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About This Presentation

Facil de leer uno de losejores cuentos dinámicos u para aprender por lo menos uno de las mejores aventuras de los menores de edad


Slide Content

/
EL SECRETO DE
U
n hermoso lugar de vacaciones. Una ensenada secreta.
Un delfín muerto. Una extraña muchacha con una gorra
que no conoce el significado del miedo, y un espeluznante
propietario de un parque acuático que utiliza a los delfines
para ganar dinero. Todo esto hace que las vacaciones de Alex
Timmons en la hermosa isla de Chincoteague, en Virginia,
Estados Unidos, sean inolvidables.
Antes de que el valiente Conquistador sepa qué ocu­
rrió, él y su nueva amiga, Daña, terminan involucrados en
un misterio que los lleva a intentar detener tanto a la Ar­
mada de los Estados Unidos como al Mundo de Fantasía
de Chilson, un parque acuático en el que alejan a los del­
fines de su hábitat natural y los encierran en una piscina-
prisión de azulejos. No hay tiempo que perder, porque los
delfines y la madre de Alex están en grave peligro. Ambos
necesitan ser salvados, ¡y rápido!
El secreto de Scarlett Cove es una emocionante aventu­
ra para jóvenes que utiliza la belleza de la isla de Chinco­
teague para enseñarnos a respetar a todas las criaturas de
Dios y a defender aquello en lo que creemos. Un enfrenta­
miento final con el señor Chilson pone a prueba las creen­
cias de Alex y Daña, que se ven inmersos en una dramática
lucha por salvar a los delfines... ¡y a sus propias vidas!
editorialaces.com
EL SECRETO DE
9
CHARLES MILLS
9786313050727

7
EL SECRETO DE
CHARLES MILLS
HÍIDa Asociación
OUU U C
asa
Editora Gral. José de San Martín 4S55, B1604CDG
Sudamericana Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

4*
El secreto de Scarlett Cove
Charles Milis
Título del original: The Secret of Scarlett Cove
Dirección: Jael Jerez
Traducción: Natalia Joñas
Diseño de tapa: Mauro Perasso
Diseño del interior: Carlos Schefer
Ilustración: Mauro Perasso
Libro de edición argentina
IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina
Primera edición
MMXXIV- 6M
Es propiedad. © Pacific Press Publishing Association, 2004. © Asociación Casa Editora Sudamericana.
2024.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
ISBN 978-631-30S-072-7
Milis, Charles
El secreto de Scarlett Cove / Charles Milis / Dirigido por Jael Jerez / Ilustrado por
Mauro Perasso. - I
a
ed - Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2024.
120 p.: il.: 20 x 13 cm.
Traducción de: Natalia Joñas.
ISBN 978-631-305-072-7
1. Literatura infantil y juvenil. I. Jerez, Jael. dir. II. Perasso, Mauro, ilus. III. Joñas, Natalia,
trad. IV. Título.
CDD 810.9283
Se terminó de imprimir el 16 de septiembre de 2024 en talleres propios (Gral. José de San Martín 4555,
B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).
Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación
informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo
del editor.
-114743-
TABLA DE CONTENIDO
1. LA ISLA.................................................................... 6
2. MUNDO DE FANTASÍA 21
3. SURTASS.................................................................38
4. ALMUERZO EN LA RESERVA 52
5. ENFRENTAMIENTO EN TOM’S COVE 70
6. EL ATAQUE.....................................•.......................89
7. SACRIFICIO 107
ESPECIALIDAD: MAMÍFEROS MARINOS 119

CAPÍTUL01
LA ISLA
-¿o
ué sale de una cruza entre una paloma mensajera
y un pájaro carpintero?
Rose Timmons se. distrajo de la ruta por un
momento y miró a su hijo.
-¿Me hablaste?
Alex carraspeó.
-¿Qué sale de una cruza entre una paloma mensajera
y un pájaro carpintero? -repitió.
La señora Timmons frunció el ceño.
-¿Por qué querrías hacer una cruza así?
-¡Mamá! Es un chiste. Se supone que tienes que decir:
“¿Qué?"
Ella miró hacia atrás por el espejo retrovisor y cambió
de carril con cuidado.
-Está bien. ¿Qué?
Alex sonrió.
-Obtienes un ave que no solo viene a tu casa, sino
también toca a la puerta cuando llega.
Y se largó a reír.
-¿Entendiste? Viene a tu casa... toca a la puerta...
pájaro carpintero...
La mamá asintió.
-Muy bueno.
Alex suspiró y reclinó la cabeza en el asiento.
-No estás divertida hoy.
-Lo siento.
Alex levantó las manos.
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LA ISLA
-¡Pero estamos de vacaciones! ¡Vamos a la isla Chin-
coteague! Playas de arena calentita, senderos en la natu­
raleza, ponis salvajes corriendo por allí, pájaros, patos y
gansos... Estuvimos esperando este momento,por meses.
-Lo sé. Estaré más feliz cuando crucemos el puente.
Siempre me pasa.
Alex se sentó en silencio por un rato mientras ob­
servaba los campos de cultivo de la costa oriental de
Maryland, Estados Unidos.
-Es por el capitán Walters, ¿cierto?
-No.
La señora Timmons hizo una pausa. .
-Bueno, sí.
-Mamá, lo llamaron de la armada para que fuera a
alguna parte de Medio Oriente. Tampoco es que se fue
porque quería.
-Lo sé.
-Y... quizá regrese un día.
-Quizá... pero no creo -comentó ella, quitándose
un mechón de cabello que caía sobre su frente-. Es un
militar, Alex. Le encanta ese tipo de vida. Los últimos
meses se sentía muy inquieto y... bueno, no lo culpo por
querer irse de Virginia del Oe§te.
Alex asintió lentamente.
-Parece que prefiere lanzarse al océano, luchar contra
terroristas y hacer todas esas cosas emocionantes de la
Marina antes que enseñarles a las personas cómo tener
panales de abejas o plantar huertas en Cyprus Hill. Yo
tampoco lo culpo.
Los dos continuaron el viaje en silencio por un rato.
Entonces, la señora Timmons miró de reojo a su hijo.
-¿Qué sale de una cruza entre hiedra venenosa y un
trébol de cuatro hojas?
Alex levantó una ceja.
-¿Qué?
-Una racha de buena suerte.
7

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
La señora Timmons vio que regresaba una sonrisa al
rostro bronceado de Alex.
-¿Qué sale de una cruza entre una chita y una ham­
burguesa? -preguntó él.
-¿Comida rápida?
-¡Sí! ¿Qué sale de la cruza entre un mono y un pato?
-¿Un pato gracioso?
-Eso también funciona... pero yo estaba pensando
en "un monopatín”.
El pequeño Toyota verde que llevaba a Rose y a Alex.-
avanzaba por la autopista, hacia el sur, alejándose de
Salisbury. Más adelante estaba el límite del Estado de
Virginia, y un poco después, una isla tranquila frente a
la vasta extensión del océano Atlántico.
-¿Qué sale de una cruza entre varias estrellas y una
ametralladora? -preguntó Alex.
-Espera... yo sé este.
-¡No puedes saberlo porque lo estoy inventando!
-Bueno. ¿Qué sale de una cruza entre varias estrellas
y una ametralladora?
-La guerra de las galaxias.
-¿Lo inventaste?
-Síp.
-Bastante bien para ser un niño.
-Lo sé.
Pronto cruzarían el estrecho puente sobre la bahía, y
entonces lo verían, igual que el año anterior, y el anterior
a ese. Contra la costa de una isla verde, cubierta de árbo­
les, estaría el pueblo de Chincoteague, con sus muelles
pintorescos, negocios coloridos y calles tranquilas, con
árboles a ambos lados.
Pero, lo más importante para Alex era lo que estaba
un poco más lejos. Refugiada detrás de la primera isla
había otra isla, una más pequeña, sin hoteles, restauran­
tes ni tiendas de comestibles. Hacía alarde de un faro
antiguo y, como su vecina, tenía un nombre indígena:
8
LA ISLA
Assateague. Esa franja de tierra arenosa forjada por el
océano y decorada por la naturaleza que sobresalía en
el océano Atlántico era el hogar de la reserva natural
Chincoteague. Allí Alex encontraría más aves, ponis
salvajes y animales de los que podía contar.
Alex se inclinó hacia adelante inconscientemente,
como alentando al vehículo a avanzar más rápido, an­
sioso por respirar el aire salado y escuchar los sonidos
retumbantes y la luz tenue de la reserva natural.
-¿Qué sale de la cruza entre un elefante hembra y un
médico de la piel? -preguntó Alex.
-Ni idea.
-¡Un paquidermatólogo!
-Uh, ¡ese me gustó!
-Me imaginé.
*****
Cuando el Toyota verde cruzó el puente hacia la pe­
queña isla de Chincoteague, tanto la conductora como
el pasajero sintieron una calma conocida. Era como si
estuvieran escapando de un mundo de trabajo, estudios,
tareas y actividades sin fin, a un universo donde cada
paisaje, sonido, aroma y sabor los llenara de una extraña
combinación de anticipación y paz absoluta.
-Allí está -anunció Alex, señalando con el dedo.
Su madre observó con atención el área, un poquito más
arriba del pueblito, mientras pasaban sobre el antiguo
puente que cruzaba la parte final sobre el agua.
-Lo veo -declaró.
Sonrió al ver la elevada torre a la distancia. En la base
de esa torre estaba su hogar fuera del hogar.
Botes de pesca, lanchas y veleros se movían lentamente
en el agua, mezclándose con la variedad usual de pes­
queros y casas flotantes que poblaban los muelles frente
al pueblo. Alex bajó la ventanilla y respiró profundo.
9

