EL ÁNGEL DE PIEDRA (1964) Margaret Laurence

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About This Presentation

La obra maestra de la literatura canadiense.


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Traducción: Ángela Pérez

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INTROITO




















Pocas veces se da el caso de que lectores, críticos, académicos y escritores se
entusiasmen por igual por un mismo libro, que en toda clase de listas aparece
siempre como el mejor libro escrito nunca en Canadá. No hay escritor canadiense
que no se declare influido por él, desde Margaret Atwood a Alice Munro, que a la
larga han tenido mucha más suerte, conocimiento y reconocimiento en el
extranjero, que ella a pesar de ser bastante más mediocres. Aquí en España
publicó la novela la efímera Muchnik, con 40 años de retraso, y sin apenas
repercusión. De hecho por estas tierras la única forma de descubrir a la autora es
mediante el cine, y no deja de ser una posibilidad tirando a remota porque
hablamos de la primera película independiente como director de Paul Newman,
“Rachel, Rachel” (1968), que muy conocida que digamos no es. Aún así a rebufo
de la película se publicó el libro en que se basaba, “Una broma de Dios”, con el
título de la película. Del libro que nos ocupa, el primero del ciclo Manakawa,
ciudad inventada por la autora (¿Manitoba + Ottawa?), el resto son “Una broma
de Dios” (1966), “Los habitantes del fuego” (1969), “Un pájaro en la casa”
(1970) y “El parque del desasosiego” (1974), solo diré que es de las pocas obras
maestras de la literatura centradas en la vejez, de hecho solo recuerdo otra, igual
de genial, “La trompetilla acústica” de Leonora Carrington, con la que tiene
muchas afinidades. Sus dos rebeldes ancianas protagonistas en busca de

redención, de acción, son intercambiables.

Julio Tamayo

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Sobre el proceso de creación del libro (gracias a él decidió dejar a su marido):

“La vejez es algo que me interesa cada vez más - las innumerables formas en
que la gente la afronta, algunos pretendiendo que no existe, algunos
aterrorizados por cada deterioro físico porque esa cita final es algo que no
pueden afrontar, algunos tratando de equilibrar las demandas y la rutina de esta
vida con una creciente necesidad de juntar los hilos del espíritu para que cuando
llegue la cosa estén listos, ya sea para la muerte o para otro nacimiento. Creo
que el nacimiento es el la mayor experiencia de la vida, hasta el final, y luego la
muerte es la mayor experiencia. Hay momentos en los que puedo creer que la
revelación de la muerte será algo tan vasto que somos incapaces de
imaginarlo.”

“Me imagino a una mujer muy anciana que sabe que se está muriendo y que
desprecia la simpatía y solicitud de su familia y también les compadece, porque
sabe que ellos piensan que su mente está en parte ida - y nunca se darán cuenta
de que ella se está moviendo con tremenda emoción, en parte miedo y en parte
entusiasmo, hacia un gran e inevitable suceso, al igual que los años
antes de que ella experimentara el nacimiento.”

“Creo que mi experiencia cuando escribí “El ángel de piedra” fue notable,
porque seguía sintiendo que había encontrado el lenguaje exacto. ¡Era el mío!
El discurso de la generación de mis abuelos, de mis padres, etc. Mientras que
cuando escribí sobre África, nunca pude estar segura. Esa no era mi cultura y,
por supuesto, sabemos cosas sobre nuestra propia cultura, y sobre nuestra
propia gente que ni siquiera sabemos que sabemos. Cuando escribí “El ángel de
piedra” fue realmente bastante maravilloso, porque frases, pedazos de
modismos, que había olvidado venían de vuelta a mí, cosas que ni siquiera
recordaba del discurso de mis abuelos... Y también que yo tengo, tanto en mi
propia vida como en mi visión de la vida, un sentido de la rueda completa el
círculo, ese tipo de viaje, en el que terminamos en el lugar donde comenzamos,
pero con una diferente perspectiva.”

“Supongo que tengo un sentido muy inestable de mi propia realidad y solo
puedo estar segura (o razonablemente) cuando he asumido otra capa o me he
convertido temporalmente en otra persona. Le dije a alguien hace mucho tiempo
que “El ángel de piedra” lo escribí de una manera similar al Método
Stanislavsky, naturalmente, no estaba hablando en serio, aunque ahora me
pregunto si, después de todo, tal vez esto no fuera cierto. Tengo este sentimiento
que he tenido durante muchos años de que digo mentiras todo el tiempo excepto

cuando hablo con los pocos miembros de mi tribu en quien confío
absolutamente, y que en general no puedo hablar con sinceridad excepto a
través de la boca de otra persona.”

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Do not go gentle into that good night.

Rage, rage against the dying of the light.

No entres dócilmente en esa noche quieta.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Dylan Thomas

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Uno










En la cima de la loma, dominando el pueblo, se alzaba el ángel de
piedra. No sé si seguirá allí, en memoria de ella, que entregó su débil
espíritu cuando yo tomé el mío, inquebrantable. Mi padre lo había
comprado con orgullo para que señalara el lugar donde yacían los
restos de mi madre y proclamara la dinastía de él por los siglos de los

siglos, o al menos ésa era su ilusión.
Tanto en invierno como en verano contemplaba el pueblo con ojos
ciegos. En realidad, era doblemente ciego, pues no sólo estaba hecho
de piedra, sino que quienquiera que lo hubiese esculpido había dejado
los globos oculares lisos, de modo que ni siquiera tenía apariencia de
estar mirando algo o a alguien. A mí me parecía extraño que dominara
el pueblo, invitándonos a todos al cielo sin saber nada de nosotros.
Pero entonces yo era demasiado joven para entender su finalidad,
aunque mi padre a menudo me decía que había costado muchísimo
dinero traerlo de Italia y que era de auténtico mármol blanco. Ahora
pienso que debió de ser esculpido bajo aquel lejano sol por algún
descendiente cínico de Bernini, que los hacía a montones, calculando
con admirable precisión las necesidades de aquellos aspirantes a
faraones de una tierra inculta.

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En invierno tenía las alas picadas por la nieve y, en verano, por la
arena que arrastraba el viento. No era el único ángel del cementerio de
Manawaka, pero sí el primero, el más grande y, desde luego, el más
caro. Los demás, que yo recuerde, eran todos de categoría inferior,
ángeles pequeños, querubines de labios fruncidos: uno alzaba un
corazón de piedra, otro tocaba en perpetuo silencio un arpa de piedra
sin cuerdas, y otro más miraba de reojo, extático, una lápida. Recuerdo
muy bien esa lápida porque cuando la colocaron todos nos echamos a
reír al leer la inscripción:


Que en Paz descanséis,

De las fatigas reposéis.
Regina Weiss
1886

Se acabó la triste Regina, hoy olvidada en Manawaka, seguramente
como yo, Hagar, doblemente olvidada. Aunque siempre creí que la
culpa sólo era suya, por ser una criatura débil, sin carácter, blanda
como las natillas, consagrada a cuidar con devoción de mártir, año tras
año, a una madre ingrata de lengua viperina. Cuando Regina murió, de
alguna oscura dolencia virginal, la infame anciana dejó el lecho
maloliente y, para desesperación de los hijos casados, siguió viviendo
oros diez años. Huelga decir que Dios acoja su alma, pues debe de
estar riéndose malévolamente en el infierno mientras la virginal
Regina suspira en la gloria.

En verano el cementerio estaba impregnado del perfume a
funeraria, fuerte y espeso como almíbar, de las peonías carmesí oscuro
y rosa pálido. De los tallos frágiles colgaban pesados capullos grávidos
de agua de lluvia, infestados de hormigas advenedizas que se paseaban
por sus pétalos afelpados como por su casa.

Cuando niña me gustaba visitar aquel lugar. Por entonces no había
muchos sitios donde una pudiese caminar remilgadamente sin miedo a
que los cardos de los senderos arañaran las botas blancas o estropearan
la falda infantil. Cuánto empeño ponía por ser pulcra y ordenada,

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convencida como estaba de que la vida había sido creada únicamente
para celebrar la pulcritud, como la remilgada Pippa del poema. Pero a
veces, entre la ardiente ráfaga de viento irrespetuoso que agitaba los
matorrales de roble y la gramilla que invadía las moradas
primorosamente cuidadas de los difuntos, se filtraba por un momento
el aroma de las prímulas. Estaban bien enraizadas aquellas llamativas
flores silvestres, y aunque los amorosos deudos, decididos a conservar
despejadas y claramente civilizadas las sepulturas, las arrancaban y
trataban de que no avanzasen más allá de la linde del cementerio,
cualquiera que pasara por allí percibía durante unos segundos el débil
aroma, polvoriento y dulzón, de lo que crecía y siempre había crecido
sin cuidados, antes incluso de que llegaran las corpulentas peonías y
los ángeles de alas rígidas, cuando por la llanura sólo caminaban los
indios cree de rostro enigmático y cabello grasiento.




Los recuerdos se me agolpan ahora, desenfrenados. No suelo
entregarme a ellos, o, al menos, no demasiado a menudo. Hay quien
dice que los ancianos viven en el pasado; absurdo. Últimamente, cada
nuevo día, tan inútil en realidad, posee una peculiaridad especial para
mí. Lo pondría en un jarrón para admirarlo como los primeros dientes
de león, y olvidaríamos su proliferación y nos maravillaríamos
simplemente de que existieran. Pero una disimula, normalmente, por
personas como Marvin, a quien parece confortar la idea de que las
ancianas se alimentan, como dóciles conejos, de las hojas de lechuga
de otros tiempos, otras costumbres. ¡Qué injusta soy! Pero, en fin, ¿por
qué no? Criticar así es mi único placer, eso y los cigarrillos, hábito que
he contraído hace sólo diez años, por aburrimiento. Marvin considera
vergonzoso que fume a mi edad, noventa años. Le produce cierta
angustia la visión de Hagar Shipley, que por desgracia da la casualidad
de que es su madre, aguantando descaradamente con dedos artríticos
un canutillo blanco encendido. Enciendo ahora uno de mis cigarrillos y
recorro la habitación recordando frenéticamente, sin otra razón que
estar atrapada en ello. Pero tengo que procurar no hablar en voz alta,

porque si lo hiciera, Marvin y Doris intercambiarían una mirada
significativa y uno de los dos diría: «Mamá tiene uno de sus días».

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Que hablen cuanto quieran. ¿Qué me importa a mí ya lo que diga la
gente? Demasiado tiempo me preocupé por ello.

Ay, mis hombres perdidos. No, no voy a pensar ahora en eso. ¡Qué
vergüenza que esa gorda de Doris me viera llorando! La puerta de mi
habitación no tiene cerradura. Dicen que es porque si me pusiera mala
de noche no podrían entrar para atenderme (como si yo fuera lisiada o

algo así). De modo que pueden entrar en mi habitación cuando les da
la gana. La intimidad es un privilegio que no se concede a los ancianos
ni a los jóvenes. A veces, los niños muy pequeños miran a los viejos e
intercambian una mirada conspiradora, furtiva y cómplice. Es porque
ni los unos ni los otros son humanos para los de mediana edad, la flor
y nata, los de primera, según dicen, como si hablaran de carne de vaca.

Tendría yo unos seis años cuando me regalaron aquel vestido
escocés a cuadros verde claro y rojo claro (porque no era rosa, sino
más bien un rojo acuoso, como la pulpa de la sandía madura), que me
había hecho una tía de Ontario, con imponentes ribetes de pana negra.
Allí estaba yo, caminando como un pavo real minúsculo por la acera
de tablas, resplandeciente, altiva, presumida, la hija de cabello oscuro
de Jason Currie.

Hasta que empecé a ir al colegio fui pesadísima con tía Doll. La
casona era nueva entonces, la segunda de ladrillo que se construyó en
Manawaka, y tía Doll siempre tenía la impresión de que debía estar a
la altura de la casa, aunque ella fuese una empleada. Era viuda y desde
mi nacimiento vivía con nosotros. Por las mañanas siempre llevaba
una cofia de encaje y se ponía a chillar como una bruja cuando yo se la
quitaba de un tirón, exponiendo su crespa pelambrera a los ojos
risueños de Reuben Pearl, que nos traía la leche. En tales ocasiones,
me enviaba al almacén, donde mi padre me hacía sentar en una caja de
manzanas vuelta, entre toneles de orejones y pasas y el olor a papel de
estraza y al apresto de las piezas de tela de la sección de mercería, y
me hacía aprender de memoria los pesos y medidas.

«Dos vasos, una jarra. Cuatro jarras, una pinta. Dos pintas, un
cuarto de galón. Cuatro cuartos, un galón. Dos galones, un peck.
Cuatro pecks un busbel.»

Mi padre, corpulento y con chaleco, permanecía detrás del
mostrador, y cuando me olvidaba algo me apuntaba con su voz de
acento escocés y me decía que me concentrara o nunca aprendería.

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—¿Acaso quieres ser boba de mayor, una tonta de remate?
—No.
—Pues concéntrate.
Cuando las repetía todas seguidas —pesos, medidas de longitud,
de superficie, medidas de áridos, medidas cúbicas—, él asentía.

Aprender bien lo aprendido,

Ahora lo has conseguido.

Siempre lo decía cuando no me equivocaba. Nunca fue amigo de
desperdiciar una palabra ni un minuto. Era hijo de sus propias obras.
Le encantaba explicarles a Matt y a Dan que había empezado sin un
céntimo y había subido por sus propios medios. Era cierto. Nadie
podía negárselo. Mis hermanos se parecían a mi madre, eran
muchachos agraciados pero carentes de bríos, que procuraban
complacerlo, casi siempre en vano. Sólo yo, que no deseaba parecerme
a mi padre en absoluto, era robusta como él y tenía su misma nariz
aguileña y una mirada que podía aguantar la de cualquiera sin
pestañear.

Cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta las
moscas. Le gustaban los refranes, creía en ellos. Eran su padrenuestro,
su credo. Los agrupaba como si fuesen cuentas de un rosario o las
monedas de la caja. A Dios rogando y con el mazo dando. Tarea
repartida, pronto concluida.

Para las palizas siempre usaba ramas de abedul. Era con lo que le
había pegado a él su padre, aunque en otro país. No sé qué habría
hecho si el abedul no se hubiera dado en Manawaka. Afortunadamente,
nuestras arboledas daban algunos, aunque delgados y endebles y nunca
demasiado altos; pero servían para su cometido. Matt y Dan se
llevaban la mayor parte, porque eran chicos y mayores, y cuando
recibían también me hacían a mí lo que les habían hecho a ellos, sólo
que utilizaban ramitas verdes de arce, con hojas y todo. Nadie diría
que aquellas hojas suaves pudieran picar como lo hacían en la carne
desnuda y todavía rolliza, y yo vociferaba como las bestias infernales
de tres cabezas, tanto de vergüenza como de dolor, y ellos me
susurraban que si decía algo, cogerían el cuchillo del pan que colgaba

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en la despensa y me degollarían y moriría desangrada y quedaría seca
y blanca como el bebé de Hannah Pearl que había nacido muerto y que
habíamos visto en su féretro blanco forrado de raso, en la funeraria

Simmons. Pero cuando me enteré de que en el colegio a Matt lo
llamaban Cuatro Ojos porque tenía que llevar gafas y oí a tía Doll reñir
a Dan por hacerse pis en la cama, pese a que tenía más de ocho años,
supe que no volverían a atreverse, y se lo dije a mi padre. Eso puso fin
al asunto y tenían bien merecida la paliza que les dieron. Él me dejó

mirar. Luego lamenté haberlo visto e intenté explicárselo a ellos, pero
me ignoraron.

No tenían por qué hablar como si fueran los únicos. También yo
recibía, aunque tengo que admitir que no tan a menudo. Papá se
enorgullecía tanto del almacén que parecía que no hubiese ningún otro
en el mundo. Fue el primero de Manawaka, así que supongo que tenía
motivos para sentirse orgulloso. Se apoyaba en el mostrador con las
manos extendidas y sonreía tan maravillosamente que tenías la

impresión de que daba la bienvenida al mundo entero.
La señora McVitie, esposa del abogado del pueblo, que llevaba un
sombrero de lo más llamativo, le devolvió la sonrisa y le pidió huevos.
Recuerdo muy bien que pidió concretamente huevos, de los morenos,
pues le parecían más nutritivos que los de cáscara blanca. Y yo, con
botas negras de botones y los odiosos calcetines de rayas beige y
malva que llevaba para estar abrigada y el discreto vestido azul marino
de sarga de manga larga que mi padre encargaba cada año para mí al
Este, metí la nariz en el barril de las pasas para coger un puñado
mientras él estaba ocupado.

—¡Oh, mira!, mira qué bichitos más bonitos, como escapan
corriendo...

Me reía de ellas mientras se escondían, las patas tan rápidas y
diminutas que casi no podía vérselas, encantada de que se atrevieran a
aparecer allí y burlarse del enorme bigote de mi padre y de su cólera.

—¡Vigila tus modales, señorita!
El tortazo que me dio entonces no fue nada comparado con lo que
recibí en la trastienda cuando ella se marchó.

—¿Es que no te importa nada mi reputación?
—¡Pero es que las vi!

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—¿Y tenías que proclamarlo a los cuatro vientos?
—No era mi intención...
—De nada vale lamentarlo cuando el mal ya está hecho. ¡Pon las
manos, señorita!

Tan furiosa estaba que no permití que me viese llorar. Usó una regla
de treinta centímetros, y cuando yo retiraba las palmas doloridas, me
obligaba a alzarlas otra vez. Me miraba a los ojos y se ponía furioso,
como si fuera un fracaso no conseguir hacerme llorar. Me golpeó una y
otra vez y luego de pronto tiró la regla y me abrazó. Me estrechó tan
fuerte que a punto estuvo de asfixiarme contra su ropa áspera que olía
a naftalina. Me sentía enjaulada y asustada y quería apartarlo de mí,
pero daba igual. Por último me soltó. Parecía desconcertado, como si
quisiera darme una explicación y no supiera cómo.

—Te pareces a mí —dijo por fin, como si eso lo aclarara todo—.
Tienes carácter, las cosas como son.

Se sentó en un cajón de embalaje y me sentó en sus rodillas.
—Debes de comprender —dijo, hablando en voz baja, deprisa—
que me duele tanto como a ti tener que pegarte.
Ya lo había oído antes, muchas veces. Pero al mirarlo con mis
brillantes ojos oscuros, supe que era una mentira descarada. Sin
embargo, me parecía a él, y sabe Dios que en eso tenía razón.

Me quedé de pie en la entrada, tranquila y dispuesta a echar a
correr.

—¿Vas a tirarlas? —pregunté.
—¿Qué?
—Las pasas. ¿Vas a tirarlas?
—Métete en tus asuntos, señorita —soltó—, o te...
Conteniendo la risa y las lágrimas, di la vuelta y eché a correr.
Muchos empezamos el colegio aquel año. Charlotte Tappen era la
hija del médico; tenía el cabello castaño y le permitían que lo llevase
suelto, con un lazo verde, mientras que a mí tía Doll seguía
haciéndome trenzas. Charlotte y yo éramos muy amigas y solíamos ir
andando a la escuela y hablábamos de cómo sería ser Lottie Drieser y
no saber dónde estaba tu padre ni siquiera quién era. Pero nunca
llamábamos Sin Nombre a Lottie... eso sólo lo hacían los chicos.

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Claro que nosotras nos reíamos, a pesar de que sabíamos que era ruin,
con una mezcla de vergüenza y emoción, como la que había sentido la
vez que vi a Telford Simmons hacerlo detrás de un arbusto, pues ni

siquiera se molestó en ir al retrete de los chicos.
Al padre de Telford no se lo consideraba mucho. Llevaba la
funeraria, pero nunca tenía un centavo. Mi padre decía que «tiraba el
dinero», y al cabo de un tiempo supe que se refería a que bebía. Matt
me contó una vez que Billy Simmons bebía líquido de embalsamar y
durante mucho tiempo me lo creí y lo consideraba un ser macabro,

hasta el punto que cuando me lo cruzaba en la calle apretaba el paso,
aunque era amable y torpe y solía dar a Telford caramelos de arce y
chocolate para que los repartiera entre los amigos. Telford tenía el
cabello rizado, tartamudeaba un poco y sólo podía fanfarronear alguna
que otra vez del ocasional cadáver que su padre guardaba en la
cámara; y cuando en una ocasión le dijimos que no creíamos que
pudiera entrar realmente, nos llevó y nos enseñó a la hermanita muerta
de Henry Pearl. Entramos por la ventana del sótano, toda la pandilla,
Telford el primero. Luego Lottie Drieser, menuda y ligera, con el
cabello amarillo fino como seda de bordar, tan pulcra a pesar del
vestido remendado y gastado de tantos lavados. Luego los demás...
Charlotte Tappen, Hagar Currie, Dan Currie y Henry Pearl, que no
quería ir pero debía de creer que si no lo hacía lo llamaríamos gallina y
le cantaríamos aquello de


Henry Pearl

Parece una niña...

No era verdad. Era un niño grandullón y desgarbado que llegaba
todos los días en su caballo desde la granja y que no podía perder el
tiempo andando por ahí con nosotros porque tenía que ayudar mucho
en casa.

La habitación estaba fresca, como la heladería del pueblo, donde en
verano almacenaban bajo serrín los bloques de hielo que cada invierno
cortaban del río cuando se congelaba. Tiritábamos y cuchicheábamos,
aterrados por el rapapolvo que recibiríamos si nos pillaban. No me
gustó nada el aspecto del bebé. Charlotte y yo nos quedamos atrás pero
Lottie realmente abrió la tapa de cristal y acarició el terciopelo blanco
y los pliegues de raso blanco y la carita blanca arrugada. Luego nos
retó con la mirada a hacer lo mismo, pero nadie quiso.

15




—Miedicas —dijo—. Si alguna vez tengo un hijo y se muere, haré
que lo envuelvan todo en raso como éste.

—Primero tendrás que encontrarle un padre.
Esto lo dijo Dan, que jamás desperdiciaba una ocasión.
—Cállate —dijo Lottie—, cállate o te...
Telford andaba de un lado a otro pendiente de todo.
—Vámonos, vámonos... si mi madre nos descubre nos la
cargaremos de verdad...

Los Simmons vivían encima de la funeraria. Billy Simmons no era
ningún problema, pero la mamá de Telford era una arpía avara de gesto
contraído que se quedaba en la puerta y daba una galleta a Telford
después de clase, pero nunca tenía otra para ningún niño y Telford,
mortificado, la rumiaba fríamente bajo su mirada vigilante. Salimos
todos juntos y, cuando nos íbamos, Lottie le susurró a Telford al oído:

—No tengas miedo, Telford. Yo te defenderé. Diré a tu madre que
Dan te obligó a hacerlo.

Charlotte y yo nos partíamos de risa.
—Prefiero que no lo hagas —jadeó Telford mientras sacaba sus
cortas piernas por la ventana
—. No serviría absolutamente de nada.
No te haría caso, Lottie.
Cuando estuvimos fuera, en el césped, la ventana del sótano cerrada
ya y todos a salvo, e inocentes de nuevo, jugamos a pillapilla alrededor
de los grandes abetos rojos que daban sombra al patio. Es decir, todos
menos Lottie. Ella se fue a casa.

Yo era lista en el colegio y papá estaba contento conmigo. A veces,
cuando me ponían sobresaliente en los deberes, me daba un cucurucho
de caramelos o un puñado de aquellas pastillitas color pastel que
llevaban mensajes almibarados como Sé mía, Preciosa, Quiéreme, Sé
fiel. Todas las noches nos sentábamos a la mesa del comedor, Dan,
Matt y yo, a hacer los deberes del colegio. Teníamos que estar
haciéndolos una hora y, si acabábamos antes, papá nos ponía cuentas y
nos daba consejos.

—Nunca llegaréis a ningún sitio en este mundo si no trabajáis más
que los demás, os lo aseguro. Nadie os dará nada en bandeja de plata.
Depende de vosotros, de nadie más. Tenéis que ser perseverantes si
queréis progresar. Tendréis que esforzaros y sudar un poco.

16

Yo procuraba no oírlo, y, aunque lo conseguía, cuando años después
estaba criando a mis dos hijos, me sorprendí diciéndoles lo mismo.

Yo procuraba demorarme con los deberes del colegio para no tener
que hacer las sumas que papá nos ponía. Abría el libro de lectura,
recorría las palabras con el dedo y miraba fijamente los pequeños
dibujos como si esperase que crecieran y se transformaran en algo
distinto, extraño.

Esto es una semilla. La semilla es de color castaño.
Pero la rígida semilla negra de la hoja permanecía inmutable y
finalmente tía Doll asomaba la cabeza por la puerta de la cocina.

—Señor Carrie... es hora de que Hagar se acueste.
—Muy bien. Ve arriba, hija.
Me llamaba «señorita» cuando estaba enfadado e «hija» cuando se
sentía cariñoso conmigo. Nunca Hagar. Me habían puesto ese nombre,
al parecer, por una tía abuela soltera, de Escocia, que era muy rica y al
morir dejó toda su fortuna a una sociedad benéfica, para gran disgusto
de mi padre.

Una vez, con la mano apoyada en la brillante barandilla al pie de la
escalera, le oí hablar con tía Doll de mí.

—Es lista como ella sola, esa cría. Ojalá hubiera sido...
Y se interrumpió, supongo que porque cayó en la cuenta de que,
siendo como eran, sus hijos estarían escuchando en el comedor.

Entendíamos perfectamente, ya entonces, que cuando papá decía lo
de subir por sus propios medios se refería a que había empezado sin
dinero. Pero él tuvo la ventaja de ser de buena familia. El retrato de su
padre colgaba en nuestro comedor. El viejo caballero vestía un absurdo
chaleco de cachemira color mostaza con sinuosos dibujos azules, y

aparecía rodeado por un fondo negro y verde oliva.
—Murió antes de que nacierais —decía mi padre—, sin saber
siquiera que aquí me estaba yendo bien. Me marché a los diecisiete
años y no volví a verlo. Tú te llamas así por tu abuelo, Dan. Sir Daniel
Currie. El título desapareció con él, porque no era hereditario. Fue
importador de sedas, aunque de joven había servido honrosamente en
la India. No valía gran cosa como comerciante. Lo perdió casi todo,
aunque no por culpa suya, salvo en lo de ser demasiado confiado. Su
socio lo engañó... bueno, todo fue un mal asunto, os lo aseguro, y allí
estaba yo, sin esperanza y sin un centavo. Pero no puedo quejarme. Me
ha ido tan bien como a él. Mejor, porque yo nunca he confiado en
socios, ni lo haré. Los Currie son montañeses. Matt, ¿grupo de qué
clan?

17




—Grupo de los Clanranald MacDonald.
—Exacto. ¿Música de gaita, Dan?
—Marcha de Clanranald, señor.
—Bien. —Y entonces, mirándome a mí, con una sonrisa
preguntaba:
—¿El grito de guerra, niña?
Y yo, que amaba aquel grito aunque no tenía la menor idea de lo que
significaba, lo lanzaba con tal fiereza que los chicos se reían hasta que
nuestro padre los petrificaba con la mirada.

—¡Que se oponga quien ose!
Por las historias que él contaba, los montañeses de Escocia me
parecían los hombres más afortunados de la tierra, que se pasaban los
días asestando golpes de espada a diestro y siniestro y las noches
bailando reels. Además, todos ellos, sin excepción, eran caballeros y
vivían en castillos. Qué amargamente lamentaba yo que nuestro padre
se hubiera marchado y nos hubiese engendrado aquí, en la llanura
pelada que se extendía hacia el oeste sin nada especial excepto la
grama, las tribus de ardillones o las alamedas grisverdosas y el pueblo
en el que se alzaban no más de una docena de casas de ladrillo
presentables, pues las demás eran chozas y chabolas de estructura

tambaleante y cartón alquitranado, efímeras en los veranos abrasadores
y en los inviernos que congelaban los pozos y la sangre.

Tendría yo unos ocho años cuando se construyó la nueva iglesia
presbiteriana. Asistí a la ceremonia inaugural; era la primera vez que
papá me dejaba ir con él al templo en vez de a la escuela dominical.
Era una iglesia sencilla, estaba vacía, olía a pintura y a madera nueva y

aún no habían puesto los vidrios de color de las ventanas, pero delante
había ciriales de plata, cada uno con una minúscula placa con el
nombre de papá. Él y algunos otros habían adquirido bancos para las
familias y los habían provisto de grandes cojines de terciopelo beige y
marrón para que los pocos traseros privilegiados no tuvieran que
preocuparse por la dureza del roble o la excesiva duración de los
sermones.

—En este gran día —dijo con sentimiento el reverendo Dougall
MacCulloch
— tenemos que dar muy especialmente las gracias a los
miembros de nuestra congregación, cuyas aportaciones y generosidad
cristiana han hecho posible nuestra nueva iglesia.

18



Leyó la lista de nombres como si se tratara de condecoraciones.
Luke McVitie, abogado. Jason Currie, comerciante. Freeman
McKendrick, director de banco. Burns MacIntosh, agricultor.

Rab Fraser, agricultor.
Mi padre permanecía sentado con la cabeza humildemente
inclinada, pero se volvió a mí y me susurró en voz muy baja:

—Luke McVitie y yo hemos debido de dar más que nadie, porque
ha leído nuestros nombres los primeros.

La gente vacilaba, sin saber si aplaudir o no, pues la ocasión parecía
pedir las ovaciones que, por otro lado, quizá no fueran apropiadas en
una iglesia. Yo aguardé, deseando que lo hicieran, porque había
estrenado guantes de encaje y si aplaudíamos podría lucirlos de
maravilla. Pero el pastor anunció el salmo, de modo que cantamos
vigorosamente:


A las montañas circundantes

alcé los ojos anhelantes.
Ay, ¿dónde hallaré la salvación,
Dónde estará?
El Señor mi Dios es mi salvador,
El Señor mi Dios, que hizo el cielo y la tierra.

Tía Doll siempre nos decía que papá era un hombre temeroso de
Dios. Yo no me lo creía, por supuesto. No podía concebir que mi padre
temiera a alguien, ni siquiera a Dios, y menos cuando él no debía su
existencia al Todopoderoso. Dios podía haber creado el cielo y la tierra
y a la mayoría de las personas, pero papá era un hombre que se había
hecho a sí mismo, como él mismo nos había repetido tantas veces.

Sin embargo, nunca se perdía un oficio dominical ni la acción de
gracias en la mesa. Siempre la decía él, lentamente, mientras nosotros
nos agitábamos nerviosamente y mirábamos a hurtadillas.


Algunos tienen comida y no pueden correr,

Otros que la comerían no la tienen.
Pero nosotros tenemos comida y podemos comer,
Así que demos las gracias al Señor.

19


Él no volvió a casarse cuando murió nuestra madre, aunque a veces
hablaba de buscar una esposa. Creo que tía Dolly Stonehouse creía que
acabaría casándose con ella. ¡Pobre infeliz! Yo le tenía cariño, aunque
no se molestaba en disimular que Dan era su preferido, y daba pena
que creyera que papá se contenía porque ella era una mujer feúcha, con
aquella piel cetrina que nunca consiguieron mejorar el agua de
hamamelis y el zumo de limón que se aplicaba, para no mencionar sus
incisivos superiores, saltones como los de una liebre. Tanto le
preocupaban aquellos dientes que solía cubrirse la boca con una mano
cuando hablaba, por lo que casi siempre sus palabras quedaban veladas
por una pantalla de dedos. Pero no era su aspecto lo que hacía que
papá no se decidiera por ella. Matt, Dan y yo sabíamos que,
sencillamente, no sería capaz de casarse con su ama de llaves.

Sólo una vez le vi hablar a solas con una mujer, y eso fue por
casualidad. A veces iba de paseo al cementerio, para leer y librarme de
mis hermanos. Tenía un sitio detrás del cerezo silvestre, al borde de la
colina y al lado mismo de la cerca que delimitaba el recinto del
camposanto. Debía de tener yo unos doce años o así aquella tarde.

Caminaban muy despacio por el sendero colina abajo, cerca de la
orilla del río, donde el Wachakwa corría pardo y estruendoso sobre las
piedras. Al principio no advertí su presencia, y cuando lo hice era
demasiado tarde para salir huyendo. Él parecía malhumorado e
impaciente.

—¿Qué es lo que te pasa? ¿Cuál es la diferencia?
—Le tenía cariño —dijo ella—. Lo amaba.
—¡Seguro que sí!
—¡Es cierto! —gritó ella—. ¡Es cierto!
—¿Por qué accediste a venir aquí, entonces?
—Pensé... —La voz de la mujer sonaba débil y aguda—. Pensé,
como habrás pensado tú, que daría igual. Pero no es lo mismo.

—¿Por qué no?
—Él era joven —dijo ella.
Creí que iba a pegarle, tal vez a decirle «Pon las manos, señorita»,
como a mí. Yo ignoraba la razón. Pero desde mi escondite entre las
hojas vi la desilusión grabada en el rostro de mi padre. No la tocó, sin
embargo, ni dijo una palabra. Se dio la vuelta y se alejó, y sus botas
resonaron sobre las ramitas caídas, hasta que llegó al claro donde había
dejado la calesa. Oí entonces el restallido de su látigo y el relincho
sorprendido del caballo.

20

La mujer permaneció inmóvil, mirándolo, con rostro lánguido e
inexpresivo, como si no esperara nada de la vida. Luego empezó a
subir cansinamente la colina.

No sentí lástima por ninguno de los dos. Los despreciaba a ambos;
a él, por pasear por allí con ella y por hablar con ella; a ella, porque...
bueno, sencillamente porque era la madre de Lottie Sin Nombre
Drieser. Sin embargo, al recordar ahora sus caras, no sabría decir cuál
de los dos había sido más cruel.

Ella murió de tisis poco tiempo después. Pensé que le estaba bien
empleado, aunque no tenía motivos reales para ello, aparte de la cólera
que sienten los niños por los misterios que perciben sin poder
descifrarlos. Procuré ser yo quien se lo contara a él, y a la salida del
colegio volví corriendo a casa para darle la noticia. Pero él no dio la

menor señal de haber cruzado una palabra con ella en su vida. Hizo
tres comentarios.

—Pobre muchacha —dijo—. La vida no fue demasiado generosa
con ella.
—Luego, como recapacitando y recordando con quién
hablaba, añadió
—: He de admitir que las de su ralea no son una gran
pérdida para el pueblo.

Luego de un breve silencio, asomó a su rostro una expresión de
sobresalto.

—¿Tisis? Eso es contagioso, ¿no? En fin, el Señor elige caminos
prodigiosos para manifestar su voluntad.

No entendí muy bien ninguno de los tres comentarios, pero se me
quedaron grabados. Desde entonces he reflexionado: ¿cuál
correspondía a lo que mi padre era en realidad?

Los chicos trabajaban en el almacén después de la escuela. No les
pagaba por ello, claro. Tampoco les sabía mal. En aquellos tiempos se
contaba con que los jóvenes ayudaran. No se dedicaban a holgazanear
por ahí como ahora. Matt, delgado y con gafas, trabajaba tenazmente,

sin una sonrisa ni una queja. Pero era un patoso: tiraba
accidentalmente un estante de tubos de vidrio o una botella de esencia
de vainilla y se las tenía que ver con papá, que no soportaba la torpeza.
Cuando Matt tenía dieciséis años le pidió un rifle y permiso para ir con
Jules Tonnerre a poner trampas en Galloping Mountain. Papá se negó,

lógicamente, diciendo que Matt se volaría un pie y luego le costaría un
dineral encargarle uno artificial y que, de todos modos, no quería que
ningún hijo suyo anduviera correteando por el campo con un mestizo.
Me pregunto cómo se habrá sentido Matt. Nunca lo supe. Nunca supe

mucho de Matt en realidad.

21


Solíamos pescar bajo las aceras de tablas las monedas que perdían
los borrachos los sábados por la noche al volver del hotel Queen
Victoria. Matt, muy serio, deslizaba una cuerda con un burujo de
resina bien masticada en un extremo. Si sacaba algo, nunca se lo
gastaba ni lo compartía, aunque le hubieras dado la resina de tu boca.

Lo guardaba en su hucha negra de latón, con el billete de veinticinco
centavos que las tías de Toronto habían enviado y el medio dólar que
papá nos daba en Navidad. Llevaba colgada al cuello la llave de la
hucha como si fuera una medalla de san Cristóbal o un crucifijo. Dan y
yo le tomábamos el pelo, bailando lejos de su alcance y cantando:


Bah, bah, el avaro Matt,

Un pavo
A que no me alcanzas...

Nunca le vi sacar dinero de aquella hucha. No ahorraba para
comprarse una navaja de bolsillo o algo así. ¡Me parecía tan
mezquino! No supe la verdad hasta demasiados años más tarde,
después de crecer, casarme e irme a vivir a la casa de Shipley, Me lo
contó tía Dolly.

—¿No sabías lo que quería hacer con su dinero, Hagar? Yo siempre
me reía de él, pero no le importaba… Matt era así. Quería establecerse
por su cuenta, ¿qué te parece?, o estudiar derecho en el Este, o
comprarse un barco y dedicarse al comercio del té. ¡Qué locuras se les

ocurren a los jóvenes! Creo que debía de tener unos diecisiete años
cuando al fin comprendió que con las cuatro monedas de cinco y
veinticinco centavos que tenía no llegaría muy lejos. ¿Y sabes lo que
hizo? Algo bastante impropio de Matt. Compró un gallo de pelea al
viejo Doherty; se lo gastó todo, como un tonto, y estoy segura de que
pagó más de la cuenta. Lo hizo pelear con uno de Jules Tonnerre y
perdió el suyo, claro. ¿Qué sabía él de gallos? Lo trajo a casa. Tú y
Dan debías de estar fuera, porque me parece que estaba yo sola en la
cocina, y se sentó allí y se quedó un buen rato mirándolo. Te aseguro
que te revolvía el estómago, tenía todo el plumaje cubierto de sangre

y casi no podía respirar el pobre. Luego, le retorció el pescuezo y lo
enterró. Te aseguro que no lamenté verlo morir. No habría servido ni
siquiera para el puchero. Demasiado duro para comerlo y no lo
bastante para pelear.

22



Daniel era completamente distinto. No movía un dedo para trabajar,
a menos que lo obligaran. Siempre fue delicado y sabía sacar partido
de ello. Cuando después del desayuno retiraba el plato de gachas
exhalaba un suspiro muy leve, y tía Doll le tocaba la frente y lo
mandaba a la cama («Hoy no irás al colegio, jovencito»). Ella se
desvivía hasta el agotamiento, subiendo y bajando tazones de caldo y
cataplasmas de mostaza y cuando él se cansaba de mimos, descubría
que se encontraba un poco mejor y se pasaba al sofá de la sala y a la
jalea de frambuesa. Papá tenía poca paciencia para estas historias y
decía que lo único que necesitaba Dan era aire puro y ejercicio. A
veces le obligaba a levantarse y vestirse y lo mandaba al almacén a
ordenar las cosas. Pero a buen seguro que si lo hacía, al día siguiente
Dan amanecía con varicela o cualquier otra enfermedad de ésas. Debía
de ser control mental o algo así, porque cultivaba la enfermedad como
algunas personas las plantas exóticas. O al menos eso creía yo
entonces.

Cuando éramos adolescentes, papá a veces nos dejaba dar fiestas.
Repasaba la lista de invitados y tachaba los que no le parecían bien.
Entre los de mi edad, ni que decir tiene que Charlotte Tappen siempre
era invitada. A Telford Simmons también lo invitábamos, pero sólo lo

justo. El caso de Henry Pearl era delicado; sus padres eran buenas
personas, pero papá decidió que como se trataba de campesinos no
tendría ropa adecuada y la invitación les pondría en un apuro. A Lottie
Drieser no la invitamos nunca, pero cuando se convirtió en una
muñeca preciosa y le creció el pecho, Dan la coló una vez y papá armó
la gorda. A Dan le gustaba la ropa. Y cuando dábamos una fiesta
siempre aparecía con algo nuevo, que se compraba con el dinero que le
daba tía Doll. Cuando no estaba enfermo era lo más alegre que se
pueda imaginar, como una pulga de agua surcando afanosamente la
superficie de la vida.

En aquel tiempo, las galerías de las casas de ladrillo como la que
había construido mi padre estaban adornadas con barandillas de
madera blanca, semejantes a filigranas de encaje. Hubo una temporada
de auténtico furor por los farolillos japoneses de papel rojo, bulbosos y
finos, reforzados con bambú y resplandecientes de dragones dorados

23



y crisantemos. En cada farolillo había una candela que no debía de
aguantar nunca mucho rato encendida, porque siempre veías trepando
por los postes de la galería a algún chico larguirucho e impaciente,
cerilla en mano, para iluminar de nuevo el reel o el chotis que
bailábamos. ¡Cuánto me gustaban aquellos bailes, Señor! Todavía oigo

el retumbar de nuestros pies y el rascar de grillo del violinista. Yo
llevaba el cabello recogido con horquillas en la coronilla, y entonces se
me soltaba y me caía sobre los hombros, una melena negra y lustrosa
que los chicos intentaban acariciar. Parece que no hace tanto tiempo.

En invierno, el río Wachakwa era sólido como mármol y patinábamos
en él, girando en los recodos, tropezando en los lugares en que el agua
se había congelado en oleadas, evitando algún que otro tramo en que el
hielo era delgado (lo llamábamos «hielo gomoso»). Doherty, de las
Caballerizas de Alquiler Doherty, también era el dueño de la fábrica de
hielo de Manawaka y mandaba a sus hijos con el carretón y los
caballos a cortar bloques. En ocasiones ibas patinando por el río y al
doblar un recodo veías delante una zona oscura, como una herida
profunda en la blanca piel de hielo; entonces sabías que el carretón y la
sierra de Doherty habían estado allí aquella tarde. Un día, al oscurecer,
cuando las formas y los colores son grises y borrosos, mi hermano
Dan, que patinaba de espaldas para impresionar a las chicas, se cayó
en uno de esos agujeros.

El hielo siempre era muy grueso donde cortaban los bloques, por lo
que no se rompía en los bordes del agujero. Matt oyó nuestros gritos,
llegó patinando y agarró y sacó a Dan. Aquel día debíamos de estar a
treinta grados bajo cero y nuestra casa quedaba en el otro extremo del
pueblo. Qué raro que ni a Matt ni a mí se nos ocurriera llevar a Dan a
la primera casa; pero no, sólo pensábamos en llegar a casa antes de que
papá volver a del almacén para que sólo se enterara tía Doll. A Dan se
le congeló la ropa en el camino, aunque Matt se había quitado el
abrigo y lo había envuelto con él. Por desgracia pan Dan papá estaba
en casa cuando llegamos, de modo que recibió un buen rapapolvo por
no mirar por dónde iba. Tía Doll le dio whisky con limón y lo metió en
la cama; al día siguiente parecía como nuevo. Y no dudo que lo habría
estado si, además, hubiera sido fuerte. Pero no lo era. Cuando cayó

enfermo de neumonía, durante días y días sólo pude pensar en las
muchas veces que había creído que se hacía el enfermo.

24

La noche que le subió la fiebre a Dan, tía Doll había ido a ver a
Floss Drieser, la tía de Lottie, que era modista. Tía Doll estaba
haciéndose un traje de chaqueta nuevo y se pasaba horas en las
pruebas, porque Floss sabía todo cuanto pasaba en Manawaka y no
tenía reparo en contarlo. Aquella noche papá trabajaba hasta tarde, así
que sólo estábamos en casa Matt y yo.

Matt salió del dormitorio de Dan con los hombros inclinados como
si tuviere prisa por ir a algún lado.

—¿Qué pasa? —No deseaba saberlo, pero tenía que preguntar.
—Está delirando —dijo Matt—. Ve a buscar al doctor Tappen,
Hagar.

Lo hice, fui corriendo por las calles blancas, sin fijarme en los
montones de nieve que pisaba ni en lo mucho que me empapaba los
pies. Cuando llegué a casa de los Tappen, el doctor no estaba. Había
ido a Wachakwa Sur, me dijo Charlotte, y tal como estaban los
caminos no volvería hasta el día siguiente, si es que volvía para
entonces. Eso fue mucho antes de que aparecieran las máquinas
quitanieves, claro.

Cuando volví a casa, Dan estaba peor y Matt, que bajó a saber qué
decía yo, parecía aterrado, pero de un modo furtivo, como si estuviese
buscando la forma de que algún otro se ocupara de la situación.

—Voy a la tienda a buscar a papá —dije.
La expresión de Matt cambió.
—No, no vayas —dijo con claridad súbita—. No es a papá a quien
necesita.

—¿Qué quieres decir?
Matt miró hacia otro lado.
—Mamá murió cuando Dan tenía cuatro años. Creo que nunca la ha
olvidado.

De pronto, Matt me pareció casi apenado, como si pensara que
tenía que decirme que no creía que ella hubiera muerto por mi culpa,
aunque en el fondo sí lo creía. Tal vez no fuera así en absoluto, ¿quién
puede saberlo?

—¿Sabes lo que tiene en la cómoda, Hagar? —siguió diciendo Matt—.
Un viejo chal a cuadros; era de ella. Recuerdo que de pequeño se
dormía agarrado a él. Creí que lo habían tirado hacía años. Pero sigue
allí.
—Entonces se volvió hacia mí y me cogió ambas manos, la única
vez, que yo recuerde, que mi hermano Matt hizo tal cosa —. Hagar...
póntelo y abrázale un rato.

25



Me puse rígida y retiré las manos.

—No puedo. ¡Oh, Matt, lo siento pero no puedo, no puedo! No me
parezco a ella en absoluto.

—No se dará cuenta —dijo Matt, en tono colérico—. Está delirando.
Pero yo sólo podía pensar en aquella mujer dócil a quien no había
conocido, aquella mujer que, según decían, se parecía tanto Dan y de
quien él había heredado esa fragilidad que yo aborrecía sin poder
evitarlo, pese a que una gran parte de mí deseaba comprender.
Hacerme pasar por ella era algo superior a mis fuerzas.

—No puedo, Matt —le dije, agitada por tormentos que él nunca
sospechó siquiera, deseando con toda el alma hacer lo que me pedía y
sin poder hacerlo, incapaz de concentrarme lo suficiente.

—Muy bien —dijo él—. Pues no lo hagas.
Cuando me tranquilicé, fui a la habitación de Dan. Matt estaba
sentado en la cama, arrullando a nuestro hermano. Se había echado el
chal sobre un hombro y el regazo y tenía el cabello lacio y grasiento y
el rostro pálido, como si fuera un niño y no un hombre de dieciocho
años. No sé si Dan pensaría que estaba donde deseaba estar ni si
pensaría algo en realidad. Pero Matt se quedó allí sentado varias horas,
sin moverse, y cuando fue a la cocina, a donde yo había bajado
finalmente, supe que Dan había muerto.

Antes de permitirse llorar, e incluso antes de decirme que todo
había acabado, Matt se acercó y posó sus manos en mí, muy
suavemente, sólo que alrededor del cuello.

—Si se lo cuentas a papá —me dijo—, te estrangulo.
Qué poco me conocía para suponer que lo haría.
Muchas veces me pregunté después: ¿y si hubiera tratado de
explicárselo? Pero cómo iba a hacerlo si ni siquiera sabía por qué no
había podido hacer lo que él había hecho.

Tantos días. Y ahora me viene a la mente otra cosa que ocurrió
cuando ya era casi adulta. Más allá de Manawaka, y a escasa distancia
de las peonías que se inclinaban lánguidamente sobre las sepulturas,
estaba el vertedero municipal. Allí había cajas de madera y de cartón,
latas de té aplastadas, los efluvios de nuestras vidas, quemados y

ennegrecidos por el fuego que periódicamente cauterizaba aquel lugar
ponzoñoso. Allí acababan los restos de balandras y calesas, los muelles

26



herrumbrosos y los asientos rasgados, Las armazones de vehículos
adquiridos en perfecto estado por los padres de la población y tan
destrozados y ruinosos como los viejos señores, aunque sin una
sepultura decente. Allí estaban las sobras de las mesas, huesos roídos,
cortezas de calabaza reblandecidas por la putrefacción: peladuras y
corazones, huesos de ciruelas, tarros de conservas rotos cuyo
contenido había fermentado y que habían sido tirados de mala gana
para no exponerse a una muerte por envenenamiento. Era un lugar
sulfuroso, en el que hasta las malas hierbas parecían crecer más
gruesas y dañinas que en otras partes, como si no pudieran evitar el

estigma y la hediondez de su alimentación inmunda.
Una vez fue allí con otras chicas, cuando aún era una muchacha,
casi una señorita, en realidad, pero todavía no (qué extrañamente se
despliegan ahora las palabras formales, aunque no sin cierto afecto).
Caminábamos de puntillas, alzando melindrosamente los bajos de los
vestidos, como zarinas de olfato delicado que descubrieran de pronto
la presencia de pordioseros con llagas supurantes.

Entonces descubrimos un enorme montón de huevos que algún
carretero había tirado allí porque seguramente se habrían roto con
alguna sacudida y ya no podía venderlos. Era un día caluroso de julio,
aún puedo sentir la opresión en el cuello y las sudorosas palmas de las
manos. Vimos con cierto espanto, ineludible por mucho que volvieras
la vista o te desviaras, que algunos huevos se habían incubado al sol.
Los polluelos, débiles, ensangrentados, mutilados y hambrientos,
aprisionados por el peso de las cáscaras rotas, intentaban arrastrarse
entre la basura como pequeños gusanos, con los picos inútilmente
abiertos. Yo sólo sentía asombro y náuseas, como todas las demás.
Todas excepto una.

Lottie era tan ligera como aquellas cáscaras de huevo, y me irritaba
su cabello claro y delicado y que fuese tan pequeña, porque yo era alta
y robusta y morena y me habría gustado ser todo lo contrario. Desde la
muerte de su madre, vivía con una hermana de ésta, que era modista,

y casi todos habíamos prácticamente olvidado a los amantes que,
irresponsables como cabras o dioses, habían yacido una vez en una
cuneta o un granero. Ella se quedó mirando fijamente a los polluelos.
Yo ignoraba si se obligaba a hacerlo o si sentía curiosidad.

27




—No podemos dejarlos así.
—Pero Lottie —dijo Charlotte Tappen, quien, a pesar de que su
padre era médico, tenía el estómago excepcionalmente delicado
—.
¿Qué podemos hacer? Yo no puedo mirar, porque vomitaría.

—Hagar... —empezó a decir Lottie.
—No los tocaría ni con una vara de cuatro metros —dije.
—Muy bien —dijo Lottie, furiosa—. Pues no lo hagas.
Cogió un palo y aplastó los cráneos de los polluelos e incluso pisó
algunos con los tacones de sus zapatos de charol negros.

Era lo único que se podía hacer, algo que a mí me resultaba
imposible. Y, sin embargo, me preocupaba. Creo que entonces me
torturó más ser incapaz de matar a aquellas criaturas que no haber
podido consolar a Dan. No me gustaba la idea de que Lottie fuera más
fuerte que yo cuando sabía perfectamente que no lo era. ¿Por qué no
pude hacerlo? Remilgos, supongo. Desde luego, no fue por piedad que
se puso fin al sufrimiento de aquellos animalitos. Tal vez por
compasión, o así lo creía yo entonces, y aún lo creo en parte. Pero era
una afrenta para la vista. Ya no estoy tan segura de que Lottie lo
hiciera exclusivamente por el bien de ellos. No lamento ahora no
haberlos sacrificado.




Una tímida llamada a mi puerta. Doris no engaña a nadie, excepto,
quizá, a sí misma. En mi vida he conocido mujer menos tímida, y a
pesar de ello insiste en esa máscara pusilánime, como esos horrendos
dibujos animados que Marvin ve impasible en su televisor. Llama a mi
puerta humildemente, para luego poder decirle a Marvin en un susurro
gimoteante: «Estos días trato de no hacer ruido, o de lo contrario ya
sabes lo que dirá». ¡Ay, los secretos placeres del martirio!

—Pasa.
Simple formalismo por mi parte, porque ya está entrando. Lleva
puesto el vestido de seda artificial marrón oscuro. Actualmente todo es
artificial, o así me lo parece. La seda y las personas han perdido clase,
o quizá ya nadie pueda permitírsela. A Doris le gustan los tonos
pardos, dice que otorgan dignidad, y si tu dignidad depende de la ropa
de tonos oscuros, supongo que es juicioso aferrarse a ellos.

28



Yo llevo el de seda malva porque me parece que es domingo. Sí, es
domingo. Seda auténtica, la mía, hilada por gusanos de China
alimentados con hojas de morera. La dependienta me aseguró que era
auténtica y no veo razón alguna para dudar de ella, pues era una chica
muy educada. Doris jura y perjura que es acetato; cualquiera sabe lo
qué será. Se cree que siempre me engañan cuando voy de compras sin
ella, lo cual ocurre muy pocas veces ahora que tengo los pies y los
tobillos tan mal, aunque tiene peor gusto que una gallina clueca, que es
lo que parece con ese vulgar vestido marrón lleno de caspa en los
hombros y la espalda como si fuese plumón. No distinguiría la seda de

la arpillera más burda, esa mujer. Cómo se enfadó conmigo cuando me
compré este vestido. «Impropio», dijo con desdén, y suspiró. «Pareces
un vejestorio emperifollado.» Que diga lo que quiera. A mí me gusta, y
quizá ahora no espere a los domingos para ponérmelo. Además, si
realmente quisiera podría hacerlo, y no veo cómo iba a impedírmelo.

El color es exactamente igual que las lilas que crecían junto al
porche gris delantero de la casa de Shipley. Allí no había tiempo ni
espacio para flores, con aquella tierra que sólo había dado una cosecha,
la maquinaria rota en el granero, semejante a los huesos de viejas y
grandes criaturas que el mar hubiese arrojado a la costa, y el corral
embarrado y lleno de charcos amarillentos donde se aliviaban los
caballos. Las lilas crecían salvajes y a principios de verano colgaban
como racimos color malva y su aroma era tan intenso y dulzón que te
impedía captar los otros, lo cual constituía una verdadera bendición.

¿Qué diablos querrá ahora Doris, con su falsa sonrisa de gorda?
—Yo y Marv vamos a tomar una taza de té, mamá. ¿Te apetece una?
Aprieto los labios. Yo y Marv. ¿Por qué no podría haber buscado al
menos una mujer que hablara con propiedad? Claro que eso es
absurdo, puesto que tampoco él habla con propiedad. Habla como lo
hacía Bram. ¿Todavía me molesta?

—En este momento no. Tal vez luego, Doris.
—Se enfriará —dice con voz monótona.
—Y supongo que te costaría demasiado preparar otra tetera.
—Por favor... —Ahora habla en tono cansado, y me arrepiento,
maldigo mi malhumor, deseo tomar sus manos en las mías y pedirle
perdón; pero si lo hiciera creería que estoy completamente chiflada y
no sólo un poco.

29



—No empecemos otra vez con todo esto —dice.
Olvido mi cobarde arrepentimiento.
—¿Empezar el qué? —pregunto con voz ronca de recelo.
—Ayer preparé otra tetera —dice Doris— y la tiraste por el
fregadero.

—No hice tal cosa. —La verdad es que no recuerdo haberlo hecho.
Es posible, sólo remotamente posible, que me enfadara con ella por
cualquier tontería... Pero, en tal caso, ¿no lo recordaría? Me crispa no
recordar haberlo hecho ni tampoco concretamente no haberlo hecho,

o haber hecho otra cosa (como, por ejemplo, haberme tomado el té
tranquilamente).

—Bueno, bueno, ahora bajo —digo, y me levanto precipitadamente
de la butaca, simulando ordenar los objetos del tocador y la sigo tras
un breve intervalo. Pero el movimiento es demasiado brusco. La
artritis se enreda en el interior de mis piernas como si tuviera tiras de
bramante en vez de músculos y venas. Los tobillos y los pies (ahora
gruesos como tocones, y cuesta casi lo mismo moverlos; había que
arrancarlos) tropiezan en el borde de la alfombra del dormitorio.

Estaría perfectamente... me incorporaría sola si ella no se asustara y
me sobresaltara, la muy estúpida. Chilla de terror y esperanza, como
una sirena de bomberos.

—¡Mamá... cuidado!
—¿Eh? ¿Eh? —sacudo la cabeza como una mula vieja, un
movimiento lento ante el sonido del fuego o el olor a humo.

Entonces me caigo. Lo peor es el dolor bajo las costillas, el mismo
que últimamente aparece más a menudo, aunque no se lo he
mencionado a Marvin ni a Doris. Con la sacudida de la caída las
costillas enterradas tan profundamente en mis capas de grasa parecen
plegarse como las tiras de bambú de un abanico de papel. Es un dolor
ardiente que me atraviesa el corazón y por un segundo no puedo
respirar. Jadeo y boqueo como un pez en las tablas legamosas de un
muelle.

—¡Dios mío. Dios, oh Dios mío...! —farfulla Doris con voz nasal.
Corre a levantarme. Agarra y tira como una ternera. Se le marcan en
la frente las venas oscuras.

—Déjame en paz —digo. ¿Puede ser mía esta voz desgarrada?
Parece el ladrido de un perro herido.

30



Luego, para mi horror, noto las lágrimas; deben de ser mías, aunque
han brotado tan espontáneamente que tengo la impresión de que son
como la humedad incontinente de los inválidos. Recorren, burlonas,
los suaves pliegues empolvados de mi piel ajada. No son mis lágrimas,
no delante de ella. Las repudio, las maldigo, que desaparezcan. Pero no
he dicho nada y ahí siguen.

—¡Marv! —grita ella—. ¡Marvin!
Sube las escaleras pesadamente, deprisa para él, pues ahora es
fornido y tan voluminoso como un tonel y no le resulta fácil
apresurarse. Ya debe de tener sesenta y cinco. Es extraño. Claro que
más extraño le parecerá a él tener madre a su edad. Veo preocupación
en su ancho rostro, y si hay algo que a Marvin le fastidia es sentirse
asustado, preocupado. Él necesita tranquilidad. Posee una calma

monolítica. Si en vez de caerme yo se hubiese derrumbado el mundo,
Marvin habría sacudido la cabeza y, después de pestañear, habría
dicho: «Veamos, esto no tiene buen aspecto».

¿Quién habrá tomado la decisión de ponerle Marvin de nombre?
Bram, supongo. Me parece que era un nombre de la familia Shipley.

Es exactamente el tipo de nombre que se pondrían los Shipley. Todos
se llamaban Mabel, o Gladys, o Vernon, o Marvin; nombres sosos y
estúpidos, más corrientes que la cerveza embotellada.

Me sujeta con fuerza, me alza por las axilas y al fin me levanto, no
espontáneamente, sino arrastrada. Mira con furia a Doris, que
permanece a un lado, gorjeando nerviosa.

—Esto tiene que acabar —dice él.
Pero no sé si se refiere a que yo, mediante una decisión voluntaria,
tengo que dejar de caerme, o simplemente a que Doris tiene que dejar
de levantarme cuando me caigo.

—Cayó de repente —se defiende Doris.
—Sin embargo y a pesar de todo —dice Marvin, a su modo
pomposo
—, no estoy dispuesto a que te dé un ataque al corazón.
Bien, ya está bastante claro. Se refiere a Doris. Ella suspira, uno de
esos profundos suspiros suyos que parecen surgir del fondo del vientre,
y le lanza una mirada rápida. Enarca una ceja. Él sacude la cabeza.

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¿Qué intentan decirse por señas? Primero hablan como si yo no
estuviera delante, como si fuera un saco que arrastran por el suelo,

y ahora de repente parecen preocupadísimos por mis oídos
alerta. Y, por alguna razón, siento que he de explicar el lamentable
suceso, demostrar de algún modo lo atípico que ha sido, lo improbable
que es que vuelva a suceder.

—Estoy bien —digo—. Sólo un poco conmocionada. Ha sido la
alfombra. Ya te lo dije, Doris, ¡no sé por qué no quitas la maldita
alfombra de mi habitación! No es segura, esa alfombra. Te lo he dicho
un montón de veces.

—Muy bien, la quitaré —dice Doris—. Ven a tomar el té o se
quedará helado. ¿Puedes caminar bien?

—Por supuesto —digo, enfadada—. Claro que puedo.
—Vamos... te ayudaré —dice Marvin, y me coge del brazo.
Le retiro la manaza.
—Puedo arreglármelas perfectamente, gracias. Id vosotros delante.
Yo bajaré en seguida. Vamos, bajad, por amor de Dios.

Al fin se van, pero antes se vuelven y me miran, como si no
estuvieran muy convencidos. ¿Se producirá la maravillosa casualidad
de que me parta el cuello al bajar?

Espero, haciendo acopio de aplomo. Sobre mi tocador hay un frasco
de eau de Cologne, que me regaló Tina, su hija y mi nieta, mayor ya, el
día de mi cumpleaños, o tal vez fue para Navidad, no lo recuerdo. Es
Lirio de los valles. No la culpo por la elección, ni creo que se debiera a

falta de delicadeza por su parte. Supongo que ella ignora que los lirios
de los valles, tan blancos y de olor un tanto dulzón, eran las flores con
las que hacíamos las coronas de los muertos. Este perfume no huele en
absoluto como su homónimo, pero es bastante agradable. Me doy unos

toquecitos en las muñecas y me aventuro escaleras abajo. Agarro con
fuerza la barandilla, y por supuesto estoy bien, perfectamente, como
siempre que no hay público. Consigo llegar al vestíbulo, al salón, a la
cocina; el té está servido.

Doris es bastante buena cocinera, lo reconozco. Ya cuando ella y
Marvin se casaron sabía preparar una comida aceptable. Claro que
había tenido que cocinar siempre, desde muy joven. Pertenecía a una
familia numerosa, normal y corriente. Yo aprendí a cocinar después de

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casada. De pequeña pasaba horas en nuestra cálida y enorme cocina de
armarios verdes, pero sólo miraba y picoteaba. Viendo a tía Doll
golpear y aplastar la masa o pelar una manzana formando una sola
cinta retorcida con la monda, solía pensar lo triste que debía de ser
dedicar la vida a cuidar la casa de otro. Nunca tuve premoniciones y

me consideraba... bueno, completamente distinta de tía Doll, amigable
pero distinta, de una clase completamente diferente.

Ayer Doris hizo unos pasteles. De limón, con coco dorado encima,
y de chocolate y nueces. Estupendo, lo ha glaseado. Me gusta mucho
más así. Ha hecho bizcocho de queso, también. ¿Celebramos algo hoy?
Creo que le ha puesto mantequilla, en vez de esa margarina repugnante

que compra para ahorrar. Me instalo cómodamente y sorbo y saboreo,
saboreo y sorbo.

Doris sirve más té. Estamos muy a gusto. Marvin está en mangas de
camisa y apoya los codos en la mesa; es muy peludo. Día especial,
festivo o Día del Juicio... a Marvin tanto le da. Si hubiera sido apóstol,
habría plantado los codos en la mesa de la Última Cena.

—¿Un poco más del de limón, mamá?
¿A qué viene tanta amabilidad? Los observo. ¿Han intercambiado
una mirada inquisitiva o me lo he imaginado?

—No, gracias, Marvin.
Reservada. Alerta. No hay que dejarse engañar.
Él pestañea y gesticula, con una expresión de perplejidad en sus
ojos claros, deseando decir algo y sin saber cómo empezar. Nunca ha
tenido facilidad de palabra. Mi recelo aumenta por momentos, y
lamento el té y tomar parte de todo esto. No puedo contener las ganas
de gritarle directamente: «¿De qué se trata, vamos a ver?» Pero en vez
de hacerlo, cruzo las manos, como se espera que haga, sobre mi vientre
de seda color lila, y aguardo.

—La casa parece algo vacía ahora que Tina se ha ido y Steve viene
tan poco
—dice él, al fin.
—Hace un mes o más que Tina se fue —le recuerdo, cortante,
complacida de ser yo quien le recuerde algo.

—Es demasiado grande, eso es lo que quiere decir Marvin
—interviene Doris—. Es demasiado grande ahora que los chicos sólo
vienen para las vacaciones y así.

33




—¿Grande? —¿Por qué voy a aceptarlo sin más?—. La verdad, a mí
no me lo parece, comparada con otras.

—Bueno, no podría compararse con las nuevas de pisos grandes a
desnivel y así
—dice Doris—. Pero es una casa de cuatro dormitorios y
eso es bastante grande para estos tiempos.

—¿Grande con cuatro dormitorios? La casa de los Currie tenía seis.
Incluso la vieja casa de Shipley tenía cinco.

Doris alza los hombros de rayón marrón, mira expectante a Marvin.
«Di algo
—le suplica con la mirada—, ahora te toca a ti.»
—Hemos pensado... —Marvin habla igual que piensa, despacio—.
Hemos llegado a la conclusión, Doris y yo, de que tal vez fuera buena
idea vender esta casa, mamá. Comprar un apartamento. Más pequeño,
más cómodo, sin escaleras.

No puedo hablar, porque el dolor de debajo de las costillas vuelve
ahora, como una puñalada. ¿Son los pulmones? ¿El corazón? Es un
dolor caliente, caliente como la lluvia de agosto o las lágrimas de los
niños. Ahora comprendo por qué han puesto la mesa. ¿Soy una ternera

a la que hay que cebar? Ay, de haberlo sabido no habría probado su
repugnante pastel de nueces ni el glaseado.

—Nunca venderás esta casa, Marvin. Es mi casa. Es mía, Doris.
Es mi casa.
—No —dice Marvin, en voz baja—. Me la cediste cuando me hice
cargo de tus asuntos.

—Sí, claro —digo rápidamente, aunque en realidad lo había
olvidado
—, pero eso fue sólo por comodidad. ¿O no? Sigue siendo mi
casa. Marvin, ¿me estás escuchando? Es mía. ¿No es así?

—Sí, de acuerdo, es tuya.
—¡Un momento! —Doris, ofendida, lanza un cacareo agudo, como
la gallina reacia a que el gallo la pise
—. Sólo un momento...
—Por el modo en que habla —dice Marvin—, cualquiera pensaría
que intento echarla de su maldita casa. Bueno, pues no. ¿Entiendes?

Si a estas alturas todavía no lo sabes, mamá, ¿de qué sirve hablar?
Lo sé y no lo sé. Sólo pienso una cosa: la casa es mía. La compré
con el dinero que gané trabajando en esta ciudad que ha sido una
especie de hogar desde que me fui de la llanura. Quizá no sea un

34



hogar, en el sentido en que sólo puede serlo el primero que uno ha
tenido, pero es mía, y la conozco. Mis fragmentos y recuerdos están
visiblemente esparcidos por ella en las lámparas y los jarrones, el

butacón de roble de la casa de Shipley, la vitrina de la vajilla y el
aparador de castaño de la casa de mi padre. En un apartamento
pequeño no cabría todo. Tendríamos que llevarlo a un guardamuebles
o venderlo. Y no quiero. No podría deshacerme de esos objetos. Si no
estoy de alguna forma en ellos y en esta casa, en lo que tienen de
inmutable, y que es bastante eterno para mis fines, entonces no sé
dónde podría encontrarme.

—Quizá olvidáis —dice Doris— que soy yo quien tiene que cuidar
de la casa. Soy yo quien sube y baja corriendo las escaleras cien veces
al día, quien arrastra la aspiradora arriba dos veces por semana.

Creo que puedo opinar.
—Lo sé —dice Marvin cansinamente—. Ya lo sé.
Cuánto detesta todo esto, las discusiones de mujeres, la
recriminación. Debería haber sido ermitaño, o monje, y vivir lejos de
las voces humanas.

