El buscapleitos[1]

25,045 views 136 slides Jun 10, 2011
Slide 1
Slide 1 of 136
Slide 1
1
Slide 2
2
Slide 3
3
Slide 4
4
Slide 5
5
Slide 6
6
Slide 7
7
Slide 8
8
Slide 9
9
Slide 10
10
Slide 11
11
Slide 12
12
Slide 13
13
Slide 14
14
Slide 15
15
Slide 16
16
Slide 17
17
Slide 18
18
Slide 19
19
Slide 20
20
Slide 21
21
Slide 22
22
Slide 23
23
Slide 24
24
Slide 25
25
Slide 26
26
Slide 27
27
Slide 28
28
Slide 29
29
Slide 30
30
Slide 31
31
Slide 32
32
Slide 33
33
Slide 34
34
Slide 35
35
Slide 36
36
Slide 37
37
Slide 38
38
Slide 39
39
Slide 40
40
Slide 41
41
Slide 42
42
Slide 43
43
Slide 44
44
Slide 45
45
Slide 46
46
Slide 47
47
Slide 48
48
Slide 49
49
Slide 50
50
Slide 51
51
Slide 52
52
Slide 53
53
Slide 54
54
Slide 55
55
Slide 56
56
Slide 57
57
Slide 58
58
Slide 59
59
Slide 60
60
Slide 61
61
Slide 62
62
Slide 63
63
Slide 64
64
Slide 65
65
Slide 66
66
Slide 67
67
Slide 68
68
Slide 69
69
Slide 70
70
Slide 71
71
Slide 72
72
Slide 73
73
Slide 74
74
Slide 75
75
Slide 76
76
Slide 77
77
Slide 78
78
Slide 79
79
Slide 80
80
Slide 81
81
Slide 82
82
Slide 83
83
Slide 84
84
Slide 85
85
Slide 86
86
Slide 87
87
Slide 88
88
Slide 89
89
Slide 90
90
Slide 91
91
Slide 92
92
Slide 93
93
Slide 94
94
Slide 95
95
Slide 96
96
Slide 97
97
Slide 98
98
Slide 99
99
Slide 100
100
Slide 101
101
Slide 102
102
Slide 103
103
Slide 104
104
Slide 105
105
Slide 106
106
Slide 107
107
Slide 108
108
Slide 109
109
Slide 110
110
Slide 111
111
Slide 112
112
Slide 113
113
Slide 114
114
Slide 115
115
Slide 116
116
Slide 117
117
Slide 118
118
Slide 119
119
Slide 120
120
Slide 121
121
Slide 122
122
Slide 123
123
Slide 124
124
Slide 125
125
Slide 126
126
Slide 127
127
Slide 128
128
Slide 129
129
Slide 130
130
Slide 131
131
Slide 132
132
Slide 133
133
Slide 134
134
Slide 135
135
Slide 136
136

About This Presentation

Titulo: El buscapleitos
Autor: Jan Needle
Año: 2002
Editorial: SEP
ISBN: 970-18-9902-4 SEP
Tamaño: 4.76 MB


Slide Content

SQBIERN6 ML &STADO
BE «JIBIA
SECRRftRMPEO'JCAClOM
PUBLICA
OOOROINACiONGENERAl
DE FORMACIÓN
YDESARR8U.ODE DOCENTES
COORD.OEASÍUAUZACIO'
vCAPACITACI^1'

Alamemoria de
Richard Thomas Hargreaves Rosthorn

Elbuscapleitos
Jan Needle
ilustraciones deLuis Fernando Enríquez
traducción deJuan Elias Tovar Cross
Fondo deCultura
Económica Libros del Rincón
StCRfTAUlA DE
KMUCA ISEP

Elbuscapleitos

Sistema declasificación Melvil Dewey DGMyME
823
N32
2002 Needle, Jan, 1943
Elbuscapleitos /Jan Needle; ilus. deLuis Fernando Enríquez;
trad. deJuan Elias Tovar Cross.—México :SEP :FCE, 2002.
136 p. :il.—(Libros delRincón)
ISBN: 970-18-9902-4 SEP
1.Literatura inglesa. 2.Novela. 3.Literatura infantil yjuvenil.
I.Enríquez, Luis Fernando, il. JJ.Tovar Cross, Juan Elias, tr. III. t.IV. Ser.
Título original: The Bully
©Jan Needle, 2000
D.R.©Puffin, Penguin Books, Ltd., Londres, 2000
Primera edición SEP /Fondo deCultura Económica, 2002
D.R.© Fondo deCultura Económica, 2002
Av. Picacho Ajusco 227,
14200, México, D.F.
D.R.© Secretaría deEducación Pública, 2002
Argentina 28, Centro,
06020, México, D.F.
ISBN: 968-16-6749-2 FCE
ISBN: 970-18-9902-4 SEP
Prohibida sureproducción por cualquier medio mecánico
oelectrónico sin laautorización de los coeditores.
Impreso enMéxico

Capítulo 1
♦ Para los niños eraunjuego, sólo unjuego. La directora del co
legio, laseñora Beryl Staeey, veía peligros en todas partes: en las
minas de cal abandonadas donde laroca podía desmoronarse ylan
zarte auna muerte segura, en los pantanos junto almar donde mero
deaban hombres malos, en avenidas de alta velocidad que pasaban
por laescuela. La señora Beryl Staeey encontraba peligros hasta en
elpatio dejuegos, ycada ciclo escolar lanzaba numerosas adverten
cias. Para los niños era sólo unjuego.
Eljuego dehoy era acechar. Desde elmomento enque despertó,
Simón Masón había decidido tomar laofensiva, llevar laguerra al
campo enemigo. Saldría decasa temprano —lo cual sorprendería a
sumadre—, detectaría sus objetivos ylos mantendría vigilados.
Por una vez en lavida noolvidaría subolsa dedeportes, porque ne
cesitaba latoalla para esconder unarma. Eso impresionaría alseñor
Kershaw.
Elcuarto deSimón eramuy pequeño yestaba atiborrado deco
sas. Vestía laplayera desupiyama yunos calzoncillos, y para arre
glarse, simplemente sepuso los pantalones negros del uniforme es
colar yuna camisa gris sobre laplayera amarilla. Su bolsa dede
portes estaba endonde lahabía dejado lasemana pasada, con todo

ylatoalla. No, nohabía sido lasemana pasada, lasemana pasada la
había olvidado ylohabían mandado acasa. Simón levantó latoalla
enrollada ylaolió: fatal.
—¡Simón!
Lavoz desumadre eraaguda ysubía por laescalera desde laco
cina. Eltelevisor estaba encendido enuna nota más grave yprofun
da.Respondió con un grito triunfal:
—¡Ya me levanté, yame levanté! ¿Está bien?
El cuarto estaba lleno dearmas que cubrían el piso. Había una
ametralladora que casi parecía real amedia luz, yunrevólver enor
me que lehubiera funcionado perfecto aArnie Schwarzenegger, a
no serporque tenía elcañón doblado. Pero tenía ese artefacto de ar
tes marciales que era deverdad: elllavero asesino. Simón lolevan
tó,negro ypulido, ysintió supeso. Sí, era genuino, sin duda. Su tío
George se lohabía regalado en sucumpleaños. Con élpodías darle
unbuen piquete aalguien, pero Simón suponía que debía servir pa
raalgo más, que de algún modo debía ser unarma asesina. El tío
George lehabía prometido averiguar cómo funcionaba.
Sin embargo, por ahora bastaría con dar unbuen piquete. Sin de
searlo, Simón vio un rostro frente asus ojos, elrostro deuna niña
con cabello rubio. Sin desearlo, apretó los dientes yempezó are
chinarlos. Ella era elblanco.
—¡Simón! Vamos, amor, que llegarás tarde. Sé que no tehas le
vantado; no tevaadartiempo dedesayunar.
Simón rió mientras envolvía elllavero en la toalla. Sintió elbulto
mugroso, sintió los tenis que tanto detestaba. Odiaba laescuela ente
ra, pero loque más odiaba era laclase de deportes. Todos los niños
corriendo como idiotas, tratando deganar algo, y elseñor Kershaw

animándolos con el silbato. Quizá con éltambién ajustaría cuentas
algún día, cuando supiera exactamente cómo funcionaba elllavero.
Era unpensamiento absurdo pero placentero que lomantuvo ale
gre mientras recorría laprimera calle larga fuera de lacolonia. Era
una colonia extraña, dividida entre dos escuelas; ninguno de los
otros niños desucalle asistía alColegio Saint Michael, aunque tam
poco eran tantos. Los pocos que vivían cerca iban alaescuela que
estaba bajando lacolina, mientras que Simón debía rodearla yentrar
ala"parte bonita" de laciudad, como solía llamarla sumadre.
Cuando las calles sucias ydescuidadas quedaban atrás, Simón cami
naba entre árboles y enormes jardines; entonces seveían uniformes
como elsuyo, aunque en bastante mejor estado. Y casi siempre en
un auto. El tipo deauto con que Simón sólo podía soñar.
Pero primero —antes de las calles arboladas— Simón tenía que
bordear lamina de cal. Estaba abandonada: una tajada blanca enun
costado de lacolina. No había casas en lacalle polvorienta que lle
vaba hasta la reja, sólo alteros debasura yun auto abandonado. Se
detuvo ymiró las rejas de hierro oxidado, los edificios destartala
dos yeltiradero. Detrás detodo seerguía elrostro de cal, unpeñas
co apunto de desmoronarse, atravesado por pequeños caminos,
perforado con pozos ytúneles. Simón se sintió atraído. Amenudo
iba allí ajugar yesconderse, apartado de los niños ylos adultos, de
los partidos de fútbol ylaescuela. Amaba ese lugar. Ledaba paz y
consuelo; soledad.
Ytambién significaba problemas. Se dijo asímismo que podría
ubicar a su víctima desde alguno de los arrecifes superiores... pero
sabía que no era cierto. Desde allá podría ver elpueblo desplegado
ante él, elmar centelleante, pero no las calles cercanas, ocultas por

las casas. Hoy era día de acechar, de acechar aAna Royle ya su
hermano, yalaamiga deambos: Rebeca. Sisubía alamina de cal
los perdería de vista, y sialguien lo veía, estaría enproblemas. La
señora Stacey eramuy enérgica cuando setrataba de lugares como
lamina de cal. Eran peligrosos.
El profesor dedeportes —el señor Brian Kershaw— estaba obser
vando cuando Simón llegó alas canchas, y supo deinmediato que
algo andaba mal. Simón caminaba como extra enuna película de
espías, pegado alapared, yen cierto momento seagachó arecoger
algo del césped. Elseñor Kershaw, para divertirse, sellevó elsilba
toalos labios ysoltó un pitido corto yagudo. Muchos de los niños
que estaban cerca sedetuvieron ylovoltearon aver, pero Simón no
looyó. Elseñor Kershaw soltó el silbato y dejó que colgara de su
listón. Hora deempezar con los equipos. Ya habría tiempo para ver
qué se traía Simón Masón.
Al otro lado de laamplia extensión depasto lodoso, vio a Louise
Shaw. Esa mañana todos hacían deportes y,no obstante ser lasub-
directora, ella ayudaba con los niños más pequeños. Al ver que se
acercaba, Brian echó hacia atrás loshombros en suconjunto depor
tivo azul ylasaludó levantando una mano.
—Vaya silbato —dijo amistosa—. Procura no gastarlo todo antes
deque empiecen los partidos.
Elseñor Kershaw señaló con lacabeza lasaliente de lafachada.
—Uno de los chicos malos —dijo—. Semetió por allá atrás co
mo Jack elDestripador. Yo trataba deevitar un desastre.
La señorita Shaw volteó aver. Para entonces sehabían empeza
doaformar varios grupos deniños. Reconoció auno.
10

—No lo dirás por David Royle —dijo riendo suavemente—. A
sumadre no legustaría saber que lohemos llamado "chico malo".
Además viene con laguapa Ana ycon Rebeca Tanner. ¡No parecen
ser laMafia, Brian!
Los niños desaparecieron tras eledificio.
—Me refería aSimón Masón —dijo Brian Kershaw—. El pel
mazo. Los está esperando allá atrás.
Una ligera expresión decensura sedibujó en elrostro deLouise
Shaw.
—Brian —protestó—. No lepongas apodos.
—Lo siento —respondió—. Aunque tampoco hay nadie que nos
escuche. Tú sabes que tiene problemas. Es un latoso. Creo que re
cogió una piedra al llegar.
—Lo crees, pero no losabes.
—Mira —dijo elseñor Kershaw—, séqueme heexpresado mal,
pero aun así creo que deberíamos iraver. ¿Quieres que vaya yo o
prefieres irtú?Yotengo que echar aandar tres partidos, silos tuyos
todavía noestán listos.
En efecto, había un grupo de niños que seacercaba aellos, un
mar decaras yrodillas rosadas. Louise asintió.
—Iré yo—dijo—. Seguramente no será nada.
Ana Royle erauna niña alta para suedad. Alta, segura de símisma
ymuy linda. Rebeca Tanner era su mejor amiga ysuvecina. Vivían
enun lugar más bien aislado de los demás, yquizá por esto eran
muy unidas.
Esa mañana, cuando lamadre deAna las llevaba alaescuela en
elauto, estuvieron hablado sobre elproblema que tenían con Simón
11

Masón. Lanoche anterior Ana yRebeca habían discutido elmismo
problema por teléfono, hasta bastante tarde. David, que era menor,
sehabía ido alacama más temprano que suhermana yquería saber
qué habían decidido. Como siempre, abrió laboca demás ymetió
lapata.
—¿Cómo dijiste, David? —preguntó sumadre desde el asiento
delantero—. ¿Dijiste algo sobre un pleito?
Ana lofulminó con lamirada. Ni siquiera laparte trasera de la
camioneta Volvo lesdaba espacio suficiente para hablar enprivado.
—No espropiamente un pleito, señora Royle —interpuso Rebe
caenforma educada—. Es laclase dedeportes que tenemos hoy en
lamañana. Aveces algunos niños seportan rudos, eso estodo.
—Pero esporque seentusiasman —agregó Ana, sonriéndole a su
amiga—. Yasabes cómo esexagerado David, esun llorón.
La señora Royle echó un vistazo a sus espaldas. Tenía el rostro
fuerte, como su hija, pero no tan atractivo.
—No hagas caso, David, túno eres ningún llorón. —Hizo una
pausa—. Síme lodirían, ¿verdad? Sideverdad pasaran cosas des
agradables.
Los niños sehicieron gestos. Otra vez sepreocupaba por elcole
gio. Lamadre de ella, su abuelita, jamás estuvo deacuerdo enque
ellos fueran auna escuela pública. Eran los primeros de lafamilia
en hacerlo.
—Ay, mamá —dijo Ana—. No empieces otra vez con eso. Saint
Michael esunbuen colegio ynos lapasamos muy bien.
—Además —dijo Rebeca—, tenemos aDavid, ¿no? ¡Él puede
defendernos decualquier chico rudo!
Lamujer ylas niñas rieron juntas, mientras David miraba por la
12

ventanilla, impasible, los grupos deniños que seencaminaban ala
reja.Aveces sentía que sealiaban contra él.
—Bueno —dijo laseñora Royle cuando seabrieron las puertas y
los niños seapearon—, creo que tienen razón. Pero parecen tan
tos... Están bien seguras de que...
Pero sus hijos yRebeca yacaminaban velozmente entre lamulti
tud, con lasmochilas ylosequipos deportivos volando tras ellos.
Es cierto, se dijo, parecen bastante contentos. Metió lavelocidad
alVolvo ymanejó con delicadeza entre eltumulto de niños.
Algunos parecen tantremendamente rudos, pensó.
El señor Kershaw tenía razón en cuanto ala piedra. Simón había
encontrado una bastante apropiada ylahabía recogido, por siacaso
sirviera para laemboscada. Había visto elVolvo detenerse junto a
laacera ysehabía agachado para esconderse tras lavieja saliente
de lafachada, con una mezcla repentina demiedo yemoción en el
estómago. Tenía lapiedra, yel llavero. Aunque quizá no lohabían
visto.
Pero sílohabían visto, ylarespuesta fue enextremo veloz. Si
món setropezó cuando se dirigía al lugar, tiró lamochila ytodas
sus cosas seregaron. Estaba hincado enuna rodilla cuando de pron
toapareció Ana.
—¡Está armado! —gritó jubilosa—. ¡El retrasado viene armado!
Sus fantasías de guerra yvenganza yacían en elfango, regadas
como suuniforme de fútbol mugroso. Se levantó con torpeza mien
tras David llegaba para unirse a Ana. Sintió un vacío en elestóma
go.Lacabeza rizada deRebeca apareció después, yseapostó en la
esquina, para cubrir laretaguardia.
13

—¡Simón, Simón, elbobo deSimón! —canturreaba David—. ¡Es
un retrasado!
Simón bajó lamano en laque traía lapiedra. AAna leresultaba
obvio para qué laquería.
—¡A mínome engañas! —gritó—. ¡Ya vi lapiedra! Me laibas a
tirar, ¿verdad? Eres un buscapleitos.
Rió allanzarse para asestarle un golpe. El rostro deSimón, más
bien redondo eindefenso, setorcía depavor, pero almismo tiempo
intentaba esbozar una sonrisa. Una sonrisa suplicante, para congra
ciarse.
—¡Fuchi! —dijo Ana Royle, fingiendo asco—. ¡Además eres un
lambiscón!
Caminó bailoteando hasta élyledio unpuñetazo en lacara, sin
tiendo cómo lanariz sedoblaba bajo sus nudillos. Al retirar lama
novioque lacara searrugaba. Habría lágrimas.
—¡Cuidado! —siseó Rebeca—. ¡Ahí viene lamaestra! ¡La seño
ritaShaw!
Sonaba asustada. Se les había hecho tarde, había dejado de vigi
larpor estar viendo ladiversión.
—¡El bobo deSimón! —canturreaba David, yRebeca dio un
chillido para interrumpirlo.
—¡Cállate! ¡Cállate! —era una mezcla entre susurro ygrito.
Dos segundos después, Louise Shaw entraba decidida en escena.
Pero no antes deque Ana hubiera tirado alsuelo sumochila ysu
toalla enrollada, que había desdoblado con el pie. Sehabía hincado
sobre una rodilla con una expresión deangustia en elrostro.
—¡Maestra —lloraba—, mepegó Simón, mepegó Simón!
Para los niños, era sólo unjuego... ♦
15

Capítulo 2
♦ Por una fracción de segundo, alaseñorita Shaw laescena le
sugirió una postal navideña. Simón estaba de pie, mirándola incó
modo, surostro redondo, confundido ytriste. Ana sehallaba frente
a él,con una rodilla en el suelo, volteando hacia atrás para verla,
con sulargo yrubio cabello cubriéndole lamejilla. David, pequeño
yasustado, parecía suspendido entre eltemor ylahuida, mientras
que Rebeca, unpoco más nerviosa, sonreía angustiada ycon humil
dad: elSanto Rey que trajo elregalo inservible, elmás barato. Des
pués laimagen cobró vida.
—¡Maestra! —dijo Rebeca—. ¡Yo vicuando lepegó! ¡Creo que
lalastimó!
De inmediato Ana pareció más lastimada. Hizo como si tratara
deincorporarse ynopudiera por eldolor. Rebeca corrió aayudarla.
David, dramático, señalaba aSimón.
—¡Trae una piedra, maestra! ¡Mire! ¡Allí! ¡Lapudo haber mata
do, maestra!
Simón sítraía una piedra. Una laja afilada, grande como una
manzana para hornear. La señorita Shaw notó que estaba parado so
bre elshort de suuniforme de fútbol, agregando lodo fresco alseco.
Sepreguntó porqué sumadre no lohabía lavado.
16

—Me duele lapierna, maestra —gimió Ana—. Me pateó. Creo
queme hizo daño.
La señorita Shaw avanzó, enérgica, consciente deque la situa
ción podría volverse inmanejable sino actuaba rápido. Sorprendió
aAna allevantarla deunjalón nodel todo amable.
—Tonterías, Ana. No seas exagerada. Ahora vayan acambiarse, por
favor. El señor Kershaw ylaseñora Hendry van aescoger equipos.
—Pero, maestra...
Louise lainspeccionó con ojos expertos. Tenía lodo en larodilla,
arriba de lacalceta blanca. Nada más. David, un niño obediente y
acomedido, sepuso arecoger lamochila desuhermana.
—Nada de"peros". Sitodavía teduele después de que tecambies,
tepuedo llevar alaoficina a que teacuestes unpar de horas, aver si
pasa algo. Seguro que prefieres jugar volibol un rato, ¿no esasí?
Muy asu pesar, Ana tuvo que ceder. Sin embargo, no sonrió. No
iba adejar que lamaestra ganara tan fácil, nitampoco elbobo de
Simón Masón.
—¿Pero aélqué levaahacer? —preguntó indignada—. ¿No lo
vaacastigar? No es laprimera vez, maestra.
Simón no sehabía movido. Estaba parado torpemente, unpoco
gordo, mal vestido yen cierto modo indefenso. "El pelmazo", lo
había llamado Brian. Louise sintió una mezcla desimpatía eirrita
ción. Era problemático, desde luego, siempre era problemático. Pe
roen cierto modo también era patético.
—Por eso no tepreocupes —le dijo aAna—. Cuando sepa qué
sucedió, haré loque sea necesario. Por favor levanta tumochila y
vayanse acambiar. En serio, dos niñas tan altas intimidadas por un
solo niño, ¡no séqué pensar!
17

Ana dijo fríamente:
—Espero que no esté sugiriendo que nos defendamos agolpes,
señorita Shaw. No séqué diría mi padre sise locontara. Además,
vacontra elreglamento de laescuela.
Louise los miró alejarse después de este último intercambio de
palabras. Cuando sevolvió amirar aSimón, notó que sehabía mo
vido unpoco. Había tirado lapiedra para esconderla, pero cayó so
bre lacamiseta de suuniforme de fútbol.
—Y bien, Simón, ¿qué tienes que decir atodo esto?
Dentro desucabeza, había muchas cosas que hubiera podido decir.
Pero en lugar de decirlas, envez demirarla alacara ytratar de hablar,
Simón tomó elcamino más fácil. Bajó aúnmás lamirada, seencorvó,
semovió unpoco. Aun reconociendo que sus movimientos eran de
fensivos, laseñorita Shaw se irritó.
—Mira, cariño, notengo todo eldía. ¿Quién empezó?
Recordó cómo había despertado esa mañana, sus sueños deven
ganza, de partirle lacara aAna Royle. Élhabría empezado, deha
berse atrevido.
—Mira —prosiguió laseñorita Shaw, enuntono más amable—,
novoy atacharte debuscapleitos sólo porque Ana lodiga, sieso es
loque crees. Pero tienes que decirme qué pasó. Debes responder a
mis preguntas. ¡Vamos, Simón! ¡Dime!
La maestra escuchaba asus espaldas, podía escuchar elbarullo
de los niños que se dividían en equipos. Luego oyó un silbatazo
agudo eimpaciente, y supo que era deCarol Hendry, quien pronto
seimpacientaría también con ella sinollegaba aayudarle.
—Simón —dijo—, cuando venía hacia acá escuché unas palabras.
Oíque decían "elbobo deSimón", oí"retrasado". ¿Te lasdecían ati?
18

De pronto sedio cuenta deque este niño noestaba del todo bien.
Aun parado allí frente aella con lacabeza inclinada, parecía torpe,
como siestuviera apunto de caerse. Dehecho secaía con bastante
frecuencia; tenía esa fama. También era lento para leer.Ypara es
cribir, y para laaritmética. Se dio cuenta en esemomento deque
nadie lohubiera podido llamar unmuchacho con suerte.
Cuando volvió ahablar, sutono sehabía suavizado:
—¿Es común que esto suceda? ¿Te molestan mucho?
Los interrumpió laimpaciente señora Hendry. Apareció dedetrás
del edificio, toda brazos, piernas yprisas.
—Ay, perdón, Louise. Brian me dijo que estabas... Mira, perdón
por interrumpir pero necesitamos refuerzos en elcampo de batalla.
Louise semordió ellabio.
—Sí, está bien —respondió renuente—. Enunsegundo tealcanzo.
La señora Hendry ya sehabía ido. Simón lamiraba alrostro, co
mo siya lehubiera respondido.
—¿Perdón? —dijo Louise, por siacaso—. ¿Me respondiste?
Negó con lacabeza yvolvió a bajar labarbilla hasta elpecho.
—Pues pienso llegar alfondo de este asunto —dijo lamaestra,
apresurada—. Si teestán molestando, pienso detenerlos. ¿Pero có
movoy aayudarte sinomerespondes?
De todos modos nomepuede ayudar, pensó Simón. Nadie puede
ayudarme. Ymenos silecreen aAna Royle. Masculló algo, unalgo
que pretendía tranquilizar alamaestra, ninguna palabra real.
—¿Cómo dijiste? —preguntó laseñorita Shaw—. No teentiendo
sihablas entre dientes.
—Que noimporta, maestra —dijo—. No importa.
—Hhm —resopló Louise. ♦
19