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-¡Ah! ¡Sal! -dijo, embelesado.
Se volvió hacia su mamá y le preguntó:
-Sabes por qué Dios puso sal en el océano, ¿no?
-¿Para que sepa mejor?
-Síp.
La ruta que cruzaba el puente terminaba en la calle
principal del pueblo. La señora Timmons giró a la dere­
cha, y luego a la izquierda, en la siguiente intersección.
Dos cuadras después, estacionó frente a la oficina del
pintoresco y cómodo hotel “Hogar Isleño”. 4.
La señora Sanders, la agradable propietaria, con cabello
rubio y amplia cintura, levantó la mirada de los papeles
cuando los recién llegados entraron a la recepción.
-¡Ah! ¡Señora Timmons! ¡Alex! -exclamó, camino al
mostrador- ¡Qué bueno verlos de nuevo! Tengo su ha­
bitación limpia y lista. La número 20, ¿cierto?
-La misma que el año pasado -respondió Alex.
En un solo movimiento tomó las llaves que colgaban
de la mano extendida de la mujer, mientras su mamá
firmaba el registro de ingreso y buscaba la tarjeta de
crédito. Observó por un momento a la mujer, que seguía
parada del otro lado del mostrador, y le preguntó:
-Señora Sanders, ¿sabe por qué Dios puso sal en el
océano?
-¿Para que sepa mejor?
Alex frunció el ceño.
-Tengo que encontrar mejores chistes.
Quince minutos después habían descargado el auto­
móvil y atado las bicicletas al bicicletero ubicado junto
al estacionamiento de grava. Alex se dejó caer sobre la
cama, junto a la ventana, en su habitación del segundo
piso, y suspiró con felicidad. "¿Qué quiero hacer primero?”,
se preguntó a sí mismo mientras la mamá terminaba
de guardar los trajes de baño y los pantalones cortos
en un cajón del vestidor, debajo del televisor. “¿Caminar
alrededor de la piscina? ¿Ir hacia el sendero del bosque?
10
LA ISLA
¿Tomar sol en la playa? ¿Observar pájaros en el sendero
del pantano? Decisiones, decisiones...”
-¿Por qué no decides ayudar a tu madre y hacer algu­
nas compras en el almacén de la otra cuadra? -preguntó
la señora Timmons-, A menos que quieras pasar las
próximas dos semanas recolectando frutos rojos y nue­
ces con los mapaches y las ardillas en la reserva, claro...
Alex se levantó de un salto.
-¡Compras! ¡Claro! Ah, y tengo que comprar papel
para mi informe...
-¿Qué informe?
-Mamá, te conté en casa, antes de salir. Shane y Alicia
van a visitar el acuario en Baltimore, pero yo voy a escribir
un informe de 750 palabras, en lugar de eso.
La señora Timmons levantó una mano.
-No tengo idea de lo que estás diciendo.
Alex sacudió la cabeza lentamente de un lado al otro.
—¡Uff! Realmente necesitas unas vacaciones.
-Y por eso estamos aquí -declaró ella.
Tomó su cartera y puso adentro la llave del hotel. Los
dos salieron de la habitación y caminaron por la galería.
-Esto no tendrá que ver con otra especialidad de
Conquistadores, ¿verdad? -preguntó la mamá.
-¡Bingo! -dijo Alex con una^sonrisa.
Bajaron los escalones y pasaron junto a la piscina que
brillaba bajo el sol de la tarde.
-El Club de las Especialidades está trabajando en la
especialidad de mamíferos marinos, y yo me dije a mí
mismo: “¿Qué mejor lugar para estudiar los mamíferos
marinos que aquí, en la costa de Assateague?”
La señora Timmons asintió.
-Y ¿qué son exactamente los mamíferos marinos?
Alex saltó por encima de un charco barroso que había
quedado de la lluvia de la mañana.
-Qué bueno que preguntaste. El libro que estoy leyendo
dice, y cito: “Los animales marinos incluyen las ballenas,
11

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
los delfines, las focas y los lobos marinos, así como las
morsas, los manatíes, los dugongos, las nutrias marinas y
los osos polares. Como todos los mamíferos, ellos nutren
a sus crías con leche, están cubiertos de distinta cantidad
de pelos y poseen un diagrama muscular”.
-¿No querrás decir "diafragma"?
-Sí, eso. Y producen bebés que nacen a partir de fetos.
La señora Timmons paró y miró en ambas direcciones
antes de cruzar la calle.
-No quiero decepcionarte, cariño, pero en Chincotea^.
gue no hay osos polares desde... nunca.
Alex soltó una risita.
-Probablemente no encuentre muchas morsas ni
manatíes tampoco. Pero ballenas y delfines, eso es otra
historia. Especialmente delfines. Tú y yo los hemos visto
nadar a la distancia en Assateague muchos años. Mi plan
es estudiarlos con atención. Traje la cámara y todo. Tengo
que incluir fotos en el informe.
La mamá miró a su hijo mientras pasaban junto a las
cabañas renovadas alineadas una junto a la otra.
-¿No se supone que estamos de vacaciones?
-Así es. Solo voy a hacer algunas cosas de la especia­
lidad mezcladas con las cosas de vacaciones. Espero que
no te moleste.
Su madre suspiró.
-¿Por qué .no te puedes quedar adentro, mirando te­
levisión y comiendo comida chatarra como los niños
normales de tu edad?
Alex se rio.
-¡Qué aburrido! Tengo que explorar mundos, trepar
montañas, navegar océanos, fotografiar animales...
-¿Acarrear compras?
-¡Acarrear compras! ¡Claro que sí! Estoy en una misión,
en una búsqueda de conocimiento, en una cruzada por
respuestas en este vasto orbe azul que llamamos hogar.
-¿Orbe azul?
12
LA ISLA
-Lo escuché en un video en la escuela.
Madre e hijo entraron al almacén y eligieron el carro
menos destartalado de la colección de carros estacionados
junto a la puerta. Alex entendió que su búsqueda y su
cruzada tendrían que esperar un poquito más. La primera
tarea del primer día en la isla era hacer las compras del tipo
nutritivo. Luego podían ir a la orilla, para experimentar
las aventuras que siempre aguardaban donde termina
la ruta y comienza el océano.
*****
Durante los siguientes dos días, la reserva demostró
ser todo lo que Alex y su mamá esperaban que fuera. La
lista anual de aves de Alex creció con el avistamiento
de una gran variedad de patos, gansos, aves de costa y
hasta un halcón o dos. Mientras su mamá estaba en la
playa cercana dedicándose a su bronceado, Alex pasó
horas y horas andando en bicicleta y caminando por los
senderos con otros que habían llegado para experimentar
la emoción de ver ardillas zorro, así como ponis salvajes,
ciervos sika y mapaches que habitaban en la reserva.
Durante el tercer recorrido de Alex por el sendero del
bosque, escuchó un sonido inconfundible en lo alto de unos
pinos que se elevaban y mecían con el viento. “Sé quién
eres”, le dijo al pájaro escondido mientras avanzaba por un
sendero estrecho que se adentraba en los bosques, con su
confiable libro de bolsillo sobre aves en la mano. "Tienes
cabeza roja y cuerpo blanco y negro". Efectivamente, allí,
sobre una rama seca no tan alta, había pn pájaro carpintero
de cabeza roja golpeando con su pico largo y puntiagudo la
corteza deteriorada. Alex observó el hermoso pájaro con
sus binoculares, admirando el brillo de su noble cabeza
y las curvas contrastantes de las plumas de su cuerpo.
Escribió el nombre del pájaro en su lista, y estaba a
punto de comenzar el retorno cuando notó algo escondido
13

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
entre los pastizales que crecían junto a un sendero
apenas visible. Alguien había escrito a mano, sobre una
tabla de madera clavada sobre otra: “NO PASAR O TE
COMERÁ UN OSO”.
Alex frunció el ceño. ¿Te comerá un oso? El único tipo
de oso que se podría encontrar en el este de los Estados
Unidos era el oso pardo, y no come personas. Además,
no recordaba haber visto ni oído sobre ningún oso pardo
en las islas.
Eso le despertó la curiosidad y avanzó lentamente^,
por el sendero. Poco después se topó con otra tabla de
madera que sostenía un nuevo cartel pintado a mano.
El mensaje era corto y al punto: “DIJE: ‘¡NO PASAR!’
PELIGRO. ¡NO AVANZAR!”
Alex se rascó la cabeza. “No hay nada peligroso en
la reserva”, le dijo al cartel. “Incluso la mayoría de las
serpientes aquí son inofensivas”.
Unos metros más adelante, se encontró con otro car­
tel a la vera del sendero: “ADVERTENCIA: ANIMALES
SALVAJES MÁS ADELANTE. ¡REGRESAR AHORA!”
“¿Qué? ¿Me va a atacar un ciervo?”, se rio Alex. "O quizás
una ardilla loca se lanzará sobre mí desde los árboles. No,
no... ya sé: un mapache me detendrá a punta de pistola y
me pedirá todo mi dinero. ¡Ya tiene una máscara puesta!"
Alex ignoró las nefastas advertencias y continuó por
el sendero escondido, haciendo a un lado los pastos altos
que obstruían el camino.
Atravesó una densa arboleda y, de pronto, se encontró
de pie sobre una arenosa orilla con vista a Tom’s Cove, la
ancha ensenada formada por el largo y angosto gancho
del extremo sur de la isla Assateague al curvarse en di­
rección contraria al océano y rodear un tramo de agua
tranquila. El sol del verano brillaba con fuerza, creando
un millón de destellos a lo largo de la orilla. Ramas de
pinos enmarcaban la serena escena con sus frescos
y sombreados brazos. A la distancia, un par de cisnes
14
LA ISLA
nadaban sobre la vidriosa superficie de la ensenada,
dejando un rastro resplandeciente.
-Guau -susurró mientras absorbía la increíble belleza
del lugar.
Caminó unos metros por la orilla, y se sentó sobre un
tronco caído, sin poder dejar de mirar el pacífico pano­
rama ante sus ojos. “¡Este sí que es un lugar totalmente
hermoso”, dijo en voz alta, mientras veía un águila pes­
cadora planear sobre los árboles, en busca de comida. Un
poco más lejos, dos ponis salvajes estaban en el agua,
mirando al horizonte, como si ellos también estuvieran
abrumados por la belleza indescriptible.
Alex suspiró. Una sonrisa adornaba sú rostro. De esto
se trababa. Por esto él y su mamá regresaban a estas islas
cada verano. Año tras año, al caminar por la reserva o a
lo largo de las playas mayormente vacías, la naturaleza
siempre tenía sorpresas para ellos: nuevos paisajes para
ver, nuevos sonidos para escuchar, nuevos olores que
experimentar.
Alex frunció el ceño. Hablando de nuevos olores, había
uno que traía la suave brisa que no era muy agradable. No
tenía la salada frescura del océano ni la dulce fragancia
que generaba la miríada de flores coloridas que crecía
por la zona. No. Este olor eii particular era demasiado
fuerte, demasiado rancio, demasiado... muerto.
Alex se puso de pie y caminó por la orilla, teniendo
cuidado de no pisar piedras o trozos de madera arras­
trados por la corriente, junto al agua resplandeciente,
siguiendo el olor. La estrecha playa se curvaba hacia una
pequeña zona resguardada por árboles y pasto. Avanzó
lentamente; el olor se hacía más y más fuerte. Hizo a
un lado unos pastos bien altos, salió de la ensenada y se
encontró en una pequeña bahía de unos quince metros
de ancho, protegida por ramas bajas de todos lados. Era
como una gran habitación escondida en una gigante y
frondosa mansión.
15