Probablemente Doris tenga razón Ya ni siquiera simulo ayudar en la
casa. Lo hice durante mucho tiempo, y al fin comprendí que no hacía
más que estorbarla, con mis pies lentos y estas manos a las que hay
que pedirles por favor que hagan las tareas. He vivido con Marvin y
Doris, o ellos han vivido en mi casa, según quiera expresarse,
diecisiete años. Diecisiete... parecen siglos. ¿Cómo lo he soportado?
¿Cómo lo han soportado ellos?

—Siempre me juré que nunca sería una carga...
Advierto ahora, demasiado tarde, que mi voz rezuma
autoindulgencia y oprobio. Pero los dos saltan como peces hacia el
anzuelo.

—No... no pienses eso. Nosotros nunca lo hemos dicho, ¿verdad?
—Marv sólo quería decir... yo sólo quería decir...
Qué avergonzada me siento de utilizar la vieja y conocida cantinela.
Pero de todos modos... yo no soy como Marvin. No necesito mantener
la paz como él. No acepto este asunto de la casa, mi casa, mía.

—No quiero que vendáis la casa, Marvin. No quiero.
—De acuerdo —dice él—. Olvidémoslo.

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—¡Olvidarlo! —La voz de Doris es como una aguja de zurcir,
gruesa y puntiaguda.

—Por favor —dice Marvin, y Doris y yo, las dos, percibimos su
desesperación
—. No puedo soportar todo este alboroto. Ya veremos.
Ahora vamos a dejarlo. En este momento voy a ver qué ponen. Y se va
al estudio, «la madriguera» lo llama a él, y verdaderamente es un
nombre apropiado, pues se trata de una auténtica madriguera de zorro
donde contempla sus temblonas imágenes y olvida lo que le preocupa,
sea lo que sea. Doris y yo aceptamos la tregua.

—Voy a ir al oficio vespertino, mamá. ¿Te apetece acompañarme?
Hace tiempo que no vas.

Doris es muy religiosa. Dice que es un consuelo. Su pastor es
rollizo y colorado y si se encontrara a san Juan Bautista en el desierto
vestido de harapos, metiéndose en la boca cuarteada saltamontes
muertos para comer y anunciando la llegada del Nuevo Reino, se
desmayaría. Claro que, seguramente, yo también.

—Esta noche no, gracias. Tal vez la semana que viene.
—Había pensado pedirle que venga a visitarte. Al pastor, quiero
decir, al señor Troy.

—Tal vez dentro de una semana o así. No me apetece mucho hablar
últimamente.

—No tendrías que hablar mucho. Es muy agradable. No sabes
cuánto me ayuda hablar con él, aunque sólo sea unos minutos.

—Gracias, Doris. Pero esta semana no, si no te importa.
De un tiempo a esta parte me cuesta mucho ser discreta. ¿Cómo
decir que el excelente señor Troy perdería el tiempo ofreciéndome sus
palabras susurradas? Doris cree que la piedad natural aumenta con los
años, algo así como el vencimiento de una póliza de seguros. No sabría
explicarlo. ¿Quién lo entendería, aun en el caso de que me esforzara en
hacerlo? Tengo más de noventa años, y esta cifra parece un tanto
arbitraria e inverosímil, pues cuando me miro al espejo y, más allá del
caparazón cambiante que me alberga, veo los ojos de Hagar Currie, los
mismos ojos oscuros que la primera vez que empecé a recordar y a
observarme. Nunca he necesitado gafas. Mis ojos todavía son bastante
fuertes. Los ojos son lo que menos cambia. John tenía los ojos grises, e
incluso cuando el final ya estaba cerca me parecían iguales que de
pequeño, con aquel anhelo oculto, como si creyera, casi contra toda
lógica y certeza, que de pronto ocurriría algo maravilloso.

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—Pídele al señor Troy que venga, si quieres. Puede que me sienta
capaz de verlo la semana que viene.

Satisfecha, se va a la iglesia, a rezar por mí, quizá, o por sí misma,
o por Marvin, que ahora está contemplando sus imágenes epiléticas,

o simplemente a rezar.

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Dos










Aquí estamos sentados, el pequeño sacerdote, muy en su papel, tímido
y juvenilmente inquieto, y yo, la egipcia, que ya no baila con serbas en
el cabello, sino que ha cambiado de un modo lamentable. El día es
cálido y primaveral, y estamos en el jardín de atrás, amarillo de
forsitia. Me conmueve, como siempre, lo temprano que florecen aquí

los arbustos; las plantas de la costa todavía me maravillan, tal vez
porque me recuerdan la primavera tardía y la nieve pertinaz de la
llanura.

El señor Troy ha elegido mal día para visitarme. El dolor de las
costillas no es tan molesto esta tarde, pero el vientre me refunfuña y
gruñe como un animal solitario. Hoy tengo las entrañas bloqueadas.
Soy Job a la inversa y ni cascarilla ni jarabe de higos ni leche de
magnesio dominarán mi aflicción atroz. Me siento incómoda. Estoy

hinchada, llena, agobiada, y temo que se me escape una ventosidad.
Sin embargo, para recibir al pastor me he puesto mi vestido de
flores gris. Punto de seda, lo llama Doris. Es oscuro y apropiado; las
flores son diminutas y de color melocotón, nada que ofenda al
hombrecillo de Dios. Aun así, el vestido me gusta. Me cae holgado, en
pliegues, y las flores, desparramadas generosamente, casi dominan el

fondo gris. Porque hay otras cosas grises además del cabello de los
ancianos. También lo son las casas despintadas, agrietadas y

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descoloridas a causa del tiempo, la lluvia y el sol abrasador. La casa de
Shipley nunca se pintó, ni una sola vez. Cualquiera diría que en todo
aquel tiempo alguien debió de tener un dólar para comprar unos
bidones de pintura. Pero no. Bram siempre iba a hacerlo: en primavera,
lo haría en agosto; y cuando llegaba el otoño, lo haría sin falta la
primavera siguiente.

El señor Troy procura superarse.
—Una vida larga y plena como la suya... ha de considerarse una
bendición...

Guardo silencio. ¿Qué sabe él de mi vida, de todos modos?
No le facilitaré las cosas. Que se esfuerce.
—Supongo que la vida tenía que ser bastante difícil en aquellos
tiempos, ¿eh?
—aventura.
—Sí, sí lo era. —Pero sólo porque no puede ser de otra forma, en
ningún tiempo. Esto no se lo digo al señor Troy, a quien le complace
pensar que medio siglo lo cambia completamente todo en el mundo.

—Creo que se crió usted en el campo, ¿verdad, señora Shipley?
¿Por qué lo pregunta? Qué le importará a él si nací en el campo, en
el asilo, en Sión o en el infierno.

—No. No, no es así, señor Troy. Me crié en Manawaka. Mi padre era
una de las personas más importantes del lugar. La primera tienda que
se abrió en el pueblo fue de él. Se llamaba Jason Currie. Nunca labró
la tierra, aunque era dueño de cuatro granjas, que tenía en arriendo.

—Debía de ser un hombre rico.
—Lo era —digo—. En bienes materiales.
—Sí, sí —dice el señor Troy, cuya voz salta como un salmón
desovando, supongo que para demostrar su espiritualidad
—.
Ciertamente la riqueza no puede medirse en dólares.

—Doscientos mil tendría, como mínimo, y yo no recibí ni un
centavo de cobre.

—Vaya —dice el señor Troy, sin saber con certeza cuál debería ser
la respuesta a eso. No le explicaré más. ¿A él qué le importa? Pero
ahora creo que si subiera despacio a mi habitación y me acercara al
espejo, tomándolo por sorpresa, vería de nuevo a aquella Hagar de
cabello lustroso, la potrilla de crin oscura que fue a la pista de
entrenamiento: el colegio de señoritas de Toronto.

39




Deseaba decirle a Matt que sabía que era él quien debía ir al Este, pero
no podía hablarle de ello. Y, aunque creía que también debía decírselo
a papá, me aterraba pensar que cambiara de idea y no me enviara a mí.
No dije nada hasta que mi baúl estuvo listo y todo dispuesto. Entonces
hablé.

—¿No crees que Matt debería ir a la universidad, papá?
—¿Qué aprendería allí que le sirviese para trabajar en el almacén?
—contestó mi padre—. De todos modos, ya tiene más de veinte años...
es demasiado tarde para él. Además, lo necesito aquí. Yo nunca tuve la
oportunidad de ir a la universidad y sin embargo me ha ido bien.

Matt puede aprender cuanto necesita aquí mismo, si está dispuesto a
hacerlo. En tu caso es distinto, aquí no hay ninguna mujer que te
enseñe a vestir y a comportarte como una dama.

Semejante andanada de razonamientos acabó por convencerme.
Cuando llegó el momento de despedirme de Matt, primero evité su
mirada, pero luego me dije «¿por que diablos debo hacerlo?» Así que
lo miré de frente y le dije adiós tan tranquila y naturalmente que
parecía que fuera a irme a Wachakwa Sur o a Freehold y regresar por

la noche. Después, en el tren, lloré pensando en él, aunque nunca lo
supo, por supuesto, Y yo habría sido la última en decírselo.

Cuando volví dos años después, sabía bordar, hablar francés,
planificar una comida de cinco platos, poesía, tratar con mano firme a
los sirvientes y la forma más apropiada de arreglarme el cabello.
Conocimientos en absoluto ideales para el tipo de vida que acabaría
llevando, aunque entonces no tenía la menor idea de ello. Yo era la hija
del faraón; la que regresa a regañadientes al hogar paterno, el cuadrado
palacio de ladrillo, tan extrañamente resguardado en el páramo, de
espaldas a la colina en que se alzaba su monumento, al que amaba
más, creo yo, que a la yegua de cría que yacía debajo porque había
demostrado no estar a la altura de su cuadra.

Papá examinó detenidamente mi vestido verde oscuro y el
sombrero de plumas que llevaba. Deseé que encontrara algún defecto,
que me dijera que estaba estrafalaria en vez de asentir una y otra vez
como si yo fuera un objeto de su propiedad.

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—Ha merecido la pena hasta el último céntimo que pagué por los
dos años
—dijo—. Estoy orgulloso de ti. Todo el mundo lo comentará
mañana. No trabajarás en el almacén. No funcionaría. Puedes
encargarte de las cuentas y los pedidos, y eso puede hacerse en casa.
Te sorprendería lo mucho que ha crecido el almacén mientras has
estado fuera. Ahora recibo... sólo a unos cuantos amigos a cenar,

nada muy complicado. He descubierto que merece la pena. Me alegra
que hayas vuelto y que seas elegante. Dolly es bastante aceptable
como cocinera, pero hacer de anfitriona... es superior a sus fuerzas.

—Quiero enseñar —dije—. Puedo entrar en la escuela de Wachakwa
Sur.

Los dos éramos contundentes como mazos. No teníamos un ápice
de sutileza entre ambos. Algunas chicas habrían pasado una semana
preparando el terreno. Yo no. Ni se me ocurrió.

—¿Crees que te envié dos años enteros al Este sólo para que
trabajaras en una escuela minúscula?
—gritó—. Además, ninguna hija
mía va a ir allí sola. No darás clases, señorita.

—Morag MacCulloch enseña —dije—. Si la hija del pastor puede
hacerlo, ¿por qué yo no?

—Siempre sospeché que Dougall MacCulloch era imbécil
—dijo papᗠy ahora ya lo sé.
—¿Por qué? —grité—. ¿Por qué?
Estábamos al pie de la escalera. Mi padre rodeó con las manos el
bolo de la barandilla, agarrándolo como si fuera un cuello. Cuánto
temía yo sus manos, y a él, pero habría muerto con gusto antes que
permitir que lo supiera.

—¿Crees que te dejaría ir a Wachakwa Sur y alojarte con Dios sabe
quién? ¿Crees que te dejaría ir al tipo de bailes que hacen allí y que te
manosearan todos esos campesinos?

Lo miré con furia, erguida en el primer peldaño de la escalera,
parapetada detrás de mi largo vestido verde oscuro.

—¿Crees que lo permitiría? ¿Por quién me tomas?
Sujetaba con fuerza la suave madera dorada del bolo de la escalera.
—No sabes nada —dijo, con voz apenas audible—. Ignoras lo
espantosos que pueden ser los pensamientos de los hombres.

41



No me pareció extraño entonces que dijera «pensamientos» y no
«acciones». Sólo me extraña ahora, al recordarlo. Si se hubiera
mantenido firme, dictando la ley sin la menor vacilación, me habría
indignado y nada más. Pero no lo hizo. Se acercó, me cogió una mano
y me la estrechó. Apretó con fuerza y por un brevísimo instante me
dolieron los huesos de los dedos.

—Quédate —dijo.
Quizá fuese el dolor momentáneo lo que me impulsó a hacerlo.
Retiré la mano como si la hubiera puesto accidentalmente en una
plancha al rojo. Él no dijo nada. Se dio la vuelta y se marchó fuera,
donde Matt estaba explicando al cochero dónde tenía que llevar el baúl
negro con la inscripción Srta. H. Currie.

Pensé que debía seguirlo, decirle que era un capricho, nada serio.
Pero no lo hice. Sencillamente me quedé al final de la escalera,
contemplando el gran cuadro de marco marrón, un aguafuerte en el
que aparecían unas vacas y la leyenda: La manada mugiente serpentea
lentamente por la pradera.

No fui a dar clases. Me quedé y llevé las cuentas de papá, hice de
anfitriona para él, conversé cortésmente con los invitados, hice cuanto
él esperaba de mí, pues creía (unas veces con rencor, con
desesperación otras) que tenía que compensarlo por lo que había
gastado, por mucho que me costara. Pero desairé a todos los jóvenes
que llevó a casa para presentármelos.

Hacía ya tres años que había regresado a Manawaka cuando conocí
a Brampton Shipley, por pura casualidad, pues normalmente nunca
habríamos coincidido. Papá me permitió ir, con tía Doll de carabina, al
baile de la escuela, porque la recaudación se dedicaba al fondo para

la construcción de un hospital en el pueblo. Tía Doll estaba
cotorreando con Floss Drieser, así que cuando Bram me sacó a bailar,
acepté. Todos los Shipley bailaban bien, tengo que reconocerlo. A
pesar de su corpulencia, Bram era muy ágil.

Giramos sobre el suelo gredoso y me reí de las medias lunas de
tierra incrustada de sus uñas, que no habían visto una lima en la vida.
Imaginé que en su risa oía la bravura de los batallones. Su rostro era
tan moreno y anguloso que me pareció un indio. Su barba era negra y
áspera como cardos. Pero al instante siguiente lo imaginé ataviado con

un traje gris, suave como plumas de paloma.

42



Ay, sí, yo agitaba despectivamente mi melena negra, pero no estaba
segura de que los jóvenes se fijaran en ello. Conocía bien mi mente,
sin duda, pero la mente cambiaba continuamente, complacida con lo
que sabía, quién era y dónde vivía, para al instante siguiente mandar al
diablo la casa de ladrillo viendo las sencillas casas de madera del
pueblo y las chabolas al margen de nuestra sociedad como si fuesen las
llamativas ilustraciones del libro de cuentos de hadas eslavos que me
había regalado una tía; casas encantadas, con ojos, que caminaban
sobre pies planos de gallina, los hijos del zar jugando a campesinos
con toscas blusas bordadas, holgadas y con cinturón, cenicientas que

se ahogaban encantadoramente en los pantanos, siempre coronadas con
lirios, nunca con amarantos ni con légamo.

Brampton Shipley me llevaba catorce años. Había llegado del Este
con su esposa Clara hacía unos años y había comprado una granja en el
valle, en las afueras del pueblo. Era terreno ribereño y en su tiempo
debió de ser fértil, pero no para él.

—Perezoso como un cochinillo —decía de él mi padre—. Ni una
pizca de empuje.

Yo lo había visto algunas veces en el almacén. Siempre sonreía.
Sabe Dios por qué, pues debía criar dos niñas él solo. Su esposa había
muerto de esplenitis, nada relacionado con el hecho de haber tenido
hijos. Yo no había cruzado con ella más que algún saludo en la tienda.
Era una especie de tonel, húmedo y grasiento, y siempre emanaba un
fuerte olor a suero, como si se pasara la vida limpiando lecheras. Era
tan incapaz de expresarse como un animal de cuadra y cuando
conseguía hablar, lo hacía con voz ronca y viril, y con numerosos
hacimos y haigas, lo cual resulta mucho más intolerable en una mujer
que en un hombre, Dios sabrá por qué.

—Hagar —dijo Bram Shipley—. Bailas bien, Hagar.
Mientras seguíamos girando como peonzas al son de un vals vienés,
disimulados y ocultos por la multitud que daba vueltas alrededor
nuestro, me atrajo hacia sí de pronto y apretó contra mi muslo su tensa
entrepierna. No fue casualidad. No había error. Nadie había osado algo
así antes. Ultrajada, lo aparté empujándole los hombros, y él sonrió.

Indeciblemente humillada, sólo podía mirarlo de refilón. Pero cuando
volvió a sacarme a bailar, acepté.

43



—Algún día me gustaría enseñarte mi granja —dijo—. He tenido
mala suerte, pero estamos saliendo a flote otra vez. Conseguiré otro
tiro en otoño. Percherones. Me los va a vender Reuben Pearl. No
pasará mucho tiempo antes de que esa granja sea algo digno de verse.

Cuando tía Doll y yo estábamos recogiendo los chales aquella
noche, vi por casualidad a Lottie Drieser, delicada y minúscula
todavía, con el cabello rubio cardado y arreglado con gran esmero.

—Te he visto bailar con Bram Shipley —me dijo, y soltó una risita.
Lottie salía con Telford Simmons, que había empezado a trabajar en
el banco.

Me puse furiosa. Aún hoy me irrita pensarlo y ni si quiera puedo
desear que su alma descanse en paz, aunque Dios sabe que sería lo
último que Lottie desearía, y me la imagino en este mismo instante en
el cielo susurrando maliciosamente ala Madre de Dios que san Miguel,
con la espada llameante, había hablado insidiosamente de Ella.

—¿Se supone acaso que no debería haberlo hecho? —dije.
—Es de lo más ordinario, todo el mundo lo sabe —susurró—.
Y lo han visto con mestizas.
Qué bien recuerdo sus palabras. ¿Habría actuado yo como lo hice si
no las hubiera pronunciado ella? Quién sabe. Qué tontas parecen ahora
sus palabras. Era una muchacha tonta. Muchas chicas eran tontas en
aquel entonces. Yo no. Insensata, tal vez, pero tonta nunca.

La tarde que le dije a papá que iba a casarme con Bram Shipley,
recuerdo que estuvo trabajando hasta tarde en el almacén, se inclinó
sobre el mostrador y sonrió.

—Estoy ocupado, no tengo tiempo para tus bromas.
—No es una broma. Me ha pedido que me case con él y pienso
hacerlo.

Durante un momento se quedó inmóvil, mirándome con la boca
abierta. Luego siguió con lo que estaba haciendo. De pronto se volvió
hacia mí.

—¿Te ha tocado?
La sorpresa me impidió contestarle.
—¿Lo ha hecho? —insistió él—. ¿Lo ha hecho?
Su expresión me resultaba familiar. La había visto antes, pero no
podía recordar cuándo. Era una de esas miradas... como si la perdición
fuera una espada de dos filos, que hiere hacia adentro y hacia afuera
simultáneamente.

44




—No —dije acaloradamente, pero temerosa, también, porque Bram
me había besado.

Papá me miró a los ojos, escrutándome. Luego se volvió y siguió
ordenando las latas y las botellas de los estantes.

—No te casarás con nadie —dijo al final, como si no hubiera
pretendido nada llevando a casa a todos esos dóciles muchachos de
buen a familia para que yo los inspeccionara
—. En cualquier caso, no
en este momento. Sólo tienes veinticuatro años. Y no te casarás con ese
individuo nunca, eso te lo aseguro. Es de lo más ordinario.

—Eso mismo dijo Lottie Drieser.
—Pues mira quién fue a hablar —soltó—. También ella es lo más
vulgar que he visto.

Casi me eché a reír, pero eso era lo único que él nunca soportaba.
Así que lo miré tan fijamente como me estaba mirando él.

—He trabajado tres años para ti.
—Ninguna chica decente de este pueblo se casarla sin el
consentimiento de su familia. Eso no se hace.

—Pues yo lo haré —dije, embriagada de gozo por mi osadía.
—Yo sólo pienso en ti —respondió él—. En lo que es mejor para ti.
Si no fueras tan testaruda, lo comprenderías.

Entonces, sin previo aviso, tendió su mano como si fuese un lazo,
me agarró el brazo y me lo apretó hasta magullarlo, sin darse cuenta
siquiera de lo que hacía.

—Hagar —dijo—. No te irás, Hagar.
Ésa fue la única vez que me llamó por mi nombre. Aún hoy no
sabría decir si se trataba de una pregunta o una orden. No discutí con
él. Eso era siempre inútil. Pero de todos modos me fui, en cuanto
estuve dispuesta y preparada.

No dobló una campana cuando me casé. Ni siquiera mi hermano
puso el pie en la iglesia aquel día. Matt se había casado con Mavis
McVitie hacía un año, y mi padre y Luke McVitie les habían
construido a medias una casa. A pesar de que siempre que sonreía, y lo
hacía a menudo, Mavis parecía una chica de lo más tonta, era bastante
agradable. Me envió un par de fundas de almohada bordadas. Matt no
me envió nada. Pero tía Doll (que a pesar de todo fue a mi boda,
bendita sea) me dijo que había estado a punto de enviarme un regalo
de boda.

45



—Me lo dio para que te lo trajera, Hagar. No era un gran regalo,
porque Matt sigue siendo tan agarrado como siempre con el dinero.
Era aquel chal a cuadros del que Dan no podía separarse cuando era un
renacuajo. Dios sabe de dónde lo sacaría Matt o para qué creería que
podía servirte. Pero menos de una hora después de dármelo volvió, se
lo puso bajo el brazo y se lo llevó. Me dijo que había decidido que en
realidad no quería dártelo. Tal como lo oyes.

Aquella noche era la víspera de mi boda y yo estaba en casa de
Charlotte Tappen. Deseé ir a hablar con Matt, pero no estaba muy
segura. Había intentado enviármelo como un reproche, como una
burla, y luego se había dado cuenta de que me tenía cariño pese a todo;
fue lo primero que creí. Después se me ocurrió que a lo mejor había

pensado que regalármelo sería una muestra de amabilidad por su parte,
pero que había cambiado de idea. Si había sido así, no debía cruzar la
calle para hablar con él. Decidí esperar a ver si aparecía al día
siguiente para entregarme en lugar de papá. Pero, por supuesto, no lo
hizo.

¿Qué me preocupaba? Por el momento estaba sin trabas. La madre
de Charlotte dio una pequeña recepción y yo revoloteaba como un
mosquito recién nacido, libre, pero también convencida de que papá se
ablandaría y cedería cuando viera que Brampton Shipley prosperaba,
se refinaba, aprendía gramática y se convertía en un hombre elegante.

Era un día de primavera, una primavera distinta a ésta. Los álamos
habían echado brotes pegajosos, las ranas habían vuelto a las charcas y
cantaban como un coro de ángeles con dolor de garganta y las
caléndulas de la ribera se abrían como rayos de sol sobre el río pardo
donde bailaban los renacuajos y las viles sanguijuelas aguardaban,
hundidas en el fango, los pies de los chicos. Y yo iba en la calesa de
capota negra junto al hombre que ya era mi compañero.

La casa de Shipley era cuadrada y de madera, de dos plantas; el
mobiliario, barato y de segunda mano; la cocina, sucia y maloliente,
pues nadie había fregado allí como es debido desde la muerte de Clara.
Pero al verla no me preocupé en absoluto, porque todavía me
consideraba la señora del castillo. Me pregunto quién imaginaría yo
que haría el trabajo. Pensaba en las polacas y galitzianas de las
montañas, las mestizas del valle del Wachakwa o las hijas y tías
solteras pobres, olvidando que las propias hijas de Bram habían
trabajado fuera siempre que habían podido, hasta que se casaron muy
jóvenes y consiguieron un empleo fijo.

46



Todos los objetos de la casa, que olía a moho y a suero de leche,
serían míos tal como eran; pero cuando entramos Bram me dio una
garrafa de cristal tallado con un tapón de plata.

—Es para ti, Hagar.
La cogí sin darle mayor importancia, la dejé a un lado y no pensé
más en ella. Él la alzó entonces y le dio la vuelta. Por un momento,
pensé que se proponía romperla y por mi vida que no entendía por qué.
Entonces se echó a reír, la dejó y se acercó a mí.

—Veamos qué pinta tienes debajo de toda esa ropa, Hagar.
Lo miré fijamente, no con miedo, sino más bien con una
incomprensión férrea.

—Aquí mismo, abajo... —dijo—. ¿Es eso lo que te inquieta?
¿O la luz del día? No te preocupes... no hay un alma en ocho
kilómetros a la redonda.

—Me parece que Lottie tenía razón respecto a ti —dije—. Aunque te
aseguro que me fastidia admitirlo.

—¿Y qué es lo que cuentan de mí? —preguntó Bram. Dijo
«cuentan» porque sabía que había hablado más de una persona.

Me encogí de hombros y no contesté, porque tenía modales.
—No te preocupes por eso ahora —dijo él—. Me importa un
pimiento. Hagar... eres mi esposa.

Dolió y dolió, y después, me acarició la frente.
—¿No sabías que es eso lo que se hace?
No abrí la boca, porque no lo sabía, y en el momento en que se
inclinó sobre mí, inmenso y gigantesco, no pude creer que hubiera en
mi interior espacio suficiente para albergar semejante enormidad.
Cuando vi que sí, me sentí como se sentiría alguien que descubriera
que tenía una segunda cabeza en algún lugar oculto del cuerpo. Placer
y dolor fueron uno y lo mismo para mí, y sin sentido. Sólo pensaba...
en fin, gracias a Dios ahora lo sé, y al menos es posible sin la masacre
que parecía que sería. En muchos sentidos, yo era una chica muy
realista.

Al día siguiente me puse manos a la obra y fregué toda la casa.
Planeé contratar a una muchacha en el otoño, cuando dispusiéramos de
dinero. Pero hasta entonces no tenía intención de vivir entre tanta
porquería. No había fregado un suelo en mi vida, pero aquel día trabajé
como a golpe de látigo.

47



De vuelta al presente, señor Troy, con la boca abierta como pez que
espera el anzuelo.

—Todo pasó hace mucho tiempo —digo, para que se calme y
calmarme.

—Así es. —Cabecea y me mira admirado, y comprendo que le
asombra que hable; debo de parecerle un prodigio, pues me contempla
como podrían hacerlo unos padres con su hijo, sorprendidos de que el
lenguaje humano salga de su boca.

Suspira, parpadea, traga como si se le hubiera atascado una flema
en el gaznate.

—¿Tiene muchos amigos aquí, señora Shipley?
—Casi todos han muerto.
Me ha pillado con la guardia baja, de lo contrario nunca habría
dicho eso. Vuelve a asentir en silencio; parece complacido. ¿Qué
tramará? Ni idea. Advierto ahora que estoy jugueteando con un pliegue
del vestido estampado, retorciéndolo y arrugándolo.

—Uno necesita coetáneos —dice— con quienes hablar y recordar.
Lo deja ahí. Habla de oración y bienestar, todo a la vez, como si
Dios fuera una especie de lecho de plumas o colchón de muelles. Yo
asiento una y otra y otra vez. Ahora es más fácil estar de acuerdo,
aunque espero que se vaya pronto. Reza una breve oración, y yo
inclino la cabeza, un tanto a su favor, o a favor de Dios. Luego,
misericordiosamente, se marcha.

Me quedo con una duda intangible, un recelo. ¿Qué intentaba
decirme? ¿Qué le pediría Doris que me dijera? ¿Algo de la casa? Me
parece lo más probable, y sin embargo sus palabras no lo indicaban.
Me siento inquieta, igual que una vaca encerrada que topa siempre con
el alambre de espino, se vuelva hacia donde se vuelva. ¿Qué será?

¿Qué? Pero no lo sé y, desconcertada, sólo puedo volverme y
revolverme.

Vuelvo a la casa. Barandilla pintada, luego un peldaño y otro, la
pequeña galería de atrás, y al fin la cocina. Doris está en la puerta
principal despidiendo con voz cantarina a su pastor. Por los pasillos me
llega vagamente su agradecimiento por su tiempo precioso, sus
palabras diamantinas. «Muy amable por su parte.» Etcétera. Tonta de

remate.

48



Precisamente entonces veo el periódico y las horribles palabras.
Extendido sobre la mesa de la cocina, lo han dejado abierto en la
sección de anuncios por palabras. Alguien ha marcado algo con
bolígrafo. Me inclino y leo:


Únicamente lo mejor

servirá para
LA MADRE

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especializado. Precios razonables. ¿Por qué esperar a que sea
Demasiado Tarde? Recordad los amorosos cuidados que os prodigó y
dad a vuestra Madre la atención que se merece, AHORA.


Y la dirección y el número de teléfono. Dejo rápidamente el
periódico, las manos secas y quietas sobre sus páginas secas. También
tengo la garganta seca. Y la boca. Me froto la muñeca con los dedos y
la piel me parece demasiado blanca después de los años de sol, y
demasiado seca, cuarteada como la tierra cuando hay sequía, escamosa
como un hueso reseco y quebradizo al sol que pulveriza huesos, carne
y tierra como un mortero de fuego con una maza de luz trituradora.

El dolor aparece de nuevo, arde y me atraviesa, la daga se hunde
bajo las costillas, la carne no ofrece resistencia, como si fuese de
mantequilla, pues ha sido atacada arteramente, desde dentro. Me falta
el aire. No puedo respirar. Sujeta, clavada y palpitante como una
lombriz empalada por los niños en el gancho ferozmente romo de un
imperdible. No puedo respirar en absoluto y mi intenso pánico está
separado de mí y casi puede verse, como las máscaras que atisban en
la oscuridad la noche de Halloween, paralizando a los jóvenes y
petrificándolos en un mudo grito de terror. ¿Puede el cuerpo, con los
pulmones vacíos, aferrarse a esta vida más de un instante? Recuerdo

49


de pronto cómo contenía John la respiración a los dos años, cuando

le daba una rabieta, y cómo le suplicaba y le rogaba, como si fuera una
especie de niño Jesús despiadado, hasta que Bram, irritado con los dos,
le daba una bofetada y con un grito le hacía recuperar el aliento. Si su
diminuto organismo podía vivir sin aire durante lo que parecía una
eternidad, también podrá hacerlo el mío, que es corpulento. No me
caeré. Ni hablar. Agarro el borde de la mesa y cuando dejo de
esforzarme por respirar, el aire llega solo. Mi corazón oprimido me
libera y el dolor remite, alejándose y saliendo de mí tan lenta y
suavemente que casi espero que la sangre lo siga, como si la hoja fuera
visible.

He olvidado por qué me pasó. Estiro el periódico con los dedos,
doblando cuidadosamente cada sección, una costumbre de toda la vida,
no debe haber nada desparramado por la casa. Entonces veo la marca
de tinta y la palabra en negrita. MADRE.

Aquí está Doris, elegante con su vestido de rayón marrón y tan
gruesa como siempre, resoplando y suspirando como una cerda a punto
de parir. Retiro el periódico, pero ya me ha visto. Sabe que sé. ¿Qué
dirá? No le faltarán palabras. A ella no. No a Doris. Ella tiene más cara
que espalda. Como empiece con sus trinos dulces y tiernos la cortaré.

Me mira asustada, ruborizada y sudorosa. Tiene una peculiaridad
desagradable. Cuando se pone nerviosa respira de manera ruidosa y
nasal. Ahora chirría igual que una sierra mecánica. Luego intenta
eludir la situación como si se tratara de una página poco interesante
que uno pasa sin más.

—Qué amable, el señor Troy, ha estado más tiempo del que yo
pensaba. Tengo que darme prisa con la cena. Menos mal que por lo
menos el asado ya está puesto. ¿Ha sido agradable la visita?

—Un hombre bastante estúpido, la verdad. Tendría que cambiarse la
dentadura. La tiene fatal. No entendía sus susurros. Claro que supongo
que no me perdí nada.

Doris se ofende, frunce los labios color malva, se pone rápidamente
un delantal, raspa ferozmente las zanahorias.

—Es un hombre ocupadísimo, mamá. No te imaginas la cantidad de
feligreses que tiene... Y es muy amable viniendo a verte y dedicándote
parte de su tiempo.
—Me lanza una mirada breve, zalamera, como el
bebé que engaña taimadamente a la madre
—. El vestido de flores se
veía precioso.

50


No voy a aplacarme. Pero me contemplo de todos modos, pensando
que quizá tenga razón y veo, sorprendida y extrañada, las enormes
caderas envueltas. Tenía cincuenta centímetros de cintura cuando me
casé.

No fue el trabajo que hice, ni siquiera la alimentación, aunque las
patatas se daban muy bien en la tierra ribereña de la granja de Shipley,
sobre todo en las épocas en que no valían nada en el pueblo. No fueron
los hijos, tampoco, pues sólo tuve dos, y con diez años de diferencia.
No. Mantendré hasta el día de mi muerte que fue por no usar corsé.
¿Qué sabía Bram de eso? Teníamos catálogos, podía haber pedido
fajas. Las ilustraciones, consideradas atrevidas entonces, mostraban a
mujeres de cuello de cisne, sólo de caderas para arriba, por supuesto,
cubiertas de encajes, emballenadas perfectamente, con cinturas finas
como muñecas y expresión reservada pero segura, como si no

supieran que miraban el mundo vestidas en ropa interior. Yo solía
hojear y meditar, pero nunca compré nada. Él se reía o se ponía
ceñudo.

—Las chicas no compran esas cosas, ¿eh, Hagar?
Sus hijas no, desde luego. Jess y Gladys eran como vaquillas,
montones de grasa indisoluble. Teníamos poquísimo dinero, de modo
que, según él, era mejor gastarlo en sus proyectos. Miel, fue uno de
ellos. Seguro que nos haríamos ricos. ¿No abundaban alrededor de la
granja el trébol blanco y el amarillo? Así era. Pero también abundaba
algo más, alguna planta ponzoñosa que nunca vimos, invisible, quizá,
a la luz del día, protegida por las colas de zorra que agitaban su peluda
maleza en los campos, u oculta por los juncos de la ciénaga de espuma
amarillenta, alguna flor de bardana o beleño de aroma irresistible para
las abejas, sin duda, y mortal. Sus dichosas abejas enfermaron y
murieron casi todas; quedaron como puñados de pasas esparcidos en
las colmenas. Bram conservó durante años las pocas que
sobrevivieron, sabiendo perfectamente que me asustaban. Él podía
meter los brazos peludos entre ellas, y nunca lo picaban. No sé por
qué, a menos que fuera porque no tenía miedo.

—Mamá... ¿estás bien? ¿Me has oído lo que te he dicho?
La voz de Doris. ¿Cuánto rato llevo aquí plantada, con la cabeza
baja, jugueteando con el tejido sedoso que me cubre? Me siento
torturada ahora, apologética, y por un instante no consigo recordar de
qué la culpo. La casa, por supuesto. Quieren vender mi casa. ¿Qué será
de mis cosas?

51




—No quiero que Marvin venda la casa, Doris.
Frunce el entrecejo, confusa. Entonces recuerdo. Había algo más
que la casa. El periódico sigue en la mesa de la cocina. Cabellos
plateados. Sólo lo mejor. Recordad los amorosos cuidados que ella os
prodigó.

—Doris... no pienso ir allí. Al sitio ese. Vamos, sabes muy bien a
qué me refiero, hija. De nada sirve que sacudas la cabeza. Muy bien,
no iré. Podéis iros vosotros dos. Ale, hacedlo inmediatamente. Sí,
hacedlo. Yo me quedaré aquí en mi casa. ¿Me has oído?

—Vamos, mamá, no te pongas así. ¿Cómo ibas a arreglarte sola?
Es imposible. Anda, por favor. Ve a la salita a sentarte. No hablaremos
más de ello, por el momento. Si te excitas así, seguro que te caes, y
Marv no llegará hasta dentro de media hora.

—¡No estoy excitada, te enteras! —¿Grita acaso mi voz, ronca y
grave?
—. Yo sólo quiero decirte...
—Si te caes no podré levantarte —dice ella—. Simplemente ya no
puedo hacerlo.

Me vuelvo y camino. Deseo mostrarme arrogante, pero tropiezo
horrorosamente con el borde de la mesa del comedor y a punto estoy
de tirar al suelo el florero de cristal tallado del que Doris se ha
adueñado, aunque es mío. Ella corre, alegrándose de mi mala fortuna,
sujeta el florero y mi codo, me guía como si fuera completamente
ciega. Llegamos a la sala y, al inclinarme hacia el sofá, la prisión

ventosa de mi vientre libera el aire, sulfuroso y rugiente. No se me va a
ahorrar nada, al parecer. La furia me impide hablar. Doris se muestra
solícita.

—¿El laxante no surtió efecto?
—Estoy bien. Estoy bien. Deja de preocuparte tanto por mí, Doris,
por lo que más quieras.

Vuelve a la cocina y me quedo sola. Todas mis cosas me rodean.
Marvin y Doris las consideran suyas, suyas para venderlas o
conservarlas, a su antojo, lo mismo que consideran suya la casa;
supongo que después de tantos años de ocuparla, deben de creerse con
derechos sobre ella. En el caso de Doris es avaricia, De pequeña pasó
bastante estrechez, lo sé, y cuando vinieron aquí para estar conmigo,

52



miraba los muebles y los objetos como una ardilla mira las bellotas,
deseando mordisquear. Pero creo que en el caso de Marvin no es
avaricia. Qué criatura tan imperturbable. Él no sueña con oro y plata, si
es que sueña con algo, que lo dudo. O a la inversa: ¿despertará alguna
vez? Vive en un sueño sin sueños. Ve mis cosas como propias sólo

porque hace mucho que las conoce.
Pero son mías. ¿Cómo podría dejarlas? Me sostienen y me
confortan. En la repisa de la chimenea está el jarro de cristal azul
lechoso que fue de mi madre, y a su lado, en un pequeño marco
ovalado dorado, con fondo de terciopelo negro, un daguerrotipo de
ella, una muchacha larguirucha e inquieta, más bien feúcha, toda
bucles. Parece preocuparle no saber qué hacer, aunque era de buena
familia y no debía de tener la menor duda sobre la corrección de sus
modales. Pero aun así mira perpleja desde su pequeño marco,
preguntándose cómo diablos complacer. Papá me regaló el jarro y el
cuadro cuando era pequeña, e incluso entonces me parecía
desconcertante que no se hubiera muerto cuando nació alguno de los
chicos y reservara ese momento para mí. Cuando mi padre decía «tu
pobre madre» (porque, de alguna forma, la consideraba aquejada

de pobreza eterna), la humedad brotaba de su párpado velludo, y me
maravillaba que pudiera hacerlo a voluntad, tan oportuno e
infinitamente conmovedor para las señoras del pueblo, quienes
consideraban que una lágrima vertida por las mujeres difuntas era un
homenaje tranquilizador a la ingrata maternidad. Aunque murieran de
sobreparto, algún alma masculina lloraría años después. Maravilloso

consuelo. Yo me preguntaba muchas veces cómo habría sido aquella
mujer sumisa, y me asombraba su debilidad y mi tremendo vigor. Papá
no me culpaba de lo que había ocurrido. Lo sé, porque me lo dijo. Tal
vez le parecía un cambio justo, la vida de ella por la mía.

El espejo de marco dorado que hay sobre la repisa de la chimenea es
de los Currie. Estaba colgado en el vestíbulo de abajo, cuya atmósfera
era acre por las bolas de naftalina ocultas bajo las rosas azules de la
alfombra. Siempre que pasaba por allí echaba una ojeada rápida,
porque no quería que viesen que me miraba en él, y me preguntaba por
qué Dan y Matt habrían heredado la elegancia de mamá, mientras que
yo era grande y fornida como un buey.

53



Aún hay una foto mía a los veinte años. Doris quería bajarla, pero
Marvin no la dejó... y, ahora que lo pienso, fue extraño. Era una
muchacha hermosa, una muchacha hermosa, sin duda alguna. Lástima
que no lo supiera entonces. Bonita no, lo admito, no tenía ese aspecto
de figurilla china que tienen algunas mujeres, todo fragilidad rosada y
oro, que hasta parece un milagro que el corsé no les quiebre los huesos
de gorrión. La hermosura dura más, estoy segura.

Aun así, estas mujeres de aspecto delicado resultan a veces bastante
fuertes, pese a todo. Mavis, la esposa de Matt, era una de esas mujeres
que siempre han tenido una salud precaria. De pequeña había padecido
de fiebres reumáticas y creían que tenía el corazón débil. Sin embargo,
el invierno aquel que hubo una epidemia de gripe, ella cuidó a Matt y
no se contagió. Permaneció a su lado, diré eso en su favor. Yo ya no
iba mucho al pueblo, de modo que ni siquiera me enteré de que Matt
estaba enfermo hasta que tía Doll fue a casa un día a decirme que
había muerto la noche anterior.

—Se fue tranquilamente. No se resistió a la muerte como hacen
algunas personas. Con ello sólo consiguen que les resulte todo más
difícil. Matt parecía saber que no tenía remedio, según Mavis. No
luchó por respirar, ni intentó aferrarse a la vida. Se dejó ir.

Me costó más soportar esto que su muerte. ¿Por qué no se había
debatido, maldecido, luchado contra ello? Aquel día tía Doll y yo
hablamos de Matt, y ella me contó entonces el motivo por el que de
pequeño ahorraba el dinero. Muchas veces me he preguntado por qué
descubrimos tantas cosas cuando ya es demasiado tarde. Ironías de

Dios.
Fui a ver a Mavis. Vestía de luto y parecía muy joven para ser
viuda. Cuando intenté decirle lo mucho que él me había importado, se
mostró distante. Al principio creí que era porque no me creía. Pero no.
No era mi cariño por él lo que le costaba creer. Se sentó allí a
explicarme una y otra vez lo mucho que lo había querido, lo mucho
que él la había querido a ella.

—Si al menos hubierais tenido hijos —dije yo, para demostrarle
comprensión
— te habría quedado algo de él.
Los ojos de Mavis cambiaron, se volvieron como zafiros azules,
claros y duros.

54




—No es sorprendente que no los tuviéramos pese a lo mucho que
yo los deseaba
—dijo entonces, y se echó a llorar. Luego, jadeando y
entre lágrimas, añadió
—: No quería decir eso. Por favor, no se lo digas
a nadie. Oh, ya se que no lo harás, no me hagas caso. Estoy fuera de
mí.

No conseguí dar con las palabras adecuadas. Ella se tranquilizó en
seguida.

—Es mejor que te vayas ahora, Hagar —me dijo—. Creo que por el
momento no puedo más. Pero me alegra que hayas venido. No creas
que no.

Cuando ya me iba, Mavis posó una mano en el manguito de piel
que yo llevaba puesto.

—Nunca le oí hablar mal de ti —me dijo—. Ni siquiera cuando
vuestro padre lo hacía. No lo contradecía, pero tampoco le daba la
razón. Simplemente no decía nada ni en favor ni en contra.

Mavis se casó con Alden Cates al cabo de un año y se fue a vivir al
campo; y en los años siguientes le dio tres hijos y crió gallinas de
Rhode Island y recibió premios por ellas en todas las exposiciones
locales de aves de corral y engordó hasta parecer ella misma una
gallina, así que al menos el destino reparte algunas cartas decentes, a

veces.
Tía Doll creía que papá desearía hacer las paces conmigo tras la
muerte de Matt. Yo no iría a la casa de ladrillo de Manawaka, por
supuesto, pero cuando nació Marvin, di a entender a tía Doll que si
papá quería ir a la casa de Shipley a ver a su nieto, yo no pondría
objeciones. No lo hizo, sin embargo. Tal vez no sintiera que Marvin
era realmente nieto suyo. Incluso yo tenía una sensación muy similar, a
decir verdad, sólo que en mi caso era peor. Casi tenía la impresión de
que Marvin no era hijo mío.

Ahí está el sencillo cántaro de cerámica, ribeteado de azul desvaído,
que perteneció a la madre de Bram, procedente de algún pueblo de
Inglaterra y muy antiguo. Había olvidado que estaba aquí. ¿Quién lo
sacaría? Tina, por supuesto. A ella le gusta, no sé por qué. A mí
siempre me ha parecido una jarra de leche normal y corriente. Tina

dice que es muy valioso. Para gustos hay colores, y mi nieta, pese a lo
mucho que la quiero, tiene gustos vulgares, supongo que herencia de
su madre, en parte. Aunque tengo que admitir que Doris nunca ha

55


demostrado el menor interés por ese cacharro. En fin, sobre gustos no

hay nada escrito y hoy día lo feo es bonito. A mí personalmente me
gustan las flores, una o dos ramitas de hojas, un detalle de elegancia en
un mundo desgarbado. Nunca pude imaginar que los Shipley tuvieran
algo valioso. Pero a Tina le gusta... se lo dejaré a ella. Debe tenerlo
ella, puesto que es una Shipley. Ruego a Dios que se case, aunque sólo
Él sabe dónde encontrará un hombre dispuesto a aceptar a una mujer
tan independiente.

Esa garrafa de cristal tallado con tapón de plata es el regalo de boda
que me hizo Bram. Tendría que estar en el aparador, pero la tonta de
Doris la pone siempre en la mesita de abedul y nunca la llena de nada.
Está completamente en contra de la bebida. En todo caso, tendría que

ser yo quien lo estuviera. Pero no soy una persona rígida. Debo admitir
que durante muchos años esa botella no me gustó demasiado, pero
ahora no la daría ni por todo el dinero del mundo. En mis tiempos
estaba invariablemente llena. Casi siempre de licor de cerezas
silvestres, que prefería a las ciruelas y a cualquier otro fruto que
sirviera para hacer cordiales. Yo misma las recolectaba; resultaba muy

sencillo, pues colgaban arracimadas y arrancaba ramas enteras y comía
mientras las recogía. Su picor dulzón me hacía fruncir los labios.

El sillón de roble, de patas estriadas como columnas griegas, es uno
de los que mi padre encargó a Weldon Jonas, el ebanista local, cuando
construyó la casa grande. Cómo se habría disgustado si hubiera sabido
los años que estaría en la casa de Shipley, después de la conmoción
que causó su muerte repentina. Luke McVitie, que siempre había
llevado los asuntos legales de mi padre, me dijo que podía elegir lo
que quisiera de la casa de los Currie, ya que era el único familiar
directo que quedaba. Dejé elegir a tía Doll, pero ella no quería muchas
cosas porque pensaba marcharse a Ontario a vivir con su hermana. Yo

cogí algunos muebles y una o dos alfombras, aunque no estaba de
ánimo para la elección, porque me sentía demasiado furiosa con mi
padre, tanto para llorar su muerte como para desear algo que le hubiese
pertenecido. El testamento del viejo no especificaba los objetos de la
casa de ladrillo. Quizá fuera a lo máximo que pudo llegar en cuanto a
hacer las paces conmigo. Especificó el dinero y las propiedades, en
cambio. Dejó una cantidad para el cuidado de la tumba familiar, a
perpetuidad, de forma que su alma nunca tuviera que atisbar desde los
elegantes corredores de la eternidad y ofenderse porque las prímulas

cubrían su sepultura. El dinero restante lo dejó al pueblo.

56



¿En qué cabeza cabe que un hombre haga algo así? Cuando Luke
McVitie me lo dijo, no me lo podía creer. Menudo jaleo cuando la
noticia se supo. El Manawaka Banner publicó himnos de alabanza.
«Jason Currie, uno de nuestros padres fundadores, siempre un gran
benefactor y animoso hombre público, ha realizado una última y
magnífica...» Etcétera. En el plazo de un año se inauguró el parque
Currie junto al río Wachakwa. Arrancaron los arbustos y segaron la
gramilla y varios macizos semicirculares de petunias proclamaban la
inmortalidad de mi padre con sus escarolados pétalos de color rosa y
malva. Todavía hoy detesto las petunias.

Por mí misma nunca me importó. Eran los chicos los que me
preocupaban. No tanto Marvin, que era un Shipley de pies a cabeza,
pero John debió haber ido a la universidad.

Claro que Jason Currie nunca vio a mi segundo hijo ni supo
siquiera que la clase de muchacho con la que él siempre había soñado
esperó una generación para nacer.




—¿Estás bien, mamá? —La voz de Doris—. La cena todavía tardará
unos minutos. Marv acaba de llegar.

—¿Crees que a Steve le gustaría el sillón de roble? —pregunto,
porque he pensado dejárselo a mi nieto.

Doris parece indecisa.
—La verdad, no lo sé. Se está amueblando el apartamento en danés
moderno y quizá no vaya muy bien con lo que ha comprado.

¿Danés moderno? El mundo está plagado de misterios y desde
luego no voy a hacer preguntas. Le gustaría considerarme una
ignorante, le encantaría.

—No me importa... Simplemente se me ocurrió que podría gustarle.
Quiero dejar bien claro para quién será cada cosa. La gente nunca
debería dejar esos asuntos librados al azar.

—Siempre has dicho que el sillón de roble sería para Marv y yo
—dice ella, afligida.
Yo... mí... nunca acierta. Y eso que ella es la lista.
—Jamás he dicho tal cosa.
Se encoge de hombros.

57



—Como quieras. Pero lo has dicho un millón de veces.
—La jarra marrón será para Tina, Doris.
—Lo sé. Llevas años diciéndoselo.
—¿Y qué? ¿Y qué si se lo he dicho? Me gusta que todo quede bien
claro. De todos modos, ninguno de vosotros tendrá nada todavía. Sólo
estoy disponiéndolo para cuando llegue el día. Aunque todavía falta, te
lo aseguro. No creas lo contrario.

—Nadie lo menciona más que tú —dice—. Me gustaría que no
hablaras así delante de Marv. Le disgusta.

—No tienes que preocuparte por Marv. —Me sorprendo soltando las
palabras como cartas que se echan a la mesa
—. He ahí un muchacho
que no se disgusta nunca, ni siquiera por lo que le pasó a su propio
hermano.
—Miro a Doris y su rostro se convierte de pronto en el de
una desconocida.

—Vaya... —chilla, como un silbato metálico—. Tiene sesenta y
cuatro años, y úlcera de estómago. ¿Sabes cuál es el motivo de su
úlcera?

—Yo, supongo. Supongo que es eso lo que quieres decir. A alguien
tienes que echarle la culpa, ¿verdad? Bien, adelante. A ver si me
molesta.

—No discutamos. ¿Qué sentido tiene? Lo lamento… vamos. ¿Está
bien así? Lo lamento. Ahora siéntate aquí. Cenaremos en seguida.

Estoy agotada y me alegra bastante cambiar de tema. No voy a
darle la satisfacción de que crea que estoy chiflada. Me esforzaré como
ella para ser amable.

—¿Vendrá Tina a cenar a casa? —Un comentario seguro. Las dos
queremos a la chica, es el único tema en el que con toda seguridad
estaremos de acuerdo.

Doris me mira con ojos desorbitados durante un instante revelador.
Luego, los entorna.

—Tina está a cientos de kilómetros. Hace un mes que se marchó al
este por aquel trabajo.

Claro. Por supuesto. Oh, la vergüenza me impide mirarla.
—Sí, claro; por un instante se me fue de la cabeza.
Vuelve a la cocina y la oigo hablar con Marvin. No se molesta en
bajar la voz.

—Se creía que Tina todavía estaba aquí…

58

¿Por qué seguiré teniendo tan buen oído? A veces desearía que me
fallara y que todas las voces se redujeran a un zumbido sin palabras.
Claro que eso sería peor, porque me pasaría el tiempo preguntándome
qué estarían diciendo de mí.

—Tenemos que hablarlo con ella —dice Marvin—. No va a ser una
tarea agradable.
—Entonces su voz, tan baja y firme, se hace aguda e
inquisitiva
— ¿Qué voy a decirle, Doris? ¿Cómo conseguiré hacerle
entender?

Doris no contesta. Se limita a repetir una y otra vez maternalmente:
«Vamos, vamos. Vamos, vamos».

Las costillas apenas pueden contener el estruendo de mi corazón.
Pero no sé qué es lo que me asusta así. Marvin entra en la sala.

—¿Cómo te encuentras esta noche, mamá?
—Bien, perfectamente, gracias.
Por lo visto uno daría la misma respuesta cortés incluso en el
momento mismo de entregar el alma. Pero lo único que quiero es
impedirle hablar, sea lo que sea lo que tenga que decirme.

—Me he dejado arriba los cigarrillos, Marvin. ¿Serás tan amable de
traérmelos?

—Está agotado —dice Doris, que ha aparecido en la puerta—.
Ya iré yo.
Llegan arrastrando los pies a la puerta y forcejean para ver quién
va.

—De haber sabido que crearía tanto problema no lo habría pedido
—digo fríamente.
—Oh, por amor de Dios, ¿vamos a empezar de nuevo?
—dice Marvin, y se va pesadamente.
—Estas últimas noches has tosido más —dice Doris, en tono
acusador
—. Los cigarrillos no te hacen ningún bien.
—A mi edad, me arriesgaré.
Me mira furiosa. Cenamos en silencio. Como bien. Normalmente
tengo muy buen apetito. Siempre he creído que las personas que
comen bien nunca tendrán problemas graves. Doris ha hecho rosbif y
me da las tajadas del centro, de un suave color rosa tostado, porque
sabe que me gusta poco hecho. Hace muy bien la salsa, las cosas como

son. Nunca le queda grumosa, siempre de un tostado suave. De postre
hay tarta de melocotón y tomo dos raciones. La corteza es un poco más
dulzona que la que hacía yo y no tan hojaldrada, pero bastante sabrosa
de todos modos.

59



—Hemos pensado en ir al cine —dice Doris, mientras toma su café—.
He pedido a la chica de al lado que venga, por si necesitas algo.

¿De acuerdo?
Me pongo tensa.
—Creéis que necesito un canguro como los niños, ¿eh?
—No es eso en absoluto —se apresura a decir Doris—. Pero, ¿te has
puesto a pensar en qué pasaría si te cayeras, mamá? ¿O si te diera un
cólico biliar como el mes pasado? Jill es siempre muy amable y no te
molestará en absoluto. Verá la televisión y estará aquí por si
necesitas...

—¡No! —Me sorprendo gritando y siento los ojos como dos fuentes
de agua termal, anegados de líquido ardiente
—. ¡No voy a aguantarlo!
¡Ni hablar!
—Mamá, espera, escucha... —tercia Marvin—. Mientras Tina estaba
aquí no había problema, pero ahora... no podemos dejarte sola.

—Podéis dejarme sola, me tiene sin cuidado. Pues sí que a vosotros
os importa mucho.

Pero no era eso lo que quería decir. ¿Cómo es que mi boca habla
por su cuenta, que las palabras surgen de alguna parte, de alguna
herida semioculta?

—Anoche te dejaste un cigarrillo encendido —dice Marvin
categóricamente
—, y se cayó del cenicero. Menos mal que lo vi.
A esto nada puedo decir. Por su expresión me doy cuenta de que no
se lo está inventando. Podíamos habernos quemado todos mientras
dormíamos.

—Hace un mes que no salimos, desde que se fue Tina —dice Doris—.
Quizá no te hayas dado cuenta.

La verdad es que no. ¿Por qué no me han dicho nada antes?
¿Por qué dejan que pase y luego me acusan?
—Lamento ataros —digo, furiosa y arrepentida—. Lamento mucho
ser una...

—Déjalo —dice Marvin—. No saldremos. Doris, telefonea a Jill y
dile que no venga.

—Marvin... no os quedéis por mí. Por favor —digo, y de verdad que
lo siento, pero ya es demasiado tarde.

—No importa —dice él—. Olvidémoslo, por amor de Dios. Lo que
no soporto es toda esta charla.

Me voy a mi habitación, sin saber si he ganado o perdido.

60



Me siento en mi sillón. Ahora está raído, pero todavía es resistente. Ya
no hacen sillones como éste. En la actualidad los hacen con material
ligero, patas como palillos y ni una curva almohadillada para que se
adapte a la región lumbar. Mi sillón es grande y sólido, bien relleno,
como yo. El terciopelo está gastado en los brazos, pero conserva su
suntuosidad.

Me gusta mi habitación y en los últimos años paso cada vez más
tiempo en ella. Aquí tengo todas mis fotografías. Doris no las querría
en otras partes de la casa. Y si vamos a eso, tampoco yo querría que
desconocidos como los amigos de Doris o el señor Troy se quedaran
mirándolas como bobos. Ahí estoy yo a los nueve años, una niña seria

de grandes ojos y cabello largo y liso. Ahí está mi padre, con su bigote
empenachado, mirando fríamente a la cámara y desafiándola a no
hacerle justicia. Y Marvin el día que empezó a ir al colegio, con un
traje marinero y rostro inexpresivo. Detestaba ese traje marinero con el
ancla roja en el cuello, porque casi todos los demás niños llevaban
mono. Pronto renuncié a vestirlo decentemente y dejé que llevara
también mono. En realidad, no teníamos dinero para ropa elegante. Las
hijas de Bram solían darme lo que les iba quedando pequeño a sus
hijos. Cuánto me humillaba aceptar algo de Jess y Gladys, pero habría
sido absurdo rechazarlo, porque las prendas aún podían usarse

bastante. Ésa es la primera fotografía que le hice a John; tenía trece
años y era un chico menudo, siempre delgado. Está de pie junto a la
jaula blanca del reyezuelo que capturé para él.

No tengo ninguna foto de Bram Shipley, mi marido. Nunca le pedí
que se hiciera una y él no era de los que se retratan sin que se lo pidan.
Ahora pienso si no le habría gustado que le pidiera una foto suya, al
menos una vez. Nunca se me ocurrió. Ahora no me importaría tener
una foto suya como era cuando nos casamos. Dijeran lo que dijeran de
él, nadie podría negar que era un hombre guapo. No todos los hombres
pueden llevar barba. A él le quedaba bien. Era un hombre fornido y
bien plantado. Me habría enorgullecido ir con él al pueblo o a la iglesia
sólo con que no hubiera abierto la boca.

Teníamos que ir a Manawaka todos los sábados a comprar té y
harina, azúcar, café y esas cosas. De recién casados me ponía el mejor
vestido, tomaba del brazo a Bram y me paraba en la calle a saludar a
los amigos.

61




—Hola, cariño —me dijo aquel día Charlotte Tappen—. Tienes que
visitarme más a menudo... hace siglos que no nos vemos.

—Procuraré volver —dije cautelosamente, porque algo había
cambiado entre nosotras y no sabía muy bien por qué. Quizá Charlotte
y su madre se hubieran arrepentido de ofrecerme su casa para la
recepción de mi boda y hubiesen decidido dar por buena la opinión de
mi padre sobre Bram. O tal vez lo que habían visto de Bram no les
impresionaba. El caso es que me sentía nerviosa en presencia de la
chica que había sido mi mejor amiga toda la vida, o eso creía yo.

Charlotte sonrió a Bram y dijo:
—¿Sabes?, acabo de enterarme. Nuestra coral va a interpretar
El Mesías este año. Creo que será maravilloso, ¿no te parece? Aunque
algunas personas dicen que es demasiado ambicioso. ¿A ti qué te
parece?

Bram, atrapado, se arropó en su hosquedad como si fuera un abrigo
de invierno.

—No tengo la menor idea —dijo—. Y lo que es más, me importa un
carajo.

Un gritito de asombro, una mano enguantada sobre los labios
fruncidos, una risita disimulada y allá se fue Charlotte, con el cabello
castaño ondeando detrás de ella. Por la mañana lo sabría todo el
pueblo, y el primero en enterarse sería mi padre.

Yo veía muy claro entonces quién se había equivocado. Ya no estoy
tan segura. Ella le había provocado, en realidad. Pero él no tenía por
qué hablar así, ¿no es cierto?

En la tienda de ropa femenina Simlow, las tablas enceradas del
suelo olían a polvo y a linaza y los percheros de los que colgaban las
prendas estaban impregnados del aroma al apresto que se usaba en la
ropa barata. A estos olores se sumaba el de las suelas de goma de las
zapatillas de lona amontonadas de cualquier forma en un mostrador.

Yo había hecho todo lo posible por convencer a Bram de que no me
acompañara, pero él no entendía por qué tanto empeño. La señora
McVitie estaba en la tienda y nos saludamos con una inclinación y un
cabeceo. Bram se puso a toquetear la ropa interior femenina y yo,
humillada, miré para otro lado.

—Eh, Hagar, mira... ésta aquí vale la mitad que ésas de allá.
La verdad, si hay diferencia, ya me dirás cuál es.

62



—Shhh...
—¿Qué diablos te pasa ahora? ¡Por los clavos de Cristo, mujer,
y ahora a qué viene esa cara!
La señora McVitie se había marchado cual galeón tras conseguir su
oro. Me volví a Bram.

—Se dice «ésta de aquí» y «ésa de allá». ¿Es que no sabes nada?
—De modo que es eso lo que te corroe, ¿eh? —dijo él—. Mira,
Hagar, escúchame bien, vamos a dejar una cosa clara. Yo hablo como
hablo y no voy a cambiar ahora. Si no lo hago bastante bien, lo
lamento muchísimo.

—Ni siquiera lo intentas —dije.
—Me tiene sin cuidado —dijo—. Maldita sea lo que me importa a
mí cómo hablo, así que olvídalo. Y me tiene sin cuidado lo que piensen
tus amigos y tu viejo.

Lo decía completamente en serio. Pero qué ingenua tenía que ser yo
también, para creerlo. Después del primer año de matrimonio me
quedaba en casa y dejaba que Bram fuera solo al pueblo. Él no puso
objeciones. Se sentía más libre para buscar a sus viejos amigotes en la
cervecería y si volvía a casa borracho, los caballos sabían el camino.




Oigo pisadas en la escalera alfombrada. Suenan apagadas y suaves.
Como si fuera un merodeador. No me gustan esas pisadas. Desconfío
de ellas. Deseo gritar: «¿Quién es? ¿Quién es?», pero apenas si
consigo emitir un leve graznido. Me viene a la mente una sospecha.
¿Se habrán ido pese a todo Doris y Marvin dejándome sola? Eso es lo
que han hecho. Estoy segura. Ay, sin decírmelo siquiera para que

arrancara las puertas. Se han marchado, han huido como niños
irresponsables. Me los imagino muy bien a los dos, riéndose mientras
salen furtivamente, cruzan la galería principal, bajan las escaleras y
salen a la calle. Y ahora hay alguien aquí. No hace mucho Doris leyó
en el periódico que un violador entraba en los apartamentos de las
mujeres. El periódico decía que tenía las manos pequeñas y delicadas...
qué repugnante en un hombre. Cuando el intruso abra la puerta, no
podré levantarme del sillón. Le resultará facilísimo estrangularme. Con
una vuelta de su corbata sería suficiente. Pues no me encontrará tan
indefensa como se cree, ni mucho menos. Hace quince días que Doris
no me hace la manicura. Lo aruñaré.

63



Una llamada.

—Mamá, ¿se puede?
Marvin. ¿Por qué se me ocurriría otra cosa? Tengo que impedir que
advierta mi nerviosismo o creerá que estoy chiflada. Si no él, Doris,
que aparece trotando detrás de él.

—¿Qué pasa, Marvin, qué quieres ahora, por amor de Dios, qué
pasa?

Se queda ahí plantado, cohibido, con las manos tendidas. Doris se
acerca furtivamente a él, le hunde en las costillas el codo de rayón
marrón.

—Vamos, Marv. Lo prometiste.
Marvin carraspea, traga saliva pero no habla.
—Deja de agitarte así, Marvin, por lo que más quieras. No lo
soporto. ¿Qué pasa?

—Doris y yo, hemos estado pensando... —Su voz se apaga, se
debilita hasta convertirse en un hilillo, se desvanece. Luego suelta una
andanada de palabras
—: Ella no puede seguir cuidándote, mamá. No
está muy bien… Tener que levantarte... es demasiado. Sencillamente
no puede hacerlo...

—Sin mencionar las molestias por las noches… —apunta Doris.
—Sí, las noches. Tiene que levantarse un montón de veces y nunca
consigue dormir como es debido. Necesitas atención profesional,
mamá, una enfermera que se ocupe de todo. Serías mucho mas feliz tú
también, además....

—Estarías más cómoda —dice Doris—. Hemos estado en la
residencia Cabellos Plateados y es verdaderamente acogedora.

Te gustaría en cuanto te acostumbraras.
Me quedo mirándoles como hipnotizada, es lo único que puedo
hacer. Jugueteo con el vestido, haciendo pliegues.

—Una enfermera... ¿Por qué necesitaría yo una enfermera?
Doris salta como una flecha, ya no tiene la cara suave y fláccida y
su expresión es grave. Gesticula como si de ese modo pudiera
convencerme.

—Ellas son jóvenes y fuertes y es lo suyo. Saben levantar a una
persona. Y todo lo demás... las camas…

64




—¿Qué pasa con las camas? —Mi voz es austera, pero, por alguna
razón, agito las manos en la seda prensada del vestido. Doris se
ruboriza. Mira a Marvin. Él se encoge de hombros, abandonándola a
su propio juicio.

—Has mojado las sábanas —me dice—. Casi todas las noches en los
últimos meses. Eso supone mucha ropa que lavar y todavía no hemos
podido comprar la lavadora automática.

Escruto su rostro, horrorizada.
—Es mentira. Nunca he hecho una cosa así. Te lo estás inventando.
Conozco tus mañas. Así tendréis un motivo para echarme.

Hace muecas, en su rostro aparece una expresión nada
conmovedora, y advierto que está a punto de llorar.

—Supongo que no debía habértelo dicho —se excusa—. No resulta
agradable decirlo. Pero no te acusamos. Nunca hemos dicho que sea
culpa tuya. Tú no puedes evitar...

—¡Por favor! —Tengo la cabeza baja para evitar su escrutinio, pero
no puedo moverme y ahora caigo en la cuenta de que en toda esta casa,
mi casa, no hay ni un escondite. ¿Cómo he podido imaginar durante
todos estos años que violación significaba agresión física?

¿Cómo es que nunca supe lo de las sábanas? ¿Cómo es posible que
no me diera cuenta?

—Lo siento —masculla Doris, deseando tal vez que la situación sea
totalmente insoportable, o quizá sólo metiendo la pata, como si
quisiera esperar otros treinta años o así para poder saberlo.

—Mamá... —La voz de Marvin es grave y terminante—. Todo esto
no viene al caso. La cuestión es que en la clínica tendrías la atención
que necesitas y la compañía de personas de tu misma edad...

Está repitiendo el anuncio. No puedo evitar reírme, a mi pesar.
Qué poco original. Y de repente las palabras impresas se me aparecen
de nuevo, como una revelación.

—Sí... Dad a vuestra madre la atención que se merece. Recordad los
amorosos cuidados que ella os prodigó.

—Echo la cabeza hacia atrás y suelto una carcajada. Luego me
interrumpo bruscamente, jadeo, me calmo y miro su cara. ¿Expresa
vulnerabilidad o sólo lo imagino?

65



—Me lo estás poniendo muy difícil —dice Marvin—. No creía que
fueras a tomarlo así. He visto el lugar y es exactamente como dice
Doris. Es acogedor y agradable. Y sería lo mejor, créeme.

—Desde luego no es barato —dice Doris—, pero tú tienes el dinero,
afortunadamente, y es justo que se gaste en ti.

—Queda en el campo —dice Marvin—. Está rodeado de cedros y
alisos, y el jardín está bien cuidado.

—Lleno de petunias, supongo.
—¿Qué?
—Petunias. He dicho petunias.
—Iríamos a verte todos los fines de semana —dice Marvin.
Me recupero, recupero mi entereza, mis fuerzas. Procuro hablar con
dignidad. Nada de reproches, sólo una palabra firme y clara. Pero no es
eso lo que me oigo decir.