Capítulo 3
♦ Por instrucciones de suhermana ylaamiga de ella, David se
acercó aSimón en el vestidor, después de deportes, apreguntarle
qué lehabía dicho laseñorita Shaw. David letenía miedo aSimón,
pero allí, parado encalzoncillos, noparecía muy amenazador.
—Me dijo Ana que tedijera —advirtió David, envalentonado—,
que sinos acusas tevas ameter enun super problema, ¿entiendes?
¿Qué pasó?
Simón trató deno hacerle caso. David ya sehabía vestido, toda
vía tenía elcabello húmedo ybrillante por laducha. Simón había
llegado tarde alas regaderas, yelagua lehabía tocado fría. Se ha
bía limpiado logrueso del lodo con latoalla.
—Oye, tú—dijo David. Élya traía los zapatos puestos y Simón
estaba casi desnudo, asíque se sentía bastante seguro—. ¿Qué te
dijo? ¿Zoquete?
—Nada —respondió Simón. Se metió lacamisa por arriba, tra
tando deesconder lacara.
—No lehabrás dicho que fuimos nosotros, ¿verdad? ¿No leha
brás contado mentiras?
—No ledije nada —respondió elrostro que ahora salía de laca
misa—. Déjame enpaz.
20

La multitud en elvestidor iba desapareciendo. Pronto empezaría
otra clase.
—Pues más tevale —concluyó David, sinconvicción—. Me di
joAna que te advirtiera. Sihay cualquier represalia, peor para ti,
¿entiendes? ¿Entiendes?
Por encima del hombro de David, Simón vio alseñor Kershaw
enfocarlos. Empezó adar tirones frenéticos asupantalón, tratando
de subírselo.
—¡Ey, tú!—exclamó elprofesor dedeportes—. ¿Por qué no te
has vestido? Tienes elpelo seco. ¿Ya teduchaste?
Una sonrisa cruzó elpulcro rostro deDavid al alejarse. Se hizo
más amplia cuando escuchó que elseñor Kershaw empezaba agri
tar.
—¡Sucio! ¡Tienes elpecho sucio, las piernas sucias, laropa su
cia! ¡Dame latoalla, muchacho!
David oyó elruido de algo metálico que caía alpiso, ydespués
un silencio. Los muchachos que aún quedaban en elvestidor seha
bían quedado mudos, no les fuera atocar aellos después. Eltimbre
devoz del señor Kershaw había cambiado.
—¿Y esto qué es?Cayó de tu toalla. ¿Qué es,muchacho?
David sedetuvo, curioso. Al volverse, vio eltrasero azul brillan
te del señor Kershaw, sobresaliendo de debajo deuna banca. Si
món, junto almaestro, parecía tener frío yestar ansioso; apretaba*
toalla contra supecho. 4
—Es unkubutan, ¿verdad? —el profesor dedeportes sehabía
corporado ysostenía en lamano una pequeña varilla decolor
que pendía deuna argolla plateada—. Esunarma
dad? COORDINACIÓN GENERAL
DE WRMACION
fDÉSARRÍU.0 DEDOCENTES.
"O0RD.0EAWUÁÓ2ACI0K

Todas las miradas sevolvieron hacia él, yenun instante sedio
cuenta de ello. Alzó lacabeza yrugió:
—¡Y ustedes! ¡Terminen deuna vez ylargúense! ¡Todos! ¡Si no,
todo elgrupo sequeda castigado media hora después de lasalida!
Empezaron aescabullirse, con David alacabeza. ¡Un arma peli
grosa! ¡Simón Masón tenía unarma peligrosa! ¡Esperen aqueAna
yRebeca losepan!
Simón, mientras tanto, respondía alapregunta del señor Kers-
haw con lahonestidad deque era capaz.
—Perdón, señor, pero no losé—dijo.
La noticia deque Simón sehabía metido enmás problemas fue co
mo unbálsamo para Ana yRebeca, aunque elaspecto del "arma
mortal" no lasimpresionó mucho.
—Exactamente, ¿qué era? —preguntó Rebeca—. Me parece un
disparate.
David noestaba seguro.
—Kershaw se loescondió en lamano —respondió—. No quería
que losdemás losupiéramos. Pero estaba furioso, va ahaber pro
blemas, de veras, problemas serios.
Los tres estaban en elpatio dejuegos. Era elrecreo. Aunque Ana
jamás lohubiera admitido, estaban malhumorados yseescondían.
No querían ser observados por ningún profesor, ymucho menos
por laseñorita Shaw.
—Pues bueno —dijo—. SiKershaw leestaba dando una regañi-
za,nocreo que nos haya acusado. Ya esalgo.
—Lo llamó algo —dijo David depronto—. Uncubo Rubik oal
go así.Un cubi-no-sé-qué.
22

—Eres un tonto —resopló Rebeca, irónica, pero sonriente, como
amistosa—. Uncubo Rubik. ¡Cómo crees!
Elrostro deAna sehabía ensombrecido. Pensaba enalgo serio.
—Fuera loque fuera —reflexionó—, significa que Simón Masón
estaba armado, así que estamos salvados. Nos iba aatacar ytuvi
mos que defendernos. Fue endefensa propia.
—También traía una piedra —señaló Rebeca—. Hasta labruja
deLouise lovio.
Lentamente, empezaron arecorrer elcamino asfaltado que atra
vesaba elpatio. Elrostro deDavid senotaba asustado.
—De todos modos, nopueden echarnos laculpa anosotros ¿ver
dad? —preguntó—. ¿No levan acreer alretrasado deMasón?
Ana sedio cuenta deque suhermano debía tener razón. Nadie
iba adudar de supalabra para creerle aunniño mugroso ymalvado
como él. Sintió una punzada de furia.
—Es un estorbo —se quejó—. Un maldito estorbo. Quizá debe
ríamos quejarnos por lodelarma mortal. De haber podido, nos hu
biera hecho daño. Podría habernos lastimado bastante.
—Con sucubo Rubik explosivo —añadió Rebeca, casi burlona.
Ana sonrió irónica.
—No lebusques, pequeña —dijo, imitando unacento norteame
ricano de latelevisión—. Ni siquiera labruja puede defender aun
niño que anda armado, ¿verdad?
David, sacando sus propias conclusiones, se tranquilizó.
En realidad, loúnico que hizo Louise alescuchar lahistoria del ar
ma, fue molestarse.
Elseñor Kershaw seloplaticó —con un aire entre triunfal ymis-
23

terioso— cuando caminaban juntos de vuelta alaescuela, después
del recreo.
—Lo traía en lamochila —dijo—. En realidad me sorprende que
unmuchacho tanjoven porte uno. Escosa de artes marciales.
—¿Cómo dijiste que sellamaba? ¿Un cubitón? Exactamente,
¿para qué sirve?
—Kubutan —dijo Brian—. Con "Ka". Sisesabe manejar, puede
dejar aalguien inconsciente; almenos esomehan dicho. Tiene que
ver con puntos de presión oalgo así.No séde artes marciales, no
puedo decirte exactamente cómo funciona.
—¿Y Simón Masón sí?
Lehizo gracia.
—No locreo para nada. En realidad parece un llavero, aunque
no traía ninguna llave.
—Así que difícilmente sepuede decir que sea unarma ofensiva,
¿verdad? —Estaba exasperada—. En serio, Brian, ¿no crees que es
tás haciendo una tempestad enun vaso deagua? Ni siquiera se lo
confiscaste.
Un leve rubor cruzó surostro pecoso.
—Hablé con él.Le grité. Pensé que con eso bastaría.
—Estoy segura de ello—repuso Louise, seca—. Eres famoso por
tus gritos.
Caminaron un rato en silencio. Elproblema, para elseñor Ker-
shaw, eraque amenudo ella lohacía sentirse tosco.
—¿Y cómo piensas castigarlo? —dijo, alfin—. ¿Por molestar a
las niñas? Ese muchacho necesita una buena sacudida, ungolpe du
royseco. Podría llegar aconvertirse enunmalhechor.
Caminaban elúltimo tramo antes de llegar alaescuela. Era un
24

lugar apacible, casi rural, con algunos niños aquí y allá, limpios y
tranquilos en sus uniformes. Para nada era un criadero demalhe
chores, pensó Louise.
—Ay, pues no sé—suspiró—. La cuestión esque no estoy con
vencida deque élsea elculpable. En realidad nome lopuedo ima
ginar como unbuscapleitos rabioso.
—Pero sítraía una piedra para aventársela. Yresultó que hasta
unkubutan.
—Lo sé.Y laadorable Ana Royle dijo que lahabía tumbado al
suelo yluego lediouna patada. El problema esque noestoy segura
deque sea verdad.
Casi habían llegado alareja de laescuela. El señor Kershaw se
detuvo ylamiró, intrigado. Ella también sedetuvo.
—La "adorable Ana" —citó—. ¿No tecae bien?
Louise seencogió dehombros.
—Le cae bien atodos. Pero eso no significa que deba creer en
todo
loque dice, ¿o sí?Tengo mis dudas, eso estodo.
—Sin tener lamenor prueba, aunque por otro lado...
Louise se rió de él.Entró por lareja yechó aandar de prisa por
elpatio.
—Aunque Simón sea un buscapleitos —dijo—, voy adarle el
beneficio de laduda. Si loque pasó en lamañana fue culpa suya o
no, loimportante esque nadie salió lastimado. Quiero ver si res
ponde aunbuen gesto. Tengo una sorpresa.
—¿O sea?
—Espera yloverás —concluyó. ♦
25

Capítulo 4
♦Laverdadera sorpresa, sinembargo, resultó ser lareacción de
los niños a su plan. La sonrisa dedisculpa con laque interrumpió la
clase de laseñora Earnshaw sedesvaneció ensegundos.
—Siento interrumpir —dijo, aunque laclase había prácticamente
terminado—, pero quiero nombrar alpróximo encargado de las
mascotas.
Los niños seemocionaron bastante yempezaron ahacer ruido,
ya que eraunpuesto que todos anhelaban. Era unpremio, un privi
legio, otorgado de vez en cuando aaquellos que sehabían portado
muy bien, oque acababan de salir del hospital, oque eran nuevos
en laescuela yno tenían amigos. Hacía varias semanas que no ha
bíaunencargado.
—Ahora cálmense —prosiguió—. No hevenido para escoger a
nadie, eso ya lohehecho, sólo hevenido adecirles. Simón, por fa
vor levántate, quiero que tú...
Pero los gritos larebasaron ysuvoz seperdió por completo.
Cuando Simón sepuso de pie, losdemás también separaron, gri
tando furiosos.
—¡¿Simón Masón?! ¡¿Cómo él?! ¡Maestra, maestra! ¡Debe estar
bromeando! ¡Pero siesun idiota, maestra!
26

Ésas fueron las frases que pudo entender. Más bien era puro rui
do, un flujo violento de iraproveniente de treinta ytantas gargan
tas.La señorita Shaw sehorrorizó.
La señora Earnshaw, una mujer mayor, más estricta, golpeaba su
escritorio con un libro. Estaba roja de ira.
—¡Deténganse! ¡Basta ya! ¡Tú! ¡Richard Harvey! ¡Tania! ¡Sién
tense deinmediato!
Elruido cesó ytodo elgrupo —incluyendo aSimón— se sentó.
Louise diounpaso alfrente, con firmeza. Carraspeó.
—Bien —dijo—. Me pregunto qué sucede. ¿Alguien me quiere
decir? ¿Hay alguien que quiera decirme frente afrente por qué no
está de acuerdo con loque dije?
Los niños seavergonzaron. Atodos les agradaba laseñorita
Shaw, yse sintieron avergonzados. Simón estaba encorvado, miran
do lasuperficie de lamesa que compartía con otros tres niños. Pa
recía tan desdichado que por unmomento Louise tuvo miedo. Qui
zás era cruel señalarlo. Quizá se sentiría mejor silodejaba seguir
siendo invisible enmedio de lamultitud.
Pero yahabía empezado. Más levalía concluir, ylosabía.
Tengo que decirles —añadió— que suarrebato me pareció in
tolerable. Ni siquiera sedetuvieron para dejarme terminar, ni si
quiera saben qué les iba adecir.
Richard Harvey, en laprimera fila, levantó lamano deinmediato
yabrió laboca, ansioso por decírselo. La señora Earnshaw golpeó
denuevo con ellibro ysus labios secerraron lentamente. Pero una
voz socarrona dijo alfondo del salón:
—Nombrar encargado aese mentecato, aese retrasado...
Laseñora Earnshaw sepuso rígida, pero erademasiado tarde. Un
27

estallido de risas recorrió elsalón. Las maestras esperaron aque pa
sara con una expresión severa. No podían hacer nada más.
Cuando terminó, Louise dijo tajante:
—Simón, no quiero hablar contigo enfrente de estos niños ton
tos. Ven conmigo.
Simón obedeció, reacio, ruborizado y avergonzado. La señorita
Shaw también sehabía puesto roja; estaba arrepentida, debió haber
lopensado mejor.
Pero cuando viocómo lomiraban los niños, con ojos endureci
dos por laaversión, seconvenció deuna cosa: siSimón eraunbus-
capleitos, sideverdad atacaba alos demás, era evidente que tenía
una razón para hacerlo. Recibiría más afecto del gerbo yloscone
jos que desus "amigos" de laclase, pensó. Probablemente hasta de
lospeces del estanque.
Al salir, observó que David Royle secuidaba denomirarla alos
ojos.
ElColegio Saint Michael era una escuela pequeña, yantes deque
pasara latarde, las noticias —y lareacción— habían corrido como
reguero depólvora. No sólo elgrupo deSimón estaba molesto yes
candalizado, sino todos los niños. En elpatio, Louise escuchó mur
mullos, ylegritaron algunas palabras desde las esquinas oatravés
de puertas cerradas: Simón Masón era un papanatas, un tonto, un
vándalo.
En cierto momento seencaminó hacia ungrupo donde había una
niña más bien alta yrubia; Louise sabía que laobservaban. Elgru
po sedispersó, ylaniña rubia resultó serAna Royle con suamiga
Rebeca yalgunas compañeras. Lamiraban fijamente, con ojos se-
28

veros y una expresión casi adusta, hasta que ella lesdevolvió lami
rada.
—¿Sí, Ana?
Ana pareció sorprendida.
—Nada, señorita. Sólo estamos platicando, nada más. Estamos
esperando amihermano.
De hecho, David ledio lanoticia aAna, yella sepuso furiosa.
Para ella fuecomo un insulto, como una bofetada.
—Así que lecree —siseó—. ¡Cree que élesinocente ynosotros
somos culpables! ¡Escuchó laevidencia ydio su veredicto! ¡Pues
yaveremos!
—No sé—respondió David—. A lomejor sólo quiere serama
blecon él.
—¡Estúpido! Cree que somos unos mentirosos. Le cree aese
tramposo, aese buscapleitos, ycree que nosotros somos los menti
rosos.
—Pero esun pobre niño tonto —dijo Rebeca, incómoda—. Es
unpapanatas.
—Ya verá —añadió Ana—. No nos corresponde decírselo, ¿ver
dad? Ya locorroborará laseñorita Shaw.
Incluso en elsalón demaestros —para indignación de laseñorita
Shaw— flotaba elsentimiento inconfundible deque había cometi
doun error, aunque nadie se lo dijo abiertamente. Eso no lahizo
dudar del acierto de sudecisión, yen laprimera oportunidad buscó
aSimón para repasar en detalle las reglas ydificultades de latarea.
Después de sutemor inicial, estaba contento yhalagado deque lo
hubiera escogido. Dijo que amaba alos animales, pero que en su
casa no lepermitían tener mascotas.
29

—Eso esalgo que quería preguntarte —dijo Louise—. Normal
mente nohace falta pedir elpermiso de los padres para este trabajo,
pero sítedas cuenta deque vas allegar acasa unpoco más tarde,
¿verdad? Arreglar alasmascotas sólo tetomará diez minutos cada
tarde. ¿Pero siteestán esperando tuspapas?
Algo atravesó su rostro, una sombra, ylamentó nohaberlo verifi
cado. Lamayoría de los niños de laescuela vivían con ambos pa
dres, pero uno nunca sabe. Simón no dijo nada.
—Está bien, señorita —respondió—. Casi siempre me voy aju
gar un rato antes deirme acasa atomar el té. Mi... No habrá nin
gún problema sisalgo unpoco más tarde.
—Bueno. Tequería pedir que empezaras hoy mismo, ¿está bien?
Al toro por los cuernos, como dicen. ¿Alguna vez has cuidado ani
males?
Jamás lohabía hecho, asíque ella ledio unbreve repaso de sus
deberes. Lo llevó alcuarto de las mascotas, que seencontraba en el
centro de materiales, apoca distancia del edificio principal, y le
mostró las bolsas decomida, laalacena donde seguardaban los ta
zones para elagua, elfregadero para lavar los platos, el costal de
viruta para cuando limpiara las jaulas, ylos botes de cartón con la
comida para peces. Simón sedetuvo ypasó una eternidad contem
plando algerbo ensuenorme jaula deplástico transparente.
—¿Te gusta? Esadorable, ¿verdad?
Lentamente volvió los ojos hacia ella, como sino quisiera apar
tarlos del gerbo, ylos tenía llenos de luz.
—Sí —respondió por fin—. Esmuy listo.
De nuevo, Louise adoptó untono práctico.
—Ahora, ¿ves esta tapa de plástico? —preguntó—. Esto es lo
30

más importante. La quitas para darle decomer ypara limpiar la
jaula, claro, pero tienes que volver a ponerla; es vital. ¿Me entien
des?
—Sí —dijo—. Por favor, señorita, ¿puedo tocarlo?
La señorita Shaw se rióunpoco. Sumente estaba enfocada en el
gerbo y noen ella.
—Simón, concéntrate. Claro que puedes tocarlo; cuando eres el
encargado, puedes jugar con todos los animales, ¿pero me estás es
cuchando? ¿Qué tienes que hacer cuando hayas terminado con el
gerbo?
—Poner la tapa, señorita —contestó Simón deinmediato—.
¿Cómo sellama, señorita? ¿Puedo ponerle unnombre?
—Bueno, pues oficialmente no tiene nombre. La señora Stacey
cree que esimportante que los animales estén aquí para estudiarlos
ynopara antropomorfizarlos. ¿Sabes qué quiere decir eso, Simón?
No, ¡claro que no!
Se volvió areír, más fuerte que antes. En su opinión, laseñora
Stacey tenía ideas bastante extrañas, pero era su privilegio como di
rectora. Simón volteó averla cuando se rió, pero no entendió por
qué.
—¿Pero puedo ponerle uno? —repitió—. Quiero ponerle Diggory,
¿está bien?
—Por mí—respondió Louise—, estámuy bien. Creo que Diggo
ry esunnombre estupendo, encantador. Mira, más vale que regre
semos, yahas perdido lamitad de laclase de latarde yme van a
matar. Puedes volver alrato para que sehagan amigos como debe
ser. Pero, por favor, noolvides poner latapa. Nunca loolvides.
—No, señorita —tenía lacara contra elplástico, ysurespiración
31

loempañaba—. ¿Por qué, señorita? ¿Se escaparía? No querrá esca
parse mientras yo locuide.
Su rostro había cambiado. Tenía un resplandor, una especie de
brillo que ellajamás había visto.
—No creo que quisiera escapar —respondió—. Pero no espor
él, sino por Butch. Es un gato muy lindo, pero sigue siendo un gato.
Es un oportunista.
Simón no conocía el significado de esa palabra, pero sequedó
atónito.
—¡No podría ser tan malvado! —dijo, sin aliento—. Diggory es
tan... estan pequeño.
—Sí. Para Butch esun bocadillo. Así que no dejes sujaula desta
pada, ¿de acuerdo?
—¡Lo mato! —dijo Simón. Parecía muy alterado—. ¡Es horri
ble! ¡Sihace eso, lomato!
—¡Simón! —exclamó laseñorita Shaw enforma brusca. Él la
miró alos ojos. Después deunmomento se leaclaró lamirada y
parecía apunto de llorar.
—Simón —repitió, enuntono más suave—. Los gatos son gatos
ylos gerbos son gerbos. No piensan, no son seres humanos, viven
por instinto. SiButch secomiera aDiggory, no sería culpa de
Butch, ¿entiendes? Sería culpa tuya por haber dejado lajaula desta
pada.
No sería culpa deButch nidenadie más, sino tuya. ¿Está cla
ro?
Simón lamiró con rebeldía unos segundos. Después asintió.
—Nunca dejaré lajaula destapada, señorita —afirmó—. Se lo
aseguro. ♦
32

Capítulo 5
♦ Cuando Brian escuchó sobre la"reacción vil" de los niños al
plan deLouise, no sesorprendió enabsoluto.
—Me quedé helada —dijo por enésima vez—. En serio, Brian,
fue horrible. Ladraban como una jauría de perros. En todos mis
años como maestra nunca había visto nada igual.
Estaban casi solos enun salón del bar cercano alaescuela,
adonde iban los maestros. Muy asupesar, Louise esperó hasta que
Simón saliera del centro de materiales yse fuera acasa. El señor
Taylor, el vigilante, hubiera revisado de cualquier modo pero ella
quería cerciorarse. Simón había pasado casi media hora con los ani
males, y ella seempezaba apreocupar.
Al verlo irse, sin embargo, toda preocupación se disipó. Aún se
veía feliz, como siflotara en el aire. Miró entorno con cuidado, co
mo sitemiera una emboscada, ycerró lapuerta del centro al salir.
Louise sehabía ocultado en lapenumbra de lacocina, para que no
la viera. No quería que fuera apensar que loespiaba, aunque eso
era loque hacía.
—Bueno —dijo Brian, cauteloso—, túsabes que los niños pue
den sermuy crueles. En cierto modo soncomo animales, ¿no crees?,
sisabes aloqueme refiero.
33

