y la maciza cúpula de un edificio de la que
surgían dos periscopios. A su derecha, estaba un tieso militar, con insignias de
general y aire de estupor. A su izquierda, una docena de hombres que
contemplaban inquietos un objeto plateado que se mantenía en el aire, sin que nada
lo sujetase.
Este objeto era tan brillante que costaba verlo, pero Verner a fuerza de estudiar
sus reflejos, calculó que tendría forma ovoidal, unos dos metros y medio de ancho
por uno y medio de alto. Y que flotaba a unos quince centímetros del suelo. En su
resplandeciente superficie se distinguían innumerables pun tos negros que iban
aumentando de tamaño para luego dismi nuir hasta desaparecer por completo y
volver a surgir en otro lugar, donde se iniciaba nuevamente el proceso. El aire
estaba impregnado de un ligero olor a amoníaco.
El general carraspeó.
—Hace una semana que eso apareció por aquí. Hacía más calor, el sol era más
fuerte que hoy y los puntos negros más pequeños, por lo que resultaba mucho más
brillante; al principio nadie supo si se trataba de un espejismo, una corriente de
aire calido, manchas en las lentes o si, por el contrario, debía visitar al psiquiatra.
De modo que nadie quiso hablar. Luego, eso se quedó quieto delante de Aaronson,
que iba hacia el edificio, y decidió tirarle una piedra. Si rebotaba, es que no se
trataba de un espejismo. No rebotó; desapareció en el interior. Pero entonces, lo que

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eso sea, le escupió la piedra a Aaronson y lo alcanzó en el hombro. Le hizo el mismo
efecto que un Colt cuarenta y cinco. No quedó la menor duda de que era un objeto
real y poco después teníamos de veinte a treinta informes en el mismo sentido.
Verner estudió atentamente aquel objeto.
— ¿Qué hicieron entonces?
— ¿Qué podíamos hacer? Esto es una base de pruebas de misiles, no una
sucursal de la Sociedad Interplanetaria. Tenemos un trabajo concreto. Hay un
grupo que se encarga de esas cosas y se lo notificamos. Nos enviaron a unos
cuantos individuos, que se limitaron a toser y mirar, para volver a casa y decidir
que era o bien un "globo meteorológico mal hinchado", "un fenómeno atmosférico" o
"una variante del fuego de San Telmo que antes se veía en los mástiles de los
buques".
El general indicó con la mano todos los edificios que se alzaban en los
contornos.
—Suponen que el viento sopla entre esas torres y "genera electricidad estática".
Bueno, olvidémoslo. Ya han dado su explicación, aunque eso sigue ahí. Quisimos
ignorarlo, pero no hace más que recorrer la base y no nos ha sido posible. El otro
día, faltaban diez minutos para que lanzásemos un misil, y eso, que volaba a unos
cientos de metros de altura, se colocó exactamente en el sitio menos indicado, por
lo que tuvimos que suspenderlo. Hay tres nuevos agujeros en las alambra das, de
unos dos metros de ancho por uno y medio de alto, que es por donde ha pasado, y
las cercanías están sembradas de pedazos de hierro. Ayer descendió hasta uno de
los técnicos y le arrancó un pedazo de ropa y unos centímetros de piel. No volve-
remos a verlo hasta que eso haya desaparecido. Desde entonces se ha dedicado a
arrancar pedazos del edificio, del coche de Hammerson, de un árbol y de la torre de
control, así como unos veintisiete metros de hierba y de desperdicios del otro lado
de la alambrada. Cada vez que hace algo así, lanza una lluvia de metal, madera o
piedras desmenuzadas, que salen a Tina velocidad que va de cero a novecientos
metros por segundo —el general dirigió al objeto una agria mirada—. En tal
situación estamos. No podemos prepar ar los misiles por miedo que eso decida
pegarles un mordisco. Ninguno de los hombres de la base se alistó en fuerzas de
combate. Lo que yo quisiera hacer es lanzarle un antimisil. Pero mi gente me dice
que, con toda seguridad, lleva tal energía que la explosión va a hacer desaparecer la
mitad del Estado. Por tanto —añadió el general, volviéndose hacia Verner— ya que
es usted heurístico y su trabajo consiste en solucionar los problemas que escapan a
los expertos, le paso este lío. No me importa a quien llame o qué sea lo que haga.
¡Líbreme de eso antes de que desbarate todo nuestro programa espacial!
Verner estudió aquel objeto con suma atención, aspiró hondo y envió un
telegrama. Luego, invirtió el resto del día observándolo y atendiendo los relatos de
infinidad de testigos que le iban explicando su experiencia personal. En dos ocasio-
nes tuvo que echarse al suelo, por que aquel objeto volaba muy bajo, mientras
lanzaba a todas partes fragmentos de material. Muchos de los testigos hablaban con
evidente inquietud.
—Hay algo que no marcha. Ya no vuela tan alto como antes.
Ni tampoco se mueve como antes.
Y... ¡Fíjese!
Por un instante, se apagó el brillo de aquel objeto, igual que un espejo
empañado. Sus numerosas manchas negras se redu jeron al tamaño de cabezas de

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alfiler. Segundos después, recobró su aspecto habitual. Pero se advertía que algo le
pasaba.
Uno de los ingenieros comentó:
—Tengo la impresión de que está enfermo. Y que Dios nos asista si se muere.
Cuando a un hombre le falla su sistema, se derrumb a y ha acabado. Pero con la
energía interna que tiene eso, me temo que se convierta en una bomba atómica en
miniatura.
Al atardecer, Verner había reunido mucha información, opi niones diversas,
quejas y la respuesta a su telegrama. Entonces, envió a varios de los hombres de la
base al almacén más próximo. Poco después, se volvió al oír unos pasos que se
aproximaban.
—Bien —dijo el general— ¿tiene algún proyecto?
—Sí, pero antes quisiera preguntarle una cosa.
—Hágalo.
— ¿Siempre huele a amoníaco?
—Desde que está aquí.
— ¿Qué hace por la noche?
—Desciende a un par de centímetros del suelo. Entonces da la impresión de
ser de plata, y la luna y las estrellas se reflejan en la superficie, lo mismo que en
una bola de cristal.
— ¿Cree usted que es una nave interplanetaria, una especie de aparato de
reconocimiento, o un ser vivo?
El general fue a hablar, miró las sombras que se extendían por la base, y luego
dijo:
—La única respuesta que lógicamente puedo darle es ésta: lo ignoro. Es posible
construir un aparato que actúe como si estuviera vivo. Pero la impresión que tengo
es que se trata de un ser vivo, que se encuentra bastante mal.
— ¿Por qué cree que está ahí?
—Que me registren. ¿Por qué, de todos los lugares de la Tierra, iría a detenerse
en una base de pruebas de misiles? Lo ignoro.
Verner quedó pensativo.
— ¿De dónde supone que viene?
—La misma respuesta. Y ahora aquí huele a amoníaco. Uno de los
componentes de nuestra atmósfera es el dióxido de carbono. Nosotros exhalamos
dióxido de carbono. Hay planetas que, según los cálcalos, tienen amoníaco en su
atmósfera, además de otras cosas. Esta criatura, en caso que eso sea, exhala amo-
níaco de vez en cuando. Quizá venga de uno de los planetas que lo tienen en su
atmósfera. A lo mejor de Júpiter.
— ¿Apareció poco después de algún lanzamiento?
—Pues sí, exacto. Acabábamos de poner un satélite en órbita. ¿Y qué tiene que
ver eso con que venga, a aquí?
—Supongamos que fuera usted un astronauta en apuros en busca de ayuda y,
de pronto, de un planeta cercano partiese un satélite.
El general meditó un instante.
—Lo más probable es que fuera al lugar de donde partió el satélite para que me
auxiliaran.
— ¿Y cómo podría usted explicarles lo que necesita?

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—Bueno... desde luego que no podría hablarles en su idio ma; por lógica,
tendría que expresarme "por señas".
—Exacto. Bien, suponiendo que esto sea lo que intenta nuestro visitante, ¿qué
querrá decirnos?
—Pero si muerde las cosas —gruñó el general—. De acuerdo. Vamos a suponer
que quiere comer. ¿Cómo se alimenta una cosa a sí? ¿Y si viniera de Júpiter? ¿De
dónde se saca comida al estilo de Júpiter?
—Para averiguarlo envié un telegrama esta mañana.
El general dio un resoplido.
— ¿Pero de dónde van a...? —se interrumpió al ver que varios de sus hombres
descargaban unos sacos pesados—. Usted no es de los que pierden el tiempo.
—Eso está aquí desde 'hace una semana —dijo Verner—. Apenas se ha movido
en todo el día y me dicen que parece enfermo. También me dicen que si algo le
ocurre, es muy probable que estalle y se lleve con él a la mitad del Estado. No nos
conviene entretenernos.
El general asintió.
—Adelante. En cuanto oscurezca más, eso va a dormirse, o lo que haga por las
noches.
Verner abrió un cortaplumas, rasgó uno de los sacos, metió la mano para
agarrar una bola dura, de piel suave y la lanzó lejos.
Algo cayó cerca del extraño objeto y se fue rodando. Pero la forma ovoide no se
movió.
Verner volvió a lanzar una bola. En esta ocasión, cayó debajo del objeto.
Pero tampoco ocurrió nada.
El general contemplaba fijamente la creciente oscuridad. Había un gran
silencio, como si todo el territorio contuviese la respuesta.
Esta vez Verner cortó una de las bolas en dos partes, que olían mucho, y arrojó
una de ellas. Alcanzó de lleno aquel objeto. Pero éste no se movió. Lanzó la otra
mitad. Cayó encima del visitante y desapareció.
No ocurrió nada.
El general movió la cabeza.
—Habrá que intentar otra cosa. Podemos...
—Espere... —ordenó Verner tajante.
Uno de los hombres comentó:
—Aún no lo ha escupido. Siempre...
Otro gritó:
— ¡Huyamos!
El objeto comenzaba a moverse.
Vino a su encuentro con un ronquido.
Se dispersaron en todas las direcciones. El general corría como si le hubiesen
lanzado de una catapulta; miró hacia atrás y ordenó:
— ¡Cuerpo a tierra!
Los 'hombres jadearon al echarse al suelo y casi en seguida se oyó el silbido de
fragmentos de algo duro que cortaban el aire.
Al instante, Verner y el general habían dado la vuelta para observar al extraño
objeto, que giraba sobre sí mismo, absorbiendo sacos enteros y descendiendo tan
bajo que a la vez se llevaba mordiscos de tierra, que luego despedía desmenuzados.

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Contemplaron en silencio cómo el visitante acababa con los sacos y luego, igual
que un perro en busca de desperdicios, recorría el campo, se detenía aquí, luego allí
y de improviso salía disparado hacia el espacio, tan de prisa que en pocos instantes
desaparecía de la vista.
A lo lejos se oyó un estallido, igual que el de un avión que cruza la barrera del
sonido.
Verner y el general se pusieron de pie.
Pasaron varios minutos. Aquel objeto no regresó.
—Bueno —dijo el general—. Dio usted en el blanco. Pero no sé cómo lo hizo.
Verner le tendió un arrugado telegrama. El militar accionó su encendedor y
alzó la llama para iluminar el texto:... Primeras investigaciones revelan que, según
informe 5 mayo 1966, semillas de cebolla se encuentran en atmósfera de amoníaco,
repito amoníaco...
Verner añadió:
—A partir de mañana, pensaba intentar lo mismo con cuanta comida crece en
la Tierra. Pero nos quedaba hoy tiempo de hacer la primera prueba.
El general asintió.
—Cebollas. Bueno, la cosa concuerda. Si hay algo que huela más parecido a la
atmósfera de Júpiter, que me registren. Quién sabe; puede que algún astronauta de
Júpiter arrojase aquí esa semilla hace mucho tiempo —miró en torno suyo,
aliviado—: De todos modos, gracias a Dios que todo ha concluido.
—Aún no —dijo Verner.
— ¿Qué?
— ¿Cómo va a explicar este incidente al Departamento que entiende en objetos
voladores no identificados?
Una sonrisa se extendió por el rostro del general.
—Me gusta la idea. Bien, bien. Voy a enviarles un informe detallado y una
muestra de cebolla. Y esperaré con ansia a ver qué dicen.
Eso fue hace seis meses. El general sigue esperando.

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Lee Correy



ALGO EN EL CIELO



Un artículo que apareció en la revista True, en enero
de 1965, aseguraba que al Gemini 1, que iba sin
tripulantes, lanzado el 18 de abril de 1964, lo siguieron
durante toda una órbita cuatro OVNIS, que giraban en
torno suyo. Las Fuerzas Aéreas respondieron: "Los
objetos señalados, que también registró la pantalla de
radar, se han identificado como las piezas menores que
se desprenden al separarse la nave y el cohete. Esta
explicación oficial quedó en entredicho cuando un
portavoz de la NASA confirmó lo que todos sabían en la
industria astronáutica: "En el Gemini 1 no hubo separa-
ción entre la nave y el cohete; una y otra entraron en la
atmósfera como simple unidad". ¿Se trataba de unos
OVNIS curiosos? Quizás. El presente relato es pura
ficción; según creo. ¿Se han preguntado qué podría ocu-
rrir si un antimisil del tipo Sprint o Nike-Zeus encontrara
a su paso algo que no fuese el blanco lanzado desde la
base de Vandenberg, en California?



Algo vigilaba desde el cielo.
Llevaba mucho tiempo allí, de centinela. Sin que lo viesen o lo oyeran, su
inteligencia superior había logrado anular todos los sistemas de detección. De vez
en cuando, se hacía visible en el cielo, por razones que nadie llegaba a comprender.
Puesto que la invisibilidad lo protegía, era intocable..., hasta que se aplicó una
ley universal, que todo lo abarcaba; fue un simple accidente.

¡SE HAN VISTO PLATOS VOLADORES!

Ante la posibilidad de una nueva invasión de platos vola dores en las
proximidades de Des Moines y de Dallas, un por tavoz del Gobierno aumentó la
confusión que ya reina en torno a este asunto al negarse a hacer el menor comentario
acerca de los extraños objetos que han vuelto a aparecer en el cielo y que millones de
personas han visto...

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— ¿Qué opinas, Pete? —preguntó George Humbolt al tenderle a su jefe el
periódico de la mañana—: ¿Esta vez son de verdad?
Pete Renny se puso las gafas y estudió los titulares con la atención que en todo
ponía. No leyó más allá de la primera frase.
Como jefe para el Oeste del programa antimisiles Mentor, Pete tenia acceso a
los secretos mejor guardados; podía obtener la información más confidencial de
cuantas poseyera el Gobierno. Además, lo necesitaba. Parte de su trabajo era saber
lo que ocurría en los campos de la aviación militar y de los proyectiles teledirigidos.
Ambos estaban tan estrechamente relacionados en lo que respecta a defensa
antiaérea que casi no podían separarse.
Le constaba a Pete que en aquel año de 1962 no existía aparato o misil que
pudiera maniobrar igual que los platos. También le constaba que el estado de la
aeronáutica hacía imposible la existencia de aquellos objetos.
— ¡Tonterías! —declaró. Estamos llegando al verano, la temporada tonta, y la
gente ve cosas, tal como lo han venido haciendo desde 1946.
— ¿Alucinaciones? ¿Por qué no algún invento del que aún no sabemos nada?
— ¿Has oído hablar de alguno?
George también tenía acceso a la información confidencial.
—Pues no —replicó éste, tras una pausa—: Pero ¿qué te parece si vinieran, por
encima del Polo?
— ¿Es que no lees los comunicados de la C.I.A.? —preguntó Pete.
—Sí, los leo —George quedó pensativo y pareció que iba a hablar. Pero se
contuvo.
Pete se dio cuenta.
— ¿Qué ibas a preguntarme? ¿Si no creía que pudieran ser marcianos o
venusinos?
—Sí.
— ¡Es ridículo! Vas demasiado al cine, George —le dijo Pete con dureza, al
tiempo que se quitaba los lentes y los guardaba en el estuche. Le devolvió el
periódico a su ayudante—: ¡Hombrecillos verdes! ¡Visitantes del espacio! ¡Bah!
Debías darte cuenta, George, de cuando alguien quiere llamar la atenc ión — se
puso de pie, inclinando su alta figura sobre el pupitre—: En verano, el cielo está
muy claro. La gente va mucho más al campo. Miran 'hacia arriba y ven bastantes
cosas; jets que vuelan alto, globos estratosféricos, el planeta Venus y otros objetos
hechos por la naturaleza o por el hombre. El cielo está lleno de objetos mecánicos.
Piensa en lo mucho que hemos de esfor zarnos para llevar a cabo el programa de
esta base, que no cubre más que unos miles de kilómetros cuadrados allá arriba;
constantemente se están enviando aparatos, jets y globos.
Se acercó a la ventana y contempló el hermoso azul del cielo de Nuevo Méjico.
El aire era muy claro sobre White Sands; podía ver hasta los montes Sacramento, a
cosa de cincuenta y cinco kilómetros de distancia.
—Esta mañana tenemos buen tiempo —añadió, cambiando el tema—. ¿Sigue
en pie el programa de lanzamiento de las once?
George dejó el periódico, para acercarse al teletipo.
—Sí Ha llegado la confirmación del control. El blanco despegará a las diez y la
hora de lanzamiento son las once. Ha habido un pequeño cambio en las frecuencias
del radar; para acoplar a otro programa.

ENCUENTROS George W.
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—De acuerdo, pide el parte meteorológico mientras preparo la ceremonia. Si
hemos de lanzar a ese pajarito, hay que espabilarse —descolgó el teléfono, marcó un
número y recibió la señal de comunicar. Nervioso, volvió a colgar el aparato—. ¡Las
líneas siempre ocupadas! ¿Cuándo van a poner más?
— ¿Por qué te preocupas tanto por ese proyectil, jefe? Conoces el tipo desde
que empezó a construirse —observó George.
—También te preocuparías tú si tuvieras que darle cuenta de tus fracasos a
Garson y ya llevamos demasiados.
No le explicó a su ayudante que le preocupaba mucho aquel nuevo misil, tipo
Mentor 16. Si había algún fallo iban a decapitarlo. Garson, que dirigía la zona, era
hombre difícil.
El proyectil antimisil a cargo> de Pete era el mejor de cuantos se habían
diseñado. Años de amarga experiencia con cohetes y dispositivos similares habían
preparado a los hombres que lo construyeron. Lo habían ensayado con todos los
métodos conocidos. Su eficacia estaba más allá de toda duda. Era un sis tema
perfecto.
Sin embargo, habían fallado. Los primeros diez confirmaron las esperanzas
puestas en ellos. Los últimos cinco resultaron un fracaso. El Mentor se había
convertido en la "pesadilla de los técnicos".
Cuantos trabajaban con él, comenzaban a odiarlo, con un odio consecuencia
de la desconfianza y de la amargura. Todo en el proyectil era perfecto. Las distintas
piezas que lo componían eran perfectas. Juntas, debieran funcionar tal como estaba
previsto; pero fallaban. Nadie sabía el motivo.
Pete había sospechado con frecuencia que lo que andaba mal era el mecanismo
de guía. Era un sistema nuevo y altamente secreto. No dependía del radar, de la luz
ni de los rayos infrarrojos. En realidad, no dependía de ninguna radiación electro-
magnética. El Mentor tenía un detector de materia que lo guiaba Pete no llegaba a
comprender por completo aquel sistema. Sabía que, por algún medio, detectaba la
presencia de la materia de un avión, por ejemplo, a efectos de la teoría einsteniana.
Einstein, en 1806, hizo algunos cálculos acerca de que la materia desequilibra el
espacio con su sola presencia, provocando la gravedad y descomponiendo la luz.
Los astrónomos lo demostraron durante un eclipse de Sol. Otros hombres
estudiaron esas teorías y, tras haber trabajado con ellas durante años y construido
maquetas electrónicas y circuitos, idearon un sistema que podía detectar la
presencia de la materia. El Mentor "veía" de este modo. No podían desorientarle. El
detector de materia era parte del perfecto proyectil antimisiles.
Y este sistema funcionaba. No quedaba la menor duda. La realidad había
forzado a Pete a descartar toda sospecha.
No podía echarse la culpa a nada... excepto a los hombres. Y Garson se la
cargaba toda a Pete. Al fin y al cabo, el jefe de pruebas era el responsable; cualquier
error era consecuencia de alguna equivocación en los cálculos; así razonaba el
superior de Pete.
A éste le habían dado una nueva oportunidad. Hacía días que no dormía. Le
dolía el estómago más que de costumbre. Vivía con el Mentor 16 desde que llegó a
White Sands.
— ¡Blanco se acerca a punto señalado! —anunció el intercomunicador.