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Entonces, quedó inmóvil. Allí, contra la orilla más
alejada, y medio escondido por las malezas que crecían
junto al agua, había un delfín. Su cuerpo estaba arrugado
y curtido por el sol. Alex sacó un pañuelo del bolsillo
y lo usó para taparse la nariz. “¿Qué le pasó?”, susurró
mientras se acercaba, repugnado por la terrible escena.
Se agachó sobre el cuerpo, buscando marcas de vio­
lencia, como una herida de bala o los tajos que habría
dejado un encuentro desafortunado con la hélice de
una lancha. Él sabía que muchos mamíferos marino^,
de Florida, como el manatí, morían en accidentes de ese
tipo. Quizá le había ocurrido lo mismo en este hermoso
paraje. Pero no encontró ningún daño en el lomo, la cola
o las aletas del animal. El delfín simplemente estaba
muerto, y probablemente había estado muerto por un
par de días ya.
De pronto, el rugido de un motor que se acercaba
destruyó la calma de la tarde. Alex levantó la mirada
hacia las ramas que protegían la entrada a la bahía es­
condida justo cuando aparecía la proa de un pequeño
bote pesquero. Lo conducía una jovencita de su edad, que
llevaba una gorra de béisbol y una remera manchada de
tierra con el nombre de un equipo de béisbol debajo de
una chaqueta salvavidas desteñida. Mechones de cabello
rubio se habían rebelado y sobresalían de la gorra según
el viento había decidido. Cuando vio a Alex, tomó un
remo que tenía a los pies.
-¿Qué estás haciendo aquí? -gritó levantando el remo
de forma defensiva frente a él.
Alex levantó las manos.
-Nada. Solo estaba explorando.
-¿No viste los carteles?
Alex asintió.
-¿Esos sobre los osos asesinos?
-¡Ah! ¡Sabes leer!
-No hay osos asesinos en Assateague -contraatacó él,
16
LA ISLA
ignorando el sarcasmo- Y tampoco hay nada peligroso
por aquí. ¿Por qué pusiste esos absurdos carteles, de
todas formas?
La muchacha arrastró su bote hasta la orilla y lo ató
a una rama.
-Hay que tener cuidado. Está lleno de turistas.
Alex se rio.
-Es una reserva natural... se supone que esté llena
de turistas.
-Sí, bueno. Yo quisiera que no fuera así. Los turistas
tienen el mal hábito de convertir una isla perfectamente
buena en un parque temático.
Dio un vistazo hacia los pies de Alex.
-Veo que conociste al delfín muerto.
Alex volvió a poner el pañuelo sobre su nariz.
-Es difícil no verlo.
-Verla.
-¿Verla?
-Este delfín es hembra. Ha estado viniendo a Tom’s
Cove desde que vivo aquí.
La muchacha se sentó junto al deteriorado cuerpo.
Alex frunció el ceño.
-¿Cómo murió? ¿Qué la mató?
-No lo sé. La encontré flotando cerca de las ruinas
de la fábrica y la arrastré hasta aquí para alejarla de
todos los tontos turistas y sus cámaras digitales. Los
delfines merecen un poco de respeto, incluso cuando
están muertos. No tenía suficiente combustible en el
bote para llegar hasta Chincoteague.
Poniéndose de pie, agregó:
-Pero ahora sí tengo. ¿Quieres ayudar?
-¿Ayudar con qué? -preguntó Alex.
-A llevarla al otro lado de la bahía, al doctor Foster.
Alex pestañó un par de veces.
-¿No es un poquito tarde para llevarla a un doctor?
Ella sacudió la cabeza.
17

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Foster es un veterinario jubilado. Pensé que él po­
dría hacer una autopsia para descubrir de qué murió.
Le encantan los animales.
Alex miró el cuerpo.
-A mí también -comentó.
-Entonces ayúdame a levantar el cuerpo hasta mi
bote.
Alex dio un paso hacia atrás.
-Espera un minuto. ¿Quieres que toque ese... ese...?
La jovencita gesticuló con frustración.
-No puedo levantarla sola, y si no la ponemos en mi
bote, no puedo llevarla hasta lo del doctor Foster para
descubrir por qué murió. Así que, me puedes ayudar o
salir de mi bahía.
-¿Tu bahía?
Ella vaciló.
-Sí. Mi bahía. Vengo aquí cuando... cuando necesito
pensar. Así que olvídate de este lugar.
Alex miró a su alrededor, a los confines resguardados
de la bahía escondida. Fuera del hecho de que había
un delfín muerto a sus pies, y una muchacha un poco
enojada mirándolo fijo, el lugar tenía cierto encanto.
-Imagino que le pusiste un nombre a esta bahía
secreta, ¿no?
-De hecho, sí. ¿Me vas a ayudar o no?
-Bueno, bueno. Te ayudo -dijo Alex, mirando de
reojo al mamífero que yacía entre los pastos- ¿Qué
quieres que haga?
La jovencita sacó del bote una soga gruesa.
-Ata este extremo alrededor de la cola del delfín, y
yo voy a arrojar el otro extremo sobre aquella rama.
Levantaremos el cuerpo, y yo moveré el bote debajo del
delfín. Entonces tú puedes bajarlo. ¿Podrás manejar eso?
Alex asintió y tomó su extremo de la soga. Entrece­
rrando los ojos y haciendo una mueca por cómo se veía
y olía el cadáver, hizo lo que le habían indicado.
18
LA ISLA
Luego de lograr el desagradable traslado desde la
orilla hasta el bote, la jovencita cubrió el cuerpo con
una pesada lona.
-Puedes venir, si quieres -dijo.
Luego guardó la soga a sus pies, dentro del bote. Alex
se sacudió un poco de tierra húmeda de la remera.
-Tengo que regresar para las cinco. Mi mamá me
estará esperando en el centro de visitas.
-No te preocupes. Te dejaré ahí sano y salvo.
Alex puso un pie en el bote y con el otro empujó
el bote desde la arena de la orilla. Cuando la pequeña
embarcación flotaba en el medio de la bahía arbolada,
la jovencita tiró del cordón de seguridad’y encendió el
motor. Con mucha habilidad, guio el bote hacia aguas
abiertas. Justo antes de acelerar para que avanzaran
sobre la superficie brillante de la ensenada, miró a
Alex, que estaba sentado en la proa usando el chaleco
salvavidas que ella había sacado de debajo de su asiento.
-Scarlett -le dijo.
Alex se dio vuelta.
-¿Scarlett?
-Sí. Scarlett Cove. Así se llama mi lugar especial.
Ahora olvida que lo viste.
El sonido del motor aumentó hasta que se oía como
un fuerte chillido. El bote avanzaba a toda velocidad
sobre el agua, en dirección al oeste. En pocos minutos,
la jovencita giró hacia el norte y comenzó a seguir el
serpenteante canal de Assateague hacia la lejana isla de
Chincoteague. Alex cerró los ojos, aliviado de que la brisa
fresca alejara de su rostro el olor del pasajero fallecido.
De tanto en tanto, se daba vuelta para observar a la
muchacha, que estaba sentada abrazando el acelerador,
con el rostro bronceado de frente al viento. Había co­
nocido muchas personas extrañas en su vida, pero ella
debía ser una de las más extrañas de todas. Observarla
era como mirar un misterio en carne y hueso.
19

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Pasando cerca del cementerio, a la izquierda, Alex se
giró para hacerle una pregunta. Notó que una lágrima le
había dejado una marca húmeda y brillante en el rostro
oscurecido por el sol. Miró al delfín y volvió a mirarla a
ella. Quizás había más detalles de esta historia de lo que
ella había contado.
Volvió a mirar al frente, experimentando la velocidad
de estar sentado en la proa de un barco que se abre paso
por las plácidas aguas. El rugido del motor y el silbido del
viento llenaban sus oídos y le aceleraban el corazón. Perq.,
incluso en la emoción del momento, una sensación de
tristeza seguía oprimiendo sus pensamientos. Qué triste
que, en un lugar de tanta belleza, tuviera que existir la
muerte, el decaimiento y las lágrimas.
-Ya casi llegamos -gritó la jovencita.
Y enseguida viró el bote hacia la orilla, donde una fila
de casetas de pesca resguardaba la costa.
-Le dije que venía, así que me está esperando. El
doctor Foster es un hombre muy inteligente, aunque no
siempre lo parece.
-¿A qué te refieres? -preguntó Alex.
-Ya verás.
El muchacho no estaba seguro de en qué se estaba
metiendo. Una bahía secreta resguardada por carteles
de advertencia de osos asesinos; un delfín muerto en
un bote conducido por una muchacha extraña; y ahora
un veterinario que, aparentemente, vivía en una caseta
vieja y destartalada en la costa del canal de Assateague...
A pesar de la incertidumbre, Alex no podía evitar
sonreír contra el viento. Síp. Esto era mucho mejor que
mirar televisión.
20
CAPÍTULO 2
/
y
/
MUNDO DE FANTASÍA
A
ntes de que el bote se detuviera en el pequeño mue­
lle frente a una de las casetas, un rostro con barba
blanca apareció por detrás de la ventana manchada,
junto a la puerta.
-¿Doctor Foster?
Alex escuchó a su compañera.
—¡Ey! ¡Doc! ¡Llegamos!
La puerta se abrió de golpe y un hombre corpulento,
vestido con un overol de pesca sostenido por tirantes que
lo sujetaban de los anchos hombros, salió a la luz del día.
-¡Bienvenidos, bienvenidos! -saludó.
Se acercó al bote mientras la conductora lo aseguraba
a un poste.
Unos mechones de cabello fino, blanco como la nie­
ve, sobresalían debajo de la<gorra de pesca gastada, y
enmarcaban el rostro arrugado y cansado del doctor.
-Así que tienes un delfín muerto, ¿eh? -preguntó con
voz rasposa-. Bueno, veámoslo.
Al ver al muchacho sentado en la proa, el anciano dio
un paso hacia atrás.
-Pero, él no se ve muerto para mí.
La jovencita rio.
-No, Doc. A él lo encontré deambulando por Tom’s
Cove.
Foster entrecerró los ojos.
-Nop. No está muerto; para nada. Al contrario. Diría
que está tan saludable como yo.
21