Ella lomiró bastante seria. Aveces, Louise eramuy susceptible.
—No estoy muy segura.
—Bueno —agregó Brian—. Déjame explicarte con una historia.
Una vez mi tía tenía unganso que nació deforme. Tenía las alas al
revés; secaía cuando trataba de volar. Ella loquería mucho, lo te
nía separado de los otros gansos yledaba las mejores sobras. Pero
encuanto lometió con los demás, loatacaron sin piedad. Al final,
tuvo que matarlo antes deque lomataran ellos. Sumétodo fuemu
chomás rápido que una muerte apicotazos.
Elrostro ovalado permaneció serio.
—Espero que no estés sugiriendo que letorzamos elpescuezo al
pobre deSimón —dijo—. En serio, Brian, aveces eres de lomás
dramático. Son niños, nouna parvada degansos.
—Claro —replicó Brian—. ¡Aunque hay algunos que secomportan
igual! Loúnico que digo esque son realistas, eso estodo. No sehacen
losdisimulados, nofingen como los adultos, responden deuna manera
totalmente honesta. Siperciben aljoven Simón como un... como un...
—¿Ganso deforme? Ay, Brian, por favor.
Entonces Louise suspiró yledio untrago asucopa.
—Sí, entiendo loque quieres decir —dijo—, yése es elproble
ma. Lollaman "elbobo deSimón", ledicen cosas peores. Supongo
que así escomo loven. Además siempre seestá tropezando. Es el
niño más torpe que he visto. Pero noesculpa suya.
—No, no essuculpa —respondió Brian—. Pero tampoco es cul
pade los otros sireaccionan ante loque ven. Túmisma sabes lo di
fícil que esresponderle aunniño que no es atractivo. Esuna de las
cosas más difíciles de ser maestro. Sihay unniño que siempre tiene
lanariz sucia, oque esapestoso, osimplemente feo... es difícil que
34

tecaiga bien. Está comprobado, no esuna idea mía; esinjusto pero
cierto. Si alos adultos les resulta difícil sobreponerse aesto, para
los niños debe ser casi imposible.
Ella no discutió; revolvió los hielos en elfondo desuvaso yhu
boun rato de silencio.
—En fin—concluyó Louise—. Siesun buscapleitos, medoy de
topes. Jamás había visto aningún niño responder como élcuando
lo llevé con los animales. Fuemuy conmovedor. ¿Qué quieres be
ber? ¿Otro tarro deoscura, omedio?
Éldecidió tomar medio ysequedó pensando en supróxima frase
mientras ella sedirigía alabarra. Lo cierto —se dijo— esque bus
capleitos ovíctima, Simón Masón esuncaso perdido: esunblanco
natural para lasbromas yataques de los niños. Si éllos atacaba, co
mo había dicho antes, seguramente era porque ellos loatormenta
ban pero, ¿eso qué? Así sepodía explicar, mas noexcusar. Yestaba
dispuesto aapostarle aLouise que siconfiaba en él, loecharía todo
a perder tarde otemprano... yengrande.
Cuando Louise volvió, los dos empezaron ahablar almismo
tiempo. Él lecedió lapalabra.
—Sólo iba adecir —dijo Louise— que siSimón no es elbusca-
pleitos...
—...entonces esAna Royle —completó Brian lafrase—. Ése es
elacertijo, ¿verdad? Y elproblema.
Louise alzó suvaso enunbrindis burlón.
—Precisamente —dijo.
Después deatender alos animales, Simón corrió acasa, lleno de fe
licidad,
acontarle asumadre. Esa tarde nisiquiera loatrajo lacalle
35

que llevaba alamina. Se sentía diferente, entusiasmado. Estaba se
guro de que sihacía bien su trabajo, laseñorita Shaw lo dejaría
conservarlo, quizás demodo permanente.
Por desgracia, sumadre noestaba tan contenta. En eltrabajo ha
bía tenido un día difícil, yen elsupermercado, decamino acasa,
había tirado media docena de huevos. Lo primero que notó en su
hijo fue ellodo en lacamisa blanca; losegundo, que no traía lamo
chila dedeportes.
—¡Simón! Estás sucio. ¿Dónde está tuuniforme? De seguro ha
bráque lavarlo.
La emocionante historia de suamigo elgerbo sedesvaneció en
los labios deSimón. Miró susmanos demanera casi cómica, como
sien ellas seencontrara elsecreto del uniforme ylatoalla desapare
cidos. Lamente se lepuso enblanco. ¿Uniforme? ¿Cuál uniforme?
—Debe de estar... ¡Mamá! —exclamó depronto, olvidando tam
bién eso—. ¡Mamá, menombraron encargado de lasmascotas! ¡Me
dejaron darles decomer alos animales! ¡Tengo ungerbo!
Pero Linda Masón nopodía reaccionar. Se leacercó, amenazan
te,con elrostro nublado por la ira.
—¿Dónde está? —exigió—. ¡Hace semanas que no se lava esa
ropa! ¡Ay, Simón!
Elhizo por alejarse, yella deinmediato loquiso golpear. Simón
saltó tras lamesa de lacocina.
—¡Detente! —le gritó—. ¡No importa! ¡Detente!
La señora Masón estaba furiosa. Esto era loque Simón nunca
podía entender. Eracomo sipensara que hacía estas cosas paramo
lestarla, como silegustara ser olvidadizo. Quería acercarse ypedir
leque secalmara, pero tenía miedo. Aunque no tenía fuerza para
36

lastimarlo, lepegaba duro yaélno legustaba. Aveces éltambién
seenojaba ysejaloneaban yrevolcaban como dos gatos. Detestaba
eso.
—¡Voy afuera! —le dijo—. ¡Voy afuera hasta que tecalmes! ¡Es
una estupidez, una tontería...!
Ella se leabalanzó, pero Simón corrió por elpasillo hasta salir a
lacalle. Laseñora Masón no losiguió y,unminuto después, Simón
seasomó por laventana de lacocina. Sumadre estaba de piejunto
ala estufa, con una mano apoyada en la repisa; se veía pálida y
cansada. Supo que enunminuto más podría volver adentro, asal
vo, atomar el té.
Sepreguntaba qué lahabría hecho enojarse tanto. Pensó en Di-
ggory, en losuave que era, lo lindo. De seguro que Butch no lasti
maría algo tan indefenso. No podía ser tan malvado.
Ana yDavid Royle yRebeca caminaban acasa como decostum
bre, ventilando su molestia por los acontecimientos del día, hasta
llegar alapuerta trasera decasa de los Royle. Pero para su sorpre
sa, lamadre deRebeca estaba en lacocina, tomando café con su
amiga.
—Hola, mamá —saludó Rebeca, impertinente—. ¡Quién me vaa
hacer mi té!
Las mujeres sonrieron yles ofrecieron bebidas, pero enpoco
tiempo dejaron muy en claro que era una de sus "pláticas serias".
Al parecer, labocota deDavid había hecho más daño del esperado.
—¿Cómo les fue con los buscapleitos? —preguntó laseñora
Royle, alegre—. Le conté aAbril loque dijeron esta mañana en el
auto.
37

—¡Ay, mamá! —rezongó Ana—. ¿Qué, tenemos cara deapalea
dos?
—Bueno, pues no esque traigan los ojos morados —admitió su
madre—. Pero tenemos derecho depreocuparnos.
Lamadre deRebeca asentía.
—Algunos muchachos pueden sermuy rudos —explicó—. So
bre todo los niños. Quizá crean que escosa de risa, pero sihay ni
ños que molestan alosdemás, esalgo muy serio. Esmuy común en
estos días, escasi una epidemia.
Rebeca no seinmutó.
—Yo creo que esculpa de latelevisión —dijo—. ¡Sime dejaras
ver las telenovelas, estoy segura deque sería una mejor persona!
En serio, mamá, nos tratan como sifuéramos bebés. Nosotros po
demos hacernos cargo.
—Ah, ¿pero dequé sepueden hacer cargo? —preguntó laseñora
Royle. Dejó sutaza sobre lamesa cuidadosamente, como sihubiera
hecho una observación brillante. Era un hábito que tenían en suca
sa,pensó Ana. Probablemente sedebiera aque supadre era aboga
do.
De pronto tuvo una idea. Quizá sehabían equivocado altratar de
negarlo todo. Quizás había una mejor táctica. Soltó un leve suspiro,
como sisumadre lahubiera descubierto astutamente.
—Ay —dijo—, pues quizá valga más admitirlo. Hay un niño...
Rebeca yDavid sesobresaltaron más que los adultos.
—¿Es broma? —sugirió Rebeca, insegura. Pero Ana noaprove
chó esta oportunidad para cambiar de idea.
—No, Rebeca, en serio. Síhay unpequeño problema. No tiene
caso negarlo.
39

Las madres sesintieron aliviadas yansiosas almismo tiempo. Se
inclinaron unpoco hacia adelante, en sus asientos, para escuchar
los detalles horripilantes.
—Continúa —pidió entonces laseñora Royle—. ¿Quién es ese
niño? ¿Cuál es el"pequeño problema"?
—Sabíamos que algo estaba pasando —agregó laseñora Tan-
ner—. ¡Cielos!, sacarles una palabra escomo tratar de sacar agua
de las piedras.
Rebeca yDavid intercambiaban miradas. Ninguno de ellos sabía
loque estaba pasando, pero David recibió una advertencia silencio
sadeno abrir laboca.
—Son sólo historias —dijo Ana—. Digo, en realidad no esnada
grave. Es sólo que anda diciendo cosas sobre nosotros. Que lohe
mos estado... molestando, yasabes.
Sepreocupó alver que tanto sumadre como ladeRebeca empe
zaban aenojarse.
—¡Pero qué descaro! —replicó laseñora Tanner. Sehabía puesto
deuntono rosa subido.
—¿Quién esese niño? —exigió laseñora Royle—. ¿Anda dicien
domentiras sobre ustedes? Eso estámuy mal, tendremos que hablar
con laseñora Stacey. ¿Cómo sellama?
—¡No!—chilló Rebeca.
—Todavía no—corrigió Ana suavemente—. Ay, mamá, vas a
hacer queme arrepienta dehaberte contado.
—¿David? —dijo sumadre—. Me vas aaclarar todo esto ahora.
¿Quién esese niño?
David volvió sus ojos ansiosos primero asuhermana ydespués a
laamiga. Negó con lacabeza.
40

—Mamá —protestó Ana—, creo que eso no escorrecto: David no
tiene edad para entender. Tampoco esjusto para el niño, porque
notenemos ninguna prueba.
Hubo una pequeña pausa en laque todos reconsideraron sus pa
labras. La señora Tanner miró aAna con una nueva expresión de
respeto.
—Ay, querida —concedió—. Dicho de ese modo, debo admitir
que tienes razón.
—Eres igualita atupadre —suspiró laseñora Royle—. Demasia
do justa para tupropio bien. Y tú, Rebeca... Tuvimos suerte con
nuestros hijos, Abril, mucha suerte.
¿Y yo qué?, pensó David. Yo también soy justo, ¿no? Digo, si
estas dos lo son...
Más tarde, Ana explicó por qué lohabía hecho. Rebeca locom
prendió deinmediato, pero aDavid lecostó bastante más trabajo.
—Es unseguro —le aclaró Ana—. Por siacaso labruja lecree a
ese pequeño monstruo. Opor sillega apasar cualquier cosa y él
trata deacusarnos.
David sepasó lamano por elcabello.
—Pero sinos acusa, ¿de qué sirve habérselo contado amamá?
Ana perdió lapaciencia.
—¡Qué torpe eres! Tú explícale, Rebeca, no quiero perder más
tiempo con este niño tonto.
Estaban en elcuarto de ella, separó degolpe yfue aasomarse
por laventana. El sol descendía por los cerros ypodía ver laparte
superior de los peñascos de cal, resplandecientes, blancos. Rebeca
sesentó en lacama.
—Mira —explicó—. SiSimón nos acusa ynuestras mamas ya
41

sabían que nos iba aacusar, ¿qué van ahacer cuando sepan que nos
acusó?
David pensó varios segundos.
—No losé—respondió.
—Van adecir que está inventando. Van adecir que ya les había
mos advertido que nos iba aacusar sin razón. Van adecir que está
mintiendo.
—Pero no está mintiendo, ¿verdad? No inventó nada.
—¡Pero sitodavía nopasa nada! ¡Además síhaestado mintien
do! ¡Pregúntale anuestras mamas!
David pensó que elcerebro leiba ahervir.
Rebeca agregó, piadosa:
—¿Quién va acreerle aese niño tan mentiroso? Nadie que esté
en sus cabales.
—Y ahora tenemos que castigarlo —interpuso Ana—. Alguien
tiene que hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó David—. ¿Qué hizo?
—¡Por mentiroso! —exclamó Rebeca—. ¡Es lógico, David! Eso
leservirá mucho.
Ana seapartó de laventana, sonriente, ycaminó hasta David. Lo
encaró ylomiró directo alos ojos.
—¿No entiendes que ese niño esuna amenaza? Hay que darle
una lección, ypronto.
El rostro deRebeca resplandecía.
—Y nosotros se lavamos adar—dijo—. ¿Verdad?
¡Ay, Dios!, pensó David. Pobre delbobo deSimón. ♦
42

Capítulo 6
♦Aun antes deque ladesgracia cayera sobre Simón, ladirectora
del Colegio Saint Michael había recibido un indicio deque algo
ocurría. La señora Stacey era una mujer bajita yrobusta, de ideas
firmes, que seenorgullecía alafirmar que dentro de lacerca de
alambre casi nohabía cosa que ella no supiera. Para algunos maes
tros —entre ellos Louise Shaw, lasubdirectora— esta actitud era
más bien desgastante.
A lamañana siguiente, Louise estaba enuna esquina del patio,
platicando con elseñor Kershaw, cuando vieron aladirectora salir
por lapuerta ymirar en torno, como sibuscara aalguien. El recreo
estaba por terminar.
—Va ahaber problemas —le comentó aBrian—. Teapuesto dos
auno aque alguien lefue con unchisme sobre Simón ylosanima
les. Tendrá alguna objeción ridicula, oye bien loque tedigo.
Al señor Kershaw lepareció divertida su actitud, pero conside
rando que laseñora Stacey era quien lahabía ascendido tan rápido,
pensó que rayaba en laingratitud. No obstante, élhabía constatado
que enocasiones latendencia de ladirectora ainterferir entodo no
eranada divertida.
—Ya sabes cómo es—dijo—. No legusta que las clases obreras
43

se lesalgan del redil. De seguro hadepensar que alos niños como
Simón Masón lesdan gerbos dedesayunar.
Había algo deverdad en esto. La señora Stacey quería mucho a
todos los niños de su escuela, pero era evidente que quería aunos
más que aotros. No había muchos niños de clase obrera o de fami
liasmuy pobres, pero lospocos que había no disfrutaban deningu
naconcesión. Lanorma enfatizaba lo"bien", lo"respetable", yla
señora Stacey pregonaba loque definía en las asambleas como un
"buen comportamiento ymejores modales: ¡actitud!"
Los había visto, ysubúsqueda setornó en sonrisa. Se abrió paso
entre losgrupos deniños como una lancha demotor atravesando un
mar picado. Sin hacerlo muy evidente, Brian seseparó deLouise y
seencaminó hacia los vestidores. Un niño lollamó yfue ahablar
con él.Louise preparó una bienvenida ensu rostro.
—¡Louise, teheestado buscando!
—Bueno, pues aquí estoy. ¿Era por algo enespecial?
La señora Stacey no tenía lamenor conciencia de sus prejuicios
contra cierto tipo de gente, ypor tanto aLouise lecostaba trabajo
tomárselo amal. Sinembargo sesentía cada vezmás molesta.
—Pues síyno. En realidad no sé sihago bien en decírtelo. Es
más bien una cuestión dejuicio.
Miró aLouise con ojos interrogantes, como sihubiera expuesto
claramente elasunto que quería tratar. Aunque ya lohabía adivina
do, Louise sehizo ladesentendida.
—¿Perdón? ¿Exactamente de qué...?
Los niños seguían con sus juegos, corrían yseabalanzaban. Sin
duda eran niños bien portados. Notó que Simón Masón estaba en
un rincón, bastante solo.
44

—El pequeño Simón —dijo laseñora Stacey con voz acaramela
da—. Perdón, pensé que tehabías dado cuenta. Algunos maestros...
Bueno, claro está, noesque ponga enduda tudecisión, pero...
—¿Simón? Ah, ¿se refiere alos animales? No entiendo, señora
Stacey. ¿Tiene algo demalo?
—¿Algo demalo? No, desde luego que no tiene nada de malo.
Es sólo que pensé... Bueno, varios maestros... Bueno, esque es
muy torpe, ¿verdad? Y... pues sería muy lamentable sialgo llegara
apasar. Lodigo por él, claro, nopor los vejestorios que damos cla
ses.Noqueremos que lepase nada alpobre deSimón, ¿verdad?
Louise dijo con firmeza:
—Pues no creo que debamos preocuparnos por eso, señora Sta
cey. Enmi opinión, no es tan tonto como dicen. Ydesde luego que
yo vigilaré que todo marche bien. Además elseñor Taylor pasa to
das las tardes acerrar con llave. Hablaré con él.
La actitud de laseñora Stacey seendureció unpoco.
—Corrígeme sime equivoco, pero ¿acaso noreservamos ese tra
bajo para...? No, loque quiero decir es... Bueno, esun privilegio,
¿no esasí? ¿Una recompensa por buen comportamiento?
Las mujeres semiraban frente afrente. Louise sentía que empe
zaba aenojarse, pero laseñora Stacey secontrolaba. Apretó los la
bios ynada más. Pequeñas líneas lecruzaban lapiel un tanto floja
de labarbilla.
—También escuché rumores deque esun buscapleitos —agre
gó—. Y sieso es cierto, Louise, sería enverdad muy extraño recom
pensar sucomportamiento nombrándolo encargado de las mascotas.
Adentro de laescuela sonó un timbre, yLouise miró su reloj.
Fue un alivio verque elrecreo había terminado. Sacó su silbato del
45

bolsillo de lafalda ydio un pitido. Esa breve pausa lepermitió or
denar sus ideas.
—En verdad losería —respondió—. Pero, honestamente, no ten
goninguna prueba deque Simón Masón haya tratado de lastimar a
nadie; ni lamás mínima. No séquién se lohaya dicho, pero dígales
a sus informantes que sean unpoco más cuidadosos con sus acusa
ciones, señora Stacey.
Lamejor defensa, elataque: elviejo principio. La señora Stacey,
sorprendida con laguardia baja, seruborizó levemente.
—Louise —su voz era helada—. En elSaint Michael tenemos
una tradición de inteligencia, buena educación, diligencia... ysobre
todo, de respeto por los demás. Tengo entendido que en otras es
cuelas los buscapleitos están demoda, son lalocura. Pero éseno es,
ni será, elcaso en mi escuela. Estoy segura dequeme entiendes.
—Por supuesto —respondió Louise, ocultando sudesprecio—.
Y sisorprendo acualquiera, sitengo alguna prueba, leirámuy mal.
Pero adecir verdad, creo que hay personas que tienen prejuicios
contra elmuchacho. Séque usted me tiene confianza yse loagra
dezco. Por favor confíe enmíeneste caso.
Sabiendo que no lequedaban muchas opciones, laseñora Stacey
cedió con elegancia.
—Desde luego que tetengo confianza, querida —dijo—. Des
pués de todo, eres mi subdirectora. Pero también debo escuchar a
losdemás, ¿verdad? Aunque aveces seequivoquen.
Eso fue ingenioso, porque obligó aLouise ahacer una pequeña
concesión.
—Quizá no estén del todo equivocados —aceptó, rígida—. Pero
vale lapena arriesgarse. Creo que elprincipio...
46

Dejó lafrase inconclusa, ylaseñora Stacey sepermitió una son
risa pedante.
—Por elmomento —señaló—, no diré nada más. Más vale que
metas alos rezagados, ¿no crees? Pero, querida... estaré alpendien
tede lasituación. La seguiré muy decerca.
Elcuarto de las mascotas en elcentro demateriales legustaba aSi
món casi tanto como lasmascotas mismas. Era uncuarto pequeño y
más bien oscuro, con ventanas de vidrio opaco reforzado, yolía a
conejos, pintura ycal.Cuando quitaba latapa de lajaula deDiggory
salía un olor aviruta, dulce ycomo de pino. Laseñora Shaw leha
bía explicado que alos gerbos no hacía falta limpiarlos muy segui
do, yaque siendo animales del desierto, nobebían niseensuciaban
mucho. Lo tocó con undedo: estaba calientito ysuave.
Simón sostenía latapa deplástico en lamano izquierda. Aplasta
das bajo elbrazo sostenía torpemente sumochila dedeportes ysu
toalla. Alhacer malabarismos con todo, latoalla se leresbaló ylos
tenis cayeron al suelo, uno detrás del otro. Había encontrado sus
cosas en elanexo del salón de clases donde las había dejado, aun
que todo estaba desperdigado en el piso. Elkubutan yano estaba,
pero aSimón no leimportó demasiado. No se sentía muy marcial
en elcuarto de lasmascotas.
—Espérame unmomento, Diggory —le dijo algerbo—. Vamos
adeshacernos de este mugrero.
Sepasó latapa alamano derecha, buscando con lamirada endón
de dejarla. Frente aélhabía una repisa para pinturas en polvo ycolo
res para carteles. Le hacía falta una buena escombrada, pero serviría.
Equilibró cuidadosamente lapieza de plástico moldeado, después se
47

acordó deButch ymiró en torno. "Un oportunista", había dicho lase
ñorita Shaw. Un gato atigrado deaspecto amigable que podía devorar
animales pequeños como sifueran bocadillos. Simón pensó que más
levaldría cerciorarse, por siacaso hubiera entrado sigilosamente por
su puerta especial (todas las puertas del centro tenían una pequeña
compuerta para que Butch no sequedara encerrado).
Sinembargo no loencontró en elpequeño cuarto. Antes devolver
alajaula del gerbo, Simón abrió lajaula de los conejos ycon una
escobeta barrió elpiso yechó lasuciedad en un bote de plástico es
pecial. Les puso viruta fresca, lescambió elagua yles dio decomer.
Después seguían los peces, que leparecían más bien aburridos. Para
cuando volvió con elgerbo, Diggory estaba parado sobre sus patas
traseras, tratando desubir por elmuro transparente, moviendo lana-
ricita rosada. Simón metió ambas manos alajaula bajándolas lenta
mente para no asustarlo. Empezó atronar laboca ytomó aDiggory,
lolevantó alaaltura desus ojos yledio unbeso en lanariz.
Elgerbo, según parecía, estaba muy contento. No semeneaba ni
trataba de escapar. Simón lomeció en sus manos, arrullándolo. Es
taba consciente de sentirse feliz; estaba colmado deuna especie de
placer resplandeciente. Soñaba ser amable con laseñorita Shaw,
con hacerle favores especiales, con llegar atener algerbo —más o
menos— como sifuera suyo. Loimaginaba viviendo en sucasa, en
su cuarto, imaginaba que era suyo. Se preguntaba sisumadre lo
permitiría.
Pero cuando volvió ameter aDiggory ensujaula yalcanzó la ta
pa, ésta resbaló de larepisa. Simón laatrapó, pero alhacerlo derri
bóuna lata alargada depintura enpolvo. Era inevitable, lalata esta
ba abierta; era inevitable, labolsa deadentro estaba suelta. Un cho-
49

rrodepolvo, como una cascada escarlata, cayó en lajaula, bastante
sobre Diggory, quien saltó asustado. Al hacerlo, despidió una nube-
cilla brillante depolvo rojo.
Unpequeño sonido, una especie degemido, escapó de los labios
deSimón. Cuando estiró lamano para detener lacascada, latapa
del tanque tumbó otro paquete. Un polvo azul cobalto semezcló
con elescarlata, formando una pirámide sobre laviruta depino. De
larepisa cayeron dos o tres latas de pintura, rebotando primero en
lamesa para después rodar por elsuelo ydesaparecer.
ASimón leentró pánico. El terror losofocaba; terror de loque
diría laseñorita Shaw cuando se enterara. Todos sus sueños de ser
elamo deDiggory, todas sus fantasías de tenerlo para acurrucarse
con élyacariciarlo, seesfumaron. Un sollozo subió a su garganta, a
suboca. Se tenía que ir,setenía que largar, setenía que esconder.
Pero antes de iniciar su huida, antes de salir dando tumbos del
cuarto oscuro alabrillante luz de latarde, tapó lajaula del gerbo.
Lamovió deunlado aotro yledio unas palmadas para cerciorarse
deque estuviera bien firme.
Eso esalgo que nunca olvidaría; jamás.
Afuera, en elpatio, separados del centro demateriales por una calle y
el alto alambrado, David, Ana yRebeca vieron aSimón alejarse co
rriendo. David pensó en gritarle, pero suhermana lodetuvo.
—¿Nos habrá visto? —preguntó ella después deunos momentos.
—No losé—respondió Rebeca—. No estoy segura. Cielos, ¡có
mo corre! ¿Qué habrá hecho?
Simón yaiba aunos trescientos metros, y seguía corriendo atoda
prisa.
50

—Quién sabe —dijo Ana—. Creo que deberíamos iraver, ¿no
creen?
David noestaba muy convencido.
—Puede llegar elseñor Taylor. Esmuy estricto cuando no tienes
permiso para estar allí.
Rebeca miró su reloj.
—Es demasiado temprano. Tardará por lomenos otros diez mi
nutos. Siempre cierra antes ellaboratorio ysetarda horas.
Ana yaiba amedia calle.
—Yo voto por que nos arriesguemos —dijo—. De seguro habrá
roto algo. Siempre lohace.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Rebeca—. ¿Lo vamos a
acusar?
Ana sequitó elpelo de los ojos ysonrió con malicia.
—Piensa engrande —dijo misteriosa—. Piensa en grande...
Cuando elseñor Taylor llegó alcentro de materiales veinte minutos
después, Butch estaba echado donde aún pegaba el sol, afuera, junto
alapuerta. Cuando seacercó, elgato atigrado, gordo yzalamero, se
puso de espaldas yestiró las cuatro patas altiempo que suspiraba
ruidosamente. Elseñor Taylor seagachó, dobló losdedos ylorascó
con fuerza bajo lapeluda barbilla. Butch empezó aronronear como
una podadora demotor yseacurrucó cómodamente.
—Qué vida, ¿eh? —preguntó elcuidador, hablando solo—. Eres
un suertudo, Butch. Teenvidio. ♦
51

Capítulo 7
♦ Para lamañana siguiente, cuando lecontó alaseñorita Shaw
loque había descubierto después, laenvidia del señor Taylor seha
bía convertido en pesar. Ambos estuvieron de acuerdo enque de
ninguna manera podían culpar algato: imposible pedirle quecam
biara de naturaleza. Elseñor Taylor fue inesperadamente benévolo
incluso con elculpable humano, aunque las pinturas regadas por to
do elpiso yelbote decomida para peces que encontró decabeza le
parecieron excesivos. Quizá, preguntó —sugiriendo casi— almu
chacho lehabía entrado un ataque de pánico, había tirado algo y
después había empeorado todo con sutorpeza. ¿Era posible? La se
ñorita Shaw, abatida, dijo que sí.
Veinte minutos después, cuando elseñor Kershaw llegó trotando
hasta lareja, ella aún no tenía una conclusión definitiva sobre elde
sastre. Él sedetuvo, jadeando unpoco tras sucarrera matutina, yle
preguntó qué ocurría. Enunpar de frases precisas leexplicó, yelse
ñorKershaw nisiquiera sonrió. Ni siquiera leespetó: "Te lodije".
—Válgame —dijo—. Tu muchachito tehadecepcionado. Qué
tristeza.
Ella buscó ensu rostro, pero noencontró huellas demalicia.
—Tal como dijiste, Brian. Pero reconozco que aún no loentiendo.
52