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La casamata de tiro era un torbellino de actividad. Los hombres trabajaban en
sus aparatos, miraban a través de los osciloscopios, medían las líneas
zigzagueantes de los mapas y hablaban, hablaban siempre.
—Faltan tres minutos para que llegue.
—Jake, ¿has hecho el cálculo preciso?
— ¡Atención, los mandos! ¡No hay viento!
—Proyecto Mentor, aquí control. Tienen vía libre.
— ¡No, no! ¡Dejen la señal tal como está!
Pete se hallaba en todas partes, asegurándose de que las operaciones de
prevuelo se llevasen a cabo correctamente. Cuando le era posible, seguía cada uno
de los preparativos. Fuera, el Mentor 16 descansaba sobre la pista de lanzamiento,
con su piel rojiza, demasiado brillante para la mirada humana. Pete lo observó de
nuevo a través de los gruesos cristales de la ventana. Sabía que el proyectil estaba
en perfectas condiciones. Esta vez, tenía que ir bien.
— ¡Blanco en punto convenido!
En el cielo azul de Nuevo Méjico, un jet de bombardeo venía desde el Norte,
aproximándose al lugar desde donde el Mentor se elevaría para destruirlo. No
llevaba piloto. Otros dos aviones lo iban guiando.
Pete situándose junto al cuadro de mandos, le preguntó a George:
— ¿Qué tal ya?
—Bien. Visibilidad excelente. Ni un soplo de aire en la zona.
— ¿Radar?
—Dispuestos y en espera de que lancemos al proyectil.
— ¿Trayectoria?
—Libre. Los aviones que lo dirigen salen del área de tiro. Depende del control
terrestre.
— ¡Aquí Proyecto Mentor! —anunció otro hombre a través del micrófono, con
los ojos fijos en el reloj—. Se elevará dentro de sesenta segundos. Atención. ¡Sesenta
segundos!
La base de White Sands estaba dispuesta para entrar en acción. A lo largo de
la extensa pista, los hombres miraban con prismáticos, vigilaban el cielo con el
radar y se mantenían junto a los equipos telemétricos. No habían podido descubrir
allá arriba más que el blanco solitario. Las carreteras que cruzaban la pista se
hallaban interceptadas. Los encargados de seguridad observaban las pantallas de
radar, con las manos en las palancas que derribarían al proyectil en caso que se
desviara.
— ¡Treinta segundos!
—Proyecto Mentor, aquí control... ¡Tienen vía libre!
—Dispuestos para disparar —anunció George con calma.
Pete sacó una llave del bolsillo y la insertó en el cuadro de mandos. George la
giró, poniendo en marcha todo el circuito.
—Mecanismo dispuesto.
—Fuego.
—Diez segundos... cinco... cuatro... tres... dos... uno...
¡Boom! El Mentor despegó, lanzándose hacia el espacio en el momento en que
pulsaron el disparador. Desapareció del campo visual de Pete, dejando tan solo una
nube de polvo marrón. Esquivando los muebles y los aparatos, Pete se encamino al

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lugar al que el proyectil enviaba informes de su vuelo a través de la radio. Observó
la línea de puntos brillantes que iban encendiéndose en la pantalla osciloscópica.
— ¡Proyectil estabilizado! Fin de fase de lanzamiento —anunció alguien.
—El detector entra en funciones —indicó otro—. Va en busca de su blanco.
—Proyecto Mentor, aquí seguridad. Están en buen camino. El proyectil
asciende por el centro del área.
Pete sintió una honda satisfacción. Esta vez acertarían.
De pronto:
— ¡El proyectil está girando hacia el Este!
— ¿Pero que dicen? ¡Dos señales de captación! ¡Ahí va! ¡Ha captado el blanco!
¡Se lanza sobre la presa! ¡Adelante, pajarito, adelante!
— ¡Cázalo, pequeño!
—Señales inconfundibles. ¡Va en busca del blanco!—Proyecto Mentor, aquí
seguridad. El proyectil no se lanza sobre el blanco. Se dirige al este del área. Si se
desvía mucho, tendremos que derribarlo.
Pete agarró un micrófono.
—Aquí Mentor. ¿Qué blanco ha elegido?
—Ninguno. El que habíamos señalado está en el otro extremo del área. El radar
no descubre ninguno.
—Blanco llega a punto señalado —advirtieron desde los aparatos telemétricos—
. ¡Señal de alarma! ¡Registrada la detonación! No más señales.
—Radar apagado.
—Blanco cruza zona señalada, sin alteraciones.
— ¡Aquí radar! ¡El proyectil no se acercó al blanco!
George abordó a Pete.
— ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué se alejó del blanco? ¿Qué fue lo que lo atrajo?
Pete no lo sabía. El Mentor 18 había, inesperada y súbitamente, fracasado por
completo. Dejó el micrófono y salió abatido, a la luz del sol.
¿Qué era lo que esta vez había fallado? El telémetro indicaba que el proyectil se
dirigía hacia algo. Pero allí no había nada. ¿Qué le iba a decir a Garson?


Horas más tarde, seguía haciéndose las mismas preguntas, al tiempo que
estudiaba los registros telemétricos extendidos sobre su mesa.
—Todo funcionó a IR, perfección —dijo George midiendo los trazos con un
compás.
—Sólo que al fin abandonó el blanco, se fue por otro sitio —respondió Pete
desesperado.
—Alguien dijo una vez que este proyectil estaba guiado por un cerebro. Es
cierto; tiene un cerebro propio —comentó el joven ingeniero. Examinó de nuevo JOS
trazos—: Dan lo calculó bien. De lo contrario, lo veríamos aquí. ¿Qué decidirnos
ahora, Pete? Estaba bien dirigido, se puso en marcha y estalló. ¿Fue un éxito o un
fracaso? Todo funcionó bien.
—.Mira, jovencito —respondió Pete irritado—, fue un fracaso. Tenemos algunos
datos recogidos por el telémetro. No dicen nada. Tenemos los registros del radar,
indican hacia dónde fue. Lo perdimos de vista, en cuanto giró. Y el blanco volvió al
punto de partida.

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—Podía haber sido peor —comentó George—. Imagínate si Garson llega a estar
aquí. O que nos hubieran visitado unos representantes del Congreso.
—Sólo me hubiera faltado eso.
George se entretenía enrollando los gráficos del telémetro.
—Es mejor que se los devuelva a su departamento. Hace una hora que los
piden a gritos.
—De acuerdo —replicó Pete—. No los necesito.
Comprendió también que ya no lo necesitaban como jefe de pruebas.
Decidió que no sería fácil. Lucharía como fuera. Había algo que falló en el
proyectil; lo descubriría. Al fin, iba a tener que enfrentarse a Garson, pero
comprobaría cualquier posibilidad. Ya no se trataba tan sólo de su puesto. Tenía la
obligación de averiguar qué había ocurrido. Aquello no era lógico.
Llamaron a la puerta.
— ¡Adelante!
El capitán de infantería que mandaba el grupo de recuperación se deslizó en el
cuarto. Traía una bolsa de colada de grandes dimensiones.
—Hola, Bernie. ¿Te costó mucho reunir las piezas?
—No. —el capitán se acercó a una mesa para depositar la bolsa—. Estábamos
debajo mismo. Recuperamos casi el noven ta por ciento del proyectil —soltó las
cuerdas que cerraban el saco—. También encontramos otras cosas que no formaban
parte del Mentor.
Pete se volvió, contemplando lo que el capitán sacara de la bolsa.
—Como ya dije, estábamos debajo —continuó el oficial—. Se estrelló contra
algo. No sé lo que sería. No lo vi. Pero cayeron por allí sus pedazos.
La chatarra tenía un brillo extraño, como de perla, Pete nunca había visto algo
«semejante. La superficie era tan lisa como si la hubiesen pulido, pero donde se
resquebrajó a causa del impacto del proyectil, se advertía una extraña estructura
cristalina, distinta por completo a cualquier otro metal. Tomó uno de los pedazos,
que resultó extraordinariamente liviano. Lo estudió con atención.
Aquello era parte de... algo.
Pete estaba al corriente de los más altos secretos tecnológicos del país. Sabía
qué era lo que se ensayaba y lo que se estudiaba. Lo que le habían traído no
pertenecía a nada de cuanto tenía noticias.

Más tarde, se encontraba a oscuras en su oficina, contem plando aquellas
extrañas piezas que brillaban con una densa luz roja.
El Mentor había atacado algo que nadie pudo ver. Excepto el proyectil. Ni
siquiera el radar. El detector de materia, basándose en las leyes naturales, había
actuado a la perfección. Incluso, en exceso.
Pete Remmy era un ingeniero experimentado y realista. Hasta entonces, no le
habían preocupado gran cosa los informes acerca de extraños objetos en el cielo.
Pero ahora todo era distinto.
No le preocupaba que algún avión desorientado hubiese en trado en el área.
Tampoco que se tratase de una intromisión de cualquier otro país de la Tierra. Todo
esto lo había descartado ya. Esperaba la respuesta desde otra parte.
Y se preguntaba qué iba a explicarle a Garson, con quien le costaba razonar
mucho más que consigo mismo. En realidad, ¿qué iba a decirle a nadie?

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Algo seguía vigilando desde el cielo. No comprendía a los de abajo, como éstos
tampoco lo hubieran comprendido, de conocer la existencia. Pero ahora sí sabía que
se enfrentaba con algo imposible de ignorar. No podía calificar de primitiva a una
especie que tenía conocimiento del espacio y de la materia.
¿Habría llegado el momento o, por el contrario, continuaría vigilando desde la
posición ventajosa que ocupaba en el cielo, posición que, sin embargo, ya no era
invulnerable?
Al no comprender la naturaleza humana, tomó su decisión.

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Marck Reynolds



ALBATROS



El 12 de julio de 1957, en una carta del De -
partamento de Seguridad de la base aérea de Wrigth-
Paterson, la aviación confirmó que varios pilotos
militares habían disparado sobre los OVNIS en
diferentes ocasiones. Un párrafo de dicha carta decía:
En algunos casos, miembros de las fuerzas aéreas han
comunicado oficialmente que abrieron fuego sob re
objetos volantes que no podían identificar, peto que
luego se reconocieron como conven cionales. Las
órdenes al personal de vuelos son que disparen sobre
cualquier objeto no identificado sólo cuando comete un
acto hostil que amenace o ponga en peligro la
seguridad de Estados Unidos. El punto delicado lo
constituye definir las palabras "hostil, que amenace o
ponga en peligro la seguridad de Estados Unidos". Un
objeto que dispara el primero es netamente hostil, un
objeto que se identifica como perteneciente a una nación
enemiga, infiltrado en nuestra zona aérea, se podría
considerar como una amenaza para la USA, pero ¿qué
ocurre con un objeto, extraterrestre sin lugar a dudas,
que se limita a ignorarnos?



Teníamos prisa por despegar pero, así y todo, tomé las precauciones que quizás
significaran la diferencia entre regresar al punto de partida o que estallara el FIOB
en que viajábamos. Mientras Jack Casey subía a bordo, fui examinando el aparato,
para asegurarme que estaban en su sitio las válvulas de esencia y quité el pulsador
de seguridad de la trompa, de manera que la hélice girase. Luego, a mi vez, subí a
bordo y retiré el del eyector: quien se olvidara de eso no salía de un FIOB ni con
fianza. Por lo general, no se salía, por lo menos con el cuello sano; el 410 tiene,
desde luego, mucha velocidad.
El personal de tierra había puesto en marcha un inye ctor eléctrico de
lanzamiento y lo conectaron, con manos que temblaban por la prisa. Yo comprobé
la docena de luces del cuadro de mandas,

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Luego, de un modo automático, realicé cuanto era ya como mi segunda
naturaleza. Comencé en un extremo de la carlinga y seguí, sin dejar nada. Los
pedales de dirección, el estabilizador y los alerones, los reóstatos de refrigeración y
la cabina de presión; siempre volábamos a una altura que hacía necesario el
oxígeno.
Un soldado vino corriendo, casi ahogándose. Se acercó a la carlinga y apoyó
una mano en el costado del aparato.
— ¿Qué hay, cabo? —pregunté.
—El coronel —jadeó—. El coronel me ordena que le diga que ya están por el
Saskatchewan. Dejaron... atrás a todos los jets, señor.
El aire escapó por entre los dientes de Jack Casey. Había estado comprobando
los cañones.
El cabo aspiró hondo y concluyó el mensaje.
—Dice el coronel que, según parece, van hacia Chicago, teniente. Dice que solo
su 410 puede alcanzarlos antes de que lleguen allí. El sargento mayor, al mando
del personal de tierra, nos estaba escuchando. Sus labios palidecieron. Casi sin
expresión dijo:
—Señor, tengo una hermana en Chicago.
Lo miré.
—Yo tengo allí a mi esposa y mis dos hijos, sargento.
Bajó la vista.
—Sí, señor.
—Vamos a despegar —advertí.
Asintió y yo puse en marcha los motores. Cuando giraron al cinco por ciento de
revoluciones por minuto, establecí contacto y aumentó en un veinte por ciento.
Hice una seña al suboficial.
—Sepárenlo.
Desconectaron la unidad eléctrica y la retiraron.
Indagué por encima del hombro:
— ¿Listo, artillero?
—Listo, —dijo Casey. También había oído al cabo. Su ma dre vivía en Gary,
muy cerca de Chicago.
Pegué los frenos de picado al fuselaje y solté las flapendoras, disponiéndome
para el despegue. El personal de tierra retiró los tacos y me dirigí al punto de
arranque. Lo que importaba era elevarse en seguida. Cuando el FIOB giraba sobre
cualquier cesa que estuviera a menos de tres mil metros, el consumo de carburante
era increíble.
El permiso de la torre de control fue pura rutina, pues toda la base estaba
pendiente de nosotros. Puse el motor al cien por cien de potencia, comprobé la
bomba auxiliar de carburante y la válvula de presión de aceite y me puse en
camino.
En cuanto despegamos, recogí el tren de aterrizaje; se apagaron las luces
indicadoras, por lo que supe que no había anormalidad. Accioné los mandos al
máximo, de modo que el 410 salió disparado. Subí a la máxima altura y me dirigí
rumbo al Norte, volando a una media de ochocientos. Hasta encontrarlos, er a
preferible no forzar la velocidad.

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Conforme avanzábamos, se iba precisando su posición. Pasada la primera
sorpresa, los equipos de tierra trabajaban con seguridad. Nos íbamos acercando al
punto en que los interceptaríamos.
Yo volaba sin nervios, con la mano derecha, o mejor dicho, los dedos apoyados
en la palanca y la izquierda en el regulador. E incesantemente, durante el vuelo, iba
volviendo la cabeza de un lado a otro; a la derecha del aparato, a la izquierda,
arriba, luego abajo, hacia atrás. De un modo mecánico, lentamente, cubriendo el
cielo, la tierra, a lo alto, aunque dudaba que ascendieran más arriba de los
dieciocho mil metros de altura que habíamos alcanzado.
Jack Casey y yo éramos lo único que se interponía entre ellos y Chicago. Entre
ellos, y Muriel, Kenny, Bob, la madre de Jack y la hermana del sargento.
Casey fue el primero en verlos, un simple punto negro que venía del Norte.
—Justo nueve más arriba —dijo.
Tomé altura. Estaban a novecientos metros por encima de mí Metí las manos
por un lugar y otro de la carlinga, cargando las armas y girando el reóstato para
afinar la imagen eléctrica en el cristal. Calculé una distancia de treinta metros.
Cambié la clavija que indicaba "seguro" por la de "fuego" y abrí más el regulador.
Por radio, comuniqué con el coronel y le di el informe. El jefe quería saber en
qué volaban para ir tan rápidos.
—Parece una simple ala —le expliqué—. Quizás está propulsada por cohetes.
—No diga tonterías —gruñó—. ¿Con un radio de acción tan amplio?
—Sí, señor —respondí. ¿De dónde imaginaría, entonces, que sacaban tanta
velocidad?
El coronel ordenó:
—Bien, Shirey, derríbelo.
—Sí, señor —respondí, mientras cortaba la comunicación. No quería que nadie
me estorbase, ni siquiera él.
En pocos minutos, el extraño aparato qu edó convertido en un montón de
chatarra retorcida y quemada. Nosotros nos apresuramos a recoger todo lo que
quedaba entre los restos, evitando mirar el cadáver carbonizado. Jack Casey tomó
de la pila que hicimos en el prado donde aterrizamos, un largo al ambre y lo
contempló pensativo.
—Allen —dijo al fin— esto parece una cinta magnetofónica.
—Gruñí, mientras contemplaba nuestro botín.
—Quisiera saber por qué iban a Chicago —murmuré—. ¿Y por qué tomaron la
ruta del Polo?
Jack encogió sus flacos hombros.
— ¿Había importado mucho que vinieran por otro sitio? El resultado hubiese
sido el mismo; en todos los países. Volví al FIOB y establecí comunicación con el
coronel Heddrick. Mi avión estaba inutilizado, con un ala y el tren de aterrizaje
rotos, por la urgencia de tomar tierra.
El coronel estaba muy excitado.
—Shirey, necesitamos pruebas de ese ataque a traición, para presentarlas a la
ONU. ¿Ha encontrado algo que indique su origen y nacionalidad?
—Sí, señor —respondí con calma—. El aparato se incendió casi por completo,
pero hemos reunido lo necesario.

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—Excelente —comentó—. Les darán la Medalla del Aire, muchachos. Voy a
enviar un helicóptero para que los recoja a ustedes y al material —entonces, añadió
como para confirmarlo—: Venían de...
—No señor —interrumpí— son extraterrestres, coronel. Era una nave espacial,
en vez de un bombardero rápido, como creíamos.
— ¡Qué! —gritó.
—Hemos derribado a los primeros visitantes del espacio —le dije.
Varias horas más tarde, nos encontrábamos ante la mesa del mayor gene ral
McCord, agotados por el viaje y por los interminables interrogatorios que habíamos
sufrido tras nuestro regreso a la base. Aunque el cansancio no nos permitía verlo, la
situación resultaba bastante cómica.
Una y otra vez nos 'habían insinuado que estábamos borrachos o locos. En
todas las ocasiones, nuestro último argumento fue remitirles al cuerpo carbonizado
del alienígena, que no llegaba al metro de alto y que conservaban en hielo.
El general McCord intentaba hablar con calma y sereni dad, pero le costaba
mucho dominarse. El dominio de sí mismo, no era uno de sus puntos fuertes.
—Dicen que ese aparato tenía un aspecto muy extraño —murmuró—. ¿Por
qué, entonces, le dispararon?
Babia la respuesta mucho mejor que Casey y que yo. Obe decíamos órdenes
directas del Pentágono.
No pude evitar cierta nota de irritación en la voz.
—Señor —le dije— lo único que sabíamos es que había una alarma y que
nuestra obligación era despegar cuanto antes. Este aparato avanzaba muy de prisa.
El radar lo captó primero en las Aleutianas; en Dutch Harbour nos indicaron su
media de marcha, unos mil quinientos. Dejó tan atrás a los jets de las bases de
Alaska, que parecían trineos. Los FIOB eran lo único que se interponía entre esa
nave y la zona Chicago-Detroit. Al fin, sólo quedó mi aparato para interceptarlo. El
teniente Casey y yo lo alcanzamos en, Manitoba, quizás a casi doscientos kilómetros
al norte de Winnipeg. No tuvimos tiempo para darle el alto, no tuvimos tiempo ni
para pensar. Señor, éramos lo único que podía oponerse a lo que a todas luces pa-
recía un ataque a traición a los centros industriales. Recibimos orden de derribarlo
y lo hicimos.
Él general me miró.
— ¿Su actitud era hostil?
—No les dimos ocasión, señor. Su velocidad era mayor que la nuestra. Sólo
tuvimos una oportunidad de alcanzarlo y, de desperdiciarla, se habría alejado para
siempre. Entonces, disparamos.
Contrajo el rostro, pero no insistió. Jugueteó un momento con el alambre que
tenía sobre al mesa y se volvió hacia Jack Casey.
—Teniente, creo que dijo usted que suponía que esto era una cinta
magnetofónica muy similar a las nuestras.
—Sí, señor —respondió Casey—. Yo...
— ¿Por qué lo imagina? —le interrumpió McCord.
—Iba a explicárselo, señor —dijo Casey en tono de queja. Estábamos en el
punto de fatiga en que ya ni un general impresiona—: Cuando entré en la nave, que
ardía por todos lados, lo vi junto a otros rollos, al lado de un aparato similar a los
gramófonos. Ya sabe, señor, con un altavoz.
— ¿Por qué no rescató los otros rollos y ese aparato? —quiso saber el general.

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Protesté, indicando las vendas que cubrían nuestras quemaduras.
—Señor, todo lo que pudimos hacer fue reunir algunas cosas. La nave estaba
incendiada antes de que aterrizásemos.
—Supongo que sí —gruñó, en un tono que sugería que de bíamos haberla
abatido sin prenderle fuego —se volvió hacia el coronel Heddrick—: Que intenten
pasar esta cinta. En caso, naturalmente, de que se trate de una grabación.
El general se pasó la mano por el cuello, como para comprobar si necesitaba
afeitarse. Aquel asunto le abrumaba igual que a todos nosotros. Se sentía, digamos
aturdido.
—Voy a enviarles a Washington —nos dijo a Casey y a mí—. Quieren averiguar
qué hay en todo esto —hizo una mueca— Se lo traspaso con gusto —jugueteó
nuevamente con el rollo de alambre—: Será mejor que esperen a que hayamos
examinado esto. Convendría que se lo llevasen a Washington. Si es una grabación,
quizás alguno de esos linces del Servicio Secreto pueda descifrarlo.

Aquella noche, Casey y yo apenas dormimos un par de ho ras. Las primeras
luces del día nos sorprendieron de nuevo en el despacho del general soñoliento y
con los ojos semicerrados. También se encontraban allí el coronel Heddrick y media
docena más de coroneles y brigadieres.
El general fue directo al grano. Le dijo a Jack Casey: —Tenía usted razón en
que era una cinta magnetofónica —señaló un aparato que tenía en la mesa: —.
Deben ir a toda prisa a la capital para comparecer ante una comisión de... bueno,
de representantes de las seis naciones principales. Pero antes quiero que oigan esto.
— ¿Para qué, señor? —intervino Casey—. No conocemos su idioma como...
El general McCord le hizo callar con un ademán.
—La grabación está en el nuestro. Evidentemente, estos habitantes del espacio
han captado las emisiones de radio y logrado aprender por lo menos uno de los
lenguajes terrestres. Suponemos que con los rollos que usted vio se proponían en-
tablar comunicación con nosotros —añadió, con, un gruñido—. Por desgracia, sólo
recuperó uno.
El general pulsó un botón.
Las palabras salieron lentamente y con claridad, pero en tono metálico, como si
las pronunciase un aparato mecánico más que una garganta 'humana.
Saludos... al hombre. En., la... Unión... Galáctica... celebramos... esta
oportunidad... de establecer... contacto con... los habitantes de... la Tierra...
Durante siglos... hemos... visto corno... vuestra raza... evolucionaba hacia el
progreso... Ahora... consideramos que es... el... memento... de... descubrir... nuestra...
presencia... y... ofreceros... la experiencia... de nuestra... civilización... vías antigua...
Los innumerables... problemas... con los que... os enfrentáis... hoy... fueron... antes
los., nuestros... Por fortuna... pudimos... resolverlos... e instaurar... un milenio... de
paz... prosperidad... y buena voluntad...
Escuchad... con atención... las instrucciones de... estos... rollos de alambre...
pues en ellas., está la salvación... de vuestra raza... que de... otro modo... va a des-
truirse... por su... propia... mano.

