I r v i n D . Y a l o m E l d í a q u e N i e t z s c h e l l o r ó
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CINCO
Los dos hombres hablaron durante noventa minutos. Breuer, sentado en su sillón de cuero de respaldo
alto, tomaba notas rápidas. Nietzsche, que hacía una pausa de vez en cuando para que la pluma de Breuer no
se quedara atrás, estaba sentado en un sillón idéntico, aunque menor que el de Breuer. Como la mayoría de
los médicos de la época, Breuer prefería que su paciente lo mirara desde abajo.
Las evaluaciones clínicas de Breuer eran completas y metódicas. En primer lugar, tras escuchar con
atención la descripción que el paciente hacia, con toda libertad, de su enfermedad, analizaba cada síntoma:
primera aparición, su transformación con el paso del tiempo, su respuesta a las diferentes terapias. El paso
siguiente consistía en examinar cada órgano del cuerpo. Empezando por la parte superior de la cabeza,
llegaba hasta los pies. Primero el cerebro y el sistema nervioso. Empezaba preguntando por el
funcionamiento de cada uno de los doce nervios craneales: el sentido del olfato, la vista, los movimientos de
los ojos, la audición, el movimiento y la sensación faciales y de la lengua, la deglución, el equilibrio, el
habla.
Acto seguido, centraba la atención en el cuerpo, en el que revisaba, uno por uno, cada sistema
funcional: respiratorio, cardiovascular, gastrointestinal y genitourinario. Aquel minucioso examen accionaba
la memoria del paciente y aseguraba que éste no pasara por alto ni el más mínimo detalle Breuer nunca
omitía nada, ni siquiera en el caso de que estuviera previamente convencido del diagnóstico.
A continuación, un escrupuloso historial médico: la salud del paciente durante la infancia, la salud de
los padres y hermanos, y una investigación de todos los demás aspectos de su vida, a saber, profesión, vida
social, servicio militar, desplazamientos geográficos, preferencias alimenticias y recreativas. El paso final de
Breuer consistía en dar rienda suelta a su intuición y hacer todas las preguntas que le sugirieran los datos
obtenidos hasta entonces. Así, días antes, ante un misterioso caso de molestias respiratorias, había acabado
formulando un acertado diagnóstico de triquinosis diafragmática al preguntar con qué exhaustividad
cocinaba la paciente el cerdo salado que comía.
A lo largo de todo aquel procedimiento, Nietzsche permaneció muy atento: de hecho. respondía
moviendo la cabeza con expresión solícita a cada pregunta de Breuer, para quien, por otro lado, tal actitud no
constituía una sorpresa. Breuer nunca se había encontrado con un paciente a quien, en secreto, no
complaciera un examen microscópico de su vida. Y cuanto mayor era el poder de enaltecimiento, mayor era
el placer del paciente. La alegría ante el hecho de ser observado era tan profunda que Breuer creía que el
dolor verdadero de la vejez –la pérdida de los seres queridos, sobrevivir a los amigos– era la ausencia de
examen, o sea, el horror de vivir sin ser observado.
Sin embargo, a Breuer si le sorprendieron la complejidad de los males de Nietzsche y la minuciosidad
de sus observaciones. Las notas de Breuer llenaban páginas enteras. La mano empezó a cansársele conforme
Nietzsche le describía el horrible conjunto de síntomas: monstruosas jaquecas que le paralizaban, mareos,
vértigo, pérdida del equilibrio, náuseas, vómitos, anorexia, asco por la comida, fiebre, abundante sudor
nocturno que le obligaba a cambiarse de camisa de dormir dos o tres veces por noche, accesos de fatiga que a
veces rayaban en parálisis muscular generalizada, dolor gástrico, hematemesis, calambres intestinales,
estreñimiento continuo, hemorroides y, por último, problemas de vista (fatiga ocular, inexorable deterioro de
la visión, ojos lagrimeantes y doloridos, vista nublada e hipersensibilidad a la luz, sobre todo por la mañana).
Las preguntas de Breuer añadieron unos cuantos síntomas que Nietzsche había omitido o que no había
querido mencionar: destellos visuales y escotoma, que por regla general precedían a las jaquecas; un
insomnio que no respondía a ninguna medicación; fuertes calambres musculares por la noche; tensión
generalizada; y rápidos e inexplicables cambios de humor.
¡Cambios de humor! ¡Lo que Breuer había estado esperando! Como había dicho a Freud, siempre
aguardaba un momento propicio para adentrarse en el estado psicológico del paciente. Aquellos "cambios de
humor" podían ser la clave que lo conduciría a la desesperación y. a las intenciones suicidas de Nietzsche.
Breuer procedió con cautela, pidiéndole que se explayara sobre el particular.
–¿Ha notado en sus sentimientos alteraciones que parezcan relacionadas con su enfermedad?
El semblante de Nietzsche no se alteró. Parecía no importarle que la pregunta pudiera conducir a una
región más íntima.
–Ha habido momentos en que, el día antes del ataque, me he sentido particularmente bien y he llegado
a pensar que se trataba de un sentimiento peligrosamente positivo.