Verás, una vez tuve un jefe que se llamaba Antonio. De hecho, en casa
dicen que ha sido el único, pero no quiero molestar a los otros jefes
que he tenido. Sea como sea, Antonio ha sido una de las personas de
las que más he aprendido. Todavía, a pesar de los años transcurridos,
pienso mucho en él. Pues bien, resulta que en la empresa en la que
trabajábamos me encargaba de la compra de terrenos, y había uno
que me gustaba mucho. Negociamos las condiciones con el propiet-
ario y concretamos la operación. Sólo faltaba el visto bueno de
Antonio.
Fui a despachar con él con sensación de triunfo. Le enseñé el terreno,
que era una preciosidad, le planteé las condiciones, que eran muy
buenas, y quedé a la espera de su aprobación y de su felicitación por
lo bien que lo había hecho. Pero, una vez más, Antonio me descon-
certó; me dijo: “He oído que, en el futuro, por ahí podría pasar una
autopista. ¿Sabes algo?”. Con voz ligeramente temblorosa, le con-
testé: “Sí, pero no nos afectará”. Él continuó: “¿Estás seguro?”. Le
dije: “Sí”. Entonces, me contestó: “De acuerdo, compra el terreno”.
Con aire triunfal, recogí los papeles, di la vuelta y empecé a salir de su
despacho. Digo “empecé” porque, cuando estaba al lado de la puerta,
Antonio dijo: “Espera un momento. Una cosa sin importancia. Por
favor, prepara una nota, sin ningún formalismo, en la que digas que
si en el futuro pasa una autopista, que no pasará, o pasa lo suficiente-
mente cerca como para que haya mucho ruido, que no sucederá, te
quedarás tú con este terreno y el edificio que hayamos construido
encima, y lo irás pagando en plazos mensuales con tu sueldo”.
Mi cara debió de ser un poema porque Antonio, medio sonriendo, me
preguntó, el muy ladino: “¿Qué pasa, es que no estás seguro?”. Le
contesté: “Hasta ese punto, no”. Él, sin perder la sonrisa, me dijo:
“Hay que estar seguro, hasta ese punto”.
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