Eso fue todo. El magnetófono chirrió y el coronel Heddrick se apresuró a
detenerlo. Tenía el rostro contraído. Fue él en persona quien dio la orden directa del
ataque.

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Durante un buen rato, en la habitación reinó el silencio.
Por fin, dijo el general:
—Saldrán para la capital ahora mismo.
Supongo que debería referir los tres meses que pasamos entre Washington,
Nueva York, Londres, París y Moscú. Aque llas interminables conferencias,
interminables sesiones con jefes políticos y militares. Pero, por algún motivo, me
faltan ánimos para hacerlo.
Cuando todo concluyó, Jack Casey y yo regresamos a nues tra base de
Montana. Nos habían ascendido a capitán. Ignoro la razón. Durante todo ese
período, en los distintos países que visitamos, no encontré ni una sola persona que
aprobase lo que hicimos. La culpa, naturalmente, no fue atribuida a nosotros.
Ambos intentamos olvidar aquello. He dicho que lo intentamos. Jack Casey ya
no era el muchacho alegre de antes y yo pasaba muchas horas en la cama,
contemplando el techo.
Cierto día, estábamos en la sala de oficiales jugando al ajedrez, rodeados por
varios curiosos. Jack Casey había hecho su gambito habitual y yo, como de
costumbre, lo 'había aceptado. En aquel momento, Jack tenía al rey en la mano.
Al cabo de un tiempo, en vista de que no tomaba iniciativa alguna, le miré.
Tenía los ojos fijos en un punto lejano.
De improviso, dijo sin alzar la voz:
—Hemos derribado al Albatros.
— ¿Cómo? —indagué.
Los demás le miraron. No imaginé que pudieran oírle, pero todos estaban
pendientes de él. No comprendí el motivo.
Casey alzó la cabeza.
—Recuerdas aquel poema del Antiguo Marinero. El Albatros era el ave
protectora; los navegantes creían que les traía, suerte, buen tiempo, paz y dicha.
No parecía ser el Casey que yo conocía.
Dejó al rey en el tablero y se fue a buscar algo en la biblioteca. Había un gran
silencio en la sala; todos le seguían con la vista. Casey volvió con la única antología,
de poesía que poseíamos. Consultó las páginas, hasta encontrar lo que buscaba.
—Aquí está —dijo. Leía tan bajo que casi no podíamos entenderle:

Al fin, un albatros vino, a través de la niebla surgió; igual que al alma ele
un cristiano, en el nombre de Dios le saludamos. Dios te guarde a ti,
antiguo marinero, de los demonios que así te afligen. ¿Por qué estás triste?
Con mi ballesta, al albatros he abatido.

Cerró el libro y lo arrojó sobre la mesa.
—Si, desde luego —murmuró—. Hemos derribado al albatros. Nos enviaban
embajadores de paz y buena voluntad desde la Unión Galáctica. ¿Y qué fue lo que
hicimos?
—Los matamos —le respondí.
La sala estaba en silencio desde las primeras palabras de Jack Casey. Uno de
los pilotos comentó:
—En cualquier otro país habría ocurrido lo mismo.
—Esto lo agrava aún más —repliqué sereno—. Así toda la humanidad resulta
igualmente culpable.

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Alguien dijo entonces:
—La cuestión es saber qué hará la Unión Galáctica, cuando se entere de que
derribamos el albatros.
Una vez junto a la puerta gritó "¡Atención!" y entraron el general McCord y el
coronel Heddrick. Todos nos pusimos firmes.
Ambos traían caras largas.
El general fue derecho al grano:
—El radar, que, como saben, ha sido dedicado durante las últimas ocho
semanas para vigilar el espacio, igual que en todos los demás países, señala seis
astronaves que se acercan a nosotros. Se supone que entrarán en la atmósfera
terrestre por la región del Polo, lo mismo que la otra vez. Caballeros, deben despegar
al instante para... —hizo una pausa y agregó algo abatido —... para salirles al
encuentro.
Alguien dijo, expresando la tensión que a todos nos dominaba:
— ¿Quiere decir interceptarlos, señor? ¿Debemos entender que son hostiles?
El general se pasó la mano por la barbilla, como para comprobar si necesitaba
afeitarse:
—No lo sabemos... todavía.

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Robert F. Young



LOS OTROS CHICOS



A excepción de quienes creen en los "ins tintos
naturales", se acepta generalmente que el miedo, la
desconfianza y muchas de nuestras peores actitudes con
respecto a los demás, las vamos adquiriendo, consciente
o inconscientemente, conforme crecemos. La xenofobia
(que el diccionario Webster define como "miedo y odio a
los extranjeros y forasteros") se oculta bajo el ligero
barniz de civilización que la mayor parte de nosotros
tiene. Y cuando el extranjero es no sólo completamente
distinto, sino, además, pequeño y está en minoría, ese
barniz de civilización puede desaparecer muy de prisa,
con las más trágicas consecuencias.



Cuando los dos oficiales llegaron en el jeep, la mitad de los habitantes de la
aldea estaban congregados al borde del prado. No eran muchos pero su actitud
resultaba poco tranquilizadora. Enarbolaban escopetas, rifles, cuchillos y palos.
El capitán Blair esperó a los dos camiones de soldados y entonces se abrió
paso entre la multitud. El teniente Simms le siguió.
El sheriff encabezaba a los paisanos, con un rifle nuevo sujeto bajo el brazo.
Saludó al capitán con la cabeza.
—Creí que era mejor que el Ejército se encargase de esto —dijo con voz ronca—
. Se sale un poco de mi campo.
El capitán examinó el plato. Se había posado en el centro del prado y brillaba
al sol de octubre. Parecía una lámpara de Aladino de gran tamaño; una lámpara de
Aladino sin pie ni adornos. El capitán había leído cuantos relatos existían acerca de
los platos, cuyo tamaño le impresionaba mucho, aunque jamás se lo dijera a nadie.
Este le defraudaba. Era como si le hubiesen engañado. Era tan pequeño que no
podía albergar más que a un único tripulante, a menos de que se aceptase que los
marcianos sólo medían unos centímetros. El capitán estaba molesto. Había
sacrificado en balde la mañana del domingo.
Sin embargo, se dijo, era el primer plato volador auténtico y de contener seres
humanos, más o menos altos, él iba a ser el primer hombre que estableciera
contacto con ellos. Muy pronto aparecerían los generales e, incluso, los jefes de

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Estado Mayor. Pero, mientras tanto, él tenía el mando. Ante sus ojos, bailó la
posibilidad de un ascenso.
Se volvió al teniente, que era muy joven y que, en opinión del capitán, no debía
figurar en aquel ejército de hombres.
—Despliegue a la tropa —le ordenó. Luego, se dirigió al sheriff—. ¡Saque de
aquí a toda esta gente antes de que haya heridos!
El prado se puso en movimiento. La multitud se retiró lo bastante para
demostrar que obedecía, pero quejándose en voz lo suficientemente alta para que
viesen que protestaba, al tiempo que dejaba paso a los soldados. La tropa llegó a
todo correr, enarbolando los fusiles y se desplegó en torno al plato, según las
órdenes del teniente, en posición de cuerpo a tierra.
El oficial se reunió con su superior y ambos quedaron observando la nave. Al
primero le fallaba la memoria. Se refería a algo que le ocurrió siendo niño pero la
dificultad residía en que no lograba acordarse muy bien de lo que ocurrió.
Recordaba el principio pero el resto parecía que se lo hubieran borrado.
Las circunstancias estaban muy claras en su mente: había una casa en otro
barrio, la mañana siguiente a la primera nevada. Resultaba muy blanca y muy
bonita cuando la vio desde la ventana de su dormitorio y, mientras se vestía, no
pensaba más que en salir para hacer bolas, un muñeco y, quizás, un fuerte, en
torno al que jugar...
Durante el desayuno, oyó los gritos y las risas de los otros chicos del vecindario
y se puso tan nervioso que no pudo concluirlo. Se bebió la leche de un sorbo, casi
atragantándose, y corrió al recibidor en busca del abrigo y de las botas. Su madre le
obligó a ponerse la bufanda de lana, que le picaba el cuello, y le abrochó las
orejeras del gorro por debajo de la barbilla.
Salió corriendo a la hermosa mañana...
Y ahí concluían sus recuerdos. Por muchos esfuerzos que hiciese, había
olvidado completamente lo demás. Al fin, se sobrepuso, para preocuparse del plato.
En aquellos momentos, no podía distraerse forzando la memoria y no comprendía
qué era lo que le impulsó a intentarlo.
— ¿Cree que habrá lío, señor? —le preguntó al capitán.
—No hemos venido de excursión, teniente. Claro que ha brá lío. Quizá sea
incluso una agresión.
—O una visita pacífica.
El capitán se congestionó.
— ¿Es que considera usted que aterrizar en plena noche, eludiendo al radar, y
en un lugar tan solitario constituye un acto de amistad, teniente?
—Es una nave muy insignificante, suponiendo que lo sea. Casi parece un
juguete. Estoy seguro de que si lo frotásemos aparecería un genio.
—Teniente, considero su actitud muy poco seria. Habla como un niño.
—Lo siento, señor.
La mañana había recobrado su silencio. De la multitud ya no se oía más que
algún que otro movimiento de pies o algunos comentarios en voz baja. Los soldados
seguían tendidos sobre la hierba del prado. Arriba, en el cielo despejado, unos
gansos avanzaban, en forma de V.
De improviso, sonó la campana de la iglesia. Su repique se fue extendiendo por
los campos, en vibrantes y sonoras oleadas. Incluso el capitán tuvo un sobresalto.

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Pero se recobró tan de prisa que nadie se dio cuenta. Con estudiada calma,
encendió un cigarrillo.
— ¿Han traído los libros de himnos, muchachos? —dijo muy alto.
Unas carcajadas nerviosas se alzaron de la tropa. Uno de los soldados exclamó:
"¡Aleluya!". El viejo era un tipo simpático.
La última campanada resonó más que las otras, pero acabó muriendo. La
gente hablaba entre sí, aunque nadie se movía. El sheriff sacó un pañuelo rojo y
comenzó a limpiar el cañón de su rifle. Se encontraba detrás de los dos oficiales.
El plato relucía de un modo extraño bajo el sol. Al capitán le "dolían los ojos y
desvió la vista para descansarlos. Cuando miró de nuevo, la mitad superior del
plato se alzaba igual que el caparazón de una ostra.
Se alzó lentamente, hasta caer hacia atrás, despidiendo cegadores destellos. Al
fin se detuvo y, del interior, algo saltó al suelo. Algo con grandes ojos relucientes y
muchos miembros.
El capitán desenfundó la pistola. Chirriaron los cerrojos de los fusiles en las
filas de soldados.
—Parece estar 'herido —comentó el teniente—. Fíjese, uno de sus brazos...
— ¡Teniente, desenfunde el arma!
El oficial obedeció.
El genio seguía a la sombra de la nave, donde sus ojos brillaban de un modo
pálido. De las montañas llegó una brisa que agitó la hierba. El sol resplandecía en el
cielo.
De improviso, el genio abandonó la sombra. Avanzó en di rección a los dos
oficiales. Tenía un color verde lívido y, desde luego, demasiados miembros, la
mayoría patas. Era imposible saber si corría o si andaba.
La voz del capitán sonó tensa,
— ¡Ordene abrir fuego, teniente!
—Estoy seguro de que es inofensivo, señor.
— ¿Está ciego? Nos ataca.
La ronca voz del sheriff era más gruesa.
—Claro que nos ataca —dijo, echando su aliento en el cuello del oficial.
Este no hizo comentarios. El resto de los recuerdos comenzaban a salir del
subconsciente donde estuvieron ocultos durante quince años.
Abandonaba su casa bajo el brillante sol invernal. Comenzó a cruzar la calle,
hacia donde los otros chicos jugaban en la nieve. No vio la bola. La habían apretado
mucho y lanzado con fuerza. Le alcanzó en plena cara, con una explosión de dolor
ciego.
Se detuvo en el centro de la calzada. De momento, no vio nada pero luego sus
ojos se aclararon. Aunque sólo fue un instante. De nuevo le cegaron las lágrimas y,
regresó corriendo a su casa, en busca de la cálida protección de los terazos de su
madre...
La voz del capitán era tensa.
— ¡Le daré una nueva oportunidad, teniente! Ordene abrir fuego.
El oficial no se movió, contrayendo el rostro ante el recuerdo del dolor.
— ¡Fuego! —gritó el capitán.
En la mañana, restallaron las armas.
El capitán, los soldados y el sheriff mataron al genio. Sus ojos se apagaron
igual que lamparitas y se desplomó, envuelto en brazos y piernas.

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El teniente disparó sobre el capitán. La cara de éste tenía una expresión
aturdida cuando cayó al suelo. Su gorra militar saltó en el aire, lo mismo que parte
de la cabeza.
Luego, el teniente echó a correr. Buscaba desesperadamente la casa que ya no
estaba allí. Era raro, muy raro. Hacía sólo un momento que había salido de ella.
Uno de los chicos gritaba algo con voz ronca, pero el oficial no se detuvo. Siguió
corriendo. Debía encontrar la casa, la seguridad que le brindaba la casa, el calor de
los brazos de su madre...
La segunda bola de nieve le alcanzó de lleno en la nuca. No fue tan grave como
la primera. La primera le dolió en lo más hondo. La primera nunca había dejado de
dolerle. Esta no le hizo ningún daño. Hubo un resplandor y luego nada...
Absolutamente nada.

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SEGUNDA PARTE


CONTACTO DIRECTO
(PERSONAL)









Avram Davidson



LA VISITA DE GRANTHA



Si bien son muchos los que se han beneficiado al
comercializar sus supuestos en cuentros con
alienígenas, quienes estudian el campo de los OVNIS
señalan que hay también gente, de aire sincero, que no
ha intentado obtener ninguna ventaja. ¿Por qué, en-
tonces, van repitiendo sus increíbles relatos? Avram
Davidson no sólo nos brinda una razón de por qué los
explican, sino, asimismo, una razón acerca de la
naturaleza de dichos relatos.



Naturalmente, había visitas; las tenían casi cada noche. El camino vecinal
nunca se vio tan concurrido. Emma Towns abrió la puerta y les invitó a pasar. Walt
se encontraba a su lado, sonriendo como de costumbre.
—Hola, Emma —saludó Joe Trobridge—. No quiere que le llame Mrs. Towns,
¿saben? —aclaró a quienes le acompañaban —. Este es Si Haffner; ésta, miss
Anderson y Louis Del Bello, per tenecen a la asociación "Coordinadores de;
Fenómenos Aéreos Inexplicados". Y este caballero —añadió cuando los otros hu-
bieron saludado—, es Mr. Tom Knuble.
—Llámeme Long Tom.
— ¿El hombre de la radio? —dijo Emma—. ¡Qué emocionante!

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—Tom quiere hacer aquí algunas grabaciones —explicó Joe—. Para pasarlas en
su programa. No les importa, ¿verdad?
Naturalmente que no les importaba. Y obligaron a sentarse a los visitantes y
sirvieron café caliente, té, pan hecho en casa, unas conservas de Emma y el vino de
Walt, así como bocadillos, pues tenían la seguridad de que todos estaban muy
cansados después de tan largo viaje.
—Son ustedes muy amables —comentó Long Tom—. Y esto está muy sabroso.
Los Towns saludaron, animándole a que repitiese. Joe se aclaró la garganta.
—Con ésta, deben de ser ya cincuenta o sesenta las veces que he venido aquí
—dijo—. Tantas, como gente a la que he animado a venir.
—Siempre que quiera —dijo Emma.
—Y con todos sus amigos —añadió Walt.
Joe sonrió. Había un vago rastro de embarazo en su voz.
—Bueno, según me han dicho, a cuantos vienen les obse quian como a
nosotros. Y yo... bueno, estos señores...Miss Anderson vino en su ayuda.
—Lo hemos hablado durante el viaje. Nos parece, y todos estamos de acuerdo,
que son ustedes muy hospitalarios.
—Por tanto, queremos pagarles esta merienda, que es lo menos que podemos
hacer —intervino Del Bello.
Los demás asintieron. Era lo justo, desde luego.
Walt y Emma se miraron. O bien no se les había ocurrido o eran unos
consumados artistas.
—De ningún modo —dijo Walt.
—Ni pensarlo —añadió Emma.
Les agradaba mucho recibirles. Era una gran satisfacción. Y no hubo modo de
convencerles de que aceptaran un céntimo.
Long Tom dejó la taza.
—Tengo entendido que tampoco quisieron aceptarlo por hablar a la prensa y
dejarse hacer fotos —dijo. Los Towns asintieron—. En resumen... Esperen a que
ponga en marcha el grabador... Bien, Mr. y Mrs. Walter F. Towns, de Paviour's
Bridge, Nueva York —continuó al funcionar el aparato—. Tengo entendido que
ambos se han negado a comercia lizar su extraordinaria experiencia del 3 de
octubre, ¿no es así? Rechazaron cualquier forma de pago de la Associated Press, la
United Press, la revista Life, el Journal-American, ¿no es así, Mr. y Mrs. Walter P.
Towns, de Paviour's Bridge, Nueva York?
El matrimonio se invitaba mutuamente a ser el primero que hablase a aquel
aparato que susurraba de continuo y al fin dijeron a la vez:
—No, no quisimos.
—Me gustaría añadir... Perdona, Tom.
—No, no. Habla.
—Me gustaría...
—Louis Del Bello al habla, señores. Louis Del Bello desde Paviour's Bridge,
Nueva York, en casa de Walter P. Towns, junto con miss Jo Anderson, Si Haffner y
Joe Trobridge, en compañía de quien les habla, Long Tom. Todos ellos son
miembros de esa interesante organización de la que ya han oído hablar otras veces
en el curso de nuestro programa de las cinco, en la emisora WRO, y a la que
familiarmente se conoce como Club de los Platos Voladores, pero cuyo nombre
oficial es Cuerpo de Coordinación de Fenómenos Aéreos Inexplicados. Un nombre

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muy sonoro. Estamos aceptando la graciosa hospitalidad de Walt y Emma, que nos
van a contar lo que ocurrió la famosa noche del 3 de octubre, llamada también El
Incidente del Tres de Octubre o la visita de Grantha. Adelante, Lou Del Bello.
Lou, algo nervioso, comenzó:
—Quisiera aclarar, ya que se ha mencionado esta hospita lidad que Walt y
Emma han rechazado incluso el pago de un bocadillo o de una taza de café, a
cuantos visitantes han tenido. Lo digo para salir al paso de cualquier acusación o la
simple sugerencia de "comercio".
Long Tom hizo una pausa, mientras se llevaba a la boca una rebanada de pan
casero untada en jalea de manzana y con un gesto animó a Joe Trobidge.
—Sí, Lou —intervino éste—, la misma gente que no creyó en Colón y que ahora
está celosa de los innumerables éxitos de nuestra asociación, la misma clase de
gente, quiero decir: algunas personas, que no voy a nombrar, han insinuado que la
visita de Grantha es un truco o que los Towns y yo estamos de acuerdo...
Miss Anderson intervino:
— ¿Te refieres a ese material que parece tela? Long Tom se tragó lo que tenía
en la boca y luego se limpió.
—La verdad, no sabía que aún se hiciera jalea de manzana tan buena, Emma
—luego siguió—. Sí, señores, amigos que me escucháis, los Towns de Paviour's
Bridge, Nueva York, tienen una granja de gallinas, pero si Emma decide entrar en el
negocio de la alimentación, puede contar conmigo... Joe le interrumpió:
—Me agradaría aclarar un punto, Tom... —Naturalmente, Joe. Adelante. Esta
es la hora de Long Tom, amigos que me escucháis. El programa de las cinco, con
entrevistas y música en la emisora WRO... Si Haffner habló por primera vez:
—Tengo entendido que ese material parecido a tela sigue rechazando o, mejor
aún, desafiando los análisis del laboratorio, ¿no es así, Joe?
Joe respondió que así era. Este material parecido a tela, recordó a los oyentes,
se lo olvidaron el día 3 de octubre. Era blanda, absorbente y no se inflamaba;
además, no se parecía a nada de cuanto conocían los científicos. Intentó analizarlo
en su laboratorio particular, pero, al no conseguirlo, se lo entregó a la Compañía
General de Química. Hasta aquel momento, ni siquiera ésta, con sus grandes
medios, había podido averiguar de qué se trataba. Aunque en cierto modo le
halagaba que le creyesen aliado de una empresa tan grande...
—Sí, señor —interrumpió Long Tom—, tengan la seguridad, amigos que me
escuchan, de que no he comido un bocadillo de pollo tan bueno como los de Emma
Towns, de Paviour's Bridge, Nueva York. Estupendos. Ahora, me agradaría, Emma,
que usted misma nos explicara, qué es lo que pasó la noche del 3 de octubre, que se
conoce corno la Visita de Granula. Por favor, explíquelo.
—Bueno —dijo Emma.
—Explíquenos cómo pasó el día. ¿Qué fue lo primero que hizo?
—Pues ver... —comenzó Emma.

Lo primero que hizo fue levantarse y calentar la comida de las gallinas. No le
importaba levantarse tan pronto. Muchos de los que viven en la ciudad y soñaban
con montar una granja avícola, descubrían, al hacerlo, que no les agradaba
demasiado. No era éste el caso de Emma. Desde luego, no se trataba del horario.
Tampoco se quejaba del trabajo. Le agradaba trabajar. La casa era sólida, se
caldeaba fácilmente y tenía buena vista. Pero estaba aislada de todo el mundo.

