50
No voy a aplacarme. Pero me contemplo de todos modos, pensando
que quizá tenga razón y veo, sorprendida y extrañada, las enormes
caderas envueltas. Tenía cincuenta centímetros de cintura cuando me
casé.
No fue el trabajo que hice, ni siquiera la alimentación, aunque las
patatas se daban muy bien en la tierra ribereña de la granja de Shipley,
sobre todo en las épocas en que no valían nada en el pueblo. No fueron
los hijos, tampoco, pues sólo tuve dos, y con diez años de diferencia.
No. Mantendré hasta el día de mi muerte que fue por no usar corsé.
¿Qué sabía Bram de eso? Teníamos catálogos, podía haber pedido
fajas. Las ilustraciones, consideradas atrevidas entonces, mostraban a
mujeres de cuello de cisne, sólo de caderas para arriba, por supuesto,
cubiertas de encajes, emballenadas perfectamente, con cinturas finas
como muñecas y expresión reservada pero segura, como si no
supieran que miraban el mundo vestidas en ropa interior. Yo solía
hojear y meditar, pero nunca compré nada. Él se reía o se ponía
ceñudo.
Las chicas no compran esas cosas, ¿eh, Hagar?
Sus hijas no, desde luego. Jess y Gladys eran como vaquillas,
montones de grasa indisoluble. Teníamos poquísimo dinero, de modo
que, según él, era mejor gastarlo en sus proyectos. Miel, fue uno de
ellos. Seguro que nos haríamos ricos. ¿No abundaban alrededor de la
granja el trébol blanco y el amarillo? Así era. Pero también abundaba
algo más, alguna planta ponzoñosa que nunca vimos, invisible, quizá,
a la luz del día, protegida por las colas de zorra que agitaban su peluda
maleza en los campos, u oculta por los juncos de la ciénaga de espuma
amarillenta, alguna flor de bardana o beleño de aroma irresistible para
las abejas, sin duda, y mortal. Sus dichosas abejas enfermaron y
murieron casi todas; quedaron como puñados de pasas esparcidos en
las colmenas. Bram conservó durante años las pocas que
sobrevivieron, sabiendo perfectamente que me asustaban. Él podía
meter los brazos peludos entre ellas, y nunca lo picaban. No sé por
qué, a menos que fuera porque no tenía miedo.
Mamá... ¿estás bien? ¿Me has oído lo que te he dicho?
La voz de Doris. ¿Cuánto rato llevo aquí plantada, con la cabeza
baja, jugueteando con el tejido sedoso que me cubre? Me siento
torturada ahora, apologética, y por un instante no consigo recordar de
qué la culpo. La casa, por supuesto. Quieren vender mi casa. ¿Qué será
de mis cosas?