—Si fuera John, él no enviaría a su madre al asilo.
—¡Asilo! —grita Doris—. Si tuvieras la menor idea de lo que
cuesta...

—Tú piensas en años atrás —dice Marvin—. Esos sitios ya no son
así. Se hacen inspecciones, ¡por amor de Dios! Son... como hoteles,
supongo. Y en cuanto a John…
—Se interrumpe bruscamente,
tragándose las palabras.

—¿Qué pasa con él? ¿Qué ibas a decir?
—No lo discutiré ahora. No es el momento.
—¿No? Muy bien, pero él no habría hecho lo que intentas hacer tú,
de eso puedes estar bien seguro.

—¿Crees que no? Supongo que fue maravilloso con papá, ¿eh?
—Por lo menos estaba allí —digo—. Al menos acudió a su lado.
—Santo cielo, sí —dice Marvin cansinamente—. Él fue, de acuerdo.
—Marv... —dice Doris—. Atengámonos al tema, ¿eh? Ya es bastante
difícil sin traer toda esa vieja historia.

Vieja historia, realmente.
—Me hartáis y me agotáis. No iré. No iré a ese sitio. Y no me vais a
convencer.

—Tienes una cita con el médico la semana que viene —dice
Marvin—. No queremos forzar las cosas, mamá, pero si el doctor
Corby cree que debes ir…

66




¿Pueden obligarme? Desvío la mirada de uno a otro y veo que están
unidos contra mí. Tienen la cara rígida, inflexible. Ya no estoy segura
de mis derechos. Qué es justo y qué derechos tengo. ¿Puedo conseguir
asesoramiento legal contra un hijo? ¿Cómo lo haría? ¿Un nombre en el
listín telefónico? Ha pasado mucho tiempo desde que me ocupaba de
cosas como ésa.

—Si me obligáis a ir allí firmaréis mi sentencia de muerte, supongo
que os dais cuenta. No duraría un mes, ni una semana, os lo aseguro...
—Mi voz atronadora los deja paralizados. Y entonces, precisamente
cuando he ganado terreno, vacilo. Me tiembla todo el cuerpo, el llanto
hace cabriolas en mi caja torácica y me traiciono con lágrimas
vergonzosas
—. ¿Cómo puedo dejar mi casa y mis cosas? Es
mezquino... Es mezquino de vuestra parte... Ay, eso no se hace...

—Calma, calma —dice Marvin.
—Vamos, vamos —dice Doris—. No te pongas así.
Me tranquilizo un poco y, atisbando entre los dedos con que me
cubro la cara, veo que los he asustado. Muy bien, se lo tienen
merecido. A ver si se mueren de miedo.

—Vamos a dejarlo por ahora —dice Marvin—. Ya veremos, más
adelante ya veremos. Anda, mamá, no te pongas así.

—Esperaba que quedase decidido —gimotea Doris.
—Es prácticamente medianoche —dice Marvin—. Mañana tengo
que trabajar.

Ella comprende que ha pasado el momento, de modo que se
conforma, se muestra considerada, incluso arregla las almohadas de la
cama.

—Que duermas bien, entonces —me dice—. Ya lo discutiremos
cuando los tres estemos tranquilos.

Marvin se va. Ella me ayuda a ponerme el camisón. Cuánto me
fastidia tener que aceptar su ayuda, permitirle que me saque el vestido,
que me suelte los corsés y me los quite, y permitirle ver mi cuerpo
hinchado, lleno de venas azules y el triángulo de vello que sigue
proclamando con lunática insistencia una feminidad inexistente.

—Buenas noches —me dice—. Que duermas bien.

67


Dormir bien. ¿Quién puede dormir después de esta velada?

Me vuelvo a un lado y a otro. No estoy cómoda en ninguna postura y
sigo completamente despierta. Me sumo finalmente en capas cada vez
más profundas de bruma o delirio, en una especie de duermevela.
Entonces me espabila de golpe uno de los fantasmas pavoneantes que

habitan la región gris en la que yazgo tristemente suplicando la gracia
del sueño. «Las malolientes sábanas empapadas», susurra el fantasma,
con la voz de Doris.

Entonces, justo cuando me da miedo dormirme por lo que pueda
ocurrir, el sueño quiere vencerme. Lucho con él, le ordeno que
desaparezca, me muevo y me agito para no ceder. El resultado,
calambres en los pies y los dedos enredados. Tengo que levantarme de
la cama. No encuentro la lámpara de la mesita. Tanteo cautelosamente
el aire junto a la cama, pero no encuentro nada. Desesperada, agito las
manos en la oscuridad y entonces la lámpara se cae y se rompe como
un carámbano.

Llega Doris corriendo. Enciende la luz del pasillo y veo, apoyada
en un codo, que se ha puesto los rulos y está horrorosa.

—¿Se puede saber qué pasa?
—Nada. Por amor de Dios, no grites así, Doris. Me rompes los
tímpanos. Esa voz me atraviesa como un cuchillo. No es más que la
lámpara.

—La has roto —gimotea.
—Bueno, pues compra otra. Para lo que a mí me importa, compra
diez. Yo pagaré... pagaré... no te preocupes. Bueno... tengo que
levantarme... tengo los pies agarrotados. Dame la mano, por lo que
más quieras. ¿No puedes? ¿No puedes comprender cuánto duele? Ay...
ay… vamos. Así está mejor.

Nos quedamos de pie en la alfombra junto a la cama como dos
voluminosos fantasmas forcejeantes, los camisones de raso color rosa
temblando mientras alzo y bajo los pies para estirar los músculos. Ella
intenta meterme de nuevo en la cama y me opongo, empujándola en la

penumbra.
—Santo cielo, ¿qué pasa ahora? —susurra.
—Vuelve a la cama, por amor de Dios. Voy a ir al cuarto de baño.
—Te llevaré.
—No harás semejante cosa. Vete. Vete ahora mismo. Déjame en
paz.

68



Se marcha enojada y enciende todas las luces de arriba,
ostentosamente, como si yo no supiera el camino al cuarto de baño de
mi propia casa. Cuando vuelvo, no me acuesto inmediatamente. Dejo
la luz del techo encendida y me siento frente al tocador. Es de nogal
negro, no de los macizos, por supuesto, pero de chapa bastante gruesa,
no como las cosas de contrachapado que hacen hoy día. Alcanzo la
colonia, me doy unos toquecitos en las muñecas y en el cuello.
Enciendo un cigarrillo. Tengo que acordarme de apagarlo bien.

Miro de reojo el espejo y veo un rostro hinchado, lleno de venillas,
como si alguien hubiera garrapateado sobre la piel con lápiz
imborrable. La piel propiamente dicha tiene ese blanco plateado de las
criaturas que uno imagina que deben vivir en el fondo del mar, donde
nunca llega el sol. Las ojeras resplandecen como dos suaves pétalos
negros pegados bajo los ojos. El cabello, que debería ser negro, es

blanco amarillento, como damasco guardado durante demasiado
tiempo en un sótano húmedo.

Bien, Hagar Shipley, ¡dichosos los ojos!
Recuerdo una pelea que tuve con Bram una vez. A veces se sonaba
la nariz con los dedos, para lo cual, por cierto, se necesita cierta
destreza. Se agarraba el puente de la nariz con el pulgar y el índice, se
inclinaba hacia adelante, resoplaba con fuerza, y hala, allá caía
borboteante en la gramilla como saliva de culebra; luego se limpiaba
los dedos en el mono, exactamente en la culera, siempre en el mismo
sitio, como comprobaba yo cada semana cuando hacía la colada. Le
expliqué claramente, y no era la primera vez, que aquello me
repugnaba; hacía años que lo hacía, pero mis protestas lo dejaban frío.
Se limitaba a decir; «Deja de protestar, Hagar... Si hay algo que me
revuelve las tripas es una mujer regañona». No podía decir dos
palabras seguidas sin soltar alguna ordinariez, aquel hombre. Sabía que
me imitaba. Por eso seguía haciéndolo.

Y sin embargo (y ésta es la gran ironía) ambos nos habíamos casado
precisamente por las mismas cualidades que luego descubrimos que
nos resultaban insoportables. Bram, por mis modales y mi forma de
hablar; yo, porque se burlaba de ellos. Pero aquella vez no habló como
solía hacerlo. Se encogió de hombros, se limpió la mano manchada de
mocos, y sonrió.

69



—¿Sabes una cosa, Hagar? Hay hombres en Manawaka que
siempre llaman «mamá» a sus esposas. Es algo que yo no he hecho
nunca.

Era verdad. Nunca lo hizo, ni una vez. Yo siempre fui Hagar, y si
todavía viviera, para él seguiría siendo Hagar. Y ahora pienso que fue
la única persona próxima a mí que siempre pensaba en mí por mi
nombre; ni hija, ni hermana, ni madre, ni siquiera esposa, sino Hagar,
siempre.

Su estandarte sobre mí era amor. No sé exactamente de dónde es
ese verso, o por alguna razón me duele recordarlo. Él tuvo sobre mí un
estandarte durante muchos años. Sin embargo, después de casarnos
nunca lo consideré amor. El amor, imaginaba yo, ha de consistir en
palabras y actos delicados como bolsitas de espliego, no como las
cosas que él extendía en la alta armazón de la cama que traqueteaba
como un tren. Aquella cama estaba cubierta de un edredón acolchado
relleno de lana de cordero y estampado de gladiolos color rosa. Lo
había hecho su primera esposa, Clara, y era el tipo de objeto que ella
debía de considerar muy elegante, sin duda. En un rincón del
dormitorio estaba mi baúl de cuero negro, con mi antiguo nombre en
pulcra pintura blanca: Srta. H. Currie. En otro rincón estaba el
palanganero, una estructura metálica temblona con un aguamanil de
porcelana encima y, debajo, una gran jarra, también de porcelana.

El dormitorio no tuvo alfombra hasta que Bram compró un gastado
trozo de linóleo de segunda mano en una subasta, y entonces el

suelo era brillante y beige, con estampado de papagayos, válgame
Dios, y cada vez que caminabas sobre ella tenías que pisar aquellas
rígidas plumas artificiales de un verde grisáceo, aquellas sonrisas
picudas. La planta superior olía a polvo, por mucho que limpiara. En
invierno era glacial y en verano calurosa como el mismo infierno.
Fuera, junto a la ventana del dormitorio, crecía un arce cuyas hojas

lanzaban reflejos dorados cuando la luz del sol se filtraba entre ellas.
En él se congregaban, de buena mañana, los gorriones a discutir,
salpicando sus insultos con voces estridentes y metálicas como
Memnón, y yo los oía y me reía, disfrutando de su ardor.

Su estandarte sobre mí sólo era su piel, y ahora ya no sé por qué
debía avergonzarme. La gente pensaba de forma distinta en aquellos
tiempos. Tal vez algunos no. Yo no lo sabía. Nunca hablé de ello con
nadie.

70



Poco después de casarnos sentí por primera vez que mi sangre y
todos mis órganos vitales se alzaban para unirse a los suyos. Él nunca
lo supo. No permití que lo supiera. Nunca alcé la voz y procuré que el
estremecimiento sólo fuera interior. Supongo que no entendía de esas
cosas, o de lo contrario se habría dado cuenta. ¿Cómo podría no

hacerlo? ¿No me traicioné bombeando savia como un arce descuidado
y vencido tras el invierno? Pero no. Nunca lo esperaba, así que nunca
lo advirtió. Yo me enorgullecía de mantener mi dignidad intacta, como
algunas la virginidad.

Ahora no tengo con quién hablar. Es tarde, noche plena. Apago el
cigarrillo con cuidado. Doris ha llenado la habitación de ceniceros. Me
levanto, apago la luz, busco a tientas las sábanas.

La cama está helada y cuando me acuesto recuerdo cómo solían
echarse los niños sobre la nieve: extendían los brazos y los bajaban
hacia los costados y cuando se levantaban quedaba marcada la figura
de un ángel con las alas extendidas. La gélida blancura me cubre, se
amontona sobre mí y podría dejarme llevar y dormir como alguien

sorprendido en la ventisca, y congelarme.

71







Tres










Las paredes de la sala de espera del doctor Corby están prácticamente
desnudas. Son de un tono gris claro y sólo hay dos cuadros. Son
grandes, pero, aun así, dos no son muchos. Uno representa un lago
rodeado de álamos. Los verdes y los azules se funden y mezclan de
forma que el cielo, el agua y las hojas parecen formar parte de una

misma cosa. Me recuerda la primavera alrededor de la casa. Todo
adquiría un tono acuoso, desvaído, y a veces las primeras hojas se
abrían antes de que el hielo del río hubiera desaparecido por completo.

Me levanto y lo miro más de cerca. Quienquiera que haya pintado
ese cuadro sabía lo que hacía. El otro es uno de esos raros que a Tina
tanto le gustan, todo triángulos rojos y negros y manchas sin el menor
sentido.

En la casa de Shipley no había ni un triste cuadro cuando yo llegué.
Nunca pude conseguir muchos, pero a lo largo de los años logré colgar
algunos, por los niños, sobre todo por John, que era tan impresionable.
Me parecía que era malo crecer en una casa sin una pintura enmarcada
que suavizara las paredes. Recuerdo un aguafuerte titulado La muerte
del general Wolfe. Otro era un grabado en color de un tal Holman Hunt
que compré en el Este. Admiraba mucho la lánguida actitud del
caballero y la dama adorándose mutuamente, hasta que un día
comprendí la afectación de la pareja, que jugaba a sentir pasión, y en
un arranque de furia lo tiré al cenagal, con marco dorado y todo,

72



creyendo que me había traicionado. He conservado La feria de los
caballos, de Rosa Bonheur, porque a John le gustaba de pequeño, y
aquí están ahora, en mi habitación, pavoneándose eternamente esos
caballos de grandes ijadas. A Bram nunca le gustó mucho ese cuadro.

—Nunca te han importado un bledo los caballos vivos, Hagar —dijo
una vez
—. Pero cuando los ves pintados, donde no pueden soltar
estiércol, entonces te parecen elegantes, ¿eh? Muy bien, conserva tus
malditos caballos de papel. Yo preferiría no tener nada en las paredes.

Ahora no puedo evitar reírme, pero entonces me puse furiosa. Tenía
toda la razón en lo de que nunca me gustaron los caballos. Me
asustaban, parecían tan grandes y robustos, tan musculosos, tan dueños
de sí mismos… Siempre creí que no podría controlarlos. No permití
que Bram se diera cuenta de que me asustaban, y preferí que pensara
que me disgustaban sólo porque olían mal. El estaba loco por los
caballos. A los pocos años de casados, todas las granjas de los
alrededores de Manawaka tuvieron abundantes cosechas de trigo,
incluso la nuestra; el trigo Pífano Rojo se da muy bien en el valle del
Wachakwa. Bram planeó invertir todo el dinero en caballos, con la

intención de montar un criadero y reducir los cultivos.
—Estás mal de la cabeza —le dije yo—. Ahora es el momento de
sacar beneficio del trigo. Hasta un tonto se daría cuenta.

—Que lo hagan otros —dijo Bram, tranquilamente—. Yo tengo
dinero para comprar lo que quiero. Nunca me interesaron nada los
caballos de tiro. Son los caballos de montar los que me interesan. Vi
ese semental tordo de Henry Pearl el otro día y le tanteé. No se muere
por venderlo, pero yo creo que acabaría haciéndolo. Es el que
intentaría comprar primero.

—Creía que me habías dicho que tu granja sería algo digno de verse
algún día.

—Así será —dijo—. Hay más de una forma de conseguirlo.
¿Qué sabes tú del asunto, de todos modos?
—Lo bastante para comprender perfectamente lo que pasaría. En
cuanto los tuvieras no querrías separarte de uno solo, y aquí estaríamos
nosotros con los campos llenos de caballos y los bolsillos vacíos. En
fin, es tu dinero. No puedo impedírtelo.

73


En aquel entonces yo aún esperaba que le fuera bien, no por el
hecho en sí, pues nunca me preocupé de alardear del mobiliario y los
cachivaches, como hacía Lottie, sino para que la gente de Manawaka,
tanto si le agradaba como si no, tuviera al fin que respetarlo.

—Me ganaría la vida —dijo él, ceñudo— y viviría como quisiera.
Esto me enfureció.
—¿Y cómo quieres vivir, si puede saberse? ¿Así toda la vida?
Una casa sin pintar, con ese dichoso pedazo de linóleo en el suelo de la
habitación.

No sé por qué tuve que poner ese ejemplo. Él siempre se sentaba en
la cocina, de todos modos, y yo nunca recibía a nadie más que a tía
Doll, y eso a veces, por lo que la sala de estar igualmente podría no
haber existido.

—Muy bien, de acuerdo —dijo él furioso—. Puedes comprar tus
malditas alfombras con el dinero. ¿Estás satisfecha ahora?

—No tocaría ni un centavo —repliqué yo, indignada por su cólera y
el modo como habría interpretado mis palabras, pues no eran las
alfombras lo que realmente me preocupaba
—. Adelante, compra tus
caballos. Por mí puedes comprar todos los de la provincia.

—No compraré ni una maldita cosa —dijo—. Al carajo el dinero.
—No tienes por qué hablar así.
—Hablaré como me dé la gana. Si no te gusta puedes...
Discusión, discusión. Aquella noche acabó con mi pesado y fuerte
esposo sobre mí, acariciándome la frente con la mano mientras su
virilidad me penetraba y él murmuraba con esa voz baja que sólo
empleaba en tales ocasiones: «Hagar, por favor...» Yo deseaba decir:
«Bueno, bueno, de acuerdo», pero no lo dije. Mi boca dijo: «¿Qué?»

Pero él no contestó.
Compró el semental tordo de Henry Pearl, a pesar de todo, y algunas
yeguas, pero la empresa nunca llegó a nada. Teníamos potrillos por allí
en primavera, pero a la hora de venderlos, Bram nunca conseguía
buenos precios. No se le daba bien el regateo. Sin embargo, al parecer
no le preocupaba. Cuando saqué el tema a colación, se limitó a
encogerse de hombros y dijo que era absurdo preocuparse a menos que
te dedicaras a criar caballos en serio y que él prefería que los pocos
que vendía fueran a manos de hombres que sabía que los cuidarían
bien. Esto me indignó, pues era evidente que lo consideraba un
reproche, pero a mí me parecía una excusa porque se negaba a admitir
que nunca serviría para los negocios.

74
Él sólo montaba el semental. Lo llamaba Soldado, un nombre muy
poco imaginativo, desde luego. Lo acicalaba con tanto esmero que
cualquiera hubiera creído que era un caballo de carreras que había
ganado un montón de premios.

Ahora recuerdo una ocasión... Yo estaba embarazada de dos meses
de Marvin y me sentía siempre mal; era una desapacible tarde de
invierno y a pesar de que estaba rendida quería acabar el planchado,
así que cuando llegó Bram y me dijo que Soldado no estaba en la
cuadra, la verdad, no puedo decir que le prestara mucha atención.

Siguió hablando sin parar, explicando que no debió dejar la puerta del
establo abierta, pero que había pensado que sólo estaría fuera un
momento y que había tenido cuidado de dejar a la yegua bien atada,
pues en más de una ocasión había escapado, pero cuando volvió ya no
estaba. Debía de estar mal de la cabeza aquella yegua para querer ir a
algún sitio con aquel tiempo, pero lo había hecho y el semental

seguramente la había seguido. Soldado no llevaba ronzal casi nunca y
Bram jamás lo metía en un establo cerrado, porque había visto muchos
caballos morir abrasados en el incendio de un granero y aunque bien
sabe Dios que nunca pareció un hombre que se preocupara, eso era lo
único que lo preocupó siempre. Se apresuró todo lo que pudo en
ordeñar las vacas y cuando casi había acabado, oyó cascos en la nieve
endurecida y creyó que Soldado volvía con la yegua. Pero la yegua
había vuelto sola y Soldado no apareció.

—Bien, no puedes ir a buscarlo con este tiempo —le dije—.
Ha empezado a nevar y se está levantando viento. Además, ya es casi
de noche.

Pero Bram fue en busca de la linterna de tormenta, la encendió y
salió. Tardó tanto que yo estaba loca de preocupación, tanto por él
como por mí misma, preguntándome qué haría si me quedaba sola. La
nevada arreció, los copos parecían fragmentos de espuma de jabón y el
viento los arrastraba con furia y se apilaban en montones finos que
llegaban hasta la mitad de los paños de las ventanas. Estaba
oscureciendo y la nevada era tan intensa que apenas si se veía a un
paso. Todo estaba completamente blanco y cualquiera podía perderse
por muy bien que conociera el camino. Cuando era joven, me gustaban
las neviscas en el pueblo, esa sensación de estar sitiada pero segura en
una fortaleza. En el campo era completamente distinto, porque había
muy pocas luces y muy pocos mojones y la nieve cubría la tierra en
una extensión de dunas acanaladas de kilómetros y kilómetros que
parecía interminable. Allí me sentía desvalida, aislada de todo, pues
algunas veces no podíamos llegar ala carretera ni al pueblo para salvar
nuestras almas inmortales, por mucho que lo necesitáramos.

75
Se levantó más viento y se hizo tan fuerte que los tranquilizadores
sonidos domésticos, como el tictac del reloj o el susurro de las hojas
del álamo verde junto a la cocina, desaparecieron por completo y ya
sólo oía el aullido del viento fuera de la casa y el chirrido de los
marcos de nuestras ventanas carcomidas. Ya había dado por perdido a

Bram cuando abrió la puerta de repente, dejando entrar una ráfaga de
noche, viento y nieve. Tenía la cara y las manos congeladas. Se quitó
el abrigo y las botas, se sentó y comenzó a frotarse las manos
cautelosamente para cortar la congelación.

—¿Lo encontraste? —le pregunté.
—No —contestó bruscamente.
Al verlo así encorvado y con aquella expresión en el rostro, me
acerqué a él sin pararme a pensar si debía hacerlo o no, ni qué decir.

—No te preocupes. A lo mejor vuelve solo, como la yegua.
—No volverá —dijo Bram—. Por el viento, la tormenta de nieve
durará toda la noche. Si hubiera seguido un poco más lejos, no habría
encontrado el camino de vuelta.
—Se cubrió los ojos con las manos y
siguió sentado, inmóvil
—. Supongo que crees que estoy chiflado, ¿eh?
—dijo al fin.
—No, no lo creo —le respondí. Luego, torpemente, agregué—:
Lo siento, Bram. Sé que le tenías cariño.
Bram me miró entonces con tal expresión de sorpresa que todavía
me duele al recordarlo.

—Así es —dijo.
Cuando nos acostamos aquella noche, empezó a volverse hacia mí
y yo me sentía tan predispuesta que creo que me habría abierto a él con
toda franqueza. Pero cambió de idea. Me dio una palmadita en el
hombro y dijo:

—Duérmete ahora.
Creía, por supuesto, que era el mayor favor que podía hacerme.
Bram encontró a Soldado en primavera, cuando la nieve se fundió.
El caballo se había enganchado una pata en una alambrada y no creo
que viviera mucho aquella noche antes de que el frío lo reclamara.
Bram lo enterró en el prado y estoy segura de que fue él quien puso

aquel pedrusco en el sitio, a modo de lápida. Pero más adelante, aquel
verano, cuando la hierba y la maleza volvieron a crecer, le mencioné
con curiosidad lo de la piedra y pregunté cómo habría llegado hasta
allí. Bram se limitó a mirarme fijamente y a decir que siempre había
estado en el mismo lugar. Después de aquella noche de invierno,
seguimos prácticamente igual que antes. Es lo que pasa. Nada cambia
nunca de golpe, lo sé muy bien, aunque uno a veces desearía que fuera
de otra manera.

76


—Ven a sentarte, mamá. —Es la voz de Doris, en un siseo, y ahora
veo que estoy en la sala de espera del médico, aquí, de pie, mirando
como una tonta la pintura de un río en primavera. ¿Habré hablado en
voz alta? Por mi vida que no lo sé. La sala está llena de ojos curiosos.
Tímidamente, vuelvo al asiento.

—Quería echar una ojeada, nada más. Sólo tiene dos cuadros...
fíjate. Cualquiera creería que a un hombre de su posición le iría un
poco mejor, ¿no te parece?

—Shhh... —Doris parece azorada y no sé si habré hablado más alto
de lo que creía
—. Así es como lo quiere él, mamá. Esos dos cuadros
son muy valiosos, puedes estar segura. La gente ya no cuelga
montones de cuadros.

Se cree que sabe todo lo que hay que saber, esa mujer.
—¿Acaso he dicho yo montones? ¿Lo he dicho? Solamente dije que
dos no eran muchos, nada más.

—De acuerdo, de acuerdo —me susurra—. La gente está
escuchando, mamá.

La gente siempre está escuchando. Creo que lo mejor sería no hacer
caso. Pero no puedo culpar a Doris. Yo le dije exactamente lo mismo a
Bram. «Calla. Calla. ¿No sabes que pueden oírte todos?»

El reverendo Dougall MacCulloch murió repentinamente de un
ataque al corazón y la iglesia presbiteriana de Manawaka tuvo que
conseguir un nuevo pastor. El primer sermón del joven fue largo y
enrevesado, principalmente encaminado a demostrar, con las Escrituras
en la mano, la efímera naturaleza de los placeres terrenales y la
naturaleza duradera de los divinos, que serían garantizados mediante el
trabajo, la prudencia, la fortaleza y la templanza. Bram, inquieto y
sudoroso a mi lado, susurró con voz tan ronca que tuvo que oírse por
lo menos tres bancos delante y tres detrás.

—¿No cerrará nunca el pico el santo cabrón?
Al fondo de la iglesia, sobre el triforio del coro y el órgano, había
escrito en letras azules y doradas: El Señor está en Su Santo Templo -
Que todos guarden silencio en Su presencia. No sé si el Señor estaba
allí aquel día o no, pero quien sí estaba era mi padre, sentado solo en el
banco de la familia. No se volvió ni una vez, por supuesto, pero
cuando Bram soltó su impaciente exabrupto, vi que encogía los
hombros enormes. «Nada que ver conmigo», indicaba su gesto
exculpatorio dirigido a la congregación. Después de aquello no volví a
ir al templo. Prefería la posible condena en algún futuro
consoladoramente lejano a tener que sufrir miradas curiosas o
compasivas.

77



Pero ahora que el tiempo se ha plegado como un abanico de papel,
me pregunto si no debería haber seguido yendo. ¿Y si a Él le importa,
a pesar de todo? Esa duda debería preocuparme más que nada. Pero lo
espantoso es que no puedo quitarme de la cabeza una duda más
apremiante: ¿Sentirá Doris ahora respecto a mí lo mismo que sentí yo
aquel día en la iglesia respecto a Bram? No quiero ni pensarlo.

Me quedaré callada, lo juro, no abriré la boca, asentiré
amablemente, viviré apartada de una vez para siempre. Claro que,
mientras lo juro, sé que es absurdo y que me resulta imposible. No
puedo estarme callada. Nunca he podido.

Al fin me llaman. Doris entra también y habla con el doctor Corby
como si me hubiera dejado en casa.

—Sigue exactamente igual del vientre. No ha tenido más cólicos
biliares, pero el otro día vomitó. Se cae mucho...

Y etcétera etcétera. ¿Es que no se callará nunca? Mi mansedumbre
de hace un momento se evapora. No comprendo a qué viene que
divague de esta forma. ¿Por qué no deja que hable yo con él? ¿Quién
tiene los síntomas, vamos a ver?

El doctor Corby es un individuo de edad madura y el toque gris de
su cabello es tan delicadamente distinguido que parece que haya
pedido al peluquero que se lo haga. Su mirada es penetrante y
mundana tras unas gafas viriles de montura azul marino. Antes de
venir, Doris afirmó que en un día caluroso como hoy yo sudaría y me
mancharía el vestido de seda lila, pero me lo puse de todos modos.

Me alegro de haberlo hecho. Al menos me da un aspecto decoroso.
Nunca he creído que una mujer deba parecer más birria de lo que la
naturaleza la haya hecho.

El doctor Corby se vuelve hacia mí, me dirige una sonrisa falsa,
como si practicara diligentemente todas las mañanas delante del
espejo.

—Muy bien, ¿cómo se encuentra, jovencita?
Oh. Ahora desearía haberme puesto la bata más vieja de algodón, la
que está rasgada debajo de los brazos, y no haberme molestado en
peinarme siquiera. Ojalá tuviese el valor de evocar alguno de los
juramentos de Bram y soltárselo en la cara.

78


En vez de eso, clavo en él una mirada vidriosa e intensa como
bolitas de cristal y guardo silencio. Tiene la gracia de sonrojarse. No
cedo. Le lanzo una mirada airada, como un viejo cuervo malévolo
posado en silencio en una valla dispuesto a graznar y asustar a los
niños cuando menos lo esperen. Ay, cómo me río para mis adentros, sin
embargo.

Entonces, de pronto se vuelven las tornas. Me dice que me desnude
y me ofrece una bata blanca almidonada. Luego sale de la habitación.
¿Quién se molesta en conceder este vestigio de intimidad cuando todo
va a ser sabido y escrutado, hurgado y pinchado, aunque sólo sea un
momento?

—Ya te dije que este vestido era absurdo —refunfuña Doris—.
Es muy difícil sacarlo.
Al fin se consigue y aquí estoy, envuelta en el lienzo blanco;
parezco una tienda de campaña ambulante.

—No me gustan estas cosas. ¡Madre mía! Parezco un adefesio,
¿verdad?

Pero la risa apenas encubre mi vergüenza. Aquí está otra vez el
zalamero descendiente de Hipócrates, con su voz melosa.

—Bien, perfecto. Muy bien, señora Shipley, si se echa en la
camilla... Vamos, deje que la enfermera la ayude. Así. Muy bien.
Ahora, respire hondo.,.

Al fin se acaba, ha dejado de tocarme de esa manera
pretendidamente íntima, pero distante; Doris y la enfermera pueden
dejar de simular que no miran y yo dejo de gruñir como una vaca
estreñida, con repugnancia tan pura como el odio.

—Creo que habrá que hacer unas radiografías —le dice él a Doris—.
Pediré hora. ¿Le va bien el jueves, en principio?

—Sí, sí, por supuesto. ¿Qué radiografías, doctor Corby?
—Creo que estaríamos más seguros haciendo tres. Los riñones, por
supuesto, la vesícula biliar y el estómago. Espero que pueda aguantar
el bario.

—¿Bario? ¿Bario? ¿Qué es eso? —Mi voz estalla como un
forúnculo.

El doctor Corby sonríe.
—Sólo algo que tiene que beber para que puedan hacerle esa
radiografía. Se parece a un batido de leche.

79



El muy mentiroso. Sé que será como veneno.

Cuando volvemos a casa, el autobús va repleto. Una adolescente
con un vestido a rayas blancas y verdes, una joven tierna como acelga
fresca, se levanta y me cede el asiento. Qué amable. Apenas puedo
darle las gracias con un cabeceo, por miedo a que advierta mis
indecorosas lágrimas. Y una vez más me parece una rareza que no

derramara una lágrima por mis hombres muertos y ahora corran por mi
cara dos profundos manantiales salados por una trivialidad como ésta.
No tiene sentido.

Me siento, rígida e inmóvil, sin mirar a derecha ni a izquierda,
como una de esas figuras de yeso blanco que venden en las tiendas de
baratijas.

—Hemos pensado que estaría bien que saliésemos a dar una vuelta
después de la cena
—dice Doris—. ¿Te gustaría?
—¿Adónde?
—Bueno, sólo salir un poco al campo.
Asiento, pero estoy pensando en otra cosa. En realidad estoy
pensando en las cuestiones pendientes. ¡Qué difícil es concentrarse en
los asuntos importantes! Siempre hay algo que interfiere. Nunca he
tenido un momento para mí misma, ése ha sido mi problema. ¿Puede
Dios ser Uno y vigilar? Yo lo veo vestido de inmaculado resplandor,
una chaquetilla blanca y una sonrisa blanca y cremosa como ungüento
de óxido de zinc, clavando su mirada cristalina, cómica y cósmica en
esto y aquello, a Su antojo. O no… Tiene muchas cabezas que discuten
todas a la vez, un comité de debate. Pero no puedo concentrarme,
porque en realidad estoy preguntándome qué será el bario y a qué

sabrá y si me dará náuseas.
—¿Vendrás, entonces? —pregunta Doris.
—¿Qué? ¿Adónde?
—A dar una vuelta en coche. Acabo de decírtelo, pensamos ir a dar
una vuelta después de cenar.

—Sí, sí, claro que iré. ¿Por qué insistes tanto? Ya te dije que iría.
—No, no lo dijiste. Sólo quería asegurarme. Marv odia cambiar de
planes en el último minuto.

—Vamos, por amor de Dios, nadie está cambiando de planes.
¿De qué hablas?

80



Mira por la ventanilla y, creyendo que no la oigo, murmura para sí

—Seguro que a la hora de cenar ya lo habrá olvidado y nos
quedaremos otra vez sin salir.




Después de cenar me meten en el coche y allá vamos. Yo voy en el
asiento de atrás, sola, entre un montón de cojines mullidos, bien sujeta
como un huevo en una caja de embalaje. Me alegra sin embargo salir a
dar una vuelta en coche. Marvin suele estar demasiado cansado
después del trabajo. La tarde es muy agradable, fresca y luminosa.

Las montañas son tan claras, las más próximas afiladas y azules
como ojos o plumas de arrendajo, las más lejanas fundiéndose en un
rosáceo nebuloso, los fantasmas de las montañas.

Todo sería precioso y tranquilo si Doris no chillara todo el tiempo
como un ratón sin resuello. Tiene que explicar las vistas. A lo mejor
cree que estoy ciega.

—¡Madre mía! ¡Qué verde está todo! —dice, como si fuera un
prodigio que los campos no sean rojos y los alisos sean verde mar.
Marvin guarda silencio. Y yo. ¿Quién podría dar una respuesta
sensata?
— Parece que habrá buena cosecha, ¿eh? —continúa. Ha
vivido siempre en la ciudad, y no distinguiría la avena de la cerraja
—.
Oh, mirad las zarzamoras de la cuneta. Habrá toneladas de moras este
año. Tendríamos que venir cuando estén maduras, Marv, y coger para
hacer mermelada.

—Se te meterán las semillas debajo de la dentadura. —No pude
evitar el comentario. Tiene dentadura postiza, mientras que yo,
milagrosamente, todavía conservo mis propios dientes
—. Son mejores
para hacer licor, las moras.

—Para quienes lo usan —dice ella, en tono despectivo.
Siempre habla de «usar», ya sea licor o tabaco, y lo hace en un tono
vagamente obsceno, como si se tratara de papel higiénico o pañuelos
de papel.

Pero enseguida vuelve a su animado comentario.
—Oh, mirad... aquellos becerros negros. ¿A que son preciosos?

81



Si alguna vez les hubiera agarrado la cabeza a medio nacer y los
hubiera ayudado a salir de la madre, podría haberles llamado muchas
cosas, pero seguro que «preciosos» no. Y, sin embargo, es cierto que
siempre sentí cierta ternura por cualquier criatura que se aventurase en
esta vida, por torpe e ignorante que fuera. Lo que me molesta es que le
gusten a ella sin entender en qué consiste lo principal. Pero, ¿por qué
creo que no lo entiende? Ella ha tenido dos hijos, igual que yo.

—Cállate, Doris, ¿puedes? —dice Marvin, y ella se lo queda
mirando con la boca abierta como una platija.

—Vamos, Marvin, no hay motivo para ser grosero.
Por extraño que parezca, me sorprendo poniéndome de su parte, y
no es que ella vaya a agradecérmelo.

Seguimos en silencio y entonces veo la verja de hierro y todavía no
entiendo. ¿Por qué gira ahora Marvin y cruza esta verja abierta?

Las letras de hierro forjado, caprichosas y floreadas adquieren
súbitamente significado ante mis ojos.


CABELLOS PLATEADOS


Echo a un lado mi sudario de cojines y me agarro al respaldo del
asiento. El corazón me late demasiado deprisa, golpea como un pájaro
enloquecido. Procuro calmarlo. Tengo que conseguirlo, he de hacerlo o
se hará daño contra la jaula de huesos. Pero sigue dando bandazos y

revoloteando, frenético por salir.
—¿Adónde vamos, Marvin? ¿Dónde estamos?
—No pasa nada. Sólo vamos...
Tiendo la mano hacia la portezuela, muevo torpemente la
manecilla, intento soltar el seguro.

—No pienso venir aquí. No lo haré... ¿Me oís? Quiero irme.
Ahora mismo, en este instante. ¡Dejadme salir!
—¡Mamá! —Doris me agarra la mano, me hace soltar el metal
brillante y tentador
—. ¿Qué diablos tratas de hacer? Podrías caerte y
matarte.

—¡Pues sí que os importaría mucho a vosotros! Quiero irme a
casa…

82



Apenas soy consciente de las palabras que salen de mi boca. Estoy
muerta de miedo, es la misma sensación que cuando abren la máscara
de éter, cuando la mente clama a los miembros «Retirad ese chisme»,
pero las extremidades están ya sumidas en el letargo, atadas y
perdidas.

¿Pueden obligarme? Si armo alboroto y monto en cólera,
¿se limitarán a pedir a una enfermera musculosa que me sujete, que me
ate con correas? ¿Lo harán, me convertirán en una loca? Me aterroriza
este lugar. Ni siquiera puedo mirar. No me atrevo. ¿Tendrá muros y
ventanas, puertas y armarios igual que una casa? ¿O solamente muros?
¿Es un mausoleo, y yo, la egipcia, momificada con cojines y mi propia
carne, embalsamada viva por algún descuido? Tiene que haber un
error.

—Es ruin, muy ruin de vuestra parte. —Oigo mi repugnante
humillación
—. Ni siquiera tengo ninguna de mis cosas conmigo...
—Vamos, por amor de Dios —dice Marvin, en tono dolido y
exculpatorio
—. No pensarás que te traemos aquí para que te quedes,
¿verdad? Sólo queremos que eches una ojeada al lugar, mamá, eso es
todo. Tendríamos que habértelo explicado. Ya te lo dije, Doris, habría
sido mejor que se lo explicáramos.

—Es verdad —se defiende ella—. Toda la culpa es mía.
Sencillamente creí que si se lo decíamos, se negaría incluso a venir a
verlo. Y lo que es más, sabes muy bien que es así.

—La encargada dijo que podíamos venir a tomar una taza de té
—dice Marvin por encima del hombro, en mi dirección—. Echar una
ojeada, ya sabes. Ver el lugar y comprobar qué te parecía. Hay muchas
personas como tú, nos dijo, que se ponen nerviosísimas hasta que
comprueban lo agradable que es...

Hay tal esperanza desesperada en su voz que me quedo muda.
Y precisamente ahora se me ocurre volver a pensar en mi casa. ¿Habrá
llegado a considerarla suya, por derecho de ocupación? ¿Puede ser
realmente suya? Ha pintado las habitaciones una y otra vez, es cierto, y
reparado la chimenea, construido la galería posterior y sabe Dios qué

más. ¿La habrá adquirido, sin saberlo yo, con la sigilosa moneda del
tiempo y el trabajo? Imposible. No lo aprobaré. De todos modos,
persiste la duda.

83


La encargada es una mujer fornida, de unos sesenta años, diría yo,
ataviada con un uniforme azul y profesionalmente benevolente. Tiene
ese aire de competencia abrumadora que siempre aterroriza, pero
advierto unos pelillos negros que le brotan como astillas del mentón,
por lo que sin duda, tiene sus propios problemas: abandonada

hace tiempo, probablemente, por algún hombre apocado que temía que
lo devorara. Tal vez se deba a que mentalmente la desprecio, pero me
siento bastante bien dispuesta hacia ella, de una forma distante, hasta
que me coge del brazo y me guía como alguien puede hacerlo con un
borracho o un perro.

Surcamos con presteza un corredor de linóleo marrón, doblamos
una esquina, nos rezagamos mientras abre una puerta de par en par,
como si fuera a enseñarnos el tesoro de un potentado persa.

—Éste es nuestro salón principal —anuncia—. Muy cómodo,
¿no les parece? Ahora que las tardes son buenas, hay poca gente, pero
ya verán en invierno. A nuestros ancianos les encanta reunirse aquí,
alrededor de la chimenea. A veces tostamos melcocha.

Ya le daría yo a ella melcocha, la muy falsa. No miraré una cosa, ni
una sola, en la gira organizada por esta pirámide. Soy ciega. Y sorda.
Bueno, he cerrado los ojos. Pero los traidores se abren un poco a mi
pesar y veo alrededor de la gran chimenea, aquí y allá, en sillones más
grandes que ellas, a varias ancianas menudas, de cabezas blancas y

frágiles como dientes de león granados.
Seguimos laboriosamente.
—Este es el comedor —dice la encargada—. Espacioso, ¿no les
parece? Muy luminoso y alegre. Hay luz hasta muy tarde, en verano
hasta bien pasadas las nueve. Las mesas son de roble macizo.

—Verdaderamente es precioso —dice Doris—. Lo es realmente,
¿no crees, mamá?
—Nunca me han gustado los cuarteles —contesto. Pero enseguida
me avergüenzo. Solía enorgullecerme de mis modales. ¿Cómo he
descendido a este gruñido?
— Los paños emplomados son bonitos
—comento, a modo de disculpa reacia.
—¿Verdad que sí? —La encargada aprovecha el comentario—.
Son muy recientes. Teníamos cristales de colores. Pero a los ancianos
no les gustan las ventanas de colores, ¿saben? Les gusta lo más
tradicional. Así que instalamos éstos.
—Se vuelve a Doris en un aparte
y le dice
—: Le aseguro que costaron un ojo de la cara.

84


Ahora lamento haberlos alabado. Esto me coloca con el rebaño,

¿no es así? Viejas ovejas unánimes.
—Hay habitaciones dobles y sencillas —dice la encargada, mientras
subimos las escaleras sin alfombrar
—. Naturalmente, las sencillas son
un poco más caras.

—Sí, claro —aprueba Doris, reverente.
Las pequeñas celdas parecen deshabitadas y huelen a creosota.
Una cama de hierro, un tocador, una de esas colchas de tela barata que
venden por correo.

Bajamos, la encargada y Doris cotorrean en tono tranquilizador.
Marvin no ha abierto la boca en todo el rato. Ahora se deja oír.

—Me gustaría hablar un momento con usted en su despacho, si le
parece bien.

—Por supuesto. ¿Querría la señora Shipley, la madre, quiero decir,
tomar una taza de té en la galería mientras nosotros hablamos aquí
dentro? Estoy segura de que le agradará conocer a algunos de nuestros
ancianos.

—Oh, muchas gracias, sería muy agradable, ¿verdad, mamá?
—dice Doris.
Me miran expectantes, suponiendo que me encantará conversar con
extraños sólo porque da la casualidad de que son viejos. Estoy
cansada. ¿A qué discutir? Asiento una y otra vez. Aceptaré lo que sea.
Como dos gallinas con un solo gallo, me acompañan a una butaca. Me
plantan en la mano una taza de té. Sabe a cicuta. Claro que aunque no

fuera así me lo habría parecido. Doris tiene razón. Soy irracional.
¿Quién podría congeniar conmigo? No me extraña que quieran
meterme aquí. Con remordimiento, me obligo a tragar el té caliente,
vaciando la taza hasta las heces. No sirve de nada. Sencillamente me
hace eructar.

La galería está sombreada. Han bajado los toldos y ahora, al
atardecer, tiene esa atmósfera malsana de acuario que solía respirarse
en las casas de la llanura en pleno verano, cuando se bajaban todas las
persianas por el sol.

Una enfermera joven y pechugona abre de golpe la puerta, cabecea
sin verme, cruza la galería, sale y baja las escaleras. Estar sola en un
lugar extraño, la mirada ciega de las enfermeras, el descenso del calor
del día, todo me trae a la mente la primera vez que estuve en un
hospital, cuando nació Marvin.

85



El hospital de Manawaka era nuevo entonces y el doctor Tappen estaba
deseando exhibir las brillantes paredes esmaltadas, las blancas camas
de metal, hasta el espantoso olor a éter y a desinfectante.

Yo habría preferido dar a luz en casa, como una gata en un rincón,
que se lame después de parir y sin que nadie se pregunte quién ha sido
el gato. Creía que no habría después, de todas formas. Estaba
convencida de que sería mi final.

Bram me llevó al pueblo. Yo debería haber sabido que no giraría al
llegar a la iglesia anglicana e iría por una calle lateral. De eso nada. Él
tenía que llevar la calesa por toda la calle mayor abajo, desde la tienda
de ropa femenina de Simlow hasta el Banco de Montreal y agitar las
riendas a Charlie Bean, el mestizo que trabajaba en las cuadras de

Doherty, que estaba sentado en la escalera del hotel Queen Victoria,
junto a las macetas de cemento en las que crecían aquellos geranios
polvorientos.

—¿Qué apuestas a que es un chico, Charlie?
De pronto, vi a Lottie Drieser, primorosa como un pañuelo de
encaje, que se había casado con Telford Simmons, el del banco.
Cruzaba la calle a pie y miraba con insistencia, pero, desde luego, no
saludó.

Cuando llegamos al hospital le dije a Bram que se fuera.
—No estás asustada, Hagat, ¿verdad? —dijo, como si semejante
posibilidad acabara de ocurrírsele.

Me limité a sacudir la cabeza. No podía hablar, ni comunicarme con
él de ninguna forma. ¿Qué podía decirle? ¿Que no quería hijos?

¿Que creía que iba a morirme y deseaba hacerlo, y al mismo tiempo
rezaba para que no ocurriera? ¿Que el hijo que él deseaba no sería mío,
sino únicamente suyo? ¿Que había absorbido mi secreto placer de su
piel pero que no pensaba pasear por las calles de Manawaka a plena
luz del día con un hijo de él?

—De verdad espero que sea niño —dijo.
Por mi vida que no era capaz de entender qué podía importarle una
cosa u otra, a menos que fuese para que lo ayudara en el campo,
aunque como él sólo trabajaba a trompicones, hasta un empleado sin
paga serviría de muy poco.

—¿Por qué te gustaría que fuera niño? —pregunté.

86



Bram me miró con incredulidad, como si no pudiera entender que
no lo supiera.

—Sería alguien a quien dejar la granja —dijo.
Entonces comprendí, asombrada, que deseaba su dinastía tanto
como mi padre. En aquel momento, en que Bram y yo pudimos haber
unido nuestras manos y desearnos lo mejor, el pensamiento dominante
en mi mente era: «Qué hombre más descarado».

Me pregunto dónde estaría yo ahora si Marvin no hubiera nacido
vivo aquel día. Habría visitado un asilo de ancianos antes, supongo. Es
un idea.




Se me acerca furtivamente una persona diminuta envuelta en un chal
de algodón rosa, estampado de resedas y salpicado de evidencias de
pasadas comidas. ¿Qué quiere de mí este viejísimo cuerpo? ¿Debo
hablar con ella? No nos han presentado. Me tomaría por una
desvergonzada.

Cruza la galería flotando, se toquetea el cabello con una garra
amarilla como pie de milano, empuja un mechón descarriado bajo la
red de rayón azul que le cubre la cabeza. Entonces habla, confiada.

—Hoy la señora Thorlakson tampoco baja a cenar. Ya son dos veces
seguidas. He visto a la enfermera rubia llevarle la cena en una bandeja.
Nunca toma natillas, como los demás. Ella toma un pastelillo.

¿Usted lo entiende?
—A lo mejor no se sentía bien —sugiero.
—¡Ella! —resopla la vieja borla rosada—. Siempre se siente mal,
o eso es lo que dice. Le encanta que le lleven la cena a la cama, ni más
ni menos. Nos sobrevivirá a todos, ya lo verá.

No se me ocurre nada que me apeteciera menos ver. Así que esto es
lo que uno puede esperar en un sitio así. Desvío la vista, pero no se
deja intimidar.

—La última vez le dieron helado y a los demás gelatina de limón.
No sólo eso..., ¿sabe esas obleas de helado, las finas, como las que
usan para los cucuruchos y glaseadas entre las capas? Bueno, pues le
dieron dos. Dos. Imagínese. Yo lo vi.

87



Qué mujer más vulgar, la verdad. ¿No pensará más que en el
estómago? Es repugnante. ¿Cómo conseguiré que se marche?

Me ahorran la molestia. Se acerca otra persona y la pequeña glotona
se va corriendo, mientras susurra una advertencia por encima del
hombro.

—Ésa es la señora Steiner. Cuando empieza con las fotografías no
hay forma de que pare.

La nueva se acerca y me examina, pero sin descortesía. Es una
mujer de constitución fuerte y que en tiempos debió de ser bastante
guapa. Me cae bien a primera vista, aunque la verdad es que no tengo
ganas de que me caiga bien nadie aquí. Siempre he sido terminante
respecto a la gente. Las personas me gustan o no me gustan desde el

principio mismo. Las únicas de las que siempre he dudado han sido las
más próximas. Quizá las mira uno demasiado. Es más fácil juzgar a los
extraños.

—Veo que ha estado hablando con la señorita Tymwhitt —me
dice—. ¿Quién le ha tomado la delantera esta vez, si es que puedo
preguntarlo?

—¿Es siempre así, entonces?
—Todos los días, de la mañana a la noche. En fin, es su modo de
ser. ¿Quién puede juzgar? Cuidó a una madre anciana y ahora es
anciana ella. Así que... que hable. Tal vez le haga bien, ¿quién sabe?
¿Es nueva?

—No, no. Yo no vivo aquí. Mi hijo y mi nuera me han traído a ver
esto. Pero no me quedaré.

La señora Steiner lanza un suspiro y se sienta a mi lado.
—Eso mismo dije yo. Exactamente lo mismo. —Ve mi expresión y
se apresura a añadir
—: No me malinterprete. Nadie llegó a decir
«Mamá, tienes que ir ahí». Oh no, nada de eso. Pero Ben y Esther no
podían tenerme en aquel apartamento suyo... tan pequeño que creías
que te habías metido en el armario de las escobas por error. Antes viví
con Rita y su marido y fue bien mientras sólo tenían a Moishe, pero
cuando nació la niña, faltaba espacio. Aquí están Moishe y Lynne,
mire... Él es el vivo retrato de su abuelo, mi difunto esposo, los
mismos ojos oscuros. Y listo. El diablillo más listo que haya visto en
su vida. Mire a Lynne. Una muñequita, ¿a que sí? Una verdadera
muñequita. El cabello rizado es natural.

88



Alza las fotografías y las miro. Dos niños normales y corrientes
jugando en un columpio.

—Así que le dije a Rita: «Muy bien, las cosas son como son. Qué
va uno a hacer, ¿maldecir a Dios porque no te ha dado un millón de
dólares para construirte una mansión de cuarenta dormitorios?» El día
que me trajeron aquí Rita lloró, un auténtico chaparrón. «No puedo
dejar que te marches, mamá», me dijo. Tuve que tranquilizarla como a

un bebé. Hasta Esther lloró, aunque he de admitir que ella tuvo que
esforzarse. Estuve a punto de decide que en las películas lo hacen con
glicerina, pero por qué iba a molestar. Ella cree que tiene que llorar,
por Ben, sabe Dios por qué. Es una muchacha atractiva, esa Esther,
aunque dura, no es como mi hija Rita. Así que... hace dos años que
estoy aquí. Rita me lleva al pueblo cada quince días a arreglarme el
pelo, Siempre dice: «Mamá, sé que lo último que querrías descuidar es
tu pelo».

—Es una suerte tener una hija —digo yo, entrecerrando los ojos y
recostándome en el asiento.

—Es muy diferente —conviene ella—. ¿Usted tiene...?
—Dos hijos. —Entonces caigo en la cuenta de lo que he dicho—.
Quiero decir que tuve dos. Uno murió... en la última guerra.
Sumida en la densa oscuridad, me pregunto por qué habré dicho
eso, máxime cuando no es cierto.

La señora Steiner lanza un suspiro compasivo, discreta pese a ser
tan charlatana.

—Una lástima —dice al fin—. Una gran lástima.
—Sí. —En eso estoy de acuerdo.
—Bueno, al fin y al cabo esto no es tan malo —dice.
—¿Se... —vacilo— ... se acostumbra uno a un sitio así?
Ahora se echa a reír, una risa breve y amarga que reconozco y
entiendo de inmediato.

—¿Se acostumbra uno a la vida? —dice—. ¿Puede decírmelo?
Todo te pilla de sorpresa. Tienes el primer periodo y te asombras: «Ya
puedo tener hijos, ¡hay que ver!» Cuando llegan los hijos piensas:
«¿Será mío? ¿Ha salido de mí? ¡Parece imposible!» Cuando ya no
puedes tener más, es un golpe: «Se acabó..., ¿tan pronto?»

La miro fijamente, sorprendida de que sepa tanto.

89




—Tiene razón. Yo nunca me acostumbré por completo a nada.
—Vaya, usted y yo nos llevaríamos muy bien —dice la señora
Steiner
—. Espero que la veamos por aquí.
Advierto entonces como he sido inducida y engañada. Seguro que
no era su intención. No la culpo. Lo único que sé es que tengo que salir
de aquí ahora mismo, inmediatamente, sin demora.

—No me verá aquí —digo bruscamente—. Oh, no pretendo ser
grosera. Pero no me verá venir aquí a quedarme.

Se encoge de hombros.
—¿Adónde irá? ¿Tiene algún sitio al que ir?
Me levanto, frenética por salir de aquí.
—Adiós. Adiós. Debo irme.
—Adiós —dice la señora Steiner plácidamente—. La acompañaré.
La puerta de tela metálica da un golpe detrás mío. Bajo las
escaleras, deseando que las piernas no me fallen. Agarro la barandilla
con ambas manos, tanteando el camino, comprobando cada peldaño
con cautela como alguien que vadea un mar helado.

Se ha hecho de noche y caigo en la cuenta de que en realidad no sé
a dónde voy. Es como si me guiaran y por el momento me alegra
seguir mis pies, convencida de que me llevan a algún sitio.

Delante de mí veo surgir de entre las sombras un pequeño cenador.
Ahora estoy dotada de visión como un gato vagabundo y advierto que
la oscuridad no es total. Parece una cabaña de troncos toscamente
cortados y techado desigual, tal vez de tablones de cedro. Una especie
de santuario, me parece. Veo en el interior un banco en el que podré

descansar. Pero al disponerme a entrar, advierto un indicio de
movimiento en el interior, un temblor momentáneo como un suspiro
leve. Miro y veo a un hombre sentado. Él no me ha visto, porque tiene
la cabeza baja. Sujeta en las manos un palo tallado o un bastón al que
da vueltas y vueltas. Tiene la mirada clavada en el pequeño surco que
hace el palo en el suelo de tierra. Gira una y otra vez, lentamente,
siempre en el mismo lugar, dejando la marca, hundiéndose.

Así que hay hombres también en este lugar, además de mujeres.
Éste tiene los hombros muy anchos y su cabello parece desgreñado.
Aunque no le veo la cata, sí que tiene barba. Oh…

90


Me resulta tan familiar que no puedo moverme ni hablar ni respirar.
¿Cómo ha llegado aquí, de qué forma misteriosa? ¿O acaso habré
llegado yo al lugar al que él fue primero? Es éste un lugar extraño, sin
duda, oscuro y luminoso, los árboles nos rodean como brazos en la
oscuridad protectora. Si le hablara, despacio para no sobresaltarlo, ¿se
volvería hacia mí con una expresión de reconocimiento que casi no me
atrevo a esperar, y pronunciaría mi nombre?

Y entonces levanta la cabeza. Le veo la cara. Es delicada como una
taza de porcelana china, blanca, la piel tensa y fina sobre sus rasgos
desconocidos. Su barba parece raída y rala.

Sencillamente, estoy en un cenador de un jardín grande, yo y este
hombre, quienquiera que sea. La oscuridad es tramposa. Estúpida.
Estúpida. Gracias a Dios que no abrí la boca. Suena una campana, no
el melodioso hierro de las campanas de iglesia que recuerdo, sino un
zumbido agudo, una llamada estridente e imperiosa.

—El toque de queda —susurra el anciano con voz lenta, oxidada por
falta de uso
—. Hora de irse.
Cuando sale, oigo a Doris llamándome.
—¡Mamá! ¿Dónde estás?
Parece asustada. Idiota... ¿qué creerá que estoy haciendo,
escaparme? Una estrofa que cantaban los niños con la música de
Canción del prisionero:


Si tuviera alas de ángel

O incluso alas de grajo
Volaría hasta la torre
Y escupiría a los de abajo.


—Estoy aquí, estoy aquí. No grites de ese modo.
Llega corriendo.
—Santo cielo, qué susto nos has dado. No sabíamos… Pero,
¿qué pasa? No estás llorando, ¿verdad?
—Pues claro que no. No pasa nada. Me gustaría irme a casa ahora,
si no os importa. Sólo quiero que me llevéis a casa.

—Claro, por supuesto —dice ella, como si fuera una conclusión
lógica
—. Es a donde vamos a ir. Ven.
Me lleva al coche y regresamos, de vuelta por la carretera, de vuelta
a la casa de Marvin y Doris.

91







Cuatro










Tengo la impresión de que hemos tardado siglos en hacer estas
radiografías. Siempre hay que esperar muchísimo en los pasillos
subterráneos del hospital, las entrañas del edificio; no hay ventanas y
los fluorescentes del techo están siempre encendidos. Nos sentamos en
sillas rectas y duras. A veces pasa una mujer de expresión preocupada

y bata azul con un carrito y nos pone una taza de café tibio en las
manos. Doris lee atentamente las revistas, pasando deprisa las hojas,
mojándose los dedos con la lengua, pasando hoja con un chasquido:
lametazo, chasquido, lametazo, chasquido. No puede estarse sentada
quieta en silencio un instante, esa mujer. Parece una mosca. Tengo la
impresión de permanecer sentada sin decir palabra, tranquilamente, en
este asiento incómodo hasta que Doris se vuelve hacia mí con la frente
levemente fruncida.

—Procura sentarte en silencio, mamá. Cuanto más impaciente te
pongas, más largo se te hará. Pronto será tu turno.

—¿Cuál me harán hoy, Doris? ¿Qué radiografía van a hacerme hoy?
—Ya te lo dije, de estómago. Hoy es la de estómago.
—Ah, sí. —Pero en realidad tanto da. Hoy estómago, ayer hígado,
anteayer riñones. ¿Quién diría que una persona tiene tantos órganos
vitales? A mí me parece una impertinencia que estos médicos
descubran y escruten mis vísceras.

92




—Señora Shipley. ¿Está aquí la señora Shipley, por favor?
Nos levantamos y seguimos la voz y el brazo indicador.
—Quédate aquí, Doris. Déjame en paz. Puedo arreglármelas
perfectamente sola.

—No, creo que sería mejor...
Afortunadamente, sale la encargada a darnos prisa, me toma del
brazo, me guía como si fuera un coche e indica amablemente a Doris
que espere. Doris vuelve a coger la revista, con gesto aliviado y
contrariado.

¿Qué clase de mazmorra será ésta y qué me ocurrirá en ella? Me
ponen en una camilla, como las otras veces, sólo que ahora las luces
están apagadas y yo casi estoy cayéndome, cayendo en la oscuridad
como sólo se cae en un sueño profundo.

—¿Qué están haciendo? ¿Qué pasa ahora?
—Relájese, señora Shipley. Vamos a inclinarla hacia adelante, así,
hasta que esté casi en posición vertical, ¿lo ve?

—No, no lo veo. No veo absolutamente nada. Si lo que quieren es
eso, ¿por qué no me piden sin más que me incorpore?

Una risilla apagada de la enfermera de voz melosa y ahora mi
indignación casi borra del todo mi recelo. ¡Será descarada! Tendría que
probar que la inclinaran a ella como si fuera una bandeja de té a ver
qué le parecía. No se oirían risitas, seguro. Tal como es, echaría abajo
el lugar a voces.

El mecanismo se detiene. No me he caído, pese a todo. La
encargada me pone algo en la mano... un vaso, con una palita doblada.

—Beba hasta que crea que ya no puede más. —Una voz masculina,
trata de tranquilizarme.

—¿Qué es...? ¿Qué es este mejunje?
—Bario —dice el médico invisible, con cierta brusquedad—.
Bébalo, señora Shipley... tenemos que empezar.

Bario... Alguien me ha dicho algo al respecto, estoy segura, ¿pero
qué? Tomo un sorbo. Es espeso y glutinoso, como tiza con aceite.

Me da una arcada y entonces recuerdo lo que dijo el otro médico.
Me obligo a tragarlo. Si al menos tuviera con quien hablar... ¿Serán
humanos, los que me rodean, ocultos en la oscuridad?

93




—Mi médico... el doctor Tappen... no, no, me refiero al otro, al que
voy ahora... juró que este mejunje sabía a batido de leche.
—Lo digo
sólo como una broma, esperando que hablen, se expliquen, digan algo.
Pero lo he echado todo a perder. Mi voz, temblona, quejosa, se quiebra
y se desvanece.

—Y es verdad —dice la presencia radiográfica, en tono cansino y
abstracto. Luego, un impaciente chorro de palabras
—. Beba un poco
más, por favor.

Ahora se me ocurre que el abismo infernal podría ser parecido a
esto. No es la oscuridad de la noche, ya que a eso pueden
acostumbrarse los ojos. Aquí me rodea una oscuridad distinta,
absoluta, no el color negro, que puede verse, sino la ausencia total de
luz. Eso es el infierno exactamente, y al menos en eso Roma tiene toda
la razón.

Veo puntos rojos y verdes que aparecen y desaparecen, pero más
que luces parecen ilustraciones de la oscuridad, o algo así. Me ciegan
momentáneamente sin iluminar nada. Hay voces, sin embargo, y eso
debe de querer decir que hay gente a mi lado, aunque me da la
impresión de que sólo existen las voces, las cuerdas vocales
descarnadas, que farfullan y maquinan en algún sitio en medio del aire

oscuro de esta cámara. La atmósfera es fresca y cargada y me parece
que me han tenido aquí guardada mucho tiempo. Quizá cuando me
dejen en libertad, expuesta al viento y el sol, me desintegre como las
flores que se encontraron en la tumba de Tutankamón, que se
pulverizaron cuando al abrirla entró el aire.

Vuelvo a tomar un sorbo y me obligo a tragar. Una y otra vez, hasta
que empiezo a sentir náuseas.

—No puedo... no puedo...
—Déjelo, entonces. Quizá ya sea suficiente.
—Voy a devolver. Oh...
—Procure retenerlo —dice el radiólogo, sereno como Lucifer—.
Si no lo hace, tendrá que tomarlo otra vez. Y eso no le gustaría mucho,
¿verdad?

Los ojos dejan de lagrimearme y la furia abre mi garganta
constreñida.

—¿Le gustaría a usted? —grito.

94




—No, no, por supuesto.
—Bueno, entonces, ¿por qué me pregunta si me gustaría, por amor
de Dios?

De la penumbra infinita llega, inesperadamente, un suspiro.
—Nosotros simplemente hacemos todo lo posible, señora Shipley
—dice el médico.
Y ahora comprendo que es verdad, y que es humano y que trabaja
demasiado, sin duda, y que yo soy complicada, y..., ¿a quién hay que
culpar de todo ello?

—Yo lo único que deseo es que dejen en paz mi estómago o lo que
sea
—digo, más para mí misma que dirigiéndome a él—. No veo que
importe mucho lo que le pase. Lleva casi un siglo digiriendo. Quizá
esté cansado..., ¿a quién le extrañaría?

—Lo sé —dice él—. Uno lo piensa, a veces.
Su afabilidad es tan súbita que produce el efecto contrario al
deseado, y ahora me veo despojada incluso de aguante y sólo puedo
permanecer aquí en silencio, esperando que hagan conmigo lo que
quieran.

He esperado de la misma forma que las cosas mejoraran o
empeoraran una y otra y otra vez. Debería estar acostumbrada. En la
casa de Shipley esperé tantos años… que casi he perdido la cuenta.

Ni siquiera sé lo que esperaba, excepto que creía que tenía que ocurrir
algo distinto… que esto no podía ser todo. El trabajo ocupaba todo el

tiempo. Trabajaba como una mula de carga, diciéndome: «Al menos
nadie podrá decir que no tenía la casa limpia». Limpiaba el fogón hasta
que relucía como un par de botas recién embetunadas y limpiaba el
suelo de la cocina por muchas veces al día que lo ensuciaran de barro,
aguanieve o polvo, según la temporada. Nunca hubo en mi casa una

sola bombilla que tuviese el cristal ahumado ni una cacerola sin fregar
ni un círculo de grasa en mi sartén ni una mancha en los brazos de mis
hijos. Cuando Marvin fue lo bastante mayor para llenar la leñera de la
cocina, le enseñé a recoger todas las astillas y trocitos de corteza que
se le caían por el camino. Era un chiquillo serio y laborioso y parecía
entregarse a los quehaceres con naturalidad. Pero cuando terminaba,
andaba por la cocina y tropezaba con él todo el rato hasta que me
sacaba de quicio.

95




—Ya he acabado las tareas —decía. Nunca fue muy hablador, ni
siquiera de niño.

—Ya lo veo. Tengo ojos en la cara. Ve fuera ahora, Marvin, por lo
que más quieras, antes de que tropiece contigo. Ve a ver si tu padre
necesita ayuda.

—¿He llenado demasiado la leñera?
—No, no, ya está bien. Anda, márchate, Marvin, ¿cuántas veces voy
a tener que decírtelo?

—No miraste para ver —decía él—. Traje a esos trozos grandes del
nuevo montón de leña.

—Muy bien, muy bien, ya miro..., ¿contento? Vamos, ¿está bien?
Ahora, por favor, Marvin... tengo que preparar la comida. Y por lo que
más quieras, di «esos» trozos, no «a esos».

Cuando se hizo mayor, ya no estorbaba tanto, porque pasaba más
tiempo fuera con Bram y luego iba a la escuela, y me parecía que sólo
lo veía en verano y la hora que pasaba haciendo los deberes en la mesa
de la cocina mientras yo cosía y Bram, para enriquecer su mente, leía
el catálogo de Eaton. Pero muchas veces ya era de noche cuando

Marvin decía «He acabado los deberes», y se quedaba en la puerta de
la cocina hasta que tenía que mandarle entrar y cerrarla, por el viento
en invierno y por las moscas en verano.

Muchos granjeros de la región se mataban a trabajar. Bram no.
Bueno, él podía trabajar muy bien, y cuando lo hacía trabajaba
furiosamente; volvía a la hora de cenar y olía a sudor y a sol. Pero
luego llegaba el momento en que recordaba el Wachakwa turbio, la
suave hierba de las orillas y se iba como el tonto Simón a pescar
ballenas, tal vez, en metro y medio de agua de río.

Normalmente conseguía atenerse a la disciplina durante la cosecha,
mientras los jornaleros estaban allí. Casi todos eran mestizos de la
montaña o vagabundos y no entiendo por qué le importaba lo que
pensaran de él; pero le importaba. En diez años, había cambiado: la
sonrisa había desaparecido de su rostro, sustituida por una prenda

más raída. Cuando los jornaleros estaban allí, solía presumir de la
granja y de lo que pensaba hacer con ella. Oyéndole hablar, cualquiera
habría pensado que antes de que pasara otro año iban a levantarse
milagrosamente enormes graneros nuevos, como Jesús de la tumba.

96


Que los cobertizos de herramientas brotarían como ranúnculos. Que
las cercas sacudirían sus viejos hombros y se enderezarían por arte de
magia. Que aparecerían numerosos silos como hongos. Los hombres
de nariz aguileña escuchaban y de tanto en tanto, soltaban su risa
bronca, hacían muecas lentas y decían: «Claro, por supuesto». Y
miraban de reojo por la ventana el granero desvencijado, que cada año
se hundía un poco más en el blando mantillo de estiércol; la alambrada
del gallinero que se ondulaba, fruncida como unos bombachos sin
elástico; el retrete ladeado como una parodia infantil de la torre
inclinada. Aquel maldito retrete era lo que más me fastidiaba. Siempre
me pareció tan ridículo...