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Incluso el cartero dejaba el correo al pie de la colina. Tenían radio y televisión pero,
¿quién iba a visitarles? El que traía las semillas. SI que recogía los huevos. Y eso
era todo.
Pasaron el día igual que cualquier otro. Esparcir maíz picado. Dar la comida.
Esparcir aserrín. Limpiar los gallineros. Mezclar la avena con mantequilla rebajada.
Aceite de sardinas. Recoger los huevos. Lavarlos. Empaquetarlos. Y claro, así como
las gallinas debían comer, igual les pasaba a los Towns.
No, no ocurrió nada distinto aquel día. Hasta que alrededor de...

—...alrededor de las cinco, me parece —dijo Emma.
— ¿Hasta entonces no pasó nada extraordinario? —indagó Long Tona—. ¿No
recibieron avisos?
Emma respondió que no; ninguno.
—Me gustaría preguntar... —comenzó Joe Trobridge.
—Espera un momen... —le interrumpió Tom.
—Deseo aclarar un punto —dijo Joe—. Bien, hasta el instante en que llegué a
su casa, aquella misma noche, ¿me conocía usted o tenían referencias mías,
Emma?
—No, nunca.
—Sólo quería decir eso. Es un punto que deseo aclarar.
— ¿Lo oyeron, amigos radioyentes? —formuló Long Tom—. No se conocían ni
tenían referencias uno de otro. Bueno, Emma, ¿qué es lo que iba a decir acerca de
las cinco?
Alrededor de las cinco, cuando ya anochecía, Emma advirtió la nube Se la
indicó a Walt. Era una nube un poco ex traña No se movió durante mucho rato,
aunque lo hicieran las otras Y de pronto, cuando el rojo del ocaso se convertía en
marrón,'magenta y escarlata, la nube descendió del cielo para detenerse a unos dos
metros y medio sobre el patio delantero de los Towns.
—Walt, esa nube es muy rara —dijo Emma.
—Me parece que no es una nube —comentó el marido—.
Escucha ese ruido.
Venía de la nube, o lo que fuese; un ruido compacto, como un ronquido, y otro
sordo y continuo, igual que si ladrasen. El cielo se había, ennegrecido.
— ¿No te parece que deberíamos encender las luces? —dijo
Emma.
Walt gruñó. Y aquello se desplomó sobre la tierra, con un sonido metálico. De
improviso, se encendió un círculo de luces, que se apagaron casi al instante,
volvieron a encenderse y apagarse después. Había un gran silencio.
Hubo más estallidos. Un ronquido. Y, nuevamente, como si ladrasen.
—Se diría que alguien está lanzando maldiciones —opinó Walt.
—Voy a encender las luces —dijo Emma. Al hacerlo, cesaron los ladridos.
Emma se puso un jersey—, Ven al porche conmigo —añadió.
Abrieron la puerta y salieron. Contemplaron aquello. Se encontraba a unos
quince metros de la casa.
— ¿Ocurre algo? —indagó Emma—. ¡Oigan! ¿Ocurre algo? Se oyeron nuevos
ruidos. Las luces de aquello volvieron a encenderse y apagarse y de súbito se abrió
una puerta, de la que salieron dos figuras. Una de ellas echó a andar pero la otra la
sujetó con... ¿un brazo? Sin embargo, como la primera ladró indignada, la soltó. Y

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ahora se oía otra cosa, una especie de llanto, que crecía conforme la figura se
acercaba a la casa, seguida por la otra.
—Un hombre y su, esposa —dijo Emma.
Walt observó que vestían de modo muy ligero para aquella época del año.
—No es más que un mono de mecánico, aunque les llegue hasta el cuello.
—Cállate. Hola. Soy Mrs. Towns y éste es mi marido. ¿Les ocurre algo?
La pareja se detuvo a cierta distancia. Se advertía a simple vista que eran más
bajos y anchos que los Towns.
—Se van a enfriar ahí, sin abrigos —exclamó Emma— ¡Ya están amoratados
de frío! —en realidad, era un morado muy azul pero no quería molestarles —.
Entren, entren •— ánimo. Obedecieron. Volvió a oírse el llanto—. ¿Verdad que están
mejor ahí?
Emma cerró la puerta.
Una de las figuras alzó lo que lloraba, con..., sin duda, un brazo.
— ¡Dios mío! —exclamó Emma. Cambió una mirada con su esposo —. ¡Es igual
a su padre! —comentó.
Algo parecido a una sonrisa iluminó la cara de los visitantes.
La primera figura metió la mano en las ropas y sacó un frasco ovalado, que fue
a ofrecer, pero lo ocultó cuando aumentaron los sollozos. La visitante contempló a
Emma y ladró de nuevo.
— ¿Es que no la entiendes, Walt? —dijo Emma.
Su marido suspiró.
—Pues creo que sí, pero sé que no debería.
A Emma le molestó.
—Claro que sí. Está diciendo: "Se nos estropeó el coche y desearía que me
permitiesen calentar el biberón del niño". Eso es lo que dice. Claro que puede
hacerlo. Venga conmigo a la cocina.
Walt se rascó la oreja y miró a la otra figura. Esta le miró a su vez.
—Bueno, será mejor que vaya con usted —dijo Walt— y echemos una ojeada al
motor. Oí un ronquido que no me gusta nada.
(Regresaron una media hora más tarde.
—Lo hemos arreglado —dijo Walt—. No fue fácil. ¿Está bien el niño?
—Calla, que duerme. Sólo quería su biberón y unos pañales limpios.
Hubo una pausa. Luego, todos comenzaron a hablar, o la drar, de nuevo,
aunque muy bajo.
—Estoy encantada de haberles podido servir —decía Emma—. Cuando vuelvan
a pasar por aquí, entren a vernos. Lamento que no puedan quedarse.
—Naturalmente —intervino Walt.
Emma añadió:
—Esto es un poco solitario. Casi nunca nos visita nadie. ¡Adiós, adiós!
Los visitantes cerraron al fin la puerta de su vehículo.
—Espero que no se repita la avería —hubo un estallido de colores, un sonido
de rateo y una salva de ladridos— Vuelve a fallar el motor—dijo Walt. ¡Cuántos
insultos! —cesaron los ruido y los colores se convirtieron en una niebla blanca—. Ya
marcha. Fíjate cómo giran esas luces. Ahí van. Donde quiera que vayan.
Entraron en la casa y Emma suspiro.
—Fue agradable poder hablar con alguien —dijo— Sólo
Dios sabe cuánto tiempo pasará antes de que tengamos otra visita.

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Eran exactamente las tres y cinco. Dos coches subían a saltos por el camino y
alguien ordenó que se detuvieran. Varias personas salieron, para ascender por el
sendero y llamar a su puerta. Walt abrió.
Al principio todos hablaban a la vez y luego guardaron silencio. Al fin, un
hombre dijo:
—Soy Joe Trobridge, de la C.F.A.I., Fenómenos Aéreos. Es cuchen, se ha
detectado por aquí un plato volador. ¿Lo vieron?
Walter asintió.
—De modo que eso era —dijo. Lo tomé por una especie de avión.
A Trobridge se le iluminó la cara. Todos comenzaron a hablar de nuevo. Aquél
añadió:
— ¿Lo vieron? ¿Estaba cerca? ¿Cómo? ¡Cállense! ¿En el patio delantero?
¿Cómo eran? ¿Cómo...?
Walt se pellizcó los labios.
—Se lo diré —comenzó—. Eran morados.
— ¿Morados? —repitió Trobridge.
—Bueno •—añadió Walt, como quien desea puntualizar—. Quizá fueran azules.
— ¿Azules?
—Decídase —dijo alguien—. ¿Morados o azules?
Walt contestó, para no comprometerse:
—Morado azul —Joe Trobridge abrió la boca. Walt le interrumpió—, o azul
amoratado.
Los visitantes no cesaban de hablar.
— ¿Cómo iban vestidos?
Walt se pellizcó de nuevo la boca.
—Verá —dijo—. Llevaban una especie de monos de mecánico.
— ¿Monos?
Emma les observaba a todos con inquietud. A los visitantes no parecía
gustarles en absoluto lo que Walt explicaba.
Joe Trobridge presionó aún más.
— ¿Les dieron qué propósito les traía a la Tierra? —indagó, interesado de
nuevo, pero sólo parcialmente. Walt asintió.
—Desde luego. Lo dijeron en seguida. Querían calentar el biberón del niño —
uno del grupo se burló—. Fue eso, saben...
Walt calló, sorprendido.
El llamado Joe Trobridge le miró, torciendo el gesto.
—Oiga usted —dijo—. Escúcheme bien.
Emma lo comprendió al instante. Nadie iba a creerles. Se irían, para no volver
nunca y no habría más visitas, excepto el que traía las semillas y el que recogía los
'huevos. Examinó los semblantes desilusionados, que comenzaban a mostrar signos
de irritación, y se puso en pie.
—Mi marido bromea —dijo en voz alta—. Claro que no fue así.
Joe se volvió hacia ella.
— ¿Usted también lo vio, señora? ¿Entonces, qué fue lo que ocurrió? Quiero
decir lo que ocurrió de veras. Cuéntenoslo. ¿Cómo eran?
Emma recapacitó.

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—Muy altos —dijo—. Y vestían ropas espaciales. Su jefe nos habló. Era igual a
nosotros, aunque quizá con la cabeza un poco más grande. No tenía pelo. No es que
hablase nuestro idioma; era como telepatía...
La gente se iba acercando, con los ojos brillantes, pendientes de sus palabras.
—Siga —rogaron—. Siga.
—Se llamaba... Grantha.
—Grantha —repitieron todos.
—Y nos aseguró que no deberíamos asustarnos, pues venían en son de paz.
"Gente de la Tierra", dijo, "los hemos observado durante mucho tiempo y creemos
que ha llegado el momento de presentarnos ante ustedes..."
Long Tom asintió.
—De modo que fue así.
—Exacto —convino Emma—. ¿Alguien quiere más café?
—Hace usted un café muy bueno, Mrs. Emma Towns, de Paviour's Bridge,
Nueva York; deseo que lo sepan los amigos radioescuchas —dijo Long Tom—. No, no
quiero azúcar, gracias. Sólo leche. Bien, veamos, esa sustancia parecida a tela. Es
absorbente, es blanda, no se quema y no se puede analizar. ¿Qué me dicen de esa
hermosa prueba que Grantha y sus compañeros entregaron como presente de su
técnica superior y de sus pacíficas intenciones y que desorienta a los científicos?
¿Qué tamaño tiene? Díganoslo.
Emma quedó pensativa. Joe se pellizcó los labios,
Lou del Bello sonrió.

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George Whitley



LA CORBATA QUE UNE


Según tantas veces se ha dicho, al turista
norteamericano se le identifica fácilmente por su vos
chillona, sus ropas llamativas y la inevitable cámara
fotográfica. El sociólogo experimentado prefiere que lo
confundan con los nativos, en todo lo posible. Sí, como
muchos suponen, los OVNIS traen a la Tierra a quienes
nos estudian, parece razonable que, para lograrlo, se
mezclen con los indígenas, adoptando sus ropas y
costumbres. Pero la cantidad de informes acerca de la
aparición de los OVNIS, así como sus distintos tipos,
indica la presencia de numerosos agentes, lo que plan-
tea al alienígena el problema de poder distinguir entre
un terrícola y otro alienígena disfrazado de terrícola.



Todo comenzó con una de esas discusiones que la mayoría de la gente
considera innecesarias. Era domingo por la tarde y Lilí y yo, concluida la cena
bebíamos café y trazábamos planes para la próxima semana.
—El invierno —dijo Lilí— se nos viene encima y tienes que comprarte unos
pantalones de franela.
En esta ocasión pude contenerme y no decirle que los de pana podían aún
servirme un par de años más.
—Y —siguió ella—, me gustaría que te comprases un blazer. ..
—Hace tiempo que deseo uno —reconocí—. Podría gastarme en eso el plus que
nos devolvieron del impuesto a los réditos. ¿Cómo te gustaría: con el distintivo de
una universidad o con el de la Marina Mercante? Conocí a un médico que había
descubierto un sistema muy ingenioso; tenía un blazer y una colección de
emblemas; se limitaba a irlos prendiendo en el bolsillo izquierdo...
—Los emblemas —me interrumpió Lilí— ya no se llevan.
¿Ni siquiera una simple corona Tudor?
—No.
—Bueno —continué—, pues el problema va a ser comprarse una corbata
nueva...
— ¿Por qué?
. —Porque no se puede —expliqué— lucir una corbata de lazo con un blazer.
Debe ser una corbata larga, con los colores de la universidad, del arma a que se ha

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pertenecido o del club. La de la Marina Mercante es muy bonita; azul oscura con
rayas verdes, blancas y rojas.
—No.
—Pues es la única que me conviene. La de mi universidad debería comprarla
en Inglaterra. La del arma a la que pertenecí puedo adquirirla aquí—Ustedes los
ingleses —opinó Lilí—, son bastante idiotas.
— ¿Por qué? Lo de las corbatas es muy útil. En cuanto conoces a alguien, estás
al corriente de su pasado. Si lleva un engendro de rayas rojas y marrones sobre
fondo verde: fue tanquista durante la guerra; sobre la sangre y el barro hacia los
prados verdes. Una corbata de castillitos rojos sobre azul marino, es que hizo su
entrenamiento naval en el "Conway". Puede lucir los colores de la R.A.F., de la
Marina de Guerra o de la Reserva Voluntaria.
—Resulta infantil —insistió Lilí.
—No lo creas. Es muy útil. Por ejemplo, ayer noche conociste a los Tauton. Jeff
llevaba un blazer, con una corbata de gatos monteses y banderas del Ejército de
Salvación. Pues de estar enterada, habrías sabido al instante que estudió náutica
en Southampton.
— ¿Y qué importa eso? Poco después me lo dijo él mismo.
—Sí. Pero lo bien que hubieras quedado si en seguida le hablas de
Southampton.
—Quedé muy bien de todos modos. Pero te explicaré lo que me molesta de esa
clase de corbatas. Presumimos de individualistas. ..
—Muy bien. Reconozco que en cuestiones de estética sabes más que yo. 'Pero
insisto en que ningún inglés civilizado soñaría en llevar, con el blazer, cualquier otra
corbata que no fuese a tiras o dibujos. Y puestos a llevarla, más vale que signifique
algo. Pero ningún inglés civilizado soñaría siquiera con llevar una a la que no tiene
derecho.
— ¿Ustedes, los ingleses, son civilizados?
—Por lo menos —añadí contemplando sus largas y torneadas piernas— ni se
nos ocurriría llevar pantalones a cuadros a menos de tener algunas gotas de sangre
escocesa. ¿Quizá, querida, imaginas que las telas a cuadros no son más que una
ropa de fantasía y tú, que eres una gran chica, tienes derecho a cubrirte con ella las
extremidades inferiores?
— ¡Pues cómprate la corbata que más te guste! —respondió.
—Lo haré, cariño. ¿Las cartas?
— ¿Por qué lo preguntas? Jugamos todos los domingos por la noche.
Cuando Lilí, a la mañana siguiente se fue a su trabajo, lo teníamos todo
previsto. Encontrarnos a las cuatro veinticinco en la esquina de costumbre. Luego ir
a Arrowsmith, a comprarme los pantalones de franela. De allí, cuyo lema era "Solo
Pantalones", a Gardner en busca del blazer y la corbata. La de la marina mercante,
que satisfacía mis gustos populacheros, iba a adquirirla en una de las tiendas de
uniformes navales de John Street, antes de ver a Lilí.
Todo salió a la perfección. Compré la corbata de la marina, me reuní con Lilí
treinta segundos después de lo previsto, y pudimos encontrar en Arrowsmith unos
pantalones que a ninguno de los dos nos parecían repugnantes. El blazer, cruzado y
azul oscuro, resultó sencillo y me satisfizo que no fuera necesa rio arreglarlo.
Entonces, nos dirigimos a la sección de corbatas. Estaba decidido a no quedarme
con nada que recordase las de diferentes universidades y regimientos y me mostré

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inflexible cuando Lilí eligió una que daba la falsa impresión de haberme educado en
Eton.
De pronto, mientras rebuscaba en una caja, encontré la que me gustaba. Era
colorida, sin ser chillona. Su fondo negro resultaba casi tridimensional. Las rayas
diagonales plateadas o, quizás, azul incandescente, se mezclaban con el escarlata.
Tenía un toque algo luminoso que, por comparación, hacía que las demás
pareciesen simples trapos.
—Me quedó con ésta.
— ¿No lamentas ahora haberte gastado el dinero en esa corbata de la marina?
—dijo Lilí—. Te dije que podías llevarla con el blazer sin convertirlo en un uniforme;
y tenía razón.
—Cierto —convine. Luego, me volví al joven dependiente—: ¿Supongo que éstas
no serán los colores de alguna universidad que no conoce nadie?
Me tranquilizó a este respecto. Ignoraba de qué material la habían hecho, pero
se diría que era de un tipo de fibra sintética. Tampoco sabían su origen ni el nombre
del fabricante. La examinamos, sin encontrar etiqueta alguna. No es que eso me
preocupase mucho, pues valía bastante más que las otras, pero ya que no tenía
marca de fábrica, debían venderlas al mismo precio. Era una ganga, cosa que a Lilí
y a mi nos encanta.
Tras nuestras compras, pasamos la velada en casa.
Al día siguiente convenimos en encontrarnos en la ciudad, en el mismo sitio.
Pasé la mañana escribiendo y concluí el relato en el que trabajaba. Corregí el
original y las copias, comí y me dije que una tarde en la ciudad me vendría muy
bien. Pensaba ir a varias librerías que no había visitado en mucho tiempo. El día
era muy bonito, aunque no caluroso, por lo que decidí estrenar los pantalones de
franela, el blazer y, naturalmente, la corbata.
Pasee primero por la librería de un amigo. Estuve examinando las estanterías,
hojeé algún que otro libro, sin buscar nada en concreto, pero dispuesto a comprar
lo que me pareciese interesante.
Me encontraba junto a la estantería de los libros sobre Platos Voladores, los
que contemplé con cierta sorna, cuando me di cuenta de que alguien me miraba
fijamente, una sensación bastante desagradable. Aparté la vista de los libros y me vi
ante un individuo de mi estatura, y constitución física, vestido con un conservador
traje gris. Había algo en él que revelaba al marino de paisano, pero esto no lo
advertí hasta más tarde. Lo primero que me sorprendió no fue su rostro, ni su traje,
ni tampoco su aire; fue su corbata.
— ¡Diablos! —pensé—: "Esto puede resultar molesto. No debí dejarme
convencer por Lilí. Hubiese sido mejor llevar la de la Marina Mercante."
— ¿Prrizzar caltree wiizzit? —me preguntó amablemente el desconocido.
—Perdone, pero no hablo el checo —respondí. Sonrió, como disculpándose.
—Tiene usted razón. Cuando en Roma... según dice esa gente. ¿Ha estado ya
en Roma? Confío en que tendré ocasión antes de irnos.
—Eso queda muy lejos de Sidney —dije de un modo maquinal.
Se echó a reír.
— ¡Muy lejos! ¡Esa si que es buena! No sabía que opinasen aquí tripulantes de
otras naves. ¿Pertenece al equipo del viejo Tim Whiskers?
—Lo lamento —insistí— pero se equivoca usted. —No se fía, ¿verdad? —se
quejó—. Por lo que he oído decir, el viejo Tim Whiskers siempre ha creído a los

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aborígenes más inteligentes de lo que en realidad son y supongo que todo su equipo
opinará lo mismo. Bueno, salgamos de aquí. Tengo ganas de un trago de licor local;
no es tan bueno como el mooza, pero tampoco envenena.
Lo consideré una buena proposición. Resultaba claro que yo me 'había puesto
una corbata a la que no tenía derecho y las explicaciones son siempre mejor
recibidas en un ambiente de cordialidad. En compañía del desconocido, entramos
en el primer hotel que nos vino a mano. Nos dirigimos al bar que, a aquellas horas
de la tarde, estaba casi vacío. No había más que otros dos clientes, un hombre y
una mujer. La bufanda de ella era del mismo género y con el mismo dibujo que la
corbata de ellos. Creí haber caído en una reunión de antiguos alumnos.
Mi nuevo amigo y yo nos sentamos a su mesa. N adie habló hasta que el
camarero hubo servido las consumac iones. Luego, cuando éste se retiró a su
puesto, tras un periódico, la mujer quiso saber:
— ¿Quién es este?
La miré decidiendo que no me agradaba. Era bonita, incluso linda pero áspera.
Resultaba tan metálica como el platino de su cabello o el gris acerado de sus
pupilas.
—Le encontré en una librería —dijo mi acompañante—. Se estaba divirtiendo
con todas esas tonterías que esta gente publica acerca de los platos voladores.
Pertenece a la nave de Tim Whiskers...
—Entonces, ¿qué es lo que hace aquí? —indago el otro hombre—. La flota
principal cubre Europa y América...
La flota principal... Extranjeros, can aires de oficial de la Armada. La flota
principal... Submarinos, enarbolando la enseña de la hoz y el martillo.
—Debo excusarme —dije—, Inadvertidamente compré la corbata que llevo. No
creí que fuese la de algún colegio o club, pero, por lo visto, estaba equivocado. Voy a
dejarles y les aseguro que iré a la tienda donde la adquirí a presentar una demanda.
Me iré de cabeza a la Policía. ¿Querrán creerme?
— ¡Alto! —ordenó la mujer. En la mesa tenía un monedero muy grande, dentro
del que había metido la mano. Me debía de estar apuntando con una pistola, pues
el bolso admitía un calibre 38—: Quédese donde está. — ¿Y si me niego? Sonrió.
—Lo persuadiremos.
Vi cómo se agitaban los tendones de su muñeca. Pensé que allí se acababa
todo. Pero no creí que se atreviera. ¿O quizá sí? Hay silenciadores.
Mi intención era dejarme caer de la silla. Estaba bien pensado, en la mejor
escuela de la novela policíaca, pero, como la mayoría_ de las intenciones, no llegó a
nada. Aunque quise probarlo. Sí, lo probé, pero fue como si de improviso me
hubiera convertido en piedra. Excepto que las piedras están frías y yo no. No supe
de dónde venía el calor, pero se hubiera dicho que sana de mi mismo. Me pregunté
cuánto tardarían mis ropas en incendiarse y si, cuando esto ocurriese, el camarero
alzaría la vista del periódico.
— ¿Se da cuenta? —preguntó la mujer—. Una ligera radiación basta para que
haga lo que le pedimos. Ahora, responderá a algunas preguntas.
— ¿Con qué derecho...? —comencé a decir. —Este —replicó ella, alzando el
bolso—. Primero, su nombre. —Whitley —respondí secamente. — ¿Ocupación?
—Escritor o marinero. A veces una cosa, y a veces la otra, pero generalmente
ambas.
El hombre al que conocí en la librería, rompió a reír.

