El collar de perlas negras

paraya_m 816 views 39 slides Nov 11, 2015
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About This Presentation

Texto de Lectura Escolar


Slide Content

Delusa 79

MANUEL PEÑA MUÑOZ

El Collar de
Perlas Negras

Nustraciones
ANDRÉS [LILLIAN

‘Hae Parada: Ares han

IMPRESO EN CHILE PRINTED IN CHIL «4 EDITORIAL UNIVERSITARIA

La carta de la soprano española
Il. Una casa antigua en el paseo Sans Souci
IL. Bajo la luz del candil

IV. Un estuche forrado en felpa granate

V.._ La primera perla del collar

VI. Los últimos días de doña M

VII. Una hoja llamada Betsabé

VILL. Un mensaje del otro lado del océ

TX. Despedida con fondo de luna llena

X La otra ribera

Felusa 79

La carta
de la soprano española

FF sosie ci dto, an
arremolinaba las hojas secas en el par-
que y hacía llover pequeñas arenillas en los

ristales de la ventana. Nosotros estábamos
con mí padre sentados en la penumbra del
corredor, cuando vimos que al otro lado de los
árboles pasaba el cartero y depositaba un sobre
allá afuera, en el pequeño buzón.

—Es carta de España —dijo mi padre, tact-
turno.

Yo abri la puerta, crucé el jardin esquivando
las pozas de agua y recogí la carta que venia de

so. mi padre rasgó el sobre y comenzó
a leer aquellas hojas con el ceño fruncido. No
estaba muy bien de salud mi abuelita Maria
Antonia pero eso no era lo que preocupaba a mi
Padre, puesto que ya sabíamos de su enferme-

dad hacia meses. Lo que verdaderamente lo
intranquilizaba era lo incomprensible de algu
nas frases de la carta. -

No entiendo bien lo que trata de decir mi
madre —dijo con aire pensativo—. Dice que
jayamos a verla pronto. puesto que Uene qu
entregarnos algo que debe volver a Chile. Nunca
me habló de ello en España

fi madre apareció desde el dormitorio. don.
de se hallaba cosiendo en la vieja máquina
Singer

La abuela María Antonia siempre fue mis
teriosa. Desde que comenzó su carrera como
cantante de ópera siempre se rodeó de gente
extraña. Artistas que siempre le contaban his
tortas.

Enfrente, al otro lado del parque, vivia mi tia
Laura, hermana de mi padre. Cada vez que
llegaba carta de Españ yo el encargado de
ir a avisarle para que ella dejase sus clases de
plano y viniese a leer aquellas hojas delgadas de
característica caliprafia.

Abri la verja, sa. a la plazoleta donde estaba
la estatua de piedra y llegué inalmete a la
casa que estaba en lo alto de un pron ntorio

va 79

rodeado de dalias dobles mojadas por la lluvia.
Había que subir todavía una escalinata musgo-
sa antes de llegar a la mampara embaldosada,
donde saltaban los canarios en la pajarera de
bronce.

Adentro, cra impresionante el salón adorn:
do con crisantemos donde mi tía Laura ateso-
raba viejas reliquias españolas. Alli estaba ella,
arreglándose frente al espejo. Luego se dedicó
mirar con complacencia sus arreglos florales
por toda la casa. Lo que más le gustaba mostrar
era la vitrina donde guardaba los recuerdos de
sus viajes a España —unas castañuelas, un
torerito de cristal...— y sobre todo, los abanicos
de teatro y las fotografias enmarcadas de mis

mtepasados españoles.

En medio de partituras musicales y tarjetas
descoloridas. mi tía Laura tenia bajo llave una
borla de cortina que le había regalado Alejandra.
de Rusia a mi abuelita el día en que cantó "La
Traviata” en el teatro de San Petersburgo. Fue
tal el entusiasmo de la zarina, que subió al

enarlo y cortó con unas tijeras la borla del
telón de boca para que mi abuelita se la llevara
de recuerdo, Mi papá y mi tía Laura, cuando se

reunían en esa casa con parientes y amigos
españoles, siempre sacaban esa borla y conta-
ban la historia.

—¿Carta de mi madre? —preguntó mí tía

à inconfundible acento español. Y
poniéndose el Impermeable granate que la ca
ractertzaba. bajó las escalinatas sobre las que
nadaban pétalos de rosas rojas

Al otro lado de la calle estaba nuestra casa,
Habia que franquear la reja, cruzar el parqué
con árboles antiguos y subir unos peldaños
antes de entrar a ese ámbito tibio donde siem-
pre en invierno estaba la chimenea encendida.
Adentro, mi padre se sentaba siempre a escu-
char música clásica en la radio o también un
programa que transmitía pasodobles y cancio:
nes españolas. También le gustaba fabricar
rompecabezas con una pequeña sierra. Con
gran cuidado iba recortando las plezas que
tenían figuras caprichosas y ondeadas.

Luego nos poníamos a armar Juntos el pal-
saje, que casi siempre era un castillo español
tl alcázar de Tok 10.0 la Alhambra de Granada.
El más dificil era el que representaba la mezqui-

Delusa 79

la de Córdoba, pero ese nunca lo pudimos
terminar porque se nos perdió una pleza.

—Quiero ver la carta —dijo mi tia Laura con
sus modales nerviosos.

Mi madre apareció en ese instante de la
cociria con una bandeja. Slempre que el dia
estaba amenazante de lluvia, mientras que en
otras casa preparaban sopaipillas pasadas o
picarones, nosotros nos sentábamos a la mesa
a tomar chocolate caliente con churros, si
gulendo una vieja tradición madrileña.

Entonces. ya sentados en el comedor gran:
de. comentábamos la carta de mi abuelita. En
eljardín repiqueteaba la lluvia y escuchábamos
el batír de los latones sueltos con el viento.

—No está bien mi madre —dijo mi tía Laura
leyendo la carta—. Habría que traerla a Chile.

¿Traerla? jimiposiblel —dijo mi padre:
No está en edad para viajar. Habria que escri-
birle a nuestro hermano Rodrigo para que se
fuera a vivir con ella,

—No creo que quiera. Pienso que lo mejor
será hacer un viaje a España para cuidarla, Yo
debería viajar —dijo mt tia Laura—. Hace tiern-

po que no voy a España y ya estoy deseando ver
a mi madre,

—Parece increible. Siendo tan famosa, ahora
no tiene quien la cuide —dijo mi madre espolvo-
reando los churros con azúcar flor.

—Fue muy famosa —dijo ml padre. recor-
dando con nostalgia.

Parecía como sí sus pensamientos viajasen
en ese instante a Salamanca y acompañasen a
mi abuelita en la penumbra de ese dormitorio

tario. ¿Cómo seria? ¿Cómo tendria ki voz?
Yo nunca la conoci. Sólo la había visto en fotos.

uando en los teatros de Europa. vestida con
atuendos de personajes operáticos, con som
eros inmensos y trajes largos. Siempre pensa

ba en ella, y yo tambien en la cómoda de mi
pieza, tenia un retrato suyo enmarcado en el
que aparecía representando al personaje de la
ópera "La Sonámbula

Una sola vez me escribió una carta, que
desde entonces atesoro,

Y con las con"ersaciones de mi padre y mi tia
Laura. yo iba a: nando la persona.idad de mi
abuelita, imaginandola hermosa y ¢ iva, como

no po à pensar

Delusa 79

en ella enferma en cama, con sus peinetas de
baile, allá lejos, solitaria con sus recuerdos. Y
con su misterio.

—Quisiera saber más de la vida de mi abue-
Lita —le dije a mi padre.

Y como él tenía un espíritu imaginativo, aca
80 romántico —porque le gustaba también re
cordar el pasado— me hizo una proposición

a, tal vez simple en esos momentos,
e con el tiempo {ba a tomar unos ribetes

or qué no van a mostrarle la carta y las

a la señora Belsabé Carvajal? Ella conoció

én a tu abuelita María Antonia. porque la

sar en el teatro de Barcelona antes de
venirse a Chile,

—Si —dijo mi tia Laura—. Además, el padre
de la señora Betsabé Carvajal actuó con tu
abuelita en muchas öpeı a un famoso
tenor

Mi padre se sirvió una copa de Anis del Mono

guardó en el sobre la carta de letra tembloro-

‚nsar en algo —agregó—. Mien-
o, esa señora Carvajal puede contarte

u

muchas anécdotas y detalles importantes de la
vida de tu abuelita arti

Otra vez, bajo los paraguas que pi
tros murciél a uv
mos a la casa solariega de la señora Betsabé
Carvajal que estaba al fondo del Paseo Sans
Souct. Eran varias casas de imponente est
precipicio, mirando al

mar. Algunas. con sus palmeras despeinad:
eran verdaderos palacios europeos con galerías
de vidrio y torreones coronados por una veleta,

La primera casa era de color jacinto con
estatuas en medio de los árboles. Una de éstas
era una reproducción en mármol ide la dama
antigua con cisne que yo había visto en una
tarjeta del parque El Retiro de Madrid. Seuún
mí tia Laura, allí vivian los dueños de la Casi
La Elegante de
vianos. Siempre regrosaban por las tardes, dese
pués de cerrar la 1 añorar
Conversaciones la patria lejana.

