EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Lo sé. Eres un dolor de cabeza, pero no quebrantas
la ley. Si lo hicieras, tu querido padre tendría que involu
crarse. Pero, así como a ti, me da curiosidad saber cómo
murió ese pececito extragrande.
-Se ahogó -dijo Daña, sin emoción en la voz-. Sim
plemente, se ahogó.
-Sí, claro -dijo el hombre.
Apoyó la palanca en el codo y aceleró un poco más.
-Los delfines no se ahogan. Hasta yo sé eso.
Haciendo un giro, salpicó más espuma en el aire.
-Te estoy observando, jovencita -gritó, por sobre el
ruido del motor-, Y te voy a advertir una vez más: aléjate
de mi negocio. Si quieres caminar con carteles, repartir
ridículos volantes o escribir cartas al editor del periódico
local, no hay ningún problema. Pero si te encuentro a
menos de treinta metros de mi propiedad, estarás en
graves problemas. ¿Escuchaste?
Daña no respondió.
Luego de un vistazo en dirección a Alex, el hombre
dirigió su embarcación hacia la isla de Chincoteague y
aceleró, dejando atrás al bote pesquero, que luchaba por
no tumbarse ante la oleada que produjo.
Los dos se quedaron en silencio por un rato, escuchan
do el sonido menguante de la embarcación, que avanzaba
por la superficie de la ensenada. Alex miró a Daña.
-Qué amable -comentó, soltando la proa, a la que se
había aferrado con fuerza- ¿Amigo tuyo?
Daña se dio vuelta y le dio un tirón al cordón de se
guridad, para encender el motor.
-Es una víbora -dijo.
Acelerando, avanzaron por las plácidas aguas.
*****
Alex se despertó al amanecer, al día siguiente. Antes
de salir de la cama, pasó unos minutos leyendo su libro
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MUNDO DE FANTASÍA
devocional preferido: un libro lleno de historias y datos
sobre el reino animal. La lectura de ese día en particular
trataba sobre los peces y cómo Jesús había utilizado uno
para enseñarles una lección importante a sus discípulos.
Mientras leía, sintió un olor como a pescado que prove
nía del océano. Sonrió en la penumbra de la silenciosa
habitación, disfrutando del acompañamiento natural a
su devoción diaria.
Entonces, sin despertar a su madre, se puso una remera
y unos pantalones cortos, y tomó su cuaderno. Salió de
la habitación del hotel sin hacer ruido, y se encaminó a
la calle principal. Sabía que su mamá despertaría dentro
de una hora, más o menos, y no quería qué ella perdiera
ni un minuto de su “descanso vacacional”, como ella le
decía a las horas extras de sueño que disfrutaba cada
día cuando estaban lejos del ajetreo normal.
A él no le molestaba. En su opinión, ella trabajaba
demasiado y merecía disfrutar del mundo de los sueños
tanto como quisiera. Pero para Alex, dormir mientras
estaban en la isla era como dormir en Disney: ¡una locura!
Había mucho para ver y escuchar a solo unas cuadras.
Alex caminó por la calle principal, luego dobló a la
derecha y llegó a su lugar preferido, cerca de la base
del puente. Desde un banco efe madera en un extremo
de un terreno vacío podía escuchar el tráfico sobre el
puente, observar el movimiento de los botes en la bahía
y maravillarse de las acrobacias de las gaviotas y las
golondrinas de mar. Algunos patos y una que otra garza
se sumaban al desfile, mientras los pájaros cantaban
desde los árboles cercanos. Para un muchacho con una
curiosidad insaciable, no había mejor lugar en aquella
cálida mañana de verano.
Apenas Alex se sentó en el banco, abrió su cuaderno y
comenzó a escribir sus pensamientos sobre lo que había
ocurrido el día anterior.
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