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
El anciano se arrodilló junto al bote y tocó el rostro
de Alex con uno de sus huesudos dedos.
-Ojos despiertos. Piel firme. Buena dentadura. Nariz
fría. Sí. Fuerte y sano.
-Doc, ese no es el paciente. Ella está aquí, en el bote.
El anciano dio un vistazo al delfín mientras la joven-
cita quitaba la lona.
-Ah. Ese sí está muerto -anunció señalándola- Total
e irrefutablemente muerto.
-Sí, lo sabemos -dijo la muchacha trepando al muelle
y arrodillándose junto a su amigo-, Pero ¿cómo murió?
Eso es lo que quiero que investigue. No tiene marcas, y
no es anciana.
-Sí, sí -dijo el veterinario asintiendo-. No es anciana.
No tiene marcas.
Miró a la muchacha y dijo:
-No me importa lo que pienses. Creo que lo mejor es
dejar todo lo que estamos haciendo y descifrar cómo
murió.
Alex vio la sonrisa de su compañera.
-¡Pero qué buena idea, Doc! Quizá deberíamos hacerle
una autopsia.
El anciano miró a Alex y frunció el ceño. Se inclinó
hacia la jovencita y susurró:
-No puedo. Sigue vivo.
-No, no. Aldelfín. Al delfín, Doc.
El veterinario se quedó pensando por unos momentos,
y luego asintió.
-Bueno, eso tiene mucho más sentido, ya que el mu­
chacho todavía respira. Vamos, ayúdenme a entrar el
cuerpo. No puedo trabajar aquí afuera; mucho calor.
Adentro está más fresco; mucho más fresco.
Con la ayuda del veterinario, que resultó ser muy
ágil, Alex y la muchacha lograron levantar al delfín
del bote, entrarlo a la caseta y ubicarlo sobre una larga
mesa de metal junto a una ventana. Cerca, organizada
22
MUNDO DE FANTASÍA
con cuidado sobre un estante, esperaba una colección
de cuchillos, pinzas y extrañas herramientas, que se
veían peligrosas.
Cuando el cuerpo estuvo acomodado sobre La base de
acero inoxidable con un orificio de desagüe en el medio,
el doctor Foster encendió una luz sobre su cabeza y se
inclinó sobre el animal.
-No hay marcas externas de abuso ni trauma. Tendré
que realizar un examen completo para identificar la causa
de la muerte -les anunció a los jóvenes.
Alex parpadeó. Ya no se lo veía despistado. Ya no ha­
blaba con vacilación ni torpeza. En cambio, un diálogo
profundamente inteligente acompañaba sus movimientos
hábiles y experimentados. Miró a la muchacha. Ella tam­
bién lo miró, se encogió de hombros y le sonrió débilmente.
-No veo laceraciones, heridas punzantes ni abrasiones,
salvo por esta contusión en la parte superior del hocico
y sobre la cabeza -continuó el excéntrico doctor.
Pasó la mano enguantada sobre el cuerpo y continuó:
-Parece que su amigo chocó contra algo duro, proba­
blemente a gran velocidad.
-Los delfines ¿no tienen ecolocalización y buena
vista? -preguntó Alex- ¿Por qué este chocaría contra
algo que habría identificado'?
El doctor les hizo una seña, y los jovencitos lo ayuda­
ron a rotar el cuerpo del delfín para que quedara panza
arriba. Tomando un bisturí, el hombre dijo:
-Averigüémoslo.
De un solo movimiento continuo, le hizo un tajo al
animal, de la quijada hasta la cola
4
Horrorizado, Alex
dio un paso hacia atrás y se tapó la boca con una mano.
-No pasa nada -dijo Foster al notar la reacción del
muchacho-. El animal está muerto. No siente nada.
La larga incisión se ensanchó y los órganos internos
aparecieron en orden. La primera mitad estaba rodeada
por las costillas.
23

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-¿Ven? -señaló el doctor con un dedo enguantado-,
Justo debajo de las dos aletas encontramos el corazón;
luego el hígado, el estómago, los intestinos, el ano y el
hueso pélvico. La columna vertebral se extiende desde el
cerebro hasta la aleta caudal, o cola, como le dicen ustedes.
En algún lugar, por allí, están el esófago, los pulmones y
los riñones, rodeados de grasa. ¿No es hermoso?
Alex asintió con vacilación. Todavía tenía tapada
la boca con la mano. El hombre sonrió. Su mirada era
comprensiva.
-Que no te repulse algo que hizo nuestro Creador,
jovencito. Hay magnificencia aun en la muerte -declaró.
Regresó a su trabajo, y hurgó con una pinza larga y
puntiaguda.
-No veo órganos enfermos ni tejido muscular degra­
dado, que indiquen daños o estrés interno.
El doctor seguía explorando la cavidad con su instru­
mento. De pronto, debajo de las costillas sintió un órgano,
muy cerca de la columna vertebral.
-A ver, a ver...
Los jovencitos lo escucharon murmurar.
-Aquí parece haber algo...
El doctor tomó un bisturí, y pasó junto al corazón y
el hígado. Rebanó una capa de tejido con el afilado ins­
trumento, y un fluido comenzó a filtrarse y a inundar la
cavidad.
-¿Qué es eso? -preguntó la muchacha- ¿Qué cortó?
El doctor Foster se incorporó y miró por la ventana
un ratito.
-Qué extraño -dijo.
-¿Qué? -preguntó Alex.
El hombre señaló al animal sobre la mesa.
-Sus pulmones están llenos de agua.
Girando hacia la muchacha, le dijo suavemente:
-Este delfín se ahogó.
-¿Se ahogó? -repitió, sorprendida-, ¿Cómo puede ser?
24
MUNDO DE FANTASÍA
Aunque respiran oxígeno como nosotros, los delfines
pasan la vida entera en el agua. Pueden zambullirse a más
de trescientos metros y nadar grandes distancias. ¡Hasta
duermen en el agua! ¿Cómo se podía haber ahogado?
-No lo sé -respondió el doctor, sacudiendo la cabeza-
Pero con la evidencia que veo aquí, la causa de muerte
fue ahogo.
Se volteó hacia Alex, y dijo:
-¡Ah! ¡Hola! ¿Cuándo llegaste? ¿Viniste a cenar? No
preparé nada, pero creo que hay budín. ¿Te gusta el budín?
¿Me repites quién eres?
-Eh... soy Alex -tartamudeó el muchacho, sin saber
qué decir- Vine con el delfín.
-¿Qué delfín?
Alex sintió que le daban un tironcito en la remera.
-Gracias, Doc -dijo la jovencita mientras tironeaba
suavemente a Alex hacia la puerta- Apreciamos mucho
su ayuda, pero ya nos tenemos que ir. No nos podemos
quedar a cenar. Gracias por la invitación.
Ya afuera, Alex se volvió hacia su compañera.
-¿Qué sucede? ¿Por qué el doctor cambió así?
-A veces lo hace -dijo ella, mientras desataba el bote
y subía dentro- A veces se comporta normal, y a veces
no. Se confunde un poco.
-¿Realmente es un veterinario? -preguntó Alex aco­
modándose en la proa.
-Sí, sí -respondió ella.
Con un tirón del cordón de seguridad encendió el motor.
-Solía tener su consultorio en Baltimore, pero cuando
envejeció, su mente también envejeció un poco. Ahora
vive aquí, en esta caseta. Su hijo trabaja en el pueblo y
viene un verlo un par de veces al día... ya sabes... lo cuida.
Tomando la palanca, alejó el bote del muelle, marcha
atrás.
-Es un poco triste. Cuenta historias geniales, y sabe
un montón sobre animales... cuando actúa normal. El
25

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
resto del tiempo hay que sonreír y concordar con lo que
diga, aunque suene extraño.
Alex observó cómo la muchacha maniobraba el bote
y dirigía la proa hacia aguas abiertas.
-El doctor Foster es mi amigo -agregó.
Con un rugido, el pequeño bote pesquero salió al ca­
nal, persiguiendo el sol poniente. Alex se quedó sentado,
disfrutando de la hermosa sensación de flotar, por un
largo rato, mientras surfeaban sobre las olas. De pronto,
se dio vuelta para mirar a la conductora. 4-
-Ey, no sé tu nombre.
-¿Qué?
-Tu nombre -gritó, intentando que su voz sonara por
sobre el ruido y el viento-. ¿Cuál es tu nombre?
-Daña -exclamó la muchacha.
Alex asintió.
-Daña. Un gusto.
La muchacha se encogió de hombros.
-Lamento lo del delfín.
-¿Qué?
-El delfín. Lamento que murió.
Daña no respondió. Solo se dio vuelta y permaneció
mirando el agua mientras guiaba el bote por la ensenada.
Tenía la gorra acomodada hacia adelante.
Alex notó que otro bote, mucho más grande, bri­
llante y poderoso, se acercaba a toda velocidad desde
atrás. Justo antes de alcanzarlos, giró a la izquierda y
se ubicó en paralelo. Bajó la velocidad para ir a la par de
la pequeña embarcación. En el timón iba un hombre de
unos 35 años, delgado, con cabello marrón, vistiendo un
mameluco azul oscuro. Daña lo observó, y miró en otra
dirección, como si no le gustara lo que veía. El hombre
se rio y acercó su bote un poco más, salpicando espuma
sobre la proa.
Con calma, Daña desaceleró hasta que el bote se
detuvo del todo. El hombre hizo lo mismo, y ambas
26
MUNDO DE FANTASÍA
embarcaciones quedaron bamboleándose en el medio
de la ancha ensenada.
-¡Déjame en paz! -gritó la muchacha.
El conductor del barco más grande frunciáel ceño.
-¿Qué estabas haciendo en lo del doctor Foster?
-preguntó.
-Nada que te incumba.
-En eso te equivocas -respondió el hombre, con enojo
en la voz-. Tenías el delfín.
-¿Y?
-Me pertenece. Es mío.
-Mía. ¡Era hembra!
1
e
-Lo que sea. ¿Entonces? ¿Qué dijo el anciano?
Daña se encogió de hombros.
-¿Por qué no le preguntas?
-Porque es un demente. Nunca logro que me diga
algo que tenga sentido. Así que, te lo pregunto otra vez:
¿Qué dijo?
Daña apagó el motor del bote y se sentó muy quieta.
El hombre aceleró un poco y maniobró su poderosa em­
barcación alrededor del bote pesquero, haciendo círculos
a su alrededor como un tiburón tras una presa.
-Primero, ese delfín no te pertenecía -declaró la jo-
vencita con frialdad- Su lugar era en la naturaleza, con el
resto de su familia, y no en una elegante cárcel acuática.
-¡Ey! Yo cuido muy bien de mi inventario -respondió
el hombre, a la defensiva.
-¡ELLA NO ES UN INVENTARIO! Es una de las cria­
turas de Dios.
El hombre volvió a reírse.
-No te pongas religiosa, jovencita. Las criaturas de
Dios tienen el mal hábito de morir en la naturaleza
también. O quizá no te diste cuenta. Si ese tonto animal
se hubiera quedado donde pertenecía, estaría vivo hoy.
-Yo no la dejé ir, si eso es lo que estás diciendo.
El hombre asintió.
27