La cocina era inmensa, y el viejo fogón era del tamaño de un horno.
Cubría la mesa un hule, en tiempos a cuadros azules y blancos, que los
sucesivos lavados, primero de Clara y luego míos, habían borrado. El
palanganero estaba al lado (se lavaban todos en la misma agua y no se
les ocurría vaciar el aguamanil), y cuando al servir la comida veía la
espuma grisácea, se me quitaba el apetito. Antes de sentarme a comer
repartía los platos y les servía a todos. Veía cómo devoraban las patatas
fritas y el pastel de manzana del desayuno sin preguntarme jamás
cómo me sentía yo, Hagar Currie, sirviendo a un montón de
campesinos, vagabundos y galitzianos. Pero cuando oía a Bram contar
sus patrañas, se me revolvía el estómago como nunca, no por lo que
decía, sino por convertirse en el hazmerreír de todos.

Aquella cocina nunca tuvo agua corriente, aunque no habría costado
mucho instalar una bomba debajo del depósito de agua de lluvia. Ni
fregadero tampoco. Cualquiera diría que Bram podía haber colocado
uno u otro, pero no. Después de la cosecha no le veía el pelo durante
semanas. Se iba a cazar patos a las marismas o a beber con Charlie
Bean en algún tugurio de la zona pobre. Volvían juntos vociferando los
dos, cantando, en plena noche.


¡Mi amada Nelly Grey, que te llevaron, hey!...


Iban directamente al granero, porque sabían que yo no les recibiría
muy bien. Solía preguntarme quién le habría visto en el pueblo y qué
habría hecho. Era imposible que hiciera todo lo que yo imaginaba con
gran lujo de detalles. A veces me enteraba de las cosas y a veces era
tan atroz como había supuesto.

97




—La poli ha reprendido a papi —me dijo Marvin una vez.
—¿Por qué? ¿Puede saberse por qué?
Y Marvin, que tenía entonces ocho o nueve años, me lo explicó con
una risa nerviosa, poco a poco.

—Dijo que metería a papá en chirona si volvía a hacerlo.
—Si volvía a hacer qué, por amor de Dios.
—Aliviarse... es lo que dijo el poli... en la escalera del Almacén
Currie.

Cómo puse a Bram aquella noche; lo llamé de todo.
—Maldita sea —se lamentó, a la defensiva—. Era muy de noche,
Hagar, y no había nadie por los alrededores.

—En las escaleras de la tienda de mi padre... eso no fue casualidad.
¿Quién te vio?

—¿Cómo diablos voy a saberlo? Nunca lo hago para un público.
Déjalo ya, Hagar, ¿quieres? ¡Se acabó! Lo siento. Vamos, ¿satisfecha?

—Crees que con decir que lo sientes lo arreglas todo. Bien, pues no
es así.

—Por los clavos de Cristo, mujer, ¿qué diablos quieres que haga?
¿Ponerme de rodillas?

—Sólo quiero que te comportes de forma distinta.
—Vaya, quizá también a mí me gustaría que tú fueras distinta.
—Yo no me deshonro.
—¡Por Cristo que no, tú eres respetable! Lo reconozco.
Veinticuatro años, en total, fueron arrastrados como bancos de arena
por la riada de nuestras riñas y discusiones.

Pero cuando por la noche él volvía hacia mí su vientre peludo y sus
muslos poblados de vello negro, yo permanecía en silencio pero
anhelante, y él podía deslizarse y nadar como una anguila en un
estanque oscuro. A veces, si habíamos discutido durante el día, él decía
que lo lamentaba, que lamentaba molestarme, que lamentaba su forma
de hablar, y que se sentía como si tuviera una enfermedad, algo que lo
apartaba de las personas educadas.

Bram, escucha…
Oigo un clic y de repente me veo rodeada de una luminosidad
deslumbrante. Creo que debo de estar desnuda, descubierta hasta los
sesos. ¿Qué pasa? ¿Dónde?

98




—Hemos terminado las radiografías —me informa el médico—.
Puede marcharse.

Ahora recuerdo. No es el corazón ni el alma lo que me están
examinando, sino el estómago. Este médico parece buena persona,
todo lo contrario de como lo había imaginado. Doris está en la puerta,
asintiendo con expresión muy seria mientras la enfermera le da
instrucciones.

—Que esta noche tome un laxante. El bario suele ser astringente.
—Cuándo estarán las...
—Enviaremos los resultados al doctor Corby. Él se pondrá en
contacto con ustedes.

—Muy bien, gracias —dice Doris con voz sincera, rogando sin duda
para que las fotografías de mi interior revelen la presencia de alguna
enfermedad incurable, preferiblemente contagiosa, y que el doctor
Corby diga: «A la clínica, sin demora».




Pero cuando llega el informe del médico, los dos se muestran muy
reservados, casi furtivos, y me observan de soslayo. Incluso Marvin,
habitualmente tan prosaico, se muestra muy vago.

—El médico dice que necesitas atención profesional, mamá.
Cree que la clínica sería el mejor lugar, por el momento.
—¿Por el momento? ¿Y después? ¿Ha dicho si podría volver a casa
después?

—Bueno, no. No concretamente...
—¿Y qué dice concretamente, Marvin? ¿Qué es lo que me pasa?
¿Qué es? ¿Qué me estáis ocultando?

Saca una cerveza de la nevera y se la sirve con parsimonia teatral.
Es lentísimo a la hora de pensar, Marvin. Siempre ha sido incapaz de
improvisar una excusa sobre la marcha, al contrario que John.

Y cuando finalmente la consigue, sin duda la considera genial.
—Bueno, en realidad no te pasa nada, orgánicamente hablando
—dice, satisfecho de ese término impresionante—. El doctor Corby
cree que allí contarías con la atención adecuada, eso es todo.

—Marvin, dime qué me pasa.

99



—Poca cosa, supongo —dice entre dientes—. Estás envejeciendo,
sencillamente.

—No necesitaba gastarme una fortuna en médicos para que dijeran
eso. Hay algo más... lo sé.

Digo esto con convencimiento, angustiada, crispada. Algo me
amenaza, algo desconocido y oculto, que acecha dispuesto a saltar,
como la criatura que de pequeña creía que vivía en el armario de mi
habitación, ése que nunca se usaba y que estaba siempre cerrado. Yo
solía permanecer en la cama imaginando que aquel ser era una especie
de anaconda enroscada cubierta de légamo, con un remedo de cabeza
humana, ojos de rubí y sonrisa de suficiencia. Al fin me convencí de
que tenía que abrir la puerta, lo hice y encontré un montón de zapatos
de botones blancos de mi madre y un orinal desportillado lleno de
arañas diminutas y furiosas. Siempre es mejor saber, pero resulta
inquietante. En este momento no sé si de verdad quiero abrir esta
puerta. Quiero y no quiero. Quizá el descubrimiento sea más espantoso
incluso de lo que uno imagina.

Entretanto, Doris ha considerado que le corresponde apoyar a
Marvin.

—Es tal como dice Marvin; el médico cree que estarías mucho
mejor...

—¡Vamos, cállate! —dice de pronto Marvin—. Si no quieres ir allí,
no tienes por qué hacerlo, mamá.

—¡Vaya, eso me encanta! —dice Doris, ofendida—. Y me gustaría
saber quién se ocupará de lavar la ropa. Seguramente tú, ¿eh?

—No sé qué diablos se espera que haga —masculla Marvin—.
Estoy atrapado entre dos fuegos.
Que puedan calificarnos a Doris y a mí de «dos fuegos» es tan
absurdo que se me escapa la risa. Doris me lanza una mirada furiosa.
Entonces, como si acabara de recordar que por alguna oscura razón
tiene que ser amable conmigo, borra de su cara esa expresión de furia
y me mira con afabilidad.

—Necesitamos consejo, estoy segura —dice.
Para Doris, «consejo» significa su clérigo. Así que una vez más me
veo ataviada con mi vestido de seda lila, parlamentando en el césped
con el señor Troy. Por milagroso que parezca, dice sinceramente lo que
piensa. No me mira, sin embargo, sino que mira hacia arriba, al aire,
como si estuviera observando pájaros. Quizá espere a que caiga

una pluma de ángel que lo inspire.

100



—En ocasiones, señora Shipley, cuando en la vida aceptamos
aquello que no podemos cambiar, descubrimos que no es ni la mitad de
malo de lo que pensábamos.

—Para usted es bastante fácil decirlo.
—Oh sí, por supuesto. —Su rostro terso se enciende como clavel del
día de la madre
—. Pero piense en su nuera. Ya no es tan fuerte como
antes, en absoluto. La ha cuidado con cariño durante bastante tiempo...

Eso es completamente falso. Con cariño, ¡ya lo creo! Y habría
estado loca si hubiera sido afable. Doris no es demasiado inteligente,
pero no es imbécil. Lo tengo en la punta de la lengua. Pero cuando
hablo digo algo muy distinto.

—¿Cómo voy a dejar mi casa? No quiero dejar mi casa y todas mis
cosas.

—Claro, por supuesto, es difícil, lo comprendo —dice el señor Troy,
aunque me parece que no comprende absolutamente nada
—.
¿Ha intentado pedir ayuda a Dios? A veces, cuando necesitamos
tranquilizarnos, la oración obra prodigios.
—Su tono es tan
melancólico que estoy a punto de prometer que haré la prueba.
Entonces la mentira no parece económica, sino simplemente barata.

—La oración nunca me ha servido de mucho, señor Troy. Ninguna
de las cosas por las que recé se cumplieron.

—Quizá no pidió las cosas adecuadas.
—Bueno, quién lo puede saber. Si Dios tiene un crucigrama o un
código secreto, no creo que merezca la pena la molestia.

—Sólo quería decir que debemos pedir fortaleza, no que se cumplan
nuestros deseos.

—Ah, ya, también pedí fortaleza, en mis tiempos, aunque nunca
creí que cambiara mucho. Nunca he sido muy religiosa, señor Troy, se
lo diré con sinceridad. Sin embargo, cuando tuve problemas recé como
el que más, como todos, tanto si lo admiten como si no, sólo por si

acaso. Pero nunca conseguí nada.
Tal vez le haya dado en los morros ahora, joven de Dios. Me estoy
cansando, demasiado para seguir hablando así. Me recuesto en la
butaca, contemplo las nubes y juego como solía hacerlo de joven,
mirando las formas que adoptan, grandes fantasmas de aspecto débil,
un podenco corriendo, una flor gigantesca como una estrella cuyos
pétalos se caen y se alejan como si flotaran en el agua mientras
observo. Cómo odiaré desaparecer definitivamente.

101



Aun en el caso de que el cielo fuera real, y mensurable, como dice
el Apocalipsis, tantos codos aquí y allá, sería un gigantesco montón de
bisutería, con sus suelos de oro, sus puertas de perlas y topacios. San
Juan de Patmos puede quedarse con su cielo de lentejuelas o
compartirlo con el señor Troy, por lo que a mí me importa, y pasarse la
eternidad acariciando las piedras preciosas y diciéndose jubilosamente
el uno al otro que valen una fortuna.

—¿No cree usted en la infinita misericordia de Dios? —pregunta el
señor Troy cortésmente, sinceramente.

—¿En qué? —Me cuesta un poco cogerle el hilo, y lo repite, aunque
se muestra un poco molesto por tener que hacerlo.

—La infinita misericordia de Dios... cree usted en ella, ¿no?
Suelto una respuesta, sin pensar.
—Me gustaría saber qué tiene Él de tan misericordioso.
Nos observamos el uno al otro desde una gran distancia, el señor
Troy y yo.

—¿Qué puede impulsarla a decir eso? —pregunta.
Venga a fisgonear..., ¿qué quiere de mí? Estoy agotada. No puedo
argumentar inteligentemente con él.

—Tenía un hijo —digo— y lo perdí.
—No está usted sola —dice el señor Troy.
—En eso se equivoca —contesto.
Tablas. La cortesía es la única solución. Qué haríamos sin estas
frases manidas para liberarnos.

—En fin, esperemos que las cosas se solucionen —divaga el señor
Troy, creciéndose
— y que vea con claridad su camino.
—Sí, sí, gracias por su bondad.
Cuando se ha marchado, aparece Doris.
—¿Has tenido una charla agradable con él?
—Sí, desde luego, muy agradable. Creo que me quedaré aquí, al sol,
si te parece bien, hasta la hora de cenar.

—Muy bien. Ya hablaremos luego, cuando regrese Marvin.
Empezará todo de nuevo. Por un momento creí que podrían dejarlo
un día o así. Pero se ha convertido en un hábito. No podemos dejarlo,
sino que tenemos que seguir rasca que te rasca como si fuera una
picadura de mosquito. Ellos no cederán, pero si lo hicieran, ¿entonces

102



qué? ¿Deseo tanto quedarme, realmente? La casa, sí, si al menos ellos
no estuvieran en ella. Pero no podría arreglármelas sola. Es todo
demasiado complicado; la cocina eléctrica, el teléfono, los detalles que
hay que recordar, los días que vienen el lechero y el panadero, los días
que recogen la basura... Me gustaría un sitio sencillo, donde todo fuera
menos complicado. Pero, ¿puede saberse dónde está ese sitio?

No era mi intención hablar de John al señor Troy. Me tendió una
rampa. Diré algo en favor de Marvin: en todos estos años, ni siquiera
ha hablado de John.




Cuando nació John yo no tenía nada de miedo. Sabía que aquella vez
no iba a morirme. Bram había ido a arreglar una cerca junto a la
ciénaga. Estas gracias no se nos conceden con frecuencia. Yo misma
enganché y conduje la calesa hasta el pueblo. Era principios de otoño y
aquí y allá mis ojos se posaban sobre las hojas de los robles moteadas
de marrón; las hojas de arce, con manchas verdosas y ese amarillo
extrañamente translúcido; las hojas de los matorrales color cochinilla y
las varas de San José, polvorientas de polen y brillantes como monedas
a lo largo del camino surcado de profundas rodadas que se habían
abierto paso entre el barro de las últimas lluvias. Me sentía tan serena,

alegre y despreocupada que deseaba que el camino fuese más largo.
—Bueno, es usted muy valiente, de acuerdo, ¿no es así? —dijo la
comadrona
—. ¿Qué habría pasado si llega a nacer en el camino?
Sonreí gravemente como una Madonna robusta, sin importarme que
me creyera tímida o boba. Preferiría haber tenido cuarenta bebés en la
cuneta que preguntarme todo el camino qué le soltaría Bram a esta
nueva joven, tan estirada y virginal.

Fue un pato fácil, no llegó a seis horas y no tuvieron que darme
ningún punto. Lo lavaron y lo pesaron y me lo dieron. Me gustó de
inmediato, y me sorprendió. Pero era imposible resistirse. Parecía tan
despierto, con esos ojos grandes y abiertos. No pude contener la risa.
Valiente enanillo para ser tan animoso. Tenía un manojito de cabello
negro. Negro como el mío, pensé, olvidando por un momento que
Bram también era moreno.

103



Cuando tenía un año o así, y correteaba por ahí, cerca de nuestra
casa no había niños con los que pudiera jugar. De vez en cuando las
hijas de Bram venían con sus hijos, pero a John nunca le gustaron
mucho. Eran un rebaño de llorones, de ojos saltones y necios, con la
nariz siempre sucia y los pantalones caídos por debajo de la tripa.

John jamás fue de complexión fuerte como Marvin, aunque
tampoco era débil. Yo pensaba a veces que moriría de alguna
enfermedad, pero eso no tenía nada que ver con una debilidad suya...
era sólo porque me preocupaba tanto por él que no podía creerme que
se le permitiera quedarse. Era un niño bajo, delgado pero fuerte. Iba a
todas partes corriendo, pues caminar era demasiado lento para él.

Le enseñé a jugar a las tiendas con pepitas de girasol y puñados de
semillas aladas de arce y los sombreretes grisáceos de las bellotas.
Antes de empezar a ir ala escuela sabía contar hasta cien y conocía
todas las letras.

—Es una lástima —solía decirle yo—. Es una verdadera lástima que
tu abuelo no te conociera, pues eres su ideal de chico. No importa.
Quizá no tengas su dinero, pero tienes su energía y vigor. Cuando llegó
de Escocia siendo un muchacho, no tenía un centavo. Trabajó en un
almacén de Ontario y ahorró lo suficiente pata establecerse aquí por su
cuenta. Vino del Oeste en un barco de ruedas y mandó sus pertenencias
de Winnipeg a Manawaka en carreta. Era un hombre pobre, es cierto,
pero salió adelante. Para prosperar, un hombre tiene que trabajar más
que los demás, eso solía decir, y si no consigue nada sólo podrá

culparse a sí mismo.
John estaba contando las semillas de una taza y no prestaba mucha
atención, o no lo demostraba. Pero Marvin había entrado en la cocina y
se había quedado junto a la puerta escuchando; era un muchacho
fuerte, de dieciséis años.

—¿No trabajamos lo bastante para ti aquí? —preguntó.
—Bueno, papá salió con una carga de leña esta mañana. Pasará el
resto del día con Charlie Bean, sin duda, o en la cervecería.

—No me refiero sólo a él.
—Bueno, tú trabajas, por supuesto.
—Por supuesto —dijo Marvin—. Por supuesto.

104




—Tú, desde luego, trabajaste desde temprano esta mañana, Marv
—opinó John—. Y yo sé por qué. Te fuiste derecho a trabajar cuando
llegaste a casa, y sé cuándo fue. A las cinco. Ahora tengo el viejo
despertador en mi habitación. Estaba despierto. Te vio.

—Cierra la bocaza —dijo Marv—. Qué sabrás tú.
No soportaba que riñeran. Me daba dolor de cabeza. Marvin era
mucho mayor. Me indignaba que se metiese con John. Claro que John
no era un angelito, tengo que reconocerlo. Pero a veces, como
entonces, estaba demasiado agotada para discutir.

—No se dice «vio», sino «vi» —corregí a John.
Cuando John tenía seis años, le regalé la insignia de los Currie.
Era de plata. Y como se había puesto negra de tantos años que llevaba
guardada,le saqué brillo.

—Tu abuelo heredó esto cuando murió su padre. Ése era tu
bisabuelo, sir Daniel Currie. El título desapareció con él... no era
hereditario. Cuando yo era pequeña, recuerdo que en el comedor había
un retrato de él pintado al óleo. No sé qué habrá sido de aquel cuadro.
Tenía patillas y un chaleco de colores vistosos. Debes cuidar esta

insignia, ¿me oyes? Y no juegues con ella. Los Currie pertenecían al
clan de los MacDonald, los MacDonald de Clanranard. Puedes ver su
blasón en la insignia: un castillo de tres torres y un brazo sujetando una
espada. Su lema era: «Que se oponga quien ose». Era montañés. Tu
abuelo nació en las tierras altas de Escocia. Yo le oí explicar que en
verano, cuando él todavía era niño y su familia aún no se había
trasladado a Glasgow, los gaiteros solían despertarlo al amanecer.
Cómo me habría gustado poder oírlos.

John se limitó a guardarse la insignia en el bolsillo. Quizá debí
esperar a que fuese mayor para dársela.

Una vez le oí preguntar dónde había nacido Bram. Bram se estaba
lavando y le contestó entre la barba entrecana y la toalla jaspeada de
gris:

—En un establo. Creía que ya te lo habían explicado a estas alturas.
Yo y Jesús. ¿Eh, Hagar?

—Supongo que te parece gracioso, ¿verdad?
—Claro —dijo él—, tan gracioso como cualquier evasiva.

105




Bram siempre se mostraba amable con Marvin, pero él y John eran
muy distintos. A menudo se impacientaba con el chico, e incluso
cuando intentaba ser cariñoso con él parecía crispado. Un día seguí a
John hasta las colmenas y vi a Bram sacar los panales llenos, cortar
una gruesa rebanada de miel cubierta de cera y ofrecérsela al niño.
John permanecía inmóvil y con la boca abierta, como si temiese no
hacerlo, mientras el cuchillo untado de miel avanzaba hacia él; su
generoso padre le ofrecía dulzura con el mismo acero que en otra
estación utilizaba para despiezar cerdos. Me quedé quieta, sin
atreverme a hablar, como si fueran sonámbulos y pudieran morir si los
asustaba. La hoja avanzaba tan lentamente que parecía abrirse paso en
mi propia carne. Grité y Bram se volvió; su barba y su boca estaban

paralizadas en una mueca burlona, y en su mano el cuchillo todavía
goteaba miel como sangre.

John hacía mil preguntas al día. Podría haber ahorrado aliento para
enfriar la papilla en vez de preguntar a Bram, que todo lo que leía
desde finales de un año a finales del siguiente eran los catálogos de
Eaton y de la compañía de la Bahía de Hudson. Yo había persistido
hasta cierto punto. Tía Doll, bendita sea, solía enviarme revistas
incluso cuando regresó a Ontario a vivir con su hermana después de
que mi padre muriese. Todas eran sobre música, y recuerdo una que se
llamaba Étude. Ella tocaba el piano, y aunque yo no lo hacía, siempre
me gustaron las diáfanas damas que interpretaban a Chopin en esas
salas de conciertos que, según demostraban las fotografías, existían en
alguna parte. Busqué en mi baúl negro, saqué los libros que había
usado en el colegio, los releí meticulosamente, pero no me sirvieron de
mucho. Él era demasiado pequeño para la poesía y de todos modos
casi todo el material era más para mujeres. Había desechado mi
ejemplar de las obras completas de Robert Browning porque, cuando

acabé la escuela, prefería con mucho a su esposa y sus Sonetos del
Portugués, que encontré en el baúl llenos de anotaciones en tinta
violeta
—«n.b. pasión» o «condición de las mujeres» —, escritas por
una simplona que había llevado mi nombre de pila.

106



Yo no contaba con mi propio dinero, pero me las apañé para
conseguir un poco. En realidad, aunque me duele admitirlo, fue Jess, la
hija de Bram, quien me lo sugirió. Ella llevaba unos zapatos nuevos
con desmañadas hebillas de latón y cuando le pregunté cómo diablos
había hecho, me dijo: «De los huevos, de dónde si no; no me digas que

tú no». Si las campesinas quieren sisar un poco a sus maridos tiene que
ser de los huevos, y todo el mundo lo sabía, menos yo. Adopté un aire
despectivo e hice que creyera que aquello era indigno de mí, pues era
una criatura chapucera esa Jessie. ¿Quién podría haberla tomado por
hermanastra de mis hijos? Sin embargo, ¿de qué otro modo podía

conseguir yo dinero? Así que lo hice y Bram jamás dijo una palabra y
nunca supe si se daba cuenta o no. Yo creía que por cuidar a las
gallinas al menos me correspondía un dólar o así. Criaturas sucias...
cuánto odiaba yo sus aleteos y cacareos. Al principio casi no soportaba
tocarlas, con esas plumas tan sucias y la forma que tenían de aletear
cuando escapaban aterradas. Me controlé tanto que incluso podía

retorcerles el pescuezo cuando tenía que hacerlo, aunque no dejaron de
darme asco, vivas o muertas, y cuando desplumaba, limpiaba y guisaba
una, luego nunca podía comerla. Me apetecía tanto como comer carne
de ruta.

Me compré un gramófono con una gran bocina negra en la parte
superior y una manivela que había que hacer girar incesantemente y
varios discos que venían con el aparato: el Ave María, La Gran
Marcha de Aída, En el Jardín de un Monasterio, Creedme si Todas
esas Preciosas y Jóvenes Hechiceras. También tenían en catálogo la
Quinta de Beethoven, pero era demasiado cara. Nunca los ponía por
las noches, cuando estaban en casa Bram y Marvin. Sólo durante el
día.

John no se aficionó mucho a la música. En algunos aspectos, aquel
chico era tan salvaje como la semilla de mostaza. Salía con palabrotas
que te ponían la carne de gallina y yo sabía dónde las había aprendido.
Cuando empezó a ir al colegio, a veces el profesor me enviaba una

nota (por correo, ya que no confiaba en que John me la entregara) en la
que decía que habían vuelto a sorprenderlo peleando. Yo le regañaba
como era debido, pero no creo que le sirviera de mucho. Aquellos
profesores, sin embargo, pedían lo imposible si creían que podían

107



evitar que los chicos pelearan. Yo no creía que John pelease más que la

mayoría. Eso no me preocupaba ni la mitad que sus amigos. Tenía una
facilidad especial para reunir la pandilla más extraña, y cuando le
preguntaba por qué no se hacía amigo de los chicos de Henry Pearl o
de alguien medianamente decente como ellos, se limitaba a encogerse
de hombros y a refugiarse en el silencio.

Una vez que yo estaba fuera recogiendo cormieras cerca del puente
de caballetes, lo vi con los chicos Tonnerre. Eran mestizos franceses,
hijos de Jules, que había sido amigo de Matt, y yo no me habría fiado
de ninguno de ellos ni pizca. Vivían todos amontonados en una barraca

en algún sitio (John decía siempre que la casa estaba aceptablemente
limpia, pero yo lo dudaba muy mucho). Eran todos chicos, y tenían un
acento extraño y una risa bronca. El puente de caballetes estaba donde
el ferrocarril cruzaba el río Wachakwa, a kilómetro y medio o así del
pueblo. Los chicos se estaban retando a cruzarlo andando. Había
grandes huecos entre los travesaños, por lo que al caminar a lo largo

de las angostas vías de acero) se balanceaban como si lo hicieran por
una cuerda floja. No debía haberle gritado a John. Podría haberse
caído, y aunque no lo hubiera hecho directamente por el puente, podría
haberse roto una pierna si tropezaba y se le retorcía entre los
travesaños.

Casi pierde el equilibrio al oírme y yo, aterrada por lo que había
hecho, no pude más que quedarme plantada entre los arbustos, allá
abajo, mirándole allá arriba. Él recobró el equilibrio y yo pude
recobrar el aliento. Los tres chicos Tonnerre reían entre dientes.

—¡Dios mío! —gritó John—. Fíjate en lo que estás haciendo, ¿eh?
Podía haberme ido de cabeza.

—Baja de ahí —le dije—. Baja de ahí ahora mismo.
—Estoy perfectamente —dijo, malhumorado—. ¡Por san Pedro,
estoy perfectamente!

—Baja. ¿Me has oído?
Los chicos Tonnerre habían llegado al otro lado y estaban tirándose
en los terraplenes, arrojando piedras al río y mirándole de reojo. Sabía
que había metido la pata pero no podía retractarme.

—¿Y si llega un tren? —pregunté.

108




—No pasará ninguno hasta las seis y cuarto —dijo—, y para eso
falta una hora.

—De todos modos —dije—. De todos modos.
—Por Cristo bendito —dijo John—. De acuerdo, de acuerdo.
Volvió, sin mirar ni una vez a los hermanos Tonnerre, que le
echaban ojeadas furtivas desde el otro lado del puente. Tampoco me
miró a mí ni una vez. Pasó a mi lado de largo. Tenía una expresión
colérica, pero imaginé advertir también una sombra de alivio. Si volvió
a ir allí alguna vez, nunca me lo dijo. Y si volvió a andar con los

hermanos Tonnerre, jamás lo supe.
Cuando llegó la guerra (que sería la primera guerra, por supuesto),
Marvin se alistó a los diecisiete años. Supongo que debió de mentir
sobre la edad que tenía. No hice nada por detenerlo, pues creía que, a
pesar de todo, existía lo que llamamos deber y el hijo mayor de Henry
Pearl había ido, y Vernon, el de Jess; y Gladys tenía dos hijos en el

ejército. Yo creía que Bram armaría un follón, teniendo en cuenta lo
mucho que contaba con que Marvin le ayudara en la casa, pero no lo
hizo.

—Le irá bien, fuera —dijo Bram.
Ni una palabra sobre deber, patria ni nada parecido, Bram no.
Simplemente «Le irá bien, fuera».

Cuando Marvin vino a despedirse, sólo entonces me sorprendió lo
joven y torpe que todavía era, con la piel tostada por el sol de los
muchachos campesinos. No sabía qué decirle. Deseaba suplicarle que
se cuidara, que fuera precavido, lo que dices a los hijos sobre los
ventisqueros, el hielo fino y los cascos de los caballos, creyendo que
las palabras triviales pueden ser una especie de amuleto contra el
desastre. Deseé de pronto estrecharlo con fuerza, suplicarle contra toda
lógica que no se fuera. Pero no quería turbarnos a ninguno de los dos,
ni hacerle creer que había perdido completamente el juicio. Mientras
yo vacilaba, él dijo:

—Supongo que no os veré en un tiempo. ¿Creéis que estaréis bien
aquí?

—¿Bien? —superado el instante de vacilación, pude volver a ser
práctica
—. Pues claro que estaremos bien aquí, Marvin. ¿Por que no
íbamos a estarlo? En fin, cuídate, y no dejes de escribir. Ahora será
mejor que te vayas o no llegarás al pueblo a tiempo de coger el tren.

109




—Mamá.
—¿Sí? —Y comprendí entonces que aguardaba sus palabras con una
especie de expectación angustiosa, esperando que se me diera a
conocer.

Pero nunca fue rápido pensando, Marvin. Las palabras no acudían a
su llamada, y así, el momento nos eludió a ambos; se volvió y apoyó la
mano en el pomo de la puerta.

—Bueno, adiós —dijo—. Ya nos veremos.
Escribió postales desde Francia, explicando poquísimo. Luchó en la
batalla de Vimy y sobrevivió. Pero nunca regresó a Manawaka.
Cuando acabó la guerra, se marchó a la costa, trabajó de leñador, creo,
y luego de estibador o algo parecido. Escribía a casa una vez al mes y
sus cartas siempre estaban muy mal redactadas, llenas de faltas de

ortografía.
Durante años habían sido Bram y Marvin, ellos dos. Cualquiera
hubiera creído que cuando Marvin se marchó Bram prestaría más
atención a John, pero nada de eso. John sólo tenía entonces siete años
y era demasiado pequeño para ayudar mucho, y Bram lo tomaba a mal,
pues Marvin había hecho gran parte del trabajo. A veces, en invierno,
cuando llegábamos a los cuarenta bajo cero, Bram llevaba al chico a la
escuela en el trineo ligero, protegido y relativamente abrigado, porque
John se habría congelado la cara yendo en Pibroch, su caballo. John
siempre afirmaba que no hacía tanto frío como para necesitar el trineo
y entonces Bram se enfadaba, porque no quería perderse la
oportunidad de pasar un día en el pueblo, intercambiando historias con
Charlie Bean o de lo que quiera que hablaran en los antros fétidos de
las Caballerizas Doherty.

Bram solía ponerse un abrigo que la viuda de Matt me había dado
para que se lo acortara a Marvin y que yo nunca había tenido tiempo
de arreglar. Mi hermano Matt había sido un hombre enjuto y de
hombros caídos, y con lo corpulento que era Bram el abrigo le quedaba
tirante a los lados y nunca podía abotonárselo bien. Siempre llevaba
los bolsillos repletos de cosas: una navaja con la que se cortaba las
uñas, un rollo de hule amarillo de Bull Durham y la pipa, trozos
gastados de cordel de agavillar, una bolsa de pastillas de menta llena
de pelusilla. Nunca un pañuelo, por supuesto. Yo le regalaba pañuelos

110



en Navidad , y tenía un cajón lleno (a veces me preguntaba si querría
que le enterraran con ellos, como un rey antiguo, para no tener que
utilizar los dedos cuando estuviera en el cielo). Llevaba una gruesa
goma de fieltro gris y cuando se bajaba las orejeras yo no distinguía el
fieltro de la barba. Solía bufar y gruñir como una gran morsa. El
tiempo frío siempre le hacía maldecir. Y allá iban, sin hablarse, ni
siquiera por pasar el rato.

Una vez en que volvieron a casa de noche y Bram estaba aún en el
granero, John, tartamudeando un poco como si intentara decidir si
decírmelo o no, finalmente exclamó:

—Escucha, ¿quieres saber algo gracioso? ¿Sabes cómo lo llaman
los chicos? Zarza Mierdosa. Así lo llaman.

Le miré a los ojos preguntándome, y no por primera vez, cuánto
habría tenido que aguantar.

—¿Gracioso, eh? —dijo John. Y se echó a llorar. Pero cuando
intenté abrazarlo, me rechazó, subió hecho una furia a su cuarto y
cerró con llave.

Marvin siempre se había encargado de repartir los huevos. Casi
todos iban a la Mantequería Manawaka, pero vendíamos los que
podíamos a las familias del pueblo, porque así sacábamos más.
Cuando Marvin se marchó, Bram se encargó de ello un tiempo, pero
entonces yo no conseguía siquiera las pocas monedas sisadas.
Comprendí que el asunto de los huevos tenía que comer de mi cuenta.

Aquel sábado nos encargamos John y yo mientras Bram iba a comprar
los comestibles que necesitábamos. Era una tarde crudísima de enero
cuando llamamos a la puerta de atrás. Yo estaba cansada, no sabía qué
casa era y todo lo que deseaba era repartir los pequeños cestos y volver
a casa a dormir.

Abrió la puerta una chiquilla de la edad de John, más o menos. Sin
duda la había acicalado alguien y a la perfección. Llevaba el cabello
rubio en bucles primorosos coronado por un lazo azul de raso y el
vestido blanco de crêpe-de-China ceñido por una cinta azul claro.
Detrás de ella, el calor salía a raudales de la cocina, y vislumbré

alacenas y una nevera pintada de amarillo claro con ribetes verdes.
Me miró, miró a John y el cesto que yo llevaba. Luego,
inexplicablemente, soltó una risilla.

111


—Hola, John —dijo. Se volvió y gritó—: ¡Mamá! ¡Es la mujer de
los huevos!

La mujer de los huevos. No miré a John, ni él me miró a mí. Creo
que ambos mirábamos a ciegas la cocina iluminada que teníamos
delante, como polillas desorientadas.

Salió la madre de la niña y era Lottie. No recuerdo cuánto me pagó
ni de qué hablamos. Sólo recuerdo la luz amarillenta que despedían sus
ojos y la ternura con que cogió el cesto, como si le importara que
ninguno de los frágiles globos que anidaban en su interior se rompiera,

como si los considerase una especie de tesoro. Y entonces nos
marchamos.

—¿Qué es ahora Telford Simmons? —tuve que preguntar.
—Director del banco —respondió John, con voz tan gélida como la
noche que recorríamos
—. Creía que lo sabía todo el mundo.
—Con lo feúcho que era. —En realidad no quería decir nada, pero
las palabras fluyeron solas
—. Y no demasiado listo, además. Seguro
que ha conseguido el puesto por buena suerte más que por capacidad.

Entonces ocurrió algo que no puedo quitarme de la cabeza, ni
siquiera ahora.

—¿No puedes cerrar la boca? —gritó John—. ¿No puedes
simplemente cerrar la boca?

Hacía poco habían instalado en el pueblo unos lavabos. Yo nunca
había entrado porque no me gustaban los servicios públicos. Pero
aquella noche le dije a John que me dejara allí. Era una habitación con
revestimiento marrón y media docena de sillas rectas y los dos
cubículos de los excusados más allá. No había nadie. Lo comprobé
antes de entrar. Entré y encontré lo que necesitaba, un espejo. Me

quedé un buen rato mirándome, preguntándome cómo podía cambiar
tanto una persona sin darse cuenta. Ocurre muy lentamente.

Vi que llevaba puesto un abrigo negro de hombre que había
pertenecido a Marvin. Era demasiado grande para John y pequeñísimo
para Bram. Todavía estaba bastante nuevo, así que lo usaba yo. Se
fruncía y se alzaba por delante, porque había engordado de caderas y
cuando tuve a John no volví a tener el vientre liso. Enrollada al cuello

llevaba una velluda bufanda de punto azul marino que Gladys, la hija
de Bram, me había regalado una Navidad. Y llevaba encasquetado a la
cabeza un gorro castaño para abrigarme las orejas. Tenía el cabello gris
y liso. Siempre me la cortaba yo misma. La cara: un rostro moreno y
curtido que no era mío. Sólo los ojos eran míos, y miraban como si
quisieran atravesar el espejo mentiroso y hallar detrás alguna imagen
más auténtica, infinitamente lejana.

112



Salí y me uní a la multitud que llenaba la acera de la Calle Mayor
aquella noche de sábado; las botas y los chanclos crujían y rechinaban
en la nieve compacta. Entre los trineos ligeros y los corrientes de la
calzada, se abrían paso velozmente algunos automóviles, sus
conductores sentados, derechos y orgullosos, mientras tocaban las
bocinas y éstas decían ¡ajugah!, como niños con silbatos de papel en

una fiesta.
Almacén Currie. No habían cambiado el letrero, porque el hombre
que se lo había comprado al pueblo creía que cambiar el nombre
perjudicaría el negocio. Sabe Dios cuánto tiempo hacía que no entraba
allí, pero los pies me arrastraron y sólo pensaba en comprarme ropa
decente, ropa que me adecentara. No llevaba dinero, pero pensé que
como mi padre había fundado el almacén me fiarían por aquella vez.
Nunca había pedido crédito.

Como en tiempos de mi padre, los comestibles se vendían en los
mostradores de delante, y todo alrededor había toneles de manzanas
secas y orejones, encogidos y desecados, cuñetes de pasas de Esmirna
y azúcar moreno grueso, una pieza de queso corriente, grande como
una rueda de carro, una vitrina con buñuelos de gelatina, pastelillos de
chocolate y pan de horno, cajas de madera abiertas llenas de galletas
de jengibre y melaza tan duras como piedras y aquellos bizcochos de
pasas que llamábamos «moscas aplastadas». Al fondo estaba la sección
de las mercancías que se vendían por metros y las prendas infantiles y
femeninas de confección, colgadas desalentadoramente en las perchas.

El encargado me recibió bastante afablemente, escuchó y asintió,
carraspeó y no me miró. Había soltado torpemente la mitad de mi
perorata cuando comprendí que era una súplica y no la solicitud
distante que me había propuesto. Sin embargo, y aun sabiéndolo, había
seguido, si no nos hubieran interrumpido.

El joven se disculpó y se alejó, evidentemente nervioso. Esperé
junto al mostrador, medio oculta por piezas de tela amontonadas.
Entonces, entre el zumbido de los ruidos que me rodeaban, oí la voz de
Bram.

—Nunca he pedido nada gratis. No tiene ningún motivo para
hablarme así. Sólo he preguntado por los buñuelos pasados, por amor
de Cristo. Pienso pagarlos pero no al precio exorbitante que pedís por
los frescos.

113


Luego, la voz del dependiente, que le explicaba al encargado:

—Es la esencia de limón lo que quiere en realidad, señor Cooper.
La policía ha dicho que no debíamos vender más si pensábamos...
¿recuerda usted? Charlie Bean está esperando fuera... le he visto.
Luego se lo venden por el triple a los indios, como bebida.

El encargado casi no podía hablar de vergüenza.
—Muy bien, muy bien... déle los buñuelos y una botella de esencia,
por amor de Dios. No podemos negarnos a vender una, ¿verdad? Pero
no vuelva a hacerlo o nos veremos en problemas. Ay, Señor, ojalá no
tuviéramos ese tipo de producto...

No sabía cómo podía volver a hablarme. Le ahorré la molestia. Ya
no me importaba nada, pues al fin sabía lo que había que hacer y el
conocimiento mismo suponía una especie de alivio. Salí del rincón y
avancé por el pasillo central del almacén, caminando con paso lento y
decidido, la cabeza bien alta, sin mirar a ningún lado. Cuando llegué

junto a Bram, advertí lo mucho que había envejecido. Al verme abrió
la boca y lo único que recuerdo es que me fijé en que tenía surcos
oscuros en los dientes.

Salimos juntos del almacén, bajamos los escalones, pasamos
delante del arrugado Charlie Bean, boquiabierto y tembloroso en su
vigilia, y aquélla fue la última vez que Brampton Shipley y yo fuimos
a algún sitio juntos.

Toda aventura y todo inicio son imposibles hasta que resultan
imprescindibles, y entonces hay una vía y no sirve ser demasiado
escrupuloso en cuanto a los medios. Yo tenía los pendientes de ópalo
de mi madre, así como el candelabro de plata y la vajilla de Limoges,
un servicio de mesa para doce personas con las fuentes y soperas
adornadas con fino dibujos de violetas color malva y bordes dorados.
Nunca había tenido ocasión de usar aquella vajilla. Incluso en Navidad
me parecía que ni Bram ni sus hijas, con sus maridos mudos y su prole
de mocosos, sabrían apreciada.

A menudo se oye hablar de personas que venden los objetos
familiares y se mortifican como si eso significara una deshonra. Yo no
lo vi así en absoluto. Lottie estaba de tiros largos aquel día, huelga
decirlo, de gasa crema y rosa, pero yo iba preparada. Me había puesto
el vestido de seda negra que había comprado para el entierro de mi

padre, al que no asistí porque el día anterior habla descubierto las
condiciones de su testamento y estaba demasiado disgustada para ir.

114


Aun así, aquella tarde debía de estar menos elegante que Lottie, en su
confortable salita, tan recargada con los pañitos de encaje, el lujoso
sofá color cereza, el aparador lleno de chucherías. Pero ya me traía

sin cuidado. Mi único pensamiento era que podía considerarse
afortunada por conseguir los objetos de los Currie a un precio tan
módico. Tomamos el té juntas como dos viejas amigas. Sus tazas eran
de esa porcelana blanca y translúcida de medio dólar la pieza.

Cuando acabamos el té, Lottie me dirigió una sonrisa insinuante.
—¿Por qué los vendes ahora, Hagar? ¿No irás a hacer un viaje o
algo así, eh?

Negué plácidamente. Luego, cogí el dinero duramente ganado de
Telford Simmons e hice exactamente eso.




—Mamá... vamos.
Una voz, y una mano moviéndome el hombro. Sobresaltada, me
aparto.

—¿Eh? ¿Eh? ¿Qué pasa?
—Es hora —dice Doris, con paciencia forzada— . Anda, vamos.
—¡Santo cielo!, no puede ser ya hora de levantarse, ¿verdad?
—¡Levantarse! —relincha—. Es hora de cenar, no es por la mañana.
—Por supuesto —le contesto—. Lo sé perfectamente. Sólo me
refería...

—Has debido de quedarte dormida —dice ella—. Te sentará bien.
—De eso nada. Estaba completamente despierta.
—Hablar con el señor Troy debe de haberte relajado. Estupendo.
Ya me lo suponía.
—¿Con el señor qué?
—Oh Dios. No importa. Anda, vamos. Marv está esperando.
El pastel de carne estará helado.
Cuando acabamos de cenar, Doris anuncia que va a ir a la tienda de
la esquina a comprar cerveza de jengibre.

—Te acompañaré. —Siento de pronto necesidad de estirar las
piernas y tomar un poco el aire.

—Bueno… —Parece indecisa—. Si te sientes capaz...
—Pues claro. ¿Por qué crees que no?

115




—Muy bien, de acuerdo. Creí que te quedarías a hablar con Marv.
Me trae el abrigo de verano, uno de gro, ligero, suelto y fresco, sólo
lo justo para mantener a raya el frío del atardecer. Me siento a gusto y
elegante con él. Incluso a Doris le gusta este abrigo. Me coge del
brazo, lo cual es totalmente innecesario, y allá vamos. Hace siglos que
no doy un paseo. Me siento ágil. Camino animosa, olfateando el aire,
que es ligero y dulce y huele a heno, porque todos los vecinos han
cortado hoy el césped.

En la tienda de la esquina una jovencita está pagando una hogaza de
pan. Cuenta el dinero con cuidado. Es prácticamente una niña. Quedo
fascinada con sus manos.

—Vaya, en mi vida... ¿La ves, Doris? Esmalte para uñas negro.
Negro moteado de dorado. La verdad, me gustaría saber qué estaría
pensando su madre para permitírselo.

—Vamos, mamá —me susurra Doris al oído—. ¿No puedes callarte?
Por favor, sólo por una vez...
¿Cómo ha ocurrido? No puedo mirar a Doris, ni a la niña de las
uñas negras ni a nadie. Ay, no volveré a hablar, nunca, con ningún ser
viviente. Hasta mi último suspiro, contendré mi lengua caprichosa.

No podré, sin embargo… ése es el problema.
Volvemos a casa dando tumbos, yo apoyada en el brazo de Doris
por miedo a caerme. En la sala de estar, Marvin pasea a un lado y otro
como un oso en un foso del zoo. Tiene esa expresión reconcentrada
que pone cuando se ve obligado a afrontar algo que preferiría aplazar.
Vacila como si hubiera estado ensayando en nuestra ausencia y justo
ahora hubiese olvidado el parlamento. Finalmente, su voz irrumpe en
mi dirección.

—Todo está arreglado. La clínica. Te he inscrito. Tienes que ir
dentro de una semana.

116

117







Cinco










—¿Seguro que no quieres un seconal? —pregunta Doris.
Desde mi blanda red de sábanas y almohadas, sacudo la cabeza.
—No, gracias. Dormiré —digo. Es mentira. Esta noche no pegaré
ojo. Lo que menos deseo es dormir. Tengo que pensar. Están muy
equivocados si se creen que voy a someterme dócilmente sin mover un
dedo. He solucionado sola los problemas antes y puedo volver a
hacerlo si es necesario. Tengo algo que decir, puedes estar seguro,
antes de que la oscuridad me cierre la boca. Las revelaciones se
guardan para cuando verdaderamente se las necesita, y ahora ha
llegado el momento. Puedo recordar un lugar tranquilo, creo, y que no

queda muy lejos de aquí. ¿No fuimos allí de excursión? ¿Fue este año?
Si al menos recordara el nombre. El nombre es necesario, esencial.
Para el billete. Punta no-sé-qué. ¿Sería eso? ¿Punta qué? Las frases
zumban y me burlan como una plaga de moscardones. Ya está. Ya lo
recuerdo. Punta Umbría. Se llama así porque a mediodía los
acantilados proyectan la sombra sobre el mar.

Marvin se encarga de mi dinero. La cuenta está a su nombre ahora.
Yo no tengo ni un centavo. Me quedo muda otra vez, pero sólo un
instante. Qué lúcida estoy esta noche. Las ideas acuden a mi mente con
fluidez. El cheque de mi pensión, claro. Estoy segura de haber visto el
sobre hoy en la mesa del estudio. Este mes no lo he firmado, de eso
estoy casi segura. Normalmente los firmo y Marvin los lleva al banco.

118



No es una gran cantidad, bien lo sabe Dios, pero bastaría. Ojalá siga
allí. ¿Me atrevo a levantarme y comprobarlo? ¿A bajar de puntillas?

Sí, y seguro que tropezaré, me caeré por la escalera y me partiré
el cuello, y Marvin y Doris despertarán como patos asustados en un
pantano. No, eso no resultaría. Esperaré. Por la mañana, tendré que
hablar poco, ser astuta y afable, disimular. La emoción me arde en las
arterias, desvelándome precisamente cuando quiero dormir.




Aquella otra vez, recogí nuestras cosas, las de John y las mías, con
absoluta calma aparente, y las metí en el baúl negro que todavía
llevaba el nombre Srta. H. Currie. John, doce años, observaba.

—¿Vas a decírselo?
—Se lo diré cuando llegue —respondí.
—Quizá debiéramos irnos sin más —dijo John.
—No voy a irme a escondidas, nunca. No tengo por qué hacerlo.
—Será divertido marcharse —dijo John.
—Es por ti —grité—. Por tu bien. ¿No lo sabes?
—Sí, seguro, lo supongo —contestó.
Le pedí que me ayudase, que no se quedara allí plantado.
—¿Dónde tienes la insignia escocesa, John? No está en tu cómoda.
—¿Cómo voy a saberlo? —dijo, malhumorado—. Tiene que estar
por aquís.

—Se dice «aquí» —lo corregí—. «Aquís» no es una palabra.
Busqué y busqué pero no apareció.
—¿Vamos a vivir con Marvin en la costa? —preguntó John.
—No. Buscaremos un sitio para nosotros. Tendré que encontrar un
trabajo. Podría ser el ama de llaves de alguien.
—Me eché a reír y él
me miró, ceñudo
—. Como tía Doll —dije—. Resulta extraño. Uno
nunca sabe lo que va a ocurrirle en la vida. En fin, yo no seré como
ella, en realidad. Ella estaba completamente sola. Yo tendré un hombre
en la casa.

—¿Quién? —preguntó, alzando la voz—. ¿Quién?
Le eché un brazo por los hombros.
—Tú. Tú serás una ayuda, lo sé. Nos las arreglaremos.

119



Me miró igual que habla mirado a Bram la vez que le había metido
en la boca el cuchillo untado de miel. Tenía el rostro inmóvil como
agua estancada y los ojos, aquellos ojos vivos, luminosos y alerta
como los de un pájaro, eran impenetrables a mi mirada.

Él nunca había salido de Manawaka. No me extraña que la idea lo
pusiera nervioso. Se calmaría en cuanto subiéramos al tren, estaba
segura. En la cocina, junto al fogón, teníamos una vieja silla Windsor a
la que faltaban la mitad de los barrotes y le bailaba una pata. Bram se

sentó en ella y se balanceaba atrás y adelante mientras yo se lo
explicaba. No pareció sorprendido. Ni siquiera me pidió que me
quedara ni mostró el menor interés por el asunto.

—¿Cuándo piensas irte? —dijo al fin.
—Mañana por la mañana.
—Yo que tú herviría unos cuantos huevos y me los llevaría. Me han
dicho que la comida es cara en los trenes.

—No llevaré huevos en el tren —dije—. Nos tomarían por paletos.
—Sería una vergüenza eterna, ¿verdad?
—¿Es todo lo que tienes que decir? —grité—. ¡Comida, por amor de
Dios!

Bram me miró fijamente.
—No tengo nada que decir, Hagar. Tú eres quien ha tomado la
decisión. En fin, si te vas a ir, vete.

Y lo hice.
El invierno era la época apropiada para irse. Una voz imperativa,
clara en el aire frío, gritó «¡Viajeros al tren!» y el tren se agitó y se
estremeció como un dragón soñoliento y empezó a moverse con
lentitud regia, luego más rápido, hasta adquirir regularidad y rapidez
en las vías brillantes. Pasamos junto a las cabañas y chozas apiñadas

en torno a la estación y los edificios ferroviarios y la torre del agua,
de un rojo sangre seca. Enseguida salimos de Manawaka. Fue como un
sobresalto, lo pequeño que era el pueblo y el poco tiempo que se
tardaba en salir de él, tal y como medimos el tiempo.

Luego, pasados los muladares y el cementerio de la colina,
entramos en el blanco valle del Wachakwa. Miré y vi en lo alto de la
colina el ángel de piedra que guardaba ciegamente los huertos
nevados, los lugares vacíos y a los muertos que yacían bajo tierra.

120



Millas y millas, millasymillas, millasymillas, decían las

traqueteantes ruedas del tren; y nosotros nos balanceábamos como
viajeros novatos sentados en el borde de los asientos de felpa verde y
contemplábamos el invierno a través de las estrepitosas ventanas. Las
casas de labranza se desvanecían y apagaban. Los troncos pelados de
los arces y los álamos eran oscuros y las ramas estaban cubiertas de
escarcha plumosa. Las ciénagas tenían una capa de hielo y la nieve se
amontonaba sobre las vallas paranieves y adquiría un tono azulado
bajo la luz del sol. Todo era desolado y blanco alrededor hasta que
llegamos a un apeadero donde unos niños, abrigados con bufandas
hasta la nariz, hacían cabriolas en el resbaladizo andén y restregaban
burbujas de hielo y lana de los puños envueltos en manoplas rojas y el
aliento de los perros ladradores borboteaba, blanco y visible, en el aire
seco crepitante de frío.

—¿Quieres saber una cosa? —John me observaba con cautela—.
Perdí la insignia.

—¡La perdiste!
Vio en mi expresión que probablemente esto fuera peor que lo que
había ocurrido realmente.

—Bueno, no es que la perdiera exactamente —dijo, evasivo. Luego,
en una andanada, retando mi furia, agregó
—: Se la cambié a un chico
por una navaja.

Me habría echado a llorar. Sin embargo, pensando en la vajilla, no
pude evitar preguntarme si no le sería más útil la navaja, en realidad.




Ya es de día, así que debo de haber dormido, aunque estaba segura de
que no lo conseguiría. Sé que me proponía hacer algo pero no logro
saber qué. ¿Decir a Marvin que no aprobaré la venta de la casa? Debía
de ser eso. No. Llega el frío recuerdo. Era mucho más que deshacerse
de la casa. Es de mí de quien intentan librarse.

Entonces recuerdo mi plan. Me estiro cómodamente y lo saboreo
con fruición. Pero del dicho al hecho... Me levanto e intento vestirme y
descubro que mis estúpidos dedos hoy están muy torpes. Me siento
mal esta mañana. Tengo ese atroz sabor a bilis y empieza a molestarme
el dolor bajo las costillas. Tal vez se me pase si tomo una pastilla.

121



Doris me ayuda a vestirme y mientras ella me prepara el desayuno,
voy al estudio. Allí sigue el cheque en su sobre marrón. Me apodero de
él rápidamente y aunque es mío no puedo evitar sentirme una ladrona.
Me lo guardo en la pechera del vestido, esperando que el papel
arrugado no cruja. Afortunadamente, hoy es el día que Doris va a la
compra.

—Estaré bien —le digo—. Vete.
—¿Estás segura?
La boba, ¿cómo cree que puedo estar segura? ¿O que puede estarlo
ella, si vamos al caso? Podría caer como una perdiz de un tiro,
fulminada por un ataque cardíaco en el Super-Valu y espirar entre las
sandías y los berros. ¡Ay!, me siento alegre hoy, y ligera como un
gorrión.

—Sí, sí, estoy segura. Me quedaré sentada tranquilamente.



La chica de la ventanilla del banco parece extraordinariamente joven
para manejar tanto dinero. ¿Cuántos billetes de cien dólares pasarán a
diario por sus manos? Cualquiera sabe. ¿Y si desconfía? ¿Y si quiere
saber por qué esta vez Marvin no trae el cheque? Estoy apuradísima y
noto que el sudor me empapa el vestido en las axilas. No estoy
acostumbrada a pasar tanto rato de pie. La mujer que va delante de mí
tarda muchísimo y al parecer tiene que hacer un montón de trámites.
Presenta impresos de todo tipo, unos rosados y blancos, cheques
verdes y pequeños folletos azules. ¿Es que no va a acabar nunca?

Me duelen las piernas, por las venas varicosas. Detesto esas medias
elásticas y me niego a usarlas. Hoy debería habérmelas puesto.

¿Y si me caigo? Alguien me llevará a casa y menuda se pondrá Doris.
No me caeré. Me niego a hacerlo. ¿Por qué no se dará prisa la dichosa
mujer? ¿Qué hace la chica de la ventanilla que tarda tanto? ¿Y si
desconfía de mí?

Es mi turno, de pronto. No puedo mostrarme nerviosa. ¿Parezco
completamente serena, segura, despreocupada? Sé que me mirará con
recelo. Imagino exactamente la mirada que me echará, la muy
descarada... ¿Qué sabrá ella de todo?

122



Ni siquiera alza la vista. Coge el talón, cuenta los billetes y me los
entrega sin un murmullo. ¡Qué chica tan educada! Una chica
educadísima, la verdad, las cosas como son. Me gustaría darle las
gracias, decirle que aprecio su cortesía. Pero a lo mejor le parece raro.
He de ser cautelosa y reservada. Recojo el dinero y me marcho, como
si fuera lo más normal del mundo. Ni siquiera me vuelvo a ver si me
miran. Ya está. Lo he hecho bastante bien. Puedo arreglármelas a la
perfección. Lo sabía.

Ahora viene la parte difícil. Ojalá me aguanten las piernas. Antes de
irme tomé un calmante del surtido de Doris y por eso no me duele
tanto la zona delicada de debajo de las costillas. La parada de autobús
está al lado del banco. Doris y yo lo cogemos aquí cuando vamos al
médico. Estoy segura de que es aquí donde esperamos siempre el
autobús para el centro. Tiene que ser. ¿Seguro?

Hay un banco, gracias a Dios. Me siento con dificultad y hago todo
lo posible por calmarme. Veamos: ¿Lo he hecho todo? Tengo el dinero
en el bolso. Echo una ojeada para asegurarme y ahí está, no hay duda.
Llevo puesta la vieja bata, algodón beige con estampado de triángulos
negros, quizá un poco estrafalario. Un buen vestido era inconcebible.
Doris se habría extrañado y, además, éste es más apropiado para el
sitio al que voy. Llevo mis zapatos especiales, son horrorosos, con
doble suela, pero me proporcionan un buen apoyo. Me he puesto el
cárdigan por si refresca. Tiene un zurcido en un puño, pero
seguramente nadie se fijará. El sombrero es el mejor tengo, sin
embargo, de paja negra brillante, con un ramillete de acianos de
terciopelo azul lago. Todo está bien. Creo que no me he olvidado de
nada. Cuando llegue el autobús preguntaré al conductor dónde puedo
tomar un autobús que salga de la ciudad hacia… ¿dónde?

¡Vaya!, no recuerdo el nombre. No lo sabré. Él preguntará:
«¿Dónde?» y yo me quedaré allí plantada como un pasmarote sin decir
nada. ¿Qué voy a hacer? Tengo la mente bloqueada. Tranquila, Hagar,
tranquila. Vamos, vamos. Ah... Punta Umbría. Gracias a Dios. Y aquí
llega el autobús.

El conductor me ayuda a subir. Un joven simpático. Le hago la
pregunta crucial.

—La dejaré en la estación de autobuses del centro —dice—. Allí
mismo puede tomar el autobús para Punta Umbría. ¿Va sola, señora?

123





—Sí. Sí, voy sola.
—Bueno... —¿Parece indeciso?—. De acuerdo, entonces.
Pero no arranca. Me observa, incluso después de que he conseguido
sentarme en el asiento más próximo. ¿Qué pasa? ¿Me hará bajar?

¿Me estarán mirando los otros viajeros?
—El billete, señora, por favor —dice, tranquilamente.
Me siento humillada, nerviosa. Abro el bolso, busco a tientas y
finalmente se lo pongo en las manos.

—Sí, sí, lo siento. Encontrará ahí el dinero.
Silbando entre dientes, coge un billete y devuelve algo de cambio.
—Muy bien, tenga.
Rígida como mármol, me siento, firme e impasible ante las miradas
externas. En mi interior, el corazón me retumba hasta que temo que lo
oigan los otros viajeros. El viaje es interminable. Los edificios pasan
veloces, y los coches, y cada vez que se para y arranca, el autobús me

sacude como a un muñeco.
—Estación —salmodia el conductor—. Muy bien, señora, ya está.
Bájese aquí. La ventanilla de los billetes está delante mismo. No puede
equivocarse.

En la estación de autobuses, millones de personas gritan y corren,
cargando maletas. Al parecer, todos menos yo saben adónde ir. Punta
Umbría. Pase lo que pase, tengo que recordarlo. ¿Dónde está la
ventanilla que me dijo el conductor?

—Disculpa... —me dirijo a una chica porque no tengo valor para
acercarme a un hombre
—. ¿Puedes decirme dónde está la ventanilla?
Es muy joven y lleva el cabello recogido en la coronilla..., ¿cómo
diablos hará para sujetárselo? Parece que lo llevara alrededor de un
molde o una armazón de alambre, como María Antonieta. Y, sin
embargo, su cara es parecida a la de mi Tina: piel bronceada, tersa y
sin manchas, tan sencilla y vulnerable. Quizá todas las chicas de su
edad tengan el mismo aspecto. Yo lo tuve, en otros tiempos. ¿No le
horrorizaría saberlo? A lo mejor sigue su camino ignorándome sin más,
con esa arrogancia exclusiva de los jóvenes, que desean que les dejen
en paz.

124




—Por supuesto —me dice—. Está allí mismo. Mire, por allí. Venga,
vamos, le enseñaré el camino.
—Me toma del brazo, se encoge de
hombros con el mismo desconcierto que el conductor cuando intenté
darle las gracias. Ella no sabe si alguna vez necesitará la ayuda de
alguien, pero quizá inconscientemente sí lo sepa. Y allá se va, sólo
Dios sabe hacia qué sucesos, qué final le espera.

Ya tengo el billete en la mano, lo he pagado y subo al autobús, al
que me ha guiado alguien, no sé quién. Me siento bastante cansada.
Está resultando mucho más largo de lo que pensaba. Me siento al fin,

y descanso.
¡Boom! Un ruido explosivo y girar de ruedas. ¿Qué pasa? Veo que
el autobús va a toda velocidad por una carretera; ya estamos en
marcha. Dormito un poco y al cabo de un rato llegamos a Punta
Umbría.

El autobús me deja al borde de la carretera y lo veo alejarse.
Ya estoy aquí, asombrada de que el lugar parezca tan normal y
corriente. Pero he llegado, y lo he conseguido por mis medios, que es
lo importante. El único problema es si podré encontrar las escaleras,
las escaleras que bajaban y bajaban, según creo recordar, hasta el lugar
que busco. El cielo es de un azul veteado, como un cubo de agua en el
que se ha agitado un tubo de añil. Estoy aquí, completamente sola.

En una estación de servicio de carretera hay una tienda pequeña.
¡Qué suerte haberme fijado! Tengo que llevar provisiones, por
supuesto. Cuando abro la puerta de red metálica suena cansinamente
una campanilla. Pero no acude nadie. Elijo lo que voy a comprar con
cuidado. Una caja de galletas de soda, de las saladas, Doris compra
siempre esas insípidas sin sal que no me gustan nada. Una lata pequeña
de mermelada, de ciruela claudia, la que más me gusta. Unas tabletas
de chocolate con leche corriente, muy nutritivo. Vaya, aquí hay una
caja de esos quesitos suizos, triangulitos envueltos en papel de plata.
Me encantan; y Doris no los compra casi nunca porque son un lujo.
Me convidaré, sólo esta vez. Bien. Creo que bastará. Si compro
demasiado no podré llevarlo.

Una mujer de cabello entrecano sale cabizbaja de alguna habitación
posterior y se queda esperando detrás del mostrador. Tiene una postura
deplorable. Alguien debería mandarle que enderezase los hombros.

125




Yo no, claro. Yo he de vigilar lo que digo. Me parece que ya me está
mirando con cierto recelo, como si fuera una presidiaria fugitiva o una
niña pequeña, alguien que se supone que no puede andar por ahí solo.

—¿Eso es todo? —pregunta,
—Sí. Veamos... Sí, creo que sí. A no ser que por casualidad tenga
una de esas bolsas de papel de estraza... de las que tienen asas...,

¿sabe a cuáles me refiero?
Alarga la mano y veo un montón de bolsas delante mismo, en el
mostrador.

—Son cinco centavos —dice—. ¿Ya está todo? Son tres con
cincuenta y nueve.

—¿Tanto por estas cuatro cosas?
Veo por su ceño que ha ocurrido algo espantoso. He pensado en voz
alta.

—Las tabletas son veinticinco cada una —dice con frialdad—.
¿Quiere de las de diez centavos?

—No, no. —Me cuesta dar con las palabras—. Está bien. Es sólo
que... hoy día está todo tan caro, ¿verdad?

—Así es, desde luego —dice, en tono desabrido—, pero no somos
las tiendas pequeñas las que ganamos. Son los intermediarios, sentados
en sus posaderas y sin hacer otra cosa que apañar la pasta.

—Ya lo creo, tiene toda la razón.
En realidad, no sé de qué habla, ni la menor idea. Detesto mi
jadeante conformidad, pero no tengo alternativa. Le doy las gracias
efusivamente, incapaz de contenerme.

—No hay de qué —dice ella, con voz cansina, y nos despedimos.
Cuando salgo, la puerta de red metálica se cierra de golpe. De
inmediato se abre de nuevo con un chirrido, la campanilla suena,
discordante.

—Se ha olvidado la bolsa —dice, en tono acusador—. Tenga.
Al fin me marcho, sigo la carretera. La bolsa de la compra parece
pesada. El aire es desagradablemente caluroso y opresivo aquí cerca
del mar. En Manawaka los veranos eran completamente tórridos, pero
era un calor seco, mucho más saludable.

126



Un letrero con una flecha. A la Punta. Vaya, ése sí que es un letrero
con punta. El ridículo juego de palabras me complace y aligero el
paso. Las piernas me responden bien. No puede quedar mucho más
lejos. ¿Cómo encontraré las escaleras? Simplemente tendré que
preguntar. Diré que estoy dando un paseo. No hay nada de extraño en
eso. Me las estoy arreglando admirablemente. Daría cualquier cosa por
ver la cara de Doris cuando vuelva de la compra. No puedo contener
una risita al pensarlo, pese a que me duelen bastante los pies; debe de
ser la grava irregular de la carretera. Un sonido traqueteante, un ciclón
de polvo y una camioneta que se para.

—¿Quiere que la lleve, señora?
Me acompaña la suerte. Acepto, agradecida.
—¿Adónde va? —pregunta él.
—A... a la Punta. Mi hijo y yo... hemos alquilado una casita allí.
—Vaya, pues ha tenido suerte de que pasara. Habrá sus buenos
cinco kilómetros hasta allí. Yo me desvío en la antigua fábrica de
conservas de pescado. ¿Le va bien que la deje allí?

—Oh sí, sería perfecto, gracias.
Es el mismo lugar. Hasta que él lo mencionó había olvidado qué
lugar era y lo que había sido, pero ahora recuerdo que un día Marvin
nos habló de él. Doris comentó que todavía apestaba a pescado y
Marvin dijo que eran imaginaciones suyas. No podía ser, explicó,
porque hacía más de treinta años que no funcionaba. Había cerrado

cuando la Depresión.
—Ya hemos llegado —dice el conductor—. Hasta la vista.
La camioneta se aleja traqueteante y yo me quedo plantada entre
árboles que se extienden desde las empinadas lomas hasta el mar. Qué
silencioso es este bosque, sólo sus propias voces, ni un sonido
humano. Un pájaro grita desgarradoramente y el silencio que sigue se
amplifica por el recuerdo de ese único grito. Las hojas se agitan, se
rozan unas con otras, emiten leves sonidos caprichosos. Una rama roza
a otra rama como una barca rasando el malecón. Iluminadas por el sol,
las hojas enormes brillan como cristal verde. Los troncos de los
árboles son pardos y dorados. Los arces alzan su oscura e intrincada
tracería como verjas sobre el fondo del cielo. Sol y sombra se mezclan
aquí, en un juego de luces y sombras que parece motear el bosque.

127




El principio de las escaleras está casi completamente cubierto de
helechos tiernos y quebradizos como espinas de pescado verdes que se
rompen fácilmente bajo mis pies pesados. No es una escalera
propiamente dicha, en realidad. Han cortado los peldaños en la ladera
y luego han sujetado la tierra en los bordes con maderos. Hay una

especie de barandilla de estacas, pero la mitad se han podrido y se han
caído. Bajo con cautela, me siento un poco mareada. Los helechos han
cubierto los peldaños en algunas partes y las pequeñas agujas de las
ramas de los frambuesos me atañan los brazos al pasar. Las matas de

barba de chivo me rozan como sátiros. Entre las hojas caídas y las
agujas pardas de abeto y balsamero del suelo del bosque crecen esas
minúsculas florecillas blancas que nosotros llamábamos matacandiles.
Veo zonas frescas y sombreadas, los rayos de sol se dispersan de forma
estrellada sobre la tierra húmeda y almizcleña.

No estoy cansada en absoluto, ni demasiado cargada. Cantaría de
buena gana. Soy como Meg Alegrías. Es Keats. Y todavía puedo
recordar algunos fragmentos, aunque debe de hacer cuarenta años o
más que lo leí. Y si eso no es prueba de buena memoria, que venga
Dios y lo vea.