—Aqui en este cerro mo se hace otr: €
Pensar en España —seivald mi tía Laur

andell. que eran ses

12

Delusa 79

finalmente ya habíamos dejado atrás los chalets
con ventanas de ojo de buey y llegábamos al
palacete descascarado de color verde ltmón des-
vaido. en donde vivia aquella dama de linaje
español.

Una casa antigua

en el paseo Sans Souci

J de cruzar un jardin sombrio— a un
salón rodeado de cuadros al óleo. donde aguar
damos largo rato a la señora Betsabé Carvajal.
Se veia que vivia sola. atendida sólo por aquella
criada boliviana que la cuidaba desde hacia
varios años. La habia conocido en uno de sus
tantos viajes a países sudamericanos. Cuando
estuvo en Sucre en casa de unos amigos sevi
llanos, se la presentaron con grandes recomen:
daciones, y ella no habia vacilado en llevársela
a Valparaiso. Más de veinte años habían trans
currido desde entonces y Amparo Gatica no le
habia fallado nunca. Con gran Nd:lidad. había
sido su gran compañía en esa constante re
membranza de su querida ciudad española

Al cabo de unos instantes que nos parecie
ron eternos, apareció al pie de la escalera la

4

Velusa 79

señora Betsabé con unos binoculares de nácar
enla mano.

—¿Se ha fijado qué terrible, señorita Laura?
El Bucalemu ha encallado delante de nuestros
propios ventanales. Anoche el ruido fue ensor-
decedor cuando se golpeó contra las rocas. Am-
paro y yo no sabíamos de qué se trataba y esta
mañana, al levantarnos, lo primero que vinios
al abrir los postigos fue ese barco varado al otro
lado de la lluvia

La señora Betsabé se dirigió al ventanal del

mplio salón y se puso a contemplar con los
binoculares el buque varado en las rocas. Era
una mujer muy alta, de movimientos lentos y
elegantes. Llevaba un turbante de color viol
y cuando hablaba, arqueaba las cejas terrible-
mente pintadas.

—Las olas pasan por la cubierta, señorita
Laura. Es un espectáculo nunca visto, ¡Y aquí
mismo!

—¿Puedo mirar, señora Betsabé?

—Por supuesto, señorita Laura

Mi tia se puso a ver el barco a través de los
binoculares, lanzando toda clase de exclama
clones.

—Parece increible. ¡Y al otro lado de la linea
del tren!

Finalmente me tocó el turno. Con aquellos
pequeños anteojos de larga vista pude ver el
espectáculo asombroso del buque varado en los
querios con las olas rompiendo en cubierta.
—Señora Betsabé, escribió mi madre de Sa
lamanca. Está muy cansada. Ya no es la de

antes... Mire la letra: totalmente temblorosa
señorita Laura?

—Que está bien, que nos echa de menos, que
le gustaria venir a conocer Chile, Pero todo no

jora Belsabé... ya no está en edad
para viajar y menos en esos transatlänticos que
tardan meses en llegar aqui. Tenemos la idea de
que yo vaya a verla de.aquí a fin de año.

Muy buena idea... Su madre no puede
estar sola allá en España —dijo la señora Bet-
sabe abriendo el sobre.

—iQué bien se ve su madre aquí. senorita
Laura! Estas fotografias deben «cr muy anti
guas. ¿Verdad? Mira, Rodolfo. Debes sentirte
orgulloso de te, - una abuelita que fue una
gran cantante de opera. Eh su époc: todos los
reyes de Europa le rendian pleltesía. Yunca lo

16

Delusa 79

olvides. Era divina su madre, señorita Laura.
¡La gran María Antonia Duval! Miren. ¡Qué
hermosa! Aqui está vestida para la escena de la
demencia en “Lucia di Lammermoor”. Asi la vi
yo en Barcelona, la noche antes de embarcarme
para venirme a América. ¡Oh, qué locura la mía,
señorita Laura! A veces plenso que no debí
haberme venido nunca. Estoy sola aquí en esta
terra extraña, escuchando discos de Conchita
Piquer en un cerro donde la gente habla con
otro acento y de otros temas que yo no compar-
to. Muchas veces me siento como ese buque
encallado, señorita Laura: créame que no ha
sido fácil.

—2Y pör qué se vino, señora Betsabé?

—Bueno... Fue después de que murió mi
marido. Yo quedé viuda allá en Valencia de
Alcántara. Nunca tuve hijos y no quería quedar-
me sola. Además. tenía la necesidad de hacer
un viaje a Chile. Mi padre me lo pidió. Él cantó
muchas veces con su madre, señorita Laura, y
antes de morir me dijo que yo tenía que venir a
Valparaiso para indagar más acerca del secreto
que ha rodeado de misterio a toda nuestra
familia.

preguntó Intrigada mi tia
Laura
—El secreto del collar, señorita Laura. El
collar de perlas que también tuvo en sus manos
de visita a nues-
tra casa. Nosotro yntamos la historia y ella
no podi tramos el collar y en
tonces se com fue la primera que nos
's mostró tarjetas
Eran fotos de ustedes
en las que salía Laguna Verde y Los Lilenes.
Entonces yo empecé a sentir curiosidad porque
nocer los lugares donde se
Inició la historia del collar que ha venido pena.
do a toda mi familia a lo largo de diecisiete
generaciones. Si, señorita Laura. A través de
cuatro siglos, ese collar de perlas ha pasado de
mano en mano, mejor dicho, de cuello en cuello,
Fue entonces que decidí embarcarme a Chile
Para averiguar más
La señora Betsabé Carv entrado en
una especie det nce. Con sus modales pausa
dos, movía las ¡anos y pestañeaba como si
estuviese actuando en un teatro. Nos. ros, sen.
tados en los sillones de la casona, : amos la

sa 79

historia del collar de perlas negras que un día
abuelita Maria Antonia también llevó al cue:

ora Betsabé nc había sido la primera de
milia en venir a Chile. Un lejano antepasa
do suyo vino a las costas de Valparaíso a buscar
tortas una época en que come
legar de España las primeras embase
con familias completas de Castilla y
Contaban al alsajes en
scenic eran inmensos y que las ti
muy fértiles. Ent
enriquecerse en las minas
notes se embarcaron en primi
Uno de ellos fue on Alonso Ro:
que dejó su villa de Valencia
zarpó solo rumbo a América, Hee
à penoso viaje i la baba de
entonces prácticamente desp
tupida vegetación. de quillaye:
La ti dianapu y
ntonces
158

a esta sencilla caleta. que habia sido saqueada
por los piratas y filibusteros. Perd'Alonso'Roco
de Carvajal tenía fortaleza de ánimo y pocós
deseos de regresar a su pueblo para labrar la
tierra. El viaje lo había templado y ahora se
sentia oon una profunda voluntad'para/empe'
zar una nueva vida cn uf; país descondeido:

Una vez desembarcado en la playa, se pré
sentó en la estancia del Gobernador del Almen.
dral. Ali recibió € y alimentos. Y pudo
hablar con los suyos mientras sus ojos miraban
asombrados ese puñado de ranchos y ramadas
dispersas por las laderas de los montes. Iba a
ser dificil mbrarse, pero los capitanes del
Puerto le hicieron ver que era posible sobrevivir
en:ese medio y que con una buena ri
podia hacer fortuna

Los pocos indios changos que vivian en k
playas, durmiendo en las rocas o bajo toldos de
pieles de lobo marino, eran seres 9
podían ayudarlo en la organtz
bo para comerci- Mzar el pescado !

Era eso, además, lo que se nec sitaba y
Alonso Roco de C À és de render

Delusa 79

con un puñado de hombres los rudimentos de
la pesca artesanal del róbalo y el cauque, mar-
chó hacia el norte, bordeando a caballo las
playas y pequeñas caletas hasta llegar a la
desembocadura de la laguna de Mantagua. Alli
fue donde inició los procedimientos para salint-

el pescado y trasladarlo así procesado al
valle de Quilpué en carretas.

Fue en esas excursiones a caballo cu:
conoció a Mariana Riveros Suárez de Figueroa.
una muchacha española que en compañía de

3 daba paseos a caballo, por las
's. admirando las puestas de sol

ss dife

aquellos que veían en el pequeño pueblo de

Galicia, empinado en los roquerios también mi
al mar.