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Lo sé. Eres un dolor de cabeza, pero no quebrantas
la ley. Si lo hicieras, tu querido padre tendría que involu­
crarse. Pero, así como a ti, me da curiosidad saber cómo
murió ese pececito extragrande.
-Se ahogó -dijo Daña, sin emoción en la voz-. Sim­
plemente, se ahogó.
-Sí, claro -dijo el hombre.
Apoyó la palanca en el codo y aceleró un poco más.
-Los delfines no se ahogan. Hasta yo sé eso.
Haciendo un giro, salpicó más espuma en el aire.
-Te estoy observando, jovencita -gritó, por sobre el
ruido del motor-, Y te voy a advertir una vez más: aléjate
de mi negocio. Si quieres caminar con carteles, repartir
ridículos volantes o escribir cartas al editor del periódico
local, no hay ningún problema. Pero si te encuentro a
menos de treinta metros de mi propiedad, estarás en
graves problemas. ¿Escuchaste?
Daña no respondió.
Luego de un vistazo en dirección a Alex, el hombre
dirigió su embarcación hacia la isla de Chincoteague y
aceleró, dejando atrás al bote pesquero, que luchaba por
no tumbarse ante la oleada que produjo.
Los dos se quedaron en silencio por un rato, escuchan­
do el sonido menguante de la embarcación, que avanzaba
por la superficie de la ensenada. Alex miró a Daña.
-Qué amable -comentó, soltando la proa, a la que se
había aferrado con fuerza- ¿Amigo tuyo?
Daña se dio vuelta y le dio un tirón al cordón de se­
guridad, para encender el motor.
-Es una víbora -dijo.
Acelerando, avanzaron por las plácidas aguas.
*****
Alex se despertó al amanecer, al día siguiente. Antes
de salir de la cama, pasó unos minutos leyendo su libro
28
MUNDO DE FANTASÍA
devocional preferido: un libro lleno de historias y datos
sobre el reino animal. La lectura de ese día en particular
trataba sobre los peces y cómo Jesús había utilizado uno
para enseñarles una lección importante a sus discípulos.
Mientras leía, sintió un olor como a pescado que prove­
nía del océano. Sonrió en la penumbra de la silenciosa
habitación, disfrutando del acompañamiento natural a
su devoción diaria.
Entonces, sin despertar a su madre, se puso una remera
y unos pantalones cortos, y tomó su cuaderno. Salió de
la habitación del hotel sin hacer ruido, y se encaminó a
la calle principal. Sabía que su mamá despertaría dentro
de una hora, más o menos, y no quería qué ella perdiera
ni un minuto de su “descanso vacacional”, como ella le
decía a las horas extras de sueño que disfrutaba cada
día cuando estaban lejos del ajetreo normal.
A él no le molestaba. En su opinión, ella trabajaba
demasiado y merecía disfrutar del mundo de los sueños
tanto como quisiera. Pero para Alex, dormir mientras
estaban en la isla era como dormir en Disney: ¡una locura!
Había mucho para ver y escuchar a solo unas cuadras.
Alex caminó por la calle principal, luego dobló a la
derecha y llegó a su lugar preferido, cerca de la base
del puente. Desde un banco efe madera en un extremo
de un terreno vacío podía escuchar el tráfico sobre el
puente, observar el movimiento de los botes en la bahía
y maravillarse de las acrobacias de las gaviotas y las
golondrinas de mar. Algunos patos y una que otra garza
se sumaban al desfile, mientras los pájaros cantaban
desde los árboles cercanos. Para un muchacho con una
curiosidad insaciable, no había mejor lugar en aquella
cálida mañana de verano.
Apenas Alex se sentó en el banco, abrió su cuaderno y
comenzó a escribir sus pensamientos sobre lo que había
ocurrido el día anterior.
29

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Encontré una bahía escondida, un delfín muerto
y una chica extraña, todo al mismo tiempo. Doc
Foster dijo que el animal se ahogó. No puede ser.
Hizo una pausa. Una gaviota reidora se posó sobre un
poste a unos metros y llenó el aire con sus estridentes chi­
llidos, sumando una nota un poco disonante a la sinfonía
de sonidos que flotaban en el aire fresco de la mañana.
Los delfines son expertos nadadores y respiran
por un espiráculo en la parte superior de la cabeza.
Pueden nadar cientos de kilómetros, moviendo la
cola o "aleta caudal” para arriba y para abajo, lo cual
los hace avanzar por el agua. Usan sus aletas para
mantenerse constantes. Sus crías se llaman delfi-
natos, y pueden nadar y respirar a pocos minutos
de haber nacido.
Alex cerró los ojos e imaginó un pequeño delfín lle­
gando al mundo en algún océano distante. La cría de
pronto se encontraba en un universo de luz brillante y
olas tenebrosas, rodeada de delfines adultos que se hacían
responsables de ayudar a la mamá delfín a proteger a su
recién nacido.
Los delfines tienen buena vista, pero navegan por
el agua usando clics que producen con un órgano
ubicado justo debajo del espiráculo. Los clics viajan
por el agua y rebotan en objetos como peces, corales
o botes. El delfín detecta esos clics que rebotan, y
eso lo ayuda a evitar los objetos cuando no puede
ver muy bien, como cuando es de noche o cuando se
encuentra en aguas turbias. Es similar a la manera
en que vuela un murciélago por el aire, solo que los
delfines lo hacen en el océano.
Alex dejó de escribir y sacudió la cabeza. “¿Cómo se pue­
de ahogar un delfín, entonces?", se preguntó restregando
30
MUNDO DE FANTASÍA
la goma del lápiz contra su mejilla. “Sería como si una
persona caminara por una habitación bien iluminada,
con los ojos bien abiertos, y se chocara contra una pared
o un poste. No puede ser”.
Alex frunció el ceño. Había comenzado a notar un
sonido, y se dio cuenta de que lo había estado escuchando
desde que se había sentado, solo que se había mezclado
con los otros sonidos. Era distinto de cualquier cosa que
hubiera escuchado antes estando en su banco preferi­
do, de su pueblo preferido de su isla preferida. Era un
chillido agudo y repetitivo, que se volvía más fuerte, y
luego paraba.
Cerró el cuaderno y se paró, con la cabeza girada un
poco de costado. Lentamente caminó al muro de conten­
ción que separaba la isla de la bahía. El sonido parecía
provenir de su derecha, más allá de una antigua fábrica
cangrejera sobre la costa. Comenzó a caminar en esa
dirección, atraído por la mezcla de sonidos. Casi sonaba
como... no, no podía ser. Pero sí, esos chillidos sonaban
como las grabaciones que había escuchado de... ¡delfines!
Apenas llegó a la vereda, se largó a correr hasta pasar
la fábrica. De pronto, se encontró ante un estacionamien­
to y un edificio bajo de ladrillos que no había estado allí
el año anterior. Más allá del edificio, y hasta la bahía
misma, había una valla metálica que rodeaba un área en
la que alguien había instalado una piscina de natación
muy grande.
Sobre el edificio vio un cartel de madera cubierto con
letras brillantes y llamativas, que decía: "Bienvenidos al
Mundo de Fantasía Chilson. ¡Vengan en familia a nadar
con delfines!”
Alex dio un grito ahogado. Se acercó a la valla y corrió
junto a ella, saltando sobre arbustos y malezas que crecían
allí. Los chillidos se hacían más y más fuertes. De repente,
dos elegantes delfines se levantaron de la profundidad
del agua de la enorme piscina; su piel brillante casi se
31

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
veía plateada en la luz matutina. Quedaron sobre la su­
perficie por un momento, y luego volvieron a sumergirse
con una salpicadura resonante. Varios otros delfines se
movieron lentamente, en las sombras, al extremo más
lejano del lugar, tocándose con los hocicos y sumándose
al coro de chillidos.
Alex no podía moverse. Quedó absorto mirando la
tranquila escena, admirando la belleza de los animales y
el entorno limpio en el que jugaban. Se veía tan pacífico...
tan atractivo...
-¿Qué estás haciendo aquí?
Alex dio un salto al escuchar la voz. Se dio vuelta y
vio a Daña sentada sobre una pila de material de cons­
trucción, cerca del muro de retención.
-¡Me asustaste! -dijo.
Se puso una mano sobre el pecho para calmar el
corazón, que latía rapidísimo.
-¿Recuerdas el hombre del barco? -le preguntó ella-,
¿Ese insoportable de ayer?
-Sí.
-Era el señor Chilson. Brent Chilson. Ese negocio es
suyo.
Alex frunció el ceño.
-Quizá no deberías estar aquí.
-No estoy en su propiedad -dijo Daña, desafiante.
Luego, empujó un pedazo de madera con el pie.
-Esto es propiedad del pueblo. No puede sacarme de
aquí.
Alex se acercó y se sentó al lado de Daña.
-¿Por qué le dijiste víbora?
-¿ESTÁS CIEGO? -le gritó.
Se paró de un salto y señaló la valla.
-¿Qué? Solo es una trampa para turistas. Hay un
montón en esta isla.
-No, no es una trampa. Es una prisión.
-¿Una qué?
32
MUNDO DE FANTASÍA
Daña le hizo una seña para que la acompañara.
-Mira allí y dime qué ves.
Alex levantó las manos.
-Veo una enorme piscina con un montón de-delfines.
¿Qué es lo terrible?
Daña entrelazó los dedos en la valla metálica.
-¿Ves una puerta, un portón o un pasaje de algún
tipo en esa piscina? ¿Eh? ¿Ves alguna forma de que esos
animales regresen a la bahía, al océano?
-Bueno... no.
-Entonces, para los delfines que están allí es una
prisión. Así de simple.
Alex se quedó mirando, pensativamente.
-¿Está rompiendo alguna ley Chilson?
Daña no dijo nada por un ratito.
-No -respondió finalmente-, Pero va en contra de la
ley de la naturaleza.
-¿Qué quieres decir?
Daña se dio vuelta y se acercó a la orilla de la bahía.
-En su entorno natural, los delfines viven en grupos
grandes llamados manadas. Tienen familias. Grupos de
familias se juntan y viajan por los océanos durante años;
y a veces recorren grandes distancias. Otras veces van
y vienen por una línea costera, se adentran en el océano
varios centenares de metros, y se quedan bajo el agua
por hasta media hora.
Luego de respirar profundamente, continuó:
-Los delfines usan el mar de la misma forma en que
los pájaros usan el aire. Se están moviendo constante­
mente, de un lado al otro, kilómetro tras kilómetro; nunca
vienen a la orilla, nunca descansan, nunca se detienen.
Se dio vuelta para mirar a Alex.
-Ahora sacas a un animal de esa manada, lo capturas
en una red y lo pones en una linda piscina azulejada con
un montón de delfines desconocidos. Luego lo alimentas
con algunos pescados medio podridos, nunca frescos,
33