La vieja Meg era gitana,

Y en los páramos vivía;
La parda hierba del brezal era su lecho,
Y su casa, el aire libre.
Las moras negras eran sus manzanas,
Las vainas de retama, sus grosellas;
Su vino era el rocío de la blanca rosa silvestre.
Su libro, una tumba del camposanto.

Veo algunas zarzamoras. Y tienen moras, desde luego, pero no lo
bastante oscuras, me temo, y no cambiarán del esmeralda intenso hasta
dentro de un mes. En cuanto al vino de ella, aquellas rosas debían de
ser de una especie gigante. Ni todo el rocío de las flores silvestres que
crecen por aquí saciaría tu sed, te lo aseguro.

128




De pronto caigo en la cuenta, la idea golpea mi alegría como una
piedra. No he traído agua. No tengo nada que beber, ni un trago, ni
siquiera una naranja que chupar. Oh, ¿en qué estarla pensando? ¿Cómo
pude olvidarlo? ¿Qué voy a hacer? Ya casi estoy en el último peldaño.

Deben de ser cientos, en total. No puedo ni pensar en subirlos. Me
siento muy cansada de pronto, tan cansada que apenas puedo mover un
pie.

Sigo, un peldaño, y otro, y otro después y ya está. Los viejos
edificios grises surgen a mi alrededor. Ni siquiera los miro bien,
porque todo el agotamiento se me viene encima ahora que he llegado.
Estoy hecha un trapo. Ni siquiera siento un dolor concreto en los pies
ni bajo las costillas ahora, sólo una punzada en todas y cada una de las
partes de mi ser.

Hay una puerta entornada. La empujo y entro. Dejo la bolsa de la
compra en el suelo espléndidamente alfombrado de polvo. Luego, sin
pensarlo, ajena a todo excepto a mi extrema fatiga, me acurruco en el
suelo y me quedo dormida.

Despierto muerta de hambre y por un momento me pregunto
cuándo tendrá Doris listo el té y si habrá horneado o no, pues creo
recordar que mencionó que iba a hacer bizcocho de especias. A mi
lado, en el suelo, veo mi sombrero de verano, los acianos cubiertos de
polvo. ¿Cómo diablos se me ocurriría venir aquí? ¿Y si me pongo

mala?
Un solo día cada vez: eso es lo único que ha de afrontar una
persona. No pensaré en el futuro. Estaré bastante a gusto aquí. Me
arreglaré perfectamente. Hurgo en la bolsa de papel, como y me siento
renovada. Pero sedienta. No hay agua, nada. ¿Cómo ha ocurrido?
Ahora mismo daría lo que fuese por una taza de té. Me parece oír a
Doris reírse: «Te está bien empleado, por tirarla por el fregadero».

Oh, no lo he hecho, ¿Por qué dices eso? No fui yo. Eres malvada,
Doris. ¿Cómo puede existir tanta maldad?

Doris no está aquí. ¿En qué podía estar pensando yo? Miraré por
ahí. A lo mejor hay un pozo. Estoy segura de que tiene que haberlo.
Ojalá lo encuentre. ¿Qué sería una fortaleza sin pozo?

129



Algún encargado o propietario tuvo que vivir aquí alguna vez, digo
yo, cuando este lugar todavía se utilizaba. Las ventanas están rotas y
cuando miro fuera veo un edificio más grande a escasa distancia, justo
a la orilla del mar. El agua salada y el agua dulce de lluvia lo han
bañado y alabeado y le faltan algunas tablas. Será la fábrica de

conservas, donde entraban los barcos con buen o mal tiempo, con su
carga de criaturas escamosas y serpenteantes brillantes de baba y las
grandes almejas de conchas estriadas arrancadas al mar.

Esta casa mía es gris también, como veo cuando asomo la cabeza
un poco más por la ventana. Lejos de preocuparme, este hecho me
produce cierta seguridad y creo que me sentiré muy a gusto aquí. A
Marvin no le gustaría nada. Está loco por la pintura. Lo suyo es vender
pintura para las casas, y afirma que sabe tanto de pintura como el que

más. Probablemente sea cierto, si es que eso significa algo. A veces
permanece absorto delante de los muestrarios, memorizando los
nombres de los colores nuevos, Verde claro parisiense o Rosa fiesta.
Pero esta casa es mía, no suya, y si decido no teñirla ni colorearla es
cuestión mía.

Veamos ahora las habitaciones. La sala está vacía, sólo las borlas y
bolitas de polvo que se agitan ligeramente en los rincones cuando las
empuja la brisa. Había chimenea, pero el hogar se ha desplomado y
sólo queda un montón de ladrillos rotos. En el mirador, quizás alguna
vez con cortinas de terciopelo con borlas, hay un banco de madera

empotrado. Es de los que se abren como un arcón y sirve para guardar
los álbumes familiares o las almohadas que no se usan. Lo abro y miro.
Hay una vieja balanza de latón de las que se usaban para pesar cartas o
pimienta. Cuando la toco se inclina, pero las pesas no están. No se
puede pesar nada en ella para comprobar errores.

En la cocina y el fregadero al parecer han acampado alguna vez
vagabundos o fugitivos. Este descubrimiento me asusta. No soy la
única persona que conoce este lugar. Por supuesto que no. ¿Volverán?
¿Qué haría yo en tal caso? Quizá sean inofensivos y sólo buscan un
refugio. No puedo cerrar mi castillo mejor de lo que podía cerrar mi

habitación en casa. En fin, es una mala pasada. Pero no voy a adelantar
acontecimientos. Lo afrontaré cuando llegue. Claro que esto es pura
fanfarronería, porque estoy nerviosa.

130



La mesa de madera está negra y manchada de grasa y tiene cortes y
marcas de iniciales de más de un cuchillo. Sobre ella, vacía y panzuda,
una garrafa de cuatro litros, con una etiqueta que reza: Vino dulce de
frambuesa. Hay un plato de papel con restos de pescado y patatas
fritas… Me pregunto quién se los comería y dónde estará esa persona
ahora y si sería hace mucho tiempo o ayer mismo. El fregadero está
lleno de moho y porquería y no tiene grifos. Veo en el suelo una lata de
tabaco Old Chum, con tres colillas de cigarrillos. Y eso es todo. No
hay nada más aquí.

La barandilla de la escalera es de roble oscuro, con un poste tallado.
Subo despacio. Un peldaño cada vez. Otro, y otro más. Y ya está. He
llegado y aquí arriba me siento más protegida, más segura. Las
habitaciones están vacías, aparte del polvo, claro. No... no del todo. En
una hay una cama de cuatro columnas de latón y, por increíble que

parezca, aún tiene el colchón. Complacida, le doy unas palmaditas. Me
han preparado la habitación. El colchón tiene manchas de humedad, es
cierto, y huele a moho por falta de ventilación. Pero está aquí y es mío.
Desde la ventana del dormitorio puedo contemplar los árboles oscuros
y el mar al fondo. ¿Quién habría pensado que iba a tener una
habitación con vista? Animada, bajo laboriosamente las escaleras y
vuelvo a subir, con mi bolsa y mi sombrero.

Mudarse a un lugar nuevo: es lo más emocionante. Durante algún
tiempo crees que no has llevado nada contigo, todo lo anterior se ha
borrado o cauterizado, y empiezas de nuevo y esta vez no habrá
equivocaciones. Aquella casa del señor Oatley era como un granero de

piedra, gigantesca, y él allí solo; vivía en la biblioteca, hablaba
emocionado de su amor a los clásicos y deslizaba novelas policiacas
entre las tapas encuadernadas en piel del Anábasis de Jenofonte.
Prácticamente no ponía el pie en las salas y pese a ello insistía en que
todo estuviera a punto para las visitas que nunca llegaban. No puedo
quejarme. Se portó bien conmigo. Claro que yo también con él.

Negocios, absolutamente nada más. Era demasiado viejo, de todos
modos. Yo mantenía todo en orden para él, le llevaba leche caliente a
las diez, escuchaba cómo la bebía haciendo gárgaras, jugaba con él al
ajedrez, me reía de sus repetidas anécdotas. Se había dedicado al
transporte marítimo y me contó que traían al país a las esposas

131



orientales en la época en que los chinos no podían venir con sus
mujeres, y que cobraban cantidades grandiosas por el pasaje y
amontonaban a las mujeres como sardinas en lata en la bodega inferior
y si los funcionarios de emigración se olían el asunto, se abría el falso
fondo y las mujeres caían a plomo. Sabían el riesgo que corrían desde
el principio, me aseguró él. Los maridos siempre se enfadaban, porque
perdían las mujeres y el dinero del pasaje. Pero, ¿quién podía evitarlo?
Y el señor Oatley se encogía de hombros y sonreía, implorando mi risa
y mi aprobación. Y yo lo complacía, porque, en realidad, ¿quién podía

evitarlo? Y, a decir verdad, me dejara lo que me dejara en el
testamento, me lo había ganado.

John y yo podíamos usar el jardín. Los prados eran como salones de
baile verdes, que cuidaba con amoroso esmero un viejo jardinero
japonés. Allí crecían árboles exóticos; ciruelos de hojas vinosas,
baobabs de ramas de un verde negruzco, delgadas y simiescas.
Nosotros sólo teníamos dos habitaciones en la parte más alta de la casa

de piedra, pero aunque hubiese sido una me habría parecido
igualmente un prodigio. Yo era una cocinera corriente, pero no
importaba porque el señor Oatley hacía dieta a causa de su úlcera.

Me gasté todo el sueldo de los primeros meses en ropa: un traje
azul para mí, sombrero, guantes, zapatos, todo. Tiré los pantalones de
pernera ancha que usaba John, unos viejos de Marvin que le había
achicado. John asistía a la escuela y le iba bastante bien, creía yo,
considerando que había tenido que cambiar, lo cual siempre es un
problema para un niño. No podía llevar a sus amigos a casa, eso era

lo único. Pero me hablaba bastante de ellos. A mí me sorprendía un
poco la facilidad con que había hecho amigos, claro que era capaz de
encantar a los pájaros en los árboles, aquel chiquillo. Yo tenía ganas de
conocer a sus amigos, aunque, por lo que él me contaba, estaba segura

de que tenían que ser buenos chicos. Era casi como si los conociera,
porque sabía cómo se llamaban, qué aspecto tenían y de dónde
procedían. David Connor tenía el pelo rubio, era más bajo que John,
pero jugaba bien al fútbol y su padre era médico. James Reilly era
larguirucho y gracioso y su padre tenía una funeraria (Reilly & Blight,

Funeraria), yo había visto el letrero en el centro, un gran letrero azul
claro y dorado.

132



Un día en que había pasado bastante de la hora de la cena y John no
llegaba, se me ocurrió telefonear. Casi me alegraba tener una excusa
para presentarme. Pensé toda la conversación, como el diálogo de una
obra de teatro. «
—Soy la madre de John —diría—. Estoy muy contenta
de que nuestros hijos sean amigos.» Y ella respondería: «Oh, sí. Su
hijo me ha hablado mucho de usted. Tengo entendido que son ustedes
de la llanura. Yo tengo una prima en Winnipeg... tal vez la conozca
usted. ¿Querrá venir una tarde a tomar el té...?»

Telefoneé.
—Sí, soy la señora Connor —dijo la voz juvenil—. Sí, la esposa del
doctor Connor. ¿Cómo dice? ¿John Shipley? ¿Por qué ha pensado que
estaría aquí?

Se lo expliqué, desconcertada. La voz soltó una risita espantosa,
luego se calmó para hablar con gravedad.

—Debe de estar usted loca. No tenemos ningún hijo que se llame
David.

Nunca se lo dije a John. No podía. Él siguió contando embustes y
yo nunca fui capaz de decirle nada. Al contrario, procuraba
demostrarle que lo creía.

—No todos tienen dinero para comenzar. Más de uno ha tenido que
subir por su propio esfuerzo, como hizo tu abuelo Currie. Y tú también
lo harás. Lo sé. Sé que lo conseguirás, sólo espera y lo verás. Tú tienes
su mismo empuje. Algún día tendremos una casa mejor que ésta.

A veces se entusiasmaba y hacía planes conmigo, adornando cuanto
yo decía, mejorándolo, explicándome cómo sería. Y otras veces
escuchaba, adormecido y en silencio, suspendida su impaciencia un
momento, como si lo arrullara para que se durmiese, como cuando era
pequeño.

Vivíamos razonablemente bien entonces. Llevábamos una vida
ordenada en una casa adecuada, con buen mobiliario, caoba maciza y
palisandro, y alfombras chinas azul oscuro que los orientales habían
regalado al señor Oatley, agradecidos de que sus esposas hubieran
conseguido entrar en el país de contrabando. Recuerdo que en la mesa
del comedor habla una espléndida ponchera de porcelana color
turquesa, adornada con mandarines de mantos carmesí; y los jarros y

133



cuencos de auténtico esmalte tabicado, todos de madera de teca, eran
normales en aquella casa. El señor Oatley nunca desconfió de mí, ni yo
de él, y vivimos allí amigablemente, manteniendo una correcta

distancia. El sabía que yo era de buena familia. Me había parecido
simplemente honrado contarle algo de mi origen, quién había sido mi
padre, cosas así. Le dije que mi esposo había muerto. Fue la única vez
que mencioné a Bram. Consideraba una suerte haber conseguido el
trabajo y estoy segura de que el señor Oatley también se consideraba
afortunado, pues yo era una persona eficaz, hacía el trabajo en un
santiamén y no toleraba disparates de parte de los tenderos.

John hizo amigos cuando comenzó la escuela secundaria. Amigos
reales. Lo sé, porque los veía a menudo. Iban a buscarle en un
cacharro, tocaban la bocina en la verja y John salía comiendo. Nunca
entraban. Me parecían demasiado fogosos y sospechaba que bebían.
Pero cuando se lo dije a John, se limitó a sonreír, me rodeó con un
brazo y dijo que eran unos chicos estupendos y que no me preocupara.
Parecía haber conseguido una cierta seguridad despreocupada por su
nueva altura y su gallardía, pues era un muchacho de porte elegante,
con su rostro anguloso y su cabello liso y negro.

Nunca me presentó a ninguna de sus amigas y tardé mucho tiempo
en saber por qué. Una noche de verano en que me pareció oír que
alguien merodeaba en el jardín, bajé y entré sin hacer ruido ni
encender las luces en el gran mirador. Estaban en los matorrales, los
dos. No era mi intención escuchar, pero por un momento no pude
moverme.

—Me gustaría que pasaras —decía John—, pero mi tío armaría un
escándalo. No confía en las chicas.

—Me encantaría ver la casa —susurró la ávida vocecita a su lado—.
Parece espléndida desde fuera. Seguro que está llena de objetos
preciosos, ¿a que sí? ¿De verdad se enfadaría tu tío?

—Sí. Es una especie de recluso.
—¿Y tu madre? ¿También se enfadaría?
—Bueno, ella nunca hace nada que pueda disgustarlo —contestó él
con naturalidad
—. Es una tradición de la familia. No soportan las
escenas.

—Caramba hay que ver —dijo ella con una risita.

134



También él se echó a reír y oí el murmullo de su ropa al tumbarse y
sus jadeos al besarse y corrí a mi habitación como un voluminoso
fantasma enfurecido.

Nunca curioseé en su habitación. Se hacía la cama él mismo. A
veces, por la noche, oía la borrasca sofocada de su respiración, y
pasaba un rato allí echada, agitada y nerviosa, pero por la mañana lo
había olvidado.

No quería pensar mucho en su virilidad. Supongo que me recordaba
las cosas que conseguía olvidar durante el día, las noches ignoradas en
que permanecería insomne hasta que por fin aceptara la necesidad de
un sedante para borrar la imagen de la gran virilidad de Bram. No
volvía a pensar en él durante el día, pero a veces despertaba en plena
noche, me volvía hacia su lado medio dormida y descubría que no
estaba junto a mí; me invadía entonces un vacío tan amargo como si la
noche toda estuviera dentro de mí y no alrededor o fuera. Algunas
veces lo había buscado sólo para aquello. Pero por las mañanas era yo
misma de nuevo, me ponía el uniforme negro de cuello blanco de
encaje, bajaba y con serena parsimonia servía al señor Oatley el
desayuno y le entregaba el periódico de la mañana con manos tan
firmes que no podría notar que hubiera estado ausente en absoluto.

Llevábamos una vida tranquila allí; fue un periodo de espera, de
hacer tiempo. Pero los sucesos que esperábamos resultaron muy
distintos de como yo los había imaginado.

Y aquí estoy ahora, la misma Hagar, en un lugar distinto una vez
más, y esperando de nuevo. Hago un breve intento de rezar, como se
supone que ha de hacerse al atardecer, pensando quizá que aquí
conseguiré la capacidad de hacerlo. Pero no funciona mejor que otras
veces. No puedo cambiar lo que me ha ocurrido en la vida ni hacer

que suceda lo que no ocurrió. Pero tampoco puedo decir que me guste,
ni que lo acepte, ni creer que es mejor así. Ni puedo ni podré nunca,
aunque me condenen por ello. Así que me siento sin más en la cama y
miro por la ventana hasta que cae la noche, los árboles desaparecen y

hasta el mar es devorado por la oscuridad.

135







Seis










Lluvia. Despierto aturdida en la oscuridad y por un momento me
pregunto si habrá entrado ya Doris a cerrar la ventana. Luego, al salir a
tientas del sueño, comprendo dónde estoy. Mi ventana tiene un paño
roto por el que entra la lluvia. Afortunadamente no es una tormenta
como las que solían desatarse en la llanura, en las que el rayo rasgaba
el cielo como una gama enfurecida el manto de Dios.

Pero esta lluvia suave es engañosa. Tiene una persistencia
desagradable. Crisparía a cualquiera si la escuchase mucho rato. Me
doy cuenta de que estoy temblando. No es extraño. Sólo llevo encima
el cárdigan. Tengo frío. Tengo muchísimo frío ahora, echada en este
colchón lleno de bultos que apesta a moho y a humedad. No me he

quitado los zapatos y tengo los pies agarrotados. Tendría que
levantarme y estirar los músculos. Pero no me atrevo. ¿Y si me caigo?
¿Quién cargaría entonces conmigo? De todos modos, me siento reacia
a dejar la cama, como si fuera una fortaleza en la que nada puede
afectarme.

La lluvia es tan persistente que si alguien subiera las escaleras
seguramente no lo oiría. Sigo aquí echada, en silencio. Procuraré
respirar más suavemente para que mi respiración no me impida oír los
posibles ruidos exteriores. Pero sólo oigo la lluvia y el viento que
aguijonea las vigas de cedro del tejado; están flojas y parecen farfullar.

136


La zona dolorida bajo las costillas se extiende. ¿Es el viejo dolor o
sólo aprensión?

Si Bram estuviera aquí y llegaran intrusos, los espantaría sin
problema. Gritaría con su voz atronadora y se marcharían. Soltaría
tacos y maldiciones y desaparecerían de inmediato. Pero él no está
aquí.

Me rodea una oscuridad silenciosa, densa y sofocante como lana.
No tengo luz. Una persona necesita luz… es indudable. Me pregunto
ahora si estoy aquí de veras o sólo lo imagino.

¿Qué ha sido ese ruido? Vaya... ahora ha cesado. ¿Volverá a sonar?
¿Qué es? La lluvia no cesará... eso lo sé. No debería haber venido a
este lugar alejado. Ya no recuerdo por qué lo hice.

¿Quién me oiría si gritara? Nadie, a no ser que hubiera otra persona
en la casa. Algún pescador podría captar el eco al doblar el cabo, tal
vez, y preguntarse si lo había imaginado o serían los gritos
quejumbrosos de los ahogados llamando entre las algas rojas que han
sellado sus bocas, en las profundidades viscosas, donde su cabello
verde se agita y se enreda en las rocas. Ahora podría imaginarme entre
ellos, con una estrella marina espinosa y púrpura a modo de corona y
brazaletes de conchas entrelazadas por blandas cadenas de algas,
esperando hasta que mi carga de carne flotase vacía y quedara libre y
esquelética y pudiera viajar con las mareas y los peces.

La idea me tienta sólo un segundo. Ahora estoy casi muerta de
miedo. Vieja idiota, Hagar, inútil, armatoste, ¿acaso eres un nautilo?
Cierra la boca.

Fumaré un cigarrillo. He de tener cuidado, no vaya a prender fuego
el lugar. Menuda broma. Quemarse en la tormenta. Inhalando, me
siento mejor. Hoy recordé parte de un poema..., ¿podría recordar el
resto? Lo intento, pero me rehuye y luego, de repente, recuerdo la
última parte y repito los versos. Me dan valor, más que si recordara el

salmo veintitrés, aunque no sé por qué.

Valerosa como la reina Margaret era la vieja Meg,

Y alta cual amazona;
Vestía un viejo mantón rojo,
Un gorro marinero a la cabeza;
Dios dé reposo a sus viejos restos dondequiera que estén...
Murió hace muchísimo tiempo.

137



Ojalá tuviera yo un mantón. Hace frío aquí. Mi habitación está
helada esta noche. Es muy propio de Doris, no encender la estufa.

Qué tacaña es esa mujer. Podríamos congelarnos todos en la cama
antes de que se gastara medio dólar en calentar la casa. No puedo dejar
de temblar. Pero no voy a llamarla. No me oirá quejarme. Se

limitaría a echarme mantas encima hasta que sudara, y a volverse y
decirle a él: «Quiere que encienda la estufa, en pleno verano...
¡Imagínate!» Cree que no oigo sus apartes, pero sí los oigo. No me
engaña ni por un instante. Sé muy bien lo que busca.

Eso es lo que digo. Pero la verdad es que no tengo ni idea. No es
posible que quiera mi dinero... Dios sabe que no tengo mucho. Mi
casa, tal vez. O sólo echarme para poder dormir toda la noche de un
tirón. Cuando pienso de esta forma me pongo mala. Las náuseas han
empezado a abrasarme la garganta, como si hubiera tragado petróleo
ardiendo. No debería fumar de noche. Me destroza el estómago.
¿Dónde estará el cenicero de bolsillo que me regaló Marvin? Qué
extraño que él me hiciera ese regalo, ahora que lo pienso, con lo que le
disgusta que fume.

¿Dónde estará Marvin? No se les oye a ninguno de los dos andar
por abajo. ¿Se habrán acostado tan pronto?

Se han marchado todos, hasta el último, y me han dejado. Yo nunca
los abandoné. Fue al revés, lo juro. Cuando John tuvo edad de ir a la
universidad no pudo hacerlo de inmediato porque el dinero que yo
había ahorrado no era suficiente. El señor Oatley le consiguió un
trabajo en una oficina y trabajó allí unos años. No era un gran trabajo,
pero, como yo insistía en decirle, era provisional. Yo calculaba que
entre los dos tardaríamos más o menos un año en ahorrar lo suficiente.
Para acortar el tiempo y aumentar más rápidamente nuestros recursos,

invertí los ahorros, por consejo del señor Oatley. En aquel entonces
todo el mundo invertía. Era lo que se hacía.

Yo nunca entendí cómo funciona el mercado de valores, ni lo que
era ni por qué podía hundirse de repente. Pero lo hizo, y los hombres
acaudalados lloraban como las viudas de Aser y me comunicaron que
mis preciosas acciones no valían ni el papel en que estaban impresas;

y eso fue todo.

138



No perdí el tiempo llorando. Llorar nunca ha solucionado nada.

Mi primer pensamiento fue que John tenía que solicitar una beca o una
ayuda para estudiar. Pero cuando se lo dije, se limitó a sacudir la
cabeza. Me molestó.

—Vamos, John, no seas estúpido, por favor. No te hará daño
intentarlo, ¿verdad?

Una cólera incomprensible le nubló la mirada.
—No es fácil conseguirlas. Creo que no entiendes. No hay muchas,
¿sabes? Y, de todas formas, yo no la conseguiría ni aunque me fuera la
vida en ello.

—¿Por qué no?
—¡Por amor de Dios, mamá, hace cuatro años que no estudio! Es ya
demasiado tarde para mí. Y, de todas formas, no valgo para ello.

—Pues claro que vales, si te dedicaras de lleno y no pasaras tanto
tiempo correteando por ahí con esos supuestos amigos tuyos. Ninguno
de ellos llegará muy lejos, si quieres que te lo diga.

—No, no quiero, pero eso no te impedirá decirlo.
—No tienes por qué ser grosero, John.
—De acuerdo, de acuerdo. Lo siento. No era mi intención.
Aceptó seguir trabajando y que ahorráramos los dos y que volvería
a estudiar e ingresaría en la universidad en cuanto pudiera. Entonces la
oficina en que trabajaba tuvo que reducir la plantilla y lo despidieron.
No conseguía encontrar otro trabajo. De pronto los trabajos escaseaban

tanto como los dientes de gallina. La costa era un mal lugar para vivir,
porque llegaban en tropel hombres, y familias enteras de todos los
rincones, creyendo, supongo, que vivir sin blanca sería más sencillo en
un lugar de clima benigno en el que las facturas del combustible
debían de ser bajas y donde se decía que la fruta del tiempo era

barata.
En un año tuvo dos trabajos temporales. Trabajó en una fábrica de
refrescos y embotellaba Cherry Creme, pero de ése lo despidieron.

Y trabajó un tiempo en uno de los carritos que vendían palomitas de
maíz en el parque, pero cuando llegó el invierno nadie quería
palomitas de maíz.

—Me marcho —me dijo un día John bruscamente—. Me vuelvo.
—¿Que te vuelves? ¿Adónde?

139



—A Manawaka —dijo John—. A la casa de Shipley. Allí al menos
podré trabajar.

—¡No puedes irte! —grité—. Por lo que yo sé, él podría haber
muerto. A estas alturas, el lugar podría pertenecer a otros.

—No ha muerto —dijo John.
—¿Cómo lo sabes?
—Le escribí. Me envió la contestación a casa de Marvin. Marv le
escribe a veces..., ¿no lo sabías?

No era extraño, en realidad, porque John y yo apenas veíamos a
Marv. Había empezado a trabajar en Pinturas Britemore hacía unos
años, se había casado con Doris y tenían un niño de un año. Marvin
solía invitarme, pero yo no iba a menudo, pues, por alguna razón,
siempre me sentía incómoda con él y, además, no soportaba a la tonta

de Doris. Sin embargo, me molestaba pensar que todo aquel tiempo se
había mantenido en contacto con Bram y no me había dicho una
palabra.

—Marvin podía habérmelo contado al menos.
—Seguramente pensó que no te interesaba —dijo John.
—¿Qué te dice? —pregunté—. En la carta que te escribió.
John se echó a reír.
—Casi no se entiende la letra. Es como huellas de gorrión en la
nieve.

—¿Cómo está?
—¿Por qué te interesa? —dijo John.
Estaba furiosa, y me moría de ganas de saberlo.
—Te he preguntado que cómo está tu padre.
John se encogió de hombros.
—Está bien, supongo. No cuenta gran cosa. El invierno pasado tuvo
una chica mestiza en casa para que le hiciera las comidas, pero se
marchó cuando llegó la primavera y no volvió.

—Para hacerle las comidas —dije con amargura—. ¡Seguro!
—No creo que tenga mucha importancia —dijo John—. A él le
gustaba. Era buena, decía.

—Tenía que serlo, para aguantarlo. —No podía reprimir el
sentimiento de pena
—. Él nunca ha demostrado interés por ti. Si ahora
quiere que vuelvas es para vengarse de mí.

La voz de John era tan remota que casi no podía oírle.

140




—Él no dice que quiera que vuelva. Sólo dice que puedo volver si
quiero.

—Has olvidado como es. No te quedarás. Pronto te darás cuenta.
En cuanto llegues.
—No he olvidado.
—¿Por qué vas, entonces? Allí no hay nada para ti.
—Nunca se sabe —dijo él—. Podría irme estupendamente. Tal vez
sea el lugar perfecto para mí.

Su risa me resultaba incomprensible.
No lo acompañé a la estación, claro, porque a los que se proponían
colarse no los iba a despedir su madre mientras ellos saltaban a los
furgones en marcha. Detestaba que se fuera de aquel modo, como un
vagabundo, pero no tenía dinero para pagarle el billete y cuando
propuse pedírselo prestado al señor Oatley, John armó tal escándalo
que renuncié a la idea.

Lo acompañé caminando hasta la verja de la casa; deseaba
marcharse, alejarse de mis palabras y de mis manos, y yo sólo quería
acariciarle el rostro moreno e impaciente, pero no me atreví. Cuando
formulé los ruegos absurdos y habituales («cuídate», «escribe a
menudo»), añadí algo:

—Hazme saber cómo se encuentra —le dije.
Yo sería la última persona en afirmar que los matrimonios se
deciden en el cielo, a menos, según he pensado a veces, que la idea sea
ver qué ocurre, juntar a esta o aquella pareja inverosímil y ver cómo
discuten. De lo contrario, no. ¿Por qué iba a importarle a Él quién se
casa o se separa? Pero cuando un hombre y una mujer viven en una

misma casa, duermen en la misma cama) comen juntos y tienen hijos,
no siempre pueden separarse sólo con desearlo.

John apenas si escribía y, cuando lo hacía, contaba pocas cosas.
Transcurrieron dos años. El señor Oatley adelgazó más y ya casi no
comía. Yo engordé más y cada vez que subía a mi habitación
terminaba agotada. Todo siguió igual. Después, casi lacónicamente,
John escribió:

«Papá está enfermo. No creo que dure mucho.»
De modo que fui. No sé por qué. Nunca lo supe y sigo sin saberlo.
Fui, sin más. Porque sí.

141



No pude elegir peor momento. Por los periódicos me había
enterado de lo de la sequía, pero no significaba nada para mí. No podía
imaginarlo. Las palabras de un periódico difícilmente pueden
asombrarnos. Sacudes la cabeza, comentas lo lamentable que es y
pasas a otra página, a otro desastre impreso e irreal.

La granja de Shipley, según descubrí muy pronto, al fin estaba en
buena compañía. Trabajaran mucho o poco, fueran honrados o
gandules, todos los hombres venían a ser lo mismo entonces. Aquello
debió de ser lo peor, o casi, para individuos como Henry Pearl y Alden
Cates, que habían trabajado como mulos toda la vida para de repente

ver sus tierras y su casa igual que las de Bram, que había sido tan
alegre, despreocupado e irresponsable.

La llanura tenía un aspecto desolado y silencioso. El polvo cubría
los campos. Las cuadradas casas de madera se acurrucaban más
desprotegidas que nunca, y algunas tenían las ventanas cegadas con
tablones, como ojos vendados. Las cercas de alambre de espino se
habían arqueado y así estaban. Florecía la barrilla, símbolo de la

miseria, y los campesinos la segaban y se la daban al ganado. Los
cuervos graznaban y, en lo alto, los cables del teléfono resonaban a lo
largo y a lo ancho de los caminos ondulados. Pero nada era igual, en
absoluto.

El viento era omnipresente y se arrastraba por el polvo como un
viejo senil por la hojarasca, vadeando y removiendo la tierra hasta que
el aire era gris y denso de arenisca. El polvo agitado se alzaba y
bailaba con el viejo viento disoluto. La pareja giraba lánguidamente,
luego más y más deprisa una tarantella, hasta que el viento se cansaba
y el frenético polvo se asentaba.

John me esperaba en la estación. Tenía un viejo coche, pero no
utilizaba el motor. Lo había enganchado a un caballo. Advirtió mi
expresión de asombro.

—La gasolina es cara. Reservamos la camioneta para las
emergencias.

En la granja de Shipley las piezas de maquinaria herrumbrosa
parecían viejos agonizando lentamente de insolación, con las costillas
al sol. Las hojas de mis lilos eran amarillo tostado y las ramas se
quebraban al tocarlas. La casa siempre había sido gris, así que no era

142


distinta, sólo que la galería delantera, que cuando se construyó la casa

era de madera verde y que llevaba años alabeándose, había recibido el
último embate de la helada y aparecía hundido, como mandíbulas
desdentadas. Nuestro coche tirado por el caballo entró en el corral y el
polvo se alzó como harina alrededor de nosotros. Mis caléndulas eran
una birria, por supuesto. Las había plantado detrás de la casa para tener
flores para ramos, y habían seguido reproduciéndose; pero a aquellas
alturas ya sólo quedaban unas cuantas marchitas, pequeños e insólitos
botones anaranjados entre la acedrilla seca y los cardos. Los girasoles
habían crecido junto al granero, como siempre, alimentados por la

nieve fundida en primavera, pero aquel año no recibieron más agua y
sobre sus tallos, pardos y huecos, se cernían las pesadas cabezas con
los segmentos vacíos como panales sin miel, porque los pétalos se
habían caído y los centros se había secado antes de formarse las
semillas. En el bancal donde yo cultivaba rábanos, zanahorias y
escarolas, ya sólo crecían los saltamontes, que saltaban y giraban en el
aire polvoriento.

—Desde luego, lo ha abandonado completamente todo —dije—.
Me parte el corazón verlo así.
—¿Qué habrías hecho tú? —dilo John—. ¿Contratar a uno de esos
que hacen llover? ¿Pedirle a los clérigos que rezaran al Señor o a los
indios de la montaña que bailaran la danza de la lluvia?

—No creo que haya que llegar a este extremo —dije yo—. Le da
una excusa para no mover un dedo.

—Ahora es casi todo lo que puede hacer, de todos modos.
—¿Cómo está? —pregunté, mirando a John fijamente.
Se encogió de hombros.
—No dejas de preguntarlo. ¿Qué quieres que te diga, que está bien?
Ya te lo dije, está enfermo.

Sabía que así era y, sin embargo, cuando pensaba en él ni siquiera
pensaba en él tal como era cuando me había marchado. Yo veía
mentalmente al Brampton Shipley con quien me había casado, su
barba negra, su rostro anguloso, la forma en que alzaba los hombros
para indicar que todos le importaban un bledo. Me alisé el vestido. No
conseguía parecer más delgada. Tenía demasiado rellenas las caderas

y el busto, pero aun así el vestido me favorecía, era de algodón verde
con botones nacarados en la parte delantera, me lo había comprado en
las rebajas de otoño de la temporada anterior.

143



La casa tenía ese olor rancio a cacharros sin fregar, mantillo ácido y
alimentos que llevan mucho tiempo en la mesa. La cocina era un
desastre. Podías escribir tus iniciales en la grasa oscura que cubría el
hule de la mesa, sobre la que había una hogaza de pan con el cuchillo
grande clavado como una lanza. Sobre un plato de cormieras guisadas,
pequeñas y endurecidas, revoloteaba un escuadrón de moscas. Una de
ellas, enorme y matriarcal, había elegido un trozo magro de tocino para
depositar obscenamente los huevos blancos que colgaban como un
racimo de su abdomen.

—Tenía intención de ordenar —dijo John—. Pero nunca llegué a
hacerlo.

La casa no podía estar peor de lo que estaba. John llevaba puesto un
mono viejo de Bram, con tanta porquería encima que se habría
aguantado en pie solo. Había adelgazado muchísimo. Tenía la cara
cadavérica, pese a lo cual sonreía como si estuviera encantado con su
aspecto.

—Bienvenida a tu castillo —dijo con una reverencia.
Lo observé atentamente, preguntándome cómo no me había dado
cuenta antes. No había necesitado conducir el coche, por una razón. El
caballo habría encontrado el camino con los ojos vendados, lo mismo
que los caballos de Bram solían llevarlo a casa hacía tanto tiempo.

—Creía que no podías permitirte beber —dije.
—Lo único que necesitas en este mundo es un poco de ingenio
—dijo él—. Un poquito de empuje. Es lo que solías decir tú. Lo
hacemos nosotros. Por lo menos, yo. No hay mucho más que hacer.

Es la obra de mi vida. Este año las bayas no valían un pimiento, pero
he conseguido hacer un champán excelente con mondas de patatas.

¿Te apetece probarlo?
—No, no me apetece. ¿Dónde está tu padre?
—Ahora se queda casi siempre en la sala de estar. No la usó en toda
su vida, así que está bien que la aproveche ahora, mientras pueda.

No creo que nadie hubiera pasado un trapo por la sala desde que yo
me había marchado. El polvo crecía como moho sobre todos y cada
uno de los objetos de la habitación: el sillón de roble dorado en el que
en otro tiempo se había sentado Jason Currie cuando me enseñaba
machaconamente las tablas de multiplicar; la vitrina de la vajilla fina;

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el canapé tallado que perteneciera a los Currie. La alfombra
indobritánica de mi padre seguía en el suelo, pero habían derramado
tanta porquería encima y estaba tan pisoteada que las parras bermejas y
azules y las flores apenas se distinguían.

Bram estaba sentado en una butaca con las piernas estiradas y el
raído suéter pardo-rojizo abotonado hasta la nuez, pese al calor de
aquel día sofocante. ¿Cómo había menguado tanto? Su corpulencia
había desaparecido. Tenía los hombros inclinados y su espesa barba

se había convertido en una simple orla alrededor de su cara. Me miró
con ojos mansos y nebulosos, inexpresivos. Y yo me sentí doblemente
avergonzada al recordar cómo había pensado en él todas las noches de
los últimos años.

No me reconoció. No pronunció mi nombre. No abrió la boca. Me
miró fijamente un instante, parpadeó y volvió la vista.

—Hora de tu medicina, papá —dijo John.
Al principio me pregunté cómo se las arreglaría para pagar al
médico o al farmacéutico. Pero luego me di cuenta. Cogió una garrafa
grande del suelo, llenó un vaso y se lo puso al anciano en las manos,
ayudándole a beber para que no se le cayera mucho.

—¿Es eso lo habitual? —pregunté.
—Sí, ¿por qué? —dijo John—. No pongas esa cara; toma lo que
necesita.

—John... —grité—. ¿Qué te ha ocurrido?
—Calla. No pasa nada. Yo sé lo que es mejor.
—Lo sabes, ¿eh? ¿Estás seguro?
—¿Lo estabas tú? —dijo John con espantosa suavidad—.
¿Lo estabas tú?
Únicamente John cuidaba de Bram, lo aseaba, lo sacaba fuera,
ordenaba los líos que organizaba a veces, y desempeñaba todos estos
ritos con un celo y una risa vehemente que parecían siniestros y
absurdos a la vez.

Las hijas de Bram, Jess y Gladys, seguían viviendo cerca de
Manawaka. Nunca iban a verlo. Él permanecía en su perenne
oscuridad. En ocasiones decía algo, casi siempre frases fragmentarias e
incomprensibles, pero también, excepcionalmente, con lucidez
momentánea, como la única vez que habló de mí.

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—Aquella Hagar... tendría que haberle dado una buena tunda, tal
vez, y habría visto que podía. ¿Qué te parece? ¿Crees que debería
haberlo hecho?

No pude contestarle porque se me hizo un nudo en la garganta, y
sentía una gran cólera; una cólera sin destinatario, en realidad, tal vez
contra Dios, por darnos ojos y casi nunca vista.

Bram me miró un día con gratitud.
—Has venido a echar una mano, ¿eh? —dijo—. Curioso... me
recuerdas a alguien.

—¿A quién? —pregunté perversamente; no pensaba decírselo, o no
podía.

Parecía que le resultaba muy difícil concentrarse en cualquier cosa.
El esfuerzo le entristecía el rostro.

—No sé. Quizá... a Clara. Sí, a ella.
Le recordaba a su primera esposa, gorda y vacuna.



Fui con John al pueblo a llevar los huevos. Las malditas gallinas eran
un don divino entonces, pues parecían capaces de vivir prácticamente
del aire. Si la gente se hubiera arreglado la mitad de bien, no habría
habido problema. En las escaleras del Almacén Currie nos
encontramos a una chica. Tendría más o menos la misma edad que
John, era un poquito rechoncha pero bastante guapa y de cabello rubio.

Parecía algo tonta, sin embargo. Se deshizo en atenciones con John, le
posó las blancas manos en el brazo moreno y velludo, arrullando como
una paloma buchona. John entrecerró los ojos y se burló de ella, y a
ella le encantó.

—¿Qué vas a hacer estos días, John?
—Nada, el sábado. ¿Vamos al baile?
—Tal vez...
—Te veo allí, entonces —dijo él, y ella pareció desconcertada, pues
debía de esperar que le pidiera que fuese con él. ¿Cómo iba a hacerlo?
No tenía dinero para semejantes cosas. Él y Bram vivían prácticamente
del dinero que yo había enviado y supongo que creería que no me haría
mucha gracia que se lo gastara en chicas. Tenía toda la razón. No me

habría hecho ninguna gracia. Al fin se dignó presentarnos.

146





—Mamá, te presento a Arlene Simmons.
La observé con renovado interés.
—¿La hija de Telford y Lottie?
—La misma.
Arlene. No era extraño que Lottie eligiera un nombre así, todo
perifollos, a juego con los vestidos que solía ponerle. John le pasó un
brazo por los hombros, manchando su blanco vestido de piqué.

—Te veré por ahí, entonces —le dijo, y nos fuimos, él silbando y yo
perpleja.

—Podrías haber sido un poco más educado —le censuré, cuando nos
hubimos alejado lo suficiente para que no nos oyera
—. No es que me
haya impresionado mucho, pero así y todo...

—¡Educado! —dijo, bufando de risa—. No es eso lo que ella quiere
de mí.

—¿Y qué es lo que quiere? ¿Casarse contigo?
—¿Casarse? Santo cielo, no. Ella nunca se casaría con un Shitley.
A ella simplemente le chifla besuquearse con uno, eso es todo.
—¡No hables así! —lo regañé—. Que no te vuelva a oír hablar de
ese modo, John. De todas formas, no es el tipo de chica que te
conviene. Es descarada y...

—¿Descarada? ¿Ella? Es un conejito. Un precioso conejito peludo.
—¿Quieres decir que te gusta?
—¿Bromeas? Me acostaría con ella si tuviera ocasión, nada más.
—Hablas exactamente igual que tu padre —dije—. De la misma
forma grosera. Me gustaría mucho que no lo hicieras. No te pareces a
él en nada.

—En eso sí que te equivocas —dijo John.



Otro día topé con Lottie en la calle. Estaba gorda como un cebón y
tenía el cabello rizado tan canoso como el mío. Llevaba un traje de
shantung verde-azulado claro que habría sido bastante elegante si no
hubiera estado tan gorda.

147




—¡Caramba, Hagar! —gorjeó—. Qué alegría verte después de todo
este tiempo. Nos han contado cosas estupendas de ti... lo bien que te va
en la costa. Tienes un trabajo estupendo, ¿verdad? Señora de
compañía, nos han dicho, de un anciano que hizo su fortuna en el
negocio de exportación e importación, o algo parecido.

—Veo que no os han informado correctamente —dije—. Soy su ama
de llaves.

—Ah... —Parecía afligida y no sabía qué decir—. ¿Es eso? Bueno,
se oyen tantas cosas. Por Charlotte nos llegan noticias de la gente de
Manawaka que se fue a la costa; ella vive allí desde hace siglos. Sabe
Dios cómo se entera, pero tiene buen oído, siempre lo tuvo.

¿La recuerdas? Charlotte Tappen, la hija del viejo doctor Tappen.
Se casó con uno de los hermanos Halpern, de Wachakwa Sur. Él
trabaja en seguros y le iba de maravilla antes de la Depresión.
Naturalmente, ahora a nadie le va muy bien. Claro que de todas formas
nos las arreglamos, que es lo principal, ¿verdad? Arlene ha venido a
pasar las vacaciones de verano. Estudió economía doméstica en la
universidad, ¿sabes?, y ahora da clases en la ciudad. Es una alegría
tenerla aquí, la verdad. Una mujer pierde mucho si no tiene una hija.
¿Cuánto tiempo estarás por aquí?

—Dispongo de un mes. Pero he buscado una sustituta para el señor
Oatley. Así que podré quedarme más tiempo si lo necesito.

—¿Pasa algo por aquí, entonces?
—Bram se está muriendo —dije sin rodeos, porque no quería hablar
de ello.

—Oh, Dios mío —dijo Lottie débilmente—. No lo sabía.



John salía a menudo después de la cena y yo me despertaba y oía
llegar la calesa de madrugada, cuando las primeras luces empezaban a
asomar en el horizonte, antes incluso de que los gorriones despertaran.
Nunca me molesté en preguntarle dónde había estado, pues suponía
que, de todos modos, no me lo diría. La historia me resultaba familiar.
Ya lo había visto todo anteriormente.

—¿Qué ha sido de Charlie Bean? —pregunté.

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—Murió —respondió John—. Hace unos años. Lo encontraron
delante de las caballerizas, en la nieve. Debía de estar borracho y se
congeló. Nadie lo supo a ciencia cierta.

—¡Un inútil menos!, si quieres saber mi opinión.
Pero sólo fue un comentario maquinal, lo que se esperaba que dijera
y que yo misma esperaba de mí. Charlie no tenía familia, había muerto
solo y supongo que no iría a su entierro ni un ser vivo de Manawaka.

—No era tan mal tipo —dijo John—. A mí me daba caramelos
blandos de pequeño y me dejaba ir en el trineo de dos caballos del
viejo Doherty, uno negro muy elegante, con el asiento tapizado y una
auténtica manta de búfalo para que te cubrieses las piernas.

No podía imaginar a Charlie en aquel papel, regalando caramelos y
paseos en trineo. Era como si estuviéramos hablando de dos hombres
diferentes.

—Nunca me lo habías dicho.
—Si te lo hubiera dicho, no me habrías dejado ir —dijo John—. O te
habrías preocupado pensando que me tirarían a un ventisquero o que
me partiría el cuello. Siempre creías que iba a pasarme algo espantoso.

—¿De veras? Bueno, una se preocupa. Es lógico. ¿Qué otras cosas
ignoraba?

Soltó una risita.
—Oh, muchísimas, supongo. ¿Recuerdas cuando me pillaste aquella
vez? Después de decirme que no caminara por el puente de caballetes,
yo y los hermanos Tonnerre inventamos otro juego. Consistía en
caminar hasta el centro y ver quién podía aguantar más. Luego, cuando
el tren estaba casi encima, nos arrojábamos a un lado y bajábamos por

las vigas hasta el río. Siempre nos proponíamos quedarnos allí
mientras pasaba el tren. Creíamos que habría el espacio justo si nos
echábamos en el suelo. Pero nunca tuvimos el valor de hacerlo.

—Creía que no habías vuelto a andar con ellos.
—Claro —dijo John—. A Lazarus Tonnerre fue a quien le cambié la
insignia por la navaja. Que yo sepa, seguro que todavía la tiene.

—¿Y la navaja?
—Voló —respondió él—. La vendí para comprar cigarrillos.
No era una gran navaja.
—Que se oponga quien ose —dije.
—¿Qué?
—¡Oh... nada!

149




Una tarde le pedí a John que me llevara al cementerio de Manawaka.

—¿Para qué quieres ir allí?
—Quiero ver el estado en que se encuentra la sepultura de la familia
Currie. Mi padre legó un dinero para que la cuidasen.

—¡Por amor de Dios! —dijo John—. Muy bien, vamos, entonces.
El cementerio, que estaba en la colina, recibía todo el viento de
pleno, pero no estaba fresco, porque el viento era tan tórrido y seco
que parecía abrasar las fosas nasales. Las oscuras piceas que había a
ambos lados del camino contenían el sol, y aquel día sólo se oía el leve
chasquido de los saltamontes al brincar como juguetes mecánicos. La

sepultura familiar estaba bien cuidada, ciertamente, incluso la habían
regado. Las peonías crecían tan lozanas como siempre, aunque las
flores y hierbas silvestres estaban tan marchitas y descoloridas como
un montón de pétalos secos en un antiguo jarrón de porcelana.

Pero había algo diferente y, por un instante, no pude creer que algo
así hubiera ocurrido, no me cabía en la cabeza que alguien lo hubiese
hecho. El ángel de piedra yacía de bruces entre las peonías y por sus
blancos bucles pétreos correteaban las hormigas negras. A mi lado,
John se reía.

—La criatura angélica se ha dado un buen cabezazo.
Me volví hacia él, consternada.
—¿Quién ha podido hacerlo?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Tenemos que levantarlo —dije—. No podemos dejarlo así.
—¿Levantarlo? Ni lo sueñes. Debe de pesar una tonelada.
—Muy bien... —Estaba furiosa con John—. Si no lo haces tú, ya lo
haré yo.

—Estás chiflada. No podrías hacerlo.
—No voy a dejarlo así. No quiero, John, y no hay más que hablar.
—Mi voz sonó áspera. Boqueaba como un pez y estaba a punto de
echarme a llorar.

—Muy bien, de acuerdo —dijo él—. Lo haré. Que no te extrañe si se
cae y me rompo un hueso. Sería estupendo romperte la columna
porque un maldito ángel de piedra se te ha caído encima.

150



Apoyó los hombros en la cabeza del ángel y empujó. El sudor
asomó a su cara angulosa y un mechón de cabello negro le cayó sobre
la frente. Intenté ayudarlo, pero no hacía más que estorbarlo y la piedra
parecía resistírseme. Escarbamos como dos topos en la tierra suelta,
bajo un sol abrasador. Yo temía por mi corazón. Siempre temía por él

desde que había engordado, pues creía que si lo forzaba demasiado
sería como quitar de golpe el tapón de un lavabo y entonces yo
comenzaría a borbotar y saldría de la vida como el agua de la colada.
Me hice a un lado y dejé que lo hiciera John.

Me gustaría que se hubiera parecido a Jacob, luchando con el ángel
y venciéndole, arrancándole la bendición con su poder. Pero no.
Sudaba y gruñía. Resbaló, se golpeó la frente en una de las orejas de
piedra de la estatua y blasfemó. Tenía los músculos de los brazos
tensos e hinchados. Finalmente, el ángel se movió, se balanceó y
quedó erguido de nuevo. John se enjugó la cara con las manos.

—Ya está. ¿Satisfecha?
Alcé la vista y luego volví a mirar, incrédula. Alguien le había
pintado los labios y las mejillas con carmín. La tierra se había adherido
alrededor, pero el rosa vulgar seguía siendo claramente visible.

—Oh, Dios mío —dijo John como para sí mismo—. ¡Ahora eso!
—¿Quién haría una cosa así?
—Tiene mucha mejor pinta, si quieres que te diga la verdad.
¿Por qué no lo dejamos?
Nunca había soportado aquella estatua. Me habría complacido
bastante dejarla. Ahora desearía haberlo hecho. Pero entonces me fue
imposible.

—El lugar de los Simmons está justo enfrente, al otro lado del
sendero
—dije—. Y Lottie viene todos los sábados a poner flores en la
tumba de la madre de Telford. Lo sé. ¿Quieres que tenga que soportar
que ande fisgoneando aquí y se lo cuente a todo el mundo?

—Sería una vergüenza eterna, ciertamente. Toma, coge mi pañuelo.
Escupiré en él para ti. Eso servirá.

Froté con todas mis fuerzas, pero aun así quedó un leve rubor, pues
el carmín era más indeleble de lo que había supuesto. Luego, nos
marchamos.

—¿Quién lo haría? —dije—. ¿Quién haría algo tan injustificable?

151



—¿Cómo quieres que lo sepa? —repitió John—. Algún borracho,
supongo.

No volvió a decir una palabra sobre el asunto, aunque sabía
perfectamente que no le creía. Durante las vacaciones Marvin fue a ver
a Bram. Sólo se quedó unos días, y él y John se pasaron casi todo el
tiempo riñendo. Siempre me disgustaba oírles reñir. Me producía dolor
de cabeza. Pensaba, como me había pasado siempre cuando eran más
jóvenes, que en realidad me tenía sin cuidado lo que sintieran o lo que
pasase entre ellos, con tal de que se callaran.

—No puedes quedarte aquí —dijo Marvin—. Mira la cantidad de
tipos que van a buscar trabajo a la ciudad: los dos hijos pequeños de
Gladys se marcharon hace meses. Aun cuando aquí las cosas fueran
mejor, no tienes ni idea de trabajar el campo. Te criaste en la ciudad.

—Este otoño me darán el subsidio —dijo John—. Al menos aquí hay
más espacio que en una habitación minúscula, que es donde te gustaría
verme... para tenerme vigilado, supongo.

—No veo para qué necesitas tanto espacio —dijo Marvin—, no
siendo para preparar tu brebaje casero. Cuando mamá regrese tendrías
tu habitación en la casa del señor Oatley.

—No voy a dejar a papá.
—Al paso que vas, no creo que tengas que preocuparte por mucho
tiempo.

—¿Por qué no vienes tú y te quedas, Marv, si crees que lo harías
mucho mejor?

—No digas tonterías. Doris no viviría aquí por nada del mundo,
y yo tengo que pensar en el pequeño Steven, y en el bebé que está en
camino. Llevo en Britemore unos diez años ya, y desde luego pienso
seguir mientras no me echen.

—Lo tienes todo calculado, ¿verdad, Marv? ¿Todavía de
acomodador de iglesia? Podrían ascenderte a sacristán.

—Ya he oído bastante —dijo Marvin—. Te diré que todo lo que
tengo me lo he ganado con mi trabajo. ¿Cómo crees que me siento
cuando veo a los tipos que despiden todas las semanas? ¿Cómo puedo
saber cuánto tiempo falta para que me llegue el turno a mí? ¿Quién
pinta hoy día las casas? No eres el único que lo está pasando mal.
Ahora mismo están contratando cuadrillas de desempleados como
peones de caminos, pero apuesto cinco centavos a que ni siquiera has
intentado probar suerte.

152




—Cierra la boca —dijo John bruscamente—. ¿Qué sabes tú de eso?
—Claro, te crees demasiado bueno para manejar un pico. Maldita
sea, cuando volví de la guerra trabajé en campamentos madereros y
luego en los muelles.

—Ah sí, es verdad —dijo John, furioso—. Fuiste uno de nuestros
valientes muchachos, aparte de todo lo demás.

—Tenía diecisiete años —dijo Marvin con voz dura—. ¿Qué sabes
tú de eso?

En aquel momento deseé preguntarle por dónde había andado y qué
se había visto obligado a ver. Deseaba decirle que me sentaría en
silencio a escuchar. Pero no podía hacerlo sin más, no a aquellas
alturas. De todos modos, no me lo habría explicado. Me pareció
entonces que Marvin era el soldado desconocido, el único cuyo
nombre jamás se sabría.

—Oh, Dios, Marv —dijo John, súbitamente calmado y afligido,
sin cólera ya—. No lo dije en serio, de veras, ni una sola palabra.
Pero Marvin no podía aceptar aquel cambio de actitud repentino.
—Muy bien, muy bien —dijo precipitadamente—. Mira, John,
tú vuelve a la costa lo antes que puedas y yo haré lo que esté en mi
mano para encontrarte algo. En casa del señor Oatley no tienes que
pagar alquiler.

John juntó las manos, apretándolas.
—No —dijo al fin—. No quiero discutirlo contigo, Marv. Pero no
volveré. Se acabó lo de vivir en la casa de otros.




Por lo que se refería a su padre, Marvin podría haberse ahorrado el
viaje. De todos modos, Bram no lo reconoció. Pero la noche que se fue
oí que entraba en la habitación de Bram y que le decía en voz baja:

—Papá... Lo siento, papá.
Bram estaba despierto, o todo lo despierto que solía estar.
—¿Quién eres? ¿Qué es lo que dices? —murmuró con impaciencia—.
Sientes..., ¿qué es lo que sientes?

Marvin no contestó. Quizá ni siquiera lo supiese.

153




Cuando Bram hablaba con John se refería a mí como «esa mujer»,
una asistenta a sueldo. Una sola vez le oí gritar mi nombre
—
«¡Hagar!»—; era de noche, fui a su habitación y vi que estaba
hablando en sueños. Estaba hecho un ovillo en la cama de matrimonio
en la que habíamos copulado y me ponía mala pensar que me había
acostado con él, porque parecía un niño anciano. A pesar de que al
mirarle una parte de mí no pudo perdonarle lo que había sido, en aquel
momento, sin embargo, le habría pedido gustosamente que volviera del
lugar al que se había ido para decirle, aunque sólo fuera una vez, lo
que había dicho Marvin, y con la misma perplejidad, sin saber a quién
culpar por la forma en que habían transcurrido los años. Le toqué
levemente la frente y descubrí que tenía la piel y el cabello un poco
húmedos, como los niños en las sofocantes noches de verano. Pero
nada podía yo hacer por él, que ya no necesitaba nada, así que volví a
la antigua habitación de Marvin en la que dormía.

Una mañana lo encontramos muerto. Había muerto por la noche,
sin quejarse y sin nadie a su lado. En el momento pensé que era
importante que alguien hubiera estado allí y me reproché no haberme
despertado. Ahora sé más. Muerto, no se parecía en absoluto a
Brampton Shipley. Parecía el cadáver de un anciano desconocido y

nada más.
Marvin no pudo volver a Manawaka para el entierro, sin embargo
envió algo de dinero para ayudar a cubrir los gastos. En la misma carta
me contaba que Doris había tenido una niña, a la que llamarían
Christina. Yo estaba tan desgarrada interiormente por la muerte de
Bram que apenas dediqué un pensamiento a la pequeña. No podía

imaginar entonces que, pasando el tiempo, llegaría a querer tanto a mi
nieta Tina.

Las hijas de Bram bajaron, lloraron respetuosamente, cloquearon
por las pocas cosas que habían pertenecido a su madre y que ahora
eran suyas, y luego se marcharon. Ni siquiera se molestaron en ir al
entierro de su padre, disgustadas porque no les había dejado la casa.
¿Por qué iba a hacerlo con lo poco que se habían interesado siempre
por él?

154



Los Shipley no tenían parcela en el cementerio. Gladys y Jess
creían que debían enterrarlo lo más cerca posible de su primera esposa,
pero finalmente conseguí imponer mi criterio. Hice que lo enterraran
en el panteón de los Currie; en la Lápida de mármol rojizo colocada
junto al ángel blanco hice grabar su apellido, de modo que la lápida

decía Currie en un lado, y Shipley en el otro. No sé por qué lo hice.
Me pareció que debía hacerlo.
—¿Crees que he hecho lo correcto en cuanto a la lápida? —pregunté
a John.

—Creo que tanto da una cosa como otra —me respondió John,
cansinamente
—. Está muerto. Ni lo sabrá ni le importará. De todos
modos, él y los Currie sólo son las dos caras de una misma moneda.
Bien pueden estar ahí juntos.

No sé qué querría decir con eso. No me lo explicaría. Tampoco sé
quién de nosotros se había preocupado algo por Bram, si es que alguno
lo había hecho. Sé que yo le había fastidiado en el pasado, pero bien
sabe Dios que tenía mis razones. Y, sin embargo, me importaba. John
lo había lavado, lo había alimentado y lo había ayudado a morir; sólo
Dios sabía en qué medida y si había hecho lo correcto y con qué
ánimo.

Pero cuando enterramos a Bram, y volvimos a casa por la noche y
encendimos las luces, fue John quien lloró, no yo.

155







Siete











Me pica el sol. Y estoy despierta. ¿Por qué me siento tan agarrotada y
dolorida? ¿Qué es lo que me pasa? Luego veo dónde estoy y que he
dormido vestida, sin siquiera quitarme los zapatos y con el único
abrigo del cárdigan. Quiero salir de este lugar agobiante y respirar aire
fresco, y aun así no me apetece moverme. Siempre que pasaba una
noche especialmente mala, Doris me traía el desayuno a la cama. Si
regresase a casa, volvería a hacerlo, sin duda.

Por un momento, siento una gran tentación. Podría subir poco a
poco los doscientos escalones de tierra, salir de este agujero y este
valle, alejarme de los cedros lúgubres y del mar, buscar a alguien,
explicarle mi situación con toda naturalidad, pedirle que tenga la
amabilidad de acompañarme a la comisaría local...

No. No lo haré. Imagino a los policías de Punta Umbría como
sombras de nariz puntiaguda siguiendo como sabuesos fantasmas,
rastros extraños y personas raras, sonriendo dentones como vampiros
ante mi historia tartamudeada. Puedo imaginarme esperando sudorosa
en la silla de respaldo recto, las manos dócilmente cruzadas, mientras
los uniformes oscuros acarician amorosamente el teléfono y hablan
con la misma desfachatez que si yo fuera una presidiaria, o una loca.
Quizá me encerrasen hasta que llegara Marvin, temeroso de que me
diera un ataque y desparramara sus documentos en mi torpe danza.

156

No puedo evitar reí al pensar en lo que disfrutaría haciendo
precisamente eso y viendo la cara de asombro que pondrían.

Cómo le encantaría a Doris, si yo volviera, decir que ya sabía ella
que no podía perderme de vista un momento. Cómo suspiraría y se
acercaría sigilosamente a Marvin con su comentario. Y luego ella...

Por supuesto. Casi lo había olvidado. Me meterían en el coche y me
entregarían en aquel sitio como si fuese un paquete de ropa usada.
Nunca saldría. De esos lugares sólo se sale con los pies por delante en
una caja de madera. No me obligarán. Pueden irse al diablo, la partida
completa, los sabuesos, los cazadores.

Ahora que me he decidido, me doy cuenta de que tengo la piel
abrasada. Llevo sin tomar ni una gota de agua... no puedo recordar
cuánto tiempo. Pero mucho. La sed no es como imaginaba. La
garganta no me arde, ni siquiera la siento especialmente seca. Pero la
tengo bloqueada y cerrada y me duele al tragar. No puedo beber agua
del mar... ¿No dicen que es venenosa? Por supuesto. Agua agua por
doquier, ni una gota que beber. Ése es mi problema. ¿Qué albatros
maté yo, por amor de Dios? Bueno, bueno, veremos... Vamos, viejo
marinero, arriba, sal de tu pestilente catre y veremos qué se puede

encontrar.
Casi alegremente, aunque bien sabe Dios que no tengo muchos
motivos de alegría, me levanto con cierta torpeza y antes de ponerme
el sombrero procuro limpiar lo mejor posible el polvo arenoso de los
pétalos de terciopelo. Cojo la bolsa de provisiones, me aventuro
escaleras abajo y cruzo la puerta.

La mañana es luminosa y serena, diáfana y dorada. La vieja fábrica
de conservas se alza silenciosa y tranquila en el aire cálido y en torno a
las tablas, a la orilla del mar, oigo el débil y rítmico chapoteo del agua.
El suelo está empapado... debe de haber llovido durante la noche. Los

árboles ya no están polvorientos. La lluvia ha lavado todas las hojas,
que exhiben ahora un mosaico de verdes: verde amarillento, verde
oscuro, esmeralda, verde pavo real y pluma de paloma. Me maravilla
tanta variedad.

Una estridente bandada de gorriones, de voces más grandes que
ellos mismos, aletean, giran y se lanzan con alegría frenética; yo los
sigo, con envidia y admiración. Mis pasos son tranquilos, pero sólo por
necesidad. Se detienen, giran y se posan, y veo lo que buscan. Un cubo

herrumbroso y abollado, junto a un cobertizo, ha recogido agua de
lluvia para ellos. Y para mí. Siempre me han gustado los gorriones.

Y ahora me han guiado hasta aquí, hasta mi pozo del desierto, así de
simple.

157


Agito los brazos y los ahuyento con la máxima cordialidad y ellos
me gritan desde lejos. El agua está turbia y sabe a tierra, a hojas
muertas y a herrumbre, peto no me quejo. Alzo el maltrecho cubo,
ignorando a los gorriones acusadores, y lo dejo en el portal de mi
mansión. Lamento quitárselo, pero en este mundo tienes que cuidarte
tú mismo pues es improbable que otro lo haga por ti.

Bajo por el sendero hasta el mar. El aire es salobre, con un olor
fuerte a pescado. La orilla está empedrada de cantos blancos lavados
por el mar que chocan y resbalan bajo mis pies inseguros. Grandes
troncos, separados de cadenas flotantes y arrastrados hasta la orilla,
yacen a lo largo de la playa como bancos naturales. El mar es verde
claro. En los bajíos se ve el fondo, donde las piedras, que en realidad
son pardas, aceituna apagado y pizarra, cambian bajo el agua y rielan
con un brillo húmedo como si fueran granates, ópalos y trozos de jade.
El bulbo oscuro de un alga flota lánguidamente como una sirena,
arrastrando sus fibras y sus hojas escaroladas de cabello amarillo
pardusco. Algunas conchas de almejas desechadas, vaciadas tal vez por
las gaviotas, destacan en la arena mojada como platillos arrojados a un
estercolero marino. Un cangrejo camina delicadamente sobre sus

pinzas.
Veo a unos niños que juegan a escasa distancia en la playa. Al
principio me sobresalto y estoy a punto de dar la vuelta y correr a
ocultarme en los matorrales, pero comprendo que es absurdo tener
miedo de ellos, así que me siento en un tronco a observarles. No me
han visto; están absortos, absolutamente concentrados. Son un niño y
una niña, ambos de unos seis años, diría yo. El niño tiene el cabello
negro y liso. La niña, castaño claro, largo, recogido atrás con una
goma. Están jugando a casitas... es evidente. El niño busca conchas de
almejas. Corretea por la arena con la cabeza baja, mirando,
agachándose de vez en cuando a coger una. Entra descalzo en el agua,
chapotea un corto trecho, lava las conchas y vuelve.

—Toma —le dice a la niña—, éstas pueden ser tazones.
—No —dice la niña—. Son fuentes. Ya tenemos tazones de sobra.
Mira, los he colocado todos, y aquí está nuestra comida.
—Bajo sus
manos, todo ha quedado pulcro y ordenado. Ha colocado una hilera de
conchas de almejas y platos de corteza en un tronco y los ha llenado de
manjares: trocitos de musgo, guijarros, helecho para las ensaladas,
algunas flores de postre.

158




—Éste es el aparador —dice él—. Guardaremos aquí los platos,
apilados.

—No, no es el aparador, Kennie —dice ella—. Es la mesa del
comedor y tenemos que disponer los platos, uno para cada uno.
Vamos... dame.

Niña estúpida. No tiene ni idea. ¿Por qué no le alabará un poco?
Es tan brusca con él. Se hartará en un minuto. Deseo advertirle:
Cuidado, cuidado, que le perderás.


Las ramas se secarán, las raíces morirán,

Todos seréis abandonados y nunca sabréis por qué.

Que te sirva de lección, hija mía. Te arrepentirás.

—Mira —dice ella con suficiencia—, van así.
Con qué esmero ha puesto la mesa. Él da una patada al tronco y el
servicio de mesa se tambalea y salta. Un plato se cae, derramando su
exquisito asado de musgo.

—¡Oh, lo has estropeado! —grita ella—. Eres un idiota inútil.
Te lavaría la boca con jabón por eso, jovencita, si fueras mía.
—¡A quién le importa! —dice Kennie, ceñudo—. Tú sólo quieres
jugar a casitas. No es divertido.

Entonces, sin poder contenerme, cedo a la horrible tentación de
intervenir para arreglarlo.

—Hola —les digo con calma, para no sobresaltarles—, llevo aquí
algo de comida de verdad. ¿Queréis un poco para vuestra casa?

Dan un brinco y me miran fijamente, con ojos desorbitados. Sonrío
cordialmente y señalo la bolsa. Son tímidos. Tal vez no debería haber
mencionado la comida. Es muy probable que su madre les haya dicho
que no acepten comida de desconocidos.

—Vamos —dice él bruscamente, cogiendo a la niña de la mano—.
Tenemos que irnos a casa.

Ella se aferra a su mano y camina a su lado en silencio mientras él
anda a zancadas. Pero cuando llegan a los matorrales oigo que echan a
correr como si les fuese la vida en ello. Me quedo boquiabierta,
pensando, por alguna razón, que he subestimado a la niña. O tal vez a
quien subestimé fue al niño.