Al pasar por la rústica morada de Alonso

Zoco de Carvajal, Mariana Riveros decidió dete-

nerse para dar de beber a los caballos. Los otros

españoles mirab: a aquellas damas

que hablaban su misma lengua y que se com-

an evocando recuerdos de la Peninsula

os eran también de Galicia, y otros tenian

parientes en Cangas de Onis o amigos comunes
que seguían viviendo en Albacete o que estaban
acostumbrándose a la vida propia de Lima o de
El Cuzco,

Las muchachas. a su vez, habían venido
desde Santiago a conocer el valle de Quintil y
ahora se habían detenido en ese caserío perdido
a la orilla de la playa, en donde los changos
aseguraban que era posible ver una ciudadela
perdida cast al atardecer

o no creo en esas supersticiones —le dijo
Alonso Roco de Carvajal a la pequeña Mariana
en lo alto de un promontorio desde donde se
divisaba el mar

Mientras las mujeres acompañadas por los
españoles paseaban por la playa, Alonso y Ma:
Tiana habian ido a observar el extraño espejis-
mo que de tarde en tarde se dejaba ver en la
desembocadura, porque Mariana creía en las
leyendas que contaban los indios.

Lo cierto fue que esa tarde no vieron nada
cuando se ocultó el sol, pero verdaderamente
sintieron que en sus corazones hab: nacido un
sentimiento parecido al amor.

Felisa 79

—Aigün dia veré la ciudadela —chjo Mariana,
convencida. Y tomados de la mano. bajaron por
la cuesta hacia la posada donde Alonso y los
otros españoles vivian y trabajaban en la salini-
zación del pescado.

Esa misma tarde, las amigas españolas via
Jaron a caballo hasta una encomienda cerca de
la playa, donde pasaron la noche. Pero a la
mañana siguiente no regresaron a Santiago.
como tenían previsto. y fingiendo gran interés
en conocer con más detalle la bahía de Quintil
postergaron el viaje con el consentimiento de
los familiares que las acompañaban.

Fue asi como frictified la amistad de Alonso
y Mariana, Por las tardes se reunían en la playa
y daban paseos a caballo por los bosques de
peumo, imaginándose lo hermoso que sería vi-
vir juntos, tener una familia en Chile y soñar tal

ez con volver a España.

Un dia de primavera se casaron en la peque-
Aa capilla de La Matriz, donde pocos años antes
el pirata inglés Francis Drake se habia apod:
rado de los valiosos ornamentos sagrados del
altar de la imagen de la Limpia Concepción.

Deluca 79

Esa misma noche, doña Mariana Riveros de Bajo la.
Carvajal dormía con su esposo'en la casa de 2 andi
adobe y tejas en Mantagua, deseando una tarde luz del candil
de sol ver la fantástica ciudad que los indios

hangos aseguraban que existía en la otra ribqra.

N O sn qué det. Sentado en ese but
‚con sólo deseaba que nos retirásemos
pronto, pero mi tia Laura se hallaba como hip.
notizada, como si la conversación con la señora
Betsabé tuviese un efecto.narcótico o le hubiera.
anulado por completo la personalidad.

Era como si no tuviera el valor de interrum-
pir el flujo verbal de la señora Betsabé, cada ve
más perdida en los recovecos de aquella larga

nillar que se
siglos y que atin parecía no tener
qué pasó con doña Mariana? —pregun-
tó inquieta mi tia mientras afuera arreciaba la
lluvia. —¿Logró ver la cludad encantada en la
puntilla de Mantagua?
Ah, querida señorita Laura. Se necesita
tener el corazón puro para contemplar un espe-
jismo... Yo he ido muchas veces a pasear a Con

25

Con, y créame que nunca he visto nada. Pero
todos los Carvajal que viven aún en Valencia de
a. alla en España, aseguran que doña

lo vo la ciudadela sino qu

Fue poco tiempo después del casamiento. Aqi
Îla tarde, doña Mariana estaba triste porque
ido a visitarla desde Santia

go, donde tenían un negocio de eurtiembre. y
regresaron ese mismo dia en carretas de bue-
yes. Eran viajes larguisimos y penosos, pero se
hacían porque necesitaban ver cómo estaba la
hija que vivía junto al mar.

Doña Mariana salió a pasear por la play
Quería ver sola aquella hermosa puesta de sol.
Y fue entonces, mientras su esposo estaba en
las salinas trabajando con los changos la sal
que embarcaban al Callao, cuando divisé a lo
lejos el fantástico espejismo.

Era un fenórieno único. Las torres de la
magnífica ciuda se atisbaban al otro lado de la
Puntilla, más allá de la playa y de los árboles

Deluca 79

inmensos. Se podía ver brillar la luz del sol en
las cúpulas de oro puro,

Largo tiempo se quedó Mariana sentada en
la arena, contemplando los fulgores de la ci
dad curada al otro lado de la desembocadura,
hasta que se entró el sol, Tal vez el hijo que
dormia en su vientre pudiera viajar hasta allá
un dia y ser felz... Tal vez.

Inquieta, se lo contó a su esposo, pero el

la visión al estado de
Mariana. próxima a tener un hijo. Dentro de
días iba a dar a luz al primer Carvajal
tierra chilena. Y el nerviosismo, acaso la ten
de ese momento, la despedida de los padrı
rumbo a la capital, había estimulado la imag!
nación de Mariana.
Al día siguiente, la dulce esposa gallega es
a más preocupada que de costumbre. Con:

36 con otras españolas del caserío de Man:
tagua, pidiéndoles ayuda para los momentos.
que iba a producirse el nacimiento del primer
hijo.

Aquella noche, y mientras don Alonso estat
en la pesquería, vio la primera visión. Ocurrió
de manera imprevista. Doña Mariana estaba en

cama, con su pelo revuelto, cublerta por aquella
colcha de hilo que le habia tejido su abuela en
Oviedo, cuando sintió la voz. Ella estabe: acos:
tada con una mano acariciando su vientre, De
pronto, sintió claramente:

—Por favor, Martana, apaga el candil

Sobresaltada, abrió los ojos y solamente vio
la estancia solitaria, con unos toscos muebles
de olillo y sobre una cómoda, donde guardaba
el ajuar con el que se había casado, la estatua
de la Virgen de la Isla de La Toja débilmente
duminada por la luz del candil.

—Por favor, Mariana, apaga la luz.

Fue entonces que lo vio. Era un hombrecito
pequeño, de muy baja estatura. como un duen-
de burlón, Se parecia a esos gnomós pacíficos y
divertidos que de niña había visto en los libros
de cuentos con estampas que le leía la abuela.

—Por favor, Mariana, apaga el candil... Mi
esposa va a dar a luz esta noche y necesita estar
a oscuras.

Tenía razón s : esposo. Estaba muy tensa y
Por primera vez veía alucinaciones. Fue enton-
ces que, desentendiéndose de esa ext una figu-
ra diminuta con apartencia de duende, se volvió

28

Felnsa 793

hacia la pared y se quedó profundamente dor-
mida.

Son visiones —se dijo.

A la mañana siguiente, mientras tomaban
sendos tazones de leche con trozos de pan, se lo
contó a su esposo.

—No le des importacia. Mariana. Yo mismo
soy culpable de tus imaginaciones. No debi
haberte hablado nunca de la ciudad encantada
porque yo mismo munca la he visto, Pero uno se
contagia con el espíritu imaginativo de estos
Indios dados a la fantasia. No existe tal ciudad,
Mariana. Y por lo tanto no has visto cúpulas,
torreones ni duende, Hace mucho calor este
verano y por lo tanto se produce un efecto de
reverberación en la ribera... Son espejismos
naturales... tan sólo un efecto óptico.

—Pero, Alonso, anoche yo vi a un hombrecito
Junto a mí cama.

—Lo has soñado. La chola no ha visto entrar
ni salir a nadie. Además, estás alterada después
de la visita de tus padres.

Pero a la noche siguiente, se volvió a repetir
el mismo fenómeno. Doña Mariana se hallaba
tendida en su lecho, con una mano sobre su

2

entre, sintiendo el movimiento de su hijo,
1 pequeño duende.
or. Mariana, apaga el candil. Mi
esposa está pronta a tener un hijo y necesita
dormir. Apaga la luz, por favor.

Si. Ahi estaba el hombrecito vivaz de la no.
che anterior, con su ropaje arcaico. su mirada
cordial y su aire suplicante, ¿No provenía acaso
de la ciudad fantasmagórica del otro lado de la
desembocadura? ¡Oh, not, Otra vez estaba vien

ciones. Su imaginación iba demasia-

aso la habia desarrollado al otro lado

en la dulce Galicia, en tierras luvio-
sas y encantadas en donde la fantasia inventa
duendes y leyendas.