Elprofesor dedeportes escudriñó las filas deniños que llegaban
alareja. Simón no seencontraba entre ellos.
—No —coincidió—. Esmuy extraño. ¿Y también hizo un tira
dero? Pues debe ser bastante estúpido, sino temolesta que lodiga.
¿Qué dijo nuestra amiga Beryl?
—Apenas se locomenté —respondió Louise—. Fue idea de Bill
Taylor, aéltampoco lecaemuy bien ella. De hecho, lementí un
poco. Le dije que elgerbo sehabía escapado, pero no leconté lo
del tiradero. Bill dijo que seencargaría de limpiarlo antes deque
ella fuera a cerciorarse, aunque dijo que no leimportaba hacerlo.
—Es unbuen tipo. Me imagino que ella tehabrá echado su ser
món sobre "crimen ycastigo".
—Así es. Incluyó todo: que sisu torpeza, su impuntualidad, su
incapacidad de seguir incluso las instrucciones más sencillas. Aun
sidejó lajaula destapada por error, sigue siendo culpable... en ese
tono. La gente como Simón Masón nopuede hacer el esfuerzo...
—suspiró—. Desde luego, ledije que yoasumía toda laresponsabi
lidad. Yque compraría otro gerbo. Dijo que pensaba hablar sobre
esto en laasamblea.
—¡Cielos! ¿Yqué hiciste?
Louise dioun vistazo a su reloj. Estaban atrasados.
—Me volví loca. Le dije que nisiquiera conocíamos los hechos.
Espero que Simón tenga una buena explicación. Lomejor sería una
nota del doctor: ¡Culpable por demencia!
Elpatio estaba casi vacío. Laasamblea empezaría deunmomen
toaotro. Louise tenía una imagen mental de ladirectora, presumi
da yrechoncha, cacareando frente atoda laescuela, diciendo lo
malo que eraSimón.
53

—Cielos, estan deprimente —prosiguió—. Ahora no sevaaapa
recer, yentonces, ¿qué voy ahacer? Cómo quisiera nohaberle dado
elbeneficio de laduda.
Louise sevolvió hacia laescuela. Almismo tiempo, Brian señaló
ydijo:
—Mira, detrás de lacamioneta: nuestro vagabundo regresó.
—Gracias aDios.
Corrió hacia labanqueta haciéndole señas para que seacercara, y
lollamó:
—¡Simón! ¡Simón! ¡Ven, rápido, llegas tarde!
Simón sedejó ver pero no seacercó. Más bien parecía que esta
baapunto deecharse acorrer.
—¡Simón! —repetía Louise— ¡No teharé nada, sólo quiero que
hablemos!
Brian levantó los brazos.
—Mejor ven por labuena, hijo. Porque sino, tepuedo alcanzar
endoscientos metros. ¿Quieres echar una carrera?
—Ay, Brian —musitó Louise.
Pero funcionó. Después deunos momentos, Simón caminó hacia
ellos. Cuando seacercó, vieron que tenía elrostro cubierto de lágri
mas. Elseñor Kershaw tuvo eltacto de retirarse yentró por lareja
hacia laescuela.
—Lo siento, señorita —dijo Simón.
Ella carraspeó.
—Ve albaño alavarte lacara —indicó—. Ven ami oficina en el
recreo. ¡Corre!
Hasta en labanqueta lisa ydespejada Simón encontró lamanera
de tropezar... ♦
54

Capítulo 8
♦Decamino alaescuela, había entrado alamina de cal, enespe
radeque ocurriera algo que mejorara su situación. Estaba tan calla
do, tan absorto ensus pensamientos que, luego de algunos minutos,
salieron dos gazapos ysepusieron acomer frente aél.Por unmo
mento Simón olvidó susproblemas ydisfrutó de sucompañía. Pero
después recordó todo.
Lanoche anterior había decidido contárselo a su mamá, arriesgán
dose auno de sus acostumbrados cambios dehumor. De hecho ella
había estado bastante contenta ytranquila, pero élnosupo por dónde
empezar. Le parecería demasiado estúpido, demasiado cotidiano:
romper cosas, regar cosas, tirar cosas de lasmesas. No valía lapena.
Había dejado lamina con tiempo suficiente para no llegar tarde
alcolegio, pero alver alaseñorita Shaw yalseñor Kershaw para
dos junto ala reja, seacobardó. Había pasado largo tiempo tratando
deconvencerse deque sucrimen nohabía sido tan terrible en reali
dad, aun cuando lodespidieran como encargado de las mascotas,
pero siambos loestaban esperando, debía ser algo muy serio. En la
noche había sollozado, letomó una eternidad conciliar elsueño, y
ahora las lágrimas lebrotaban de nuevo. Sólo avanzó cuando era
evidente que nopodía escapar.
55

Para lahora del recreo estaba más tranquilo, más resignado. Du
rante las clases nopudo atender niver nada; se lapasó tratando de
encontrar una solución. Desde luego, seofrecería alimpiar lapintura
derramada, después de clases odurante elrecreo, ylediría abierta
mente alaseñorita Shaw que sabía que había perdido su puesto.
Además, sedisculparía ylepediría permiso para ira ver a Diggory
devez encuando yacariciarlo, siella tenía tiempo para acompañarlo
alcuarto de lasmascotas. La señorita Shaw eramuy buena, deesono
había duda. Seconvenció asímismo deque ella no loasustaba.
Enconsecuencia —para sorpresa deella—, Simón noestaba ame
drentado cuando entró a su oficina, no temblaba ni lloriqueaba. La
sonrisa que elmuchacho logró esbozar más bien ladesconcertó;
lasorprendió. Louise tenía sus propios problemas con este asunto.
—Vaya —dijo—. Elremordimiento no teduró mucho, ¿verdad?
Simón no entendió lapalabra, niexactamente aqué se refería.
Pero eltono lellegó, ehizo una gran mella en suconfianza.
—¿Señorita?
Louise estaba molesta consigo misma. Todo elasunto eramoles
to,erauninmenso fastidio. Meneó lacabeza, impaciente.
—Ay, no importa. Mira, nopuedo perder todo el día con esto.
Sólo dime por qué lohiciste.
Simón tragó saliva. Un pequeño filo detemor empezó acrecer
en su interior.
—Por favor, señorita, fueun accidente.
Su sonrisa sehabía desvanecido. Tenía lacara pálida.
—¡Vamos! ¿Qué clase deaccidente fue ése?
Eltemor crecía. En esemomento ella noera nada buena. Era to
talmente hostil.
56

—¿Señorita?
—¿Dejar lajaula destapada? ¿Cómo pudo ser accidental, Simón?
Él tenía una imagen mental decuando tiró la pintura. La tapa es
taba más omenos puesta. Estaba floja, porque seabrió, pero defini
tivamente estaba puesta.
—¡No ladejé destapada, señorita! —exclamó—. La tapa estaba
floja. Pero cuando la tiré, seregó por todas partes. La pintura.
Ella estaba confundida, pero también enojada. Pensó que lo in
ventaba, tratando dezafarse dealgún modo.
—¿De qué estás hablando? No teestoy regañando por lapintura,
Simón, sino por elgerbo. ¿No podrás negar que fue undescuido?
Simón parpadeó.
—No toqué algerbo, señorita —dijo—. ¿Qué pasó?
—Simón —replicó laseñorita Shaw con brusquedad—, nodigas
tonterías, claro que lo tocaste. Desgraciadamente, elgerbo está
mu...
Había una expresión de terror en su rostro que lahizo callar. Des
cuidado ono, torpe ono,obviamente nosabía loque había hecho, las
consecuencias desus actos. Tenía miedo deque sesoltara allorar.
—Bueno —agregó rápidamente—. Claro que no losabemos a
ciencia cierta. Loque sísabemos...
—¡Diggory! ¿Diggory está muerto?
Respiraba hondo, tembloroso. Tenía elrostro pálido.
—¡No! —dijo ella, con más apremio—. Seguramente no esnada
por el estilo, lomás probable esque sehaya escapado. Debe estar
escondido enalguna parte del centro de materiales.
Pero elrostro deSimón había vuelto acambiar. Estaba agitado,
ansioso.
57

—¡Los vi!—gritó—. ¡Estaban merodeando afuera! ¡Esa Ana
Royle ysuhermano yaquella chica! ¡Los vi, señorita! ¡Deben haber
sido ellos, señorita!
Había dos manchas rojas en sus mejillas, manchones grandes y
colorados. Irayagitación.
—¡Simón! —dijo laseñorita Shaw—. ¡Cómo teatreves ainven
tarcosas! ¡Se teolvidó latapa yeso esbastante grave! ¡Además re
conoces que aventaste lapintura por todos lados! ¡No salgas ahora
con estas mentiras malvadas yabsurdas!
—¡No aventé lapintura! ¡La tiré sin querer! ¡Se metió en lajaula
deDiggory yme asusté! ¡Pero ladejé tapada! ¡La dejé tapada!
—¡No es cierto!
El rojo sehabía corrido por toda su cara. Estaba rojo de oreja a
oreja, escarlata. Louise lomiró fijamente, tratando de leer laver
dad. Aun simentía —y ella sospechaba que sí—, lopodía perdonar.
Podía entenderlo, en parte.
—Simón —habló con bastante suavidad—, creo que será mejor
que nodigas más. No creo nipor un instante que hayas visto aesos
niños, nocreo nipor un instante que haya habido nadie más impli
cado. Pero elseñor Taylor fuemuy amable yseencargó delimpiar
todo, y... y,quién sabe, quizás Diggory aparezca un día de éstos, y
nos déuna sorpresa atodos.
Ella pensaba castigarlo, por lomenos decirle, demanera fría y
clara, que ya no sería elencargado de las mascotas. Descubrió que
notenía corazón para hacerlo. Estaba desconsolado, desamparado.
—Señorita —dijo—. Sílos vi.De verdad, señorita.
Estaba de pie frente aella, desaliñado, desagradable. Percibió que
ella aún no lecreía. No lovolvió aintentar.
58

Después deunmomento dijo en voz baja:
—¿Usted cree que aparezca, señorita? ¿Diggory? —Otra vez te
nía los ojos llenos delágrimas—. ¿No está muerto, verdad? ¿Verdad
que no?
—Si loestá —dijo Louise Shaw—, será porque lajaula sequedó
abierta, ¿no escierto?
Ése fue todo elcastigo del que fue capaz. De inmediato se sintió
avergonzada.
En sumente no existía ninguna duda real alrespecto, pero Louise
decidió que debía interrogar aDavid Royle ylas niñas. Le fastidia
ríaque síhubieran estado por allí—aun de lamanera más inocen
te— porque elasunto sevolvería más turbio. Lasimple verdad, y lo
sabía, era que Simón estaba en aprietos yhabía tratado de echarle
laculpa aalguien más. No obstante, lellamó laatención observar
—cuando los acorraló en elcampo de juegos durante elrecreo—
cómo David sepuso nervioso deinmediato. Ana yRebeca se limi
taron asonreír.
—¿Qué tal, señorita? —dijo Rebeca—. ¿Visitando los barrios
bajos?
—Más bien, buscando evidencias —dijo Ana con frialdad.
David lelanzó una mirada de susto a su hermana, yLouise se
preguntó sihabría cometido un error. Nadie sabía lodel gerbo, ella
yelseñor Taylor sehabían asegurado deque así fuera.
—¿A qué terefieres, Ana? —preguntó.
—Al incidente en elpatio de juegos —respondió Ana—. Le de
cíamos laverdad, ¿sabe, señorita Shaw? Simón Masón siempre an
daaporreando alagente.
59

Louise había perdido laventaja, pero debía continuar.
—¿Lo viste ayer por latarde, David?
Ana respondió:
—No, no lovimos. ¿Dice que después declases?
Rebeca leyó en su rostro que alguien los había visto. Actuó con
rapidez.
—Sí lovimos, Ana. ¿No teacuerdas? Cuando íbamos por laca
lle Peel. Estaba en elpatio, ¿no?
Ana asintió, como siloacabara de recordar.
—Ah, es cierto, señorita, sílovimos. Aunque yaíbamos muy le
jos. Demasiado lejos para que nos apedreara.
—Qué graciosa. ¿En qué parte del patio? ¿Qué estaba haciendo?
¿David?
David selamió los labios. Pero las niñas no parecían nerviosas,
asíque habló.
—Junto alcentro de materiales. Creo que acababa de salir. Creo
que había estado con los animales.
Rebeca esbozó una sonrisa vivaz. Estaba aun paso de portarse
descarada. Está bien, pensó Louise, probemos con latáctica decho
que.
—Me dijo que los había visto. Después de estar con losanima
les. Después de dejar algerbo sano ysalvo, con su jaula bien tapa
da.¿Así fue?
David seencorvó yempezó aarrastrar los pies. Louise deseó ha
ber hablado asolas con él.Por desgracia era demasiado tarde. Fue
Ana quien respondió.
—A menos que haya tenido un accidente —dijo—. Cualquier ni
ñonormal hubiera dejado lajaula tapada, ¿no?
60

—¿Cómo que unaccidente? —preguntó Louise, incisiva—. ¿Qué
clase deaccidente?
Ana no lerespondió, se limitó amirarla. Su expresión era tran
quila, seria e interesada. Louise se sintió tonta, como sihubieran si
domás listas que ella.
—¿Hubo algún accidente? —preguntó Rebeca—. Debe haber
pasado algo, ¿verdad? ¿De locontrario no nos haría estas pregun
tas?
—No pasó nada —dijo Louise, ysearrepintió—. Nada que po
damos discutir aquí afuera. Supongo que habrá un anuncio al res
pecto.
David empezó asonreír. ¡Fin de latensión! El rostro de suher
mana permaneció serio.
—Válgame —dijo ella—, espero que noseanada muy terrible, se
ñorita. Nadie entendió por qué lonombró encargado de las mascotas.
¿Está bien elgerbo? Ay, ¡es tan lindo ytierno! ¿Está bien, en serio?
Louise sedio lamedia vuelta.
Más tarde, con Brian, dejó salir su ira.Lo llevó aunrincón tranqui
loyprácticamente bailó de coraje.
—¡Estaban tan tranquilas! Tan medidas, tan insolentes. Casi des
de elprincipio me pusieron aladefensiva. Eracomo una función
doble, ¡con David depalero!
—Son listas —dijo Brian—. Sobre todo Ana. Esuna de esas ni
ñas odiosas, todo loque hace lesale bien.
—Pero esto vamás allá del hecho deque sean listas, eracomo
si... ¡como si lohubieran ensayado! ¡Para presentar aSimón de la
peor manera posible!
61

Brian dudó.
—Mm —dijo—. Bueno, pues eso suena... Bueno, quizá no es
tanto que sean muy brillantes sino que... Bueno, quizás tehayan di
cho laverdad. Como ellas laperciben, claro.
—¿Y cuál es?
—Bueno, como ellas laperciben... —se hizo fuerte—. Bueno, lo
cierto esque elchico esun mentiroso, ¿no? No has cambiado de
idea sobre eso, ¿verdad?
Louise semordió ellabio inferior. Pensaba.
—En serio —dijo Brian—. Toda laevidencia está del lado de
Ana, es difícil negarlo. Quizá creen que has sido demasiado bené
vola con él.Quizá tengan razón...
Louise seguía sin decir nada. Brian estudió su rostro.
—Es un mentiroso yun buscapleitos, ¿no es cierto? —dijo—.
Pormucha lástima que letengas. Sidejas que sesalga con lasuya,
¿quién puede culparlas por estar furiosas? ♦
62

Capítulo 9
♦YENverdad, ¿quién podía culparlas? Apesar de lacalma con
laque habían manejado alaseñorita Shaw, Ana yRebeca no se
sentían triunfantes. De hecho, cada vez estaban más molestas por la
situación. Extrañamente, entre más avanzaba, más culpaban aSi
món Masón. Ésta era laparte que David noentendía.
—Se está saliendo de control —indicó Ana—. Ahora nos inte
rrogan como sifuéramos criminales. ¡Nada más falta que ledéuna
medalla!
—El descaro deesa mujer —concordó Rebeca—. Quería tender
nos una trampa para que admitiéramos algo. Ha depensar que so
mos unas tontas.
Estaban enun corredor que seiba llenando de gente. Los rumo
res sobre elgerbo, inevitablemente, habían empezado acorrer, ylos
amigos que habían visto alaseñorita Shaw hablar con ellos en el
patio leshacían preguntas. Ellos noquerían saber nada.
—Ni se teocurra decirle una palabra de esto anadie —le advir
tióAna asuhermano con fiereza—. Yanos metimos en suficientes
problemas por suculpa. Nosabemos nada denada, ¿está claro?
David asintió, aunque pensó que dejaban iruna oportunidad do
rada. Por lomenos cinco niños lehabían dicho, en secreto, que el
63

gerbo había pasado amejor vida, yculpaban aSimón Masón con
bastante júbilo. No podía entender por qué no seaprovechaban de
esto para asegurarse deque ledieran todo elpalo.
—Lo peor de todo —señaló Rebeca— esque obviamente lavie
jabruja nopiensa castigarlo. No levaahacer nada.
Ana estaba deacuerdo.
—Es extraordinario —dijo—. Lonombra encargado de lasmas
cotas cuando todo elmundo sabe loque vaapasar, ycuando pasa,
lodeja irimpune. Eso nopuede serbueno para ladisciplina.
—Y elproblema —agregó Rebeca— esque cada vez nos involu
cra más. Primero mintió sobre loque pasó en lacancha, yluego le
dice que tuvimos algo que ver en elasunto del gerbo. ¡Y ella le
cree!
¡Y es cierto!, pensó David. Pero no dijo nada. Suhermana yRe
beca estaban muy resentidas por esto ycuando estaban así eran
muy peligrosas. En cierto modo loasustaban.
Habían llegado al final del corredor, donde tenían que separarse.
Las niñas iban atomar geografía, mientras que aDavid letocaba
estudio en labiblioteca. Era laúltima clase antes de salir aalmor
zar.
—Lo queme preocupa —dijo Ana, deteniéndose en elcruce—,
eshasta dónde va allegar. Creo que debemos hablar con elbobo de
Simón más que deinmediato. Creo que necesita una advertencia.
—Un golpe preventivo —señaló Rebeca ysonrió, apartándose
los rizos de losojos—. Laboca callada ode locontrario...
—¿Qué tal sinos acusa? —preguntó David, con voz débil yasus
tada.
Suhermana letomó ellóbulo de laoreja entre los dedos, con
64

bastante suavidad. Poco apoco, fue incrementando lapresión hasta
lastimarlo.
—No lohará.
Alahora del almuerzo, laseñora Stacey envió unmensaje alaofi
cina deLouise, pidiéndole que viniera para hablar. Louise hizo co
mo sinohubiera recibido lanota ysalió ensuauto. Era hora, había
decidido, dehablar con lamadre deSimón. No semolestó enbus
car sunúmero de teléfono. Esta entrevista sería mejor cara acara.
Louise no conocía muy bien laparte de laciudad donde vivían
los Masón, pero traía unmapa. Las calles eran sorprendentemente
amplias, y todas las casas contaban con jardín trasero. Detrás de
ellas seveía lacolina de cal, cubierta de pasto, que seextendía hacia
atrás yhacia arriba enun horizonte cercano. Cuando llegó frente a
lapuerta deSimón, vio laenorme cicatriz blanca de lamina amano
derecha. La casa estaba bien pintada, ordenada, apacible. En cierto
modo, había esperado algo... peor.
—¿Señora Masón? Soy Louise Shaw, lasubdirectora del colegio
deSimón. Me parece que nos conocimos alguna vez en laescuela.
La señora Masón se sobresaltó y sesonrojó un poco. Jaló la
puerta de entrada tras de sí,como siquisiera ocultar el pasillo.
Louise sepreguntó sihabría alguien más adentro.
—¿Ah sí?Lo siento, pero nome acuerdo.
—Bueno, no importa —dijo Louise, fingiendo una voz alegre.
Pero elrostro de laseñora Masón senotaba preocupado.
—¿Él está bien? No ha pasado nada, ¿verdad? ¿Ningún acciden
teninada?
—Nada —dijo Louise—. De verdad. Es que... quisiera hablar
65

con usted de algo, eso estodo. Es bastante complicado. Me ayuda
ríamucho sipudiéramos... usted sabe, hablar adentro. ¿Sería posi
ble?
Por un instante pensó que laseñora Masón senegaría. Seimpactó
aldarse cuenta deque no hubiera sabido qué hacer. Pero laseñora
Masón asintió, aunque laexpresión deansiedad seguía ensu rostro.
—No tengo mucho tiempo —replicó—. Por elmomento, estoy
trabajando en lodeBaxter. Tengo que estar devuelta enmedia hora.
—Quizá lapodría llevar enmi auto.
Laseñora Masón negó con lacabeza.
—¿No conoce este rumbo? Está adoscientos metros.
Louise se sintió unpoco tonta. Siguió alaseñora Masón hasta la
sala. Estaba atiborrada, desordenada, pero no era peor que supro
pio departamento. No había nadie más. Lamadre deSimón había
estado juntando laropa sucia para lavarla. Señaló una silla, yLoui
sesesentó.
—¿Café? ¿Té? Puede fumar silodesea, nome molesta.
—No fumo, gracias. Yestoy bien por ahora, notengo sed. Mire,
señora Masón, mejor empiezo. Usted esmuy amable, pero quizás
en dos minutos quiera echarme.
Laseñora Masón lamiró fijamente. Louise podía escuchar un re
loj, yenpoco tiempo encontró dedónde provenía elsonido: era
eléctrico, dealarma, yestaba sobre larepisa de lachimenea. Linda
Masón sesentó, sin quitarle los ojos deencima.
—¿Se metió enproblemas? —preguntó—. ¿Se ha vuelto aportar
mal? ¿Ahora qué fue? ¿Robó? ¿Rompió algo? ¿Se peleó?
Louise estaba atónita, pero aprovechó laoportunidad.
—Si le dijera que esun buscapleitos, ¿le sorprendería, señora
66

Masón? Nome malentienda, noestoy segura deque sea elcaso, pe
ro... ¿sería posible?
Sedio cuenta deque laseñora Masón seveía cansada. Su rostro
era pálido ytenía muchas arrugas. También se dio cuenta deque
seguramente serían de lamisma edad, ocasi. Esperó enDios que la
gente no lapercibiera así aella.
—Buscapleitos —suspiró—. No, nome sorprendería mucho. ¿Es
verdad? Digo, ¿tiene alguna prueba osólo esuna suposición? ¿Ha
brá habido alguna queja?
ALouise esta reacción lepareció muy extraña. En suexperien
cia, los padres nunca creían nada malo de sus hijos. Los defendían
acapa y espada, sin importar lomal que estuvieran. Esto eramuy
preocupante.
Como no había respondido, laseñora Masón continuó. Su voz
era tranquila, casi apagada, alhablar desu hijo.
—Es un niño problemático, no tiene caso negarlo. En suúltima
escuela semetió enmuchos problemas yme hizo quedar muy mal.
Me decía que los otros niños lebuscaban pleito aél,que lomolesta
ban, pero luego los maestros lodescubrieron. Tiraba los zapatos de
los niños por los excusados, yotras cosas, sus tenis, ya sabe. Juró y
perjuró que noera él,hasta que un díauno de losmaestros seescon
dió en elbaño ylovio. Aunque nunca me dijo por qué lohacía.
Louise esperó. Supuso que asíescucharía más.
—Verá —continuó laseñora Masón—, no esque no... Usted sa
be,que no loquiera. Soy sumamá, ¿no? Pero aveces no séqué ha
cer. Esmedio lento, estorpe, nada loentusiasma. Honestamente, no
esmuy bueno para nada, ¿verdad? Yno tiene amigos, eso eslopeor.
No sejunta con nadie.
67

—¡Pero leencantan los animales! —exclamó Louise. Para su
sorpresa, sedio cuenta deque trataba dedefender aSimón, deque
quería convencer asumadre de su valor oculto. También sedio
cuenta deque en estas circunstancias, difícilmente podría hablar so
bre elgerbo Diggory.
—A lomejor... —empezó adecir. Sedetuvo. Pensó que quizá se
había sonrojado.
Lamadre deSimón dijo:
—Sí, memencionó algo. La otra tarde, algo sobre un... norecuer
do. Algún animal, creo. Pero luego tuvimos unpequeño pleito, ha
bía olvidado sumochila oalgo así. Eso también, es tan olvidadizo.
Nopuedo más que pensar que casi lohace apropósito. No leimpor
ta.Aunque tengo que reconocer que aveces yotambién me enojo.
Esta mujer esdemasiado honesta, pensó Louise. Sería mejor para
su hijo sisecomportara como todas lasdemás ylodefendiera cie
gamente. Deseó nohaber venido.
—La verdad —dijo laseñora Masón—, esque yano sé niqué es
verdad. Se lohedicho una yotra vez: simientes una vez, jamás te
volverán acreer. Séque hamentido en elpasado yahora nime
atrevo apreguntarle. De todas formas, nome lo diría. Yanunca me
habla desus problemas.
Demanera más bien abrupta, Louise sepuso de pie. Miró su re
loj, aturdida.
—Será mejor que me vaya. Ya esbastante tarde. Gracias por ha
blar conmigo, señora Masón. Ha sido degran utilidad.
Linda Masón también sepuso de pie, desconcertada.
—Pero sinome hadicho nada. Sobre los pleitos. ¿Fue algo se
rio? ¿Alguien salió lastimado? ¿Le van ahacer algo amiSimón?
68