159


Ahora comprendo lo mucho que debo de haberles asustado. Oh,
estúpida, estúpida. Cómo he podido ser tan rematadamente torpe. Ellos
sólo han visto a una vieja gorda, un vestido barato arrugado, un
sombrero negro rematado (extrañamente, para este lugar) con
balanceantes flores artificiales azules, una maliciosa mirada tentadora,

una bolsa de papel grasienta. Ahora se imaginarán que son Hansel y
Gretel, corriendo a toda prisa por el bosque mientras se preguntan
cómo harán para escapar del horno. ¿Por qué hablaría? Nunca puedo
dejar las cosas como están. Su precipitada marcha me hace suspirar y
suspirar. Si hubieran esperado un momento, les habría explicado que
no pretendía hacerles daño. Pero no me habrían creído. Mejor que se
hayan ido. Pero me habría gustado observarles más tiempo, contemplar
sus movimientos rápidos y seguros, su viveza, el brillo del levísimo
vello de sus extremidades al darles el sol. En realidad, estaban
demasiado lejos para ver eso y para captar su olor a verano
polvoriento, ese olor a sudor y a hierbas aromáticas que tienen los

niños cuando hace calor y juegan al sol. Simplemente lo recuerdo todo
de hace años.

Hoy no he comido nada. Lo olvidé. Hurgo en la bolsa y saco la
galletas saladas y dos porciones de queso suizo. Quito el papel de plata
con las uñas y lo guardo en la bolsa, pues no soporto a la gente que
ensucia las playas. Las galletas están resecas y demasiado saladas y el
queso sabe como supongo que debe de saber el jabón de lavandería.
Hacía mucho tiempo que no comía quesitos de estos. Me parece que
antes eran mucho mejores. Eran deliciosos. Todo es tan malo hoy día;
ingredientes pésimos que no valen el dinero que cuestan. Trago el
queso sólo por alimentarme, pero sin ningún placer. Me viene a la boca
un sabor amargo a bilis.

Hoy no he hecho de vientre. Seguro que por eso tengo estas
náuseas. Siento una punzada en los intestinos, así que recojo la bolsa y
retrocedo, pasados los edificios silenciosos, hacia el bosque que se
extiende colina arriba. No subiré mucho. Sólo lo justo para ponerme a
cubierto. Me cuesta caminar. Patino y resbalo sobre la gruesa capa de

agujas de pino secas que cubre el suelo. Avanzo torpemente sobre los
helechos y las ramas podridas esparcidas como huesos viejos. Las
ramas de los cedros me azotan la cara y las zarzas me laceran las
piernas. Temo pisar algún agujero profundo lleno de leña podrida y
mantillo y perder pie.

160



Y entonces me caigo. Resbalo con ambos pies a la vez en una masa
de musgo húmedo, y estoy en el suelo. Me he despellejado los codos
con la corteza áspera y me he arañado las piernas, que ahora rezuman
sangre a través de las medias enganchadas. Bajo mis costillas
tamborilea el dolor y oigo el acompañamiento irregular del corazón.

No puedo moverme. No puedo levantarme. Estoy inmovilizada
como una mariquita patas arriba agitándose locamente para pedir una
ayuda que no llegará. No hay ayuda para ella, y yo estoy sola. Oigo mi
ruidosa respiración jadeante y comprendo que estoy llorando, más por

contrariedad que de dolor. Me duele todo el cuerpo, pero lo peor es que
estoy desvalida.

Me enfurezco. Maldigo como Bram, evocando todas las blasfemias
que se me ocurren, gritándolas al bosque silencioso. Tal vez me da
fuerza la cólera, porque agarro una rama, sin fijarme siquiera si está
llena de espinas o pinchos, y me incorporo. Vamos, vamos. Sabía que
podía levantarme sola. Lo he conseguido. Orgullosa como Napoleón o
Lucifer, me pongo de pie y contemplo el yermo que he conquistado.

Siento retortijones y recuerdo a qué vine aquí. Me agacho y hago
fuerza. Nada. Tonta de mí, se me olvidó traer un laxante. Ahora estoy
cerrada como una cámara de seguridad sin llave. Más tarde, tal vez.

No me preocuparé. Lo ignoraré, que es lo que se merece. No permitiré
que esta ignominia me domine. Pero cuando estás hinchada de
malestar, cuando sudas y tiemblas con el esfuerzo de apretar en vano,
es muy difícil pensar en otra cosa. Ésa es precisamente la indignidad
del asunto. Por lo menos no hay nadie que lo vea, lo cual ya es algo.

Me recojo la ropa y me siento en un tronco de árbol caído.
Descansaré un rato. Ya no tengo prisa. Me gusta este lugar verde,
techado de azul, cálido y fresco, con sol y sombra, donde no me
atosigan. Tal vez no haya venido aquí a ocultarme sino a buscar. Si me
quedara sentada tranquilamente y le ordenase a mi corazón que fuese
al otro lado, ¿me obedecería?

Pero no puedo estar sentada tranquilamente más de dos segundos.
Nunca he podido. Aunque el lugar sea adecuado, el tiempo tal vez no
lo sea. Y puedo ver como en un espejo infinitamente profundo que no
apresuraría gustosa el momento ni siquiera lo que dura un suspiro.

161



Advierto ahora que el bosque no está quieto en absoluto, sino
repleto de criaturas que corren de un lado a otro haciendo recados
múltiples y misteriosos. Una hilera de hormigas cruza el tronco en el
que estoy sentada. Avanzan solemnes en fila hacia alguna minibatalla o
festín de carroña. Una babosa gigante cruza rezumando mi camino,
deslizándose con la infinita lentitud de un arroyo estancado. Mi tronco
está cubierto de musgo.., tiro de él y se me queda en la mano un trozo
enorme. Es largo y rizado como cabello, una peluca verde apropiada
para algún búho judicial que celebrara audiencia con los arrendajos
ladrones o los escarabajos carroñeros. A mi lado crece el casquete de
un hongo con la parte inferior aterciopelada color seta; cuando lo toco,
adopta y retiene mi huella dactilar. Cerca, en el suelo, brota una
escrofularia coronada de escarlata; se llama pincel de indio, y es para
el escribiente. Ahora sólo falta convocar a los gorriones para que
hagan las veces de jurado, pero me condenarían en un abrir y cerrar de
ojos, seguro.

Me canso del juego. Soy como los niños que jugaban a casitas. No
tengo nada mejor que hacer. Y ahora recuerdo a otros niños, una vez,
jugando en casa, pero de un modo algo distinto.




Después de que Bram muriese telegrafié al señor Oatley diciéndole
que mi hermano había fallecido. No podía decirle que se trataba de mi
marido ya que, teóricamente, él había muerto hacía años. El señor
Oatley accedió a que me tomara unas semanas más, aunque me decía
en la carta que el ama de llaves suplente no le gustaba y que no tardara
demasiado. No me habría quedado ni un minuto, pero no quería dejar
solo a John todavía.

Los días transcurrían muy despacio, y las noches, como la arena de
un cronómetro para huevos. John pasaba demasiado tiempo fuera. Yo
me preocupaba y lo reñía, pero él se limitaba a decir que no había nada
que hacer en casa. Me habría vuelto loca si no hubiera encontrado algo
que hacer. Limpié la casa de arriba abajo, y bien sabe Dios que lo
necesitaba. El desván llevaba años sin tocarse. Entre periódicos viejos
y mecedoras rotas encontré una caja de nogal pulida con
incrustaciones nacaradas en la que se había grabado Clara Shipley.

162



Dentro había un marcalibros, de los que se utilizaban en las Biblias,
una cinta azul ancha con un trocito de petit point, un cuadradito con
una inscripción bordada: Ni cruz ni corona.

Me pregunté si lo habría hecho Clara, de joven. Tal vez. Pero no
podía imaginarla manejando la fina aguja con esos dedos suyos que
más bien parecían salchichas, aunque no me resultó demasiado difícil
creer que el laborioso y torpe esfuerzo tenía su base y justificación en
el mórbido lema. La caja contenía otro trofeo: un anillito de oro
engastado con aljófar y en el centro, tapada con un trocito de cristal,
una guirnalda en miniatura de las que solían tejerse con cabello de
difunto. El cabello había sido en tiempos rubio, pero se había vuelto de
un beige apagado y me pregunté a quién habría pertenecido. Recordé
entonces que Bram me había explicado una vez que su hijo
primogénito había muerto. Cogí el anillo, pensando en lo mucho que
habría debido de sufrir Clara para hacer aquella laboriosa guirnalda
con el cabello del niño y guardarla en aquella caja.

Bajé la caja con su contenido. No me habría molestado en llevársela
a Jess en aquel momento, pero no soportaba estar sola en la casa y
tenía la sensación de que no aguantaría allí un instante más. John se
había llevado la calesa y yo no podía conducir la camioneta, pero aún
quedaba en el granero un viejo carro. Los buenos caballos de Bram ya

habían desaparecido, claro, habían muerto o los habían vendido para
comprar la camioneta y el tractor. Aparte del caballo que se había
llevado John, sólo había una vieja yegua coja; se había roto una de las
patas delanteras y la tenía más corta que la otra. La enganché, con el
mismo recelo que había sentido siempre con los caballos, aunque ese
pobre animal no podría haberse resistido ni para salvar la vida.

Jess vivía a casi cinco kilómetros, y llegué acalorada y cubierta de
polvo. Al entrar en el corral vi algo que me sorprendió mucho. Allí
estaba la calesa de John. Até las riendas a un poste de la cerca y me
encaminé hacia la puerta, sosteniendo delante la caja de nogal, como si
se tratase de una ofrenda y yo fuese un rey mago. Me sentía estúpida

y lamentaba haber ido. ¿Qué estaría haciendo John, precisamente él,
allí? Vacilé antes de pasar delante de la ventana y les oí hablar. No me
habían visto. En la cocina sólo estaban John y Jess.

—Es Calvin que ha vuelto —oí decir a Jess.

163


Creí que hablaba de su marido, que seguramente había vuelto y
estaba en el granero. Supongo que tendría que haber entrado en aquel
momento, pero no fui capaz de desperdiciar la oportunidad.

—Sí —dijo John, sin interés. Luego, como si retomara la
conversación donde la habían dejado
—: Así que ya ves que no fue algo
repentino, Jess. Aquella última enfermedad suya debió de empezar
hace más de un año.

—Yo fui a verle siempre que pude —dijo Jess—. No es tan fácil
ahora que Calvin se está haciendo viejo. Vern y yo llevamos esto solos,
en realidad.

Parecía que los dos hablaran para sí mismos, como líneas paralelas
que nunca se encontraban.

—Aquella vez llamé al médico —dijo John—. Pero lo único que
hizo fue decirme que era el hígado y que no se podía hacer gran cosa.

—Si hubiera ido más a menudo Calvin me habría armado un
escándalo
—dijo Jess—. Fue lo que le dije a Glad: «Por qué no vas tú,
para variar». Ya sabes, Stan no es ni la mitad de especial con lo de que
las comidas estén a la hora. Si me retraso cinco minutos, Calvin monta
un drama. Y ahora que está tan mal de la artritis es mucho peor. Se
queda por aquí sentado en la cocina hasta que creo que voy a perder el
juicio.

—Yo intenté que comiera más —dijo John—. Pero él no quería.
¿Qué cree ella que debí haber hecho? Tenía lo que necesitaba... Y no
había ninguna otra cosa que le beneficiara en absoluto.

—Glad dijo que para mí era muy fácil hablar —continuó Jess—,
pero que no estando en casa Chris y el pequeño Stan ella tenía el doble
de trabajo. Le dije: «Mira, Gladys, se trata de tu padre. Has de tenerlo
en cuenta».

En la mesa de la cocina resonó el puño de John.
—¿Para qué? —gritó de pronto—. No sé por qué, y no hay más que
hablar.

Un breve silencio y luego la voz vacilante de Jess.
—¿Qué te pasa, Johnnie?
Johnnie. Como si fuera suyo. Me puse tensa y la caja de nogal,
que apretaba contra los pechos, me hizo daño.
—No pasa nada —dijo John—. Todo va bien. Todo va
perfectamente.

164




—No deberías beber tanto de eso —dijo Jess—. No es como la
bebida que se compra. Hace que te sientas deprimido y estoy segura de
que no es nada bueno para el estómago.

Me enfureció oír que le daba consejos a mi hijo. Pero John la
ignoró.

—¿Cómo era él hace mucho tiempo, Jess? —preguntó—. Cuando tú
eras pequeña.

—Oh, tenía muy mal genio —respondió Jess, pensativa—. Pero
cuando Glad y yo éramos pequeñas, él era bastante bueno. Parecía un
hombre alto en aquel entonces, un hombre grande y corpulento, con
aquella barba negra que siguió llevando aun cuando ya nadie llevaba
barba. ¿Recuerdas lo mucho que le gustaban los caballos, Johnnie?

Y hacía muchas bromas... se le daba muy bien. Podía hacernos reír a
todos. Dios mío, yo debía de ser pequeñísima entonces. Hace ya más
tiempo del que quiero reconocer.

—Oh, Dios mío —dijo John con voz tensa—. Oh, Dios mío...
No podía soportar seguir allí. Pasé por delante de la ventana y llamé
a la puerta de red metálica. John estaba sentado a la mesa con la
cabeza sobre los brazos extendidos. Pero alzó la cabeza al oír la
llamada. Entré despacio en la cocina. Jess estaba de pie junto al fogón.
Con los años, cada vez se parecía más a Clara. Era una mujer baja,
corpulenta e informe. El vestido de algodón debió de ser estampado de
flores, pero ya sólo estaba estampado de manchas desvaídas color
pastel. Sus manos parecían sudorosas, tal como solía ocurrir con las de
su madre. Le di la caja.

—Sólo he venido a traerte esto. Era de tu madre. La encontré en el
desván.

—Oh... gracias. —Se mostraba brusca conmigo, pues nos habíamos
dicho palabras muy fuertes cuando discutimos acerca de dónde había
que enterrar a Bram. Yo no quería que pensase que la caja era una
oferta de paz, porque no lo era.

—He pensado que debíais tenerla Gladys o tú —dije, en tono
distante
—, por eso la traje. Os corresponde por derecho.
—Muy agradecida —dijo Jess de mala gana.
John la miró.
—¿Lo ves? Ya te dije que si se enteraba de que estaba aquí seguro
que venía a buscarme.

165




—No es cierto —exclamé—. No es cierto...
—No insistas —dijo él, agitando la mano—. Ya voy.
Me siguió fuera con una mansedumbre burlona que me costaba
mucho soportar. Y Jess, sosteniendo la caja de su madre, habló para sí
misma en voz alta.

—En fin, ¿qué te parece?
Cuando llegamos a casa, me volví a John furiosa y suplicante a la
vez.

—¿Por qué le dijiste eso? Tú sabes que no habría ido a buscarte,
John. ¿Por qué tienes que decir esas cosas?

—Perdona —dijo él—. No sé por qué lo dije. Perdona.



No supe que salía con Arlene hasta la noche que lo llevó a casa. Oí
entrar el coche en el comal, me asomé y vi que era el Nash azul de
Telford. Conducía Arlene, y John iba a su lado en el asiento delantero,
con la cabeza apoyaba en el respaldo.

Ella lo sacó del coche y lo llevó hasta la casa. John casi no se tenía
en pie y se esforzaba por sonreír bobaliconamente para mí; pero pronto
dejó de hacerlo. Sólo dijo una cosa, pero la repitió una y otra vez:

—Me encuentro mal. Mamá, me encuentro mal.
No le reñí. ¿De qué habría servido? Y, además, ni siquiera sentía
indignación en aquel momento, sólo una especie de ternura.

—Anda, ven —dije amablemente—. Ven... te pondrás bien. —Lo
rodeé con los brazos y lo guié. Se dejó caer en el sofá de la cocina.

—Se sentiría mejor si devolviera —dijo Arlene.
Era una chica muy práctica, en algunos sentidos.
—Nunca le ha resultado fácil devolver —dije yo, porque no se me
ocurría otra cosa
—. Desde pequeño.
—Bueno... —Vaciló en la puerta, el cabello claro suelto alrededor —.
Creo que me iré.

Recuperé el control. Quería preguntarle quién lo había visto,
además de ella, pero no conseguí formular la pregunta.

—Gracias, Arlene —dije.
—De nada. —Me lanzó una mirada hostil y se fue.

166



Cuando bajé por la mañana lo encontré sentado en el sofá,
peinándose con los dedos.

—¿Dónde estuviste anoche? —pregunté con aspereza.
Alzó la vista.
—¿Eh? Ah... en un baile de la asociación de veteranos.
¿Cómo llegué a casa?
—Te trajo Arlene.
Extrañamente, soltó una risa sorda.
—¿De veras?
—Sí, así es, y te aseguro que no me sentí muy orgullosa de ti,
de que te viera como estabas.
—Ella me rajo a casa... —dijo él—. Bueno, ¿qué sabes tú de eso?
—¿A qué te refieres? —repliqué.
Vi en su rostro una expresión de leve desconcierto.
—Siempre creí que le gustaba tontear por ahí conmigo porque se
suponía que no debía hacerlo
—dijo—. Pero es extraño que se quedara
anoche conmigo, ¿no?

—¿Qué quieres decir?
—Me peleé con otro chico —dijo John, sin pretender ocultarlo en
absoluto
—. Estaba cargado y cuando me pegó en el estómago fui hasta
el otro lado de la pista de baile.
—Alzó la vista y sonrió, la misma
mueca torcida que había visto yo antes, en otra persona
—. Me deslicé
como un disco de hockey
—dijo. Luego, apartó sus grises ojos de los
míos
—. Olvidaba decírtelo... Los padres de Arlene estaban allí.
Tenían que haber sido precisamente Lottie y Telford, entre todas las
personas del mundo. Casi no podía hablar de rabia. Entonces arremetí
contra él.

—Si querías conseguir que me fuese absolutamente imposible andar
otra vez con la cabeza alta en este pueblo, desde luego ya lo has hecho.

Me ignoró completamente. Como si ni siquiera me hubiera oído.
—Y a pesar de todo, me trajo a casa —dijo lentamente—. ¿No es
increíble?

Lo miré con la sensación de que habíamos cambiado nuestros
puntos de vista, pues él parecía estar renunciando a lo mismo de lo que
yo ya estaba convencida. Ahora era yo quien creía que Arlene
disfrutaba exhibiéndole como una bandera hecha jirones.

167



Finalmente, tuve que regresar a la costa. Intenté una vez más
convencer a John de que volviese conmigo, pero ni siquiera quiso
hablar de ello. Me fastidió mucho tener que irme sin saber qué estaba
pasando.




Volví a Manawaka el verano siguiente. El señor Oatley se había ido a
visitar a su hermana a California y me había dado los dos meses
pagados, algo desde luego muy generoso de su parte.

Al entrar en la cocina de la casa de Shipley, me di cuenta de que
alguien había fregado, y hacía poco, pues aún olía a jabón Fels Naptha.
Habían limpiado hasta el viejo hule de la mesa grande.

—Vaya, lo has arreglado todo muy bien —dije.
—No he sido yo —dijo John—. Arlene viene de vez en cuando.
—Creí que daba clases en la ciudad.
—Ya no. Redujeron el profesorado y la despidieron. No encuentra
trabajo. No hay. Vive aquí con sus padres.

—Les alegrará tenerla con ellos, estoy segura.
—Sí, claro. Están contentísimos. Pero a ella no le pasa lo mismo.
—¿Y por qué no? Telford tiene una buena posición.
—Ya no. Va tirando, nada más. De todos modos, ésa no es la
cuestión.

Arlene fue aquella tarde. Había adelgazado y no le sentaba nada
bien. Tenía ojeras y parecía muy preocupada. También se le había
oscurecido un poco el cabello y ya no tenía aquel tono rubio natural.
Parecía más bien de un castaño claro, aunque cuando se lo mencioné a
John dijo que no había notado la diferencia. Llevaba una falda azul

acampanada y blusa blanca, prendas muy sencillas y nada nuevas.
Cuando preparamos la cena aquella noche, ella fue directamente al
gancho de detrás de la puerta y cogió un delantal (suyo) que había allí
colgado, y me di cuenta de que sabía dónde estaba cada cosa en los
armarios.

John había ido al granero. No dije una palabra. Esperé a ver qué
decía ella.

—Siempre me gustó —soltó al fin—. Desde pequeña. Pero él
entonces no hablaba conmigo. No es que se lo reproche.

168




—¿Qué quieres decir?
—Bueno, ya sabe cómo me vestía mamá, siempre con cintas y lazos
en el pelo. ¡Menuda pinta debía de tener! Me hizo una presumida
horrorosa, de pequeña.

Bien sabe Dios que yo no defendía a Lottie, pero me disgustó
mucho oír a su hija hablar así.

—Eso es —dije—, échale toda la culpa a ella.
—No era ésa precisamente mi intención. —Vaciló; luego, quitándole
importancia añadió
—: De todos modos, ahora es distinto.
—¿Qué es distinto?
—John y yo —dio—. Ahora ninguno de los dos tenemos nada.
Supongo que le ha explicado que estoy sin trabajo.

—Es estupendo, ¿no? No se me habría ocurrido que fuera algo de lo
que jactarse.

—Sin embargo, en cierto modo lo es. Al menos para mí.
—Piensas así sólo porque nunca has estado realmente sin un
céntimo
—dije—. Crees que las cosas seguramente mejorarán pronto.
En fin, quizá lo hagan, pero yo no contaría con ello.

—Nos las arreglaremos —dijo ella—, ya lo verá.
—No puedes hablar en serio. ¿Te casarías con él?
—¿Por qué no?
—Porque entre los dos no tenéis un céntimo y, además, no es el
hombre adecuado para ti. Me duele muchísimo reconocerlo, más de lo
que imaginas, pero bebe demasiado y lleva años haciéndolo.

—Tal vez deje de hacerlo —dijo ella con obstinación—. Usted no lo
sabe. Últimamente no bebe mucho.

—Si crees que le vas a cambiar cuando nadie lo ha conseguido
—dije yo—, te llevarás una buena sorpresa, hija mía. Nunca cambiarás
a un alma solitaria, te lo aseguro.

—No es eso —dijo ella—. Yo simplemente estoy a su lado.
Si pudiera hacer más, lo haría. Pero no puedo. Ni él por mí.
Yo no entendía lo que quería decir, pero su aire tranquilo y casi
reservado me exasperaba.

—Bien sabe Dios que no hablo por hablar en estas cuestiones,
pero tú preferirías lanzarte de cabeza, ¿verdad?
—John no es como su padre —se apresuró a decir Arlene—. Pese a
lo que diga él a veces, yo sé que no lo es.

169


—¿Qué sabes tú de su padre? —Era absurdo, pero entonces me puse
del lado de Bram. Pasaba de un extremo a otro, como un péndulo.

Lo único que se me ocurría era que ella no tenía ningún derecho a
calumniar a un hombre de quien no sabía nada. Luego me calmé de
nuevo. ¿Qué sentido tenía preocuparse por aquella criatura?
— Siempre
pensé que John se parecía a los Currie —dije—. No tenía la menor
duda, hasta que volvió aquí y empezó a vivir como un vagabundo.

—No entiendo cómo puede hablar así de él —dijo ella.
—No lo entiendes, ¿eh? Espera a tener un hijo y a hacer planes para
él y trabajar como una esclava y ver que no sirve absolutamente para
nada.

—Creo que no lo conoce en absoluto —dijo Arlene.
Y creía que ella sí, a fondo. Había contemplado sus ojos grises,
quizá, y los había confundido con él. Ella lo conocía... oh, claro, pero
yo no) yo) que lo había traído al mundo y lo había criado y lo había
visto actuar durante un cuarto de siglo. Su desfachatez me sacaba de
quicio. La habría abofeteado tan fuerte como para saltarle los dientes.
Pero mantuve cierta apariencia de modales, sonreí con una falsa
bondad y le di un escurridor lleno de judías verdes.

—¿Quieres quitarles las puntas, por favor, mientras yo pelo las
patatas?

Cogió el escurridor y el cuchillo.
—Señora Shipley...
—No vamos a discutirlo ahora, Arlene. Tal vez luego. Sois los dos
jóvenes y no tenéis un céntimo... Esa es mi opinión.

En realidad, no eran jóvenes. John tenía casi treinta años y Arlene
unos veintiocho. Pero parecían jóvenes. Tal vez porque estaban sin
blanca. Luego, después de cenar, no volvimos a tocar el tema. John fue
a acompañarla al pueblo y yo lo esperé levantada. Por la noche no iba
a la sala porque la encontraba muy lúgubre, con el aparador vacío y el
olor a naftalina de la alfombra debido a las bolas que había colocado
yo el verano anterior. Me parecía que Bram seguía allí, bufando y
murmurando, mirándome fijamente con ojos legañosos, tomándome
por su primera esposa. Me quedé en la cocina, sentada en el viejo sofá
de Toronto, con su tapizado de zaraza de volantes destrozado hasta el
punto que parecía una ensalada de col. Había que despabilar la mecha
de la lámpara y los fragmentos encendidos se agitaban y manchaban el
tubo de vidrio. Después de tantos años de electricidad en casa del
señor Oatley, ya no estaba acostumbrada a las lámparas de parafina,

y cuando reduje la llama recordé que de niña siempre pensaba que el
nombre era «batafina». Qué lejanos parecían aquellos días.

170


Miré por la ventana la verja de un solo gozne y los álamos oscuros
más allá, y pensé que si cuarenta años antes la gente me hubiera dicho
que mi hijo se enamoraría de la hija de Lottie Sin Nombre Drieser, me
habría reído en su cara.

John regresó al fin. Se quedó parado en la puerta y la luz de la
lámpara le iluminó la curva del cuello y las clavículas semejantes a un
yugo bajo la piel tostada por el sol. Llevaba el cuello de la camisa

—una camisa azul de dril, pero limpia— desabrochado.
—Supongo que también te lava las camisas —le dije.
—¿Y qué?
—Oh, nada. Pero de todas las chicas que alguna vez pensé que
podrías tomarte en serio, ella es la menos apropiada.

—De pequeña no me gustaba —dijo—. Supongo que la veía como la
hija de Telford Simmons...

—¿Y quién es Telford Simmons, si puede saberse? —le corté—. El
viejo Billy Simmons tuvo la primera funeraria del pueblo, y era muy
pobre, además, si es verdad lo que decía mi padre. Cuando Telford era
pequeño, su madre planchaba las mantelerías de damasco de otros para

ganar algo de dinero extra. Los Simmons no eran nada del otro mundo.
—Tal vez te sorprenda —dijo John—, pero yo no salgo con su
abuelo, ni ella con el mío.

—No estarás pensando en casarte con ella, ¿verdad?
—Si lo hiciera, sería asunto mío. No tiene sentido que lo
discutamos.

—Lo tiene —insistí—. Claro que lo tiene. Crees que no lo
entendería, ¿eh? ¿Cómo voy a entenderlo si no me lo explicas? ¿Acaso
crees que no me interesa lo que sientes y lo que te pasa? Oh, algún día
te darás cuenta. Los jóvenes se piensan que son los únicos que lo
entienden todo. ¡Qué sabrás tú de eso! ¡Qué sabrá ella, soltando
indirectas maliciosas sobre tu padre!
—Había perdido el hilo en algún
punto. Ya no recordaba qué me había propuesto decir ni lo que iba a
preguntarle. Nos miramos, pero ninguno de los dos sabía qué decir.
Finalmente, el primero en hablar fue John:

—Debes de estar cansada del viaje en tren. Te he dejado la maleta
en la antigua habitación de Marv, pero si prefieres el dormitorio
principal, la llevaré.

171



El dormitorio principal había sido el de Bram... y el mío, cuando yo
vivía allí. Era el único dormitorio de la casa que tenía un árbol junto a
la ventana. Seguro que por las mañanas los gorriones seguían
cotorreando en aquel arce.

—No, gracias —dije—. La habitación de Marvin está bien.
—Llévate la lámpara cuando subas —dijo—. Yo no la necesito.
—¿No subes?
—Dentro de un rato —respondió.
Se quedó sentado a oscuras, recostado en la silla, con las manos
unidas en la nuca. Nunca le había preocupado la oscuridad, ni siquiera
de niño. Le dejaba pensar, solía decir. A mí, en cambio, me ocurría
todo lo contrario. Siempre. Para mí, la oscuridad estaba poblada de
fantasmas, parásitos espirituales de dedos ligeros, voces de duendes y
pálidos fuegos inconstantes como parpadeos. Pero jamás permití que
ni él ni nadie lo advirtieran.




Las tardes bochornosas me dejaban completamente atontada. Después
de comer solía echarme arriba, con las persianas bajadas. Pero un día
volví del pueblo sudorosa y aletargada y me eché en el sólido sofá de
la sala, cuyo cobertor de punto había estimado mucho hacía años por

sus múltiples tonos azules: turquesa, cielo, agua de lago, nomeolvides.
Pero la lana estaba apelmazada por haberla lavado con agua dura y
seguramente demasiado caliente… obra de Arlene, sin duda. Debí de
adormilarme, porque cuando desperté el sol estaba bajo. De pronto, oí
sus voces acercándose.

—Mamá...
Medio dormida, pensé si contestar y luego, impulsada por la inercia
o la curiosidad, guardé silencio. Él subió las escaleras desde la cocina
y volvió a bajar en seguida. Ni por un instante se le ocurrió mirar en la
sala, que siempre se había usado muy poco y desde la muerte de Bram
prácticamente no se abría.

—Todavía no ha regresado —dijo John—. La acompañé al pueblo
esta mañana. Iba a volver con Hank Pearl, pero me dijo que si no había
vuelto a la hora de la cena estaría en casa de los Pearl. No creo que
llegue antes de las ocho o las nueve.

172



—Es agradable estar solos aquí otra vez —dijo Arlene—. Aunque
sólo sea un ratito.

—No se quedará más que dos meses. Luego tendremos la casa para
nosotros.

—¿Cuándo vendré para quedarme definitivamente? —preguntó ella.
—Pronto —dijo él, inquieto—. Pronto. ¿No estaba bien, como
antes?

—Sí —contestó ella—. Pero si seguimos así, cualquier noche me
olvidaré de volver.

—¿Te importa el qué dirán?
—Supongo que no debería importarme —dijo ella—, pero cuando
tienes que aguantarlo continuamente..., ¿sabes lo que dice ahora mi
madre?

—¿Qué?
—Que se muere de miedo pensando que seré como su madre
—dijo Arlene.
John se echó a reír.
—No sabían mucho en aquellos tiempos. Nosotros no cometeremos
el mismo error.

—Ya lo sé —dijo Arlene—. Pero...
—¿Pero qué?
—La verdad es que quiero tener uno —dijo ella sencilla y
claramente, sin rastro de culpabilidad ni de vacilación
—. Un hijo tuyo.
No puedo evitarlo, ¿o sí?

—Supongo que no.
—Pero tú no, ¿verdad?
—Claro que sí —dijo él—, sólo que...
—¿Qué pasa?
—No tenemos un céntimo. ¿Recuerdas?
—No lo he olvidado.
—Lo harías de todos modos, ¿no?
—La gente no puede esperar eternamente —dijo ella—. Nos las
arreglaríamos.

—Oh sí, claro. Tú no sabes lo que es eso, Arlene.
—Si no te quisiera, no lo desearía. Es sólo porque te tengo cariño.
—Ya lo sé —dijo él—. Esa es la vieja cantinela de las mujeres. Todo
por cariño. Supongo que es verdad, pero, santo cielo, qué insistencia.

—No hablemos ahora de ello —dijo Arlene, asustada.

173



—No es que escurra el bulto —protestó John—. Mira, en cuanto ella
se vaya, nos casaremos, Arlene. Sólo que esperaremos un tiempo para
tener un hijo. No me presiones demasiado, ¿de acuerdo? Lo siento,
cariño, pero...

—De acuerdo —dijo Arlene—. Esperaremos. Todo irá bien. —Se
había salido con la suya. Así que, por supuesto, dejó rápidamente el
tema. Luego, agregó
— Imaginemos que ésta es nuestra casa, y que
nadie puede venir aquí más que nosotros dos. Imaginemos que
tenemos todo el tiempo del mundo. No esperamos absolutamente a
nadie. Podemos echarnos aquí y pasarnos toda la noche sin dormir
dándonos placer.

Él se echó a reír y cerró la puerta de atrás. Oí los sonidos
susurrantes de la ropa al quitársela; los muelles del sofá se quejaron.

—Cada vez eres más rápida —dijo él—. Estás... Dios mío, estás a
punto, ¿verdad?

Yo no podía mover un músculo. Casi no me atrevía a respirar,
pensando en lo que ocurriría si me descubrieran tumbada en mi capullo
azul como si fuese una vieja oruga parda. Paralizada por la turbación,
me vi obligada a mantener mi inquieta paz y a escuchar mientras ellos
se amaban.

Nada tenían a su favor, nada, ni un céntimo en el banco; a su
alrededor, el esqueleto gris de la casa, y fuera, el viento lleno de arena
que no llevaba nada bueno a nadie; y, sin embargo, se habían aislado
de todo y sólo se veían el uno al otro. Parecía mentira que semejante
torrente de alegría vital se diera en este mundo implacable y mezquino.
El grito final de él fue sordo, la voz del torbellino. El de ella fue
diferente, las palabras brotaron de su garganta.

—Oh, amor mío... Oh, amor mío...
Me emocioné, confusa y extrañamente, pero sólo un momento.
Luego recobré el juicio. Lo primero que pensé fue que Lottie se
moriría del susto si se enteraba. Y en cuanto a mí... la casa era mía, una
vez muerto Bram. Lo que a aquellos dos les faltaba de vergüenza les
sobraba de osadía. ¿Cómo se atrevían a hacerlo allí, en mi sofá de

Toronto, a plena luz del día? Me enfurecía sólo pensarlo. Tendida en
mi mosaico azul como un cangrejo en el fondo de una piscina
azulejada, bufaba en silencio. No podía moverme. Estaba agarrotada e
incómoda y la lana del tapizado me rozaba los codos.

174



Se levantaron la mar de tranquilos y prepararon la cena. Ella puso
la mesa y él silbaba mientras golpeaba las cacerolas y encendía el
fuego. Cuando la cena estuvo lista, comieron en su casita de muñecas,
los dos juntos. Yo estaba hambrienta y me rugía el estómago, pero
ellos no oían. Estaban ensimismados en su juego. Al fin, se fueron.

Ya se me había pasado el hambre. Subí a acostarme, pensando en lo
que iba a hacer.




Lottie era la última persona a quien hubiera considerado una aliada en
otros tiempos, pero ninguna de las dos tenía elección en aquel asunto.
Tomamos el té en su sala de estar. La casa no había cambiado. Estaba
tan recargada como siempre de basura ornamental. Siempre colocaba
los objetos que estaban bien junto a las baratijas. Una agradable
acuarela del Puente de los Suspiros estaba entre dos peces de yeso
mate, de ojos saltones e hinchados, pintados de un rabioso verde
artificial. Una florista Royal Doulton compartía un estante con un
caniche de porcelana rosa, de los que venden en los almacenes de
baratillo a muchachitas deseosas de gastar el dinero del cumpleaños.

Había pañitos de ganchillo por todas partes, como si la estancia
hubiera sido víctima de una ventisca de encaje almidonado.

Lottie estaba redonda como un bejín. Parecía a punto de explotar.
Los Drieser siempre acababan obesos. No recordaba muy bien a su
madre, que había muerto oportunamente joven con una sola hija
ilegítima, pero la tía modista que había criado luego a Lottie caminaba
como un pato cebado para Navidad.

Aquel día Lottie lucía un traje sastre de seda azul marino,
convencida, tal vez, de que el color oscuro la hacía menos gorda. Vaya
una idea. Y, naturalmente, no había resistido la tentación de ponerse al
cuello varias docenas de bamboleantes sartas de perlas artificiales.
Desde luego, yo no estaba precisamente delgada, pero era maciza,
nada de esa gordura fofa que parece temblar y agitarse
espontáneamente. Me había puesto el vestido de seda rosa oscuro que
había comprado en las rebajas aquella primavera, y un sombrero a
juego. Me parece que Lottie se quedó bastante pasmada al verme tan
elegante.

175

Fuimos directamente al grano.

—Por supuesto, no hay mejor muchacho que John —dijo Lottie, sus
ojos de pájaro rehuyeron los míos
—. No se trata de eso. Ha hecho el
tonto alguna que otra vez, tengo que reconocerlo. Estoy segura de que
tú también lo sabes. Pero Arlene afirma que ha sentado cabeza y
espero que tenga tazón, desde luego. Por supuesto, todos pensamos
que fue un buen detalle por su parte volver para cuidar de su padre. No
meo que ningún médico pudiera haber hecho mucho de todos modos.
Las veces que ha estado en casa, John jamás ha dicho una palabra
sobre Bram, jamás. Yo siempre he admirado la lealtad. No debió de ser
nada fácil manejar a su padre el último año, estando tan enfermo y
todo.

—Arlene es una chica encantadora —dije yo—. Al ser hija única,
claro, ha tenido ventajas que no todo el mundo puede dar a sus hijos.
No creo que nunca haya tenido que hacer economías, pero estoy
segura de que no serla una derrochona, la verdad, como algunas
jóvenes que no saben cómo es realmente la vida. En fin, resulta
extraño, ¿eh? Ni por un instante podríamos haber imaginado cuando
éramos pequeñas que esto podría ocurrir algún día, Lottie, ¿verdad?

Eso le dolió, de acuerdo, pero se lo tenía bien merecido; tenía que
ponerla en su sitio por todo lo que había dicho de mi hijo y de mi
marido. Se abanicó con una revista y alargó hacia mi té una mano con
un gran zafiro.

—¿Más té, Hagar?
—Gracias. Creo que tomaré un poco más, sí. Arlene es una chica
muy guapa. Y tiene un pelo precioso.

Lottie se tranquilizó.
—Sí, ¿verdad? Y es una suerte que tenga ese tono rubio miel
natural. Y siempre lo ha tenido ondulado, también. Cuando era
pequeña, yo se lo cepillaba siempre; cien pasadas todas las noches.

—Se pavoneó un poco, satisfecha, madre de pavos reales, creadora de
reinas, madre de Rapunzel. Sonrió con una confianza tan súbita que
casi cambié de idea sobre mi próximo comentario. Pero no podía
desperdiciar una oportunidad tan excelente, tal vez no se presentase
otra igual.

—No se parece ni a ti ni a Telford —dije—. ¿A quién crees tú que
sale?

—Es el vivo retrato de la madre de Telford —respondió Lottie, con
una voz tan lejana como la estrella polar.

176



Satisfecha, tomé el té educadamente a grandes sorbos.

—Yo no tengo absolutamente nada contra el hecho de que en el
futuro se casen
—dije al fin—. Lo único que me preocupa es que lo
hagan ahora. No tienen un céntimo.

—Telford y yo pensamos lo mismo. Si al menos pudieran esperar a
que las cosas mejoren algo y encontrar algún medio de ganarse la
vida... Además, pata entonces sabrían si lo que sienten el uno por el
otro es realmente profundo.

Yo asentí.
—Es un error casarse precipitadamente y descubrir luego que sólo
era una especie de capricho. Lo sé muy bien.

Ya podía quitarme aquella costra.
—Estoy segura de que lo sabes —dijo Lottie, en un tono de
palmadita consoladora,

—De todos modos, el principal problema es el dinero.
Y verdaderamente lo era. Mientras lo decía, casi olvidé a Lottie.
Pensé en los dos, viviendo de la ayuda social, tal vez con hijos, y yo,
obligada a enviarles lo que tuviera y sin poder ahorrar nunca bastante.
Les vi con un rebaño de críos, al igual que Jess, apiñados como
huevas, siempre con los mocos colgando y con pantalones heredados
cuatro tallas más grandes que la suya. No soportaba la idea. Todo lo
demás tenía poca importancia comparado con aquello, cuando recordé
lo que había pasado yo precisamente para librar a John de algo así.
Recordé aquel olor, la fatiga infinita, la eterna espuma gris de jabón en
las palanganas de estaño.

Miré a Lottie y vi en sus ojos un pánico similar.
—Hagar..., ¿y si tuvieran hijos? Telford y yo... Tal vez no lo creas,
pero hemos conseguido ahorrar muy poco. No podríamos...
sencillamente no podríamos...

—Yo tampoco podría —dije—. No sé, Lottie. No puedo concebirlo
de ninguna manera, la verdad.

—Ella es todo lo que tengo en el mundo —dijo Lottie—. Todo.
Perdí dos antes de que ella naciese. Es todo lo que tengo. Tú no
sabes...

Y entonces comprendí, y me maldije por mi mezquindad anterior,
por creerme que era la única.

—Igual ha sido para mí —dije—. Esperas y confías en que no pase
nada, y cuando algo va mal es casi insoportable.

177




Asintió y seguimos un rato allí sentadas, en silencio, mientras el té
se enfriaba. Qué extraño que hubiésemos sido amigas toda la vida, por
así decirlo, y sin embargo ni una sola vez hubiéramos sentido simpatía
la una por la otra hasta aquel momento. Allí estábamos sentadas, entre
los pañitos y las tazas de té, dos viejas gordas que ya no porfiaban la
una con la otra, sino con el destino, midiendo nuestro juicio con el de
Dios.

—Telford tiene un primo en el Este que siempre ha querido que
Arlene vaya
—dijo Lottie—. Es probable que fuese si le encontraran
algún trabajo allí, o incluso si le pagaran algo por echar una mano...

La casa es enorme, grandísima, y Caroline ya no tiene criada. Voy a
escribirle esta noche.

—Creo que sería lo mejor —dije—. Y deja que sea Caroline quien
haga la propuesta.

—Por supuesto —dijo Lottie.
Charlamos de otras cosas, de los viejos tiempos, de gente que
conocíamos. Luego, de algún lugar de la chatarrería de mi memoria,
surgió inesperadamente una tarde concreta. Hablé de ella
impulsivamente.

—¿Recuerdas aquel día en que encontramos unos polluelos en el
vertedero, Lottie, cuando éramos pequeñas? Siempre me asombró que
fueras capaz de hacer lo que hiciste. Hacía años que no lo recordaba,
pero muchas veces me he preguntado..., ¿no hizo que te sintieses...
ruta?

—¿Polluelos? —dijo Lottie, divertida—. No recuerdo absolutamente
nada.




Durante el mes siguiente, la vida siguió igual y Arlene iba a nuestra
casa tan a menudo que me sacaba de quicio.

—¿Es que tiene que estar aquí todos los días de su vida?
—le pregunté por fin a John.
—Si te molesta tanto —respondió el, furioso— no volveré a traerla
nunca. ¿Satisfecha?

—Sí, satisfecha —dije—. La verdad es que sí.

178




¿Por qué lo diría? Lo lamenté de inmediato. Pero no podía
retractarme porque habría sido humillante.

Todo aquel largo mes, mientras la calina se cernía como un
espejismo de agua sobre los álamos amarillentos y el aliento abrasador
del viento chamuscaba la hierba rala y arrastraba la tierra de los
campos, los dos tuvieron por hogar las zanjas y las cunetas llenas de
polvo, donde hasta las malas hierbas estaban marchitas y secas. Nunca
supe dónde iban ni en qué lugar hacían su lecho momentáneo ni qué
sabían allí durante un rato.




Vuelvo en mí sobresaltada. Tengo en la mano un trozo peludo y áspero
de musgo y a mis pies una enorme babosa ciega se encorva sobre uno
de mis zapatos. ¿Qué es lo que me ha dominado? Debo de llevar siglos
sentada en este tronco. Hace fresco ya en el bosque. Tengo hambre y

se acerca la noche.
No puedo volver a aquella casa. Las escaleras son demasiado para
mí. Además, si llegaran intrusos lo más probable es que fueran a la
casa y no a la vieja fábrica de conservas. Iré allí. Estaré más segura.
Oiré el mar, y el aire será más fresco.

Regreso cautelosamente, me paro a beber otra vez del cubo de agua
de lluvia. Cruzo luego el camino cubierto de maleza, abro la puerta de
la fábrica de conservas y miro dentro.

179








Ocho










Parece un almacén de saldos y objetos raros, el baúl de un viejo
marinero gigantesco más que una simple fábrica de conservas
abandonada hace años. Es un espacio enorme y alto, con grandes
vigas, como un granero. Las tablas del suelo, de un negro grasiento,
están impregnadas de la sangre y el aceite oscuro de los peces de años
y años. Veo esparcidas al azar diversas piezas de maquinaria,
herrumbrosas e irreconocibles, como si alguien las hubiera dejado

con la intención de volver por ellas en cualquier momento y lo hubiera
olvidado. Veo pringosas cuerdas de cáñamo grasientas tiradas como
serpientes cansadas, arrugadas y desenrolladas en los rincones. Las
cajas de madera, en tiempos bien apiladas, están ahora esparcidas y
revueltas, pero todas conservan la etiqueta: Salmón rojo de primera,

Salmón claro extra. Las redes que debió de dejar el último pescador
que llegó aquí con su captura se extienden sobre los toneles o cubren el
suelo en pliegues empapados y mohosos. Algunas están resecas y, al
sacudirlas, sólo salen revoloteando las apergaminadas alas de polillas
difuntas. No es una gran manta, pero es mejor que nada.

En el otro extremo de la amplia estancia hay una barca de pesca,
alzada sobre tacos, sin arreos ni aparejos, de cuyo casco caen virutas
de pintura color azul desvaído. Ni siquiera es un buque fantasma éste.

180





Sólo el casco, como si la mar lo hubiera arrojado a algún sitio siglos
después de que zarpara rumbo al cielo con su vikingo muerto. No me

gusta mucho el aspecto de esa barca. Me acomodaré aquí, entre las
cajas y las redes.

Veo a un lado un montón de conchas de venera. Seguramente,
alguien pensaba llevárselas a casa para usarlas como ceniceros y las
olvidó. Tienen arena dentro: el mar sigue aferrado a ellas. Por la parte
exterior son de un color castaño claro, con rayas y formas intrincadas.
Las levanto, les doy la vuelta y palpo la superficie dura y áspera y la

blanca concha interior cubierta de un suave esmalte nacarado.
Tengo cuanto necesito. Una caja vuelta es la mesa y otra el asiento.
Dispongo mi cena y como. Cuando acabo, todavía hay luz y en una
concha que veo en el suelo, junto a mis pies, advierto que han quedado
apresados media docena de escarabajos. Los toco con una uña. No
están vivos, pero la muerte no ha apagado su brillo. Tienen el
caparazón verde y brillante, con una línea metálica en el centro, y el
vientre relumbra como cobre puro. Si he desenterrado joyas, lo menos
que puedo hacer es ponérmelas. ¿Por qué no, puesto que aquí no hay
nadie que me diga que soy tonta? Me quito el sombrero... No es muy
adecuado para este lugar, en realidad, un remilgado sombrero casero
con flores artificiales. Luego, con mucho cuidado, coloco en mi
cabello las piezas de jade y cobre. Me miro en el espejito de bolsillo.
Me quedan bien. Animan mis canas, me transforman. Me quedo
sentada muy quieta y erguida, las manos extendidas lánguidamente
sobre las rodillas, reina de las polillas, emperatriz de las tijeretas.

Siento un agotamiento súbito, cobro conciencia de que no puedo
seguir ignorando el dolor opresivo del pecho. Creo que tengo los pies
hinchados; los zapatos me aprietan demasiado y las gruesas venas de
las piernas me abrasan como grandes ampollas. Estoy agotada, aunque,
en realidad, todo lo que he hecho hoy ha sido pasear un poco. No
recuerdo qué hice exactamente por la mañana. ¿Fui al bosque o eso fue
después de comer? No tiene importancia, pero me fastidia y me irrita
no saberlo. Me devano los sesos, pero la mañana sigue oculta. Tal vez
limpié aquella otra casa. No puedo vivir en una casa sucia.

181




Me da vueltas la cabeza y siento náuseas. Vaya. Ahora sí que la he
hecho buena. Me he caído de la caja y estoy sentada en el suelo, las
piernas rígidas como estacas de una cerca y las manos apretándome el
vientre hinchado como si fuera a escaparse y desaparecer volando si no
lo sujeto.

Una gaviota revolotea por la habitación. Siento el roce y el batir de
sus alas cuando baja y se remonta. Está asustada, atrapada y nerviosa.
No soporto un pájaro dentro de un edificio. Su pánico lo hace
antinatural. No soporto la idea de que me toque. «Un pájaro en una
casa significa la muerte en la casa», solíamos decir. Un disparate,
claro. Pero su forma de aletear... me asusta y me repugna. Se lanza en
picado como un halcón astuto y, casi sin darme cuenta, alzo la caja y
se la tiro, sin intención de darle, sólo para ahuyentarla. Pero la golpea
espantosamente, y cae, aturdida. Se arrastra graznando, agitando un ala
ensangrentada, a un paso de donde yo estoy sentada. ¿Se habrá partido
el ala o qué? ¿Debería matarla? Si estuviera a kilómetros de distancia y
me contaran algo así o lo imaginase, sentiría cierto pesar por la gaviota
herida, al menos simbólicamente, al recordar su blanco vuelo trazando
una curva en el aire. Pero ahora lo único que deseo es alejarla de mí,

cerrar su pico abierto para no oír sus graznidos. La mataría de buena
gana, pero soy incapaz de acercarme lo suficiente.

Marvin sabría qué hacer, si estuviera aquí. Él es práctico. Sabe
siempre lo que hay que hacer. La gaviota tiene mucho vigor. Nunca
renunciará. Se debate, casi se eleva, cae, se golpea contra el suelo
furiosa por no poder hacer lo que tiene que hacer. Por último, se
arrastra hasta un montón de redes y se queda allí palpitando
sonoramente. Yo no puedo mover un músculo. No es justo que tenga
que estar aquí sentada y escucharla.

¿Por qué no viene Marvin? Nunca piensa en mí. Andará callejeando
por ahí con Doris. Estarán los dos en el cine, seguro, sin que los
preocupe para nada que esté viva o muerta. Pues bien, no me moriré.
Que no crean que van a conseguir mi casa así como así. Si él intenta
venderla, le enviaré al abogado.

Ha empezado a oscurecer. No sabía decir qué hago aquí aunque me
fuese la vida en ello. La última luz se filtra insulsamente por huecos y
grietas y la oscuridad se extiende. La vieja barca y las piezas de
maquinaria se perfilan torpes, adustas y ladeadas. Nada parece recto.

182



Todo está deformado, trasnochado, ahuecado, los lugares vacíos

llenos de sombras. ¿Debería cantar?

Quédate, quédate

Que anochece,
Que las sombras avanzan,
Dios mío, quédate...

Mi voz tiembla en un trémolo, se quiebra en gemidos sordos y
lúgubres y, pata lo que me sirve, lo mismo podría cantar las
instrucciones de un libro de labores de punto.

Ahora oigo un gélido ladrar de perros. Es un sonido inhumano.
Enfrentarse a ellos sería como enfrentarse a un maníaco; inútil rogar,
no comprenderían.

Dos perros. Dos voces profundas y ásperas que llegan de la ladera,
lejanas y apagadas, y que van aclarándose a medida que se acercan.
Los oigo cruzar con estrépito los helechos húmedos. Están nerviosos,
siguen un rastro… ¿Cuál, de quién? Creo que me descubrirán aquí,
inevitablemente. Tal vez sea mi rastro el que siguen por el bosque.

De nuevo los feroces ladridos, impacientes y rencorosos. No
perdonarían un alma con tal de conseguir lo que quieren. No puedo
ponerme de pie. Me arrastro a gatas hasta el débil refugio de cajas
amontonadas. Puedo sentir a mi lado la maraña de redes en que yace la
gaviota. La había olvidado. Ya no la oigo. ¿Habrá conseguido salir,

volver al mar, a que la cure el agua salada o a perecer allí arrastrada
por una ola verdinegra?

Espero entre las cajas. Los perros olisquean fuera, buscando entre
las hierbas y las hojas muertas. Súbitamente, uno de ellos suelta un
ladrido agudo, triunfal, y el otro corre a ver. La idea de que han
encontrado la forma de entrar aquí me impide respirar. Espero y
espero. Están callados. Después oigo un gruñido y una pelea
inexplicables. Por fin, se alejan. Los oigo pasar jadeando y luego el
leve chasquido cuando vuelven como rayos entre los árboles y ladera
arriba. ¿Se habrán ido realmente? No puedo creerlo. ¿Regresarán?
Tengo que irme de aquí, encontrar un lugar más seguro. Estoy echada,
temblando y sudando, y apenas si me importa. Que vuelvan y hagan lo
que quieran. Si me atacaran en este momento, no ofrecería ninguna
resistencia.

183



Pero un leve chasquido basta para hacerme cambiar de opinión.
Oigo que abren la puerta y alguien entra. No puedo ver nada. Ya es
noche cerrada. Sólo sé que hay ahí una persona.

Se enciende una cerilla y la falsa estrella llamea un instante.
Atisbando entre las cajas veo el rostro de un hombre: el destello de un
pómulo, ojos que parpadean a las sombras de la breve luz. Luego, un
grito sofocado. ¿Ha sido él o he sido yo? La cerilla se apaga. Nos
miramos en la oscuridad.

—¿Quién está ahí? —Su voz es aguda y aflautada, como uno
imagina que debe de ser la de un eunuco.

—Si lo que usted quiere es mi bolso —digo—, cójalo, aunque
encontrará bastante poco.

Se acerca más. Camina con paso cauteloso y furtivo. Enciende otra
cerilla.

—Una anciana... —suspira, pero más parece un gemido—.
Dios mío... yo creí... no sé…
Sólo entonces se me ocurre pensar que debe de estar tan asustado
como yo. El falsete de su voz sólo era miedo. Qué extraño resulta que
alguien se asuste por mí. La cerilla le quema los dedos y la suelta.
Busca en su ropa y cuando aparecen los siguientes fueguecitos
artificiales, tiene una vela en la mano. Me mira fijamente y cobro
conciencia de mí misma, acurrucada entre estas cajas vacías, con la

bata de algodón manchada de barro, la cara veteada de polvo, el pelo
suelto del prieto moño y colgando como hebras de hilo de zurcir gris.
Alzo una mano para arreglarme el cabello. Toco algo frágil. Lo palpo...
cruje, se quiebra y huele a podrido. Recuerdo los escarabajos, me

moriría de vergüenza.
—Espero que disculpe usted mi aspecto —digo.
—No se preocupe por eso. ¿Está usted bien, señora? ¿Cómo ha
venido aquí?

Me asalta un pensamiento. Sé por qué está aquí. Habría preferido
que fuera un ladrón.

—Ha venido usted a buscarme, ¿verdad? Pues bien, no iré. Estoy
segura de que Marvin no le ha explicado lo que piensa hacer conmigo.
Oh, no, eso no se lo cuentan a nadie. Esos lugares no tienen nada que
ver con clínicas ni residencias... el nombre no corresponde en absoluto.
Y en cuanto pones el pie allí, es para quedarte. No te consultan. No me
cargarán como si fuera un saco de patatas.

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—Señora, por favor, cálmese, cálmese —dice, apresuradamente—.
Yo no sé nada de eso, de verdad que no. No he venido a buscarla. Me
llamo Murray Lees, Mumay F. Lees, y he trabajado veintitantos años
en seguros Vida Asegurada.

Lo observo con recelo. Una vela no basta en absoluto para calibrar
a luna persona. Viste una chaqueta floja de tweed gris de espiga ancha
y ha dejado a sus pies la gran bolsa de papel que lleva. Tiene cara de
roedor. Sus ojos son inquietos y sobre la boca le crece un bigote color
jengibre, que se mordisquea insistentemente adelantando los dientes
inferiores.

—¿De verdad no le ha mandado Marvin?
—Cielo santo, señora, ni siquiera sé quién es Marvin.
—Marvin Shipley, mi hijo. Yo soy Hagar Shipley.
—Encantado de conocerla —dice él—. Tranquilícese. Yo sólo he
venido buscando un poco de paz y tranquilidad. A veces me gusta
pensar, solo, eso es todo. ¿Puedo sentarme?

—Oh, claro, por supuesto.
Se acomoda a mi lado, en un cojín de redes. Podría estar mintiendo,
por supuesto. Desconfío de él, pero por el momento ya me he cansado
de estar sola.

—Esos perros me perseguían a mí —dice, en tono de queja, como si
fuera una ofensa personal
—. En realidad no creo que sean peligrosos,
pero, desde luego, no me apetecía nada comprobarlo.

—Los oí. A mí también me asustaron.
—Yo no he dicho que me asustaran, ¿verdad?
—¿No lo asustaron?
—Sí —dice, malhumorado—. Creo que sí.
—¿De quién son?
—¿Cómo voy a saberlo? —responde—. No creerá que vengo a
menudo aquí, ¿verdad?

—Yo sólo quería decir...
—Son del vigilante —dice—. Vive en lo alto de la colina. Pero es
muy viejo y casi nunca baja aquí por las escaleras, ¿sabe?

—No entendí por qué cambiaron de idea y se fueron tan de repente.
—Fuera, entre los matorrales, encontraron un ave herida y se
pelearon por ella. Parecía una gaviota.

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—Vaya, así que era eso. —Por alguna razón que no alcanzo a
comprender, se lo cuento.

—Pues ha sido una suerte para mí que le diese —dice.
—Supongo que sí. Pero yo sólo quería ahuyentarla. Ahora preferiría
no haberle hecho daño.

—¿Qué? —dice él, ofendido—. ¿Y que me hubieran destrozado los
perros?

—No lo decía en ese sentido. Pero preferiría que no la hubieran
cazado.

Enciende un cigarrillo e inhala ávidamente. Luego me tiende el
paquete.

—¿Fuma?
Cojo uno, lo cual le sorprende. Me da fuego y luego abre su bolsa
de papel y pone en el suelo una botella de vino tinto. Ha venido bien
provisto: tiene hasta un vaso de plástico, que llena y me ofrece.

—¿Le apetece un traguito? No es de lo mejor, pero, ¿qué puede uno
pedir por dos cincuenta los dos litros?

—Gracias. Con mucho gusto, pero sólo medio vasito.
Él bebe de la botella. Tomo un sorbo. Un sabor dulzón, ligeramente
químico, pero me parece delicioso comparado con el agua de lluvia.
Bebo el resto de un trago.

—¡Vaya sed! —dice—. ¿Ha comido?
—Qué considerado al preguntarlo. Pero sí, he comido. ¿Y usted?
—Por supuesto —responde—. ¿Cree que soy un vagabundo o algo
parecido?

—Oh no, pero es que aquí, en alguna parte, tengo unas galletas
saladas. Puede cogerlas usted mismo si le apetecen.

—Gracias —dice—, pero en este momento no tengo hambre.
Es usted muy amable, de todos modos.
Entonces se ríe, un barboteo grave.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—Somos tan educados —dice.
—No veo que haya ninguna razón para que la gente olvide los
buenos modales
—digo, en tono un poco cortante—, sea cual sea el
lugar en que se encuentre.

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—¿No? —dice él—. Pues para mí hay todas las razones del mundo,
si quiere que le diga la verdad. Pero eso es algo que no viene al caso.
¿Un poco más?

—Es usted muy amable, señor…
—Lees. Murray F. Lees. —Sostiene la botella en alto y abre la boca.
Tiene habilidad para eso, ya veo. Parece que tiene ganas de charla
—.
La F es por Ferney. Murray Ferney Lees. Supongo que mi madre creyó
que sería poeta, con un nombre así. Ferney era su apellido de soltera.
Le encantaba y le fastidiaba mucho renunciar a él al casarse con papá.
Por eso me lo puso a mí. Rose Ferney, se llamaba. Un nombre
delicado, solía decir ella.
—Lanza una carcajada, y agrega—: Era muy
poca cosa, una criatura delicada. Completamente incapaz de llevar la
casa.

—Seguramente se hartó de cocinar todos los días para una cuadrilla
de maleducados que nunca tenía una palabra amable para ella.

—Créame que no era así en absoluto —dice él.
Suspiro desde la boca del estómago y tomo otro sorbo.
—Cada uno ve la feria... según le va en ella.
—Muy cierto —dice él—. Míreme a mí, por ejemplo. Hay quien
dice que el que trabaja en seguros es un parásito. Bien, pues no es así.

¿Qué haría la gente si no pudiera prever el futuro? Dígamelo. De ese
modo, uno sabe que las personas que dependen de él tendrán quien
cuide de ellas si le pasa alguna cosa, lo cual proporciona tranquilidad

mental. Vendo tranquilidad mental desde 1934. Empecé durante la
Depresión y nunca he mirado atrás. Hasta entonces, mis perspectivas
no valían un centavo.

No para de hablar. Es un pesado este hombre, pero el sonido de su
voz me conforta. El vino me ha entonado y el pecho ya no me duele
tanto.

Fuera, el mar acaricia con el hocico el entablado que bordea el
agua. Si estuviera sola, el sonido no me parecería en absoluto
tranquilizador. Cada ola que retrocediese hasta su origen, me
arrastraría más y más lejos, hasta una profundidad tan ajena y fría
como un lejano planeta congelado, un mar nocturno que atesoraría
serpientes de ojos astutos, orcas, fosforescentes criaturas dormidas,

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un mar negro que lo absorbe todo, la gaviota muerta, la insignificante
basura de los barcos y hombres sin más protección contra la eternidad
que su carne blanda y temerosa y sus ojos videntes. Pero tengo un
compañero y por eso estoy segura, y el mar es sólo el sonido del agua
rompiendo en el entablado.

—Conseguí el trabajo mediante la oración —dice él ahora—. Nadie
lo diría viéndome, ¿verdad? Pero es cierto. Yo estaba convencido de
ello. Yo era entonces abogado del redentor. Lo era sinceramente.

Mi abuelo paterno hacía el circuito.
—¿Trabajaba en el circo?
—Sí, en el de Nerón. Era un cristiano primitivo. He dicho circuito.
Predicaba la palabra de Dios. Instalaba aquella gran tienda de lona gris
que tenía en el recinto de la leña, a las afueras del pueblo, y ponía el
letrero: Escuchad a Tollemache Lees. Famoso evangelista. Conocido
en los montes Cariboo y en toda la región de Peace River. Sermón de
esta noche: ¿Qué aguarda a los condenados? No se pierdan tan
oportuno tema. Algo así. La marca de salvación que él vendía era
aguardiente; no tenía nada de suave, créame. Tal vez fuese difícil
tragarlo, pero en cuanto lo hacías te sentías bien seguro. Había
empezado como instalador de ripias y acabó siendo ensartador de
ripios... eso es lo que solía decir papá de él, y no lo decía como un

cumplido, claro. Mi papá tenía una zapatería en Blackfly, una
población maderera del norte. Era de la Iglesia Unida y no soportaba la
presencia del viejo. Yo me crié en Blackfly.

—Qué nombre tan extraño para un pueblo.
—No diría usted eso si alguna vez hubiera estado allí en verano
—dice—. Los cabroncetes no te dejaban un momento en paz. Mi madre
aguantaba todavía menos que mi padre al viejo. Cuando construyeron
lo que llamaban el Tabernáculo, allá en Blackfly, él iba regularmente.
Le gustaba muchísimo más que su tienda de campaña, que por
entonces estaba ya bastante raída. El Tabernáculo tenía un púlpito de
roble ahumado con un tapiz de raso todo festoneado con borlas
doradas, y delante, en formidables cursivas color castaño, decía: Todos
los que viven pueden salvarse. Mi madre me prohibió ir, pero yo iba de
todos modos. Ella incluso pasaba de largo cuando se lo encontraba en
la calle. Él se dejaba caer de vez en cuando por la zapatería y mi padre
le daba algo de dinero para librarse de él. Mi madre decía que no
podría andar con la cabeza alta en Blackfly mientras él estuviera allí.

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A mí me gustaban las reuniones. Él tenía una voz que se alzaba como
el surtidor de una ballena. Era quien dirigía el canto. Aún puedo oírle:


Moja las manos, moja las manos

en la sangre,
la Sangre pura y viva del Cordero...

Canta en ráfagas, con voz entrecortada por la risa. Me hace muy
poca gracia. Me parece de mal gusto.

—Qué himno tan desagradable.
—Nada de eso —dice él—. Era mejor que Buck Rogers y Tom Mix
juntos. Además, yo creía en ello con toda mi alma. Cuando me hice
mayor e ingresé en los Abogados, mi madre dijo que yo era un salto
atrás. Pobre mamá. Pobrecita. Era una aprensiva. Era anglicana y le

preocupaba que algún otro anglicano me viera ir al Tabernáculo. Se
preocupaba por todo. En el verano le preocupaba oler mal, y se metía
en el cuarto de baño cada media hora o así a echarse talco de lavanda.
Pero cuando salieron al mercado los desodorantes, no los utilizaba
porque tenía miedo de mancharse el vestido y que la gente lo viera.

—Vaya pobrecita —dije, chasqueando la lengua y tendiendo otra
vez el vaso de plástico
—. Pasarse la vida preocupada por lo que piense
la gente... Debía de tener un carácter muy débil.

—¿Se ha fijado usted alguna vez en el dondiego de día?
—preguntó—. Parecen tan frágiles que dirías que se marchitarían si les
escupieras. Pues intente usted librarse de ellos y verá lo que consigue.
De débil, nada. Armó tanto jaleo porque yo era abogado del Redentor
que al final me marché para siempre de Blackfly. Era aún más
obstinada que Lou.

—¿Lou... es su esposa?
Deja la botella de nuevo y se limpia la boca con la mano.
—Sí, la conocí en un campamento bíblico. Era una chica corpulenta
y pelirroja. Parecía un colchón de plumas. Así era esa mujer, se lo
aseguro. Y créame si le digo que el campamento era una cosa seria.

Es un hombre bastante grosero, ya lo veo. Chasqueo la lengua y él
me mira.

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—Yo le tomé cariño —dice, a la defensiva—. ¿He dicho cariño?
Estaba loco por esa mujer. En aquel entonces ella habría podido hacer
bajar a los propios ángeles del cielo con sus rezos, si hubiera querido,
y cuando se echaba en el musgo y abría aquellos grandes muslos
suyos, no existía lugar más dulce en la tierra.

Sus palabras vulgares me desconciertan, me traen recuerdos
turbadores y no puedo mirarlo.

—Vaya, yo diría que es una combinación bastante extraña, oración
y eso.

—Miles de personas le darían la razón —dice, malhumorado—.
Dios es amor, pero por favor no mencione las dos palabras al mismo
tiempo. Yo amaba a aquella mujer, se lo aseguro.

—¿Llama usted amor a eso?
—Señora —dice él—, ¿si aquello no lo era, qué es amor?
—No lo sé, sencillamente no lo sé, la verdad. —Inspiro y expulso el
aire de los pulmones
—. Oh... estoy cansada. Últimamente me agoto
muy fácilmente. Nunca me he sentido tan cansada. Ese médico
estúpido... Un buen tónico me habría sentado mucho mejor que todas
sus radiografías.

—¿Se encuentra bien? —pregunta mi compañero—. ¿Quiere que
deje de hablar?

Esto me hace gracia. No podría dejar de hablar ni aunque le fuera la
vida en ello.

—No, siga. Me gusta escucharle.
—Bueno, muy bien, si lo dice de verdad. ¿Dónde ha ido a parar su
vaso?

—No, de verdad, no debo tomar más. Lo necesitará usted.
—Ni lo piense siquiera —dice—. Me alegra la compañía. Como le
iba diciendo, Lou y yo tuvimos que casarnos antes de lo que
pensábamos, pero a mí no me importó. Sin embargo, a ella sí. De
repente, se volvió aprensiva. Empezó a hacer planes para decirle a todo
el mundo que el niño era prematuro. Prácticamente sólo comía
tomates; muy pocas calorías, ya sabe. Pero cuando Donnie nació
resulta que pesaba cuatro kilos y medio. Vaya un desastre.