Allá en su pequeño pueblo con casas de
pledra lamidas por el liquen habia creado
historias junto a la lumbre. Su abuela le ha.
bia relatado cuentos inverosímiles que habían
prendido en su corazón de níña curiosa
salvaje. ¿Y no había sido por su sed de aven-
turas que se habia embarcado feliz en la cara-
dela junto a sus padres para vivir en la capital
del Reyno de Chile hacía algunos aros?

Felnsa 79

—Por favor, Mariana, apaga la luz del can-
dil...
Pero doña Mariana. por segunda vez conse
cutiva, dejó el candil encendido, y sintiendo la
-ompasada de su marido en la otra
se fue quedando dormida.

Un estuche forrado

en felpa granate

] A MAGIA verbal de la sei
Carvajal, la descendiente de aquel espa
Aol avecindado hacia cuatro siglos en la caleta
de Mantagua, era tal. que por momentos nues-
tros espíritus se escapaban de ésa casona anti
gua mojada por la lluvia y volaban hacia la
playa remota en un confin del tiempo. Ahi veia-
mos a los Indios pescadores y más allá, en el
remanso del valle, en medio de las palmas re
ales, la casa de tejas con rústico adobe resque

brajado por el calor de ese verano.

¡La extensa playa solitaria! ¡El bosque de los
molles y las pataguas! ¡El vuelo de la perdiz y la
Joica de plumaje rojo! ¡Los indios changos nave
gando en las pec-1eñas lagunas de los valles en
balsas de tronco: de chagual!

—Señora Betsabé, diganos qué pasó con
doña Mariana. ¿Tuvo finalmente su h “0?

—Todo a su tiempo, señorita Laura. No se
impaciente, En este inicio de la historia hay que
prestar atención a todos los detalles, porque allí

ca la raíz de nuestras vidas, inclusive de la
suya, señorita Laura. No olvide que su madre
lució también aquel collar.

—¿Que collar, señora Belsabé? Mi madre
nunca me habló de ningún collar.

—Porque usted es una mujer práctica, ser
rila Laura, y no cree en misterios de duendes
solitarios. Pero ya es hora de que conozca la
verdad.

En esos momentos. Amparo entró al salón

n una bandeja para servir elt

A la tercera noche, despues de discutir con don
Alonso acerca de las posibles alucinaciones, doña
Mariana volvió a escuchar la voz misteriosa, Ella
se encontraba pensando en las palabras de
esposo que la disuadian completamente.

—Tienes que tener paciencia —le habia di
cho—. Y no debes hacer caso de espiritus ni
apariciones. Son cuentos de indios.

Pero esa noche la 'epitíó, como antes,

r favor. Mariana. apaga el candil. Esta
noche mi esposa va a dar a luz y necesitamos
osturidad total.

Fue entonces cuando doña Mariana, acaso
temerosa de oír todas las noches al duende,
acaso acatando su voluntad y su deseo, se
incorporó a duras penas del lecho y de un soplo
Apagó el candil que colgaba del muro.

Al volver a la ca edé profundamente
dormida. Y en el sueño vio cómo el hombrecillo
de barba po

con pal
de piedra labrada, como los que habia visto de
nina una v intillana del Mar, Y en aquella

ciudad se veían torreones coro:
de cigüeñas y hermos
mantos de terciopelo de China y caballeros
apuestos con la

te

damas vestidas con

Ahora la conducía por una plazoleta miste
riosa con una fuente goteando
monasterio antiguo

1ego por un
E n un palio y un surtidor.
fodo era hermos en esa ciudad k,-na donde
ella estaba paseando, dejándose lev - por

Invisible ser desconocido que la con: cla por”

usa 79

callejuelas bordeadas de faroles y la hacia atra
vesar puentes levadizos.

Al otro lado. había un niño sonriendo que le
tendía los brazos. Era un niño hermoso de
cabello ensortijado. Se llamaría Alonso, y seria
feliz en una ciudadela de tempo ant

Ahora volvía a aparecer el duende al final de
una escalera interminable. Doña Mariana subió
de la mano del niño con el corazón embriagado
de felicidad. Y allá en lo alto. el pequeño duende
le entregó un precioso estuche forrado en ter
clopelo de color granate.

—Por creer en la euch
laguna de Mantagua —le dijo—. por haber apa
gado el candil esta noche. hoy. mi esposa ha

lo a luz un nino. Será un habitante más de
las esmeraldas azules,
abras mágicas. no sólo el
desapareció, sino tam
la plazoleta, las mujeres
vestidas a la usanza remota, los puentes, las
cúpulas, las torres y los caminos.

Doña Mariana se vio tendida cı
erro con arabescos labrados. Te sen
ción de cansancio. como si hubiera recorrido

una cama de

35

muchas calles empedradas, como si un ser
invisible la hub!
cu

a mano por una

abrió los ojos. Lo
Primero que hizo fue palpar su vientre y acarı
ciar su niño que aún no había nacido. La
advirtió que estaba en una casona de adobe y
teja. que afuera llovía suavemente y que su
marido dormía en la estancia contigua con el
oído y el corazón vigilante.

Todo habia sido un sueño. Tal como don
Alonso le había dicho la tarde anterior:
Misiones que a veces tienen las mujere
de alumbrar”. Pero doña Mariana tenía ahora
esa extraña sensación de realidad que a veces

fade a los seres sensibles cuando se despier
tan de un sueño intenso. ¿Y si hubiera sido
verdad?

Una luz lechosa fue invadiendo el cuarto,
dejando ver los rostros de las estampas religlo-
sas en las paredes y aquella pequeña cruz de
palqui anudada con una cinta roja

La claridad del alba lluviosa lo fue pintando
todo de luz celeste. Ahora pudo ver su costurero,
su jarrita de plata —recuerdo de su bar tIzo— su

36

Deluca 79

devocionarto sobre la mesa y la pequeña ban-
queta de costillas de ballena. Todo estaba en
orden en el antiguo aposento. Y junto a la
cama, detrás del cortinaje del dosel, vio el can-
di que ella misma apagó antes de quedarse
dormida.
yh. qué absurdo son a veces los sueños
uando se está esperando el primer hijo!
Doña Mariana se incorporó de la cama. Aco:
modé Jos almohadones para descansar mejor y
jo entonces por primera vez el milagro. Alli
sobre el arcón, bajo el candil... No. Ahora no
estaba soñando, Estaba bien despierta y podía
ver con claridad la habitación. Había dejado de
lover y un sol débil. ligeramente
¡luminaba el cuarto. Fue entonces
tendió la mano y tomó del viejo arcón un pre-
closo estuche forrado en terciopelo de color
granate

La primera

perla del collar

—R errr cro uc cote

tmos —dijo con expresión
nerviosa mi tía Laura, incorporándose del si
on.

—No pueden Irse todavia —exclamó la seño-
ra Betsabé acomodándose el turbante—, Ni st
quiera se han tomado el té.

—Mi hermano debe estar intranquilo, señora
Betsabé. Hace mucho rato que salimos y está
lloviendo torrencialmente.

—Pero no pueden irse ahora. Vamos a to
marnos otra taza de té mientras les cuento qué
eso que habia dentro de ese estuche. Es increi
ble, señorita Laura, pero aunque usted no me lo
crea, yo estoy aquí para revelarle la historia de
lo que había alli dentro. Han pasado cuatro
siglos. señorita Laura, y eso es mucho tiempo.
De modo que no puede irse ahora sin. plemente

38

porque está lloviendo. Espere tan sólo
minutos más, porque esta noche será decisiva.
Asi me lo han dicho las estrellas y ese buque
varado allá abajo. Yo tengo premoniciones.

a que usted iba a venir esta
tarde con sil sobrino. Es preciso que escuchen
todo. Porque es un deseo no solamente mio sino
también de la gran Maria Antonia Duval. su
madre, que está postrada en cama en un gran
caserón de Salamanca,

Al abrir el estuche, doña Mariana Riveros de
«vajal no pudo reprimir un grito de sorpresa
que hizo despertar a su esposo en la otra habi-
tación. De inmediato, sobresaltado, acudió a
ra su esposa, pensando que había llegado la
hora de alumbrar al primer varón. Pero no. Se
equivocaba don Alonso. No había llegado aún la
hora hermosa. Era el minuto mágico de
azul que todos al menos una vez tienen en la
vid
Su esposa estaba impávida abriendo un es
tuche de terciopelo de color guinda seca y extra-
yendo de su interior un precioso collar de perlas

3

blanquisimas de brillo nacarado, con un fan-
tastico broche de oro,

—Alonso ¿en qué momento me dejaste este
collar?

