—¡Allí está! —exclamó—. Mira, allá arriba, esunblanco fácil.
Anda atientas como un viejo ciego. Ven... ¡vamos aejecutarlo!
Corrió gritando victoriosa. Simón laescuchó, se paralizó, yvol
teó
lacabeza para ver elterreno de lamina. Tenía lasmanos exten
didas frente aél,un pie en alto, sin apoyarlo todavía en el suelo.
Estaba en untramo peligroso, elúltimo tramo peligroso del cami
no, ysehabía desplazado con una lentitud infinita, mordiéndose la
lengua, concentrado.
Laoyó, lavio yse sintió enfermo. Seacercaba rápido; Rebeca la
seguía mucho más despacio. Cuando estuvo cerca, Ana escogió un
trozo deacero filoso yechó elbrazo hacia atrás, enposición delan
zamiento.
—¡No! —le gritó—. ¡No laavientes!
Vio eltrozo demetal oxidado volar por los aires, girando bajo el
sol. Pegó en elpeñasco, debajo de él, amás deun metro. Rechinó
demiedo, yAna corrió para acercarse más.
—¡Tira, Rebeca! —gritó, volteando a sus espaldas—. ¡Dale aese
sapo!
Cuando el siguiente trozo llegó volando, Simón se retrajo para
esquivarlo. Aun así, falló apenas por unos centímetros, menos de
una brazada. Pegó en laroca frente aél,levantado una nube depol
voytierra. Yanopodía gritar. Eltemor losofocaba.
Ana estaba cerca. Podía ver elinterior desuboca cuando gritaba.
Vio que setensaban losmúsculos de subrazo desnudo. Saltó hacia
adelante, tratando deanticipar el tiro. Cambió deidea ydioun salto
atrás, por donde había venido. Giró rápidamente en elcamino an
gosto, sevolvió para huir. Sintió que lacal bajo sus pies cedía, es
cuchó las piedras que caían, escuchó supropio grito. Tuvo laim-
120