Me da el vaso y bebo otra vez. Es más fuerte de lo que parece. Pero
noto las extremidades ligeras, me siento cómoda y el dolor ha
desaparecido por completo. Él se encoge de hombros en un gesto de
indiferencia.

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—La abracé con fuerza y le dije que no importaba nada —dice—.
Pero fue inútil. Creía que era un castigo de Dios. Vaya un castigo,
dije yo, una criatura enorme, sana, perfecta. No tiene dos cabezas,
¿verdad? Ni le falta un ojo. Pero ella no lo enfocaba así. Parece
mentira, pero no volvió a ser la misma.

—¿De veras? ¿Y cómo?
—Se retraía. No ponía el alma en lo que hacía. Pero en el
Tabernáculo era el doble de entusiasta. Aún lo es. Pero yo no.

—Se inclina y me mira directamente a los ojos. Luego, en tono de
confidencia, dice
—: Perdí la fe. Fue como si la hubiera extraviado y al
ir a buscarla ya no estaba.

—A lo mejor es que nunca la tuvo —sugiero, pensando que es una
impertinencia que me cuente todo esto. Como si a mí me interesara.

—Yo creía que sí —dice vagamente—. Pero tal vez nunca tuviera fe,
en realidad. Me lo tomaba con más calma que algunos, es cierto, salvo
cuando me levantaba para testificar con lengua de los hombres y de los
ángeles, como dice en Corintios. Me harté cuando Lou dijo aquello de

Donnie. Pero en realidad fue el fin del mundo lo que me hizo romper
definitivamente.

—¿Cómo dice?
—Teníamos por entonces un predicador laico en nuestro
Tabernáculo
—explica—. Había empezado como pintor de piedras.
Ya sabe, uno de esos tipos que andan por ahí con un cubo de cal
pintando frases en las piedras a lo largo de la carretera, para animar a
los conductores que pasan. El Día del Juicio se acerca... Cosas así.

En fin, supongo que se le acabó la cal y por eso fue al Tabernáculo de
la calle Larkspur y empezó a decirnos que la hora estaba próxima.
Seguramente creía usted que esas cosas habían pasado de moda hace
años. Pero qué va. Nada de eso.

—Yo nunca he tenido nada que ver con esas sectas —digo—.
Desaparecieran o no, no me habría enterado.

—Porque nunca se mezcló con la gente adecuada —dice Murray
Ferney Lees
—. Pues el tipo, Pulsifer se llamaba, era bastante
convincente, lo reconozco. Era un individuo fornido, no exactamente
guapo, pero con ese aire tranquilizador que hace que cuando uno lo
oye, piense: «Caramba, realmente parece seguro; ¿cómo podría

estar equivocado?» Lou se lo tragó todo. Él no corría ningún riesgo,

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claro. Nunca dijo que el mundo («tal como lo conocemos», siempre
meten eso como una precaución) terminará el 4 de septiembre a las dos
y media de la tarde, por ejemplo. No señor, él sólo decía que sería
pronto, y era capaz de demostrarlo con capítulo y versículo, y nosotros

teníamos que estar atentos y celebrar aquellas vigilias y rezar para que
se nos revelase el momento exacto, y poder prepararnos, ¿comprende?
«Escucha» le dije a Lou, «y si se nos revela el momento exacto, ¿qué?
¿Vas a pararlo, quizá, a pedirle a Dios que tenga la amabilidad de
esperar hasta que seas anciana?» «No se trata de eso, Mumay» dijo
ella. «La cuestión es si podrías estar de guardia una hora.» Ella desde
luego podía, y si yo no podía era mala suerte.

Me estoy amodorrando escuchándole, pero hay algo en su voz que
me mantiene despierta. Bebe de nuevo, luego empuja hacia mí la
botella. Intento inclinarla y servir, pero el vino cae al suelo. Él,
sorprendido, me lo quita. Está como una cuba, pero me sirve el vaso
sin derramar una gota. Es un experto. No es que me burle de él, ni
siquiera para mis adentros. Tiene cierta sutileza. Me agrada ahora, a
pesar de su cara de conejo y de cómo mordisquea el bigote con
nerviosismo. Su rareza me interesa y me extraña que antes me
pareciera pesado. He oído hablar vagamente de los Abogados del
Redentor, pero nunca de primera mano como ahora. Jamás hubiera
imaginado que tendría algo que ver con semejantes personas.

—Entonces, señor Lees, ¿fue usted a las vigilias del Tabernáculo?
—Sí —responde—. Pensé... qué demonios, no merece la pena armar
un escándalo por esto. No soporto las escenas. Me producen dolor de
cabeza. Lou es capaz de echar la casa abajo a gritos cuando está
lanzada. Pero comprenderá usted que, dedicándome a los seguros,
aquello me ponía en una situación embarazosa. «¿Qué debo hacer?»

le dije a Lou, «seguir vendiendo pólizas como si nada? Tienes que
admitir que si creo que ninguno de mis clientes llegará a los sesenta,

es una hipocresía. ¿O tengo que decirles que están tirando el dinero?
En tal caso, más vale que llegue pronto el Nuevo Reino, porque de lo

contrario no podremos seguir pagando los plazos de la casa.» «Razón
de más para que recemos a fin de saber la fecha», dijo.

—Pero usted no creía que fuera a ocurrir, ¿verdad?
Extiende las manos como invitándome a examinarlas. Tiene las
uñas mordidas hasta la carne viva.

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—Creía cuando estaba en el Tabernáculo con todos los demás. Uno
piensa: «Dios mío, no puedo ser el único que no lo crea.» Pero lo que
no sabes es que tal vez todos estén pensando lo mismo. O tal vez no.
¿Cómo saberlo? Eso era lo que me ponía nervioso, a veces.

—Pero, ¿qué pensaba usted mismo... cuando no estaba con ellos?
—Había oído la misma cháchara desde que era un niño. La vieja
historia, No me entusiasmaba como a Lou. O... sí, tal vez sí, pero no
tan fácilmente. Necesitaba un estímulo, ¿entiende? De cualquier modo,
el caso es que aquella noche fui a la vigilia.

Se interrumpe y mira a su alrededor, alza la vista hacia las vigas
altas ocultas por la oscuridad, mira al frente, la barca abandonada,
cuya proa es vagamente visible porque los cristales sucios de la caseta
de timonel reflejan la poca luz de nuestra única vela y parece como si
hubiese un espejo engastado en la noche. Me inclino hacia adelante,
atenta, me alivio el calambre de una pierna con la mano y observo a
este hombre, cuyo nombre he olvidado de pronto pero cuyo rostro,
vuelto ahora hacia el mío, dice en un silencio simple y anhelante:
«Escuche. Debe usted escuchar».Está sentado con las piernas cruzadas
y se balancea mientras habla con voz sonora y grave.

—Revela, oh Señor, a estos pocos fieles tu misterioso designio, a fin
de que puedan prepararse para participar en el festín celestial en tu
Tabernáculo allá en lo alto y beber otra vez de las uvas de Tu Reino...
—Se interrumpe. Me mira atentamente para ver mi reacción. Lo miro a
él y miro las sombras veteadas ahora a su alrededor. Su rostro
retrocede, luego se aproxima bruscamente, pero sólo su rostro, como si
el resto de él hubiera dejado de existir. Ahora tengo miedo y deseo que
se calle. No quiero oír nada más. Finalmente, dice
—: Lo que ellos
querían decir en realidad era: «Si es eso lo que nos aguarda, Señor, por
favor dinos cuándo. Lo que no podemos soportar es la incertidumbre».

—No es una situación excepcional —digo secamente.
—¿Sí? Bueno, tal vez, pero el caso es que yo estaba allí
arrodillado... El suelo parecía de hierro, ¿sabe?, y se me había borrado
la raya de los pantalones, cuando, de pronto, alcé la cabeza y miré a mi
alrededor y vi al viejo Pulsifer palpitando allí como un corazón, con
los ojos cerrados, y comprendí que si no llegaba la tribulación él no
sentiría alivio y se mostraría decepcionado. Luego pensé dos cosas:

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que si Dios tenía algún sentido del humor, en aquel preciso instante
debía de estar partiéndose de risa. Y que cuando llegara el momento,

lo más probable era que le sorprendiese Él más que a nosotros. «No
hay futuro aquí, Murray» me dije. «Puedes hacer lo que te parezca» le
dije a Lou, «pero yo me largo y me voy a casa. No debíamos haber
dejado a Donnie tanto rato solo, además.» Ella no me hizo caso. Cogí
la llave de casa de su bolso. Ni siquiera se dio cuenta. Estaba
demasiado ocupada pidiendo las llaves del cielo.

Alza la botella y veo su nuez subir y bajar mientras traga. Le da un
aspecto payasesco y caricaturesco, y, pesarosa por esto más que por
deseos de que siga hablando, me inclino hacia adelante y le toco la
mano.

—¿Y?
—Es extraño —dice—. Ella creía que llegaría de todo muy lejos. La
voz del Todopoderoso y una lluvia de langostas y de sangre. La luna se
oscurecería y las estrellas se volverían locas. Y todo el tiempo estaba
allí mismo, al lado.
—Hace una pausa y prosigue con cierto esfuerzo—.
Llegué a casa un cuarto de hora después que los bomberos. Había
empezado en el sótano, y se extendió. La casa era vieja, unos
veinticinco años, diría yo... y todo el maderamen del interior estaba
reseco. No quedó nada. La teníamos asegurada, claro.

—Pero él…
Asiente. Hay algo cómico en su aspecto, un desconcierto mudo.
—Dicen que es rápido —prosigue—. Que en realidad no llegan a
quemarse hasta después, ¿sabe?, que se muere a causa del humo.

—Se vuelve hacia mí— . Eso me dijeron. Pero, ¿cómo sé que es
rápido? Tal vez no lo sea. Sólo lo sabría si me hubiera ocurrido a mí.
—Aparta la cabeza bruscamente y agrega—: Dios quiera que lo fuese.
Cree que ha descubierto el dolor, como si se tratase de una nueva
droga. Podría explicarle algunas cosas. Pero cuando intento pensar lo
que le explicaría, se ha borrado, sólo viento que me hinchó un instante
con mi sabiduría acumulada y estalló igual que un eructo. No puedo
explicarle nada. Sólo se me ocurre decirle una cosa que tenga algún
sentido:

—Yo tenía un hijo, y lo perdí.
—Bueno —dice él bruscamente—. Entonces ya sabe.

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Estamos sentados tranquilamente en este lugar, vacío salvo por
nuestra presencia, esperando oír la espantosa risa de Dios, pero sólo
oímos la insulsa risita del mar.

—No puedo imaginar de quién sería la culpa —dice—. ¿De mi
abuelo, por ser un predicador de la Biblia? ¿De mi madre, por hacerme
preferir el fuego del infierno al talco de lavanda? ¿De Lou, por insistir
en que no podía pasarle nada? ¿Mía, por no haber dicho mucho antes
que para lo que me servía valdría más que no fuera? ¿Por qué seguirá
con esto?

Ya he oído suficiente.
—No es culpa de nadie.
—Bueno, pero, ¿sabe usted lo que yo solía hacer antes de ir a la
vigilia? Pues solía echar un trago o dos de whisky en el sótano, para
ponerme en marcha. A lo mejor me dejé un cigarrillo encendido.

No puedo recordarlo con certeza. —Posa una mano en la botella—.
¿Sabe lo que dice Lou?

—¿Qué?
—Dice que he conseguido la excusa perfecta. Y no puedo decir que
esté equivocada. Tal vez sólo sea eso. Fue hace cinco años.
—Se pone
de pie
—. Si supiera dónde han ido a parar sus galletas, me tomaría una
ahora.
—Coge la vela, dejándome en la oscuridad, y se desplaza entre
las tablas resonantes. Cierro los ojos. Descansaré un rato sin pensar en
nada. Pero cuando mis ojos ya ni siquiera reciben las impresiones de
las sombras para sostenerme, me sumerjo y me lanzo al interior de mi
cráneo. La sensación me produce malestar. Pienso que a lo mejor no
puedo regresar, aunque abra los ojos. Podría acabar arrastrada como
una gaviota empujada por un viento demasiado fuerte para ella,
lanzada al mar embravecido, apresada en el fondo y empujada a
profundidades tan silenciosas y frías como vidrio oscuro.

Ha vuelto. Abro los ojos y descubro que todo está en sombras.
—Se ha acabado la vela —dice él, sin más—. Sin luz parece que
hiciera más frío, ¿verdad? Debe de estar usted helada, sólo lleva un
jersey.

Así que se ha dado cuenta de la ropa que llevo. Asustada, me palpo
el vestido para ver si lo tengo roto o no, y dónde. La tela se frunce y se
arruga. Sólo noto mis rollos de grasa, que tiemblan de frío. Estirando
así el vestido lo único que consigo es ponerlo peor. Se ha acabado la
vela. Tenga el aspecto que tenga, ya no puede verme.

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—Estoy bien —digo—. Es un jersey grueso. Usted no se marcha,
¿verdad? ¿No hace demasiado frío para usted?

—Para mí no —masculla—. Creo que debería dejarle la chaqueta.
¿Seguro que está usted bastante abrigada?

—Oh sí, por supuesto.
—Bueno, entonces, de acuerdo. Sólo preguntaba.
Guardamos silencio. Vuelvo a cerrar los ojos.



John llegó una tarde y me explicó que Arlene se iba al Este por un año.

—El primo de su padre va a pagarle por ayudar en la casa. Todo
queda en familia, y así consiguen una criada prácticamente gratis.

Un arreglo perfecto, ¿no crees?
—¿Por qué se va, entonces, si es tan malo?
—Bueno, no lo es tanto en apariencia... Esas cosas nunca lo son.
La invitación está formulada muy amablemente. Arlene dice que si se
negara sus padres no lo entenderían, ni comprenderían que pudiera
rechazar una oferta tan razonable. De todos modos, cree que ya ha
vivido a costa de ellos bastante tiempo, y ahora que tiene la
oportunidad de ganar algo está decidida a devolverles por lo menos
parte de lo que les ha costado mantenerla desde que se quedó sin
trabajo. Sólo un año, dice, y luego podremos empezar libres.

—Supongo que no estarás en desacuerdo, ¿verdad? Me alegra saber
que tiene tanto sentido de la responsabilidad.

—De ese tipo de deudas nunca te libras —dijo John—. Si la persona
a la que debes no quiere que te libres. Nada es suficiente, nunca. Los
Simmons no quieren el dinero, sino a Arlene. Ella no puede librarse de
ellos con un simple pago. Un año no significará nada.

—Extraño modo de retenerla —dije— forzándola a marcharse.
John se encogió de hombros.
—El mejor del mundo, en este momento. Quizá encuentre algún
tipo bien situado en Toronto y luego cuando Telford se retire, él y
Lottie puedan irse al Este.

Lo que más me molestó de todo fue aquella grosería deliberada de
John, al referirse a Telford y a Lottie de aquel modo, por sus nombres
de pila.

196





—Me parece una forma horrorosa de hablar —dije.
—¿Ah sí? Pero no pareces muy sorprendida por todo lo demás,
¿acaso lo esperabas?

—No seas ridículo —contesté—. No sé qué quieres decir.
—¿Ah no? —dijo él; luego, furioso, agregó—: Se marcha dentro de
dos semanas. ¿Sabes lo que haré? Hasta entonces voy a traerla a casa
todas las noches, y si se queda embarazada, tanto mejor.

—No harás tal cosa —grité—. Ya has dado bastante que hablar en
Manawaka. Sólo un niño es incapaz de esperar por algo que quiere.

—Eso es lo que tú te crees —dijo John—. Tal vez nunca hayas
deseado nada lo suficiente.

Mi cólera desapareció de pronto y sólo pude mirarle y suplicarle
que entrase en razones.

—Yo deseo tu felicidad —dije—. Nunca sabrás cuánto. No quiero
que cometas un error asumiendo responsabilidades que no puedes
afrontar. Sé lo que eso supone. Crees que no, pero lo sé. John, por
favor, trata de entenderme...

También su cólera desapareció entonces y, cuando me miró, en sus
ojos grises había una expresión de desconcierto.

—Pero eso es una locura —dijo—. Lo has interpretado mal todo.
Yo estaba... bueno, estaba casi bien, después de mucho tiempo...,
¿no lo sabías?
—Sin blanca —protesté—. ¿Sin oficio ni beneficio ni nada en
perspectiva, te atreves a decir eso?

—Tú siempre apuestas por el caballo equivocado —dijo John,
suavemente
—. Marv era tu niño, pero nunca te diste cuenta, ¿verdad?
Aquella noche y las siguientes, llevó la camioneta en vez de la
calesa. Supongo que pensaba que ya no tenía que reservarla. Pero a
pesar de lo que había dicho, no volvió a traer a Arlene a casa. Nunca
volvieron a jugar a casitas en la casa de Shipley.

La noche que recuerdo ahora, decidí no esperarlo levantada. Solía
volver muy tarde, cada vez más tarde, me parecía, y todas las noches
me enfadaba pensando que el dinero que se gastaba en gasolina era
dinero mío. Él no tenía que utilizarla para ir con Arlene Dios sabe
dónde. Se lo dije bien claro aquella noche, pero me contestó que
llevaba cuenta del dinero, que apenas pudiese me lo devolvería y que
no gastaba mucha gasolina, en realidad, porque nunca iba muy lejos.

197





—De eso estoy segura —dije—. Los dos sois bastante descarados
para no ir más allá del seto de casa de los Simmons.

Fui un poco dura con él, lo sé, pero estaba acostumbrado a mis
modales y no tomaría las palabras al pie de la letra. Tuvo que darse
cuenta de que yo sólo lo hacía por su bien.

—En un sitio donde todo el mundo conoce a todo el mundo —le dije
aquella noche
— no sólo hay que ser bueno, sino también parecerlo.
Sonrió, inesperadamente.
—Eso es demasiado pedir, desde luego —dijo; abrió la puerta de la
cocina
—. Adiós, hasta la vista.
Se fue y yo subí a acostarme. No podía dormir. Cuando era más
joven no me costaba tanto conciliar el sueño; nunca lo consideré un
don. Pero en aquel tiempo tenía que engatusarlo con novelas
policíacas. Aquella vez la lectura no me adormiló. El aire de agosto era
denso y quieto. Estaba sentada apoyada en los almohadones,
preguntándome si debía darme por vencida y tomar un somnífero.

Entonces oí a alguien aporrear la puerta, y me asusté, pues pensé
que podía tratarse de algún vagabundo que hubiera llegado en un tren
de mercancías y quisiera comida y alojamiento; un hombre
desesperado, tal vez, que podría sentirse tentado a desvalijar la casa.
Esperé, sin saber si bajar o no, y luego oí una voz que gritaba mi
nombre: «Hagar... Hagar...»

Abrí la puerta y allí estaba Henry Pearl. No encontraba las palabras
y al fin dijo bruscamente:

—Más vale que me acompañes, Hagar. Se trata de John.
—¿Cómo? ¿Qué ha pasado?
Pero Henry no podía hablar. Había adelgazado demasiado
últimamente. La ropa le pingaba por todas partes y tenía la cara llena
de arrugas semejantes a vetas de madera. Él tenía tres hijos, sensatos y
tranquilos; que yo supiera, nunca le habían dado un disgusto, aunque
tal vez sí y simplemente yo no lo sabía. Pensé que John se habría
metido en algún lío. A veces había peleas en el salón de baile Flamingo
los sábados por la noche, y las botellas de cerveza rotas, según había
oído yo, volaban como pájaros.

—Henry... ¿qué pasa?
—Vístete y ven —dijo—. Te lo contaré por el camino.

198




Los pocos kilómetros hasta Manawaka parecieron miles. Henry, al
volante de su vieja camioneta Ford, hablaba tan penosamente despacio
que a punto estuve de gritarle que lo dijera todo de una vez.

—Está en el hospital —dijo—. Ha sido un accidente, Hagar, él...
—¿Cómo se encuentra? ¿Está bien?
—No sé —murmuró Henry—. Supongo que todavía no pueden
saberlo.

Y entonces me lo contó. Su hijo mayor había estado en el baile, y
había visto a John, borracho por primera vez en varios meses, apostar
con Lazarus Tonnerre que podía cruzar con la camioneta el puente de
caballetes. Arlene intentó convencerle de que no lo hiciera, pero no
quiso escucharla. Así que fue con él.

—Comprobó que no tenía que pasar ningún tren —explicó Henry—.
No estaba tan ido, si comprendes lo que quiero decir. Se aseguró bien
de eso, me dijo Hank.

—La camioneta... se cayó...
—No —dijo Henry—. Consiguió cruzar, Dios sabe cómo... Llegó al
otro lado sin problema.

—Entonces...
—Fue un carguero especial —dijo Henry—. No estaba previsto.
Transportaba patatas para los de la ayuda social. Apareció doblando el
recodo del Wachakwa, justo delante del puente de caballetes. No
pudieron verlo hasta que era demasiado tarde.

No era culpa de nadie. ¿Dónde empiezan las causas, desde cuándo?
—Arlene... —Súbitamente, pensé en ella—. ¿Cómo está?
Henry me rodeó los hombros con un brazo, casi excusándose, como
si en cierto modo fuera culpable por tener que contármelo.

—Creen que debió de morir instantáneamente.
Pensé que tenía que haber un error, que aquello no podía ser cierto.
Uno siempre está convencido de que ha sido un error. La transición es
demasiado brusca. Unas horas antes, los dos estaban perfectamente.
No podían haber cambiado así en tan poco tiempo.

—Él..., ¿sobrevivirá? —pregunté.
Henry no me contestó y comprendí que era descabellado hacer una
pregunta como aquella a otro mortal.

199



A aquella hora de la noche reinaba en el hospital un silencio casi
total y apenas corría un soplo de aire por los pasillos esterilizados.
Luego llegó la enfermera jefe, con aire de importancia solemne, y la
acompañé. No pensaba en nada, absolutamente en nada y, sin embargo,
recuerdo unas palabras que en aquel momento debieron de girar en

mi mente, mudas: «Si debe morir, no permitas que lo vea».
Se había herido en la cara, pero sólo superficialmente. Las lesiones
que ponían en peligro su vida no eran visibles. Estaba inconsciente.
Me senté junto a la estrechísima cama de hospital, esperando. Las
enfermeras y el médico entraron y salieron, representaron rituales,
hablaron entre ellos y se dirigieron a mí. Yo no les prestaba atención.
Sólo contemplaba su flaco rostro tostado por el sol, su liso cabello
negro. Y entonces (¿horas o minutos después de mi llegada?) abrió los
ojos. Los mismos ojos grises de siempre que, en los momentos de
descuido, miraban el mundo con una esperanza tan irracional que
resultaba casi insoportable. Pero entonces cambiaron en un instante a
una especie de pánico.

—Arlene... —dijo—. ¿Está bien?
—Ella está perfectamente —respondí—. Descansa.
Respiró superficialmente, con dificultad, y entrecerró los ojos.
—No quería que sucediese nada de eso —dijo—. Lo siento...
—Volvió un poco la cabeza hacia mí, abrió los ojos una vez más y
sonrió de aquella forma suya amarga e incomprensible
—. Me porté
como un niño, ¿verdad? A estas alturas tendría que saber que no
funciona.

—Calla —dije—. Todo irá bien.
Guardó silencio un momento y luego su propio dolor pareció
alcanzarlo de pronto, penetrarlo e imponerle su posesión demoníaca.
Empezó a llorar. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz quebrada y
de manera fragmentaria.

—Mamá... duele. Duele. ¿No puedes... conseguir que hagan algo
por mí? ¿Que me den... algo?

Iba a decirle que iría a buscar a una enfermera y le pediría que le
aplicasen una inyección sedante. Pero antes de que pudiese hablar o
moverme, se echó a reír, una risa grave y áspera que aumentó su dolor.

—No —dijo—. No puedes, ¿verdad? No importa. No importa.
Posó una mano en la mía, como si por un momento hubiese tenido
que interrumpir su intento de consolarme por algo inevitable.

200





No sé si hablé o no, ni qué dije, ni si me oyó. Guardó silencio, la
respiración cada vez más breve. Y luego murió. Mi hijo murió.

Cuando aquella noche la enfermera jefe me guió por los limpios y
silenciosos pasillos hasta la sala de espera donde seguía sentado
pacientemente Henry Pearl, vi una cosa que evidentemente no estaba
previsto que viese: una mesa con ruedas sobre la que había algo
cubierto con un paño blanco inmaculado. La enfermera jefe tosió con

cierto azoramiento.
—Dios mío, el hombre de la funeraria de Cameron todavía no ha
llegado. Los Simmons estuvieron aquí antes. Era una chica tan
preciosa.

Me volví a ella furiosa, fuera de mí.
—¿Qué sabe usted cómo era ninguno de los dos?
Me rodeó amablemente con un brazo.
—Desahóguese y llore. Es lo mejor.
Le retiré el brazo bruscamente. Me erguí, enderecé la columna
vertebral y traté de mantenerme firme; fue lo más difícil que he tenido
que hacer en toda mi vida. No lloraría delante de desconocidos, por
mucho que me costara.

Pero cuando por fin estuve en casa, sola en el antiguo dormitorio de
Marvin y las mujeres del pueblo estaban abajo en la cocina sentadas y
preparando café, descubrí que mis lágrimas habían estado encerradas
demasiado tiempo y no acudirían ya a mi llamada. La noche que mi

hijo murió me convertí en piedra y no derramé ni una lágrima. Cuando
las mujeres me dieron una taza de café caliente y comentaron en
murmullos lo bien que lo estaba tomando, sólo pude mirarlas desde
una gran distancia, con los ojos secos, sin decir una sola palabra.
Durante toda la noche sólo pensé en una cosa: tenía tantas cosas que
decirle, tantas cosas que aclarar. Él no había esperado a escucharme.

Supongo que algunos habitantes de Manawaka se extrañaron de que
no fuera al cementerio después del funeral. No quería ver dónde lo
enterraban, junto a su padre y junto al mío, bajo la lápida con dos
nombres donde se alzaba torcido el ángel de piedra.

201




Poco después fui a ver a Lottie. Pero cualquier débil vínculo que
pudiera haber existido alguna vez entre nosotras se había roto. Sólo
estuve con ella unos minutos. Ninguna de las dos hizo ningún
reproche, pero ya no teníamos nada que decirnos. Había sido
demasiado para ella. Guardaba cama y cuando entré con Telford, que
me guiaba vacilante, sólo vi un camisón arrugado de raso color
melocotón sobre la almohada de lino empapada, y los ojos cerrados.

—No es la misma —dijo Telford—. Estoy seguro de que lo
comprenderás.

Lo miré preguntándome cómo sería tener un hombre complaciente
al lado y permitirte guardar cama y que te sirvieran la comida en una
bandeja. Tal vez fuera injusta con ella. Pero yo no podía
desmoronarme. ¿Quién me cuidaría?

Embalé todo lo de valor —el armario de rincón de nogal, el
aparador de roble, el sillón y el sofá, las pocas piezas de porcelana que
quedaban
— y lo envié a casa de Marvin. Encargué la venta de la casa
al abogado que llevaba la clientela de Luke McVitie desde que éste
muriera. Luego regresé a la costa. Tuve el tiempo justo para poner la
casa del señor Oatley en orden antes de que él volviera de California.

Al año siguiente el señor Oatley murió y me dejó diez mil en su
testamento. Como entonces no tenía nada mejor que hacer con el
dinero, compré una casa. Aquel mismo año, en primavera y a
principios de verano, en Manawaka llovió lo suficiente para que el
trigo granara.

Unos años después, llegó la guerra. Subió el precio del trigo y los
labradores que no habían tenido nunca un céntimo compraron
cosechadoras y coches nuevos e instalaron la electricidad. Murieron
muchos chicos de Manawaka. Lo leí en los periódicos. Casi todos del
mismo regimiento, el de los Cameron Highlanders; creo que fue en
Dieppe, un sitio donde las bajas fueron numerosas, según los
periódicos, que hablaban de ellos como si fueran soldaditos de plomo
y no hijos de alguien. Para los que volvieron, el gobierno dispuso
suficiente dinero en ayudas a fin de que fueran a la universidad o se
establecieran por su cuenta.

Él podría haber muerto o haberse salvado. ¿Quién puede saberlo?
¿O dependen esas cosas de lo que pasa fuera?

202



Creo que estoy llorando. Me llevo una mano a la cara y noto la piel
resbaladiza a causa de las lágrimas. A mi lado oigo una voz; me
sobresalto.

—Vaya por Dios, qué pena —dice.
No entiendo a qué se refiere, hasta que recuerdo… había un hombre
aquí y hablamos y bebí su vino. Pero yo no quería contarle esto.

—¿Lo he dicho todo en voz alta?
—No se preocupe —dice él—. No se preocupe. Desahogarse es
bueno.

Como si fueran lombrices de las que hay que librarse con una
purga. Pero no importa. Su voz es afable. Me alegra que esté aquí.

No lamento haber hablado con él, no lo lamento en absoluto, y eso es
admirable.

—Fue absurdo —digo lentamente—. Ésa es la cuestión. Inútil.
Por una apuesta.
—Esas cosas pasan —dice el hombre.
—Lo sé. No necesito que nadie me lo diga. Pero no lo acepto.
Puedo sentir cómo se encoge de hombros en la oscuridad.
—¿Qué otra cosa se puede hacer?
Estoy temblando y casi no puedo hablar, por la bilis que me llena la
garganta.

—Me enfurece y me enfurecerá hasta que muera. No culpo a nadie,
sólo me enfurece que sucediera de ese modo.

—Eso no le hace a usted ningún bien.
—Lo sé. Lo sé perfectamente. Pero no puedo evitarlo.
—Sé lo que quiere decir. —Agita la botella—. Está vacía.
Parece sorprendido, como un niño. Su voz es imprecisa, o tal vez
sean mis oídos. Las palabras flotan ondulantes hacia mí, cruzando la
oscuridad que nos separa.

—Lou estará frenética. Debo irme. Pero antes tengo que dormir,
sólo un ratito.

—No se vaya —suplico—. No le dirá a Marvin que estoy aquí,
¿verdad? Estoy perfectamente. Estoy muy cómoda aquí. ¿Se da usted
cuenta?

—Claro, claro. Me doy cuenta.
—Entonces prométame que no se lo dirá.
—Lo prometo —dice.
Le creo y me siento más tranquila.

203




—Caramba, empieza a hacer frío aquí —dice—. ¿No le parece a
usted?

—Sí. Hace frío. Hace mucho frío. Nunca había tenido tanto frío.
Nos sentamos juntos para darnos calor, apoyados en las cajas.
Y entonces nos quedamos dormidos.



Despierto. Ni rastro de luna. La noche es muy oscura y el aire
demasiado frío para esta época del año. Con el calor que ha hecho
durante el día, quién podría imaginar que la noche fuera tan distinta.
Tal vez llueva... ¡Sería una bendición después de tanto tiempo! La
cama es incómoda. Deberíamos haber comprado una nueva para esta
habitación... pero al parecer nunca teníamos dinero. Marvin nunca se
quejó cuando éste era su dormitorio... no entiendo por qué.

Me siento muy mal de pronto, tengo náuseas y una sensación de
acidez en el estómago; se me tensan los músculos de la garganta. ¿Qué
pasa? ¿Qué es lo que me sucede? Estoy toda alterada. Oh, no puedo
contenerlo… todo, todo, por todo el suelo. Tan de repente. No me dio

tiempo de buscar una palangana, ni siquiera de bajarme. Qué
vergüenza.

Respiro con dificultad, espasmódicamente. Puedo sentir el corazón;
palpita como un martillo mecánico. ¿Qué es lo que me pasa? Intento
levantarme y no puedo.

—¡Ay!... qué mal me encuentro. Me siento muy mal.
Mi voz es ronca y apagada, un vómito de palabras.
Luego otra voz.
—¿Qué pasa? ¿Se encuentra bien? ¿Qué ha sucedido? ¡Santo cielo!
Lo ha devuelto todo. Qué desperdicio. Sabía que no tendría que
habérselo dado.

Una voz de hombre. ¿De qué habla? Enciende una cerilla y veo,
inclinado sobre mí, un rostro conocido.

—Dios mío, está usted enferma de verdad...
Parece asustado. Procuro tranquilizarle con una sonrisa, pero noto
la cara rígida... debe parecerle una mueca maléfica, la parodia de una
sonrisa.

—No hay problema —digo— ahora que estás aquí.

204





—¿Está segura? No sé. No sé qué hacer.
La cerilla se apaga, pero aun así se dónde está él. Tiendo la mano,
divertida casi por mi timidez, y apoyo levemente los dedos en su
muñeca.

—No te preocupes, cariño. No es nada. Estoy perfectamente.
Eres muy amable preocupándote tanto, pero no hay motivo para que lo
hagas. Vuelve a la cama.

—Su voz parece como... Creo que necesita un médico.
—No, qué tontería. No necesito a nadie más que a ti. Me alegro de
que no te quedaras hasta tan tarde esta noche. No tenías por qué haber
vuelto pronto por mí. Pero me alegra que lo hayas hecho.

—Cielo santo —dice él—. ¿Quién cree usted...?
Ya me siento mejor. Descanso cómodamente. Mi mano sigue en su
muñeca. Es tan delgada que noto los huesos delicados a través de la
piel y el rápido latido de su pulso. Si hay un tiempo para hablar, sin
duda alguna es éste.

—Lo de que no la trajeras no lo decía en serio. A veces una se
precipita. Siempre he tenido mucho genio. No quiero que pienses que
tenéis que andar siempre saliendo por ahí a alguna parte. Podríais venir
aquí por las noches. Yo no diría una palabra. Me metería en la sala o
arriba, si queréis. No os molestaría. ¿No te parece buena idea?

He hablado con tanta calma, tan razonablemente que, en conciencia,
no puede rechazar mi propuesta. Espero. Al fin oigo su voz. Un sonido
inexplicable, un rechinar, como un gruñido o un gemido. Me pongo
nerviosa y supongo que debe de seguir enfadado. Pero cuando habla,
no hay ni rastro de enfado en su voz.

—No te preocupes —dice—. Sabía que no hablabas en serio. No hay
problema. Procura dormir. No tienes por qué preocuparte.

Suspiro, satisfecha. Me arropa con la manta. En este momento
incluso podría pedir perdón a Dios por haber pensado mal de Él alguna
que otra vez.

—Voy a dormir —digo.
—Está muy bien —dice él—. Hazlo.

205








Nueve










La luz de la mañana me pica en los ojos como escarcha. He dormido
toda la noche tumbada en este suelo de madera, con la cabeza apoyada
en una caja. Tengo tan agarrotados los músculos y las articulaciones
que casi no puedo moverme. Me duele el estómago y la sed me abrasa
la boca.

Advierto que estoy tapada con una chaqueta, y no precisamente muy
bonita; es una chaqueta barata, de paño ligero, economía a corto plazo.
¿De quién será?

Recuerdo y miro a mi alrededor, con náuseas. Se ha ido. Mi
memoria, desgraciadamente clara como agua de manantial ahora,
borbotea fríamente. No pude ser yo, la melindrosa Hagar Shipley,
quien bebió con un desconocido y se durmió acurrucada a su lado.

Me resisto a creerlo. Pero así fue. Y, para ser sincera, ahora que lo
pienso mejor no me parece tan espantoso. Todo depende de cómo se
mire.

Ha ocurrido algo más esta noche. Se dijeron otras cosas, cosas que
he olvidado y no puedo recordar por más que lo intente. Pero, ¿por qué
me siento desconsolada, como si hubiera perdido a alguien hace muy
poco? Esta pérdida desconocida me angustia enormemente. La llama

de los muertos se ha extinguido y así será eternamente. No hay
misericordia en el cielo.

206



Estoy confusa. Ha sido muy amable ese hombre dejándome la
chaqueta. Ni uno entre cien lo habría hecho. Ojalá tuviera un poco de
agua. Creo que volverá.

Pueden arrojarme a un fosa común, me tiene sin cuidado, y no
desperdiciar ni un centavo en flores ni gastar saliva en balde rezando
por mi alma, pues estaré más muerta que una caballa. Es difícil
imaginar el mundo sin mí. ¿Se parará todo cuando me pare yo? Vieja
estúpida, ¿quién te crees que eres? Hagar. No hay nadie como yo en

este mundo.
Divago sobre esto y aquello. Tengo el pensamiento tan disperso y
errabundo esta mañana... ¿Por qué no viene él? Vendrá... estoy segura.
Más vale que sea pronto. Tengo sed. Me siento marcada. Si comiera
algo estaría bien del todo. A lo mejor trae naranjas. Una naranja me
sentaría bien en este momento. Oh. Creo que no podría comer, en

realidad. La verdad es que lo único que necesito es un vaso de agua.
Oigo pisadas que se acercan; no son de una, sino de varias
personas. Debo arreglarme inmediatamente. Pero no lo hago. Sigo aquí
tumbada, pasiva, despreciando mi pasividad. No puede ser él. Él
vendría solo. Me lo prometió.

—Es aquí. Ahí está la puerta.
¿Su voz? Él no me traicionaría. Me lo prometió, a pesar de todo, y
yo lo creí. Se abre la puerta y no sé si mirar o no. Vuelvo ligeramente
la cabeza. Marvin está ahí plantado, con el traje gris marengo bueno,

la cara ancha ceñuda. Junto a él, Doris le agarra el brazo y lanza un
grito de asombro. Les acompaña un desconocido, una criatura

demacrada, con ojos de conejo, inquietos y ojerosos, y bigote rojizo.
—Bueno, gracias a Dios —dice Marvin, con una voz tranquila y
sosegada, sin entonación
—. Ya era hora. Hemos buscado en todas
partes.

Doris, de rayón oscuro (lleva otra vez puesto ese horroroso vestido
marrón que tiene) corre a mi lado, se inclina, me toca aquí y allá, me
palpa como si fuera un cuarto de vacuno y ella una compradora.

—Dios mío, nos has dado un susto de muerte. ¿Cómo se te ocurrió
hacer una cosa así, mamá, di? Cuando volví de la compra y vi que no
estabas, casi me vuelvo loca. No sabes cómo nos has preocupado y lo
mal que nos hemos sentido por tener que ir a la policía. Me miraban de
una forma tan tara, como si debiera haber tenido más cuidado, pero,
¿cómo diablos iba yo a saber que harías una cosa así?

207




—Cállate, cariño, ¿quieres? —le dice Marvin—. Es evidente que ha
pasado mucho frío y no se encuentra bien.

—Santo cielo, qué desastre —salmodia Doris, mirándome a mí, el
lugar, el suelo sucio, sin perderse detalle.

Estoy echada aquí, inmensa e inmóvil, como un viejo halcón
capturado, los ojos muy abiertos, sin pestañear. No hablaré.

Que parloteen ellos. Marvin se arrodilla.
—Mamá..., ¿me entiendes? ¿Oyes lo que te estoy diciendo?
El desconocido se chupa el bigote como si tuviera un sabor secreto y
delicioso. No me mira.

—Está confusa —dice—. Ya lo estaba antes, desde luego. Como le
dije, señor Shipley, yo volvía caminando de casa de un vecino cuando
oí esa especie de gemido. Miré y ahí estaba ella.

—Le estamos sumamente agradecidos, señor Lees —gorjea Doris—.
¿verdad, Marv?

Marvin dirige al hombre una mirada larga y escéptica.
—Sí, así es. Pero habría sido mejor que hubiera ido antes a la
policía.

El hombre agita las manos.
—Bueno, ya le dije que tuve que ir antes a casa...
—Sí. Eso dijo.
Siento una gratitud muda por Marvin. Él no se deja engañar tan
fácilmente. Tengo que admitir que en el fondo es un alivio verlo. Pero
desdeño mi alegría. ¿Tan débil me he vuelto que me alegro que me
capturen, de que me cojan viva? Capto la mirada del desconocido y lo
miro con toda la arrogancia de que soy capaz. Él sabe que ahora estoy
lúcida. Lo indican sus ojos. Son tristes y temerosos. Tiende hacia mí
ambas manos.

—No pude evitarlo, ¿comprende? —masculla—. Lo hice por su
propio bien.
—Me sostiene la mirada. No apartará la vista. Ahora
comprendo que espera que le perdone. Estoy a punto de formular las
palabras «Lo sé, lo sé, no pudo evitarlo en realidad... no fue culpa
suya», pero, en lugar de ello, digo:

—No puede evitarse... —Son las primeras palabras que pronuncio
hoy y parecen un graznido
—. Es innato… entrometerse,
entrometerse... no podríamos dejar de hacerlo por nada del mundo.

Él mira a Marvin y se encoge de hombros.

208





—Está confusa —dice—. Ya se lo dije.
Marvin intenta levantarme.
—Trata de caminar, mamá. ¿Puedes intentarlo? Mira, yo te
aguantaré.

El desconocido intenta agarrarme del otro brazo, pero rechazo su
mano.

—¡No me toque! ¡Apártese de mí!
—Está bien, está bien —dice, en tono desvalido, retrocediendo—.
Y o sólo quería ayudar, nada más.
—¿Cómo puedes ser tan descortés, mamá? —protesta Doris—.
Pese a todo, el señor Lees te ha salvado la vida.
Tan ridícula afirmación casi me hace reír, pero al mirar a los ojos a
este desconocido, surge un recuerdo que va más allá de lo que él y yo
nos contamos anoche, y la afirmación ya no me parece tan ridícula.
Impulsivamente, casi sin darme cuenta de lo que hago, tiendo la mano
y le toco la muñeca.

—No quería ser grosera. Yo... yo lamento lo de su chico.
En cuanto digo esto, me siento aliviada y relajada. Él parece
sorprendido, conmovido y, en cierto modo, restablecido.

—No se preocupe... sabía que no era su intención —dice—. Y...
gracias por lo otro. Lo mismo digo, también.

Asiento en silencio, conmovida por su tacto delante de Marvin y
Doris.

—Bueno, creo que me marcharé —dice con torpeza—. A menos que
quiera usted que le eche una mano.

—Puedo arreglarme —dice Marvin bruscamente—. No hace falta
que se moleste.

Así que se marcha, regresa a su casa y a su vida. No lamento ver
que se marcha, pues no habría soportado decirle otra palabra, y aunque
me quedo con la sensación de que fue una suerte que le encontrara, tal
ventaja se mezcla misteriosamente con la sensación de pérdida que

sentí momentos antes, esta misma mañana.
—¿Qué querías decir? —pregunta Marvin—. ¿Qué chico?
—Oh... nada. Algo que me dijo. Lo he olvidado. ¿Cómo subiré esas
escaleras, Marvin?

—Espera —dice él—. Lo conseguiremos.

209



Tira y alza, suda y se esfuerza, me pone un pie balanceante. Estoy
mareada, y aun cuando apenas soy consciente de ello, subimos los
peldaños uno tras otro, interminablemente. Los brazos de Marvin
parecen una abrazadera de acero a mi alrededor. Es muy fuerte, pero

sé que nunca llegaremos arriba.
—Oh, no puedo...
—Sólo un poco más. Inténtalo.
Por fin abro los ojos. Estamos en el coche y me han envuelto en
mantas y cojines.

—Ahora... supongo que iremos directamente a ese sitio...
—No —dice Marvin lentamente, los ojos fijos en la carretera —. Ya
es demasiado tarde para eso. Será un milagro si no tienes neumonía.

Te llevaremos a un hospital. El médico dijo que por el momento no se
puede pensar siquiera en otra cosa.

—Me siento perfectamente —grito—, sólo un poco cansada, nada
más. No estoy enferma. No voy a ir a ningún hospital.

—No queríamos que lo supieras —dice él disculpándose—, pero si
vas a armar tanto escándalo por el hospital, creo que tendrás que
saberlo.

Y entonces me explica lo que había en las radiografías. No tiene
importancia, en realidad, sólo es un nombre. Podría ser cualquier cosa.
Si no hubiera sido eso, habría sido cualquier otra cosa. Sin embargo, al
oírlo me siento aturdida y mareada.

Extraño. Sólo ahora comprendo que lo que va a suceder no puede
demorarse indefinidamente.




Dios mío, cómo se ha encogido el mundo. Ahora no es más que una
enorme habitación llena de camas blancas metálicas, altas y estrechas,
y en cada una un cuerpo femenino de algún tipo. Yo no quería la sala
común, pero según Marvin el médico le explicó que no había sitio en
ninguna parte. No sé. Simplemente no sé. Si yo fuera alguien
importante, una de esas señoronas viudas de elegante peinado que
aparecen en las páginas de ecos de sociedad, seguro que habrían
encontrado habitación enseguida. Apuesto mi vida. En esta sala debe

210




de haber treinta camas o más. Es un manicomio. Echada en esta
especie de losa, la sábana hasta la barbilla, el vientre como una
montaña de gelatina bajo la ropa, que tiembla un poco cada vez que

respiro. Mantengo los pies bien rectos, para evitar calambres. Parezco
una pieza expuesta en un museo. Cualquiera puede pasear por delante
y pararse a mirarme. Entrada libre.

Cierro los ojos y tengo una ilusión momentánea de intimidad. Pero
el ruido es horroroso. El constante tintineo y cascabeleo de las cortinas
que corren por las barras de arriba al abrirlas o cerrarlas. Todas las
camas pueden aislarse, disponer de su propio cubículo diminuto, pero
de noche no te otorgan tal privilegio. Pedí a la enfermera que corriera
la cortina de mi cama y se negó diciendo que necesitaba aire fresco,

y, además, la enfermera de noche quería poder ver a todo el mundo.
Así que duermes aquí como en un cuartel o en la fosa común, codo con
codo Dios sabe con quién.

Enfermeras de blanco y auxiliares de azul van y vienen, siempre
con carritos, como trenes traqueteantes cargados de cuñas o jarras de
zumo de manzana, bandejas de comida o vasos de papel con pastillas,
que te entregan como si fueras una niña en una fiesta de cumpleaños a

quien dieran su ración de caramelos. La enfermera de las pastillas tiene
una voz alegre, resonante, que me crispa.

—Señora... Señora Shipley, ¿vamos? Veamos qué tenemos para
usted esta noche. Una grande rosada y una amarilla pequeñita. Tome.

—No las quiero. No las necesito. No aguanto las pastillas. Se me
pegan a la garganta.

Ella se echa a reír como Santa Claus. Luego, dice:
—Bueno, estoy segura de que con un buen trago de agua éstas le
pasarán bien. El doctor ha dicho que tiene que tomarlas. Así que no
podemos hacer nada, ¿verdad? Ahora, sea buena chica...

Le clavaría un puñal en el corazón, si tuviera un puñal y la fuerza
para hacerlo. Ya le daría yo buena chica a ella, la muy insolente.

—No las quiero. —Siento los ojos ardientes y tensos, porque las
lágrimas están a punto de brotar, pero no voy a dejar que lo vea
—.
Ni siquiera sé lo que son. No tiene por qué hacérmelas tragar de ese
modo. Las escupiré.

211





—No puedo pasarme aquí toda la noche —dice—. Tengo cuarenta
pacientes que atender. Vamos, venga. Tómeselas de una vez. Una es un
sedante y la otra es un somnífero, nada más.

Abro la boca para hablar y me mete las pastillas dentro, como un
niño tirando canicas. Las trago, por fuerza. Se me pegan a la garganta.
Sabía que me pasaría. Me dan náuseas.

—Tenga,... beba un poco de agua. —Me obliga a beber; luego otra
vez la voz melosa
—: No ha sido tan malo, en realidad, ¿a que no?
Aquí echada siento el dolor golpeándose las alas contra mi caja
torácica. El ataque se va debilitando gradualmente y me relajo. Al fin
apagan las luces, pero a mi alrededor, en una oscuridad que no es
completa, oigo el ruido de la respiración de las otras mujeres. Algunas
roncan de forma chirriante. Otras gimen en sueños. Algunas relinchan
un poco, con la porción correspondiente de dolor o malestar. Un hilillo
de voz canta en alemán, desentonando. Cerca de mí, alguien reza en
voz alta. Los tacones de la enfermera suenan suavemente, como una
llamada a una puerta. E interminablemente, la respiración y las voces
aletean como aves atrapadas en un edificio.

Ay mi pobre espalda...
¿Dónde está usted, enfermera? Necesito una cuña...
Ich weiss nicht was Soll es bedeuten...
¿Tom? ¿Estás ahí, Tom?...
Santa Madre de Dios, ruega por nosotros...
As ich so traurig bin...
He llamado y llamado y nadie me oye...
Salud de los enfermos. Refugio de los pecadores...
Tom, ¿estás ahí?
Ein Märchen aus uralten Zeiten...
Es como si fuera a rompérseme, la espalda...
Reina de los Apóstoles, Reina de los Mártires, ruega por nosotros...
Das geht mir nicht aus dem Sinn...
¿Tom?
El medicamento me arrastra en un remolino hacia las frías
profundidades del mar.

212





—El termómetro, señora Shipley. Eso es. Despierte y abra la boca.
A ver...

Me sacan del sueño, como a un pez en una red.
—¿Qué pasa? ¿Qué es esto? ¿Quién es usted? —Aunque veo que
lleva uniforme, al principio no sé exactamente dónde estoy. Ahora
comprendo. Me han atrapado. Me han metido aquí y no puedo salir.
Luego, cuando recuerdo por qué, el dolor vuelve, un castigo súbito,

y agarro la mano de la enfermera—. Oh...
—Duele, ¿eh? Bueno, el doctor Corby ha dicho que tenía que tomar
un sedante siempre que lo necesite. Aguante sólo unos minutos,
querida y le traeré algo.

Ha hablado tan serenamente y ha dicho «querida» con tanta
naturalidad, que estoy segura de que es verdad lo que promete. No es
la enfermera de las pastillas. Esta mujer es diferente, grande, con el
cabello castaño entrecano. No me trata con condescendencia. Me
agrada mucho su naturalidad. Pero de todos modos me debilita y
socava mi temple, como siempre que se compadecen de mí y, de

pronto, descubro que estoy aferrándome vergonzosamente a su brazo y
llorando y parece que no puedo parar.

Me pasa un brazo por los hombros temblorosos.
—Vamos, vamos. Todo irá bien. Sólo tiene que esperar un minuto.
Le traeré algo en seguida.
Trae la pastilla rosa chillón, se la cojo de la mano y la trago.
Finalmente, consigo tranquilizarme.

—Gracias, enfermera. Es usted muy buena.
—Es mi trabajo —dice rápidamente, con una sonrisa.
Y entonces comprendo que realmente es su trabajo. No tenía por
qué sentirme agradecida. Eso es una ayuda. No soporto sentirme en
deuda. Puedo ser tan agradecida como el que más, siempre que no se
me imponga. Cuando se va, intento dormir de nuevo, pero no puedo.
La gente que me rodea se despierta emitiendo los consabidos sonidos
matinales: grandes bostezos, rumor de sábanas, eructos gaseosos,
ventosidades volcánicas de diversos vientres.

La mujer de la cama de al lado tararea y de vez en cuando inicia un
canto sin sentido.

—La, la —canta.

213




Es tan escuálida que es un prodigio que pueda tenerse en pie, pero
se baja cautelosamente de la cama y camina inclinada, sujetándose el
abdomen con las manos, como si temiera que algo se le desencajara si
no lo aguanta en su sitio. Es sólo piel y huesos, una bruja de un libro
de cuento de hadas. No creo que mida más de uno cincuenta, y cuando
se inclina parece enana, una criaturita tan pequeña que si se encogiera
un poquito más desaparecería del todo.

—¿Qué tal?, ¿cómo ha pasado la noche? —pregunta—. Bastante
molesta ¿verdad?

Su voz tiene esa alegría insufrible que aborrezco. No estoy de
humor para su optimismo. Deseo con toda mi alma que desaparezca y
me deje en paz.

—Casi no he pegado ojo —contesto—. ¿Quién puede dormir en este
lugar, con tantos gemidos y quejas? Sería como intentar dormir en una
estación de ferrocarril.

—Pues usted ha hablado más que nadie —dice—. Yo la oí. Se ha
levantado dos veces y la enfermera tuvo que acostarla.

La miro fríamente.
—Debe de estar equivocada. Yo no he abierto la boca. Y no me he
movido de la cama en toda la noche. Ni siquiera moví un músculo.

—Eso es lo que usted se cree —dice—. La señora Reilly me dará la
razón.

Grita a la cama de enfrente.
—Eh, señora Reilly, ¿está despierta, querida? Oyó anoche a esta
señora, ¿verdad? ¿A que estuvo levantándose todo el rato? Como una
caja sorpresa, ¿a que sí?

Una montaña de carne se agita levemente en la cama revuelta, pero
cuando habla la voz es clara y musical, con un marcado acento irlandés
tan en contradicción con el montículo bamboleante de su cuerpo que
me fascina y miro sin poder evitarlo.

—Sí la he oído, pobre señora. Claro que la he oído.
Caigo en la cuenta de lo que dice. No puede ser verdad. No
recuerdo nada. Creo que hay una malevolencia oculta en esta diminuta
bruja plantada a los pies de mi cama. ¿Qué se propone, en realidad?
Miente. Lo sé.

214





—Se equivoca. He pasado media noche despierta, escuchando.
No podía dormir de ninguna manera, por el follón. ¿Hay alguna
alemana?

—La señora Dobereiner —susurra la criatura, al tiempo que señala
al oro lado
—. No habla mucho inglés, pero canta muchísimo. Una
alondra. Ojalá cantase de forma que entendiéramos lo que dice. Hay
mucho extranjero por aquí últimamente, ¿no es verdad?
—Se inclina y
chilla
—: Hablábamos de lo mucho que nos gusta oírla cantar, señora
Dobereiner.

Es evidente que cree que si habla lo bastante alto, atravesará la
barrera lingüística.

—Cantar, ¿comprende? —grita—. La, La... —Se interrumpe y
sacude la cabeza en mi dirección
—. Se siente muy deprimida, a veces
—dice en un cuchicheo innecesario—. Por no poder hacerse entender,
¿comprende? Haría falta la paciencia de un santo. Bueno, lamento que
no haya pasado usted buena noche. Una buena noche de sueño es
fundamental, ¿verdad?

—No podré dormir nunca, con tanta gente alrededor —digo,
malhumorada
—. Nunca jamás. Según Marvin, tuvieron que ponerme
en este sitio porque no había libre ninguna habitación de dos camas.
No dormiré nada, estoy segura.

—¿Una habitación de dos camas? —dice bruscamente—. Vaya, todo
cuanto puedo decir es que sería estupendo para usted si puede
permitírselo. Yo no podría aunque hubiera diez millones de
habitaciones libres en este mismo momento. ¿Marvin es su hijo? Lo vi
ayer. Tiene muy buena facha. Tiene usted suerte. Yo no tengo a nadie
así.

—¿No tiene hijos?
—No, no los tuvimos, aunque no por falta de ganas. Fue voluntad
de Dios, supongo. No, no tenemos hijos, Tom y yo.

—¿Tom? Ah... usted es la que anoche no paraba de preguntar por
Tom.

—Es muy probable —dice tranquilamente—. No le diría que no.
Estoy acostumbrada a tenerle a mi lado por las noches. Es natural.

En agosto hizo cincuenta y dos años que nos casamos. Tengo setenta.
Me casé a los dieciocho. ¿Cómo se llama el suyo? ¿John, verdad?

215




Me quedo mirándola boquiabierta y ella ríe entre dientes.

—¿Lo ve? Ya le dije que la oí de noche. ¿Me cree ahora?
Vuelvo la cara. No hay ningún sitio donde estar sola aquí.
Las cortinas permanecen siempre descorridas. Me cubro la cara con
una mano y la criaturita salta junto a mi cabeza.

—Eh... no se lo tome así —dice—. No quería molestarla. ¿Él ha... no
vive? Lo siento de veras. No era mi intención disgustarla.

Supongo que tiene buena intención. Semeja una talla infantil y por
debajo del camisón del hospital, que sólo le llega hasta las rodillas, le
asoman las espinillas huesudas surcadas de venas azules. La prenda,
que parece de arpillera descolorida, va sujeta con cintas en la parte de
atrás del cuello y se abre aleteante cuando se inclina para examinar

la tarjeta que hay a los pies de mi cama, dejando al aire las nalgas
abolladas y ahuecadas por la delgadez. Contengo la risa a duras penas,
hasta que caigo en la cuenta de que yo también llevo un camisón igual.

—Veo que es usted la señora Shipley —dice—. Será mejor que nos
conozcamos. Yo soy la señora Jardine. Elva Jardine. Ésa de ahí es la
señora Dobereiner, como ya le dije, y la señora Reilly es la señora
grande de allá.
—Se inclina hacia mí—. ¿Ha visto usted una gordura
semejante en su vida? La tuvieron que traer en una silla de ruedas y

necesitaron tres enfermeros para meterla en la cama. Es glandular,
supongo. Una auténtica cruz, se lo aseguro. Tom siempre andaba
diciéndome: «Elva, eres ligera como una pluma, debieras poner algo
de carne en esos huesos». Pero ahora me alegro, se lo juro. Usted no
está lo que se dice delgada, señora Shipley, pero eso no es nada
comparada con ella.

—Oh, por piedad... —Deseo tanto un poco de silencio, que ya no sé
lo que digo
—. No me siento bien. ¿No puede usted dejarme en paz?
—Oh, de acuerdo —dice, en tono despectivo—. Si es eso lo que le
apetece...

Se va, ofendida, sin enderezarse. Las horas son largas. Consigo
dormir un raro. Me llega el sonido de los coches desde la calle.
Parecen tan afanosos, tan preocupados. Pero son irreales. Sólo son
coches de juguete ahí fuera, y la calle no es más que un invento de la
imaginación. Todo lo que existe, está aquí. De vez en cuando siento
náuseas y mareos. Una enfermera nueva trae las pastillas sedantes.

Caigo en un letargo nebuloso.

216





—Mamá...
Es Marvin. ¿Es posible que ya esté aquí?
—Doris no se encuentra bien. Vendrá mañana. ¿Cómo te sientes?
Ahí está, mirándome inseguro, tratando de encontrar algo que decir.
Tiene el ancho rostro rojizo salpicado de sudor. Hoy ha sido un día
caluroso. No me había dado cuenta. Se limpia el sudor del labio
superior con el dorso de la mano.Verlo me complace de una manera
extraña. No tengo intención de quejarme. Pero cuando hablo, lo suelto
todo.

—No te lo creerías, Marvin, el jaleo que hay aquí de noche. Nunca
oí roncar y hablar en sueños a tanta gente. Casi no he dormido. La
mujer de al lado... menuda charlatana. No para un segundo con la boca
cerrada. Habla sin parar, todo el rato. Ah, si supieras lo que es esto...

—Volveré a preguntar por la habitación semiprivada.
—Cualquier sitio sería mejor que este. No tienes idea.
—Está bien —dice—. Veré lo que puedo hacer. ¿Necesitas algo?
—No, supongo que no. ¿Qué iba a necesitar aquí? Bueno, podrías
decirle a Doris que me traiga los dos camisones de raso... o sea, el rosa
claro y el azul. No soporto los de aquí. Son pesados y pican como
arpillera. Ah... y el rodete del pelo. He perdido el que tenía. Encontrará
uno en el cajón de arriba de mi tocador. Y dile que se acuerde de traer
las redecillas... no las gruesas de la noche, las otras. Ella ya sabe.

Y unas horquillas. Podría traerme también el frasco de Lirio de los
valles que me regaló Tina.

—De acuerdo. Procuraré acordarme de todo. ¿Quieres algo de
comer o alguna otra cosa?

—No tengo apetito. La comida que te dan aquí es bazofia. Nadie
podría comerla. No tengo estómago para ello. ¿Sabes lo que me dieron
de cena? Un huevo escalfado. Sólo eso, ¿te imaginas? Ni una pizca de
carne. Me asquean los huevos. De postre, gelatina roja, y se acabó.

Te aseguro que aquí aprovechan muy bien el dinero de los pacientes,
puedes estar seguro.

—Es que tienes que seguir una dieta suave —me dice, con tristeza—.
Es lo que ha dicho el médico. Nadie intenta timarte, mamá.

—Una dieta suave, ciertamente. Quieres decir estúpida. Ese
médico..., ¿cómo se llama? El tal doctor Tappen… nunca he tenido
muy buena opinión de él.

217





—El doctor Corby. Tappen era en Manawaka, hace años.
—Sí, sí, ya lo sé. Lo dije sin pensarlo, nada más… —Me humilla
que me corrija y hace que me enfade con él. La delicadeza nunca ha
sido su especialidad
—. Si tú tuvieras que comer esta bazofia, pronto
verías...

—¿Te apetecen unas uvas? El médico dijo que la fruta te sentaría
bien.

—Bueno...
Me siento un poco apaciguada, pero aun así, turbada y reacia a
ceder, porque sé que he sido irracional. No es culpa de Marvin. No es
culpa de nadie, el huevo blando y repugnante, el mundo reducido, las
voces que gimen como plañideras toda la noche. ¿Por qué es siempre
tan difícil encontrar al culpable adecuado? ¿Por qué siempre necesito
encontrar un culpable? Como si sirviera de algo, en realidad.

—Te traeré algunas mañana —dice Marvin—. Procura dormir, ¿eh?
No hacen más que decirme que duerma, como si fuese una especie
de cura para lo que me aflige.

—Lo haré. Estoy perfectamente, en realidad.
—¿De verdad? —Me mira inquieto, y no soporto el recuerdo de mi
gimoteo.

—Pues claro. Tú no te preocupes, Marvin.
—Bueno, estoy preocupado —dice—. Lógicamente.
Lo está. Lo veo en su cara.
—¿Qué le pasa a Doris? Nada grave ¿verdad?
—Oh, le ha dado otro de sus ataques —dice—. El corazón no le
funciona nada bien, ya sabes.
—Sigue ahí plantado, ceñudo—. Estoy
preocupado.

Y veo que tiene miedo, por ella y por sí mismo. Le tiene cariño.
Significa muchísimo para él. Es muy natural, supongo. Pero a mí me
resulta extraño, me cuesta admitirlo y aceptarlo.

—Anda, vete a casa ya —digo.
De pronto me avergüenza seguir todavía aquí, en el mundo. ¿Y si se
fuera ella antes que yo? Eso sería injusto, anormal.

—Veré lo de la habitación —promete. Y se marcha, y vuelvo a
quedarme sola en medio de este parvulario maullante de ancianas.

Del que formo parte. Rara vez lo ves de ese modo.

218



En la cama de al lado, el marido de Elva Jardine, Tom, está sentado
en una silla y aprieta una mano contra otra, haciendo crujir los
nudillos. Es un viejo calvo con bigote blanco amarillento. Es muy
callado. No me extraña, viviendo con esa mujer. Creo que nunca mete
baza.

—El médico ha dicho que los puntos caerán mañana —parlotea ella—.
Eso es rápido, según él. Dice que soy una paciente modelo. Los puntos
no suelen caerse tan pronto. Casi puedo ir caminando hasta el baño yo
sola ya. Es estupendo.

—¿No te ha dicho cuándo volverías a casa, Elva?
—Bueno, no, nunca habla mucho. Pero al paso que voy, no creo que
tarde.

—Eso espero.
—¿Tú estás bien, Tom? ¿Te las arreglas bien?
—Claro, me las arreglo. Pero... bueno, ya sabes. No es lo mismo.
—Sí. Bueno, no será por mucho tiempo. ¿Te invitó a comer la
señora Garvey, como dijo?

—Dos veces —dice Tom, en tono pesaroso—. Es una cocinera
malísima. Se lo agradecí, claro. Pero la pobre no tiene ni idea de
cocinar.

—No te preocupes. Pronto estaré de vuelta.
—Oh caramba, eso espero, Elva. ¿Necesitas algo?
—Nada de nada —le asegura ella—. Estoy magníficamente.
—¿Qué tal la comida? ¿Decías que no demasiado mala?
—Oh, últimamente es muy buena —dice—. Excelente. Esta noche
me dieron un trozo de jamón y un poco de tarta de chocolate. De sobra
para mí. Nunca he sido de mucho comer.

—Has comido siempre menos que un pájaro —dice él—. Si no
alimentas el horno, el fuego se apagará.

—Eso es lo que tú has dicho siempre —dice ella.
Hay tal ternura en su voz que me da vergüenza escuchar. Vuelvo la
cabeza y permanezco inmóvil. Suenan los timbres. Las visitas se van.
Tom Jardine se aleja pisando fuerte por el pasillo.

Todo está en silencio. Y entonces oigo los sonidos de la cama de al
lado. Es Jardine, y está llorando. En seguida la oigo sonarse la nariz.

—Bueno, esto no hará que me cure antes —susurra—. De eso no cabe
duda. —Abre el cajón de la mesita metálica y empieza a rebuscar—.
¿Dónde ha ido a parar mi cepillo del pelo? Vaya, aquí lo tenemos. Dios
mío, qué falta le hace a este pelo un buen lavado…

219




Se cepilla el cuero cabelludo, con su fina capa de pelo gris.

—La, la... —canturrea con las horquillas en la boca. No puedo evitar
girarme y mirarla. Coge las horquillas cuidadosamente de entre los
labios y se las coloca en la cabeza. No entiendo por qué necesita
horquillas con tan poco pelo que sujetar. Deja de tararear y comienza a
cantar. Tiene la voz aflautada o baja, siempre al revés de como tendría
que ser.


Tú lleva el sedal y yo la caña, cariño

tú lleva el sedal y yo la caña, cielo
tú lleva el sedal y yo la caña
y bajaremos a la cueva rebosante,
cariño, cielo mío...

La dentadura postiza le tintinea como una tortuga mordedora.

Se mete la mano en la boca y saca los dientes culpables. Se los queda
mirando, malhumorada. Ahora se da cuenta de que la observo. Aparto
la vista, pero no lo bastante rápido.

—Tom no soporta verme sin la dentadura postiza —dice—. Pero
este maldito chisme nunca ha encajado bien. Sólo me la pongo cuando
viene él. Mastico bien sin ella, salvo las cortezas.

No contesto. Ella habla para la cama de enfrente, en donde la
montaña humana palpita y gorjea bajo las sábanas.

—¿Cómo está su hija, señora Reilly? Ya veo que le ha traído unas
flores.

—Gladiolos. Son gladiolos rosados. Son unas flores preciosas,
los gladiolos.
La voz de la montaña me sorprende una vez más con su claridad, su
dulzura musical. La señora Reilly alza un brazo para tocar las flores,
un brazo blanco e inmenso, con una gruesa capa de manteca, la grasa
se balancea y se ondula.

—Son unas flores muy resistentes —admite Elva Jardine.
—Mi hija tiene problemas en los pies, la pobrecita —dice la señora
Reilly
—. Le pasa por estar todo el día detrás de un mostrador. Es muy
duro, en conjunto.

—Es una chica gruesa. Tiene una buena carga que arrastrar, sí.

220




—Es que no puede hacer dieta. Le es completamente imposible,
Eileen no puede. Se queda muy débil. Le pasa lo mismo que a mí.

Me deja sin ningún ánimo. No me creería si le dijese lo que me dieron
anoche para cenar, señora Jardine.

—Sí, ya me lo enseñó. Es una vergüenza, sin duda, pero es por su
propio bien, señora Reilly. Su médico lo dijo, querida. No lo olvide.
Tanta carne es un peligro para su corazón.

La señora Reilly suspira profundamente.
—Lo sé, lo sé, pero es duro no poder comer un poquito de pan con
la comida. Siempre me ha gustado comer un poquito de pan con la
comida.

—Curioso, ¿eh? —dice Elva Jardine—. Fíjese en mí, por ejemplo,
podría atracarme de pan y no engordaría ni un gramo. En fin, es la
voluntad de Dios que una persona engorde.

—Así es —dice la señora Reilly, arrepentida—. Y yo soy la
testaruda, sin duda. Pensar que ha sido usted quien ha tenido que
decírmelo, señora Jardine, siendo usted protestante. Debería
avergonzarme.