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
y lo obligas a nadar con seres humanos que pueden
estar enfermos o transmitir infecciones; personas que
no tienen idea de cómo comunicarse con los delfines o
tratarlos con respeto. Entonces, te pregunto otra vez:
¿qué ves del otro lado de esa valla?
Alex apoyó la nariz contra la valla metálica y se quedó
mirando, muy quieto, el brillo de los rayos del sol sobre la
superficie ondeante. Los cuerpos plateados se movían por
el agua clara e impoluta, acompañados de chillidos y clics.
-Es una hermosa... prisión.
Daña suspiró.
-Así es. Es una prisión. Y no es justo para esos ani­
males inocentes.
Alex se dio vuelta.
-El delfín muerto... ¿vivía aquí?
-No, pero era el plan. El otro día, Chilson hizo que sus
hombres salieran con las redes de captura por la costa,
intentando capturar más “inventario” para su piscina
del Mundo de Fantasía. Regresaron con dos delfines y
los pusieron en un tanque de retención en la bahía. Al
día siguiente, uno logró escapar; y no, yo no lo solté.
-¿Entonces la mataron los hombres de Chilson?
-De cierta forma, desearía que sí. Quizás así el Depar­
tamento de Protección Ambiental los haría cerrar, que
es lo que hacen cada vez que descubren que se maltrata
alguna especie de vida silvestre. Pero Chilson no es
descuidado. Cuida bien de su inventario, excepto por el
hecho de que los secuestra del océano y los encierra en
una prisión para delfines. No, no la mató. Alguien o algo
la mató después de que ella escapó. Probablemente solo
estaba intentando regresar con su familia.
-Pero, entonces, ¿qué pudo haber sido? ¿Qué hizo que
se ahogara?
La muchacha sacudió la cabeza.
-Ojalá lo supiera.
Alex miró la hora.
34
MUNDO DE FANTASÍA
-Ey, tengo que volver al hotel. Mamá debe estar des­
pertándose y querrá desayunar conmigo. ¿Por qué no
vienes? ¡Tenemos un montón de comida! Creo que ha­
remos panqueques, pero no estoy seguro.
-No. Desayuné hace una hora, antes de venir.
Daña señaló una pila de papeles en el suelo, cerca de
donde había estado sentada.
-Tengo que repartir esos esta mañana en la calle prin­
cipal. El día está lindo y soleado. Debe haber un montón
de turistas caminando por ahí.
Alex levantó uno de los papeles. Había un dibujo
hecho a mano de un delfín nariz de botella saltando del
mar azul. El título decía: "Ayúdalos a estar a salvo y en
libertad. No vayas al Mundo de Fantasía de Chilson".
Alex dio un silbido.
-Con razón no le caes bien a ese hombre.
Daña sonrió.
-Él piensa que soy lo peor. Hasta logré que el perió­
dico imprimiera un artículo hace unos meses. La gente
se conmocionó y Chilson se enojó muchísimo. Dijo que
haría que me encarcelen. Por supuesto, yo tengo el de­
recho a protestar, así como él tiene el derecho a hacer lo
que hace. Es un país libre, después de todo.
Alex asintió.
-Y ¿qué harás ahora? ¿Puedes hacer que clausuren
su negocio?
-Probablemente no -respondió Daña, juntando sus
papeles-. Lo único que puedo hacer es poner en pala­
bras lo que esos hermosos animales están intentando
transmitir. Si escuchas sus chillidos lo.suficiente, pronto
aprenderás a traducirlos. Inténtalo algún día.
Al instante, se dio media vuelta y se encaminó a la
calle, dejando a Alex solo con la compañía de las distantes
gaviotas y el coro de agudos clamores que hacían eco en
el Mundo de Fantasía de Chilson.
35

CAPÍTULO 3
SURTASS
E
l aroma a masa de panqueques llegó a la nariz de Alex
antes de que él llegara a la habitación número 20 deT
hotel de la isla, y lo hizo sonreír. Eso quería decir que
su mamá estaba levantada, y que estaba preparando su
desayuno preferido.
Apenas entró, trayendo consigo una brisa de aire
fresco, la mamá lo saludó:
-Hola, guapo. ¿Disfrutaste la caminata?
-Mucho -dijo Alex.
Luego miró de reojo los tentadores discos marrones
que se cocinaban lentamente en la hornada portátil
sobre la mesa.
-Hoy va a ser un día increíble. Hasta las gaviotas
estaban muy activas esta mañana.
La señora Timmons le hizo una seña con la espátula
que tenía en la mano.
-Lávate las manos y ayúdame a poner la mesa. Los
panqueques están casi listos. Ah, y sirve un poco de jugo
de tomate luego de buscar las servilletas, que están en
aquel cajón. Y si prometes lavar los platos, hasta puedes
sacar algunas castañas de cajú de la bolsa que está junto
al refrigerador.
-¡Trato hecho! -exclamó Alex.
Buscó el paquete de frutos secos y lo levantó para
inspeccionarlo.
-Me encantan estas cosas.
La mamá giró un panqueque y miró a su hijo.
38
SURTASS
-Y ¿qué tienes planeado para hoy?
Alex pensó por un momento, mientras abría la bolsa
de plástico.
-Pensé en ir a la biblioteca para ver si tienen algún
libro sobre delfines.
-Interesante.
-Necesito recolectar más información para mi in­
forme. Y, antes de que lo menciones, sí, voy a ir solo
por las calles principales; y sí, voy a estar donde haya
mucha gente.
La señora Timmons sonrió; y luego carraspeó.
-Bueno, yo... tengo una cita.
La mano de Alex, llena de castañas de cajú, quedó
inmóvil a medio camino hacia su boca.
-¿Una cita?
-Síp.
-¿Con un hombre?
-Sí, sí.
La mamá sintió cómo su hijo la evaluaba desde el
otro lado de la habitación.
-¿Quién es?
-Un empresario local. Nos conocimos ayer en el al­
macén. Yo estaba en la parte d
A
e la verdulería, y él estaba
buscando los lácteos.
Alex frunció el ceño.
-¿Y te invitó a una cita?*
-Bueno, en realidad primero me preguntó dónde
estaba el yogur, y yo le dije que no sabía porque no vivo
aquí; luego él me dijo que hace casi un año vive en la isla
y todavía no se ubica entre las góndolas. Dijo que estaba
* Nota de los editores: bajo ningún punto de vista el autor espera que
los lectores tomen como modelo de establecer relaciones de amistad
y noviazgo el accionar de los personajes adultos de este libro. Preci­
samente, el relato muestra los peligros de aceptar una cita con una
persona que apenas conocemos; en este sentido, el autor presenta un
mal ejemplo para dar a los lectores una advertencia de lo que no se
debe hacer.
39

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
seguro de que movían los productos de lugar solo para
confundirlo.
Alex se puso una castaña en la boca y masticó
pensativamente.
-Mamá, sabes por qué los hombres solteros van a los
almacenes, ¿cierto?
-¿Porque tienen hambre?
Alex sonrió.
-Bueno, por ese motivo también. Pero además, sobre
todo, van a buscar mujeres, especialmente a las que
saben cocinar.
-Y eso es malo porque...
-Porque quizás él no sea lo suficientemente bueno
para ti.
La señora Timmons sonrió.
-¡Qué dulce!
-En serio, mami. ¿Qué sabes sobre este hombre?
-Bueno, es inteligente, se viste bien, habla con ora­
ciones gramaticalmente correctas, no babea y me hace
sentir... no sé... contenta.
Alex asintió, todavía no muy convencido.
-Y ¿cuándo es esta supuesta cita?
La señora Timmons dejó caer un panqueque en uno
de los platos.
-Dijo que me llevaría al museo marítimo; ya sabes,
es el que está justo antes de llegar al puente. Después
sugirió que diéramos una caminata por el sendero de
vida silvestre, que buscáramos caracolas en la playa y
luego que disfrutáramos de una cena en uno de esos
elegantes restaurantes que están cerca del centro. Un
restaurante italiano, creo.
-¿Vas a pasar todo el día con un hombre que no sabe
dónde encontrar yogur?
La señora Timmons esparció una capa gruesa de
miel sobre los panqueques en el plato y le alcanzó la
pila humeante a su hijo.
40
SURTASS
-¿Vas a poder manejarte sin mí?
Alex suspiró y se sirvió un pedacito de manteca del plato.
-Me imagino que sí podré manejarme solo. Pero,
mamá, ¿podrías dejarme un poco de dinero extra para
comprar una bolsa de caramelos en la tienda de regalos
del centro? Te prometo que compraré varios caramelos
de menta para ti.
-Ese es mi muchacho. Escucha, hay un montón de
comida aquí también, por si te da hambre. De hecho, te
voy a preparar un almuerzo frío para que te lleves en
tu bicicleta. Así puedes pasar todo el día en el refugio.
¿Qué te parece?
-Mmm. Suena bien. Ya sé en qué lugar exacto voy a
almorzar.
Una sonrisa surcó el rostro del muchacho. Miró a su
mamá y agregó:
-Pero voy a estar preocupado por ti.
La señora Timmons se sentó al lado de su hijo y lo
abrazó fuerte.
-Eres tan dulce -dijo suavemente-. Y te amo mucho,
mucho, mucho.
La mamá lo apretó más todavía.
-Mamá, ¿puedes amarme mucho, mucho, mucho,
pero después del desayuno? Se están enfriando los
panqueques.
La señora Timmons rio y soltó a su hijo. Se tomaron
de las manos, inclinaron la cabeza y, con reverencia,
agradecieron por la comida que estaban por disfrutar.
Entonces enterraron los tenedores en las pilas humean­
tes y comenzaron a saborear el dulce desayuno; ambos
pensando en las horas que vendrían.
*****
La biblioteca del pueblo de Chincoteague no era tan
grande ni tan visitada como la de Cyprus Hill, pero a
41