Pero don Alonso estaba desconcertado por
Primera vez en su vida. Había perdido el aplo-
mo. Él no había dejado en el arcón aquel her
moso collar de perlas,

~Pue el duende, Alonso. Me entregó este
estuche en lo alto de una escalera de mármol.

gradeciéndome por haber apagado el candil
anoche para que su esposa pudiera dar a luz.
¿Me crees ahora?

Y por primera vez en su vida, don Alonso
Roco de Carvajal, con un collar eı
había sabido qué responder.

Doña Mariana guardó aquel collar en el estuche.
y con sumo cuidado lo puso bajo llave entre las
sábanas afraneladas que guardaba en el batil
de cedro,

Delusa 73

Esa misma noche, acaso dulcificada por la
experiencia, dio a luz un precioso niño, al que
—como en el sueno— llamó también Alonso.

‘Transcurrié el tiempo en la caleta de Manta
gua y el viejo puerto vecino se fue poblando de

pañoles y mestizos. Se construyeron nuevas
edificaciones a la usanza madrileña,
Calle del Comercio los caballeros avanzaban,
calzando botas acharoladas y abrigándose con
capas de paño de Castilla,

Otros cabalgaban por la Calle de la Tubtidad
luciendo aperos con chapas de oro. Era el tiem-
po de los bergantines cargados con trigo y char-
qui que pastian hacia Panama; la época de las
novenas y del mate en las tertulias amenizadas
con guitarras antiguas.

Por el atrio de la Matriz paseaban el marqués
de Quillota y el corregidor don Luis de Zañartu. A
la hora de misa ¡ban las vecinas del puerto lucien
do mantillas de Almagro y peinetas de carey. En
la balaustrada conversaba doña Mariana con tres
amigas. Se veía feliz esa mañana de otoño, con
ropa nueva traida de Aragón. Ya no vivían en
Mantagua sino en El Almendral, en una preciosa
casa con corredores rodeada de árboles frutales.

a

No estaba sola doña Mariana. La acompafi
ba su hijo Alonso, que ya era un hombre y se
había casado con Beatriz Bernabela Aguirre
Matienzo. Era una Joven hermosa, descendiente

de las principales familias de Cácere
avecindadas en Valparaiso.

—Mi marido no vino a misa —dijo dona
Mariana a sus amigas—. Está en El Callao, pero

la próxima semana regresará.
à std de salud, Mariana?

—Regular. regular

Doña Mariana tuvo esa noche un presenti
miento. Sabia que su esposo habia estado de
caído ultimamente y que dormía sobresaltado
con un agudo dolor en el pecho.

Inquieta, se incorporó en la cama. Abajo, en
el primer piso de la casona, dormia el joven
Alonso con Bernabela, y Junto a su habltacié
el hermano menor, José Abelardo, que se casa-
ría pronto también.

Doña Mariana se levantó y. descalza, caminó
por la estancia embaldosada. Era una noche

traña, con una luna fastasma de color otoño,
Qué ocurría en su interior? Ni ella misma lo
sabía, pero una fuerza secreta la empujaba al

2

elusa 79

‘otro cuarto, ese con preciosos muebles tallados
donde reposaba el arcano baúl.

Nerviosa, abrió la pesada tapa y sus manos
inquietas revolvieron sábanas de tiempo anli-
guo. Sus dedos palparon frascos de pes
Jabones, membrillos olorosos... hasta que toca-
ron, de pronto, el precioso estuche del viejo
duende. Y fue al abrirlo cuando lanzó una ex.
elamación de sobresalto. Si, Alli estaba el collar,
íntacto, pero una de sus perlas se había vuell
completamente negra.

Los ultimos dias

de Doña Mariana

4 AL concilar el sueño. Tenia quizás un pre
sentimiento que no la dejaba dormir. Y como sí
fuera un antiguo rosario de cuentas de nácar,
‘ba pasando entre sus dedos nerviosos, una a
una, las preciosas perlas, hasta llegar ala única
de color negro

Al dia siguiente, los mercaderes de tafetanes
de España que venían en el bergantin Rey Fer
nando, le trajeron en forma escueta la noticia,
Don Alonso murió sorpresivamente en Lima de
un ataque al corazón. Su cuerpo fue sepultado
eristianamente en el cementerio de El Callao.

Doña Mariana mandó decir misas en La
Matriz y trató de organizar su vida otra vez

Viajó a Santiago a casa de sus padres ancianos
y visitó a la mujer que sería la esposa de su hijo
menor. Era una extraña mestiza de pelo rojo

4

Delusa 79

que vivía en la Calle del Rey, frente a la Iglesta
de San Agustín. Se llamaba Baltasara del Real
y algunas personas la conocían con el nombr
de “La Joaquina”. porque su madre, doña Joa.
ina de Sarratea organizaba bailes y Juegos de
salón para fomentar las costumbres y la música
de la vieja España
Alli estaban las dos mujeres, conversando en
judas y querian
josé Abelardo se quedaria
las sederias que la familia tenia
en el puerto, porque doña Mariana quería regre
sar a España Junto con su hijo mayor y su
nuera, En tanto que, muy contenta, doña Jos
quina daba su consentimiento al enlace de su
hija Baltasara con el joven José Abelardo.

‘Al poco tiempo de casarse en Valparaiso con
una gran celebración en la casona de El Almen-
dral, doña Mariana se embarcó rumbo a E
Ba con Alonso y Beatriz Bernabela.

Ya en el solar
sintió que habi
Toda su vida, casi. Y es ‘que el tiempo habia

45

pasado tan de prisa que ya cast no conocía a sus
primas gallegas, ¡Pensar que con ellas había
Jugado en los tupidos bosques de pinos antes de
marcharse rumbo a América! Ahora, de vuelta
en la patria, otra vez en España, tenla difculta-
des para adaptarse. Todo le parecía muy dife-
rente a como eran las costumbres y la vida en
Valparaiso.

Siendo española, se sentia extranjera en su
propia Uerra. Y había noches en que añoraba
los cerros del puerto, las palmas de las quebra-
das rumorosas y el gentio del embarcadero. Alla
lejos, al otro lado del océano y de una cordillera
incluso, había quedado su hijo menor. que ha-
bia heredado de su padre cierta seguridad o
fiereza en el andar y en la decisión. Alonso, en
cambio, habia salido a ella. Era más taclturno
quizás, de temperamento más romántico y ape-
gado al pasado, Por eso, una tarde de invierno.
sintiendo caer la lluvia en la casa de piedra, le
propuso a su madre realizar un viaje a Valencia
de Alcántara, donde estaba el solar de su padre.
¡Las queridas tierras españolas de las que tanto
le habían hablado cuando vivian en la casa de

ra de la laguna de Mantaguat

46

Felusa 79

Otra vez los viajeros inictaron la marcha por
la llanura castellana, hasta llegar a las tierras
familiares. Y alli decidieron radicarse, porque se
reencontraron con las mices y conocieron a los
Primos y tíos que nunca quisieron embarcarse

woches de nieve, doña Mariana,
ya cansada y con un profundo pesar. tuvo un
oseurp presentimiento. No era la primera vez
que experimentaba esa indescriptible angustia,
Ya la había sentido una vez en Valparaiso en el
viejo caserón de color pardo. Sus pensamientos
la transportaron hacia allá, y otra vez sinuó el
rumor de las olas en el ruelle, lamiendo los
pilotes. Era tan fuerte su deseo de volver, que le
parecia estar caminando descalza pof la playa
de Mantagua. Ahi se vio a sí misma, sentada en
la arena, como cuando joven. Y cerrando los
ajos, pudo ver claramente la ciudadela azul con
las cúpulas de oro. El duendecillo de la barba

16 y bajó
las escalinatas de piedra con una bata de espu-
mila de color maiz. Allä en el aposento de la

merienda estaba el baúl cerrado que se trajo de
Valparaiso.

Doña Mariana ya lo sabía. Su corazón se lo
había dicho, Sus manos nerviosas revolvieron
las manteletas de paños antiguos, las colchas
de hilo y los amuletos indigenas que una tarde
le regaló una india en unos conchales del ue:
po del diluvio,

Ahí estaba el estuche. Envuelto en un ma
tón. Doña Mariana abrió la pequeña cajuela y
extrajo con dolor el precioso collar del duende
de Mantagua. ¡Ahora tenía una segunda perla
negral

Y fue a los pocos meses que se enteró de la
terrible noticia. All& lejos, al otro lado del mar,

su hijo J >. el menor muerto

de cólera. La carta se la escribía su nuera
Baltasara y en ella le comunicaba además, que
estaba próxima a dar a luz. Si era un niño, se
llamaría José Abelardo. Si era una nina, se
llamaría Mariana.