—Para nada —repuso Louise, apresurada. Se dirigió hacia lasa
lida—. No fue nada grave yno hay ninguna evidencia directa que
loinculpe. Me sorprendería mucho que volvieran amolestarla con
este asunto.
—¡Mire, estoy preocupada! —dijo laseñora Masón. Ella tam
bién estaba sorprendida por lapronta despedida de laseñorita
Shaw—. No me malentienda, Simón esunbuen muchacho, pero...
¿Está segura de que...? Una vez pateó aun niño, en laotra escuela,
algo delkung fu.Legustan mucho las artes marciales.
Louise estaba junto asu auto, batallando para meter lallave en la
cerradura. Simón esun niño, quería gritar, no esnada serio, son jue
gos deniños.
—De verdad —dijo—. Señora Masón, creo queme heprecipita
dounpoco. Sipuede, hable con Simón, pero leaseguro que noha
ocurrido nada terrible. Sólo estaba tratando de averiguar algunas
cosas. Nohapasado nipasará nada malo, yestoy segura de eso.
Cielos, pensó aldoblar en laprimera esquina, yanoestoy segura
denada.
Ana, Rebeca yDavid acorralaron aSimón alprincipio del recreo y
sefueron sobre él. Brian Kershaw, que lohabía observado parado
junto alafachada, vio auna distancia detrescientos metros cuando
lasdos niñas yelpequeño se leacercaron. Nopudo distinguir exac
tamente qué fue loque ocurrió, pero elataque deSimón fue incon
fundible. Se abalanzó contra David Royle tirando golpes con los
brazos, ylalonchera amarilla voló por los aires, regando los san
dwiches yuna cantimplora azul ymorada.
—¡Ey! —rugió Brian—. ¡Ya te vi,Masón!
69

NiSimón ni los otros loescucharon con elruido del recreo.
Cuando corrió hacia ellos, echaron acorrer hacia lafachada, prime
roSimón, después Rebeca Tanner ypor último laalta yrubia Ana.
David Royle estaba arrodillado junto alos sandwiches, rescatando
sualmuerzo del lodo. Brian lovio dereojo alpasar asulado volan
do, ypensó que quizás estuviera llorando.
Detrás de lasaliente de lafachada Simón, en definitiva, no loesta
ba. Tenía lacara roja de coraje, fea yretorcida. Estaba parado de es
paldas a lapared, con un enorme trozo de laja en lamano echada ha
cia atrás, listo para arrojarla. Tenía laboca abierta, salpicada de saliva,
yjadeaba, sollozaba. Elseñor Kershaw apenas sisepercató de lasdos
niñas, sólo del peligro enque estarían siSimón lanzaba esa piedra.
—¡Suéltala! —gritó—. ¡Suéltala, muchacho!
Pero antes dequeSimón pudiera soltarla, elmaestro estaba sobre
él,había tirado lapiedra alpiso ylesacudía elbrazo con violencia.
—¡Tonto! —dijo—. ¡Niño tonto! ¡Vas alastimar aalguien! ¡Con
trólate!
Simón lomiraba, parpadeando, con laboca todavía abierta ymo
jada. El señor Kershaw lesoltó lamuñeca, laaventó casi, ysedio
lamedia vuelta. Caminó azancadas hacia lacancha, con elrostro
impasible ante lamultitud deniños que seacercaban aver ladiver
sión. Ni siquiera había observado siAna yRebeca seguían allí.
Allí seguían. Cuando elmaestro se fue, antes deque Simón pu
diera huir de las hordas deentrometidos que seaproximaban. Ana
se leacercó yserióensucara.
—Eso no fue nada —le advirtió—. Queremos verte ala salida,
en elterreno que está junto alafábrica de ladrillos. Más tevale es
tar allí, tarado.
70

—No —dijo, ya no gritaba, lafuria había pasado—. No.
—Claro que sí—ordenó Ana—. No tengas miedo, no tevamos a
lastimar.
—Va ahaber unjuicio —añadió Rebeca—. Vamos aescuchar las
evidencias, aencontrarte culpable yasentenciarte. Eso estodo.
Después llegaron corriendo los otros niños para ver sialcanza
ban adarle un porrazo, ySimón corrió. Ana yRebeca, plenamente
satisfechas, fueron abuscar alpequeño David. ♦
71

Capítulo 10
♦ Louise regresó alSaint Michael demasiado tarde para que ladi
rectora sostuviera laamarga entrevista que tenía planeada. Apretan
do los labios, lapospuso hasta lahora de lasalida esa tarde. Pero el
enojo se lenotaba con toda claridad.
—Señorita Shaw —dijo—. Debemos aclarar esta situación. No
pienso seguir tolerando talcomportamiento enmi escuela.
"Señorita Shaw..." ¡Verdaderamente! Louise sintió que larabia le
tensaba elpecho.
—¿Cuál comportamiento? —preguntó.
—Hay rumores por doquier. Todos los niños dicen que Simón
Masón mató algerbo. Dicen que regó pintura por todas partes, que
destruyó elcentro demateriales.
—¡Qué tontería! —replicó Louise con vigor—. ¿Qué opina else
ñor Taylor? No esverdad.
Eltimbre sonaba en lapared porencima de laseñora Stacey. Los
niños que pasaban —y también losmaestros— lasmiraban sin disi
mular sucuriosidad.
—De todos modos —dijo ladirectora, irritada—, quiero que se
aclare. Espero una explicación deusted. En elsiguiente receso.
—Lo siento, estaré ocupada. Tengo que...
72

—¡Entonces ala salida! ¡En mi oficina! —hizo una pausa—.
Hay ciertos estándares en esta escuela, señorita Shaw, que debemos
mantener. Espero que usted, como subdirectora, losmantenga.
Se dio lavuelta ysemarchó, iracunda, moviendo loshombros y
las caderas demanera agresiva. Diez segundos después Brian apa
reció allado deLouise. Había estado observando acierta distancia
loque ocurría.
—Va ahacer queme cuelguen —dijo Louise sin ningún preám
bulo—. Ella me vaavolver loca.
En elrostro deBrian seadivinaban problemas.
—Mira, Louise —dijo—, tengo algo que decirte. Malas noticias.
Sobre tuSimón Masón.
Sintió unvacío en elestómago.
—Dime.
—Lo sorprendí alahora del almuerzo. Atacó alchico Royle.
Moqueras ysandwiches por todos lados.
—¡Oh, no! Ay, Brian... ¿fue serio?
—Volvió ausar una piedra. Pudo ser espantoso.
Pronto quedó bien claro que laseñora Stacey pretendía explotar el
problema almáximo. Las dos mujeres semiraban, separadas ape
nas por su escritorio, pero bien hubiera podido ser elGran Cañón,
por laenorme distancia que había entre sus actitudes.
Había hablado con elseñor Taylor, le dijo aLouise, yélhabía
admitido que sehabía hecho unreguero de pintura. En latarde ha
bía hablado con varios niños escogidos alazar ytodos lehabían di
cho, demanera clara ycategórica, que Simón Masón había dejado
lajaula del gerbo destapada yque Butch se lohabía comido.
73

—Esto —tronó, dándose importancia—, nofue loqueme dijiste,
Louise.
—No fue loque ledije —respondió—, porque en esemomento
noera loque sabía. Aún nome consta que sea laverdad. Enmiex
periencia, los niños noson los testigos más confiables.
Laseñora Stacey estaba impaciente.
—Algunos niños sí.Una puede distinguir alosque acostumbran
mentir, ¿no escierto? Y elseñor Taylor loconfirmó. ¿Qué no basta
con eso?
—¿Confirmó que Butch fue elque se locomió? —Louise no pu
do
evitar una pequeña nota desarcasmo en suvoz—. Hubiera pen
sado que Butch era elúnico que podía...
La señora Stacey sepuso roja. Apretó los labios yresopló, ame
nazante, por lanariz.
—¡Louise! ¡Debo insistir enque trates este asunto con seriedad!
¡Tenemos unmuchacho que esun mentiroso yun buscapleitos!
¡Tomaste la iniciativa de darle todas las oportunidades ysecom
portó demanera abominable! ¡Aun así lodefiendes, yahora tees
cudas en chistes ridículos! ¡No lopienso tolerar!
Semiraron fijamente, tensas decoraje. Louise lamentó susarcas
mo, pero ya no podía hacer nada. ¿Qué podía decir? ¿Que noestaba
convencida? ¿Que aún nohabía pruebas?
Pero laseñora Stacey nohabía terminado:
—Antes deque prosigas —dijo—, quizá deba decirte otra cosa.
Esto también esun rumor, almenos es loque sedice, pero esalgo
que decides ignorar, bajo tupropio riesgo. Hubo otro incidente a la
hora del almuerzo. TuSimón atacó almuchacho Royle. El señor
Kershaw tuvo que intervenir. En unos minutos tengo una cita con
74

Brian para hablar con él, y siloconfirma, pienso hacer algo alres
pecto. Voy aterminar con este tipo decomportamiento deuna vez
por todas. Te loaseguro.
Lo único que Louise podía pensar enesemomento esque había
vuelto adecir que Simón era "suyo"; era lasegunda vez. Qué extra
ño, pensó, lagente siempre busca aquién colgarle sus problemas.
Señora Stacey —comenzó, después deuna pausa—. Simón
Masón tiene problemas, estoy bien consciente de ello. Pero...
Llamaron alapuerta, ylaseñora Stacey fue aabrir deinmediato.
Era Brian, quien senotaba más bien tímido. Laesperanza que tenía
Louise dehablar con élenprivado antes desuentrevista sedesmo
ronó.
Ah, Brian —dijo ladirectora—. Pasa, por favor. Louise yaes
taba por irse.
Cuando pasó junto aella, Louise miró aBrian ytrató de articular
un mensaje. Brian trató de leer sus labios con disimulo. Con toda
claridad, formaban las palabras: "no ledigas".
Pero alcaminar por elcorredor, sabía que estaba dando patadas
deahogado. ¿Cómo no leiba a decir? ¿Qué podría inventar?
No tenía remedio.
A lolargo de latarde, Simón tuvo un solo pensamiento en mente:
huir. Prestó aún menos atención que decostumbre ysaltó como un
conejo asustado cuando laseñora Earnshaw lepegó un grito. For
mulaba unplan tras otro para escapar alahora de lasalida, pero no
creía que fueran afuncionar. Ana yRebeca —con laayuda deDa
vid tendrían todas las rutas cubiertas. Lo atraparían ylollevarían
del
pescuezo alterreno para darle. Esta vez no tenía escapatoria.
75

Curiosamente, fue sencillo. Cuando sonó eltimbre, corrió ala
puerta, ignorando el grito furibundo de laseñora Earnshaw. Voló
entre los niños que salían de los salones para recoger sus abrigos
del pasillo, ysalió alpatio enmenos deveinte segundos. Cruzó por
lareja tan aprisa que por poco loatropella un auto, no obstante la
reja exterior cuyo propósito era evitar que ocurrieran tales acciden
tes, ypara cuando elprimer grupo de niños había salido alaban
queta, élsehallaba adoscientos metros ymantenía elpaso. Llegó a
casa media hora antes que cualquier otra vez que recordara.
Sumadre estaba en casa ysesorprendió de verlo. Ella también
pasó latarde preocupada, yvolvió del trabajo loantes posible. Ha
bía decidido prepararle un témuy sabroso, hamburguesas con pa
pas fritas ylos repugnantes chícharos enlatados que tanto legusta
ban. La visita de laseñorita Shaw lahabía alterado mucho, asíque
decidió estar tranquila, ser amable, yhablar con Simón demanera
racional sobre todo elasunto para averiguar qué estaba ocurriendo.
Encuanto semiraron, todo empezó amarchar mal.
Elproblema esque Simón también quería contarle. Quería con
tarle sobre Ana yRebeca ycómo lomaltrataban, sobre Butch ycó
mo había matado algerbo, sobre cómo lohabían provocado ala
hora del almuerzo hasta que había perdido los estribos yhabía tira
do lossandwiches deDavid Royle. Jamás lohubiera admitido, pero
quería abrazarla yllorar amares.
Estaba parada frente aél, pálida, con eldelantal puesto yla lata
dechícharos abierta en lamano. Al verla, laboca leempezó atem
blar yse leabrió. Trató de hablar, deecharlo fuera, pero sólo pudo
emitir unsonido desagradable que lehacía temblar lagarganta.
—Me —dijo—. Me... Hay unos niños...
76

Ella lomiraba. De lafosa nasal izquierda leempezó aescurrir un
moco que se infló enuna burbuja. Se limpió lacara con lamanga
de lachamarra y dejó un rastro que lecruzaba lamejilla. Algo en
ella serompió.
—¡Otra vez andas de buscapleitos! —vociferó. Alzó lamano con
unmovimiento impulsivo ylos chícharos volaron de la lata enuna
masa pegajosa ybabosa. Cayeron sobre laestufa y lamesa decoci
na, yescurrieron alpiso—. ¡Vino tumaestra yme contó todo! ¡Me
has vuelto adecepcionar! Oh, Simón, ¿por qué lohaces? ¿Por qué?
Los ojos deSimón estaban tan abiertos como su boca. Estaba
completamente horrorizado.
—¿Qué maestra? —preguntó, jadeante—. ¿Quién?
—¡No importa quién! Pudo haber sido cualquiera, ¿no? ¡Me has
estado mintiendo, has vuelto amentir! ¡¿Qué has estado haciendo,
muchacho deldemonio?!
—¡Nada! —gritó—. ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡¿Por qué nome crees,
por qué lecrees aesa vaca?! ¡Ellos me han estado molestando a mí,
no yo aellos!
—¡Mentiroso! ¡La mujer vino averme en su auto! ¡Dijo que ha
bías vuelto alasandadas! ¡Buscapleitos!
Sólo podía tratarse de laseñorita Shaw. La señora Masón golpeó
la lata sobre lamesa ySimón seacobardó, retrocediendo hasta el
marco de lapuerta. Ella se llevó lamano alpelo, salpicándose del
agua verde de los chícharos, yélseapartó más, deslizándose dees
paldas alapared. No estaba asustado: seguía horrorizado. Sólo po
día tratarse de laseñorita Shaw, yhabía dicho que erauna vaca, pe
rono era loque pensaba de ella. De algún modo, por improbable
que fuera, pensó que estaba desulado. Estaba equivocado.
77

Cualquier peligro deque sumadre logolpeara había pasado. Se
había quedado inmóvil, con elbrazo cubierto dechícharos ybaba,
exhausta.
—¿Por qué lohaces, cariño? —preguntó—. ¿Por quéme haces
esto, Simón?
Él sevolvió yechó a correr hacia la calle. No entró en lamina,
sino que subió lacolina donde sehabía cavado elpozo. Se arrastró
bajo un arbusto ymiró elmar por entre lasramas espinosas. Había
algunos veleros multicolores, pero no leinteresaban.
Pensó enDiggory.
En elterreno previsto, Ana yRebeca llevaron a cabo eljuicio, ySi
món fue sentenciado —en ausencia— auna buena paliza. David,
que para entonces estaba seguro de que todo acabaría mal, sepasó
todo eljuicio mascullando yenfurruñado.
—¡Si no vas aparticipar, cállate! —dijo Ana en cierto momen
to—. Estás arruinando todo.
—Tú también acabarás en elbanquillo de los acusados —advir
tióRebeca—. Yen tucaso, quizás reimplantemos lapena demuer
te. Siestiramos unpoco nuestro alegato.
—¡Mejor leestiramos elpescuezo! —propuso Ana—. Mira, Da
vid, todo esto esbastante legal. Sepuede juzgar aalguien cuando
viola sulibertad provisional yhuye.
David pensaba ensecreto que siusaran unpoco lacabeza descu
brirían sinmayor dificultad adónde había huido Simón. Hubiera
apostado cualquier cosa aque estaba escondido en lamina; después
deacecharlo algunas veces, sabían que acostumbraba irajugar allí,
solo. Pero sipodía evitarlo prefería no involucrarse más en el lla-
78

mado juicio. Hacía tiempo que sehabía esfumado cualquier diver
sión que pudiera sentir enatormentar aSimón.
En realidad no eramuy divertido, ni siquiera para las niñas. Ja
más se les ocurrió que élno fuera allegar, nunca imaginaron que
tuviera elvalor de desafiarlas. Cuando terminaron de sentenciarlo
fueron hasta donde estaba David.
—Lo lamentará —sentenció Ana—. Propongo que ledemos un
castigo adicional por esta molestia, por hacernos perder eltiempo:
tres quemaduras chinas, hasta que llore. ¿Y a tiqué tepasa, peque
ñoaguafiestas?
David pateaba elpasto. Seveía preocupado.
—Creo que esuna tontería —dijo—. Yatenemos bastantes pro
blemas con haber matado algerbo. Hay que dejarlo en paz.
Las niñas se lefueron encima, empujándolo para atrás, hacia los
arbustos.
—¿Qué? —rugió Rebeca—. ¿Quién mató algerbo? Nosotros no
lomatamos, ¿verdad?
—Dejamos lajaula destapada, ¿no? Sialguien seentera...
Ana ledaba piquetes en elpecho con undedo.
—Si alguien seentera —dijo, acompasando sus palabras alos pi
quetes—, sabremos quién nos delató, ¿verdad? Así que manten la
boca cerrada, David.
—En verdad eres estúpido —agregó Rebeca—. Hicimos loque
teníamos que hacer, nada más. ¿Qué no entiendes? Elbobo de Si
món lepegó aAna yno lehicieron nada. Esmás, lopremiaron. ¿A
eso lellamas justicia? ¿Te parece justo?
Pues tampoco fue justo para elpobre gerbo, pensó David. Pero
los piquetes desuhermana lolastimaban. Eran muy agudos.
79

—¿Y bien? —preguntó Ana—. ¿Te parece justo?
—No —respondió David.
—No. Muy bien. Yque no se teolvide jamás. ¿Quién mató al
gerbo, David?
—Simón.
—Muy bien. Ymañana... éllovaapagar. ♦
80

Capítulo 11
♦ Sise lehubiera ocurrido algo, Simón no habría ido alaescuela
aldía siguiente. Cuando sumadre lollamó desde laescalera no se
despertó, ycuando entró ensucuarto tuvo que sacudirlo.
—¡Simón! ¡Simón! ¿Qué tienes?
Poco apoco salió deun estado desueño profundo. Sentía laca
beza pesada, como siestuviera agripado. Desde elinstante enque
despertó, sintió una punzada de temor. Lanoche había estado pla
gada de pesadillas horribles, aterradoras, en lasque trataba de salir
deun terreno subiendo por calles muy empinadas, pero secaía una
yotra vez. Entre un sueño yotro pasó loque parecieron horas des
pierto, pero en cuanto sequedaba dormido, volvían las pesadillas.
—¿Estás enfermo? —preguntó sumadre—. Te vesmuy pálido.
Ay, Simón, tehubieras tomado tu té.
Lanoche anterior había vuelto acasa bastante tarde. Por primera
vez en suvida leguardó rencor asumadre, noquiso hacer laspa
ces alregresar, nicenar.
—No pude dormir —le respondió—. Tuve pesadillas. Mamá,
¿puedo faltar a clases?
Era difícil. Si élfaltaba, ella también tendría que faltar altrabajo
yno selopodía permitir.
81

—Ya sabes que no tepuedo dejar aquí solo todo eldía—dijo—.
¿Qué tal siseentera laseñora Sampson?
Habían tenido algunos problemas con los vecinos. Enuna oca
sión, cuando Simón eramás pequeño, laseñora Sampson había lla
mado alatrabajadora social, yhabía acusado alaseñora Masón de
abandono.
—No seenterará —suplicó Simón—. Por favor, mamá. Sólo por
esta vez. Teprometo nomoverme, quedarme todo eldía en laca
ma.
Sumadre tomó una actitud más enérgica. Lepuso lamano en la
frente y,por desgracia, latenía fresca.
—No. Lo siento, cariño. Ojalá sepudiera, pero hay muchas cosas
enjuego. Si laseñora Sampson...
—¡Te aseguro que no sedará cuenta!
—Pero qué talque sí.Además yanos visitó una maestra esta se
mana. Todavía no sémuy bien por qué. ¿Qué pasaría sitedejo fal
tar?A lomejor viene otra. Laencargada de ver por qué faltan los
niños. Simón..., ¡no!
Se sentó en lacama, suplicante. Pero elrostro de sumadre per
manecía hermético y yano insistió. Se volvió arecostar, despacio,
tallándose los ojos cansados.
—Es que hay unos niños... —empezó.
—No empieces con eso—lo atajó. Miró sureloj—. Simón, ten
goque irme altrabajo ytútienes que iralaescuela. Voy aprepa
rarte eldesayuno. Ya levántate.
Sevolvió para salir.
—No debí haberte mentido —dijo Simón envoz baja—. Síhay
unos niños. Me atraparán. No debí decirte todas esas cosas.
83

Sumadre, apunto de salir, volteó averlo yasintió.
—Es una lástima, ¿verdad?
En casa de los Royle, David seencontraba quizás enpeor estado
que Simón. Éltambién había pasado una noche de pesadillas, aun
que las suyas habían sido sobre escarmiento ycastigo. Dormido o
despierto, estaba obsesionado con laidea deque estaba metido en
algo malo, y quemuy pronto lodescubrirían. Ana losacó de laca
ma ajalones, sinuna pizca de laconmiseración que mostró lama
mádeSimón, ylehizo una severa advertencia.
—Óyeme bien, gusano —le dijo—. Sicrees que tevas alibrar de
ésta, estás muy equivocado. Una palabra del asunto acualquiera, el
más mínimo lloriqueo amamá... yestás muerto, ¿entiendes? ¿En
tiendes?
David, en piyama, asintió abatido. Suhermana era demasiado
grande, demasiado segura de símisma, demasiado despiadada. Em
pezó aentender loque debía sentir aveces Simón Masón...
Abajo, en eldesayuno, laseñora Royle sepercató de suestado
enseguida. Antes deque suhijo levantara lacuchara, supo que algo
lepasaba.
—¿David? ¿Estás bien, miamor? Teves un poco... raro.
Asulado, Ana lehacía señas deadvertencia. David no levantó la
mirada desutazón, pero dentro de élbrotó una oleada deautocom-
pasión. Las hojuelas demaíz sedesdibujaron conforme los ojos se
lefueron llenando de lágrimas.
—¡Qué tepasa, mamá! —dijo Ana, enson debroma—. Está per
fectamente.
—¿David? —repitió sumadre.
84

—Sí —musitó—. Bueno. No, estoy bien, mamá. Esque no pu
de... nodormí muy bien, eso estodo.
—Válgame, pues eso no está bien. ¿Por qué no tetomas lamaña
naydescansas unpoco? Yo tellevo más tarde.
—¡Mamá! ¡No exageres! —Ana azotó sucuchara, salpicando de
leche elmantel. Cuando se inclinó hacia adelante para limpiarlo,
murmuró un"¡no!" feroz aloído deDavid ylasonrisa que empeza
baadibujarse ensurostro desapareció.
—Ana, qué torpe eres —dijo laseñora Royle—. ¿Por qué tepa
rece exagerado? No creo que perder una mañana de clases vaya a
afectar sueducación.
—Porque no escansancio —argüyó Ana—. Es un pretexto.
Pensó que ésa era laúnica forma de salvarse. Sisumadre lomi
maba unpoco más, David soltaría lasopa. Supadre apareció en la
puerta, anudándose lacorbata yatento alaconversación. Sumadre
sehabía puesto muy seria.
—¿Un pretexto para qué, David? —preguntó ella.
Todavía eramuy pronto para dejarlo responder. Ana seimpacientó:
—Ay, ya sabes. Otra vez ese niño. Simón Masón. Tiró los san
dwiches deDavid alcésped. No fue nada serio, pero David esun
llorón. Pregúntale.
—Eso quisiera —dijo sumadre—. Deja deinterrumpir para que
pueda hablar.
Sonrió sin querer. Creyó haber descubierto asu hija. Conque se
llama Simón Masón, ¿eh? Lo recordaría. Asuhijo lepreguntó:
—¿Es cierto, querido? ¿Cuándo ocurrió eso?
Su padre había volteado una silla ysehabía sentado apoyando
los antebrazos en elrespaldo, interesado.
85