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—Es estupendo —dijo—. Recuerden que he hecho un estudio de lo que esta
gente llama ciencia-ficción, para ver si alguien ha dado con la verdad, y Whitley
cultiva ese género. —Se volvió hacia mí—: Usted escribió Corriente, ¿no es cierto?
—Sí —reconocí.
—Eso no importa —dijo la mujer—. ¿Casado o soltero? —No veo que...
— ¿Quiere más? —me preguntó, agitando la mano derecha. —No.
—Entonces conteste. Quiero saber quién va a echarle do menos, si es que hay
alguien.
Cuando hube concluido, animado por dos breves sesiones de calefacción, les
dijo a los otros:
—Hemos tenido suerte. Sólo su mujer le echará de menos, y a ella también
podemos silenciarla.
—No —intervine—. No está metida en eso.
Se limitaron a ignorarme.
—Lo que aún tenemos que averiguar —dijo uno de los hombres— es dónde y
cómo adquirió esa corbata.
—Me lo imagino —contestó la mujer—. Ese estúpido de Rroozal quiso
coleccionar corbatas terrícolas. Debía estar de compras cuando una le entusiasmó,
pues ya recuerdan que el Viejo lo reñía por ir mal vestido', y olvidó la suya en el
mostrador. Bueno, apuren los vasos. Vámonos.
El camarero debió creer, igual que los peatones, que se encontraban ante quien
celebró demasiado a conciencia la reunión de antiguos alumnos y necesitaba que le
ayudasen a volver a casa. Fue una pesadilla. Como querer correr y que no te
obedeciesen los músculos. Como querer gritar y que de la garganta no saliera ni un
gemido.
Tuve que ir en su coche que no era nada especial; simplemente una carrocería
aerodinámica con las comodidades habituales, y cuatro ruedas, lino de los hombres
conducía, el otro, junto con la mujer, se sentó conmigo en el asiento posterior. Me
registraron los bolsillos, encontrando un sobre con mi dirección. Me condujeron a
casa, me subieron por la escalera hasta el piso y usaron mi llave para abrir la
puerta.
No fumaban pero no les importó que yo lo hiciese. Tam bién me permitieron
servirme un trago aunque ellos preferían cerveza helada. Registraron la biblioteca,
mientras uno me apuntaba con aquella arma brillante. Era tan bonita y parecía tan
inofensiva, como esos atomizadores de plástico que les venden a los niños con los
trajes de astronauta. Pero yo sabía la verdad.
—Que haga el equipaje —dijo uno de los hombres.
— ¿El equipaje? —indagué.
—Sí, el equipaje. Usted y su esposa no se sentirán tan solos en su nueva casa,
si pueden llevarse algo de la vieja.
Llamaron a la puerta. Era Lilí. Fui a abrir, pero la mujer me indicó que no me
moviese.
—Aún no confiamos en usted —me explicó—. Su esposa, sin duda, tiene llave.
Lilí entró. Estaba muy bonita, como siempre que se enfada.
—Te estuve esperando... —dijo. Entonces agregó—: Perdona, George. No sabía
que hubieras invitado a unos amigos.
—En realidad —dijo la mujer— no es así. Siéntese, que su marido le explicará
lo que ha sucedido.

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Se lo expliqué. No se asustó, pero hay que tener en cuenta que a Lilí le encanta
viajar. Está ilusionada por la perspectiva de ver ese planeta del mismo tipo que la
Tierra que da vueltas por Alpha Eridani. Tiene muchos proyectos para la tienda,
"Tierra, Modelos Exclusivos", que piensa abrir.
Y Marza, que no resulta tan mala cuando se la conoce bien, me permite
escribir este relato y enviárselo a mi agente en Nueva York; como no llevará sellos,
es seguro que va a recibirlo. Marza opina que nadie va a creerme, por lo que no
representa ningún riesgo.
Ya es hora de cerrar el departamento y bajar las maletas al coche. Nos espera,
según ellos dicen, un cohete en los bosques vecinos, pues la nave espacial se
encuentra en lo alto, en una órbita de veinticuatro horas.
Me han dicho que me quede con la corbata, pues ya per tenezco al servicio.
Puedo usarla. Sin embargo me la he qui tado y me limitaré a la de la Marina
Mercante.
Y si encuentro a alguien en Alpha Eridani III que lleve una igual, voy a ser yo
quien le va a dar un disgusto.

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Richard Wilson



LOS DOCUMENTOS DE VENUS



Hace poco, un grupo de aficionados a los OVNIS,
reunidos en una convención en Nueva York, escribieron
a las Naciones Unidas pidiendo que se "iniciara una
investigación formal y concienzuda acerca de los
Platillos Volantes y que los resultados obtenidos se
dieran a conocer al público". Aún es pronto para saber
cuál será la decisión de la ONU, pero, como informes
oficiosos quizás haya actualmente en sus archivos, les
ofrecemos...



PRIMER DOCUMENTO

Carta de una muchacha (cuyo nombre se omite), al secre tario general de las
Naciones Unidas:

Querido señor secretario:
Como 'he leído acerca de algo que hacen las Naciones Unidas que no sabía que
hicieran (yo creí que sólo se ocupaban de política), he pensado escribirle para que
me ayuden en un problema muy delicado.
Creo que primero debería explicarles cómo ocurrió, para que puedan
comprenderme.
Cierta noche, iba por la carretera 202, que es bastante de sierta, en mi
automóvil descapotable modelo 1949, después de de jar a mi novio en su casa, ya
que no tiene auto, porque íbamos a casarnos pronto y ahorrar para compra r los
muebles, aparte de que con uno nos basta. Claro que ahora resulta que no nos ca-
saremos.
Pero ya le explicaré la razón. Como he dicho, iba por la carretera, a eso de las
doce y media, después de dejar a mi novio, de regreso de un cine al aire libre,
cuando descubrí esa luz que bajaba del cielo hacia el bosque. Frené, para, verla
mejor, y descendió con un zumbido, hasta aterrizar en un claro.
En seguida comprendí que era un plato volador, pues he leído mucho acerca de
ellos. Recuerdo que pensé en la mala suerte de no traer una cámara, ya que hubiera
podido sacar algunas fotos, que la revista Life hubiese pagado a buen precio. Nos
habría sido útil para montar la casa. Aunque después de lo que pasó, no sé si eso

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llegará nunca. Pero estoy saltándome cosas de mi cuento, que no lo es sino hechos
muy ciertos. Sigo. Me detuve para ver mejor; la parte alta del plato se levantó y de
dentro salió un hombre, que miraba a todas partes.
Al principio no me vio y yo decidí marcharme pues tengo que levantarme muy
temprano para ir a trabajar a la empresa en vasadora. (Quiero advertirles que
envasamos refrescos y no licor, pues me molestaría que usted juzgue que todo
fueron visiones).
Entonces, aquel hombre bajó de la nave y yo decidí quedar me un poco más
porque se estaba poniendo muy interesante. Al fin y al cabo, en mi pueblo no
aterriza un plato volador cada día. Por tanto, me quedé por si podía servirle de
testigo a algún periodista.
Aquel hombre acabó por verme y se dirigió a mi encuentro; yo estaba a punto
de pisar el acelerador, pues me había puesto nerviosa y era ya la una de la
madrugada. Sin embargo, me sonreía y hacía signes amistosos, además de decir
algo que no entendí a causa de la distancia.
Entonces lo vi mejor; era alto, moreno y se parecía un poco a ese artista de cine
inglés, cuyo nombre no recuerdo. Me di cuenta de que se me había ido el carmín y
me pinté los labios de nuevo. Entonces, él estaba ya en la carretera, a unos cuatro
metros del coche.
Me dijo algo que tampoco entendí y entonces me habló en nu estro idioma
explicando cosas bonitas, de que me traía saludos, de más allá de las estrellas, y yo,
hecha una tonta, sólo contesté: "Hola".
Como ya he dicho, se mostraba amistoso y no traía armas, aunque sus ropas
eran muy raras. Yo pude haber arrancado y huido, pero no me pareció correcto.
Hasta aquel momento, era todo un caballero.
Luego, me dijo que se llamaba Jigger (por lo menos así lo entendí) y yo
respondí que Jennie (lo que no es cierto, pero lo cambio para evitar disgustos,
quiero decir que le di mi verdadero nombre).
Me aseguró que se alegraba mucho de conocerme y que venía del planeta
Venus. Como, según he leído, casi todos los platos vienen de allí, no me sorprendió
lo más mínimo. Le pregunté si había tenido buen viaje y me contestó que sí, pero
que estaba algo cansado, por lo que vino a apoyarse en el coche.
Era muy guapo, por si antes no lo he dicho, y estuvimos mucho rato hablando.
Yo cerré el contacto, ya que tenía poca gasolina y no quería quedarme sin ella en
medio de la carretera 202, que está siempre desierta.
Jigger me hizo muchas preguntas acerca de mi vida, que sólo contesté en
parte, y luego me habló de sí mismo. Iba solo en aquel plato volador, pues como es
lógico, no envían un grupo en el mismo aparato, que debe hacer un viaje muy peli-
groso hasta la Tierra.
Procuré ser amable y le dije que debía sentir nostalgia, estando tan lejos de su
casa, a lo que me respondió que se le había pasado al encontrarme.
Nos detuvimos junto al plato, que de cerca parecía mucho mayor, y me
impresionó bastante estar junto a aquella nave de Venus, plateada por la luna. Creo
que entonces Jigger me pasó el brazo por los hombros, pero de momento no me di
cuenta y, al advertirlo no me importó, en bien de las relacionas interplanetarias.
Acepté en cuanto me preguntó si deseaba verlo por dentro y subimos por unos
peldaños pequeños, adosados al exterior.

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Dentro había muchas más cosas de las que yo imaginaba. Jigger me lo fue
enseñando, entre ellas una especie de aparato donde, en color y tres dimensiones,
se veían vistas de su planeta, que, antes de entrar me señaló en el cielo.
Entonces, se puso melancólico, cosa que no me sorprendió al estar tan lejos de
su casa y entre desconocidos. Antes de que me diera cuenta, comenzó a besarme.
Fue una sorpresa, pero debo reconocer que no demasiado grande, pues poco
antes me preguntaba si se iba a decidir.
Yo también lo besé. Sus labios eran calientes y tenían un sabor como de
cereza, muy interesante.
. . .
He puesto esos puntos para indicar que pasó mucho tiempo, aunque n o lo sé
exactamente, pues no tengo reloj.
Poco después, Jigger me preguntó si me gustaría ver el motor interplanetario y
pasamos a otra habitación.
No sé exactamente cómo ocurrió, pues tengo la seguridad de que Jigger me
hipnotizó, por lo que pondré más puntos.
. . .
Pero pueden estar seguros de que sé lo que ocurrió y luego, cuando pude
zafarme del dominio que tenía sobre mí, me puse furiosa. Le dije que desde luego
era un fresco y que no sabía qué clase de chica era yo.
El habló de las relaciones interplanetarias y le aclaré, en términos muy
contundentes, lo que esas relaciones me importaban.
Debí de asustarlo, pues dijo que me acompañaría al coche, cosa que hizo.
Entonces, me enternecí de nuevo, pues lo veía muy triste, y le permití que me
besara como despedida. Ya casi había amanecido y me fui a toda velocidad. La
última vez que vi a Jigger, estaba junto a la carretera, muy triste, con el plato
volador oculto en el bosque.
Al día siguiente me presenté muy tarde a mi trabajo, aunque dormí poco y al
mediodía regresé a la carretera 202, pero el plato ya no estaba. Bajé del coche y
miré en el bosque, donde encontré un espacio con las ramas rotas, por lo que supe
que no fue un sueño.
Supongo que debí contarle demasiado a una de las chicas de la planta, pues la
cosa llegó a oídos de mi novio, como siempre ocurre. ¡Lo que se enfureció!
De momento, no pasó nada. No creyó ni una palabra de todo aquel asunto del
plato volador y no debí desengañarlo.
Pero, como no sé tener la boca cerrada, le quise demostrar que era cierto y lo
llevé hasta la carretera 202, para que viese el sitio.
— ¡Debían haberlo oído!
Lo que creyó, pude comprobarlo en medio de sus gritos, y no se trataba del
plato volador precisamente, sino sólo de una parte de la historia. Y ya saben a cuál
me refiero.
Por lo que puede ver en el lío en que estoy, señor secretario. Mi novio, aunque
debería decir mi ex novio, pues cuando se le mete una cosa en la cabeza no hay
quien lo haga recapacitar, ha roto conmigo y, en cierto modo, lo comprendo. Creo
que este lío en el que me metí al dejar que las relaciones interplanetarias fuesen
demasiado lejos (y si lo considera un asunto sin importancia cuando una chica vive
en un pueblo, será que no conoce los pueblos) sólo puede arreglarse encontrando a

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Jigger que, como ya he dicho, viene de Venus y es moreno y guapo, igual que ese
actor del cine inglés.
He leído en la prensa, según indicaba al principio, que las Naciones Unidas
han aprobado una ley para los maridos que abandonan a la mujer y se van a otro
país. Decía el periódico que las Naciones Unidas los siguen y les hacen cumplir sus
obligaciones. Eso va estupendo para una muchacha que tenga un lío internacional,
pero, como ya se habrán dado cuenta, el mío es mucho más amplio.
Aparte de que no estoy casada con Jigger, pero podríamos decir que casi, casi,
y, créame, más vale que lo esté pronto si quiero seguir viviendo en el mismo sitio.
Por tanto, en caso de que su organización tenga un departamento que sigue a
los pilotos de platos voladores y saben donde van, les quedaría muy agradecida de
que me pusieran en contacto con ellos para que busquen a Jigger.
Me imagino que en su país debe ser muy importante, pues le dieron el mando
de una nave y yo no lo quiero perjudicar.
Díganle que no estoy enfadada con él. Sólo quiero que cumpla, que se case
conmigo y que me devuelva mi reputación. Gracias anticipadas por las molestias.

(Nombre omitido)



SEGUNDO DOCUMENTO.


DE: Viajero espacial A379 (M. Jigora).
A: Archivista, Vigilante de Moralidad, Unidad Espacial.
ASUNTO: Informe de visita a Planeta III (Tierra).

Oh, Vigilantes, obediencia, etc.
Después de estudiar con cuidado resúmenes de informes de 378 viajeros
espaciales anteriores, tengo poco que añadir, excepto datos técnicos que se incluyen
en Apéndices 1 y 2. Mis observaciones están mediatizadas inevitablemente por
órdenes de evitar contacto personal.
Comprobado informes anteriores de que la Gente de III (Terrícolas) gozan de
excelente moralidad, justificando por completo el permiso del Vigilante para visitar
sin peligro de contaminación. Me satisface poder incluir dato anteriormente omitido
de que la virtud de la población humana es tan alta que la práctica de la
inseminación artificial se extiende incluso a las especies de animales domésticos
que ellos denominan Ganado" (subdivisión, toro, M; vaca F)
Salud, Vigilantes y demás.

(Firmado) M. Jigora. Viajero espacial.



TERCER DOCUMENTO.

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Transcripción de la Conferencia del viajero espacial Jigora en un acto de la
organización clandestina de Ennoblia:

Cadetes, camaradas especiales, miembros todos de la organización:
Esta noche, por coincidencia, es el décimo aniversario de ese histórico día en
que regresó el primer viajero de sus exploradores por el sistema Solar. Volvió,
recordaréis, con las buenas noticias de que el Planeta III, Tierra, no sólo estaba
habitado, sino habitado por seres humanos iguales a nosotros en todo aspecto.
La única diferencia, que impresionó mucho a esta organiza ción, es que la
Tierra no había alcanzado aún el lamentable estado de cultura ectogenética que ha
hecho de nosotros, los habitantes de Ennoblia, unos seres superiores, de vida
limpia, pero al mismo tiempo hambrientos de amor.
No aumentaré nuestra humillación colectiva al revisar el golpe de estado
político moral al que se sometieron nuestros antepasados y que creó las condiciones
que han hecho posibles los viajes espaciales. No sólo posibles sino vitales ya que
nuestra organización es puramente masculina.
Hace un año, cadetes, me sentaba entre vosotros. Era yo un muchacho co mo
vosotros, cuya única oportunidad de escapar a una vida de celibato estaba en el
cuerpo de viajeros espaciales, que, él solo entre todos los departamentos de nuestra
organización, me brindaba la esperanza de encontrar el amor lejos de Ennoblia,
incluso más allá de las estrellas.
Resulta irónico que en los idiomas de Tierra a nuestro planeta le den el nombre
de Venus, el de su diosa del amor, cuando nuestras mujeres se vanaglorian de su
frigidez.
Confío en que ninguno de vosotros asistió a mi conferenc ia pública y
obligatoria en la Sala de las Hijas de la Pureza. Pero si alguno lo hizo, deseo
recordarle que allí expliqué en términos ampulosos, pero falsos, tan sólo lo que
deseaban oír. Desvirtué la verdad descaradamente, según el juramento de los
viajeros espaciales.
La verdad, amigos, la verdad desnuda y simple, es ésta: Hay amor al final del
viaje a la Tierra, amor 'honesto y sincero, físico, como existía también aquí antes de
que se estableciese la Ectogenocracia, la sustitución despiadada de la procreación
natural.
Habéis oído al orador que me ha precedido, el mayor técnico en genética de
nuestra organización clandestina, que citaba estadísticas acerca del descenso de
natalidad en Ennoblia. Lo que decía, si puedo resumirlo para los legos, es que su
método frío y científico, la inseminación artificial y la incubación en ampollas, es un
fracaso. En otra palabra, no sirve. El hombre está mejor equipado.
Sé, amigos cadetes, que no hay nada tan desmoralizador como ser viajero
espacial sin nave espacial, excepto ser un hombre privado del ejercicio de su
virilidad. Por tanto, los animo a tener paciencia en vuestros largos estudios
mientras se preparan para tomar el mando de las escasas naves disponibles, pero
cuyo número aumenta conforme se extiende la noticia de nuestro noble propósito.
Algún día saldremos de la clandestinidad, pues seremos lo bastante fuertes
para expulsar a los villanos que nos gobiernan. Mientras tanto, nosotros, los
viajeros espaciales y los que aspiran a serlo, tenemos la obligación de perseverar en
nuestro propósito a través de las visitas al planeta hermano, la Tierra.

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Según he sabido, la Tierra tiene también sus vigilantes de moralidad; sin
embargo, por sus particulares costumbres, poseen jurisdicción sobre las cosas
escritas, pero ninguna sobre conduc ta personal, situación verdaderamente
increíble, que convierte a nuestra hermana Tierra en un verdadero Jardín de Bylna.
La visitaréis pronto, si trabajáis con ahínco, y podréis inspiraros en su libre
existencia: cuando lo consigan, deseo que vuestro viaje resulte fructífero y que
regresen sin novedad con un mensaje para quienes los han de seguir, tal como yo lo
dejo a vosotros.
Y aunque en vuestros viajes espaciales vais a aprender que el dos es un
número mágico, lo expondré de modo sencillo: ¡A las muchachas de la Tierra no les
han extirpado el instinto natural!



DOCUMENTO CUARTO.

Extracto del diario de "Jennie".

Aún no he recibido respuesta a mi carta a las Naciones Unidas.
¡Oh, Jigger, vuelve! Ya no me importa mi buen nombre, ¡ solo deseo que me
hagas sentir mujer una vez más!



DOCUMENTO QUINTO.

Solicitud para Viaje Espacial:

DE: Viajero espacial A379 (M. Jigora).
A: Vigilante de Moralidad. Departamento de Visados.
DESTINO: Planeta III (Tierra)
RAZON DE LA SOLICITUD: Ampliar exploraciones.

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Mildred Clingerman



MINISTRO SIN CARTERA



En los años que han transcurrido desde que
Arnold vio el primer plato volador, un buen número de
personas, en distintos países, afirman haber tenido
encuentros con alienígenas é incluso viajado en sus
naves. Hasta ese momento, ninguno de ellos ha
presentado prueba alguna de sus afirmaciones, pero
existe siempre la posibilidad de que se establezca
contacto tal como aseguran. Al fin y al cabo, nosotros
carecemos de medios para señalar el luga r y el
momento que nuestros visitantes elijan. Nuestro
comportamiento, durante uno de estos posibles en-
cuentros, podía tener consecuencias muy amplias.