Con una mezcla de dolor y alegría a la vez,
doña Mariana repasó una a una las cuentas del
collar y presintió que le quedaba muy poca vida.
Pensó que era tiempo de llamar a su hijo Alonso

48

Felasa 79

y a su nuera para contarles el secreto del collar.
Y fue asi cómo los llamó una noche a su cuarto
para re isterio. Sobre todo ahora.
cuando una tercera perla se estaba suavemente
volviendo de color gris.

Doña Mariana sabía que era “su” perla. Se lo

ho el hombrecillo de
sueños, en lo alto de la escalera, Y dia a dia,
contemplaba su progresiva negrura. Hasta que
una noche, completamente ensombrecida por el
‘dolor, dona Mariana hizo entrega del estuche
con el collar a su hijo.

—Debes cuidarlo, Nunca debes sacarlo de
Valencia de Alcántara, la tierra de tu padre.
Este collar es benefactor. Nos anuncia la muer-
Le. pero a la vez nos protege. Yo lo sé porque el
duende de la desembocadura me lo dijo anoche
bajo la luz del candil.

Antes de la medianoche, el collar tenia tres
perlas completamente negras.

Una hoja

llamada Betsabé

po y dona Beatriz Ber:

z en cuando

el collar de su suegra para contemplarlo. En

algunas ocasiones lo usó en balles, como cuan:

x o hijo. Antonio, con la bellist
ma Maria Calderon de la Torre

Aquella noche lujosa fueron muchos los que

poseía algunas perlas negras y otras de color
ligeramente gris, aunque la mayoría e

de una
inmaculada blancura.

ia hermoso. Beatriz Berna-
lamó una de sus amigas en el baile
de aquel palacio de pledra,
—Es un recuerdo de mi suegra Ma
trajo del Reyno de Chile. Ñ
—iDel Reyno de Chile! Eso debe estar mu
Mi hile! Eso debe estar muy

Felasa 79

—jAl otro lado del océano, Mercedes! Yo naci
alla, en la capital, bajo las montañas nevadas
de la cordillera. Y allá reside mi madre... ¡Cuán
to la extraño! Quisiera estar alli otra vez pa
seändome en carruaje por la Calle del Rey.

—Debe ser precioso ese mundo de iglesias y
conventos en medio de los indios,

—Asi es, Mercedes. Aunque nosotros vivía-
mos en el puerto, frente al océano. Mi suegra
decía que ella vio all, en un pueblo llamado Con
Con, una cludadela flotante. Y que un hombre-
ill le regaló este collar.

—2¥ por qué tiene perlas blancas, grises y
negras? —preguntó curiosa Mercedes de Agua-
yo, examinando la joya en el cuello de Beatriz
Bernabela.

Pero la esposa de don Alonso sencillamente
se sonrió, porque estando en el secreto, no
podía manifestar que aquellas perlas de dife-
rentes tonalidades tenian un significado y que
por ellas la familia Carvajal se {ba enterando de
la enfermedad o muerte de los sobrinos de
América aún mucho antes de que una embar-
cación les trajera la noticia.

—2Y qué pasó con el collar? —preguntó intriga-
da mi tía Laura, sentada en el borde del sillón.
—Pasó de mano en mano y de generación en
generación hasta que lo recibió mi padre allá en
Valencia de Alcántara —respondió la señora
Betsabé Carvajal—. La condición al recibirlo era
que el hijo nunca debía moverse de la hacienda
y que debía lucirlo su mujer sólo en contadas
Ocastones. Mi padre era un acucioso investiga.
dor de nuestra historia familiar y en un gigan
tesco árbol genealógico que habia pintado en la
pared, iba poniendo en cada rama los distintos
nombres de nuestros antepasados, uno en cada
hojita del árbol... Y en
el nombre de don Alonso y el de doi he
que había sido la que recibió el collar... Arriba,
en la copa del árbol. en la última hoja, estaba
escrito mi nombre... Y cuando uy peque-
padre me iba explicando la historia de
ida hoj ta es Beatriz Bernabela... y este
es José Abelardo, el que se quedó en Chile... y
éste es su hijo”. a proliferó en
Valparaiso. en Melipilla y en Combarbalá, que
fueron los lugares don ron a vivir du
rante generaciones los descendientes de don

2

Felnsa 79

‚Alonso. jAsi de caprichosos son los destinos de
familia! ¿No le parece asombroso, señorita

La señora Betsabé se levantó de su asiento y
con pasos de hada antigua se dirigió hacia un
mueble, levantó la tapa y comenzó a darle cuer-
da a una hermosa vitrola. Luego sacó un disco
con mucho cuidado, lo depositó en el plato
cubierto de terciopelo azul y enseguida apoyó la
púa en el primer surco. De inmediato empezó a
escucharse en la habitación el sonido de una
orquesta lejana. Y enseguida la voz aguda y
como*de otro planeta de un magnífico tenor.

Aqui está él... ¡Escuchen a mi padi
tando en "EI Caballero de la Rosa’
Fernando ajalt 4
historia remota!
quía expandiéndose por el salón
ilmente por una pantalla de seda

.go se le unta la voz de una mujer. Cantaban
algunos compases a dúo y enseguida continua.
ba ella con una voz cristalina e Incomparable
mente melancólica.

‘Ahora es ella, señorita Laura... ¡Su madre
¡La propietaria del collar en la actualidac

53

mi Lía Laura era también
mi.madrina— no sabíamos qué decir, Estäba-
mos impresionados con esa historia de la que
nosotros formábamos parte sin saberlo,

A mi lo que más me llamaba la atención era
la voz de mi abuelita María Antonia, ¡Jamás se
la había oído! Conocía su rostro en distintas
fotografias y su letra temblorosa, pero ahora me
parecia un milagro escucharla cantar en csa
habitación sombria, débilmente iluminada por
la luz de los candelabros azules

Escuchen a María Antonia Duvall ¡La
gran amiga de mi padre! ¡Su compañera de
actuaciones en tantas giras por Europa! ¡El
dueto perfecto!

¿Por qué mi padre nunca trajo a Chile discos
de mi abuelita? Seguramente al embarcarse a
Chile, buscando una nueva vida con mi tia
Laura, sólo trajeron los mintmos implementos
Para sobrevivir los primeros meses. Ahora que
la suerte y el destino les había abierto nuevas
perspectivas de vida en el puerto, renacia en
ellos el deseo de reencontrarse con las raíces de
la familia y un punzante anhelo de ver otra vez
a la madre enferma, Ahora, después de hilvanar

54

Delusa 7

9)

en nuestros corazones esta historia de mi abue-
ita Marla Antonia, se avivaba en mi tía Laura la

Igja por volver y la necesidad imperiosa de
retornar a Salamanca para conversar con ella y
preguntarle si aquello era verdad, si tenía en
algún arcón guardado un collar de perlas ne-
gras con una sola perla blanca, la perla de la
señora Betsabé.

En la habitación en penumbras, aquella mujer
pálida giraba con los brazos en alto, llevando el
‘compas del disco y tatareando el dúo de amor.

Al fin, cuando la púa de la vitrola llegó al
último surco y siguió alli, con ese eterno sonido
de rasguño, la señora Betsabé retiró el brazo
metálico y volvió al sillón.

—Aquella noche, señorita Laura, su madre
nos visité. como era su costumbre. Le gustaba
mucho nuestra hacienda en Valencia de Alcán-
tara y cada vez que regresaban de una gira de
conciertos, mi padre la invitaba a’ pasar con
nosotros unos días. Entonces fue que mi padre
nos reunió en su despacho. Porque él deseaba
que yo indagase más en la historia. “Tú eres mi

55-

Pelusa 79

única hija”, me dijo. “No hay descendencia mas
culina en la familia y solamente va quedando
una perla blanca, que es la tuya. Es preciso qu
viajes a Chile en busca del secreto. Puede que
(G también veas la ciudadela encantada en la
desembocadura de la laguna de Mantagua”, La
señora María Antonia escuchaba con atención
lo que mi padre decia, mientras jugueteaba con
el collar. Incluso recuerdo que se lo puso al
Cuello. “Ese collar no debe salir de España”, dijo
mi padre. “Debes viajar a Chile sin él. Mientras
tanto, quedará en poder de Maria Antonia, que
ha sido mi compañera de actuaciones durante
todos estos años”, De modo, señorita Laura.
que su madre tiene el collar y es preciso Ir a
veria a Salamanca, antes que sea demasiado
tarde.

Ahora entendiamos el sentido oculto o misterio

so de la carta de mi abuelita. Había frases
incoherentes, párrafos oscuros que insinuaban
© sugerían que ella deseaba hacer entrega de
algo muy Importante que pesaba en sus manos
© acaso en su cuello o en su cora.