—No fue nada —murmuró David, tratando de adivinar loque
Ana quería que dijera—. Chocamos alahora del almuerzo y salí
volando. No soy ningún llorón.
Ana sonreía, satisfecha. Nada parecido alasegunda Guerra
Mundial, ¿verdad? Supadre leguiñó un ojo.
—Casi suena como un accidente —dijo.
—Tú no temetas —prorrumpió laseñora Royle—. No entiendes
de esto. Pues hasta aquí llegó ese muchacho, hay que detenerlo.
Voy ahablarles por teléfono.
—¡Ay, mamá! —exclamó Ana, completamente exasperada—.
¡¿Qué noentiendes?! SiDavid tiene que llamar asumamá para que
lodefienda delbobo deSimón, va aser diez veces peor. Entonces
síque sevan ameter con él,en vez demolestarlo unpoco: vaaser
elhazmerreír de todos. Por favor, déjanos tranquilos, nosotros nos
las arreglamos.
La señora Royle miró aDavid, y éste, apesadumbrado, respaldó
a su hermana. Laseñora Royle hizo ungesto deresignación.
—Bueno —reflexionó elseñor Royle, mientras acomodaba la si
lla alponerse depie—. En resumidas cuentas, querida, creo que
más vale que sigamos elconsejo de los niños. Quién vaasaber me
jorque ellos.
Salió del desayunador, sonriendo para sus adentros. Ana seacer
cóa su madre ylatocó en elhombro, cariñosa.
—Por favor no tepreocupes, mamá —le dijo—. Son cosas de ni
ños. Simón esun idiota. Essumamente pesado.
—Es unretrasado —agregó David, con resentimiento.
Y laseñora Royle loregañó por usar ese "lenguaje cruel yton
to", lo cual lahizo sentirse unpoco mejor, pero nomucho.
86

Almenos sésunombre, pensó mientras iba por su abrigo. Ya es
algo.
—¿Qué vas ahacer? —preguntó Brian. Esamañana había esperado
en
una esquina, en suconjunto deportivo, aque Louise pasara por
élensuauto.
—¿Qué debo hacer? —respondió Louise—. ¿Hablar con él?¿Ha
blar con ellas? ¿Hablar con Beryl Stacey? ¿Tirarme por laventana?
Tejuro que no lo sé.
—Con lode los sandwiches Beryl estuvo de lomás chistosa
—comentó Brian—. Armó un alboroto, como siSimón hubiera he
cho algo de veras malo. Como sihubiera tratado dematar alchico
Royle dehambre. ¡Sólo Dios sabe qué hubiera hecho si lellego a
contar lode lapiedra!
Estaban detenidos enunsemáforo. Louise estiró lamano ylapo
sósobre elbrazo deBrian.
—Gracias por no decírselo —expresó—. Creo que no tendrás de
qué arrepentirte. Deverdad nocreo que seaunmal muchacho.
—Y yocreo que túestás chiflada —concluyó Brian.
Pero laseñora Stacey tenía algo preparado. Antes deempezar la
asamblea, anunció que más tarde haría unanuncio importante. Alo
largo de los asuntos de esa mañana, de laoración yde los avisos,
estuvo sentada, firme, ensu silla derespaldo recto, con una expre
sión feroz ysolemne. Cuando seagotaron los asuntos, sepuso de
pie ycaminó lentamente al atril.
Aunque laseñora Stacey era bastante bajita, podía parecer muy
amenazadora. Era ancha ymusculosa, más bien robusta que gorda.
87

Tenía elpelo muy rizado ylosmúsculos de lacara tensos. Antes de
empezar hizo una larga pausa, durante lacual los niños semovie
ron ensus asientos, intranquilos.
—Niños —arremetió—, en esta escuela están sucediendo cosas
queme hacen avergonzarme de ser ladirectora. En esta escuela es
tán sucediendo cosas que sólo sepodrían esperar de niños malva
dos, desconsiderados yestúpidos. En esta escuela están sucediendo
cosas que nopienso tolerar.
Podía oírse hasta elzumbido deuna mosca. Ninguno de los ni
ños seatrevía siquiera aparpadear, todos los ojos miraban alfrente.
En latarima, losmaestros estaban igual de quietos, sus rostros rígi
dos ysombríos.
—Buscapleitos —continuó laseñora Stacey—. Ésa es lapalabra
que heestado escuchando. Actos deviolencia irracional, amenazas,
vandalismo mezquino yestúpido. Al principio no lopodía creer.
Nodaba crédito aloque escuchaba. Incluso ahora me cuesta traba
jocreer que eso esté pasando aquí en elColegio Saint Michael, por
sobre nuestras tradiciones. Así que leshago una advertencia ahora,
envez decualquier castigo.
Un suspiro apagado brotó demuchas gargantas através de las hi
leras de niños. ¡Santo cielo!, pensó Louise, esimposible que todos
se sientan culpables. Pero almirar sus rostros, eso parecía. Entre
los niños más grandes había unpuñado que empezaba amostrar
una sonrisa estrecha ydura, pero era sólo un puñado. Lamayoría
seguían atónitos ymortificados.
Conforme seprolongó elsilencio, laseñora Stacey miró dereojo
hacia las hileras de profesores sobre elentarimado, de izquierda a
derecha, yLouise bajó la vista. La directora volvió sumirada ala
88

sala, suredondo rostro más bien complacido. Podía ver que los ni
ños sufrían, que digerían sus advertencias, que temían lopeor, fuera
loque fuese. Buscó aSimón Masón yvio que lamiraba fijamente,
con elrostro tieso por laexpectación, como siesperara que encual
quier momento dijera sunombre. Aunque sehallaba a sólo ocho lu
gares, no vio aDavid Royle, porque estaba completamente encor
vado, blanco de angustia, agarrando inconscientemente laparte de
lantera de sus pantalones con ambas manos. Para David, las pala
bras de ladirectora eran como flechas certeras apuntadas a su cora
zón, alsecreto de suvergüenza. A ella lehubiera sorprendido sa
berlo.
—Bien —prosiguió laseñora Stacey—. Creo que yame entien
den. Estoy orgullosa de esta escuela, yquiero que ustedes también
loestén. No lespido nada difícil, como ya leshedicho, simplemen
teescuestión debuen comportamiento ymejores modales: actitud.
No tengo ninguna intención demencionar nombres eldía de hoy,
ése no esmi propósito. Los culpables saben quiénes son, ypueden
estar seguros deque yotambién lo sé.Por elmomento sólo quiero
decirles esto: siquieren buscar pleitos ohacer trampas... éste no es
lugar para ustedes. Éste no es el lugar, yno serán tolerados, sean
quienes sean. ¿Entendido?
Nadie respondió (nadie esperaba que alguien lohiciera) ylase
ñora Stacey sehinchó frente a sus ojos, como una criatura espeluz
nante y furiosa.
—¿Entendido? —vociferó—. ¡Respóndanme!
Hubo uncoro disonante. Apenas siseescuchó, pero con eso bas
taba. Laseñora Stacey atravesó elentarimado ysalió de lasala, de
jando laconclusión de laasamblea alcuerpo de maestros. Los ni-
89

ños estaban mansos ycallados, yno dieron problemas alencami
narse en filas asus salones.
—Bueno —dijo Louise en tono sombrío aBrian—. Por lomenos
no señaló aSimón como elasesino del pobre Diggory. Pensé que
quizás lo haría. Voy a tener que hablar con él,ypronto.
—Sí —coincidió Brian—. ¿Pero qué vas adecirle? ♦
90

Capítulo 12
♦ Louise decidió que no sería muy buena idea señalar aSimón en
tales circunstancias, asíque no losacó deninguna clase para hablar
con él.Pero encuanto sonó eltimbre para elrecreo, salió desu ofi
cina ysedirigió alpatio. Vio aSimón, él lavio a ella... yechó co
rrer.
—¿Simón?
Enunprincipio no gritó sunombre, porque no lopodía creer.
Después él sevolvió, sin dejar de correr, ylamiró directa ein
confundiblemente alacara. Ella soltó un grito impresionante:
—¡Simón! ¡Simón Masón!
Algunos niños detuvieron susjuegos para ver, pero Simón había
desaparecido tras laescuela. Sin decir una palabra más, laseñorita
Shaw volvió aentrar por ladoble puerta, atravesó abuen paso el
edificio por dentro ysalió junto alsalón de biología. Llegó justo a
tiempo para verlo doblar laesquina, adiez metros, ycaminar direc
tohacia ella. Elsusto ensucara resultaba cómico.
¡No! —exclamó, cuando élempezó avolverse para huir de
nuev0—. Un juego esunjuego, Simón, pero sihuyes ahora vas a
tener problemas. ¡Estáte quieto!
Él sedetuvo, contemplando elsuelo bajo sus pies. Al acercarse,
91

Louise observó loextraño ypálido que se veía, lodesdichado. De
seguro los adultos ya lohabían asustado bastante por ese día, pensó.
—Simón —repitió, enuna vozmucho más suave—. Sólo quiero
hablarte. Las cosas seestán saliendo de control, ¿no crees? Hablé
con elseñor Kershaw sobre loque pasó ayer. Sobre lodeDavid
Royle ylos sandwiches. Tenemos que hacer algo.
Estaban cara acara. Simón norespondió y Louise extendió lama
nopara tocarlo. Iba alevantarle labarbilla. Simón dioun respingo.
—Vamos —agregó—. Novoy acastigarte. No voy aregañarte ni
aecharte unsermón. Cuéntame, ¿qué pasó con lossandwiches? ¿Y
lapiedra?
Bajó lamano. Alver esto, Simón levantó lamirada pero no lavio
alos ojos. Su rostro seveía atormentado, como situviera que hacer
un esfuerzo para no soltarse allorar. De hecho, ni élmismo sabía
bien loque sentía. Estaba ofuscado. Labondad con que ella leha
blaba era loquemás loconfundía.
Pero al final no respondió aesa bondad. Apretó los puños, alzó
labarbilla bruscamente ylegritó alrostro sobresaltado.
—¿De qué sirve decirle? ¡De todos modos nadie me cree! ¿Qué
caso tiene?
—¡Simón, Simón! —dijo Louise, pero nohabía manera de dete
nerlo. Su rostro sehabía puesto rojo, ytenía los ojos desorbitados y
salvajes.
—¡Todos los niños dicen que yomaté algerbo, yahora laseñora
Stacey también locree! ¡Ya laoyó! ¡Me vaaexpulsar, pero yo no
hice nada! ¡Usted hace como sime creyera, pero también piensa
que soy un mentiroso! Y elseñor Kershaw. ¡No aventé ninguna
piedra, era para defenderme! ¡Me iban apegar!
92

Aun detrás de laescuela, laseñorita Shaw estaba muy consciente
deque alguien los podía escuchar. No quería que eso ocurriera,
quería proteger almuchacho de sus propias palabras. Hizo sonidos
para acallarlo yalzó lasmanos para tranquilizarlo, aunque esta vez
no trató de tocarlo.
—Bueno, ahora no tepreocupes por eso—le dijo—. Tranquilízate
unpoco. No creo que túhayas matado algerbo, deverdad. Creo...
—Pero tampoco cree que hayan sido ellos, ¿verdad? Ahora me
van adaruna golpiza. ¡Celebraron unjuicio!
—¿Un juicio? ¡Simón, ya basta, por favor! ¡Estás diciendo dispa
rates! Nadie tevaadarninguna golpiza, no seas tonto. ¿Quién crees
que tevaapegar, elpequeño David Royle?
Conforme lamiraba, sudesprecio empezaba adisminuir. Había
pasado suarranque de gritos. Negó con lacabeza.
—No, David Royle, no:Ana Royle. Ana yRebeca, ¿quién pen
saba? Se lapasan molestándome. Siempre me están buscando plei
to
yseaprovechan demí.Ya se lohabía dicho, ¿no?
Sonó eltimbre yLouise dejó que se fuera. Al rodear eledificio,
setopó con Ana yRebeca, quienes sedieron tiempo para arrinco
narlo antes deque empezara lasiguiente clase y reclamarle suau
sencia latarde anterior. Fue unencuentro breve ydespiadado.
—Te sentenciamos —dijo Ana, con una extraña sonrisa en los
labios—. Teencontramos culpable yelegimos un castigo adecuado.
Te lovamos adar después de clases, ¿entendido?
Rebeca también sonrió.
—Si tratas de escapar —dijo—, peor para ti,mucho peor. Esta
vez se locontaremos anuestros padres. Lo de las piedras que nos
aventaste ytodo.
93

—Mi papá esabogado —agregó Ana—. Ya lo sabes, ¿verdad?
Dijo que estás enproblemas, Simón. Enmuy muy serios problemas.
Lo pellizcó fuerte, lastimándolo, para que entendiera elmensaje.
Linda Masón, lamadre deSimón, llamó alaescuela alahora de la
comida para hablar con laseñorita Shaw. Había pasado horas pen
sando qué decir, preocupada denoquedar como una tonta. Pero Si
món había dicho que estaba enfermo, noquería iralaescuela yha
bía dicho que unos niños querían "atraparlo". ¿Todo esto qué de
mostraba? Muy poco. Pero laseñorita Shaw parecía una mujer
amable, comprensiva. Seguramente no leimportaría charlar unpo
co del tema. Valía lapena arriesgarse.
Por desgracia, laseñora Stacey también quería hablar con Louise
Shaw, yLouise —que losabía— había salido de laescuela al ter
minar las clases matutinas con elpretexto de llevar suauto arepa
rar.La secretaria que respondió alallamada de laseñora Masón le
explicó esto, y lepreguntó sigustaba dejar un mensaje. La señora
Masón no supo qué hacer, ledijo que no semolestara yque quizás
volvería a llamar, que noeranada importante.
Pasó varios minutos tratando dedecidir sidebía caminar alSaint
Michael para ver siSimón estaba bien. Pero decidió que eso síera
una tontería, sepondría furioso. Aún preocupada, puso ahervir
agua para una taza de té.
En elreceso de latarde, Louise —bastante apropósito— seocupó
de acorralar aDavid. No era tan vivo como Simón, yaún noera tan
desconfiado. No sedio cuenta deque iba tras élhasta que se vio
atrapado. Lo llevó amablemente detrás deuno de los edificios, don-
94

deestaban los botes de labasura ylos niños tenían prohibido jugar.
Élmiró anhelante hacia donde corrían los otros yhacían ruido, yse
rindió. Aún no tenía lamenor pista deque los próximos minutos
podrían ser terriblemente difíciles.
—Y bien, David. Vaya regañiza que nos dio laseñora Stacey en
lamañana, ¿verdad?
Parpadeó. Era una pregunta típica demaestra. ¿Qué quería que le
dijera?
—Sobre los niños abusivos, sobre los buscapleitos —prosiguió
ella—. A titehan molestado, ¿verdad? ¿Tú qué opinas?
Empezó asentir que elpánico loinundaba. ¿Lo habían molesta
do? ¿Cuándo? ¿De qué estaba hablando?
—Está bien —respondió.
—¡Qué! ¿Que temolesten? ¿Está bien?
—No me importa —dijo—. Nomucho, ¿sabe?
Mascullaba, con lamirada gacha. Ana lomataría sisupiera que
había estado hablando con labruja por sucuenta. Le había adverti
doque laevitara atoda costa.
La señorita Shaw esperó.
—Sí tehan molestado, ¿no es así? —preguntó—. ¿Sabes aqué
me refiero, David?
Observó fascinada cómo se iba sonrojando: un leve rubor leco
rría por las sienes y las orejas. Seencorvó aún más, sumiendo la
barbilla en elcuello.
—Tus sandwiches —siguió—. ¿Te supieron ricos, así todos lo
dosos? Bueno, nopodrás negar que teestaban molestando, que se
aprovecharon de ti,¿verdad? Aeso se refería laseñora Stacey. ¿O
creías que estaba hablando del gerbo?
95

Louise pensó por unmomento que en realidad nodebería hacer
esto. Era otra forma de acorralar aun niño yaprovecharse de él.
No lehubiera funcionado conAna nicon Rebeca porque ellas ha
brían sabido exactamente cómo manejar la situación. Atacaba el
eslabón más débil.
—Te metiste alcentro de materiales, ¿verdad? —soltó depron
to—. ¿Ibas conAna yRebeca oentraste túsolo?
Levantó lacara deinmediato.
—¡No!
Sus ojos resplandecían de terror. Apretó los dientes para evitar
que se lefuera asalir algo más. Después deuno odos segundos,
negó con lacabeza.
—Nunca —dijo—. Nunca entramos allí. Pregúntele aAna, seño
rita. Pregúntele aRebeca. Fue culpa deSimón, no nuestra, fue Si
món. Pregúnteles aAna yRebeca.
Louise no podía continuar. Cualquiera podía ver que David no
era elculpable aunque hubiera estado involucrado. Curiosamente,
lerecordaba aSimón.
—Bueno, tepuedes ir,David. El recreo terminará pronto. Anda,
corre ajugar con tus amigos.
No corrió, caminó. Al verlo, Louise pensó con tristeza que irra
diaba temor ydesdicha, yse dio cuenta deque necesitaba hablar
con unamigo. Quizá Brian tuviera una opinión sensata.
Pero afin decuentas, Louise nohabló con Brian sino hasta después
dehaber tomado una decisión ydehaber hecho loque creía correc
to.También tuvo unbreve enfrentamiento con laseñora Stacey, algo
desagradable. La directora lepreguntó fríamente siyahabía acepta-
96

do elhecho deque Simón eraun buscapleitos, ycómo pensaba cas
tigarlo. Louise semordió un labio ydijo que sólo pensaba en eso.
Al final de latarde fue alas canchas, ubicando aBrian por su
brillante conjunto deportivo azul. En esemomento no tenía clase y
estaba dominando unbalón. Al verla, alzó las cejas.
—Setenta yocho, setenta ynueve, ¡ochenta! —dejó que elbalón
cayera alcésped—. ¡Sinome hubieras interrumpido, habría hecho
cien!
—Ay, cállate —respondió—. Esto es serio.
—Bueno, sitúlo dices. Mira, enunminuto tengo que irahacer
unas llamadas. Las heestado posponiendo.
Louise resopló.
—Yo acabo dehacer una —dijo—. Voy aver a una madre des
pués de clases. Está que echa humo.
—¿La señora Masón?
—Peor. Lamamá deAna yDavid Royle. Probablemente venga
con lamadre deRebeca, ycon unabogado, ajuzgar por loqueme
dijo alteléfono.
Brian levantó elbalón con una desusenormes manos yselome
tióbajo elbrazo. Empezó acaminar hacia laescuela.
—Suena mal. ¿Por qué tellamó? ¿Los niños sehan quejado de
nuestro querido Simón?
—No escuchas. Dije que yo lallamé. La llamé por elasunto de
los pleitos. Le dije que eramuy difícil definirlo, pero que estaba
preocupada porque algo está ocurriendo.
—Un momento. ¿Qué dices? ¿No habrás sugerido que sus pre
ciosos hijos...? ¡Fiu!
Louise pateó un terrón, salpicándose delodo zapatos ymedias.
97

—No me dejó. No esque haya saltado hasta el techo, pero su
voz eracomo ácido. Dijo que sabía todo sobre los buscapleitos, y
que yahabía llegado demasiado lejos. Que sus hijos lerogaron que
no interfiriera para no crear problemas, que sehabían portado de
manera totalmente noble. Ésas fueron sus palabras exactas. Pero
que ella essumadre yhabía llegado elmomento denohacer caso a
su
petición. Va avenir después de clases. Lomás cerca de lascua
troque pueda llegar.
Habían caminado hasta el final del césped ysedetuvieron un
momento antes depisar elpavimento.
—En fin—concluyó Brian—. ¿Será muy malo, afindecuentas?
Si ella no sehubiera decidido ahacer algo concreto, supongo que
Beryl Stacey lohabría hecho bastante pronto. Yaunque no teguste,
si elpequeño Simón sigue usando piedras ycosas... Louise, podría
acabar siendo unproblema muy serio.
—No es él—respondió—. Hablé con él, Brian, y hablé conDa
vid Royle. Puedes burlarte siquieres, pero estoy segura. También
fueron ellos los que mataron algerbo. Los Royle yRebeca. Por lo
menos losque dejaron lajaula destapada.
—Ay —dijo Brian—. Yva avenir laseñora Royle, ¿verdad? Y
levas adecir eso. ¡Ay!
—No me crees, ¿verdad?
Botó lapelota una vez, sobre elsuelo duro del patio.
—El problema no soy yo, ¿o sí?—preguntó—. ¿Tienes alguna
prueba?
—No —respondió Louise Shaw. ♦
98

Capítulo 13
♦Lahuida deSimón sorprendió aAna yRebeca latarde anterior,
pero ahora estaban decididas ano dejarlo salirse con lasuya. Los úl
timos cinco minutos de laúltima clase estaban insoportables: brinca
ban para arriba y para abajo como yoyos, miraban por las ventanas,
cuchicheaban entre síeintercambiaban miradas de angustia. Supro
fesor, elseñor Bailey, les llamó laatención un par de veces, aunque
sin enojarse. Asus ojos, Ana Royle era incapaz dehacer nada malo.
Cuando eltimbre empezó asonar, salieron disparadas desus asien
toscomo pelotas degoma. Ana lepegó aotra niña ytiró algunos li
bros alpiso.
—¡Ana! —gritó elseñor Bailey—. Tranquila. ¿Qué prisa llevas?
—¡Perdón, señor! ¡Por favor, señor, nospodemos ir? ¡Esmuy im
portante, señor, deverdad!
No esperó aque ledieran permiso. Se deslizaba hacia lapuerta,
empujando con sutileza, apartando alagente desupaso.
—Bueno, vayanse lasdos—concedió elmaestro—. Más que ni
ñas parecen bárbaros. ¡Cuidado, Danielle, que tevan aaplastar!
Salieron disparadas del salón de clases, como balas deuna ame
tralladora. Pero aunque habían sido rápidas, otros niños lohabían
sido más. Elcorredor empezaba allenarse y elruido del parloteo
99

iba enaumento. Ana yRebeca corrieron, pero tuvieron que bajar la
cabeza yempujar avarios para abrirse paso. Además lapuerta de
los niños pequeños, pordonde tendría que salir Simón, estaba hasta
elotro extremo del colegio.
—¡Diablos! —jadeó Ana—. Sevaescapar. ¡Muévete! ¡Tú! ¡Por
qué note quitas!
Rebeca, que iba junto aella entre lamultitud cerrada, apartó a
una niña con violencia.
—¡Nos esperará! —afirmó—. No seatreverá ahuir después de
lode ayer. ¡Sabe que lomataríamos!
Pero Simón no las esperó, ni las esperaría. Al primer zumbido
del timbre que estaba afuera de su salón, corrió hacia lapuerta. La
señora Earnshaw, que seguía dando clases, jadeó atónita.
—¡Simón!
—¡Deténgalo! —chilló David Royle.
—¡Uyuyuyuyuy! —rugieron casi todos losdemás.
Simón sabía que estaba enproblemas, pero también sabía cuáles
temía más. Quizá laseñora Earnshaw ledaría una regañiza aldía
siguiente olaseñora Stacey loamenazaría con todo tipo de cosas,
pero ninguna lepondría undedo encima. Encambio Ana Royle le
aplastaría lanariz a lamenor oportunidad. No iba permitirlo, nopo
día soportarlo. Corrió.
Antes de llegar alapuerta, David separó frente aél,con una ex
presión demartirio yangustia en elrostro. Tenía que detener aSimón,
pero notuvo elvalor dehacerlo bien. Alpasar volando junto aél, Si
món reconoció sutemor. Le dijo que nome dejara escapar, pensó... y
me dejó. También aél le vaadaruna paliza, ¡asupropio hermano!
—¡Simón! —repitió laseñora Earnshaw—. ¡No teatrevas!
100

Simón seatrevió. Sin mirar atrás, abrió lapuerta deunjalón.
—Ay, maestra —escuchó aDavid gimotear.
Se fue.
Elcorredor deese lado de laescuela aún estaba vacío, asíque Si
món llegó alasalida entiempo récord. Miró elpatio ylacancha,
pero nohabía nadie tan cerca como para amenazarlo. Antes deque
supropio grupo hubiera llegado siquiera alcorredor, élyahabía sa
lido por lareja doble. Trescientos metros más omenos hasta lareja
principal y—esperaba— estaría asalvo.
Ibacomo amitad del camino cuando Ana yRebeca salieron al
patio ylovieron. Por unmomento sedesanimaron. Tenía lacabeza
agachada ycorría de prisa, como unpequeño tren. Sedetuvieron un
instante, pero luego la ira les hizo acelerar elpaso. Ambas sentían
que no tenía derecho ahuir de ellas.
Ahora había espectadores. Los niños que Ana yRebeca habían
atropellado sabían que algo estaba pasando yno se loquerían per
der. Cuando las niñas atravesaron corriendo elcampo vacío las si
guieron enmasa, gritando. Este ruido fue loque atrajo laatención
dealgunos maestros, entre ellos Louise. Miró por laventana de su
oficina, alas niñas yasus seguidores, yalcanzó adistinguir aun
niño pequeño que salía corriendo por lareja yala calle. Un niño
pequeño que sólo podía serSimón Masón...
Brian también lo vio, desde supuesto en elextremo más aparta
dode lacancha. Una persecución, una cacería, ungrupo desordena
dodeniños que corría desde eledificio principal de laescuela. Pitó
para terminar los partidos ymandó atodos alvestidor; después em
pezó atrotar hacia donde ocurría laacción. Estaba muy lejos para
distinguir quién perseguía aquién.
101