Él coche de Mrs Chriswell se detuvo. Aquél era el lugar perfecto. No había más
que una alambrada semiderruida y ni una vaca a la vista. A Mrs. Chriswell le daban
mucho miedo las vacas, incluso para ser sinceros, un poco más que su nuera Clara.
Fue a causa de una idea como ésta que su suegra se encontraba ahora en pleno
campo, buscando pajaritos. Clara juzgó excelente que se dedicara a su estudio,
pero, Mrs. Chriswell reconocía que los pájaros la aburrían. Volaban demasiado. En
cuanto a su colorido, no le atraía. Mrs. Chriswell era de esas mujeres que no los
perciben.
—Pero, Clara —respondió ésta irritada—, no voy a poder distinguir los unos de
los otros.
—Pues, querida —respondió ésta irritada— demasiado lista serías si los
reconocieras simplemente por sus características.
Mrs. Chriswell, suspirando ligeramente al recordar el aire firme de la barbilla
de Clara, consiguió saltar la alambrada y pasar sus bártulos. Tomó sus prismáticos,
el pesado libro de ornitología y su bolso y pensó en lo triste que era que, a los
sesenta años, la considerasen tan inútil que debían buscarle una ocupación
inofensiva para mantenerla al margen.
Desde que quedó viuda, vivía con su hijo y la esposa de éste, soportando una
forzada inactividad. A los sirvientes les molestaba verla en la cocina, por lo que no
podía ocuparse de la comida; Clara y la torpe niñera no le permitían interferencia
alguna en el cuidado de sus nietos, de modo que no tema nada que hacer. Incluso

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sus tapetes de punto desaparecían en cuanto se los regalaba a l a nuera y a su
modernísimo mobiliario.
Mrs. Chriswell cerró el pesado libro y pensó en sublevarse. El sol caía a plomo.
Mientras cruzaba el prado, le pareció ver destello de algún riachuelo. Se sentaría en
la orilla, bajo la sombra, para hacer ganchillo, quitándose el amplio sombrero Paja
que Clara consideraba lo "más apropiado.
Al llegar a los árboles, Mrs. Chriswell dejó caer sus bártulos y arrojó el
sombrero al aire. Era ridículo y feo. Miró en torno suyo en busca de la corriente de
agua, pero no la pudo encontrar. Se recostó en un árbol y suspiró cansada. Se
había alzado una ligera brisa que refrescaba las gotas que le humedecían la frente.
Abrió el bolso y, entre todo lo que contenía, buscó sus agujas y el ovillo unido a un
inacabado tapete. Encontró las fotos en color de sus nietas, pero, por desgracia,
Mrs. Chriswell sólo las veía en distintas tonalidades de gris. La brisa se iba
haciendo más fuerte, más agradable, pero aquella monstruosi dad del tamaño de
una rueda de carro se deslizaba ondulante hacia unas zarzas, a pocos metros de
distancia. Allí iba a quedar prendida. Pero no fue así. El viento agitó los matorrales
y el sombrero desapareció.
Mrs. Chriswell no se atrevía a presentarse sin él ante Clara. Aferrando bien el
bolso, se puso de pie para buscarlo. Al rodear los matorrales, se dio de narices con
un joven alto, que vestía uniforme.
— ¡Perdón! —dijo Mrs. Chriswell—. ¿Ha visto usted mi sombrero?
El joven sonrió y señaló hacia el pie de la colina. A Mrs. Chriswell le sorprendió
mucho ver como otros tres jóvenes de uniforme se pasaban el sombrero. Se reían de
él, lo que no podía criticarles. Se encontraban junto a un extraño avión, de líneas
poco comunes. Mrs. Chriswell lo examinó un instante, pero, de eso, nada entendía.
El sol le arrancaba destellos y comprendió que éstos eran los que tomó por un río.
El joven que estaba a su lado le tocó el brazo. Se volvió hacia él y se dio cuenta de
que se había puesto un gorro metálico bastante bonito. Le ofrecía otro igual, con
mucho respeto. Mrs. Chriswell sonrió, asintiendo. El joven se lo colocó con cuidado,
al tiempo que ajustaba algunos tornillos.
—Ahora podemos 'hablar —dijo—. ¿Me oye bien?
—Naturalmente, muchacho —respondió ella. No soy tan vieja.
Encontró una piedra muy lisa y se sentó dispuesta a iniciar la conversación.
Resultaba mucho más agradable que hacer punto.
El joven alto sonrió e hizo .señas a sus compañeros. También éstos se pusieron
gorros metálicos y ascendieron a toda prisa por la colina. Depositaron aquella rueda
de carro en el regazo de Mrs. Chriswell, sin dejar de reír. Ella dio unas palmadas en
la piedra a modo de invitación, y el que parecía más joven de todos se apresuró a
sentarse.
— ¿Cómo te llamas, Madre? —indagó.
—Ida Chriswell. ¿Y tú?
—Me llamo Jord.
Mrs. Chriswell le acarició la mano.
—Es un nombre bonito y poco corriente.
El muchacho tomó la diestra de Mrs. Chriswell y se la pasó por la mejilla.
—Te pareces a la madre de mi madre —explicó—, a la que no he visto en
mucho tiempo.

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Sus compañeros rieron, avergonzándolo, y él se limpió con cuidado una
lágrima que le descendía por la nariz.
Mrs. Chriswell miró a los otros con aire de censura y le tendió al muchacho un
pañuelo perfumado en lavanda. Jord lo examinó, dándole vueltas, y luego lo olió.
—No te preocupes —lo animó ella—. Úsalo. Tengo otro.
Pero Jord sólo aspiraba el perfume.
—No es más que una ligera musiquilla —dijo— pero, Madre Ida, suena igual
que las notas de la Colina de la Armonía.
Pasó el pañuelo a sus compañeros, que, a su vez, lo olieron sonriendo.
Mrs. Chriswell intentó recordar si había leído algo acerca de las Colinas de la
Armonía, pero, como tantas veces dijo su esposo, estaba muy floja en geografía, y
supuso que éste sería uno de sus muchos puntos débiles. Nunca supo en qué lugar
de la Tierra se encontraba Tumbuctu. Ni tampoco el Hellangdone, del que todo el
mundo hablaba. No obstante, iba a ser una gros ería no hacer algún comentario.
Con las guerras, a la gente la trasladaban de un sitio para otro y aquellos
muchachos debían sentir gran nostalgia y estar hartos de ser extranjeros, no
ansiando más que hablar de su país. Le satisfizo haberse dado cuenta de que eran
extranjeros. Sin embargo, 'había en ellos algo muy raro, que no lograba definir. Por
ejemplo, el modo cómo habían subido por la colina. Quizá fueran montañeses, acos-
tumbrados al escalamiento.
—Háblame de tus montes —lo invitó.
—Te los enseñaré —dijo Jord.
Miró a su jefe, como esperando su aprobación. El joven que le había puesto el
gorro metálico asintió. Jord se pasó la uña por el pecho. A Mrs. Chriswell le
sorprendió mucho que se abriese un bolsillo, donde antes no lo había. Era
extraordinario lo que hacían los de la aviación con los uniformes, pero, con
franqueza, el corte resultaba algo extremado.
Con delicadeza, Jord sacó un paquete de material gossamer. Al oprimirlo, saltó
una nube de hojas ligeras, unidas como una gigantesca telaraña. Para Mrs.
Chriswell tenían el color de la niebla y eran casi tan poco significativas.
—No temas —dijo Jord acercándose—. Inclina la cabeza, cierra los ojos y verás
a nuestras bonitas Colinas de la Armonía.
Estuvo a punto de resistirse, por miedo, pero antes de cerrar los ojos, Mrs.
Chriswell descubrió amor en los de Jord y en aquel momento supo cuan raramente
había visto aquella mirada a lo largo de toda su vida. Si Jord se lo pedía, es que
estaba bien. Cerró los ojos e inclinó la cabeza y en esta actitud de plegaria, sintió
como si la invadiese una suave ingravidez. Fue igual que si el ocaso se posara sobre
sus hombros, Y entonces comenzó la música. En la oscuridad de sus ojos, se
alzaron, con inmensa majestad y fuerza, colores que jamás había visto ni tampoco
imaginado. Se desarrollaban como las flores, enormes bosques de flores. Su
arrebatador aroma la intoxicaba. No sabría decir si la mezcla de perfumes creaba la
música Oí si ésta era la que creaba los perfumes que la envolvían. No le importaba.
Sólo deseaba seguir así para siempre, escuchando aquel color. Quizá resultara raro
oír los colores, pero, se dijo, que más raro era que ella pudiese distinguirlos.
Contempló, parpadeando, a los jóvenes que la rodeaban. Había concluido la
música. Jord guardaba el paquete en su bolsillo secreto, mientras reía ante su
asombro.
— ¿Te gustó, Madre Ida?

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Se arrodilló a su lado y le acarició la cara surcada de arrugas y aún enrojecida
por la emoción.
—Jord —respondió ella—, ¡qué hermoso! Háblame de...
Pero el jefe se interpuso.
—Lo siento, Madre Ida, debemos concluir nuestro trabajo. ¿Quieres contestar a
unas preguntas? Es muy importante.
—Naturalmente que sí —aseguró Mrs. Chriswell. Aunque se sentía mareada—.
Naturalmente, si es que puedo. Como sea, igual que en los concursos de la radio,
me temo que voy a fallar.
El joven movió la cabeza.
—Nos han ordenado —explicó— que investiguemos e informemos acerca de las
verdaderas condiciones de este... del mundo —señaló el avión que brillaba al sol—.
Hemos viajado mucho en esa máquina lenta, y nuestras observaciones son bastante
precisas —hizo una pausa, aspiró hondo y siguió—, y quizá nos veamos obligados a
dar un informe desfavorable, pero eso dependerá del resultado de nuestra
conversación. Nos alegramos de encontrarte. Estábamos a punto de ir en busca de
alguna otra persona. Es nuestro último encargo —sonrió—. Y Jord no lo lamentará.
Añora mucho su casa y sus familiares.
Suspiró, a su vez, coreado por los otros.
—Cada noche —dijo Mrs. Chriswell—, rezo para que haya paz en la Tierra. No
puedo soportar la idea de que chicos como vosotros deban luchar y morir, mientras
en sus hogares los esperan... —contempló los rostros que la escuchaban— Y les voy
a decir algo —añadió— me he dado cuenta de que no soy capaz de odiar a nadie; ni
siquiera al enemigo —aquellos jóvenes se miraron, asintiendo—. Ahora, podéis
preguntar
Revolvió el bolso en busca de sus agujas, hasta encontrarlas. A su lado, Jord
contuvo un grito de satisfacción al ver el tapete inacabado. A Mis. Chriswell le fue
muchos más simpático.
El joven alto empezó a hacer las preguntas. Eran sencillas y Mrs. Chriswell las
contestó sin dudar. ¿Creía en Dios? ¿Creía en la dignidad del hombre? ¿Era cierto
que odiaba la guerra? ¿Consideraba al hombre capaz de amar a su prójimo? Siguió
el interrogatorio y Mrs. Chriswell 'hacía punto mientras respondía.
Al fin, cuando al joven ya no le quedaron preguntas que hacer y Mrs. Chriswell
hubo concluido su tapete, Jord rompió el perezoso silencio que los dominaba.
— ¿Me lo puedo quedar, Madre?
Señalaba el tapete y Mis. Chriswell se lo entregó, muy satisfecha; Jord se lo
guardó apresuradamente en otro bolsillo pequeño, igual que un niño. Entonces,
señaló el abultado bolso.
— ¿Puedo mirarlo, Madre?
Mrs. Chriswell se lo entregó, indulgente. El muchacho lo abrió esparciendo su
contenido por el suelo. Las fotos de las nietas le llamaron la atención. Sonrió al ver
las lindas caras de las niñas. Abrió el bolsillo y sacó otras.
—Estas —dijo orgulloso— son mis hermanitas. ¿Verdad que son iguales a tus
niñas? Podríamos cambiarlas, pues pronto estaré de nuevo con ellas y ya no
necesitaré los retratos. Me gustaría llevarme las tuyas.
Mrs. Chriswell le habría regalado a Jord todo cuanto contenía el bolso si se lo
hubiera pedido. Aceptó las fotos que el le ofrecía y contempló satisfecha a aquellas
graciosas niñas, Jord seguía revolviendo el contenido del bolso. Cuando se_ se-

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pararon, le había sacado tres recetas ilustradas, que cortó de una revista, algunas
otras cosas y dos caramelos de mema
El joven que mandaba el grupo la ayudo a quitarse el bonito gorro metálico, en
cuanto ella se lo indico. Le habría gustado quedárselo, pero temía que Clara no lo
aprobase. Se colocó aquella monstruosidad de paja, besó a Jord en la mejilla,
saludó a los demás con un ademán y se fue bordeando las zarzas. Tuvo que 'hacer
un esfuerzo porque los ojos se le llenaban de lágrimas. La emocionó el respeto con
que la saludaron al marcharse.
La siempre apacible casa de Clara estaba revuelta cuando llegó Mrs. Chriswell.
Habían conectado todos los aparatos de radio. Incluso su nuera estaba pegada al
que tenía en la biblioteca. Mrs. Chriswell oyó a un muchacho que voceaba en la
calle: "¡Edición especial!", y la doncella casi la derribó al correr a la puerta para
comprar un periódico. Mrs. Chriswell, cansada y un poco aturdida, por el sol,
imaginó que se trataba de aquella horrible guerra.
Iba a subir la escalera, cuando la envarada niñera bajó a toda prisa para
dirigirse a la cocina con otro periódico en la mano. Mejor, las niñas quedaban solas.
Se detendría a verlas. La cocinera le gritaba a alguien:
— ¡Te lo dije! Salí a dejar la basura y lo vi en el cielo.
Mrs. Chriswell se detuvo antes de subir, sorprendida por todo aquel barullo. La
doncella entró a todo correr con la edición especial. Mrs. Chriswell se limitó a
tomarlo.
—Gracias, Nadine —dijo.
La sirvienta aún la miraba sorprendida cuando llegó a la otra punta.
Al entrar la abuela, Edna y Evelyn estaban sentadas en el cuarto de jugar, con
una caja de chocolates, y gritándose una a otra. Entre aullido y aullido se llenaban
la boca de chocolate. Tenían la cara y los delantales muy sucios. De pronto, Edna le
tiró del pelo a su hermana.
— ¡Cerda! —gritó—. ¡Has tomado tres más que yo!
— ¡Niñas, niñas! ¿Están peleándose?
La verdad, era que le encantaba. Con aquello sabía entendérselas. Las condujo
muy decidida al cuarto de baño y les lavó la cara.
—Cámbiense los delantales y les contaré mi aventura.
Cuando se volvió para leer el periódico, a su espalda sólo se oía el susurro de
acusaciones y de contraacusaciones. Las abuelas, decidió, saben calmar a los
niños. Examinó los titulares del periódico.


UNA MISTERIOSA INTERFERENCIA INTERRUMPE LAS EMISIONES
EN TODAS LAS ONDAS.

UNA DESCONOCIDA SALVA AL MUNDO, AFIRMAN LOS HOMBRES
DEL ESPACIO.

EN LA TIERRA, SE HA ENCONTRADO UN SER HUMANO
CONSCIENTE.

LA COCINA, LAS LABORES, LA CASA, LA RELIGIOSIDAD, HAN

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APLACADO A LOS JUECES DEL ESPACIO.


Las páginas del periódico, venían repletas de aquellas ininteligibles tonterías.
Mrs. Chriswell lo dobló con cuidado dejándolo sobre una mesa, para anudarles las
trenzas a sus nietas y contarles su aventura.
—...y me dio unas fotografías muy bonitas. Dijo que en color. Unas niñas
buenas, como Edna y Evelyn. ¿Os gustaría verlas?
Edna, con la boca cerrada, se limitó a contestar con un gruñido. La cara de
Evelyn adquirió una expresión de martirio.
Mrs. Chriswell les pasó las fotos y las niñas unieron sus cabezas para verlas,
pero, de súbito, Evelyn las dejó caer como si quemasen. Contempló a su abuela con
expresión acusadora, mientras Edna gruñía de nuevo.
— ¡Verde! —dijo ésta—. ¡Tienen la piel verde!
— ¡Abuela! —exclamó la otra llorosa—. ¡Esas niñas son del color de las ranas!
Mrs. Chriswell se inclinó para recoger las fotos.
—Bueno, bueno —murmuró distraída—. El color de la piel no tiene
importancia. Asia o África, es lo mismo...
Pero antes de que pudiese concluir, la niñera la miró con aire de reproche
desde la puerta. Mrs. Chriswell se apresuró a retirarse a su cuarto, mientras se le
despertaba una duda.
—Roja, amarillo, negro, blanco —murmuró una y otra vez—, y aceitunado... ¿y
verde?
Siempre estuvo floja en geografía. Verde. ¿En qué punto de la Tierra...?

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Theodore Sturgeon



EL MIEDO ES UN BUEN NEGOCIO



Las Fuerzas Aéreas americanas aseguran que si
continúa vivo el fenómeno de los OVNIS es a causa de
los autores de ciencia-ficción, que lo han convertido en
un buen medio de éxito y dinero. Se comprende la
acusación puesto que 1) la mayoría de la gente tiene un
concepto muy superficial de ese género literario, como
de revista infantil ilustrada y 2) la, mayoría do los libros
baratos acerca de los platos voladores parecen ciencia-
ficción barata. Sin embargo, la realidad es que, excepto
un libro en contra de los OVNIS, cuyo coautor era
relativamente conocido en el mencionado campo,
ninguna de las obras que de ellos tratan se debe a
alguien que tenga cierto prestigio en la ciencia-ficción.
Pero, no obstante, la oportunidad existe y el "héroe" de
Theodore Sturgeon se basa no desacertada mente en
varios de los especialistas en OVNIS que con ese tema
han conseguido buenos ingresos durante los últimos
quince años.



Josephus MacArdle Phillipso es un hombre del destino y puede probarlo. Sus
libras lo demuestran, igual que el Templo del Espacio.
Un hombre del destino es quien se ve envuelto en aconte cimientos,
acontecimientos grandes, aún a pesar suyo. Phillipso, por ejemplo, no pensó nunca
en inmiscuirse en aquel asunto de los Objetos Voladores No Identificados a menos
de que los identificara él mismo. Es decir, que no se sentó como algunos colegas, a
juicio suyo menos honestos, decidido a escribir algu nos embustes que le
proporcionasen algún dinero. Cuanto ocurrió, siempre a juicio suyo, debía ocurrir y
dio la casualidad de que le ocurrió a él. Pudo haberle pasado a otro. Luego, según
costumbre, las cosas se complican, te quemas un brazo como coartada, y acabas
teniendo un Templo.
Al recordarlo, algo que no volverá a hacer nunca, Phillipso reconoce que fue
una coartada innecesaria, por razones poco lógicas. Considera que el principio
carecía de importancia. Pero lo cierto es que comenzó cierta noche en que bebió más
de la cuenta, por no otro motivo que haber cobrado cuarenta y ocho dólares,

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importe del folleto de promoción que escribió para los Grandes Almacenes Hincty
Pincty y quiso justificar que a la mañana siguiente no acudiese al trabajo,
explicando que le falló una válvula del coche y que pasó toda una noche para
localizarla, aislado en las montañas de regreso de una visita a su madre. Por la
noche, fue a ver a ésta y, a la vuelta, el coche, inexplicablemente, se paró y tuvo que
estar revisando el motor casi hasta el amanecer en que vio... aquello. A tales horas,
no se distingue muy bien lo que es cierto. Y, mientras intentaba darse a sí mismo
alguna explicación, el cielo se encendió brevemente y las sombras de rocas y de
árboles crecieron en torno suyo, para desaparecer casi antes de que pudiese mirar
hacia arriba. Debía tratarse de un fenómeno meteorológico, de un aerolito, del fuego
de San Telmo o, tal vez, de un globo sonda; en realidad, no importa. Miró hacia
donde aquello ya no estaba y le vino la inspiración.
Tenía el coche aparcado en una curva, junto a dos peñascos. A su derecha, se
abría un claro, en el bosque tupido, moteado por altas piedras. E ligió tres que
tendrían unos cuarenta cen tímetros de diámetro, idéntico tamaño y estaban
hundidas a la misma escasa profundidad, pues Phillipso era ingenioso, pero no
diestro. Se las llevó, procurando apoyar las suelas de goma de sus zapatos en la
hierba endurecida, de modo que dejaran pocas huellas. Una tras otra, las depositó
en una madriguera abandonada, que luego cubrió con ramas secas. Regresó al co -
che, en busca de un soplete que le prestaron para arreglarle la bañera a su madre,
y quemó concienzudamente los huecos que en el suelo dejaron las piedras.
No hay duda de que el destino intervenía desde que Phillipso, cuarenta y ocho
horas antes, cayó en la mentira a impulsos del alcohol. Pero entonces dicha
intervención resultó patente, ya que, en cuanto el escritor se hubo pasado la llama
del soplete por la manga, apagado la ropa y devuelto el aparato al coche, otro
vehículo vino a su encuentro por la carretera. Y no era un vehículo vulgar.
Pertenecía a un reportero que colaboraba en los suplementos dominicales, llamado
Penfield, que entonces no tenía trabajo y que también había visto las luces en el
cielo. Puede que el propósito de Phillipso fuese ir a la ciudad con el cuento y volver
en compañía de un periodista y un fotógrafo, simplemente para que la noticia en la
Prensa justificara esta segunda ausencia ante su jefe. El destino, sin embargo, le
dio mucho más volumen.
Phillipso se colocó en el centro de la carretera, agitando los brazos hasta que el
coche se detuvo.
—Casi me mataron —murmuró.
A partir de aquel momento, como dicen las novelas bara tas, todo se fue
encadenando. Phillipso no hizo nada. Se limitó a responder a las preguntas y el
resto surgió de la mente de Penfield, quien consideró aquélla como la más fácil de
todas las entrevistas que había hecho.
— ¿Descendieron en un plato volador de fuego? ¡Ah en tres!
Phillipso lo acompañó al claro y le mostró los chamuscados agujeros, aún
calientes.
—Lo amenazaron, ¿no es eso? ¡Ah, a toda la Tierra! Ame nazaron a toda la
Tierra —tomaba notas sin cesar. También sacó fotografías—. ¿Qué hizo usted, los
enfrentó?
Phillipso dijo que sí y terminó la entrevista.
El reportaje no alcanzó el suplemento dominical, pero si la última edición de la
tarde, tal como se proponía Phillipso aunque con muchísima publicidad. Tanta, que

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"ya no volvió á su antiguo empleo; ya no le hizo falta. Recibió un telegrama de cierto
editor que deseaba saber si, puesto que era escritor publicitario, se consideraba
capaz de 'hacer un libro.
Se creía capaz y lo hizo. Escribía con suma facilidad. "La primera palabra con
prisa, la última con valor" era una de sus frases, que aparecía por todos los
departamentos de aquellos grandes almacenes como si tuviera algún significado,
con un estilo coloquial, tan claro como las letras de molde. "El hombre que salvó la
Tierra" fue un éxito del que se vendieron doscientos ochenta mil ejemplares en los
primeros siete meses. De modo que el dinero comenzó a llegar. No sólo el de los
derechos de autor, sino el otro. Este venía de todas partes del mundo y tanto de
todos aquellos que creen que "la humanidad es muy perversa", como de los que
temen a "los hombres del espacio". Desde quienes están convencidos de que si Dios
hubiera deseado que volásemos nos habría hecho con alas, a quienes no creen en
nada más que en los rusos, pero que de éstos lo creen todo. La gente le gritaba
"¡Sálvanos!" y cada grito era una gota de oro. De ahí nació el Templo del Espacio,
para regularizar un poco la cosa, del que a su vez surgieron las conferencias y ¿qué
podía hacer Phillipso si la mitad de los feli... bueno, de los afiliados, las llamaban
oficios?
Lo que siguió, fue muy similar; eran apéndices del primer libro, para
desarrollar afirmaciones que los críticos pulverizaron basándose en lo que él mismo
decía. "No debemos rendirnos" se contradecía aún más, era mucho más grueso y en
las primeras nueve semanas se vendieron trescientos diez mil ejempla res,
produciéndose además tal cantidad del otro dinero que Phillipso decidió convertirse
en una entidad, a la que también pasó sus regalías. En el Templo se advirtieron
igualmente signos de opulencia, el más espectacular de los cuales era un radar
naval, desecho de guerra, que giraba continuamente. No te nía objeto, pero a la
gente le daba la impresión de que Phillipso no se dormía. Se podía ver, con buen
tiempo, desde la isla de Santa Catalina, en especial de noche, una vez que le
hubieron acoplado un reflector anaranjado. Parecía un limpiador cósmico. El
despacho de Phillipso se encontraba en la cúpula, debajo del radar, y se llegaba a él
por medio de un ascensor automático. Podía aislarse de todo, en especial cuando
desconectaba dicho ascensor. Necesitaba este aislamiento, a veces para pequeños
detalles, como si debía o no celebrar un acto en el Coliseo o dónde invertir la
donación de diez mil dólares que hizo la Unión Astrológica, con la desagradable
ligereza de anunciar a la Prensa la cantidad exacta. Pero su máxima preocupación
era otro libro o un modo mejor de continuar. Después de decir que estábamos en
peligro y, luego, que debemos defendernos, necesitaba ahora otra excusa. Algo
nuevo, preferiblemente surgido de alguna noticia, consecuencia de un terror cul-
tural. Y le convenía hacerlo pronto; siempre le serían beneficiosas algunas semanas
de venta.
Sentado a solas, entregado a estos pensamientos, la sorpresa que le causó una
tos seca a su espalda y descubrir allí a un hombre de cabellos muy claros, no puede
describirse. Phillipso pudo haber huido, haberse lanzado al cuello del desconocido o
muchas otras cosas igualmente violentas, pero se lo impidió de súbito una histórica
frase, garantizada para calmar en el acto a los más furiosos autores.
—He leído sus obras —dijo el hombre blandiendo un libro en cada mano.
— ¿De veras? —preguntó Phillipso.
—Me parecieron lógicas y sinceras.