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Alex no le importaba. El hecho de estar en una isla junto
al mar le aseguraba que habría muchos libros sobre vida
marina, incluyendo tomos coloridos sobre los hábitos de
un animal en particular, que podía verse jugueteando
en las olas, aguas adentro.
Tomó un libro que le pareció interesante, encontró
un lugar cerca de una ventana y se sentó a leer más
sobre este hermoso animal que apreciaba cada día más.
La primera página mostraba un delfín macho avan­
zando por las corrientes en alguna bahía lejana, y otr#
imagen mostraba a varios miembros de una manada de
delfines saltando y nadando en la espuma que levantaba
un transatlántico altísimo que surcaba por el agua.
El texto decía: “Los delfines envían clics o silbidos
casi constantemente. Crean unos trescientos sonidos
por segundo, en un mecanismo ubicado justo debajo
del espiráculo. El melón aceitoso en la frente del animal
amplifica esos clics. Un área de la quijada inferior del
delfín recoge los ecos de los clics o silbidos que rebotaron
contra algún objeto, y los transmite al oído interno. La
ecolocación -el uso de ondas acústicas reflejadas con el
fin de determinar posición- posibilita que estos asom­
brosos animales se muevan entre sus pares y objetos
grandes, y detecta peces, calamares y hasta pequeños
langostinos".
Alex se quedó mirando un poco fijo a la lejanía, absorto
en sus pensamientos. Los delfines son extremadamente
ágiles; pueden jugar a la mancha con embarcaciones
veloces en el océano y pueden detectar un pequeño
langostino que nada en el océano a medianoche. Pero
el día anterior había visto una terrible evidencia de que
un delfín aparentemente había chocado con algo y se
había ahogado. Ayer no había tenido sentido. Hoy no
tenía sentido.
Perdido en sus pensamientos, hojeó algunos perió­
dicos en una vitrina cercana. Parecía que los residentes
42
SURTASS
de Chincoteague estaban indignados por el proyecto
de un hotel que alguien quería construir en uno de los
extremos de la isla.
“El concejo municipal rechaza permiso de construc­
ción", decía un titular. “Intendente contra adquisición
de terreno", decía otro. “El crecimiento trae desafíos
complejos”, se leía en un tercero.
Alex asintió en silencio. No quería que la isla se edifica­
ra más de lo que ya estaba. En los años que él y su mamá
habían venido a pasar sus vacaciones en las tranquilas
calles de la isla, habían visto señales inconfundibles de
crecimiento. Algunas de las adiciones al pueblo habían
aportado cierta belleza y encanto. Otras, no, como el
restaurante de comida rápida construido junto a una
ensenada inmaculada.
“La Armada prueba nuevo sonar en la bahía”. Alex
parpadeó. ¿Cómo era eso? Entrecerró apenas los ojos
mientras leía las grandes palabras sobre la última edición.
“La Armada prueba nuevo sonar en la bahía”.
Mmm... Aquí había algo interesante. ¡Chincoteague
se estaba llenando de tecnología!
Alex se acercó a la vitrina y tomó ese periódico. El
artículo comenzaba diciendo: “La Armada de los Estados
Unidos está realizando pruebas con su nuevo sistema de
sonar de vigilancia por medio de barrido reticular (SUR­
TASS), un sonar activo de baja frecuencia, en Tom’s Cove
esta semana. Según oficiales de la milicia, este nuevo
tipo de sonar ayudará al Departamento de Defensa a
detectar los submarinos más silenciosos de la actualidad,
una vez que el sistema se implemento en la mayoría de
los océanos del mundo”.
Alex sonrió.
-¡Buen trabajo, Armada! -dijo.
Se sentía orgulloso de ser ciudadano de un país que
trabajaba tanto para encontrar formas de proteger sus
costas de terroristas y otros malvados.
43

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
“Este sonar genera uno de los sonidos más fuertes que
los seres humanos pueden hacer en el océano", anunciaba
el escritor. “Permite la detección de objetos aún distan­
tes, ya que las ondas acústicas que rebotan regresan al
artefacto y son analizadas. Estas ondas sonoras de baja
frecuencia pueden viajar cientos de kilómetros bajo el
agua, por miles de kilómetros cúbicos de océano”.
Alex se acercó a la ventana. Un sentimiento no muy
agradable comenzó a molestarlo en la boca del estómago.
“Un vocero de la Sociedad Protectora de Animalgs
de los Estados Unidos informa que se teme que el so­
nar activo de baja frecuencia (LFA) pueda causar efec­
tos adversos severos en animales marinos. Dijo que el
LFA puede dañar o destruir la audición de mamíferos
marinos, así como interrumpir partos, reproducción,
alimentación y comunicación. Una onda sonora puede
causar que materiales que resuenan en su frecuencia
vibren, se partan, se corten o se rasguen. Algunos tejidos
de los mamíferos y los peces podrían reaccionar al sonar
LFA de la misma forma que un vaso de cristal cuando
un cantante de ópera eleva una nota aguda”.
Alex se quedó con la boca abierta, y se desplomó en
una silla. Hacía poco había visto una demostración en la
escuela. En la clase de ciencia habían visto un video de
una estrella de opera imponente, con una gran sonrisa,
que produjo una nota aguda y penetrante frente a una
copa de vino. De pronto, la copa se había reventado en
mil piezas. Pensar que una reacción así podía ocurrir
dentro del cuerpo de un animal vivo lo hizo estreme­
cerse de dolor.
Alex siguió leyendo: “Recientemente, se observó que
varias ballenas y un delfín encallaron en las Bahamas
luego de un ejercicio de la Armada que incluyó el uso
de un sonar activo de frecuencia media”.
Un delfín. Un delfín. El muchacho leyó y releyó las
palabras mientras sentía cómo el enojo subía por su
44
SURTASS
pecho. Se levantó y caminó en silencio hasta el escritorio
de la recepción.
-¿Puedo llevarme este periódico en préstamo por
un día? -preguntó-. Lo devolveré mañana temprano.
-Puedes quedártelo; tenemos otro -fue la amable
respuesta.
-Gracias.
Un ratito después, Alex estaba sobre su bicicleta,
pedaleando con todas sus fuerzas por las tranquilas
callecitas. Necesitaba ver inmediatamente a alguien
que vivía en una caseta pesquera deteriorada, en el otro
extremo de la isla.
El doctor Foster levantó la mirada de su trabajo
cuando escuchó el suave rugir de goma sobre madera
frente a la puerta de su caseta.
-Hola -llamó una voz joven- ¿Doctor Foster? ¿Está
por aquí?
El hombre terminó de atar el señuelo en el que había
estado trabajado durante la última hora y se acercó a
la puerta.
-¿Quién quiere saber? -preguntó.
-Soy yo, Alex Timmons. Vine ayer con Daña y el delfín.
-No conozco a ninguna Daña Delfín.
-No. No es Daña Delfín. Daña y el delfín. Vinimos
en su bote. El delfín estaba muerto y usted lo abrió. ¿Se
acuerda?
-¿Estás intentando venderme algo? No necesito leche,
pero me vendría bien un poco de papel higiénico. ¿Estás
vendiendo papel higiénico?
El doctor escuchó un suspiro.
-No, doctor Foster, no estoy vendiendo nada. Pero sí
tengo un periódico que le podría parecer interesante.
-¿Un periódico?
45

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Sí. Hay un artículo que debería leer.
Alex notó que la puerta se abrió un poquito.
-¿Por qué querría leer un periódico? Hoy no es
domingo.
-No, señor. No es domingo. Pero aquí hay un artículo
que podría explicar qué le sucedió al delfín.
El doctor Foster titubeó.
-¿No te conozco?
-Sí, señor. Me llamo Alex. Ayer estuve aquí.
La puerta se abrió de par en par.
-¿Por qué no dijiste eso? ¡Entra!
Alex sonrió y entró a la frescura de la caseta atibo­
rrada de cosas pero cálida.
-¿Recuerda el delfín? -preguntó.
Tenía la esperanza de que, al menos por el momento,
el veterinario estuviera totalmente consciente de lo que
ocurría a su alrededor.
-Pero claro. Ya lo recuerdo. Le hicimos una autopsia
aquí, en mi mesa de examinación. Pobre animal; estaba
bien muerto.
-Y no sabíamos de qué había muerto, ¿no es cierto?
Era muy extraño.
-Exacto. Pulmones llenos de agua. Se ahogó. Muy
extraño.
Alex levantó el periódico.
-Mire, doctor Foster. Por favor, lea este artículo, ¿sí?
Yo lo espero.
El anciano tomó el periódico de la mano extendida
de Alex y se sentó en un banco junto a la mesa. Sacó un
par de anteojos de marco fino del bolsillo y los ubicó
sobre su nariz.
-Veamos -dijo, acomodando el periódico con cuidado.
Alex lo observó. El doctor leía el periódico moviendo
los labios lentamente, mientras el mensaje del artículo
ingresaba a los patrones de pensamiento azaroso del
anciano.
46
SURTASS
Cuando terminó de leer el artículo, le devolvió el
periódico a su visitante.
-La contusión en el hocico, claro -dijo el anciano
en voz baja-. El delfín se desorientó y probablemente
se asustó durante la prueba submarina, y nadó a toda
velocidad hasta chocar contra un pilote o el costado de
un barco. Eso lo habrá dejado inconsciente, flotando justo
debajo de la superficie, y se ahogó antes de recobrar el
conocimiento.
Alex asintió lentamente.
-Yo pienso lo mismo.
Quedó en silencio un momento.
-¿Entonces? ¿Qué hacemos?
El doctor Foster levantó las manos en un gesto de
impotencia.
-Parece que la Sociedad Protectora de Animales ya
está al tanto del caso. No creo que podamos hacer más
que esperar que ellos puedan transmitir el mensaje al
Departamento de Defensa.
Alex asintió, y luego suspiró. Se dio vuelta hacia la
puerta, y dijo:
-Creo que tiene razón. Gracias, doc.
El hombre se quitó los anteojos.
-Yo... quiero agradecerte h ti, jovencito.
Alex hizo una pausa.
-¿Qué hice yo?
El doctor Foster señaló el periódico y luego afuera,
por la ventana.
-Te preocupaste por una de las criaturas de Dios.
Tú y Daña. No son muchos los jovencitos que hoy se
preocupan así.
El anciano se levantó y se acercó a un diploma en­
marcado que colgaba de la pared, junto a una fotografía
de él mismo, mucho más joven, rodeado de animales de
granja y con un estetoscopio colgado del cuello.
-Alex, pasé mi vida entera rodeado de animales -le
47