—Creo que debo viajar a España —dijo mi tia
Laura.

—Y cuanto antes. Yo, lamentablemente, no
Puedo por el momento, Pero es necesario. ¡Pen-
sar que su madre y mi padre cantaron en “La

raviata” en aquella función de gala que se ofre-
ció a los reyes de España, Alfonso xa y Victoria
Eugeriia, dias después de que ellos se casaron!
Fue en el Teatro Real de Madrid y acudió toda la
corte europea. Yo era una niña en ese entonc
y conservo el abanico que usó su madre en esa
5 on el tiempo en
u fanática admiradora y por eso conservo los
programas y úbjetos que ella utilizó en escena en
n mi padre. Por eso, cuando
me vine a Chile, conversé con ella en Salamanca
y me dio la dirección de ustedes. No por azar
¡somos vecinos, señorita Laura.

Ya era hora de imos. Con mi tia nos levanta:
mos y tomamos nuestros abrigos y paraguas.

—Ha sido una noche para el recuerdo —dijo
mi tía Laura.

—Y para el futuro —replicé la señora Betsa.
bé con una ceja en alto—. Usted tiene que ir a
buscar ese collar,

Un mensaje del

otro lado del océano

M:

la señora Betsabé e
por las fotografías de su madre. Créame que, al
verlas, retrocedi al pasado. ¿No le parece a
usted que esa es una propledad mágica que
tienen las fotos?

Mi tía Laura no dijo nada. Se limitó a darle

mano con afecto. Al fin y al cabo, ambas eran
españolas que un dia se habian venido a Chile
por diferentes motivos. Mi tia Laura. buscando
un destino mejor como profesora de plano y
concertista ocasional en el teatro Victoria; la
señora Betsabé, en busca de un misterio fami:
liar que aún no había podido resolver.

Muchas veces había acudido a la playa de
Mantagua, por donde se había paseado su an:
tepasada Mariana, Como ella, la señora Bet

, siglos más tarde, se habia sentado en la
arena tratando de atisbar la ciudadela al otro
lado de la ribera, pero lo cierto era que nunca
Y se había tenido que regre
su nostalgia en un tranvía
mo tirado por caballos, bordeando la orilla
del man.
—Hasta pronto, Rodolfo —me dijo con rostro
entre cómplice y divertido,
Yo le sonrei también y la besé en la mejil
lí al jardineillo y sentí la vista de la señora
Betsabe,
Giré un momento hacia la mampara y pude
r las figuras de las dos mujeres. la seni
Betsabé y su mucama boliviana, de pic, con aire
impenetrable.
‘Vamos —dijo mi tia Laura—. Se va a poner
a llover otra vez
En el pórtico, la señora Betsabé sonreía
como fuera del tiempo. Y acaso al vernos des-
cender la escalinata que bajaba a los jardines
con estatuas en las sombras. vio irse a los
últimos oyentes de su historia encantada.
Tal vez quedó pensativa o melancólica recor-
dando, como si hubiera vivido realmente aque-

Nos episodias de la bahia de Quintil, a donde
había llegado, un día, en un bergantín destar
talado, su ancestro remoto don Alonso Roco de
Carvajal. ¿La estaria acaso observando desde
algún confin remoto o quizás oculto en el rama.
Je del papayo de la entrada?

Con mi madrina avanzábamos silenciosos
por el paseo Sans Souci de vuelta a casa, ha
ciendo resonar nuestros pasos en los adoquines
húmedos. La lluvia habia cesado y alla lejos
divisábamos las luces centelleantes de los ce.
rros.

El viento mecía los viejos eucaliptus en la
quebrada y los hacía quejarse.

Al llegara la casa, mis padres estaban suma.
mente preocupados por nuestra tardanza.

—Ha sido una tarde memorable, Diela —le
dijo a mi madre mi agotadisima madrina— La
señora Betsabé se ha comportado de un modo
absolutamente asombroso.

Luego, mi tia Laura y mi madre se fueron a
las habitaciones de adentro a conversar. Yo me
quedé con mi padre que, sin decir nada, puso
las fotografias de mi abuelita Maria Antonia

Felisa 79

cantando ópera na a una, como

sl estuviese jugando solitario.

Pasaron desde esa tarde lluviosa varios meses
sin que vplviéramos a saber de nuestra extrana
vecina del Paseo Sans Soucl Pasó el veran
trrido de Valparaiso con sus permanente in
ndios de bosques y sus lluvias de cenizas.
Luego vino el otoño con su intenso aroma a café
con leche en las inmediaciones del y
Cuando llegó un nuevo invierno con sus
rales devastadores y vientos huracanados, volví
a recordar la vieja casa de la señora Betsabé
Carvajal con sus castaños m por la lluvia
—Papá ¿no has sabido de la señora Betsabé?
No hemos vuelto a saber. Creo que
ir a preguntar por ell
En esos momentos, vimos otra vez al cartero
al otro lado del parque, depositando una carta
de España en el pequeno buzón. Era casi un
ritual, Aquellas cartas despertaban en nosotros
alegres palpitaciones. Era como si renacléra
mos a la vida o como si nuestras existenci

mínimas y cotidianas. encontraran un sentido
verdadero.

Sali corriendo, bajo los árboles que gotea:
ban, y saqué de la “casita de pájaros” —como la
denominaba mi madre— aquella carta
da de estampillas multicolores.

—iEs carta de mi tia Laura! —exclame jubi:
loso al reconocer su letra inconfundible y u
poco ladeada.

Nosotros habíamos quedado al cuidado de la
casa y todas las tardes íbamos con mi padre a
darle alpiste a los canarios de la pajarera o a
regar las plantas de interior.

ncreible tía Laura con sus modales ner.

08 y su peinado como de otra época se habia

embarcado en el Reina del Pacifico para visitar
isona de Salamanca. Al
rle a mi padre aquella carta, no pude dejar

de pensar en aquella tarde de

amarote diminuto que debía compartir con
tres religiosas asturianas.
¡Carta de Laura! —exclamo tambi
como siempre. rasgo el
Sobre con su enigmática sonrisa, que no perdia

Delwa 79

. ante mi madre y yo. que lo mi
asos, dijo
Mi madre ha recuperado un
poco, pero sigue en cama. Sólo hay algo que no
entiendo.
-¿Y qué es? —preguntó mi madre.
Es un mensaje para U. Rodolfo,
qué dice? —pregunté extrañado
‘Que la última perla del collar se ha
de un color gris oscuro,

Despedida con fondo

de luna llena

Velusa 79

Mi padre estaba a su lado contemplándola

con una extraña expresión

Ha escrito Laura de Salamanca. Mi madre
le envía saludos. Tampoco está muy bien de
saljıd. aunque sc ha recuperado un poco de su
enfermedad. Tiene casi noventa años.

—No voy a volver nunca más a España
pero no importa. Voy a morir tranquila en la
tierra de mis antepasados. Aquí vinieron un dia
a iniciar una saga familiar que concluye conmi
go. Cuando yo no esté. esa historia habrá ter-
m m y estoy segura que algui
sonreiré al otro lado de la laguna de Mantagus

ted cree en esa historia, señora Betsa
bé? —preguntó mi pa

—Si no creyera, no estaria en
vine fue precisamente para indagar —dijo en-
sombrecida la señora Betsabé— Mi esposo,
antes de morir. nunca pensó que yo me iba a
venir a Chile, que iba a vender todos mis bienes
allá en Valencia de Alcántara para ventrme de
trás de un sueño. Pero... ¿no es hermoso vivir
la vida asi?. ¿seguir un ideal aunque sea una
locura? Todas mis amigas allá en España me
decian que aquí no me iba a acostumbrar nun

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ca. Y ya ven... no-sólo me acostumbré sino que
pude adquirir esta vieja casona, amoblaria con
los recuerdos que me pude traer de allá y vivir
sin penurias en este cerro,

—Pero usted nunca vio nada. Nunca supo
nada —dijo mi padre

—Nunca he visto nada con los ojos, pero he
visto con el corazón —replicé la señora Betsabé

con una sonrisa ligeramente enfgmática.

Se veía extraña sin su maquilla
sombras de color violeta. Muy pálida, se quedó
pensativa mirándonos con una intensa expre
sión, como si se estuviera despidiendo,

La mucama boliviana nos hizo una seña y
nosotros salimos discretamente de la habita:
ción en silencio. Antes de cruzar el umbral, yo
me di vuelta. Pensaba que la señora Betsabé me
estaba mirando. Pero no. Se hallaba con los ojos
cerrados.

Mientras descendfamos con mi padre por las
escalinatas. nos cruzamos con dos médicos que
subían por los peldaños alfombrados.