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Phillipso sonrió, contemplando el inolvidable rostro de aquel hombre y su
vulgar traje gris.
—La sinceridad y la lógica —dijo el desconocido— tienen esto en común; no es
preciso que se basen en la verdad.
— ¿Quién es usted? —indagó Phillipso al instante—. ¿Qué es lo que quiere y
cómo ha entrado en mi despacho?
—Podríamos decir que no estoy aquí —repuso el otro.
Señaló hacia arriba y, a pesar de sí mismo, la mirada de» Phillipso siguió aquel
imperativo dedo índice.
El cielo se oscurecía y el reflector anaranjado del Templo lo cortaba con gran
precisión. A través de la cúpula transparente, un poco al norte, precisamente donde
señalaba el desconocido, Phillipso vio cómo sus rayos descubrían una enorme forma
plateada, situada a unos trescientos metros de altura. Fue sólo un momento, pero
se le quedó grabado en la retina, igual que el disparo de un flash. Y cuando el
reflector, después de dar su vuelta acostumbrada, volvió al mismo lugar, aquello
había desaparecido.
—Yo voy allí —dijo el hombre de pelo claro—. Lo de aquí no es más que una
especie de proyección, pero, en realidad, ¿no somos todos eso mismo?
—Hable de una vez —dijo Phillipso lo bastante alto para que no le temblase la
voz—, o lo echaré a patadas.
—No podría. Yo no estoy aquí.
El visitante avanzó al encuentro de Phillipso, que se había levantado de su
silla. Para evitar que se le echara encima, el escritor, comenzó a retroceder paso a
paso, hasta que sintió el borde de la mesa en los glúteos. El hombre de pelo claro,
impasible, siguió andando, hacia Phillipso, a través de Phillípso de la mesa de
Phillipso, de la silla de Phillipso y de la ecuanimidad de Phillipso, que fue lo único
que en realidad tocó.


—Usted me obligó a hacerlo —le dijo el hombre minutos después, cuando el
escritor abrió de nuevo los ojos.
Tendió la mano, como para ayudarlo a levantarse. Phillipso se puso de pie solo,
apartándose al instante, ya que recordaba que, por toda lógica, su visitante no
podía haberlo tocado. Se dobló un momento, tosiendo, mientras el otro mo vía la
cabeza, inquieto.
—Lo siento mucho, Phillipso.
— ¿'Pero quién es usted?
Por primera vez, aquel hombre pareció perdido. Examinó preocupado cada uno
de los ojos del escritor y luego se rascó la cabeza.
—No había pensado en eso —dijo—. Importante, desde luego. Poner etiquetas
—mirando más fijamente a Phillipso, añadió—. Nosotros tenemos un calificativo
para gente como usted, que, más o menos, puede traducirse como "Clasificador".
No, no es un insulto. Se trata de una simple categoría, como bípedo o vi víparo.
Significa la mentalidad que necesita verbalizar o que no piensa,
— ¿Quién es usted?
—Perdone. Llámeme... bueno, llámeme Hurensohn. Pro pongo eso, porque sé
que de algún modo me ha de llamar, porque no importa lo que me llame y porque es
lo que va a llamarme cuando sepa a qué he venido.

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—No sé de lo que está hablando.
—Entonces, hablemos hasta que lo sepa.
— ¿El qué?
— ¿Quiere que le enseñe la nave otra vez?
—No —rogó Phillipso con rapidez—. Por favor...
—Mire —dijo Hurensohn amablemente—, no hay nada que temer, sólo pido
que hablemos. Tranquilícese y respire cómodo. Eso está mejor. Ahora, siéntese y
hablaremos. Así me gusta.
Mientras Phillipso se dejaba caer en su silla de despacho, Hurensohn se
acomodó en la vecina. El escritor contemplo horrorizado los dos centímetros que
separaban al hombre del asiento. Entonces Hurensohn se dio cuenta, se excuso y
noto hasta establecer contacto normal con el almohadón.
—Un descuido —explicó—. Lleva uno tantas cosas en la cabeza... Se apasiona
uno, ¿sabe?, y se olvida de conectar la envoltura protectora o el campo hipnótico
cuando va a bañarse, como ha hecho ese estúpido del lago Ness. — ¿Es usted de
veras un extraterrestre?
—Desde luego. Extraterrestre, extrasolar, extragaláctico; todo eso.
—Es que en usted no> veo nada...
—Ya sé que no lo parezco, pero, en realidad, no tengo este aspecto —añadió
indicándose a sí mismo—. Podría mostrárselo a usted, pero no es aconsejable. Ya lo
hemos intentado —movió la cabeza tristemente y repitió—. No es aconsejable. —
¿Qué es lo que quiere?
—Bueno, al fin vamos por buen camino. ¿Le gustaría ha blarle al mundo de
nosotros? —Pero si ya he... —Quiero decir, la verdad.
—Por las pruebas que he reunido... —comenzó a decir Phillipso con calor. Pero
se apagó pronto. Hurensohn lo e scuchaba con infinita paciencia. Phillipso
comprendió que podía hablar y hablar sin descanso y que aquel ser no haría más
que agotarlo. También sabía (aunque lo ocultaba en el subconsciente) que cuanto
más hablase, más quedaría expuesto a que lo contradi jesen, de la peor manera
posible: citando el propio Phillipso. Por tanto, se apresuró a recoger velas e intentó
otra forma de ataque—. Está bien —dijo—. Explíquemelo a mí.
—Vaya —comentó el otro con gran satisfacción—. Creo que comenzaré por
informarle que usted, inadvertidamente desde luego, ha puesto en movimiento
ciertas fuerzas que pueden afectar a la humanidad durante cientos e incluso miles
de años.
—Cientos —murmuró Phillipso con los ojos encendidos—. Incluso miles.
—Esto no es una mera suposición —respondió el visitante—. Es un cálculo
comprobado. Y el efecto que causa usted sobre la matriz cultural es... Voy a ponerle
un ejemplo de su historia más contemporánea. Citaré cierto párrafo: "Long tenía
parte de una idea; McCarthy tenía la otra parte. McCarthy no llegó a nada, fracasó
con su tercer partido, porque atacó y destruyó, pero no supo dar. Apeló al odio, pero
no a la avaricia ni tampoco al interés personal". Esto lo escribió un asesino arre-
pentido que hoy día es crítico del New York Herald Tribune.
— ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Porque usted —añadió el otro—, es el Joseph McCarthy de los platos
voladores.
El asombro de Phillipso fue enorme.
—Dios mío —murmuró.

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—Hurensohn —añadió—, debe aprovecharse de su ejemplo.

En tal caso... no, ya he citado demasiado. Seré más explícito. Vinimos aquí
hace años, para estudiar esta interesante civilización que ustedes tienen. Promete
mucho, tanto que hemos decidido ayudarlos.
— ¿Quién lo necesita?
— ¿Quién lo necesita? — Hurensohn hizo una pausa muy la rga, como si
hubiera pedido consejo y esperase la respuesta. Al fin, dijo—. Lo retiro. No quiero
dar más detalles. Si lo hiciese le parecería a usted bastante ingenuo. Basta con
recitarle a alguien el Decálogo, para causar ese efecto. Cualquier modo y medio de
ayuda se ha repetido una y otra vez a lo largo de los siglos. Arrastran, como una
maldición, que los obliga a rechazarlo todo, y rechazar genera el miedo, y el miedo el
crimen y el crimen la sensación de culpabilidad y ésta obliga a recha zar a los
inocentes y destruir su inocencia. Van en esa enorme rueda y el único lugar donde
pueden descargar su enorme inseguridad es un temor enorme y cuanto lo aumenta
es bien recibido. ¿Empieza a comprender lo que pretendo y por qué lo busco a
usted? El miedo es un buen negocio, especialmente en su i amo. Se 'ha enriquecido
usted con eso. Cuando la huma nidad tiembla a punto de saberlo todo, descubre
usted un nuevo desconocido que fomente el terror. Y éste es único; infinito. La
muerte desde el espacio y cada vez q ue la ciencia amplíe el círculo de luz,
rechazando las tinieblas, estará usted presente para mostrarles cuan amplia es la
circunferencia de tinieblas...; ¿Decía usted algo?
—Yo no me he enriquecido —protestó Phillipso.
— ¿Quién habla de eso? —preguntó el visitante—. ¿Es que acaso estoy yo
aquí?
Inocentemente, Phillipso respondió:
—Antes lo negaba usted.
Hurensohn cerró los ojos y dijo, con infinita paciencia:
—Escuche, Phillipso, porque me temo que no volveremos a' hablar. Le guste o
no, y a usted le gusta, pero no a nosotros, se ha convertido en el centro informador
de los Objetos Voladores No Identificados. Lo ha logrado con embustes y basándose
en el miedo, pero eso no importa. El hecho es que lo ha logrado. De todos los países
de la Tierra, sólo podemos tratar con éste; las otras llamadas grandes potencias son
constitucionalmente vengativas, impotentes, cortas de miras o las tres cosas a la
vez. De cuantas personas podríamos tratar en este País, del gobierno, de las
grandes instituciones o de las iglesias, no hay ninguna otra capaz de imponerse a la
histeria que usted ha despertado. Por tanto, hemos de recurrir a usted.
—Vaya —suspiró Phillipso.
—Sus seguidores lo escuchan, a éstos, los escucha más gen te de la que
imagina, incluso sin proponérselo. Usted tiene algo que ofrecer a cuantos en la
Tierra se sienten pequeños, asustados y culpables. Les dice que tienen razón en
estar asustados y entonces se enorgullecen. Les dice que las fuerzas que los ame-
nazan están por encima de la comprensión y así los consuela de su ignorancia. Les
dice que el enemigo es irresistible y pueden agruparse aterrados. Pero al mismo
tiempo, usted se mantiene al margen, como indicando que es el único en situación
de protegerlos.
—Bueno —intervino Phillipso—, puesto que vienen a tratar conmigo ¿no es así?

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—No —dijo Hurensohn tajante—. Protección presupone ataque. Y nadie va a
atacar. Hemos venido a ayudarlos. —A liberarnos —apuntó Phillipso.
—Sí. ¡No! —por primera vez Hurensohn parecía irritado—. No me haga caer en
esas trampas. Liberar, significa dar la libertad. Y lo que usted quiere decir es lo que
los rusos hicieron con los checos.
—Bueno —dijo Phillipso en tono apaciguador—. Nos quieren dar la libertad.
¿Libertad de qué?
—Queremos librarlos de la guerra, de las enfermedades, de la pobreza, de la
inseguridad.
—Sí —reconoció Phillipso—. Resulta ingenuo. —Y usted no lo cree.
—La verdad es que aún no lo he pensado —respondió el otro—. Quizá puedan
hacerlo. ¿Qué pretenden de mí?
Hurensohn alzó las manos. Phillipso parpadeó al ver que en una de ellas
aparecía "El Hombre que Salvó la Tierra" y en la otra "No debemos Rendirnos".
Comprendió entonces que los ejemplares estarían en la nave. Se calmó su naciente
irritación para dejar paso a una satisfecha vanidad.
—Esto —dijo Hurensohn—. Deberá retractarse.
— ¿Cómo, retractarme?
—Paulatinamente. Usted va a escribir otro libro, ¿no es cierto? Sería necesario,
claro.
Puso cierto énfasis en el necesario y a Phillipso no le hizo gracia. Hurensohn
continuó:
—Podría hablar de nuevos descubrimientos. Revelaciones, si lo prefiere, que
usted ha sabido interpretar. —No podría hacerlo.
—Iba a tener los mejores colaboradores de este mundo. E incluso de cualquier
otro.
—Bien, ¿con qué propósito?
—Para eliminar el veneno de sus embustes. Para que podamos mostrarnos sin
que nos reciban a tiros
— ¿No pueden protegerse contra eso?
—Contra las balas, desde luego. Pero no contra quienes oprimen los gatillos.
—Supongamos que les hago caso.
—Ya se lo he dicho. No habrá pobreza, inseguridad, crimen...
—Ni Phillipso.
— ¡Ah, ya! ¿Quiere saber qué va a ganar con todo eso? ¿Es que no se da
cuenta? Hará posible un nuevo Edén, el esplendor de toda la especie, un mundo en
el que los hombres reirán, trabajarán y amarán, realizándose por completo, donde
los niños crecerán sin miedo y donde, por primera vez en su histo ria, los seres
humanos van a entenderse cuando hablen. Usted podría conseguirlo; sólo usted.
—Lo imagino —dijo Phillipso> pensativo—. Todo el mundo en el parque
municipal y yo con ellos, dirigiendo la contradanza. No sería capaz de vivir así.
—Se ha vuelto" muy arrogante, Mr. Phillipso —dijo Hurensotin con una
amenazadora cortesía.
El escritor aspiró hondo.
—Puedo permitirme ese lujo —respondió decidido—. Le hablaré claro, espectro
—rió de un modo desagradable—. Esa es buena. Espectro. Es así como los llaman
cuando aparecen...
—...en las pantallas de radar. Lo sé, lo sé. Vamos al grano,

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—De acuerdo. Usted lo ha querido —se puso de pie—. Es usted un camelo.
Quizá sepan hacer algunos trucos con espejos e incluso escamotear los espejos,
pero eso es todo. Si yo fuera capaz de hacer una décima parte de lo que me ha
dicho, no vendría a pedir ayuda. Simplemente, lo haría. Me limitaría a tomar el
mando. Por Dios que sí.
—Seguramente —comentó Hurensohn con cierto asombro. No, era más bien
cierto desagrado.
Contrajo las pupilas. Por un instante, imaginó Phillipso que se trataba de un
simple gesto, pero entonces comprendió que era otra cosa, como una concentración
de poderes, una...
Pegó un grito. Estaba haciendo algo muy conocido, impublicable pero no
imposible. No quería, se oponía con toda su mente y su alma, pero lo estaba
haciendo.
—Cuando yo me lo proponga —aseguró Hurensohn, tranquilamente— va a
hacer usted eso mismo en el escaparate de los almacenes Bullock, al mediodía.
—Por favor...
—Yo no intervengo —advirtió Hurensohn. Reía a carcajadas, con las manos en
los bolsillos y, lo que era más grave, miraba—: Ánimo, muchacho.
— ¡Por favor! —gimió Phillipso.
Hurensohn no hizo gesto alguno, pero el escritor se sintió libre de improviso.
Se dejó caer en su silla, llorando de rabia, miedo y vergüenza. Cuando al fin pudo
pronunciar una palabra, la dijo a través de los dedos que le cubrían el rostro:
—Inhumano. Esto es inhumano.
—Puede que lo sea —convino el otro.
Esperó a que los muros de la humillación se ampliaran lo suficiente para
admitirle y permitir a Phillipso oír lo que le decía.
—Debe comprender —explicó— que no hacemos cuanto está a nuestro alcance.
Podríamos, si quisiéramos, pulverizar un planeta, hacerlo estallar o que caiga en el
Sol. En este mismo sentido, usted puede comer gusanos. Sin embargo, no lo hace ni
querría hacerlo. En su idioma, no podría. Bien tampoco podemos nosotros forzar a
la humanidad a hacer algo sin su consentimiento razonado. N o me entiende,
¿verdad? Escuche, procuraré ponerlo a su alcance. No podríamos siquiera forzar a
un ser humano a hacer algo en contra de su voluntad. A usted por ejemplo.
— ¿Y lo de antes?
Todo Hurensohn tembló de modo muy raro, como la ima gen de una pantalla
cuando se altera la proyección.
—Una simple prueba. Y costosa, debo añadir. No me repon dré de ella tan de
prisa como usted. Para explicárselo, podríamos decir que he tenido una avería —de
nuevo, aquella sensación de temblor—. Sin embargo, hay gente que ha ido mucho
más lejos para imponer una idea.
— ¿Podría negarme? —insinuó Phillipso con timidez. —Fácilmente.
— ¿Qué me harían? —Nada.
—Pero iban a seguir y...
Hurensohn asintió, en cuanto Phillipso comenzó a hablar. —Seguiríamos. Ha
hecho usted demasiado daño. Si no quiere repararlo, no tendríamos más medio que
la fuerza y a eso no recurriremos. Sin embargo, ¡cuántos esfuerzos inútiles! Cua-
trocientos años de observación. Quisiera que entendiese lo mucho que hemos
trabajado para comprenderlos y estudiarlos, sin inmiscuirnos. Claro que resultó

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mucho más fácil desde que Kenneth Arnold armó tanto escándalo con su
descubrimiento.
— ¿Fácil?