Su mansedumbre me revuelve el estómago. Yo en su lugar pediría
pan a gritos hasta quedarme ronca, y moriría de apoplejía si me
apetecía.

—Cuña. —La voz parece una bocanada de humo, leve y nebulosa.
Cuando vuelve a oírse, tiene una nota de desesperación
—. Cuña.
Por favorr... por favorr...
Elva Jardine alza el cuello arrugado como un viejo marinero en la
torre de vigía, buscando tierra.

—Oh, oh. ¿Dónde se ha metido esa enfermera? ¡Enfermera! ¡Eh,
eh! La señora Dobereiner necesita la cuña.

—Muy bien —contesta una voz impasible, cerca—. Un momento.
—Más vale que se dé prisa —dice Elva Jardine— o Dios sabe lo que
pasará.

Llega la enfermera, corre las cortinas. Parece cansada.
—Estamos escasos de personal esta noche, y todo el mundo pide la
cuña al mismo tiempo. Siempre pasa igual. Muy bien, tenga, señora
Dobereiner.

—Danke vielmals. Tausend Dank. Sie haben ein gutes Herz.
Elva Jardine se baja de la cama.

221





—Intentaré llegar al cuarto de baño con mis dos palillos.
La enfermera asoma la cabeza por la cortina.
—Un momento, señora Jardine. La ayudaré.
—Creo que puedo ir sola. Ve..., ¿qué tal?
—Muy bien. ¿Seguro?
—Gritaré si la necesito. No se preocupe.
Se aleja con paso vacilante, sujetándose el abdomen con las manos,
la espalda doblada como un palo torcido.

Aparece la enfermera.
—¿Cómo está usted, señora Shipley?
—Oh, un poco mejor esta noche. Tomé una pastilla hace un rato y
me ha dejado muy bien. ¿La señora Jardine se irá a casa pronto?

—¿Ella? —La enfermera parece sorprendida—. Le han hecho la
primera operación, nada más. Tienen que hacerle otras dos para que
quede bien, si es que queda.

—¿Qué tiene? ¿Qué es lo que le pasa?
—Oh, muchas cosas —dice vagamente la enfermera como si ya
hubiera revelado más de la cuenta
—. No se preocupe por eso.
Usted descanse, ¿de acuerdo?
—Sí, sí. Descansaré. Es para lo único que sirvo ya.
—No debe adoptar usted esa actitud —dice ella.
Cuando ya se iba, da la vuelta.
—¿Necesita la cuña, ahora que estoy en ello?
—No, gracias. Puedo ir al baño sin problema.
—Oh no... —Parece escandalizada—. Ni se le ocurra.
—Claro que puedo. Por supuesto. Si puede ir ella que es una cosita
de nada, yo también puedo.

—No —dice la enfermera— . No es lo mismo. Usted no tiene que
levantarse.

¿Puedo estar yo peor que Elva Jardine, esa criatura insustancial
como las alas de una polilla?

—Saldré de aquí pronto, ¿verdad? Estoy muchísimo mejor. ¿Estaré
pronto en casa?

—Ya veremos. Ahora descanse.
—Ya tendré tiempo de sobra para eso.
—No debe adoptar usted esa actitud —dice otra vez.

222





—Debería mirar el lado bueno, ¿verdad?
—Eso mismo —dice. Me mira con una expresión de desconcierto,
como si no entendiera mi risa amarga. Se encoge de hombros y se va.

Elva Jardine ha vuelto, coge una silla y se sienta a mi lado.
—¿Le apetece hablar? —propone. Luego, como un buitre
minúsculo, añade
—: ¿Le duele mucho, querida?
—Bueno... un poco. Unas veces más que otras.
—Sé lo que quiere decir. Bueno, si le duele mucho, usted chille. De
lo contrario no conseguirá nada. Lo que tiene que hacer es decírselo a
su médico cuando hace la ronda. Sin su visto bueno ni siquiera pueden
darle una aspirina, ¿lo sabía? Tendrá que ponerse al tanto o está
perdida. Llevo aquí tres meses. Se han pasado semanas y semanas
fortaleciéndome para operarme.

—¿Tres meses? ¿Tanto?
—Bah, eso no es tanto. La señora Dobereiner lleva aquí siete meses.
Pobrecilla. Ha aguantado mucho tiempo. Una de las ayudantes de la
sala, esa fornida que trae el zumo, ¿sabe?, es alemana. Bueno, pues
ella me contó lo que hace la señora Dobereiner, quiero decir cuando no

canta esas canciones.
—¿Qué? ¿Qué es lo que hace?
—Reza pidiendo la muerte —responde Elva Jardine, en tono
macabro cargado de grata excitación por sentirse horrorizada. Se echa
hacia atrás, junta las manos, me mira para ver cómo reacciono. Por fin,
dice
—: Yo nunca podría hacerlo, ¿y usted? Claro que, bien mirado,
nunca se sabe. Sin embargo, la señora Reilly es la única que reza. Reza
una barbaridad.
—Se inclina hacia adelante de nuevo, en actitud
confidencial
—. Se cree que es la única que sabe hacerlo. Curioso, ¿no?
Pero es buena persona. Daría hasta la camisa. Somos amigas. Le tomo
el pelo. «Yo también rezo» le digo. «¿Qué le parece eso, amiga mía?»
Ella sólo sonríe, por cortesía, pero en realidad no me cree.

Suelta una risita aguda y se pone a cantar.

Jesús quiere que sea un rayo de sol,

y menudo rayo de sol que soy...

Se interrumpe.

223





—Eso es ser una sabelotodo. A veces me fastidia. Eso pasa por ver a
una persona cada día. Tom cantaba el mismo himno, sólo que la letra
era mucho peor, no sé si me entiende. Nunca fue muy aficionado a ir a
la iglesia. Pero para mí es el aliento eterno. Durante treinta años di una
clase en la escuela dominical de Freehold.

—Vaya..., ¿es usted de Freehold?
—Pues sí. ¿Ha oído alguna vez hablar de ese pueblo?
Esta mujer me cae bien, a mi pesar.
—Bueno, desde luego. Yo soy de Manawaka. Debe de quedar a
unos cuarenta kilómetros de Freehold, ¿no?

—Más o menos. Bueno, no me diga. Así que es de Manawaka. Yo
conocí a mucha gente de Manawaka. Tom y yo teníamos una granja en
Freehold. ¿Conoce usted a los Pearl?

—Por supuesto. Fui a la escuela con Henry Pearl. Los conozco bien.
—¡Mira por donde! Janice, la hija mayor de mi hermana, se casó
con Bob Pearl. Él debía de ser hijo del viejo Henry, ¿verdad?

—Era el hijo más pequeño, creo. Henry tenía tres hijos. Bueno,
qué extraño, ¿verdad? ¿Qué sería de él... de Bob?
—Lo último que supe es que tenía una tienda en Freehold —dice
ella
—. Creo que le iba muy bien, tenían cuatro hijos. Ya no sé mucho
de Freehold. Mi hermana murió hace cinco años.

—Yo conocía muy bien a los Pearl. Era una familia buena y
trabajadora.

—Bueno, Bob desde luego lo era, de eso estoy segura. Mi hermana
tenía muy buen concepto de él. En Freehold mucha gente decía que los
de Manawaka eran presuntuosos, pero nunca oí a nadie decir eso de
Bob. No había mejor persona. Nunca creyó que Freehold fuera poca
cosa, aunque era mucho más pequeño que Manawaka.

—¿Y dice que eran ustedes granjeros?
—Sí. ¿Usted vivía en el pueblo?
Qué estúpida soy, sentirme tan complacida porque piense eso.
—Bueno, no exactamente —respondo—. Me crié en el pueblo,
pero mi marido era granjero.
—¿Ah sí? ¿Hace mucho que murió?
—Mucho, sí.
—Debe de haber sido difícil para usted —dice—. Mi madre enviudó
a los treinta. No es vida.

224



Nuestras miradas se encuentran. Es afable esta mujer.

—Era un hombre grande —digo—. Y fuerte como un caballo.
Tenía la barba negra como el azabache. Era un hombre muy apuesto.
—A veces les toca primero a ellos —dice—. En fin, así es la vida.
Nosotros, me refiero a Tom y a mí, hemos tenido suerte. Nunca nos
hemos separado, hasta que yo vine aquí. Es un hombre muy agarrado
con el dinero, Tom, eso es lo único, claro que si no lo hubiera sido,
sabe Dios dónde estaríamos ahora.
—Se inclina y me mira—. Parece
rendida. Cuando mañana venga su médico, acuérdese de pedirle que le

pongan una inyección, ¿eh? Si no la pide ni la olerá, créame.
Saco la mano de entre las sábanas y la poso en su mano escuálida.
—Se lo agradezco, señora Jardine.
—No tiene importancia. Procure dormir bien esta noche. Si necesita
usted una enfermera por la noche, despiérteme, ¿me oye? A veces no
se dan cuenta de que su luz está encendida. Despiérteme y la llamaré
yo por usted. Tengo muy buena voz. Canté en el coro bautista de
Freehold durante un montón de años.

—Es usted... —Ahora no sé lo que decir, ni cómo decirlo—.
Es usted muy amable, señora Jardine.
—Bueno, las viejas granjeras de la llanura tenemos que ayudarnos,
¿no? Llámeme Elva, ¿quiere? Estoy más acostumbrada.

—Yo me llamo Hagar.
—De acuerdo, Hagar. Hasta mañana.
¿Cuánto tiempo hace que nadie me llama por mi nombre? Vuelve a
su cama, arrastrando los pies.

—Buenas noches, señora Reilly —dice—. Que duerma bien,
querida.

—Que descanse —dice la montaña a través de su sueño.



Pero cuando se apagan las luces, la oscuridad hormiguea sobre
nuestros lechos y la charla entre cama y cama cesa. Cada una de
nosotras vive su propia noche, un duermevela narcotizado en el que
nadamos lúgubremente, emergiendo a veces a la superficie, donde
están las voces. Si cierras los ojos después de mirar una luz fuerte, ves
chispas azul celeste o escarlata en la oscuridad. Las voces son así,

225



fragmentos recordados pintados sobre la oscuridad. Ya no me asustan

como antes. Ahora sé de dónde vienen. Los murmullos de las camas
más alejadas son demasiado vagos para descifrarlos. Pero los
próximos... puedo identificarlos. Repaso una y otra vez los nombres en
mi mente, para ver si puedo recordar. Señora Reilly. Señora
Dobereiner. Señora Jardine. No puedo recordar el nombre de pila de
esa mujer. Estoy segura de que me lo ha dicho. ¿Ida? ¿Elvira? Su
marido se llama Tom, y fueron granjeros en Freehold. No puedo
dormir. Estoy confusa, pero el dolor no me dejará dormir.

—Enfermera...
Llamo una y otra vez y al fin viene. Oh, se toman su tiempo estas
chicas.

—Algo..., ¿no puede darme algo? Me duele... aquí...
—Oh Dios mío —dice ella—. Puedo darle otro calmante, pero el
doctor no me ha dejado instrucciones para ponerle una inyección,

lo siento.
Lo siente. Seguro que sí.
—Si supiera...
—Lo siento, de veras —dice—. Pero no estoy autorizada...
—¿Por qué habría de importarle a usted...? A usted no le duele.
Oh, ¿qué sabe usted de eso? —Oigo mi voz acusadora y me siento
avergonzada. pero no cesará
—. A ustedes les importa un bledo...
Me trae una pastilla. La cojo como si fuera a impedírmelo. Me da
agua y se va. Al poco rato, cuando se calma el dolor, tengo la cortesía
de llamarla otra vez.

—Enfermera...
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Lamento haberle hablado así...
—Oh, no se preocupe —dice, sin inmutarse—. No se preocupe
usted. Estoy acostumbrada. Ahora procure dormir.

—De acuerdo, lo intentaré. —Ahora deseo complacerla, decir algo
que le agrade
—. Lo intentaré. Lo prometo.
Me adormezco y despierto, Las voces se mueven como hojas
agitadas en una ventana.

Tom, no te preocupes...
Madre de Dios, ruega por nosotros ahora y en la hora de...
Mein Gott, erlöse mich…

226



¿Recuerdas aquella vez, Tom? yo lo recuerdo tan bien...

Me arrepiento de haberte ofendido, Señor, porque amo…
Erlöse mich von meinen Schmerzen…
¡Bram!
Una voz casi ha gritado. Pasa un rato hasta que me doy cuenta de
que era la mía.

Estoy…, ¿dónde? Tengo que llegar al cuarto de baño. Eso es lo
único que sé… No encuentro el maldito interruptor. No sé dónde habrá
ido Doris. La he llamado sin parar y no contesta. Al menos podría
contestar, digo yo. Estoy de pie junto a la cama, me apoyo en ella y
tanteo el camino.

—¡Enfermera! ¡Enfermera! —¿de quién es esa voz aguda y temerosa
cerca de mí?
—. ¡Venga deprisa! La señora Shipley se ha levantado de
la cama.

Al parecer, estoy en un pasillo largo y a mi alrededor oigo un
chirrido constante de respiraciones. Hay una luz a lo lejos. Sé que debo
ir hacia ella.

—Enfermera, será mejor que se dé prisa. Va hacia el vestíbulo...
¿Enfermera? Los pasos se acercan, taconeando rápidamente.
Y ahora comprendo.
—Vamos, venga, señora Shipley. La ayudaré a volver.
—Yo... sólo quería ir al cuarto de baño, eso es todo. No hay nada
malo en ello, ¿verdad?

—No se preocupe. Usted venga conmigo y enseguida la
acomodaremos. Vamos, agárrese a mi brazo...

—Oh, detesto que me ayuden... —Mi voz refleja malhumor y no
expresa en absoluto la cólera que siento
—. Siempre me las he
arreglado sola.

—¿Nunca ha echado una mano a nadie en sus tiempos? Pues ahora
le toca a usted. Procure mirarlo de ese modo. Es lo justo.

Tiene razón. No tengo por qué sentirme agradecida. No recuerdo
haber echado una mano a muchas personas. Ése es el único problema.
Ayudaba a Daniel con la ortografía. Se me daba mucho mejor que a él.
Poco me lo agradeció. Se dedicó a decir que era él quien me ayudaba a
mí y no al revés. Pero papá me creyó a mí cuando se lo dije. Él sabía
que Daniel era un zoquete. Ahora lamento habérselo dicho a papá.
Pero es que me sacó de quicio... no es justo que te nieguen el mérito
por lo que has hecho.

227




Ya no puedo hacer nada. Me mete en la cama, me sube las sábanas
hasta la barbilla. Me quedo quieta y ahora oigo la voz de mi vecina.

—¿Está bien ahora, Hagar?
Vuelvo la cara hacia ella, aunque sé que no puedo verla.
—Sí. Sí, Elva, estoy perfectamente.
—Bueno, ya le recordaré mañana, por si se le olvida, que le pida al
médico la inyección. Dormirá mejor si le ponen una.

—Oh, ¿me lo recordará? Tengo una memoria excelente, en general,
pero a veces se me va algo de la cabeza...

—Sí. A mí me pasa igual. Bueno, ahora a dormir se ha dicho, niña.
Tengo que sonreír. Y luego siento que me voy deslizando en el
sueño.




El día siguiente viene a verme el médico. ¿Cómo se llama? Lo he
olvidado y no pienso preguntarlo.

—Bueno, ¿cómo estamos hoy?
Cómo estamos, ya lo creo.
—No sé cómo estará usted, pero otras veces me he sentido mejor,
la verdad.
—Pero no se siente demasiado mal, ¿a que no?
—Supongo que no. —¿Por qué miento? De pronto, me irritan mi
orgullo y mi fingimiento, y su estupidez
—. Me duele... aquí. De noche
me duele tanto... Oh, usted no sabe.
—Odio mi voz quejumbrosa y
aparto la vista de él y veo que en la cama de al lado Elva Jardine me
hace señas apretándose el antebrazo con el índice; entonces recuerdo
—.
¿No puede darme algo?

Asiente, me da una palmada y sonríe, una sonrisa leve y forzada que
me hace comprender que su papel tampoco es tan fácil.

—Por supuesto. No se preocupe, señora Shipley. Dejaré
instrucciones. Se sentirá más a gusto.

Cuando viene a verme Marvin, lo acompaña Doris. Me han traído
flores. Nunca cesarán los prodigios. No son flores vulgares del jardín,
sino rosas de floristería, capullos claros que justo empiezan a abrirse,
colocados en un florero de cristal verde con ramitas de esparraguera.

228




—Oh, no debíais...
—Creímos que te gustarían —dice Doris—. No hay nada como unas
flores para animar a alguien. Te he traído los camisones... el rosa y el
azul. ¿Es eso lo que querías? Y tu eau-de-Cologne y las redecillas.

Te arreglaré el pelo, si quieres.
—Sí, hazlo. Estoy harta de llevarlo por los hombros de este modo.
No lo soporto si no está limpio.
—¿Cómo estás, mamá? —pregunta Marvin.
Qué pregunta tan estúpida. Pero le digo lo que espera, porque es
más cómodo.

—Oh, muy bien, supongo.
—Ayer recibimos noticias de Tina —dice Doris.
—¿Cómo está?
Doris suspira, me pone la última horquilla en el pelo, se deja caer
en la silla junto a mi cama. Lleva puesto el vestido de seda gris. Parece
muy acalorada con él y está bastante arrugado. Muy propio de ella,
emperejilarse sólo para visitar un hospital. Las flores del sombrero se
balancean estúpidamente. Tiene un gusto horroroso para los
sombreros, esta mujer. Todos están cargados de flores artificiales. Su
cabeza parece un invernadero lleno de begonias de raíz tuberosa,
pétalos de todos los tonos de rosa, rojo y granate. Ahora me doy cuenta
de que parece nerviosa.

—¿Qué pasa, Doris, por amor de Dios? ¿Es que Tina no está bien?
—Va a casarse —dice Doris.
Suelto una carcajada de alivio.
—Creía que se había roto una pierna, como mínimo. ¿Qué tiene de
espantoso el que se case? ¿Quién es él?

—Un joven abogado al que conoció hace unos meses. Oh, estoy
segura de que es un chico muy bueno y todo eso, y Tina dice que tiene
una buena clientela. Pero hace tan poco que lo conoce.

—Bobadas, no es ninguna niña. Tiene veinticinco años, ¿no?
—Veintisiete cumplió en septiembre pasado —dice Doris.
—Bueno, tú pensarías lo mismo aunque tuviera sesenta.
—No lo pensaría —dice Doris, apretando los labios—. Yo creo
que...

—Está bien, está bien —interviene Marvin—. No volvamos otra vez
sobre lo mismo. Como te dije, Doris, Tina es lo bastante mayor para
saber lo que hace.

229




—Supongo que sí. Pero no puedo evitarlo, me gustaría que fuese
alguien que conociéramos.

—Tina es una chica sensata. Decidle... —Me pregunto qué podría
decirle que le sirviera de algo. Ella sabe mucho más que yo cuando me
casé. O tal vez no, en realidad, pero, ¿quién se lo diría? yo no tengo
nada que decirle a mi nieta. En vez de eso, saco la mano derecha, tiro y
agito y al fin consigo quitarme el anillo.

—Mándale esto, Doris, ¿lo harás? Era el zafiro de mi madre. Me
gustaría que lo tuviese Tina.

Doris se queda boquiabierta.
—¿Estás... estás segura de que realmente...?
Veo algo en sus ojos que me entristece; siento deseos de volver la
cabeza.

—Pues claro que estoy segura. ¿De qué me sirve a mí? Debí dártelo
a ti hace años, supongo. No soportaba la idea de separarme de él. Qué
estúpida he sido. Siento que no lo tuvieras. Ya no lo necesito.
Mándaselo a Tina.

—Mamá... —Marvin tiene una voz muy fuerte a veces—. ¿Estás
segura?

Asiento en silencio. ¿A qué tanto aspaviento? Como sigan un
segundo recuperaré el dichoso chisme para que se callen. Doris lo
guarda en el bolso, como si estuviese pensando lo mismo. Marvin
arrastra los pies y carraspea.

—Caramba, casi se me olvida decírtelo. Lo de la habitación ya está
arreglado. Te trasladarán esta noche a una de dos camas.

Tengo una brusca sensación de pérdida, como si me hubieran
expulsado. No puedo explicarlo. Debería estarle agradecida. No puedo
decir una palabra. Lo miro y siento las lágrimas traicioneras. Parpadeo,
avergonzada, para disimular, pero se ha dado cuenta.

—¿Qué pasa? Dijiste que querías una habitación, ¿no? Dijiste que
no podías dormir.

—Sí, sí, ya lo sé. Es que me he acostumbrado. No era necesario
cambiar.

—La verdad, no sé —dice, desanimado—. Sencillamente no sé qué
decir. No hay manera de seguirte. Ya están hechos todos los arreglos.
Tendrás que trasladarte, lo siento. Pero ya está hecho.

230

Sé que no puede evitarse. No es culpa suya. Yo le dije que quería
cambiarme. Sin embargo no puedo evitar impacientarme con él. No
entiende que una persona se acostumbre a un sitio. No concibe que
alguien cambie de opinión, oh no... él nunca lo haría. No tiene ni pizca

de imaginación. Lamento haberles dado el anillo. No lo apreciarán;
para ellos no es más que una baratija.

—No insistas, Marvin. No insistas en ello. Me cambiaré, no te
preocupes. Haced lo que queráis conmigo. ¿Qué importa dónde me
pongan?

—Oh Dios mío —dice Marvin—. No puedo ganar, ¿verdad?
—Me cambiaré. Me cambiaré. ¿Acaso he dicho lo contrario?
—En cuanto estés allí te gustará, estoy segura —tercia Doris—.
Es en el ala nueva.
—Es todo lo que necesito —digo bruscamente—. Un ala nueva.
—Es inútil, Marv —susurra ella—. Ya ves que no hay nada que
hacer. Divaga. Será mejor que nos vayamos.

Pero él se queda.
—Si me dijeras claramente qué es lo que quieres, mamá...
Estoy cansada. Estoy absolutamente agotada ahora.
—No te preocupes, Marvin. No tiene la menor importancia.
—¿De verdad? —dice, ceñudo.
—De verdad. Cambiarme o no. Me da absolutamente igual.
—De acuerdo entonces. Pero es que me sentiría estúpido
pidiéndoles que lo cambiaran todo otra vez, cuando he sido yo quien
les ha pedido...

—Lo sé. Es mejor que te vayas ya, Marvin. Estoy un poco cansada
esta noche.

Cuando se marchan, me doy la vuelta y cierro los ojos. Elva Jardine
se para junto a mi cama al pasar. Siento su áspero camisón rozándome.
Aprieto los ojos cerrados.

—Se ha dormido —susurra Elva—. Le sentará bien.
Son las últimas palabras que le oigo, porque llegan con una camilla
grande, me ponen en ella y me llevan. Las cortinas de Elva están
corridas. La enfermera se ha encerrado con ella para realizar algún rito
misterioso, y no sabe que me marcho. La señora Reilly, aletargada
como una babosa gigante, ronca. Mientras la camilla avanza por el

pasillo, oigo la canción de la señora Dobereiner como el zumbido
agudo de un mosquito.


Es zieht in Freud und Leide

Zu ihm mich immer fort…

231








Diez











El mundo es ahora aún más pequeño. Se encoge tan rápidamente...

La próxima habitación será la más pequeña de todas.
—La próxima habitación será la más pequeña de la colección.
—¿Qué? —pregunta la enfermera, abstraída, al tiempo que me
ahueca la almohada.

—Sólo el espacio justo para mí.
Parece escandalizada.
—Ésa no es forma de hablar.
Qué razón tiene. Un tema embarazoso, mejor no mencionarlo. Así
es como solíamos pensar, cuando yo era joven, sobre la ropa interior o
la bestia de dos espaldas del amor. Pero quiero cogerle el brazo,
obligarle a atender. Escuche. Tiene que escuchar. Es importante. Es...
todo un acontecimiento.

Sólo para mí. No para ella. No le toco el brazo, no hablo. No. Sólo
conseguiría ponerla nerviosa. No sabría qué decir.

La habitación es amplia y luminosa. Las paredes son de color
amarillo claro y hay cuarto de baño privado. Las cortinas tienen un
estampado de espuelas de caballero sobre un fondo amarillo. Siempre
me han gustado los estampados de flores, a condición de que no sean
chillones. Pero una habitación como ésta debe de ser muy cara.

232




Y ahora que lo pienso, me preocupa muchísimo. Sabe Dios lo que
costará. Marvin no lo mencionó. Tengo preguntárselo. Que no se me
olvide. ¿Y si no tengo bastante dinero? No puedo pedir a Marvin y a
Doris que lo paguen. Marvin lo haría....eso lo sé. Pero yo no se lo
pediría. Tendrán que trasladarme otra vez. No hay más que hablar.

Hay otra cama, pero está vacía. Estoy sola. Viene una enfermera, no
es la misma. Ésta no tendrá más de veinte años y es tan menuda que
resulta asombroso que un cuerpo insignificante como el suyo contenga
algo de vida. Tiene el vientre cóncavo y los pechos no más grandes
que dos ciruelas. Es elegante, supongo, y al parecer a ella le encante su
aspecto. Tiene las caderas tan estrechas que me pregunto qué hará si
alguna vez da a luz. O incluso cuando se case. No puede ser más ancha
que una cerbatana por dentro.

—Qué delgadas sois las jóvenes hoy día.
Sonríe. Está acostumbrada a los comentarios tontos de las ancianas.
—Apuesto a que de joven era usted tan delgada como yo, señora
Shipley.

—Vaya... sabe mi nombre. —Ahora recuerdo que figura en la tarjeta
que hay a los pies de la cama y me siento estúpida
—. Sí, a su edad yo
era bastante delgada. Tenía el cabello negro y largo; me llegaba hasta
la mitad de la espalda. Algunas personas me consideraban muy bonita.

Nadie lo diría viéndome ahora.
—Sí, claro que sí —dice, retrocediendo un poco y mirándome—.
Yo no diría que fuese usted exactamente bonita, sino más bien guapa.
Tiene usted unos rasgos fuertes. Los huesos perfectos no cambian.
Todavía es usted guapa.

Me doy cuenta de que lo dice para halagarme, pero me complace de
todos modos. Es simpática. Parece hacerlo por cordialidad, no por
lástima.

—Es usted muy amable. Es usted una buena chica. Tiene suerte de
ser tan joven.

Lamento haber añadido lo último. Antes jamás decía lo primero que
se me ocurría. Me estoy volviendo muy descuidada.

—Supongo que sí. —Sonríe, pero de otra forma, distante—. Tal vez
la afortunada sea usted.

—¿Cómo, por piedad?

233





—Oh, bueno... —dice, evasiva—. Usted ha tenido esos años.
Nadie puede quitárselos.
—Una bendición discutible, desde luego —digo secamente, aunque
por supuesto ella no entiende a qué me refiero. Estábamos hablando
muy bien, pero ya no es lo mismo. Algo acecha detrás de sus ojos, y no
sé lo que es. ¿Qué le preocupará? ¿Qué podría preocuparle en realidad

a una chica tan joven y atractiva como ella, que tiene salud y una
profesión, que nunca deberá preocuparse por encontrar trabajo? Pero
incluso mientras lo pienso, sé que es una tontería. Las maldiciones se
transmiten de generación en generación.

—Ahora tranquilícese —dice—. Pasaré dentro de un rato a ver si está
usted bien.

Sin embargo, cuando la larga noche está casi encima, ella no viene.
No se oye ni una voz. No oigo un alma viviente. Duermo y despierto,
duermo y despierto, hasta que ya no sé si estoy dormida soñando que
estoy despierta, o despierta imaginando que duermo.

El suelo está frío, y no sé dónde han ido a parar mis zapatillas.
Gracias a Dios que por lo menos Doris ha retirado la alfombra que
había junto a mi cama. Era un auténtico peligro. Resultaba imposible
no tropezar con ella. La respiración parece muy lenta, y cada vez que
respiro me duele. Qué extraño. Era tan fácil que nunca pensabas en

ello. La luz está encendida detrás de la puerta abierta. Si llego hasta
allí, alguien hablará. ¿Será la voz la que he estado esperando oír?

¿Qué es lo que le retiene? podría decir algo, sin duda. Nole haría
ningún daño. Sólo una palabra. Hagar. Él fue el único que me llamó
siempre por mi nombre. No le costaría tanto hablar. No es demasiado
pedir.

—Señora Shipley... —Una voz de chica, aguda y alarmada. Y yo,
una sonámbula sobresaltada, sólo puedo quedarme rígida, paralizada
por el impacto de su grito. Luego una mano me coge del brazo.

—Está bien, señora Shipley. No pasa nada. Sólo tiene que venir
conmigo.

Caramba. De modo que estoy aquí, ¿eh? Y he estado vagando por
ahí, y la chica está asustada, porque es la responsable. Me lleva otra
vez ala cama. Luego hace algo más y al principio no entiendo.

—Es como una mañanita, en realidad. No es nada. Es sólo para
impedir que se haga daño. Es por su propia protección.

234



Lienzo basto, parece. Me mete los brazos, y ata bien a la cama las
correas. Tiro, y descubro que estoy sujeta y atada como un ave
espetada.

—No permitiré esto. No lo toleraré. No hay derecho. Oh, es
mezquino...

La enfermera habla en voz baja, como medio avergonzada de lo que
ha hecho.

—Lo siento. Pero podría caerse, ¿comprende?, y…
—¿Cree que estoy loca, que tienen que ponerme este chisme?
—Por supuesto que no. podría hacerse daño, eso es todo. Por
favor...

Percibo la desesperación en su voz. Ahora que lo pienso, ¿qué otra
cosa puede hacer? No puede pasarse la noche sentada junto a mi cama.

—Tengo que hacerlo —dice—. No se enfade.
Tiene que hacerlo. Por supuesto. No es culpa suya. Hasta yo puedo
entenderla.

—Está bien. —Casi no oigo mi voz, pero sí su leve suspiro de
respuesta.

—Lo siento —dice, desvalida, disculpándose sin necesidad, tal vez
en nombre de Dios, que nunca se disculpa. Ahora soy yo quien lo
lamenta.

—Le he causado tantos problemas...
—No, no es cierto. Voy a ponerle una inyección. Así estará más
cómoda, y probablemente se duerma.

E increíblemente, a pesar de mi jaula de lienzo, me duermo.
Cuando despierto, la otra cama tiene una ocupante. Está sentada
leyendo una revista, o fingiendo que lo hace. A veces llora un poco,
llevándose la mano al abdomen. Tendrá unos dieciséis años, sus rasgos
son delicados y su piel aceitunada. Cuando mira hacia mí, vacilante,
veo sus ojos oscuros, levemente rasgados. Tiene el cabello tupido,

negro y lustroso. Es una celestial, como solíamos llamarles.
—Buenos días. —No sé si debo hablar o permanecer callada, pero
ella no lo toma a mal. Deja la revista y me sonríe. Una mueca, más
bien... es la audaz sonrisa semihombruna que parecen poner todas las
jovencitas hoy día.

—Hola —dice—. Es usted la señora Shipley. Lo he visto en su
tarjeta. Yo soy Sandra Wong.

Habla igual que Tina. Es evidente que ha nacido en este país.

235





—¿Cómo estás?
Mi estúpido formalismo con esta niña se debe al súbito
convencimiento de que es la nieta de una de las mujercitas de pies
vendados que el señor Oatley introdujo de contrabando en la peligrosa
bodega de alguno de sus barcos de doble fondo, cuando se rechazaba
alas esposas orientales. A lo mejor yo debo mi casa al dinero del pasaje
de su abuela. Vaya una idea. El señor Oatley me enseñó una vez uno de
aquellos zapatos. No era más grande que el de un niño pequeño,
aunque había pertenecido a una mujer adulta. Un estuche bordado de
seda, esmeralda y oro, donde encajaba el pie, y, debajo, una plataforma
de media luna de cuerda y yeso, así que debían caminar como sobre
dos mecedoras en miniatura. No digo nada de esto. Para ella, sería
historia antigua.

—Me tienen que extirpar el apéndice —dice—. Van a prepararme
enseguida. Es urgente. Anoche me puse muy mala. Me asusté mucho y
mi mamá también. ¿Le han quitado a usted el apéndice? ¿Es malo?

—A mí me lo quitaron hace años —digo, aunque en realidad ni
siquiera me han operado de amígdalas
—. No es una operación grave.
—¿Ah? ¿De verdad? A mí nunca me han operado. Cuando es la
primera vez nunca se sabe lo que puede pasar.

—Bueno, no tienes por qué preocuparte. Actualmente es pura
rutina. Habrán terminado antes de que te des cuenta.

—¿De verdad lo cree? Caramba, no sé. Anoche estaba muy
asustada. No me gusta la idea de la anestesia.

—Bobadas, no es nada. Después te sentirás un poco molesta,
pero eso será todo.
—¿De verdad? ¿Lo cree realmente?
—Por supuesto.
—Bueno, usted tiene que saberlo —dice—. Supongo que le habrán
hecho un montón de operaciones, ¿no?

A duras penas consigo evitar reprimir una carcajada. Pero se
ofendería, así que me contengo.

—¿Por qué lo crees?
—Oh bueno... yo sólo quería decir que, una persona que es...
bueno... no tan joven...

—Sí. Claro. En fin. Pues no me han hecho tantas operaciones.
Tal vez haya tenido suerte.

236




—Supongo que sí. A mi mamá le hicieron una histerectomía el año
pasado.

Yo a su edad no habría sabido qué era una histerectomía.
—Caramba, eso es bastante grave.
—Sí, ésa es una operación difícil, sí. Y no es tanto la operación en sí
como el trastorno emocional posterior.

—¿De veras?
—Sí —dice muy informada— . Mi mamá estuvo con los nervios de
punta varios meses. El hecho de no poder tener más hijos la deprimía
mucho, ¿sabe? No sé por qué quería tener más. Ya tiene cinco
contándome a mí. Yo soy la segunda.

—Cinco hijos son bastantes, desde luego. ¿Y qué hace tu padre?
—Tiene una tienda.
—Vaya, vaya. Él mío también tenía una.
Pero ha sido un error decirlo. Hay una gran distancia entre nosotras,
y ella no quiere que nos parezcamos en nada.

—¿Ah sí? —dice, sin interés. Mira el reloj—. Dijeron que vendrían
en un momento. No sé por qué tardarán tanto. Seguro que en un sitio
grande como este podrían olvidarse de una persona.

—Llegarán pronto.
—Caramba, no demasiado pronto, espero —dice.
Le cambian los ojos, se le dilatan, se extienden hasta adoptar la
forma de dos huesos de melocotón. Le brilla el centro ambarino.

—No permitieron que mi mamá se quedase —dice.
Luego, en tono desafiante, agrega: —No es que la necesitara.
Pero me habría hecho compañía.
Entra rápidamente una enfermera, corre las cortinas en torno a su
cama.

—Oh..., ¿ya es hora? —Su voz es quejumbrosa, vacilante—.
¿Dolerá?

—No sentirás absolutamente nada —tranquiliza la enfermera.
—¿Durará mucho? ¿Podrá venir después mi mamá? ¿Dónde tiene
que llevarme? Oh..., ¿qué va a hacerme? No irá a afeitarme ahí,
¿verdad?

Cuántas preguntas, y qué atemorizada parece. Imagínate asustarse
por algo tan insignificante. Y yo echada aquí, gorda y engreída,
pensando: «Ya aprenderá».

237




Tardan horas en volver a traerla, y cuando lo hacen está muy
callada. Las cortinas que rodean su cama están corridas. A veces gime
un poco en el semisueño de la anestesia. El día transcurre lentamente.
Me traen bandejas y me esfuerzo un poco por comer, pero parece que
he perdido el apetito por completo. Contemplo el techo; el sol lo
adorna con trocitos de luz. Alguien me clava una aguja en la carne.
¿Habré gritado? Da igual, pero preferiría no haberlo hecho.

Me gustaba aquel bosque. Recuerdo los helechos, frescos y
diáfanos. Pero tenía sed, así que tuve que venir aquí. Aquel hombre se
llamaba Ferney y hablaba de su mujer. Nunca volvió a ser la misma.
Eso no fue justo para él. Ella simplemente no sabía. Pero él tampoco
sabía. En ningún momento dijo cómo se tomó ella la muerte del niño.
Voy a la deriva como un alga. Parece que no hay absolutamente nada a
mi alrededor.

—Mamá...
Me arrastro hacia la superficie.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Soy yo, Doris. ¿Cómo estás? Hoy Marv no ha venido. Tenía que
ver a un cliente. Pero ha venido a verte el señor Troy. Te acuerdas del
señor Troy, ¿verdad? Es nuestro clérigo.

Oh Señor, ¿y ahora qué? Nunca tengo un minuto de paz. Le
recuerdo perfectamente. Veo su rostro, redondo y colorado como luna
de otoño. Me sonríe.

—¿Cómo está usted, señora Shipley?
¿Es esa la única frase que se le ocurre a todo el mundo en un sitio
como éste? Con un gran esfuerzo, como si pudieran rompérseme las
venas, abro los ojos del todo y lo miro, furiosa.

—De maravilla, estupendamente. ¿No lo ve?
—Vamos, mamá... —me amonesta Doris—. Vamos, por favor...
Muy bien. Me comportaré. Seré lo que ellos quieran. Oh, pero si
Doris no borra de su cara de mojigata esa expresión de angustia,
desenterraré uno de los epítetos de Bram y se lo soltaré. Eso
funcionaría.

—Tengo que ver a la enfermera un momento —dice con tacto
plúmbeo
—. A lo mejor te apetece hablar un poco con el señor Troy.

238




Sale de puntillas. Seguimos en un profundo silencio, el señor Troy
y yo. Lo observo y advierto que lucha por hablar y le resulta
dificilísimo. Le parezco impresionante. Qué gracia. Suda tanto que
casi podría sentir lástima por él. Espero fríamente. ¿Por qué voy a
ayudarle? Los efectos del medicamento están desapareciendo. Me
duelen los huesos y el dolor se extiende rápidamente como fuego en

rastrojo. De pronto, una ráfaga de palabras; el señor Troy empieza a
hablar.

—¿Le... gustaría rezar?
Como si me pidiera el siguiente baile,
—He resistido hasta ahora —contesto—. Podré resistir un poco más.
—No lo dice usted en serio, estoy seguro. Si intentara... —Me mira
con tal anhelo que me siento desvalida. Es su profesión. Ofrece lo que
puede. No es culpa suya.

—No puedo —digo—. Nunca pude cogerle el truco. Pero... rece
usted si le apetece, señor Troy.

Se le relaja la cara. Qué alivio siente. Reza con voz monótona,
como si Dios tuviera oídos para una sola nota. Apenas escucho el
murmullo. Ahora se me ocurre algo.

—Hay una... —digo, impulsivamente—. Que empieza Habitantes
todos de la tierra..., ¿la sabe?

—Por supuesto. ¿Quiere oírla? ¿Ahora? —Parece desconcertado,
como si fuera completamente impropio.

—Si no le importa.
—Oh, no, no hay problema. Normalmente se canta, es sólo eso.
—Bueno, pues cántela.
—¿Qué? ¿Aquí? —Está asombrado. No soporto a este joven.
—¿Por qué no?
—Bueno, de acuerdo.
Une y separa las manos. Se ruboriza y mira alrededor para ver si
alguien escucha, como si fuera a desmayarse si así fuera. Pero advierto
ahora cierto valor en él. Lo hará aunque le cueste la vida. Bien por él.
Lo admiro.

Abre la boca y canta, y ahora soy yo quien se asombra. Tendría que
cantar siempre, y no hablar nunca. Debería cantar sus sermones. El
tono vacilante de la conversación desaparece. Su voz es firme y
segura.

239




Habitantes todos de la Tierra,

cantad jubilosos al Señor.
Servidle con regocijo, cantad sus alabanzas;
venid ante él y alegraos.

Me habría gustado. Es una idea tan rotunda... Me asalta con fuerza y
produce en mí una amargura como nunca había sentido. Siempre,
siempre he debido de desearlo… simplemente alegrarme. ¿Por qué
nunca pude? Lo sé, lo sé. ¿Cuánto hace que lo sé? ¿O lo he sabido
siempre, en alguna oculta rendija de mi corazón, alguna cueva
enterrada demasiado profundamente, demasiado escondida? Todas

las alegrías de que las podría haber disfrutado —de mi marido, o de
cualquiera de mis hijos, o incluso la sencilla luz de la mañana, caminar
sobre la tierra
—, se vieron reprimidas por el freno de las buenas
apariencias. Ay, ¿buenas para quién? ¿Cuándo he expresado mis
sentimientos?

El orgullo fue mi desierto; y el miedo el demonio que me llevó hasta
él. Siempre estuve sola y jamás fui libre, pues arrastré conmigo las
cadenas, y encadené cuanto tocaban a medida que se extendían. Ay,
mis dos muertos. ¿Muertos por vuestra propia mano y por la mía?
Nada puede llevarse esos años.

El señor Troy ha dejado de cantar.
—La he puesto nerviosa —dice, vacilante—. Lo siento.
—No, nada de eso —digo con voz apagada, y me cubro los ojos
con las manos para que no me vea. Debe de creer que he perdido el
juicio—. Es que hacía mucho tiempo que no la oía.

Ya puedo mirarle. Retiro las manos y lo miro. Está desconcertado y
preocupado.

—¿De verdad se encuentra bien?
—De verdad. Gracias. No fue fácil... cantar en voz alta solo.
—Si no lo fue es culpa mía —dice, taciturno.
Piensa que ha fracasado, y no puedo encontrar palabras para
tranquilizarle. Se marcha, desconsolado.

Regresa Doris. Se deshace en atenciones, me coloca las almohadas,
arregla las flores, me cepilla el pelo. Cuánto desearía que no lo hiciera.
Me destroza los nervios con su ajetreo incesante. El señor Troy ha
salido y espera en el vestíbulo.

240





—¿Ha sido una charla agradable? —dice, pensativa.
Ojalá dejara de atosigarme.
—No teníamos nada que decirnos —contesto.
Se muerde el labio y aparta la vista. Me avergüenzo. Pero no me
disculparé. ¿A ella qué le importa, en realidad?

Oh, soy incorregible, empecinada. Siempre hablo de la misma
forma y el detalle más insignificante basta para que me enfade.

—Doris... no es verdad. Cantó para mí y me ayudó oírle.
Me mira de soslayo, recelosa. No me cree.
—Bueno, nadie puede decir que no lo he intentado —comenta,
crispada.

—No, nadie puede decirlo. —Suspiro y aparto la vista de ella.
¿A quién se dedicará a salvar cuando yo me haya ido? ¡Cuánto me
echará de menos!

Más tarde, cuando ella y el señor Troy se han ido, tengo otra visita.
Al principio no lo reconozco, aunque su aspecto me resulta muy
familiar. Sonríe y se inclina hacia mí.

—Hola abuela, ¿no me conoces? Steven.
Estoy aturdida, complacida de verlo, humillada por no haberlo
reconocido de inmediato.

—Steven. Vaya, vaya, pues claro. ¿Cómo estás? Hacía muchísimo
tiempo que no te veía. Estás muy elegante.

—Traje nuevo. Me alegro de que te guste. He de parecer un tipo
próspero, ¿sabes?

—No sólo lo pareces. Lo eres. ¿Verdad?
—No puedo quejarme.
Es arquitecto, un chico muy listo. Dios sabe de dónde habrá sacado
la inteligencia. Yo diría que de sus padres no. Pero Marvin y Doris
ahorraron y se sacrificaron para conseguir que el muchacho estudiase
en la universidad, las cosas como son.

—¿Te ha pedido tu madre que vengas a verme?
—Por supuesto que no —dice—. Se me ocurrió pasar a ver cómo
estabas.

Parece molesto, de modo que debe de mentir. ¿Qué más da?
Pero habría sido agradable que hubiera sido idea suya.
—Tina va a casarse —suelto, por decir algo.

241




Estoy cansada. No me siento demasiado bien. Pero aun así espero
que se quede unos minutos. Me gusta mirarlo. Es un muchacho bien
parecido. Muchacho, bueno… debe de tener casi treinta años.

—Eso me han dicho. Ya era hora. Mamá quiere que se case aquí,
pero Tina dice que ni ella ni Angus, el tipo con el que se va a casar,
disponen de tiempo. Mamá irá en avión al Este para la boda, creo.

Hasta este momento no me había dado cuenta de lo aislada que
estoy. Siempre le he tenido mucho cariño a Tina. Doris debería
habérmelo dicho. Es lo mínimo que podría haber hecho.

—Ella no me lo dijo. Jamás comenta nada.
—Tal vez yo no debería haber dicho...
—Está bien que alguien me cuente estas cosas. Tu madre nunca se
toma la molestia. Ni se le ocurre siquiera.

—Bueno, a lo mejor se le olvidó. Es que ha estado...
—Seguro que se le olvidó. Apuesto lo que quieras a que sí.
¿Y cuándo se va a ir, Steven?
Una larga pausa. Mi nieto enrojece, vuelve la cara y contempla mis
rosas.

—Creo que aún no lo han decidido —dice al fin.
De pronto, comprendo por qué Doris no lo ha mencionado. Tienen
que esperar a ver qué pasa aquí. Qué molesta soy para ellos. «¿Será
pronto?» Eso es lo que se preguntan. Estoy desbaratando todos sus
planes. Para ellos sólo soy… una molestia.

Steven se inclina hacia mí de nuevo.
—¿Necesitas algo, abuela? Quieres que te traiga algo...
—No. Nada. No necesito nada.
—¿De veras?
—¿Podrías dejarme tu paquete de cigarrillos, Steven?
—Pues claro, por supuesto. Toma... fúmate uno ahora.
—Gracias.
Me lo enciende y coloca un cenicero junto a mi muñeca. Se le ve
bastante nervioso, como si estuviese convencido de que soy un peligro
de incendio. Luego me mira y sonríe, y me impresiona de nuevo el
parecido.

—Cómo te pareces a tu abuelo, Steven. Salvo porque él llevaba
barba, casi podrías ser Brampton Shipley de joven.

242




—¿Sí? —Se interesa levemente; busca algo que decir—. ¿Debería
alegrarme?

—Tu abuelo era un hombre muy apuesto.
—Mamá siempre dice que me parezco al tío Ned.
—¿Qué? ¿Al hermano de Doris? Qué tontería. No te pareces a él ni
pizca. Eres Shipley de pies a cabeza.

Se echa a reír.
—Eres una gran mujer, ¿lo sabes?
Su tono es cariñoso, y me complacería si no fuera también
condescendiente, como el de las efusivas matronas que arrullan el
cochecito diciendo: «Qué nene tan bonito, es adorable».

—No tienes por qué ser impertinente, Steven, ya sabes que no me
gusta.

—No pretendía serlo. No te preocupes. Deberías alegrarte de que te
aprecie.

—¿Me aprecias?
—Pues claro —dice jovialmente—. Siempre te he querido.
¿Recuerdas cuando de pequeño me dabas dinero para comprar
caramelos? Mamá se ponía furiosa pensando en las facturas del
dentista.

Se me había olvidado. He de sonreír, aunque tengo otra vez la boca
llena de bilis. Eso es lo que soy para él: la abuela que le daba dinero
para caramelos. ¿Qué sabe él de mí? Absolutamente nada. Siento que
me asfixio; tantos años de incomunicación, todo lo que pasó y de lo
que se habló o no se habló. Quiero contárselo. Alguien debería saber.
Esto es lo que pienso. Alguien debería de saber realmente estas cosas.

Pero, ¿por dónde comenzaría y qué le importa a él, en realidad?
Podría ser peor. Por lo menos recuerda una cosa agradable.

—Lo recuerdo —digo—. Eras un diablillo, siempre fisgando en mi
bolso.

—Nunca perdía de vista la gran oportunidad —dice—, incluso
entonces.

En su voz creo percibir el eco burlón de la de John. Lo miro
fijamente.

—Steven... ¿Dime, estás bien, realmente? ¿Estás… contento?
Le coge de sorpresa.
—¿Contento? No sé. Estoy tan satisfecho como cualquiera,
supongo. Yaya una pregunta.

243



Y ahora veo que le preocupan cosas que yo ignoro, que ni siquiera
me interesan. No puedo unir nada nuevo en este momento. Es
demasiado. Tengo que dejarlo. Aun cuando supiera hasta cierto punto
qué le ocurre y le preguntara, nunca lo diría. ¿Por qué habría de
hacerlo? Es su vida, no la mía.

—Gracias por los cigarrillos —digo— y por venir a verme.
—No es necesario que me las des —dice.
No tenemos nada más que decirnos. Se inclina, me da un beso
rápido y simbólico en la cara y luego se va. Me habría gustado decirle
que le quiero y que le querría fuese como fuese e hiciese lo que hiciese
con su vida. Pero sólo se habría puesto nervioso. Y yo también.

Mi malestar se impone, hasta que lo único que me importa en el
mundo es que siento náuseas y dolor. Las sábanas me aprietan como
vendas. Es una tarde tan calurosa, no corre ni una gota de aire.

—Enfermera...
De nuevo el pinchazo; ahora lo espero tan ávidamente que saco el
brazo antes incluso de que ella esté preparada. Rápido, rápido, no
puedo esperar. Ya está, y antes de que haya podido hacer efecto, me
siento aliviada, sabiendo que la sustancia está en mi interior, actuando.

La enfermera descorre las cortinas dela cama de la chica y veo que
está despierta. Tiene los ojos hinchados. Ha estado llorando. Ahora me
doy cuenta de que su madre, una mujer baja de cabello corto oscuro y
sonrisa exculpatoria, se va, dice adiós al salir y hace un ademán
desvalido y esperanzado. La chica se queda mirando un momento,
luego, cuando su madre se ha marchado, vuelve la cabeza.

—¿Cómo te encuentras? —pregunto.
—Fatal —dice—. Sencillamente fatal. Usted me dijo que no sería
nada.

Parece que me lo reprocha. Primero pienso que la engañé y lo
lamento muchísimo. Después siento sólo fastidio.

—Si eso es lo peor que te aguarda en la vida, hija mía, tendrás
suerte, te lo aseguro.

—Oh... —Llora, ofendida, y se encierra en un hosco silencio.
No dirá una palabra, ni siquiera me mira. Llega la enfermera y la chica
cuchichea. Oigo lo que dice.

—¿Tengo que estar aquí... con ella?
Furiosa y afrentada, me doy la vuelta y cojo los cigarrillos de
Steven. Luego oigo la respuesta de la enfermera.

244





—Procura ser paciente. Ella está...
No puedo captar el último murmullo apagado. Ahora la voz de la
chica, clara y sonora.

—Oh, caramba, no sabía. Pero ¿y si...? Oh, por favor, trasládeme,
por favor.

¿Soy una carga para ella también? ¿Y si pasa algo por la noche?
Eso es lo que se pregunta.

—Ahora descansa, Sandra —dice la enfermera—. Veremos lo que
podemos hacer.




Por la noche la habitación es honda y oscura como un cubo y yo estoy
en el fondo, como un terrón que alguien ha arrojado. Me ha despertado
la voz de la chica, y no puedo volver a dormirme. Cuánto detesto el
sonido del llanto de una persona. Gime, suspira, vuelve a gemir. No
parará. Lo más probable es que siga así toda la noche. Es insufrible.

Debería hacer un esfuerzo por callarse. No tiene el menor control de sí
misma, esa criatura. Ninguno. Casi desearía que se muriese, o al
menos que se desmayara, así yo no tendría que seguir aquí echada hora
tras hora oyendo sus maullidos.

No recuerdo cómo se llama. Wong. Ése es el apellido. Si recordara
su nombre, la llamaría. ¿De qué otro modo podría dirigirme a ella?
«Señorita Wong» resulta muy tonto, viniendo de alguien de mi edad.
No puedo decir «cariño», pues sonaría claramente falso. ¿Jovencita?

¿Chica? ¿Tú? «Eh, tú...» Qué grosero. Sandra. Se llama Sandra.
—Sandra.,.
—¿Sí? —dice con voz débil, temerosa—. ¿Qué pasa?
—¿Qué te ocurre?
—Tengo que ir al cuarto de baño —dice—. He llamado a la
enfermera pero no me oye.

—¿Has encendido la luz? Esa lucecita de encima de la cama. Así es
como tienes que llamar a la enfermera.

—Es que no alcanzo, no puedo levantarme sola. Me duele.
—Entonces encenderé mi luz.
—¿Oh, lo haría? Caramba, un millón de gracias.

245




Aparece el brillo desvaído y esperamos. Nadie acude.

—Deben de estar atareadas esta noche —digo, para tranquilizarla—.
A veces tardan un rato.
—¿Y qué pasará si no puedo aguantarme? —Se ríe. Es una risa
tensa y ahogada, y percibo su congoja y su gran turbación. Para ella,

es inconcebible.
—No te preocupes —contesto—. Es su trabajo.
—Sí, puede que sí. Pero me sentiría tan mal...
—Maldita enfermera —digo, malhumorada, y ya sólo siento
simpatía por la chica, ninguna por el personal siempre frenético
—.
¿Por qué no viene de una vez?

La chica llora de nuevo.
—No puedo aguantarlo. Y me duele tanto el costado...
Nunca había estado a la incierta merced de sus órganos. Dolor y
humillación sólo eran palabras para ella. Súbitamente me indigna la
injusticia. Ella no debería tener que descubrir esas cosas a su edad.

—Voy a traerte una cuña.
—No... —dice, asustada—. En realidad estoy bien. No debe usted
hacerlo, señora Shipley.

—Claro que lo haré. No soportaré esto un minuto más. Las guardan
en el cuarto de baño, aquí mismo. Está sólo a un paso.

—¿Cree usted que debe?
—Por supuesto. Tú espera un momento. Te la traeré. Ya verás.
Hago un esfuerzo, me incorporo. Cuando deslizo las piernas fuera
de la cama, noto un calambre en un pie y permanezco impotente un
segundo. Me agarro a la cama, apoyo los dedos de los pies en el suelo
helado, supero el calambre y me incorporo; siento alrededor el peso
denso y potente de mi carne, el cabello suelto me cae ahora sobre los
hombros desnudos y helados, como serpientes en una cabeza de
Gorgona. El camisón de raso, arrugado y retorcido, me traba y me
estorba. Me parece que tiemblo bastante. El estúpido temblor de mi
carne no cesará. Mis músculos se encabritan y tironean, cada uno por
su lado. Tengo frío. Hace un frío excesivo esta noche, me parece.

Esperaré un momento. Bien. Ya estoy mejor. Son sólo unos pasos, lo
sé.

246




Avanzo lentamente arrastrando los pies, pensando en lo extraño que
resulta caminar así, sin poder ordenar a mis piernas que den pasos y
zancadas. Un pie y luego el otro. Sólo un poco más, Hagar. Vamos.

Ya está. He llegado al cuarto de baño y he alcanzado la barandilla de
acero brillante. No ha sido tan difícil después de todo. Pero el regreso
es más largo. Pierdo pie, me tambaleo, por poco me caigo. Busco un
asidero y tanteo un alféizar. Me sostiene. Sigo.

—¿Está usted bien, señora Shipley?
—Sí... fenomenal.
Tengo que reírme de mí. Nunca había utilizado esa palabra.
Fenomenal... tío... «Vaya una jerga», solía decir John. Marca a una
persona.

De pronto tengo que parar; me falta el aliento. Respiro hondo. Las
costillas me arden de dolor. Remite, pero me deja débil y marcada.
Llegaré a mi destino. He de tener calma. Vamos, ahora.

Bueno. Ya está. Sabía que lo conseguiría. Y ahora me pregunto si lo
habré hecho por ella o por mí misma. No importa. Estoy aquí y traigo
lo que ella necesita.

—Oh, gracias —dice—. Me alegraré...
En ese momento alguien enciende la luz del techo y en la puerta
aparece una enfermera rolliza, de edad madura.

—¡Señora Shipley! —exclama, con expresión de horror—. ¿Puede
saberse qué hace levantada? ¿No tenía usted puesto el sostenedor esta
noche?

—Lo olvidaron —digo—. Y menos mal, además.
—Cielo santo —dice la enfermera—. ¿Y si se cae?
—¿Qué? —replico—. Y si me caigo, ¿qué?
No contesta. Me lleva de nuevo a la cama. Una vez que nos ha
dejado acomodadas a las dos, se va y nos quedamos solas, la chica y
yo. Entonces oigo algo en la habitación a oscuras. La chica se está
riendo.

—Señora Shipley...
—¿Sí?
La risa le impide hablar, pero pronto vuelve a hacerlo.
—Oh, no puedo reírme. No debo. Me tiran los puntos. Pero,
¿ha visto en su vida algo parecido a la expresión de su cara?
Lo recuerdo y no puedo evitar reírme.

247




—Vaya si estaba consternada de verme allí de pie… Creí que iba a
desmayarse.

El ataque de risa me alcanza como un golpe. No puedo reprimirlo.
Loca. Debo de estar loca. Me haré daño.

—Ay... ay... —jadea la chica—. La miraba como si hubiese acabado
usted de cometer un crimen.

—Sí... eso era exactamente lo que parecía. Pobrecilla. Ay, la pobre.
La hemos preocupado de veras.
—Desde luego. Seguro que lo hicimos.
Vociferamos y resollamos dislocadas de risa dolorosa.
Y luego nos dormimos tranquilamente.



Debe de hacer ya unos días que operaron a la chica. Se levanta y anda
por ahí, y puede caminar casi derecha ya, sin doblarse ni sujetarse el
costado. Viene a mi cama a menudo y me da mi vaso de agua o corre
las cortinas si quiero dormirme. Es una chica esbelta y lozana, un
verdadero pimpollo. Tiene los huesos de la cara perfectos. Lleva

una bata de brocado azul... de la tienda de su padre, me dice. Se la
regalaron en su último cumpleaños, cuando cumplió diecisiete. Toqué
la tela; me acercó una manga para que notase la textura. Seda pura.
Tiene un bordado de crisantemos y templos en rojo y oro. Me recuerda
los farolillos de papel que colgábamos en las galerías. Eso fue hace
mucho tiempo, supongo.

El dolor se hace más intenso, y viene la enfermera y la aguja entra
en mí como un nadador deslizándose silenciosamente en un lago.

Descanso. Y me balanceo de aquí para allá. Me recuerda la noria de
la feria que venía una vez al año. ¡Suup! Así hacía. Giraba y giraba y
nos reíamos y sentíamos náuseas y rezábamos para que se detuviera de
una vez.

—Mi mamá me ha traído esta colonia. Se llama Embeleso. ¿Quiere
un poquito?

—Vaya... de acuerdo. ¿Te quedará para ti?
—Oh claro. Es un frasco grande, ¿ve?
—Ya —Pero sólo percibo un brillo de cristal lejano.
—Así. En las dos muñecas. Ahora huele usted como un jardín.
—Bueno, es todo un cambio.

248




Me duelen las costillas. Nadie sabe.

—Hola, mamá.
Marvin. Está solo. Mi mente emerge a la superficie. El pez sale del
mar. Esfuérzate un poco más. Ya está.

—Hola, Marvin.
—¿Cómo te encuentras?
—Estoy...
No puedo decirlo. Me resulta imposible articular palabra. Estoy
bien. No diré nada. Ya es hora de que aprenda a mantener la boca
cerrada. Pero no lo hago. Me oigo decir algo, y me asombra.

—Estoy... asustada, Marvin. Estoy muy asustada.
Ahora centro la mirada en él con claridad aterradora. Está sentado
junto a mi cama. Se lleva una de sus grandes manos a la frente y se la
pasa lentamente sobre los ojos. Inclina la cabeza. ¿Qué me ha
dominado? Creo que es la primera vez en mi vida que he dicho
semejante cosa. Qué vergüenza. Pero en realidad es un alivio.

¿Qué puede decir él, sin embargo?
—Si durante estos últimos años en ocasiones he sido desagradable
contigo
—dice con voz grave— no fue mi intención.
Lo miro fijamente. Entonces, de forma inesperada, me toma una
mano entre las suyas y la estrecha.

Ahora me parece que es verdaderamente Jacob, agarrando con toda
su fuerza y regateando. «No te dejaré ir si no me bendices.» Y veo que
tengo asignado un extraño papel, que quizá haya sido así desde el
principio y que sólo liberándole conseguiré liberarme.

Se me ocurre pedirle perdón, pero eso no es lo que quiere de mí.
—No has sido malo, Marvin. Siempre has sido bueno conmigo.
Mejor hijo que John.

Los muertos no protestan ni quieren una bendición. Los muertos no
reposan inquietos. Sólo los vivos. Marvin, que me mira con ojos
nerviosos y envejecidos, me cree. No se le ocurre que una persona en
mi situación pueda mentir.

Me suelta la mano.
—Tienes todo lo que necesitas, ¿verdad? —dice bruscamente—.
¿Quieres que te traiga algo?

—No, nada, gracias.

249




—Bueno, hasta pronto —dice Marvin—. Hasta la vista.
Asiento y cierro los ojos.
Cuando se va, oigo a la enfermera que habla con él en el pasillo.
—Tiene una constitución asombrosa, su madre. Uno de esos
corazones que sigue funcionando aunque todo lo demás no lo haga.

Luego de una pausa, Marvin dice:
—Es tremenda.
Lo ha dicho con tanta cólera y con tanta ternura que, al oírlo, pienso
que es más de lo que razonablemente podría haber esperado de la vida.




Recuerdo la última vez que estuve en Manawaka. Aquel verano
Marvin y Doris habían ido en coche al Este, a pasar las vacaciones, y
yo les acompañé. De camino, pasamos por Manawaka. Nos desviamos
hasta la vieja casa de Shipley. No habría reconocido el lugar. Había
una casa nueva de dos plantas pintada de verde. El pajar también era
nuevo, y las cercas, y no crecía maleza en torno a la entrada.

—Fijaos en eso —dijo Marvin con un silbido—. Mirad el Pontiac;
es de este año. A ese tío deben de irle bien las cosas.
—Continuemos —dije yo—. No tiene sentido parar aquí.
—Esto ha mejorado mucho —dijo Marvin—, la verdad.
—Oh, eso no lo discuto. Pero no tiene sentido aparcar aquí y mirar
como tontos una casa extraña.

Luego nos dirigimos al cementerio. Doris no se bajó del coche.
Marvin y yo fuimos hasta el panteón de la familia. El ángel seguía allí,
pero los inviernos o la falta de cuidado lo habían cambiado. Con las
heladas la tierra se había levantado alrededor de él y estaba torcido e
inclinado. Tenía la boca blanca. No lo tocamos. Sólo miramos. Algún
día se caerá del todo y nadie se molestaría en levantarlo.

En el cementerio había un joven guarda. Se acercó a saludarnos;
cojeaba. No lo conocíamos ni él a nosotros, y nos tomó por turistas
curiosos.

—Van de paso, ¿no? —preguntó. Al ver que yo asentía, continuó—:
Este es un cementerio muy bonito, y antiguo de verdad, uno de los más
antiguos de toda la provincia. Algunas de las lápidas tienen verdadero
interés. Hay una fechada en 1870. Fíjense en ésta... apuesto a que
nunca han visto una lápida con dos apellidos distintos, ¿eh? Extraño.

250




Ésta de aquí es la lápida Currie-Shipley. Las dos familias estaban
emparentadas por matrimonio. Familias pioneras, las dos, y de las más
antiguas del distrito, según me explicó el alcalde, Telford Simmons, y
él también es todo un veterano. Yo no les conocí, por supuesto; fue
antes de que naciera. Me crié en Wachakwa Sur.

Los dos. Los dos igual. Entre ellos ya no había nada que diferenciar
ni que escoger. Era como debía ser. Pero de todos modos, no quise
quedarme más. Me volví y me fui al coche. Marvin se quedó hablando
con el hombre un rato, y luego regresó también y nos marchamos.




Estoy echada en mi capullo. Estoy envuelta en hilos, sujeta
firmemente, y vienen jovencitas y me clavan agujas. Entonces los hilos
apretados se aflojan. Eso es. Así está mejor. Ahora puedo respirar.

Si pudiera, me gustaría que un gaitero tocara una marcha sobre mi
tumba. Flores del bosque... ¿Es eso una marcha? ¿Cómo voy a
saberlo? Nunca he puesto un pie en Escocia. Mi corazón no está allí.

Y sin embargo… me gustaría, sería como reunirme con mis padres.
¿Cómo podría alguien explicar un absurdo tan grande?

Los pasos leves se detienen muy cerca de mí. Se inclina. Tiene un
rostro acorazonado, como una hoja de lila. Su rostro planea como una
hoja, muy delicadamente, cerca.

—El médico me ha dicho que sólo tendré que estar otros dos o tres
días, caramba, cómo me voy a alegrar de estar en casa. ¿A que es
bárbaro?

—Sí, bárbaro.
—Espero que usted salga de aquí pronto, también —dice. Luego,
dándose cuenta del error añade
—: Quiero decir...
—Lo sé. Gracias, niña.
Se va. Aquí tendida, intento recordar algún acto verdaderamente
libre que haya hecho en estos noventa años. Sólo se me ocurren dos
cosas que podrían serlo, ambas recientes. Una fue una broma... aunque
sólo del modo en que las victorias lo son, con una panoplia
desproporcionada al alcance del acontecimiento. La otra fue una
mentira, y sin embargo no lo fue, pues al fin y a la postre fue dicha con
lo que podría ser una especie de amor.

251



Cuando mi segundo hijo nació, al principio le resultó difícil respirar.
Al salir a aquella extraña atmósfera, jadeó un poco. Él no podía saber
ni sospechar siquiera que respirar fuese lo que hacían aquí las
criaturas. A lo mejor ocurre lo mismo en todas partes; un elemento tan
desconocido que ni por un instante has sospechado que pudiese existir,

hasta que... Ilusiones. Si así fuese me desmayaría de asombro. ¿Pueden
desmayarse los ángeles?

¿Debería suplicar? Es lo adecuado. Padre nuestro... no. No quiero
participar en eso. Lo único que se me ocurre es: Puedes bendecirme o
no, Señor, haz lo que te plazca, porque no suplicaré.

El dolor crece y me llena. Estoy dilatada de dolor, hinchada,
abotargada como carne blanda que el mar no deja que salga a flote.
Repugnante. Lo detesto. A mí me gusta que las cosas sean pulcras.
Pero ni siquiera la repugnancia durará. Ha de abandonarse también.
Sólo la urgencia permanece. El mundo es una aguja.

—Rápido, por favor... no puedo esperar.
—Sólo un segundo, señora Shipley. Ahora mismo estoy con usted.
¿Dónde se ha metido, mujer estúpida?
—¡Doris! ¡Doris! ¡Te necesito!
Está a mi lado.
—Te tomas tu tiempo para venir, eh. Vamos, rápido...
Tengo que volver a mi capullo de seda, donde estoy casi cómoda,
adormecida por las pócimas. Allí puedo ordenar los pensamientos.

Eso es lo que necesito hacer, ordenar los pensamientos.
—Eres tan lenta...
—Lo siento. ¿Está ya mejor?
—Sí. No. Tengo... sed. ¿No podrías...?
—Vaya. Tome. ¿Puede?
—Por supuesto. ¿Quién te crees que soy? ¿Por quién me tomas?
Vamos, dámelo. ¡Oh, por el amor de dios, déjame cogerlo a mí!

Rechazándolo sólo me derroto a mí misma. Lo sé... lo sé muy bien.
Pero no puedo evitarlo, es mi carácter. Beberé de este vaso, o lo
derramaré, lo que decida hacer. No permitiré que otra persona lo
sostenga por mí. Y sin embargo... si ella estuviese en mi lugar, me
parecería tonta y le apartaría la mano, convencida de que yo podría
aguantárselo mejor.

Le arrebato el vaso, lleno de agua para beber. Lo sujeto con mis
propias manos. Ya. Ya.

Y entonces

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