Ana yRebeca oyeron que laseñorita Shaw las llamaba: suvoz
era inconfundible. Desde luego, no lehicieron caso aunque Rebeca
volteó hacia atrás. La subdirectora estaba parada afuera de lapuerta
doble, con las piernas encompás ylamano en alto. Algunos de los
seguidores más rezagados desistieron de lapersecución.
—¡Vamos! —gritó Ana, que yahabía llegado alareja—. Diremos
que no laoímos. ¡Yaestamos muy lejos! ¿Dónde está? ¡Allá va!
Por desgracia, Simón seguía visible... apenas. En elmomento en
que Ana señaló, dio vuelta aladerecha, apartándose de la calle
principal,
ydesapareció. Medio segundo más ylashubiera perdido.
—¿Adonde va?—preguntó Rebeca.
Lo sabía, lasdos losabían. Lacolina seerguía empinada asude
recha, sobre los árboles ylas casas.
—A lamina —respondió Ana con voz sombría—. Se lapasa allí,
¿no? Allí hade haber estado cuando celebramos elestúpido juicio.
—Qué espanto —dijo Rebeca—, nunca seme hubiera ocurrido.
No pensarías que tuviera las agallas.
Aunque lamina era un lugar completamente prohibido, ellas ha
bían entrado antes, desde luego. Enuno uotro momento, casi todos
los niños del Saint Michael sehabían arriesgado aentrar, por loge
neral para demostrar su valor. Llevaba varios años en desuso yla
cerca, eincluso laenorme reja de entrada, habían empezado apu
drirse. Según contaba laleyenda, una vez sehabían matado unos
muchachos que buscaban nidos de pájaros, ydevez encuando la
señora Stacey lanzaba sombrías advertencias sobre los peligrosos
túneles ylamaquinaria vieja yoxidada. Sialguien era sorprendido
entrando alamina, advertía, lasconsecuencias serían terribles.
Simón, que desde hacía mucho lehabía perdido miedo allugar, es-
102

taba seguro dequeAna yRebeca no loseguirían aunque adivinaran
que estaba allí. Semetió por su agujero favorito ycontempló el in
menso rostro blanco de calcon una poderosa sensación de alivio. Era
un lugar callado, apartado del chillido de las grullas ycon una atmós
fera dequietud que amaba. Lentamente, elpánico lefue pasando.
Pero tampoco era tan tonto para quedarse allí, alavista. Recuperó
el aliento unpoco yseagachó bajo una pared medio desmoronada
desde donde podía ver lareja ylacalle de acceso. Con absoluto pa
vor viocómo Ana yRebeca doblaban en laesquina ycorrían —sin
lamenor vacilación— hacia laentrada de lamina. Por unmomento
sequedó petrificado, después dio media vuelta ysalió despavorido.
De pronto sedio cuenta de loque había hecho. Estaba en un lugar
solitario yaislado, donde nohabía absolutamente nadie que pudiera
ayudarlo. Si loagarraban, estaba perdido.
Al llegar ala reja, las niñas sedetuvieron. Para ellas lamina no
eraun lugar depaz yrefugio, eraun tiradero. El ladrillo de los edi
ficios sehabía blanqueado por años depolvo calizo, ytenía man
chas de óxido por todas partes. Había una grúa medio ladeada, con
elbrazo roto doblado demanera grotesca sobre unvagón de ferro
carril. Entre losmontones deescombro, crecían mechones aislados
depasto. Yentrar significaba problemas.
—Vamos —dijo Rebeca, vacilante—. No vale lapena. Ni siquie
rasabemos sientró. Mejor vamonos.
Ana lerespondió con desdén.
—¿Y entonces dónde semetió? Eres una miedosa. Nadie nos va
aencontrar.
—¿Dónde está David? —preguntó Rebeca, sin lógica—. ¿No de
beríamos haberlo esperado?
103

Ana pasó por alto elcomentario. Sacudió las rejas hasta queem
pezó acaer óxido.
—Mira —dijo—. Lacadena está completamente podrida. Con
unbuen empujón serompería.
—¡No! ¡Es propiedad privada! ¡Oh, Ana, no lohagas!
Pero Ana lohizo, ylasenormes rejas seabrieron con un rechini
do.Tomó asuamiga de lamanga ylaarrastró hacia adentro.
—¡Tú vepor allá yyobuscaré por aquí! Mira entodos loscober
tizos ycosas, nohatenido tiempo deencontrar unbuen lugar. ¿Ves
esa cosa grande de fierro que está hasta allá? Sino loencontramos,
nos reuniremos allá.
Rebeca pudo haber protestado, pero no tuvo oportunidad. Ana
corrió abuscar tras unmontón deescombro de cal, ansiosa como
un sabueso. Se detuvo un instante ytambién empezó a buscarlo.
Albergaba laesperanza secreta deque no loencontraran. Sabía que
seestaban metiendo en serios problemas. Ser lamejor amiga de
Ana Roy lepodía llegar aser...
Entonces seescuchó un grito yelcorazón deRebeca empezó a
latir con fuerza. Era lavoz deAna, rebosante de triunfo.
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Rebeca!
Olvidadas sus dudas, Rebeca corrió hacia el sonido. Ana estaba
parada sobre unmontón dechatarra, señalando. Aunos cien metros,
bajo elmuro vertical de cal, había una estructura metálica negra,
una especie depuente con una grúa corrediza. Trepado amitad del
camino, aplena vista, estaba Simón, aferrándose.
—¡Lo tenemos! —gritó Ana—. ¡Atrapado como una rata! ¡Qué
tonto, qué imbécil, pero qué idiota!
—¡Como unmono encaramado en su poste! —gritó Rebeca—.
104

¡Eres muy torpe para hacerla demono, Simón! ¡Te vas acaer yte
vas aromper elcuello!
Mientras gritaba, Simón empezó aresbalar.
En laescuela, David había observado lapersecución —primero a
Simón, después a su hermana yRebeca— ysuangustia crecía a ca
da instante. Primero había decidido quedarse adentro, pero lamulti
tud deniños que salían aempujones loarrojó alpatio. Vio alase
ñorita Shaw salir corriendo, dando de alaridos, yalaseñora Stacey
salir de prisa yhablar con varios maestros. Sin embargo, no vio al
señor Kershaw, que venía corriendo por otro lado.
—¡Es tuhermana! —le dijo alguien, emocionado—. ¡Le vaape
gar aSimón Masón! ¿No levas aayudar?
Ése era elproblema. No quería, pero tenía que hacerlo. Ya era
bastante malo que hubiera dejado que Simón seescapara, ya le to
caría unbuen escarmiento por eso. Pero sino sepresentaba alaeje
cución...
Elproblema eran los maestros. Estaban por todas partes,
tratando deordenar ese caos, discutiendo ygritándoles alos niños.
Era imposible llegar hasta lareja.
Se leocurrió aDavid que sihacía un rodeo, siseseparaba de la
multitud, quizá podría llegar auna reja más pequeña que había en la
cerca de alambre. Con unpoco de suerte, quizá pasara inadvertido.
Como elmiedo crecía acada instante, echó aandar de inmediato.
No sedaría tiempo para cambiar de idea.
Al principio iba bastante bien. Nadie lovio rodear laescuela, na
die legritó cuando empezó acorrer. Después deunos cien metros,
empezó asentirse emocionado ymiró hacia atrás. Nadie loperse
guía.
105

Luego, frente aél, vio elconjunto deportivo del señor Kershaw,
deun azul llamativo, violento. Corría untramo largo en diagonal;
alparecer iba areunirse con laseñorita Shaw en lareja principal.
Pero cuando David lovio, élvio aDavid ycambió sutrayectoria li
geramente. David cambió supropia dirección, para esquivarlo, y el
profesor dedeportes rodeó unpoco más para atajarlo. David sintió
unpeso de plomo frío en elestómago ysedetuvo por completo. Se
volvió, como sifuera aechar acorrer en dirección opuesta, ymiró
hacia atrás. Elseñor Kershaw, atlético yveloz, loalcanzaba. David
notó cómo sus tenis levantaban pequeños terrones por lafuerza de
sus piernas.
—¡David! —la voz del señor Kershaw eramuy aguda. Ni siquie
rajadeaba—. ¿Adonde crees que vas? ¿Qué está pasando?
Todo empezó aacumularse ydepronto sesintió perdido. Elpoco
control que lequedaba seperdió por completo. No vio lacamioneta
Volvo de sumadre detenerse afuera de la reja, no vio a laseñora
Royle yaAbril Tanner bajarse yazotar las puertas. La vista se le
nubló, loshombros letemblaban inconteniblemente.
Sedeshizo enlágrimas. ♦
106

Capítulo 14
♦ Simón se lastimó en lacaída. Había sido quizás un metro, de
una viga metálica aotra más baja, que lehabía pegado en elestó
mago de través. Le sacó el aire ysentía undolor en las costillas in
feriores, pero lomullido desuestómago losalvó deromperse algún
hueso. Se sentía como una prenda deropa recién lavada, colgada en
untendedero avarios metros del suelo. Pero aunque tenía los ojos
húmedos del dolor, las vigas atravesadas por lasque había trepado
seguían pareciéndole filosas ymortales, suspendidas entre ély el
suelo. Alas niñas lespareció presa fácil.
—Más vale que bajes deuna vez—le gritó Ana antes deque lle
garan alabase delpuente—. Baja deuna vez atomar tumedicina.
¿Está bien lanena? ¡Miren, lanena está llorando!
Rebeca se rió.
—¿Quieres que suba con un pañuelo, nena? ¿Quieres que suba a
limpiarte lanaricita?
De hecho, Simón sesecó sus propias lágrimas, tallándose lacara
con una mano, mientras seagarraba con la otra. Lamano con que
selimpió estaba pegajosa, cubierta debrea yaceite. Su ropa tam
bién. Todo estaba estropeado. Lo recorrió una oleada de odio por
estas niñas.
107

Estaban abajo, mirándolo. Ana había visto cómo sehabía ensu
ciado yhabía tocado las vigas metálicas animada.
—Baja ya—ordenó, unpoco como lohubiera hecho una maes
tra—. Sitenemos que subir atraerte vaasermucho peor, ya love
rás.
Simón puso ambas manos sobre labarra horizontal y subió hasta
ella, balanceándose sobre una rodilla. Setambaleó, pero logró asir
sedeuntravesano vertical yequilibrarse. Estudió ellugar dedonde
había caído. Ados metros estaba laplataforma adonde había queri
do llegar. Adiferencia de las niñas, conocía el lugar. Conocía las
rutas deescape.
Sin hablar, empezó atrepar hacia arriba nuevamente, con una ve
locidad que las sorprendió. Trepaba rápido ybien, para nada como
elpelmazo torpe que loconsideraban. Empezaron agritarle.
—¡Baja! ¡Te vas acaer! ¡No tesaldrás con latuya!
Cuando Simón llegó alaplataforma, sedetuvo atomar aire. Mi
ró los rostros que loveían, dirigidos hacia arriba, ydeseó tener algo
que aventarles, una piedra oun recipiente con aceite hirviendo. Pe
ro almenos estaba seguro: jamás intentarían seguirlo.
—¡Está bien! —dijo Ana—. ¡Si así quieres jugar, amigo, vamos
asubir por ti!
—¡Ana! —exclamó Rebeca angustiada—. ¡Nos ensuciaremos!
Ana dijo algo breve ygrosero, con una expresión en lacara que
hubiera podido matar. Se lanzó sobre los primeros travesanos, bus
cando dedónde asirse y en dónde apoyar los pies. Rebeca dio un
paso atrás, sintiéndose tonta.
—¡Ay! —chilló—. ¡Ana, esdemasiado tarde! Él se...
Ana saltó hacia atrás ycayó junto aella, maldiciendo. Simón ha-
108

bía dejado laplataforma yestaba parado sobre una barra demetal
angosta que iba del puente alasuperficie de cal.No parecía ser lo
suficientemente ancha para soportar mucho peso.
—¡Va acaminar por lacuerda floja! ¡Se vaacaer!
—¡Idiota! —gritó Ana.
Simón no sedio tiempo para pensar. Amenudo sehabía pregun
tado sialos mineros les sería posible atravesar por esa barra que
llevaba auno de los angostos caminos q"° surcaban lacal; pero el
equilibrismo no era su fuerte, nisiquiera en tierra firme. Poco des
pués laestaba atravesando, tambaleándose, paso apaso, con los
brazos estirados alos lados, como un títere demente. Estaba sobre
elcamino, con elrostro apretado contra laáspera superficie de cal,
elcorazón latiendo violentamente de susto.
¡Yde triunfo! ¡Lo había logrado! ¡Había hecho algo imposible!
Con cuidado sedio lavuelta, pegando ahora laespalda contra la
cal dispareja, sintiendo una cálida brisa en el rostro. Podía ver toda
laciudad, podía ver labahía; más allá elmar abierto, los botes y
barcos. Miró hacia abajo yse lerevolvió elestómago, parecía tan
lejos. Elreborde era angosto, ydepronto empezó asentir que lacal
leempujaba laespalda, como sitratara de aventarlo, dehacer que
cayera por eldespeñadero hasta donde las niñas lomiraban, aún
mudas por su acto.
Elcamino seextendía aizquierda yderecha, angosto, desmoro
nándose, sin reja.
Lasensación de triunfo sedesvaneció rápidamente.
La señora Royle entró por la reja del colegio lista para pelear, y
cuando vio a supequeño llorando sepuso furiosa.
109

—¡Allá! —le gritó alaseñora Tanner—. ¡No lopuedo creer,
Abril! ¿Qué leestá haciendo esehombre?
La señora Tanner vio aDavid ydespués buscó asu hija entre la
multitud deniños que sehallaba más cerca de los edificios de laes
cuela. Había una gran confusión, una pelotera deniños ymaestros,
con lafigura pequeña yrobusta de laseñora Stacey alparecer aren
gándolos atodos.
—¿Dónde está Rebeca? No las veo aella niaAna por ninguna
parte.
Laseñora Royle no laescuchó. Caminaba por elpasto, frenética,
hacia su hijo. Elseñor Kershaw lavio acercarse ytocó aDavid en
elhombro.
—Es tumamá. Por elamor deDios, sécate los ojos.
David miró hacia arriba yempezó a berrear más fuerte.
—¡Mamá!—sollozaba—.¡Mamá!
—¡David! ¿Qué teestán haciendo?
El señor Kershaw se sentía terriblemente incómodo. Pudo ver a
Beryl Stacey sacudiendo los brazos, arreando alos niños devuelta a
laescuela para recoger sus abrigos, dispersándolos. Louise sehabía
alejado de lareja ycaminaba rápido hacia él.La señora Royle, con
David a su lado abrazándola fuerte, sevolvió amirarla, enojada.
—¡Señorita Shaw! ¿Qué está pasando aquí? ¡Escomo unmani
comio yminiño está llorando! ¿Quién es elresponsable?
Louise, decerca, senotaba tensa.
—Buenas tardes, señora Royle —empezó.
—¡Tonterías! —replicó laseñora Royle, severa—. ¿Dónde está
mi hija? ¿Por qué llora mi hijo? David, ¿quién teestuvo molestan
do esta vez? ¿Fue otra vez ese niño?
10

—¡Ay, por Dios! —dijo Louise, tajante.
—Por favor —exhortó elseñor Kershaw.
La señora Tanner había llegado. Detrás venía laseñora Stacey,
tras dejar aotros maestros latarea deponer enorden alos niños.
—Señoras —pidió Brian—•. Por favor tranquilícense. Esto esco
sa seria.
—¿Dónde está Rebeca? —preguntó Abril Tanner demanera
agresiva—. ¿Dónde está esepequeño buscapleitos?
—¡Miren! —estalló Louise—. ¡Cuando lallamé por teléfono, se
ñora Roy le, ledije que había dudas alrespecto! ¡Le voy asuplicar
que deje dehacer acusaciones!
■—¡Ja! —siseó laseñora Royle—. ¿Piensa negar laevidencia que
tiene frente asus ojos? ¡David está llorando! ¿Va anegar que Si
món Masón está implicado?
La señora Stacey llegó jadeando, en elrostro mostraba unamez
clade iraycuriosidad.
—¿Alguien quisiera explicarme qué ocurre? —dijo—. ¡Señorita
Shaw, recuerde suposición! ¡Perder los estribos noesprofesional!
Louise tenía brillantes manchones rojos en las mejillas, pero se
contuvo.
—Lo siento, señora Stacey, lo siento, señora Royle. Pero por fa
vor entiendan que lasituación no es tan sencilla como parece. Si
món Masón...
Laseñora Stacey interrumpió.
—¿Está involucrado? ¿Entonces, dónde está? ¿Exactamente
quién salió corriendo? ViaAna yRebeca.
—¡Corriendo! —dijo laseñora Royle horrorizada—. ¿Cómo? ¿A
lacalle?
11

—Corría tras Simón —dijo Louise—. Lo iba persiguiendo. Al
igual que su hija, señora Tanner.
—¿Rebeca? ¿Pero por qué?
—¡Porque ya estarán cansadas deque las atormente, supongo!
—replicó laseñora Royle, furiosa—. ¡Porque se lapasa molestando
aDavid! ¿Por qué lloras? ¿Es culpa deSimón Masón?
David soltó allorar nuevamente ylaseñora Royle loabrazó con
tra suestómago. Ahora Brian estaba muy apenado, ylaseñora Sta-
cey sehabía puesto pálida decoraje contenido. Para ella, tener una
escena asíenpúblico era motivo deconsternación. No obstante los
mejores esfuerzos de los otros maestros, los niños seguían ansiosos,
tratando deasomarse.
—¡Ya basta! —atajó—. No pienso permitir escándalos en mi es
cuela. Señorita Shaw, dígame brevemente loque ha ocurrido. ¡No,
señora Royle, déjela hablar! Usted puede hablar después.
Louise controló surespiración con dificultad. Jamás había expe
rimentado taldesagrado como elque sentía en esemomento por la
señora Royle. Carraspeó.
—Hasta donde entiendo —empezó—, corría un rumor en el re
creo esta mañana. Hablé con Simón Masón yme dijo que tenía mie
do.Me dijo queAna yRebeca lohabían amenazado con darle una
golpiza.
Por unmomento aquello sevolvió unpandemónium. La señora
Royle ylaseñora Tanner empezaron agritar avoz en cuello. Entre
lamezcla de acusaciones ydesmentidas, seescuchaba lapalabra
"mentirosa". Louise, pálida ydecidida, norespondió anada.
La señora Stacey mantuvo lamano alzada muchos segundos an
tesdeque elruido cesara. Cuando hubo silencio dijo:
12

—¿Le creíste, Louise? Simón Masón hadicho mentiras antes.
—¡Es unmentiroso yun buscapleitos, todos losaben! —dijo la
señora Royle—. ¡Mis hijos yamehan contado loque hace! ¡Me di
jeron que inventa este tipo de acusaciones! Pero usted lecree aél,
¿no es así, señorita Shaw? ¿Le cree aunreconocido mentiroso an
tesque anuestros hijos?
Lavoz deLouise era baja.
—No sébien qué es loque creo —respondió—. Todo este asunto
es horrible. Pero vique Simón salió de laescuela, perseguido por
Ana yRebeca, yno sépor qué. No creo que se trate simplemente
deunniño que molesta alosdemás.
—Cuando lepregunté aDavid —interpuso Brian rápidamente—,
sesoltó allorar. Sieso significa algo.
—¡Significa que está aterrorizado! —gritó sumadre—. ¡Todo
este asunto está fuera de control! ¡Tuve que sacarles elnombre de
Simón Masón casi por lafuerza! ¡Lo estaban protegiendo! ¡Yahora
ustedes seponen de su lado! ¡Por eso está llorando David, señor!
¡Cualquiera estaría llorando!
Fue en este momento cuando sepercataron de lapresencia de
Linda Masón. Entró por lareja principal, miró a su alrededor yvio
elgrupo degente en lacancha. Cuando seacercó yescuchó loque
decían, empezó atener miedo. Al verla, Louise sesobresaltó, tocó a
laseñora Stacey eindicó con lacabeza. Las dos madres furibundas
también voltearon. Aunque no laconocían, nodijeron nada más.
—Señora Masón —dijo Louise débilmente.
—Pensé que más valía venir —acertó adecir—. Algo está pa
sando, algo leestá pasando amiSimón. Pensé que más valía llegar
alfondo de esto.
13

Laseñora Stacey tosió, tapándose laboca con lamano.
—Sí —respondió—. Creo que quizá tenga razón. Estas señoras...
Linda Masón lainterrumpió.
—¿Pero dónde está? —miró una yotra cara, ylaverdad lecayó
degolpe—. ¿Nadie losabe? ♦
114

Capítulo 15
♦ En la mina, Rebeca pensó, jubilosa, que Simón había ganado.
Parecía lamejor salida para todos.
—Más vale que lodejemos enpaz —sugirió, con voz más bien
quejumbrosa—. No haymodo de atraparlo allá arriba, no sepuede.
Alguien vaavenir.
Ana norespondió de inmediato. Miraba hacia arriba ypodía ver
aSimón, muy alto, parado en elreborde. Aún tenía laespalda con
tra lacal, asíque no loveíamuy bien.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué habría de venir alguien?
Nadie sabe que estamos aquí. ¿Adonde crees que irá, Rebeca? ¿Le
saldrán alas yse irávolando? Lo atraparemos amenos que seque
de allá arriba toda lanoche.
Rebeca tuvo laincómoda sospecha deque suamiga estaba dis
puesta a esperarlo no sólo toda lanoche sino toda lasemana, enca
sonecesario. En loque aella tocaba, yahabía sido suficiente.
—Ay, vamos —dijo—. Qué aburrido esperarlo. Medio lomata
mos del susto yleestropeamos laropa, ¿no basta con eso? Siquie
res,mañana puedes volverlo aintentar.
En esemomento Simón semovió. Sedieron cuenta porque cayeron
pequeños trozos de caldesprendidos del reborde. Ana sepuso apensar.
115

—Si logramos moverlo —dijo—, alomejor hasta secae. Eso es
taría bien, ¿no crees?
—¡Cállate, Ana! No digas tonterías.
La caldesmoronada asustó aSimón, pero sesobrepuso. Elrebor
de, ocamino, estaba lleno de tramos peligrosos donde lacal estaba
suelta, pero sabía que podía evitarlos. Sirodeaba lasuperficie de
cal llegaría acaminos más amplios que finalmente llegaban aluga
res dedonde eramás seguro descender. También llegaría alugares
donde podría esperar hasta que las niñas sefueran.
Cuando dio los primeros pasos, tenía laboca seca. Elcamino era
deapenas medio metro deancho, yhabía salientes de cal alaaltura
de sushombros que loobligaban aagacharse. Después deunminu
to,miró hacia abajo yvio los techos en ruinas de las construcciones
de lamina yloscaminos atiborrados que loscomunicaban, pero ya
nopodía ver alas niñas. Sedetuvo con laesperanza deescucharlas.
Oyó elviento, algo de tráfico aladistancia, elchillido de las grullas.
Me pregunto cómo me veré de lejos, pensó Simón. Seimaginó la
superficie de cal,como unenorme muro blanco tallado en lacolina.
Parecería un punto negro trepando por él.Una mosca sobre un
enorme budín blanco.
Empezó asentirse mejor. Unpoco más adelante, elcamino se bi
furcaba: una rama seguía horizontalmente ylaotra doblaba hacia
arriba. Elsendero ascendente eramás amplio, parecía más seguro.
Tomaría este camino. Escuchó un ruido metálico abajo, como silas
niñas hubieran volteado untambo de aceite ysepreguntó siseha
brían dado por vencidas. Pero aún no las vislumbraba. Procuremos
que así sea, eh, sedijo asímismo. Que piensen que hedesapareci
doen lanada...
116