—Desde luego. Tienen ustedes un gran talento, casi genio diría, para justificar
racionalmente que rechacen lo que ven con sus propios ojos. Nos fue muy bien tras
la hipótesis del balón meteorológico. ¡Es tan sencillo imitarlo! Un poco burdo, no
obstante. Pero el favor más grande nos lo hicieron con esa' tontería de la inversión
de temperatura. Cuesta un poco que una nave espacial parezca los faros de un
automóvil vistos desde lejos o que semeje el planeta Venus, pero ¿una inversión de
temperatura? —chasqueó los dedos—. Está hecho. Nadie lo comprende y, por tanto,
lo explica todo. Creíamos tener un manual muy completo de camuflaje, hasta que
vimos el de las Fuerzas Aéreas americanas. ¿Lo ha leído usted? Incluso justifica
nuestros errores. Bueno, por lo menos la mayoría, como los de ese idiota del lago
Ness...
— ¡Espere, espere! —le interrumpió Phillipso—. Deseo saber qué he de hacer y
lo que va a ocurrir, pero "usted se limita a divagar.
—Desde luego. Tiene razón. Hablo tanto porque intento quitarme su sabor del
paladar. No es que en realidad tenga boca, con lo que un paladar me resultaría
inútil, ¿no cree? Ha sido una imagen.
—Dígame. Ese Paraíso Terrenal, ¿cuánto tardará? ¿Cómo lo alcanzaremos?
—Supongo que el primer paso ha de ser su próximo libro. Pensaré en el modo
de contrarrestar los anteriores, sin que pierda usted público. Si de improviso les
dice lo buenos y listos que somos los alienígenas, igual que Adamski y Heard, sólo
conseguirá defraudarles. ¡Lo sé! Voy a darle un arma contra los espectros, como nos
llaman. Una fórmula muy sencilla, una especie de generador de campaña. Lo
diseñaremos de modo que cualquier a pueda accionarlo y como cebo usaremos
alguna de sus anteriores tonterías... Perdón, quise decir alguna de sus anteriores
frases. Que les garantice la seguridad de la Tierra contra... los Destructores del
Mundo —sonrió, de un modo agradable—. Además sería cierto.
— ¿Qué quiere decir?
—Verá, si afirmamos que ese aparato tiene un radio de efectividad de kilómetro
y medio pero, en la práctica es de un área de seis mil kilómetros cuadrados, y
resulta barato y sencillo construirlo, aparte de que en cada ejemplar de su libro se
incluya un plano... Veamos, simularíamos que hemos violado alguna norma de
seguridad, para que los que no tienen miedo, imaginen que roban...
— ¿Aparato?, ¿qué aparato?
—Etiquetas, otra vez etiquetas —dijo Hurensohn como des pertando de su
sueño—. Espere que lo piense. En su idioma no se le conoce.
— ¿Y para qué sirve?
—Para comunicarse. Es decir, que hace posible una comunicación total.
—Pues hasta ahora nos hemos desenvuelto bien.
— ¡Tonterías! Sólo saben comunicarse con etiquetas, palabras. Sus palabras
son como una serie de paquetes colocados al pie de un Árbol de Navidad. Saben
ustedes quién los envía o pueden comprobar su peso y tamaño y, asimismo, si es
blando o si hace ruido. Pero ahí se acabó. No saben hasta que lo abren. Para eso
sirve el aparato mencionado, abrirá las palabras para que haya comprensión total.
Si cada ser humano, sin tener en cuenta el idioma, la edad, el medio ambiente,

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comprendiese exactamente lo que pretende otro ser 'humano y supiera que también
a él lo entienden la faz de la Tierra cambiaría en unas horas.
Phillipso recapacitó unos instantes.
—No se podría negociar —dijo al fin—. Ni siquiera iba a ser posible justificarse
por cometer un error.
—Se admitirían las explicaciones —advirtió Hurensohn— pero no las excusas.
— ¿Quiere decir que cada marido que tuviera un devaneo o cualquier chiquillo!
que se 'hiciese la rabona, cada fabricante que...?
—Exacto.
Sería el caos —murmuró Phillipso—. Toda la estructura de...
Hurensohn rió divertido.
— ¿Se da cuenta de lo que dice, Phillipso? Me está diciendo que la estructura
básica de su civilización son mentiras y verdades a medias, y que sin ellas se
derrumbaría todo. Y está usted en lo cierto —rió de nuevo—. Su Templo del
Espacio, por ejemplo. ¿Qué imagina usted que iba a ocurrir si su rebaño supiera
quién es en realidad su Pastor y lo que éste piensa?
— ¿Es que se propone seducirme?
Hurensohn le respondió muy serio y a Phillipso le impresionó enormemente
que usara su nombre de pila:
—Así es, Joe, lo intento con todas mis fuerzas. Tiene usted razón en cuanto al
caos, pero tal caos le llega siempre al hombre o a cualquier otra especie. Reconozco
que arrasaría la civilización, lo mismo que un huracán y que se derrumbarían mu -
chas estructuras. Pero no habría saqueadores e n ese cataclismo. Nadie iba a
beneficiarse de los que cayeran.
—Conozco un poco el ser humano —dijo Phillipso pensativo—. ? No me agrada
imaginarlo de caza, cuando yo estoy abajo. En especial, si ya no tiene nada que
perder.
Hurensohn movió la cabeza.
—Entonces, no le conoce le suficiente. No ha visto nunca la intimidad de un
ser humano, en la que jamás hay terror y que comprende y es comprendido.
Hurensohn le contempló con fijeza.
— ¿Usted sí?
—En efecto. Lo estoy viendo ahora. Lo veo en todos ustedes. Pero mi vista llega
más lejos que la suya. Podrían tener ustedes mi mismo poder; todos ustedes.
Permítame hacerlo, Joe. Ayúdeme. Se lo ruego.
— ¿Y perder lo que me ha costado tanto construir?
— ¿Perder? ¡Piense en lo que haría en bien de todo un mundo! O bien, si es
que eso significa mucho más para usted, dele la vuelta a la moneda. Piense en su
responsabilidad si no nos ayuda. Cada víctima de la guerra, cada muerto de enfer-
medad, cada minuto de dolor en un canceroso, cada paso en falso de quien padece
arterosclerosis, le pesará a usted en la conciencia desde el instante en que me
rechace. ¡Piénselo, Joe, piénselo!
Phillipso alzó los ojos desde las manos apretadas de Hurenso hn, hasta su
rostro vulgar e inteligente. Luego, más arriba, hacia la cúpula y aún más allá.
Entonces, señaló con el dedo.
—Perdone —dijo con un sobresalto— pero su nave ha quedado al descubierto.

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—Vaya —murmuró Hurensohn—. Demonios, 'Phillipso, me he puesto nervioso
y debilitado mi matriz protectora desconectando el omicrono. Lo arreglaré en un par
de minutos. Vuelvo en seguida.
Y desapareció. No es que se fuese; es que bruscamente ya no estaba allí.
Josephus Mac Ardle Phillipso paseaba como un sonámbulo por su despacho,
deteniéndose de vez en cuando ante las paredes de plexiglás, para contemplar la
reluciente astronave. Estaba bien construida, de hermosas líneas, y se veía tan
etérea como un ala de mariposa. Relucía al alcanzarla la luz anaran jada del
reflector, perdiéndose en la oscuridad cuando el rayo la abandonaba.
Phillipso apartó la vista de la nave para mirar las estrellas, y, con la
imaginación, siguió contemplando otras y otras, hasta abarcar sistemas completos,
que, desde lejos, no se distinguían. Luego, miró hacia abajo, al pie del Templo, a la
amplia terraza y a los empinados muros, y aun más allá, hacia el negro valle en
sombras. Y se dijo que si cayera desde allí sería como si sé hundiera a través de los
círculos de la huella digital de un niño. Y pensó también que ni siquiera con ayuda
del Cielo podría decir la verdad confiando en que le creyesen. Ni siquiera podría
sugerirle al editor un nuevo libro en esa línea, con la esperanza de que lo aceptara.
Estaba descalificado, él mismo se había descalificado.
Se dijo con amargura que era culpa de la verdad. La verdad y él tenían una
polaridad similar y aquella huía de su presencia, como por una ley de la naturaleza.
El prosperaba sin la verdad y nada le 'había costado conseguirlo, excepto su habi-
lidad para disfrazarla.
Sin embargo, podía intentarlo. ¿Qué fue lo que Hurensohn dijo? "La intimidad
de un ser humano, en la que no existen temores y que comprende y es
comprendido". ¿A quién se refería? ¿A algún amigo? ¿O tal vez a un hombre
famoso? (Decimos "¿Cómo está usted?", cuando no nos importa cómo están.
Decimos. "La siento", cuando no es así. "Adiós", que significa "A Dios te
encomiendo", ¿y cuántas veces es nuestro adiós una bendición? Hipocresía y
mentiras, miles a diario, con tanta facilidad que incluso olvidamos sentirnos
culpables.) —Ahora lo veo claro —dijo en voz alta. ¿Es que se refería a él? ¿Podía ver
su intimidad y decir aquello? Si era capaz de precisar tanto distinguiría sin duda
una tela de araña a veinte metros.
Dijo, recordó Phillipso, que si no quería ayudarles no harían nada. Se
limitarían a marcharse, para siempre, dejándoles a merced de, ¿cuál fue su frase?,
de los Destructores del Mundo.
— ¡Yo no mentí! —exclamó de súbito casi con un grito de alarma—. No
pretendía mentir. Me preguntaron ¿comprende?, y yo contesté, si o no, según
deseaban oírlo. Luego, no hice más que aclarar ese sí o ese no; ¡pero al principio no
era mentira!
Nadie le respondió. Se sintió muy solo. Pensó de nuevo que lo podía intentar y,
casi al instante, dijo en voz alta:
— ¿Será posible?
Sonó el teléfono. Lo miró distraído, hasta que sonó de nuevo. Algo cansado, fue
a descolgarlo. —Aquí, Phillipso.
—Hola, Bonzo, ha ganado —dijeron desde el otro extremo de la línea—. ¿Cómo
lo hizo esta vez? — ¿Quién es, Penfield?
Era Penfield, para quien el primer reportaje acerca de Phillipso había
significado el principio de su carrera. Penfield que, como jefe territorial de una

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cadena de periódicos, se dedicaba a ignorarle.
—Sí soy Penfield —afirmó aquella voz agresiva—. Penfield, que le prometió
sinceramente que sus periódicos no volverían a publicar ni una sola línea acerca de
usted y de ese camelo de la guerra espacial.
— ¿Qué es lo que quiere?
—Decirle que ha ganado, simplemente. Me guste o no, vuelve a ser noticia. Nos
están llamando continuamente. Una patrulla de F-48 ha despegado de la base. Una
unidad móvil de TV se dirige hacia ahí, para captar ese plato volador, y también otra
mucha gente. No sé cómo lo hace, pero vuelve a ser noticia. Por tanto, ¿qué cuento
me va a largar esta vez?
Phillipso miró por encima del hombro hacia la nave. El reflector naranja la
iluminó una vez más, mientras en el teléfono seguían llamándole. La luz volvió y...
Nada. Había desaparecido. La nave ya no estaba allí.
— ¡Esperen! —gritó Phillipso—. Pero se había ido.
Oyó hablar en el teléfono. Se volvió lentamente.
—Espera también tú —le dijo.
Dejó el auricular y fue a echarse agua en los ojos. Luego, lo tomó de nuevo.
—Lo he visto desde aquí —explicaba la voz lejana—. Se ha ido. ¿Qué era?
¿Cuál es el truco?
—Era una nave espacial —respondió Phillipso.
—Era una nave espacial —repitió Penfield, como si tomara nota—. Siga,
Phillipso. ¿Qué ocurrió? ¿Vinieron a verle los alienígenas?
—Pues... sí.
—Encuentro directo. Ya está. ¿Qué querían? —una pausa y, luego, irritado—:
¿Sigue ahí? Oiga, que tengo que dar la noticia. ¿Qué querían? ¿Le pidieron
misericordia, que no les atacase más?
Phillipso se humedeció los, labios.
—Pues, Sí. Eso hicieron.
— ¿Qué aspecto tenían?
—Sólo vino uno.
Penfield maculló algo acerca de tomaduras de pelo.
—De acuerdo, uno solo. ¿Pero un qué? ¿Monstruo, araña , pulpo? ¡Vamos,
Phillipso!!
—Pues no era exactamente un hombre.
—Una chica —dijo Penfield divertido—. Una chica de belleza extraterrenal.
¿Qué le parece? Antes le amenazaban. Ahora, han venido a suplicar. ¿Qué tal?
—Pues yo...
—Le citaré directamente. "Extraterrenal... y vencí la tentación".
—Penfield, yo...
—Voy a colgar, Bonzo. No puedo perder tiempo con sus tonterías. A cambio, le
haré un favor. Un aviso de amigo y, además, quiero la exclusiva de esa historia,
hasta mañana. El F.B.I. y el Servicio Secreto van a caer sobre su Templo, como
moscas en un panal. Más vale que esconda ese globo o lo que sea. Cuando obliga a
toda una patrulla de jets a despegar, la publicidad ya no resulta graciosa.
—Penfield, yo...
Habían cortado la comunicación. Phillipso se dirigió al cuarto vacío.
— ¿Lo ve? —dijo en voz alta—. ¿Ve lo que me obligan a hacer?

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Se desplomó pesadamente en la silla. Volvió a sonar el teléfono. Conferencia de
Nueva York, le dijeron. Era Johnathan, su editor.
— ¡Joe! Tenías la línea ocupada. Estupendo, chico. Vi el telediario. ¿Cómo lo
consigues? Bueno, no importa. Hazme un resumen, que saldrá mañana. ¿Cuándo
puedes entregarme tu libro? ¿Dentro de dos semanas? De acuerdo, en tres.
Retrasaré el Heming o el... bueno, es igual. Retendré el turno en la imprenta.
Adelante, que pongo en marcha la grabadora.
Phillipso contempló las estrellas. A través del teléfono, oyó el zumbido del
magnetófono. Se inclinó, aspiró hondo y comenzó a decir:
—Esta noche me 'han visitado los alienígenas. No se trata de un encuentro
casual, como la primera vez. En esta ocasión fue a propósito. Vinieron para
impedirme seguir con mi trabajo; no usaron la violencia, ni tampoco intentaron
convencerme. Fue la última arma. Una muchacha de belleza extraterrestre apareció
de entre el mecanismo de mi radar. Yo...
A su espalda se oyó un chasquido húmedo y sonoro, como el de quien está tan
furioso que no puede hablar, pero tampoco puede contenerse de escupir.
Phillipso dejó el teléfono y se volvió. Le pareció ver la silueta de un 'hombre de
cabellos claros, pero en seguida se desvaneció. También creyó ver un vivo
resplandor en el cielo, donde había estado la nave, pero no podría asegurarlo. Y
también se desvaneció en seguida.
—Estaba al teléfono —murmuró—. Tenía demasiadas cosas en la cabeza y creí
que se habían ido. No sabía que ya hubiera arreglado, lo que fuese. Pero no quise
decirlo... me proponía... yo...
Al fin se dio cuenta de que estaba solo. Nunca había estado tan solo Distraído,
tomó de nuevo el teléfono' y se lo acercó al oído Jonathan decía entusiasmado:
— y lo llamaremos "La Ultima Arma". Una buena foto de una chica que sale del
radar, desnuda. Lo que hasta ahora no has usado. Les vamos a deslumbrar, chico.
Sí, y lo importante es que tú te resistieras. Le vendrá de perillas a tu Templo. Date
prisa con el libro. Envíamelo dentro de quince días y podrás inaugurar tu Casa de la
Moneda privada.
Lentamente, sin despedirse y sin saber si el editor había concluido. 'Phillipso
colgó. Por un momento, sólo por un momento, miró hacia las estrellas y le pareció
que cada una de ellas era una vida, un brazo o una pierna rota, un corazón
enfermo, un día de angustia; y había millones y millones de estrellas e incluso
algunas eran galaxias. Todas le caían encima, por millones, y seguirían cayéndole
para siempre.
Suspiró, al tiempo que apartaba la vista, y se encaminó a la máquina de
escribir. Hizo un emparedado de cuartillas y papel carbón, lo introdujo, centró el
carro, y tecleó:



LA ULTIMA ARMA

por Josephus MacArdle Phillipso

Con facilidad, rápido y consciente, comenzó a, escribir.

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G. C. Edmonson



EL DOBLE



La creencia de que todo el mundo tiene su doble es
muy antigua en el folklore germánico y aun en otros.
Recientemente, se adaptó a la era espacial cuando una
linda morena, que se hacía llamar Vivenus, se presentó
en un congreso de especialistas en OVNIS de Nueva
York Vivenus afirmaba ser el doble de una terrícola,
asegurando que la habían enviado desde Venus para
sustituir a su sosias, al suicidarse ésta. Da la
coincidencia (?) de que el mismo año en que Vivenus
afirmaba haber llegado a la Tierra, se publicó el relato
de G. C. Edmonson ... e incluso la misión asignada
parece ser la misma.



Tras un comienzo tan esperanzador, al doctor Masón le estropearon el día. No
era posible ignorar lo que había encontrado. Sin embargo, lo merecía por burlarse
tanto del Servicio de Seguridad. Disimuladamente, miró por encima del hombro,
pero ya había desaparecido el encargado de seguirle, cosa lógica después de los
esfuerzos que hizo para quitárselo de encima.
Como Masón era soltero, había rebasado la mediana edad y no tenía tendencia
a los amoríos ilícitos, no le causó muchas molestias el hecho de que le siguieran.
Pero le irritaba.
Y, además, estaba su embarcación.
—No podemos perm itirle que se vaya solo al mar —advirtió el oficial de
seguridad—. Podrían raptarlo desde un submarino soviético.
—Sin navegar y sin trabajo —había respondido Masón y, puesto que era el más
importante en su especialidad, transigió.
El Gobierno se había a costumbrado ya a los científicos ex travagantes.
Resultaba irónico que el departamento en que Masón y sus colegas realizaban sus
trabajos ultrasecretos se denominase la Fábrica de Platos Voladores.
Al concluir un viernes no más enervante que los otros, el doctor Masón se
dirigió al puerto e izó las velas. Se sirvió una comida espartana en su camarote,
mientras la embarcación se internaba mar adentro a impulsos de la brisa. En
cuanto alcanzó el límite de alcance de los prismáticos que le vigilaban desde tierra,
puntual como siempre, el helicóptero despegó y fue avanzando a su encuentro.

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Sonriendo, el doctor Masón miró, a través de la ventanilla, el banco de niebla
hacia el que se dirigía. Al apagarse el ronquido de los rotores, supo que la niebla le
había ocultado una vez mas. Una victoria infantil, pero un hombre necesita algo por
que luchar. Encendió la pipa y exhaló unas bocanadas de humos.
¡Y ahora esto!
Al principio supuso que se trataba de una boya a la deriva Era redonda y
ligera, pero estaba limpia de crustáceos y otros productos del mar. Excitado,
comprendió lo que había encontrado, pero también que eso no existía.
Se sentó en la proa, contemplándola. Nada ocurrió. Al cabo de un rato, la ató
con un cable, lo bastante ligero para que se rompiese en c aso de un brusco
despegue. Hasta un plato volador puede resultar aburrido si el tiempo es húmedo y
malo y durante una hora no hay novedad. Vació la pipa y bajó al camarote.
Cuando se despertó, eran las ocho y brillaba el sol. En el plato se levantó una
tapa y un hombre le miró.
—Hola —dijo—. El café está preparado. Suba a bordo.
El doctor Masón se dijo que aquello no podía ocurrir, pero sin embargo,
examinó el cable. Estaba un poco gastado, por lo que lo soltó, después de sustituirlo
por uno más resistente. Luego pasó el plato.
Aquel hombre había dispuesto dos tazones de café y dos platos de tocino con
huevos. Poco después, sirvió tostadas.
— ¿Leche? —preguntó.
Masón asintió.
— ¿Azúcar?
El doctor asintió nuevamente.
Desayunaron en amigable silencio. Luego, el doctor encendió la pipa y el otro
un cigarrillo, extrañamente proporcionado.
— ¿Bien? —indagó éste.
—Iba a hacerle la misma pregunta.
— ¿No puede ser más claro?
—Pongámoslo así —dijo Masón—. Por mis estudios, sé que no es usted
terrícola. Su equipo no está fabricado en Norteamérica y su habilidad con el tocino,
los huevos y el café desde luego no parece propia de un ruso. Ergo...
—Así nos evitamos explicaciones molestas —comentó el otro satisfecho—.
Usted es Kurt Masón, la rueda principal de cierto laboratorio —era una afirmación y
no una pregunta—: Trabaja usted en exceso. De no andarse con cuidado, el mejor
día va a descubrir algo. Preferimos que no lo consiga.
— ¿Es que no pueden dejar en paz a los científicos? —gruñó Masón—. ¿A
quién representa usted?
—Fueron los científicos quienes minaron el antiguo concepto del dios
antropomórfico —dijo aquel hombre—. Cuando el pía del Júbilo se anunció en Los
Alamos, los teológicamente bien dispuestos se aferraron a los platos para formular
la hipótesis de una raza más vieja, una banda de superhombres bondadosos que les
preservarían un segundo antes de que les pulverizasen.
—Vamos... —fue a decir Masón.
—Por tanto, los nuevos ayudantes del dios no tienen alas.
Muy poco eficaz, in vacuo.
El doctor Masón se inclinó con ironía.

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—La primera vez que conozco a un ángel —dijo—. ¿Tenían razón esos;
paranoicos acerca de la raza superior?
— ¿Paranoicos? Eso no figura en mi vocabulario.
—Chiflados —aclaró Masón—. ¿Qué es exactamente lo que desea?
—Se lo voy a explicar. Me anotan cinco deméritos cada vez que alguien
estropea un planeta en mi sector. Por tanto, es hora de que usted se tome unas
vacaciones.
— ¿Puedo elegir?
—No. Mire al espejo.
Masón se acercó a uno de tamaño natural, pe momento, todo estaba borroso,
pero, de pronto, su doble salió del vidrio.
—Este le substituirá —explicó el ángel.
— ¿Y qué voy yo a hacer?
—Le buscaremos una ocupación.
—Me lo imagino —gruñó Masón. Pensó en el último indio yahi que se pasó
media vida haciendo flechas y encendiendo hogueras sin ceri llas para los
antropólogos—. ¿Es una reproducción perfecta? —indagó.
—Casi. Pero como todas las imágenes reflejadas en un espejo, está al revés.
Usted es zurdo, él no. Dudo, sin embargo, que nadie se de cuenta.
Sin avisar, Masón se inclinó sobre la mesa y golpeó al ángel con el pesado
tazón de café. El otro se desplomó al instante. El doctor se volvió entonces para
enfrentarse con su doble y de nuevo golpeó. Con la misma precisión que la imagen
de un espejo, el doble le golpeó a él. Ambos cayeron.
Cuando Masón recobró el sentido, tanto su doble como el ángel intentaban
levantarse. Tomó otra vez el tazón y administró un soporífero a cada uno.
Su embarcación seguía atada. Subió a bordo y buscó en los cajones hasta
encontrar unas cuerdas. Luego, regresó junto a los otros dos, que continuaban
desvanecidos. Los dejó igual que un par de momias. Minutos después, el sloop
corría hacia la costa, impulsado por su fuera de borda. Al cabo de una hora, al
doctor Masón le pareció ver una luz que cruzaba el firmamento, pero, puesto que
aquel bromista en Nueva York afirmaba Que las luces verdes en el horizonte DO
eran más; que meteoritos, le quedó la duda. Alcanzó la costa y se internó por la
bahía. Toda su aventura, ahora le parecía un sueño. Aquella tarde dio un largo
paseo por los acantilados, advirtiendo un poco molesto que había otro paseante que
se mantenía a distancia, pero siguiendo siempre su misma dirección.
El doctor Masón hizo aún algunas contribuciones más al programa del
laboratorio pero al fin decidieron que se había quemado. Le enviaron al primer piso.
Aunque ya no es útil en investigación, ha demostrado ser un administrador
competente. Sin embargo, no coordina como antes. Debe ser la edad. A ve ces,
distraído, escribe con la otra mano. El se pregunta si en esto puede influir el
incidente del espejo. No sabe a estas alturas si fue un sueño o es que lo leyó en
algún sitio.
A bordo del sloop guarda una lata de aceite y cuando está en alta mar, lejos de
miradas indiscretas, se quita los brazos y las piernas, para engrasarlos. A él no le
resulta raro, pero teme que los de seguridad no opinen lo mismo.

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