Al llegar a la casa, deposité en mi escritorio
aquella caja mágica que me había regalado la
señora Betsabé. Con unas tijeras corté las cuër.

66

Delusa 79

das y lentamente después de abrir la tapas.
comencé a sacar aquellos objetos de teatro que
pertenecían a su colección, Eran pequeños fras-
cos, un abanico, unos prismáticos, un antifaz
con pedrería y programas de ópera. También un
Album de discos con dúos cantados por el padre
de la señora Betsabé con mi abuelita. Todas
aquellas reliquias las había atesorado una a
una la señora Betsabé porque la unian a una
época hermosa.

Me quedé largo tiempo asomado a la ventana
mirando la luna llena

Delusa 79

La otra La gente aplaudia allá abajo, a los ples de la

casa y en las glorielas que miraban al mar.
ribera También en la terraza con sus embaldosados
relucientes, se habia reunido gran cantidad de
público a contemplar la embarcación que ahora
había encendido las luces y dejaba sonar en
medio de la noche una prolongada sirena
tarde reflotaron el Bucalemu Jgunos buques hicieron sonar sus bocina
e hallaba. como siempre. acodado en señal de regocijo, y en medio de las gaviotas,
mirando el mar. cuando vi venir la vieja barcaza ilo por la senda pla
xo los remolcadores. Lentamente se fue cada que la luna había trazado en el mar
Ipando la gente a ver las maniobras, E En ese instante tuve en mi corazón un extra
entonces que miré con los prismáticos de ópera ño presentimiento. Intui que en el antiguo pa:

de la señora Betsabé, cada uno de los pequeños seo de los cucaliptus un alma buena se

barcos que habian acudido con sus cables de liberaba y enfilaba hacia un mundo más bello.
acero. En esc momento la señora Betsabé abando
Aquella noche también habia luna Mena. No haba este ámbito poblado de presencias. dejan:
la habitual que ocasionalmente veia do atras la sombra de un recuerdo.
pre los cerros del puerto. Este era un Allá lejos. al término de ese camino suspen
gran disco luminoso que se reflejaba en el mar. dido en el mar, mi tia Laura apretaba en sus
De pronto. en medio de ras. el bare manos aquel collar de perlas completamente
se movió, negras.
Con la inmensa luna había subido la marea,
de modo que el Bucalemu enfilö en medio de los
pequeños barcos dejando atrás los roquerios.

Fue a la primavera siguiente. Yo es
siempre en el balcón mirando leva
as cenicientas de los primeros circos en los
'erros. cuando me pareció oir una sirena a lo
Jos. Era una mañana despejada y con e
<aracteristico perfume de agosto que huele à
aromos recién Noridos y a «ecalitos de oro
picando de anaranjado los ricks del tren.
Con los prismáticos vo me entretenia obser
vando los gatos sobre las tejados vecinos y 1
Hrüas en el muelle moviéndose silenciosamente
à lo Fue entonces cuando enfoque hac
el horizonte y vi recortarse la nave donde
ocultaba el sol. Era un gran transatlántico con
largas hileras de ventanillas redondas. A bordo
venia mi tía Laura que regresaba de España
-¿Estás contento, Rado
À paclre se echó una gota dle perfume Varon
Dandy en el pañuelo y luego me lo acomodo en
el bolsillo superior de la chaqueta, al lado det
corazón
Tu Gia Lana vendra con noticias de Esp
Minutos más tarde estábamos en el muelle
miranda el gran Darro que se encont

Delusa 79

do en la bahia, Alá a bordo estaria mi ta
Laura acodada en la baranda. observando cu
su aire melancólico el ribete de los cerros y la
casa en el paseo Sans Souci donde vivió la
señora Betsabé. En medio del follaje de I
árboles veria la casona de estilo Imperio con sus
fuentes secas y su jardin que había abando:
nado para siempr

Alli estaba ya el barco en el muelle. Por la
pasarela venía bajando mi tia Laura. más ele
gante que nunca. con
con guindas de cera y pag

papeles vistosos,

Todos allá en España quedaron bien
Nuestra madre está mejor. Muy anciana pero
lücida. Y Rodrigo con su mujer se han ido a vivir
a la casa para que no esté tan sola

I madre la iniraba pensativa. Acaso ella
jambién hubiera querido ir um dia a conocer la

a de nuestros antepasados que ella munca

-Algin dia voy a ir yo también a ¢
umanca —dijo con aire pensativo

Ya en la casa, mi tia Laura detalló su visita
a la familia, lo bien que lo había pasado. las
flestas de toros a las que había asistido

Mis padres estaban anslosos escuchando
aquellas historia familiares, pero era yo el más
interesado en saber más detalles en torno a
aquel misterioso collar que mi tía Laura nunca
mencionaba,

Al fin, mi padre pregunto:

-¿Y qué ocurrió con ese encargo que mi

madre mencionaba en la carta?

—Es una larga historia —dijo mi tia Laura.
Otro día se las contaré. Esta noche
cansada.

Ese dia por fin llegó. Era domings
tarde. Mi tía Laura me habia dicho que estuvie-
se arreglado, pues me iba a pasara buscar a la
casa. Nosotros. como de costumbre los días
domingos y festivos, almorzábamos arroz a la
valenciana, que mi madre preparaba siempre.
Mi tía Laura no había ido pero llegó al café, muy

vestida y con aire rioso,

Yelma 79

En un viejo tranvia recorrimos el borde del
mar rumbo a Con Con. Atras ibamos dejando

las casonas de veraneo con sus palmeras de

otro tiempo y sus glorietas con glicinas. Y
llegábamos a un ámbito deshabitado con casas
rústicas de pescadores, escuchando el
graznido de las gaviotas en la desembocadura
Este es el higar —dijo mi tia Laura miran
do hacia todos lados. pero lo cierto era que yo
sólo veia un descampado de arena.
—Vamos a bajar hasta la playa —
aire inquieto.
Soplaba un viento frío que hacía revolotear
las cintas de su sombrero.
Esa que está allá es la laguna de Manta
gua —dijo—. Y es aquí donde desemboca en el
Luego se sentó en la arena. y me pidió que
me sentara a su lado.
re allá en Salamanca me contó Ja
historia que sólo tú y yo sabemos... ¡Pobre Bet
sabé Carvajal! ¡No alcancé a verla! —dijo suspi-

Asi nos quedamos largamente en silencio
mirando el mar y los pocos pelícanos que se

7

posaban en los roquerios. Alla en el hortzonte,
el sol se estaba ocultando, dejando ver un cre.
púsculo de color violeta

Fue entonces cuando mi tia Laura se incor.
ord y se sacó el abrigo. Lo acomodó en la arena
y volvió a sentarse de cara al mar.

—¡Mirat —me dijo—. ¡Quiero que tú lo veas!

ré hacia mi y pude entonces ver aquella
deslumbrante joya,

¡En el cuello de mi tía Laura estaba intac
el maravilloso collar de perlas negras!

protector bajo, con aire
misterioso—. Antes de venirme a Chile. mi ma-
dre me lo dio. Quiso que el collar volviese a su
lugar de origen,

Yo palpé aquellas perlas frias que tenian una
tradición remota y que quizás en ese mismo
ámbito donde nosotros estábamos. reposaron
una noche en un arcón de madera olorosa.

uí mismo estaba la casa de doña Maria.

J. El hombrecillo de la barba po-

lo dio una noche y este collar desde

nees pasó de mano en mano. Don Fernan

do Carvajal no quiso que saliera nunca de Es
paña... Tenía miedo. Por eso, se lo encomendó

74

Felnsa 7°

a mi madre para que lo cuidara. El sabia qu

Betsabe veridria a Chile a indagar más en torna
>. Pero lo cierto es que nunca averigué

! —exel avila
tn todas negras! —exclamé mar
Mi tía Laura miraba hacia la desembocadu-
tando de atisbar. Ya el sol estaba por
parecer en la

cuando ambos vimos aparec
nie el fantastico rayo verde que

no a todos se les revela.
Rodolío? Yo sabia.
areció, mi tia Laura se
«cogió su abrigo y echó
incorporó de la arena. re
a andar por la playa. descalza, con el pelo

viento y el s

trás de ella cuando senti aqu

mirada a mis espaldas.
—;Tía Laura! ¡Tía Laura! o
no me escuchó. Siguló caminando
Ajamente, tristemente, bordeando la espuma,
Fue entonces que giré la cabeza. Allá a
en la otra ribera. al otro lado de la desemboca

dura, en medio de unas cúpulas doradas, bajo

una estrella de hız muy i
sabé sonrefa... sonreía,

(Tia Laura! {Tin Laur

Cuando miramos

áfana. la señora Bet

dadela habia desaparec

Deluca 79
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