Abajo, Ana estaba juntando cosas que aventar, incomodando te
rriblemente aRebeca. Había visto unos pedazos dehierro que lese
rían
útiles —grandes como unpuño, residuos dealguna vieja solda
dura, ajuzgar por suaspecto—, yhabía quitado unas láminas de
hojalata para tenerlas amano. También había algunas lajas filosas
que señaló asuamiga.
—Vamos —le dijo aRebeca—. No tequedes ahí parada. En un
minuto volverá aaparecer ylevamos adar.¿O tienes miedo?
Sítenía. Estaba horrorizada.
—No —respondió.
La señora Masón estaba harta de tonterías. Cuando laseñora Royle
empezó ahacer acusaciones, simplemente empezó agritar.
—¿Dónde está? ¿Mi pequeño? ¡Nome importa quién hizo qué,
sólo quiero saber que está asalvo!
La señora Royle parecía incómoda, pero laseñora Stacey com
prendió. Sepuso muy enérgica ypráctica.
—Tiene razón —dijo—. Señora Royle, señora Tanner, por favor,
yadiscutiremos más tarde loque haya que discutir. Louise, ¿tienes al
guna idea dedónde pueden haberse ido estos niños? ¿Alguien sabe?
Nadie lo sabía. Era un grupo extraño: todos sesentían avergon
zados, nadie quería verse alacara.
—¿David? -—dijo Louise.
Laseñora Royle sepuso roja.
—No veo por qué... pero...
Brian lainterrumpió.
—Lloró —dijo—. ¿No es así, David? Te pusiste allorar cuando
tedetuve. ¿Por qué?
17

Antes deque sumadre pudiera volver aintervenir, David lloraba
amares. Lo que decía era más bien incoherente, pero lapalabra
"mina" podía distinguirse. Nouna sino tres veces.
—¿Simón juega en lamina? —preguntó laseñora Stacey—. ¿Es
tás seguro, querido? Estoy segura deque ninguno demis niños...
Se parece alaseñora Royle, pensó Louise. Está segura deque
ninguno desus hijos son buscapleitos. ¡No mucho!
—¿Has ido allí? —preguntó Louise—. ¿David? ¿Has ido allí?
¿YAna?
Lloró más fuerte. No, insistió, nunca. Pero ayer, mientras ellas
esperaban... Simón Masón... Pensó que quizás...
—¡Ya basta! —gritó laseñora Royle—. ¡Está muy alterado! Da
vid, cariño, nodigas más.
—¡Tenemos que ir!—propuso laseñora Masón—. ¡Ahora!
—Voy allamar una ambulancia. Por siacaso —agregó elseñor
Kershaw envoz baja.
—¡No! —exclamó laseñora Tanner—. ¡No!
Pero Brian ya ibacamino del edificio de laescuela. Los demás,
con David tratando de zafarse de lamano de sumadre, se dirigie
ron hacia lareja. Pronto, laseñora Masón yaestaba en lacalle: co
rríamás que caminar. Louise trataba de alcanzarla.
—¡Mi auto! —gritó laseñora Royle—. ¡Podemos irenmi auto!
¡David! Métete alauto, nodebes ver, encaso deque haya...
—¡Cállese! —gritó lamadre deSimón Masón.
Trepó unos doscientos metros antes deque volvieran averlo. En el
sendero, más amplio, eltrayecto había sido más sencillo ySimón
no había tenido necesidad depegarse ala cal. En cierto punto, en-
118

contró unbuen agujero donde sehubiera podido esconder dehaber
lodeseado. De hecho, setendió al sol un par deminutos yestuvo
muy cómodo, resguardado del viento. Pero lapreocupación loobli
gó acontinuar. No podía quedarse allá arriba toda latarde yquería
acercarse allugar por donde podía bajar. Deseaba en elalma que
las niñas sedieran por vencidas ysefueran pronto.
Había pasado un tramo muy malo, donde lasuperficie del cami
noestaba suelta yera quebradiza. Al pisarla, los terrones de cal se
desintegraron yresbaló con elpolvo suelto. La orilla del camino
era quebradiza, inestable, peligrosa. Ydespués el vacío: lacaída
era inmensa, más alta que una casa.
Pasado este tramo, Simón se relajó un poco. Otros cien metros y
llegaría auna zona decaminos que conocía bastante bien, aunque
faltaban algunos tramos malos. Daba algunos pasos y sedetenía, a
veces seacostaba ysearrastraba hasta elborde para vermás allá de
losmechones de pasto tieso. Podía vermovimiento entre los viejos
edificios, sombras yarbustos que semecían, pero no veía alas ni
ñas. Se atrevió asuponer que sehubieran ido.
Pero no era así.Lo habían perdido de vista durante varios minu
tos, pero aAna apenas leimportaba. Había juntado pedazos deme
tal, había hecho que Rebeca agarrara las lajas, yhabía organizado
elacarreo alotro lado del terreno de lamina. Rebeca —accidental
ointencionalmente— había tirado su parte varias veces, pero Ana
sólo sehabía burlado de ella. Se sentía bien, muy emocionada, y
por todas partes había cosas para aventar, pormucho que Rebeca
deseara que no fuera así.Cuando consideró que habían recorrido lo
suficiente alolargo de lasuperficie de cal, seasomó desde unmu
roen ruinas.
19

—¡Allí está! —exclamó—. Mira, allá arriba, esunblanco fácil.
Anda atientas como un viejo ciego. Ven... ¡vamos aejecutarlo!
Corrió gritando victoriosa. Simón laescuchó, se paralizó, yvol
teó
lacabeza para ver elterreno de lamina. Tenía lasmanos exten
didas frente aél,un pie en alto, sin apoyarlo todavía en el suelo.
Estaba en untramo peligroso, elúltimo tramo peligroso del cami
no, ysehabía desplazado con una lentitud infinita, mordiéndose la
lengua, concentrado.
Laoyó, lavio yse sintió enfermo. Seacercaba rápido; Rebeca la
seguía mucho más despacio. Cuando estuvo cerca, Ana escogió un
trozo deacero filoso yechó elbrazo hacia atrás, enposición delan
zamiento.
—¡No! —le gritó—. ¡No laavientes!
Vio eltrozo demetal oxidado volar por los aires, girando bajo el
sol. Pegó en elpeñasco, debajo de él, amás deun metro. Rechinó
demiedo, yAna corrió para acercarse más.
—¡Tira, Rebeca! —gritó, volteando a sus espaldas—. ¡Dale aese
sapo!
Cuando el siguiente trozo llegó volando, Simón se retrajo para
esquivarlo. Aun así, falló apenas por unos centímetros, menos de
una brazada. Pegó en laroca frente aél,levantado una nube depol
voytierra. Yanopodía gritar. Eltemor losofocaba.
Ana estaba cerca. Podía ver elinterior desuboca cuando gritaba.
Vio que setensaban losmúsculos de subrazo desnudo. Saltó hacia
adelante, tratando deanticipar el tiro. Cambió deidea ydioun salto
atrás, por donde había venido. Giró rápidamente en elcamino an
gosto, sevolvió para huir. Sintió que lacal bajo sus pies cedía, es
cuchó las piedras que caían, escuchó supropio grito. Tuvo laim-
120

presión deque elrostro deAna también seconvertía enun grito. Le
vino lavisión deuna avalancha que había visto enuna película; se
fue delado y cayó, enmedio deuna masa detrozos depiedra caliza
que sedeslizaban hacia abajo.
Rebeca, adiez metros, vio que Simón resbalaba por elmuro de
cal auna velocidad vertiginosa; cualquier sonido que pudiera emitir
quedó ahogado por eltremendo rugido. Vio aAna que, ante laava
lancha, saltó hacia atrás como un resorte. Una nube depolvo blan
co selevantó del sitio donde cayó Simón ysedesplegó sobre ella
como encámara lenta. Cuando Rebeca llegó a su lado, tenía elpelo
lleno de cal; parecía unpayaso.
Sinembargo nadie reía. ♦
122

Capítulo 16
♦ Por unos momentos, mientras elpolvo empezaba aasentarse,
sehizo elsilencio en elterreno de lamina. Ana miraba fijamente a
Rebeca con elrostro blanco del susto. Rebeca miraba loque estaba
atrás desuamiga, elmontón de tierra y piedra que marcaba labase
de lasuperficie de cal. SiSimón estaba vivo, no hacía ningún rui
do. Siestaba malherido, nohabía ningún grito niquejido.
—Rebeca —dijo Ana envoz baja—. Tenemos que huir.
—¡No! —gritó Rebeca. Las dos sesobresaltaron por lafuerza de
sugrito—. ¡Puede estar herido!
Ana no discutió, eracomo sino se lehubiera ocurrido esa posi
bilidad. Se volvió para ver, y luego las dos niñas empezaron aca
minar hacia elpeñasco. Ya lopercibían, tirado como unjuguete ro
to,con los brazos ypiernas en ángulos espantosos. Estaba cubierto
por una gruesa capa de polvo, todo en élera blanco. Era horrible,
como sifuera alguna especie defantasma.
De lagarganta deAna salió unruido parecido aun sollozo.
—¡No lotoquen!
El grito fue tan completamente inesperado que lasdos niñas sal
taron. Voltearon para atrás alinstante yvieron gente correr. La se
ñorita Shaw, otra mujer, ysus madres. Hasta atrás, pero acercándo-
123

semuy aprisa, elinconfundible conjunto deportivo azul del señor
Kershaw.
Las niñas estaban cerca, habían estado apunto deagacharse aver a
Simón. Bajo sumáscara blanca seentreveían moretones ysangre. Te
nía los ojos cerrados. Sequedaron rígidas, tiesas ynerviosas. Ana se
dio cuenta deque tenía, por lomenos, unbrazo roto. Sintió náuseas.
Lamujer que debía ser lamadre deSimón llegó hasta élmedio
paso antes que laseñorita Shaw; Ana nunca había visto nada remo
tamente parecido alaexpresión dedolor yterror de su rostro. Ella
misma sintió una emoción que no sabía siera culpa overgüenza
pero lainundó demasiado rápido para poder pensar con coherencia.
Setambaleó retrocediendo, apartándose deSimón ydel rostro desu
madre, pero no de lamirada de Rebeca. Se miraron fijamente un
momento; tenían lapiel tan pálida que casi era transparente. Al fin
comprendían loque habían hecho.
—¡No lomueva! —dijo Louise con apremio. Esta vez sedirigía a
laseñora Masón, tomándola gentilmente, sujetándola—. Ni siquiera
lequite nada deencima. Laambulancia no tarda en llegar. Debe de
jarlo enmanos expertas, por siselastimó lacolumna.
La señora Masón empezó allorar almismo tiempo que llegaba
Brian. Elseñor Kershaw miró alas niñas con curiosidad ydespués
se arrodilló junto almuchacho inconsciente. Las señoras Royle y
Tanner, que sesentían extrañamente incómodas encompañía de la
señora Stacey, estaban paradas junto aun cobertizo, sin acercarse.
Pero obviamente querían hablar con sus hijas. Finalmente, laseño
raRoyle leshizo una seña urgente con lamano.
—La ambulancia viene encamino —dijo elseñor Kershaw—.
Pronto estará bien, señora Masón. Estará enmanos expertas.
124

Laseñora Royle volvió agesticular, esta vez enojada. Ana yRe
beca seacercaron alas mujeres. Ana observó asuhermano, escon
dido tras uno de los edificios de lamina, yadivinó que lehabían
prohibido acercarse. Aladistancia escuchó lasirena deuna ambu
lancia.
—¡Ya viene! —gritó Rebeca—. ¡Oigo una ambulancia!
—Ana —dijo sumadre—. ¿Me quieres explicar qué ocurrió?
Ana abrió laboca para mentir, pero no salía nada.
—¿Se cayó? —preguntó laseñora Tanner, sin sentido—. ¿Lo
iban aayudar?
Había muchas miradas sobre ellas. Las veían sus madres, la di
rectora yhasta David. Louise yBrian sehabían vuelto amirarlas.
Laseñora Masón fue laúnica que nohizo caso. La sirena de laam
bulancia seescuchaba cada vezmás cerca, avanzaba muy aprisa.
—Sí —dijo Ana—. Estábamos...
—Lo estábamos persiguiendo —intervino Rebeca—. Ana le
aventó unos pedazos de fierro.
Hubo un silencio asfixiante. Después seoyó elchirriar de los fre
nos yelsonido metálico de lareja de lamina. La sirena calló.
—¿Es cierto? —preguntó laseñora Royle.
—Sí —dijo Ana—. Lo siento, mamá. Es cierto.
Tal vez los adultos fueron losmás confundidos. Las señoras Stacey,
Royle yTanner. Louise yBrian tampoco entendían algunas partes
pero pensaron que no les sería muy difícil irlas descifrando. Lama
dre deSimón creyó entenderlo todo alaperfección, pero había co
sasque lecostaba expresar en palabras. ASimón lohabían moles
tado tres niños crueles yperversos... pero por otro lado, de algún
125

modo eracomo siélse lobuscara. Éste era su temor más profundo,
más secreto.
A ladirectora fue aquien más trabajo lecostó aceptar los he
chos. No obstante las confesiones de las niñas después deque se
llevaron aSimón alhospital, en lamina insistió enque nohabía por
qué apresurarse. Pidió alas señoras Royle yTanner que sellevaran
alos niños acasa para "alejarlos de esta escena mortificante" (y
alejarlos lomás posible, dehecho, demás preguntas embarazosas).
Naturalmente, laseñora Masón sefue en laambulancia.
—Jamás lohubiera creído —dijo laseñora Stacey cuando los
maestros caminaban de regreso alcolegio—. Estoy segura deque
debe haber una explicación sencilla, ¿no crees, Louise?
—No losé—dijo Louise—. Creo quemás valdrá esperar a ver qué
sucede, ¿no leparece? Dudo que sepamos laverdad deinmediato.
—Dudo que lleguemos asaber laverdad en absoluto —señaló
Brian—. Pero por elmomento nisiquiera sabemos siestá grave.
La señora Stacey estaba segura deque no sería elcaso. Lo dijo
con una esperanza patética; por fortuna tenía razón. Simón serom
pió un brazo yun tobillo, ytenía cortadas, moretones yraspones.
Sin ese peso encima, ladirectora pudo pensar en las implicaciones
que esto tendría para laescuela. Al principio, Louise no tuvo más
remedio que ser su aliada.
—Desde luego que debemos acabar con esto —dijo laseñora
Stacey cuando hablaron—. Los chicos Royle yRebeca son unmag
nífico ejemplo en realidad, porque viniendo de ellos fue algo ines
perado. Digo, por loregular los buscapleitos son otro... tipo de ni
ños. Quizás lodiscuta en laasamblea. ¿Tú qué opinas?
No obstante las tonterías sobre qué "tipo" deniños eran los bus-
126

capleitos, aLouise lesorprendió agradablemente que laseñora Sta-
cey estuviera dispuesta aabordar elproblema. Temió que hubiera
tratado de ocultarlo.
—Buena idea —respondió—. Pero tenga cuidado con loque di
ce, elpadre deAna esabogado. No sea que nos vayan ademan
dar.
Lo decía debroma, pero laseñora Stacey se asustó bastante. Y
más tarde llamó aLouise para decirle que había recibido una llamada
de laseñora Royle. Sus hijos, ledijo, estaban muy alterados por este
asunto yno asistirían aclases por algunos días; Rebeca tampoco.
—Es bastante prudente —respondió Louise. Advirtió laexpre
sión de laseñora Stacey—. ¿Qué, hay algo más?
—Así es. Dijo que yaescuchó los pormenores, yque está muy
preocupada. Dijo que Simón Masón los había provocado ennumero
sas ocasiones, que había manchado sunombre calumniándolos, yque
había amenazado aDavid con unarma de artes marciales. Dijo
que ella ysumarido noestaban para nada convencidos deque los ni
ños tuvieran algo que confesar.
—¡Ni siquiera apedrear aunniño indefenso! —dijo Louise, aca
lorada—. ¡Ni siquiera tirarlo deun precipicio! Pues qué maravilla,
¿no? Esmaravilloso.
La señora Stacey no hizo caso del sarcasmo. Sus ojos adquirie
ronuna expresión suspicaz.
—Armas, Louise. ¿Sabes algo sobre un arma?
Louise recordó elkubutan, pero lo descartó. Hasta Brian había
reconocido que erauna tontería.
—No —respondió—, no sé.Loque síséesque sospechaba que
esos niños estaban aterrorizando aSimón, ytambién que oíaAna y
127

Rebeca admitirlo. ¡Pregúnteles alos señores Royle sicreen que un
tobillo roto noesnada digno deconfesar!
—No te sulfures, querida —dijo laseñora Stacey con voz sua
ve—. Loquebuscamos es laverdad yno... Bueno, procuremos evi
tar las reacciones emocionales, ¿quieres? La triste verdad esque Si
món no esunniño muy confiable, ¿no escierto? Su propia madre
admite que esunmentiroso.
—Pero en este caso esclarísimo que fue lavíctima —afirmó
Louise—. En este caso nocabe lamenor duda.
Laseñora Stacey lamiró fijamente alos ojos.
—La vida no suele ser tan simple, querida —dijo—. Por loge
neral, esmucho más compleja.
Demodo que nopasó nada. Los Royle ylosTanner lecomunicaron
alaseñora Stacey que aceptaban tener quizá parte de laculpa, pero
que también eraculpa del chico Masón, yque no les interesaba par
ticularmente que locastigaran. Señalaron que habían llamado ala
señora Masón para sugerirle una visita alhospital con algún regali-
to,pero que loshabía rechazado demanera más bien grosera. Dije
ron que, en todo caso, faltaba tan poco para que terminara elaño
escolar que Ana, David yRebeca no volverían alaescuela los días
declases restantes, aunque era "casi seguro" que volvieran después
de las vacaciones.
Después de pensarlo muy detenidamente, laseñora Stacey les
respondió enuna carta que estaba segura deque un"pequeño inci
dente" sehabía exagerado desmedidamente.
Por supuesto, Louise Shaw jamás vio estas cartas, yen laasam
blea, laseñora Stacey habló brevemente yentérminos muy genera-
128

les sobre "el accidente del que habrán escuchado", que podía haber
tenido ciertos elementos deabuso "por ambas partes" yque debía
servirles atodos de lección, entre otras cosas, sobre los peligros de
lamina abandonada. Los niños sesintieron defraudados por lafalta
de sangre, Brian sepuso furioso por lahipocresía de ladirectora y
Louise sesorprendió alnotar que leeramás bien indiferente.
—¿Qué esperabas? —le preguntó ella esa tarde en elbar—. De
cidió que erademasiado complicado para resolverlo. Hizo sumejor
esfuerzo.
—Si ése fue elmejor, Dios nos libre del peor —resopló Brian.
—¿Tú qué hubieras hecho? —preguntó Louise—. ¿Expulsarlos?
¿Para que pudieran iraabusar de los debiluchos aotra escuela? ¿Ex
pulsar aSimón para que losiguieran maltratando sin tener que preo
cuparte por él? ¿Ponerles atodos cien lagartijas cada mañana, decas
tigo? Laverdad esque esuncírculo vicioso. Simón es eltipo dechico
que va aatraer buscapleitos dondequiera que vaya, pero nos resulta
máscómodo negarlo. Escomo tuganso deforme, ¿te acuerdas?
—Me acuerdo muy bien. Recuerdo que lonegaste rotundamente.
Teenojaste conmigo hasta por haberlo pensado.
Asintió.
—Lo sé.Me rindo, loreconozco. Loqueme horroriza esque nos
otros somos iguales. Los niños aprenden sus actitudes viéndonos a
nosotros. ¿A cuál de los maestros leimporta elbobo deSimón? ¿A
quién denosotros nos agrada, enrealidad?
—El bobo deSimón. Siyo lollamara asíme matarías.
—Exacto. Estoy siendo honesta. ¿Cómo podemos culpar alos
niños por abusivos sinosotros somos iguales? Es terrible, Brian,
me odio amímisma nada más depensarlo.
129

Hubo una larga pausa. Brindaron con los vasos, pero nobebieron.
Luego Brian dijo:
—Entonces, ¿cuál es larespuesta? Sólo soy unhumilde maestro
deeducación física, pero hasta yo séque nopodemos torcerles el
pescuezo. ¿Hay alguna respuesta?
Louise sonrió unmomento desupequeño chiste amargo.
—No lo sé—dijo—. Ciertamente, estar siempre alerta, ¿pero
más que eso...? ¿Tratar dehacer que todos reconozcan que hasta los
niños como Simón son valiosos? ¿Tratar de reconocerlo nosotros
mismos? Todos tenemos prejuicios, Brian. La señora Stacey tiene
prejuicios contra una camisa sucia. Quizá debamos examinar nues
tros prejuicios talycomo son. ¿Sigues despierto?
—Sí —contestó riéndose—. Pero apunto dedormirme. Estoy
bromeando. —Volvió a reír, esperanzado—. Todo este asunto me
dadolor decabeza. ¿Qué teparece sivamos alcine? ¿Podríamos ir
más tarde? ¿Tú yyo?
—Está bien —dijo Louise Shaw.
Varios días después, Ana yRebeca volvieron alamina, por capri
cho, sin David. Aun desde lacalle de acceso podían ver que algo
había cambiado. Los letreros resplandecían con pintura fresca.
"No entrar", decían, en letras negras. Yen rojo brillante: "Peli
gro extremo". Ana agarró una de las rejas ylasacudió.
—Hicieron unbuen trabajo, ¿no crees? Pusieron malla nueva en to
dos los agujeros. Me pregunto sitambién habrán cubierto las cercas.
Escudriñaron elentorno antes dedecidirse aentrar. Todos losde
más niños estaban en laescuela ynohabía adultos a lavista. Rebe
cahabía buscado lospuntos débiles.
130

—No tiene caso —consideró—. Enverdad hicieron un"estupen
do trabajo". ¡Te apuesto aque nos llevaría diez minutos!
—¡Dos! —dijo Ana—. ¡Vamos, aver quién llega primero!
Les tomó cinco y llegaron casi empatadas.
Después de cerciorarse denuevo que estaban completamente so
las, seencaminaron hasta elmontón de cal ycascajo alpie del peñas
co,donde Simón había caído. No había señales, nisangre ninada.
—¿Qué piensas? —preguntó Rebeca después deunmomento.
—¿De qué?
—Ya sabes. De loque hicimos.
Hubo una pausa más larga. Era un día cálido ysoleado, ylas gru
llas chillaban en lo alto, muy porencima desus cabezas.
—Salimos bastante bien libradas —dijo Ana, alfinal—. ¿No crees?
Simón seaburrió en elhospital bastante pronto yansiaba volver al
colegio. Siendo joven, sus heridas sanaron rápido, ypronto olvidó
laavalancha ysutemor deque lomolestaran en elSaint Michael.
Tenía planeado aprovechar lasimpatía de laseñorita Shaw para que
lovolviera anombrar encargado de las mascotas. Supuso quecom
prarían otro gerbo, silesrogaba losuficiente.
La señora Masón tenía pesadillas relacionadas con lamina, y
pensamientos vengativos yamargos sobre los chicos Royle yRebe
ca, y sus familias. Simón no.
En realidad, loúnico que lamentaba era no tener ningún amigo
que viniera afirmar su pierna enyesada. Pero había firmas de las
enfermeras, dealgunos maestros ydesumamá.
En los espacios en blanco firmó "Diggory" muchas, muchas ve
ces. Eso legustaba. ♦
131

índice
Capítulo 1 7
Capítulo 2 16
Capítulo 3 20
Capítulo 4 26
Capítulo 5 33
Capítulo 6 43
Capítulo 7 52
Capítulo 8 55
Capítulo 9 63
Capítulo 10 72
Capítulo 11 81
Capítulo 12 91
Capítulo 13 99
Capítulo 14 107
Capítulo 15 115
Capítulo 16 123

En laserie espejo de urania detu
biblioteca escolar encontrarás:
•Ciencia ficción yciencia real
•Poesía deautores mexicanos yextranjeros
•Historias para enfrentar lavida
Lee ycomenta con tusamigos
los libros que tegusten
Otros títulos que aparecen enesta serie:
17narradoras latinoamericanas
Amipadre ensuhonor. Antología
Amor ydolor (yTajMahal)
Cantos alamadre. Antología
Ciencia ficción. Antología
Cuentos cuánticos
Diario deMariana
Elalmogávar
Elalquimista errante: Paracelso
El artífice delmétodo: Francis Bacon
ElClub delaSalamandra
Eldescubridor del oro deTroya: Heinrich Schliemann
Elfuego verde
Elladrón
Elmisterio Velázquez
Elplacer desoñar. Antología
Elviajero incomparable: Charles Darwin
En laoscuridad
Hermano en laTierra
Huesos delagartija
Jelou y Gudbay (oLas lluvias deotoño)

El buscapleilus
Seimprimió por encargo de laComisión
Nacional deLibros deTexto Gratuitos en los
Talleres de de Impresora yEncuadernadora
Progreso, S.A. deC.V. (1EPSA),
Calzada San Lorenzo núm. 244; 09830, México, D. F.
en elmes denoviembre de2OU2.
El tiraje fue de50000 ejemplares más
sobrantes para reposición.
Tags