Aún más violentos que estas batallas externas fueron los conflictos en el alma del profeta. Al simpatizar plenamente con el sentimiento nacional, sentía que su propio destino estaba ligado con el de la nación; de ahí que la dura misión de anunciar a su pueblo la sentencia de muerte le afectara profundamente, y su oposición a aceptar este encargo (1,6). Con todos los recursos de la retórica profética buscaba traer de vuelta al pueblo a “los viejos caminos” (6,16), pero en esta empresa sentía como si estuviera intentando llevar a cabo que “el etíope cambie su piel, o el leopardo sus manchas” (13,23). Oía los pecados de su pueblo clamando por venganza al cielo , y expresa enérgicamente su aprobación del juicio pronunciado sobre la ciudad manchada de sangre (cf. 6). Al momento siguiente, sin embargo, ruega al Señor que aparte el cáliz de Jerusalén y lucha con Dios igual que Jacob por una bendición para Sión . La grandeza de alma del gran sufriente aparece más claramente en las fervorosas plegarias por su pueblo (cf. especialmente 14,7-9.19-22), que se ofrecían a menudo inmediatamente después de una vehemente declaración del futuro castigo. Sabe que con la caída de Jerusalén el lugar que fue la escena de la revelación y la salvación será destruido. Sin embargo, en la tumba de las esperanzas religiosas de Israel, aún tiene la esperanza de que el Señor, no obstante todo lo que ha sucedido, llevará a cabo sus promesas por respeto a su nombre. El Señor tiene “pensamiento de paz, y no de aflicción”, y dejará que lo encuentren los que lo buscan (29,10-14). Como se cuidó de destruir, así se cuidará del mismo modo de construir (31,28). El don profético no aparece con igual claridad en la vida de ningún otro profeta como a la vez un problema psicológico y una tarea personal. Sus amargas experiencias interior y exterior dan a los discursos de Jeremías un fuerte tono personal. Más de una vez este hombre de hierro parece en peligro de perder su equilibrio espiritual. Pide el castigo del cielo para sus enemigos (cf. 12,3; 18,23). Como un Job entre los profetas, maldice el día de su nacimiento (15,10; 20,14-18); le gustaría levantarse, salir, y predicar a las piedras del desierto : “¿Quien me dará un alojamiento en el desierto... y dejaré mi pueblo, y me separaré de él?”(9,2; texto hebreo, 9,1). No es improbable que el doliente profeta de Anatot fuera el autor de muchos de los Salmos que están llenos de amargo reproche.