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
dijo-. Durante muchos años, décadas, los traté, los ayudé
a sanar de enfermedades y, muchas veces, los ayudé para
que terminaran su vida con paz, cuando sus enferme­
dades o lesiones eran mucho mayores de lo que podían
soportar. He visto a estos animales en su mejor momento,
y en su peor momento. Cada uno de ellos vivió y murió
con dignidad. Me temo que no puedo decir lo mismo de
los seres humanos. De todos los seres vivos, los humanos
han sido los más destructivos y despiadados.
Y continuó:
-Jovencito, si quieres ayudar a los delñnes o a cualquier
otra criatura inocente en este planeta, lo mejor que puedes
hacer es seguir preocupándote por ellos. Debes ser su voz.
Di las palabras que ellos no pueden decir. Y encuentra,
cada día, alguna forma de hacerle saber al mundo que
no te quedarás de brazos cruzados, observándolos sufrir,
por el egoísmo o la avaricia de las personas. ¿Entiendes?
Alex asintió.
-Sí, señor, doctor Foster. Puede contar conmigo.
Alex vio que la expresión en el rostro del hombre
cambió. Era como si una cortina hubiera bajado ante sus
pensamientos.
-Tengo hambre -dijo el doctor- ¿Trajiste la sopa?
Prometiste que me traerías sopa.
Alex hizo un gesto con la mano y corrió hasta su
bicicleta, que había quedado estacionada justo afuera.
-No tengo sopa -explicó-; pero ¿qué le parece un de­
licioso sándwich de mantequilla de maní y mermelada?
¿Estaría bien?
-Claro -dijo el anciano.
Una sonrisa iluminó su arrugado rostro.
-Eres un buen hijo. Tan considerado. Y me cuidas muy
bien. ¿Cómo están tu esposa y los niños?
Agarró un sándwich que le ofrecía Alex, y agregó:
-Pero no puedo quedarme a cenar. Tengo trabajo. Me
necesitan en una cirugía.
48
SURTASS
-No hay problema -dijo Alex.
La puerta de la caseta se cerró y el anciano quedó aden­
tro de su mundo seguro y poco exigente. Con una sonrisa
triste, Alex se subió a la bicicleta y volvió a la calle. Las
palabras del hombre resonaban en su mente: "Debes ser
su voz”. “Debes ser su voz". Sabía que Daña había recibido
el mismo mensaje de esos labios ancianos y cansados.
Con cada giro de los pedales, la determinación de Alex
crecía más y más. Sí, se uniría a la lucha por salvar a los
delfines que nadaban en las resplandecientes aguas, mar
adentro.
49

CAPÍTULO 4
ALMUERZO EN LA
RESERVA
4-
U
na cálida brisa de verano hizo danzar las hojas cuando
Alex frenó su bicicleta y descendió en el estacionamien­
to del centro de visitantes del refugio. A su alrededor,
bronceados turistas con binoculares bajaban de los
coches estacionados y descargaban bicicletas, ansiosos
por comenzar su aventura en los senderos de la reserva
de vida silvestre.
Los niños se llamaban unos a otros, y parejas jóvenes
estaban absortas en libros sobre aves, intentando decidir
si el pato que habían visto en el estanque cerca del sen­
dero había sido un pato pinto o una serreta capuchona.
El silbido inconfundible de un pájaro rascador hacía eco
en lo alto de ios árboles mientras que, en la profundidad
del bosque cercano, un zorzal trinaba su conmovedora
canción.
Alex estaba allí, en ese momento, por dos razones.
Primero, quería hablar con el guardaparques del refugio;
quizás él podría ayudarlo a idear un plan para detener
las pruebas de la Armada con el poderoso y posiblemente
dañino sonar. Segundo, esperaba divisar a su mamá y al
hombre que, equivocadamente, claro, había presumido
que merecía pasar un día completo en compañía de ella.
Alex deslizó la rueda delantera de su bicicleta entre
las tiras del bicicletero, y se dirigió al centro de visitan­
tes. Cada paso cimentaba su determinación. Hasta esta
52
ALMUERZO EN LA RESERVA
mañana, Chincoteague podía alardear de tener una de­
fensora de delfines. Ahora, el número se había duplicado.
Knock, knock. Alex golpeó con los nudillos la puerta
que tenía el cartel "Guardaparques”. Desde adentro, una
voz masculina dijo:
-Adelante.
Entró en la oficina y se encontró ante un pequeño
y desordenado escritorio, y un hombre almorzando el
contenido de una bolsa de papel madera.
-¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó el hombre.
El caballero, de mediana edad, estaba bronceado por
años de pasar tiempo al aire libre. Tenía cabello bien
corto y una sonrisa amigable. La camisa caqui mostraba
hombros anchos, y un sándwich abundante de lechuga,
tomate y queso esperaba cerca de su boca. Un cartelito
sobre el escritorio anunciaba que estaba ante Mike Host.
-Oh, lo siento -dijo Alex, dando un paso hacia atrás-,
No quería interrumpirlo mientras almorzaba.
-No te preocupes -dijo el guardaparques.
Le hizo un gesto hacia una silla de metal, bajo una
imagen grande de una bandada de ánsares nivales que
volaban sobre un terreno plano y pantanoso. Las cuatro
paredes estaban cubiertas de fotografías de todo tipo de
vida silvestre; y un ventilador de techo giraba lentamente
sobre sus cabezas.
Alex se sentó y sonrió.
-Qué linda oficina -dijo- Me gustan las fotos.
El hombre asintió mientras daba un mordisco a su
sándwich.
-La mayoría las saqué yo -dijo,entre bocados- No
me termino de decidir sobre qué me gusta más: observar
animales o escuchar animales. Así que, lleno mi oficina de
fotografías y dejo las ventanas abiertas. Así tengo ambas.
Instantáneamente, Alex supo que había encontrado un
alma gemela. Él tampoco se cansaba de la vida silvestre.
-Tengo una pregunta.
53

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Dime.
Alex frunció un poco el ceño.
-Es un poco complicada.
-OK.
-Bueno, quiero detener a la Armada.
El guardaparques Host se quedó mirándolo un
segundo.
-¿Detenerlos de hacer qué?
-De probar su nuevo sonar en Tom’s Cove.
El hombre se quedó en silencio un momento, anali­
zando el rostro de su joven visitante.
-¿Por qué quieres hacer eso?-le preguntó lentamente.
-Por la copa de vino.
-¿La copa de vino?
Alex se inclinó hacia adelante y explicó con lujo de
detalles lo que había aprendido esa mañana sobre las
ondas sonoras, las ballenas encalladas, el potencial daño
que podía producir el sistema SURTASS y cómo podía
causar desastres en los océanos del mundo. Las palabras
brotaban de su boca como agua sobre una represa. El
guardaparques solo podía escucharlo en silencio, sin­
tiendo la profunda pasión de su visitante que le contaba
sobre su tristeza al encontrar el delfín muerto, sobre la
muchacha misteriosa, sobre la visita al anciano en la
caseta de pesca y sobre los chillidos que hacían eco desde
el Mundo de Fantasía de Chilson.
Host asentía de tanto en tanto. Su sándwich había
quedado olvidado, a medio comer.
Cuando Alex terminó, el guardaparques se apoyó en
el respaldo de su silla y se quedó mirándolo.
-¿Qué quieres que haga? -le preguntó.
Alex sacudió la cabeza.
-No lo sé. Algo. Cualquier cosa. Pensé que usted lo
entendería porque es un guardaparques y eso. A los
guardaparques les encantan los animales... todos los
animales... ¿cierto?
54
ALMUERZO EN LA RESERVA
-A la mayoría, sí. A mí, sí.
Host se estiró sobre el escritorio y giró una fotografía
enmarcada para que Alex la viera.
-Y ciertamente a mi hija también.
Alex se quedó con la boca abierta. La foto mostraba
a dos personas caminando por una playa. Una era el
guardaparques Host. La otra era una jovencita de cabe­
llo rubio y corto, con una gorra. Miraba a su padre con
amor y admiración.
-Daña... -dijo Alex-, ¿Daña es su hija?
-Síp -dijo el guardaparques suavemente- Y tienes
razón. Es una criatura extraña.
El hombre tomó la fotografía y la miró’ por un momento.
-Sacamos esta foto hace un par de años, luego de
que mi esposa, la mamá de Daña, falleciera. Los dos nos
sentíamos un poco perdidos; pero la vida continúa...
Con cuidado, volvió a dejar la fotografía sobre el es­
critorio y se giró para mirar a Alex.
-Espero que no te haya asustado demasiado.
Alex sonrió.
-No demasiado; solo un poquito.
El guardaparques Host carraspeó.
-Sé sobre las pruebas. Lo leí esta mañana en el perió­
dico. Para esta hora estoy seguro de que Daña también
lo vio. Pero no parece haber nada que yo pueda hacer.
Trabajo para el Departamento de Vida Silvestre. No
estamos en una posición en que podamos decirle a la
Armada qué hacer y qué no.
-Pero este nuevo sonar está dañando la vida silvestre
-insistió Alex.
-El sonar podría dañar la vida silvestre -corrigió el
hombre-. Además, no tenemos la seguridad de que tu
delfín murió a causa de la prueba. Como tú, yo creo que
probablemente eso es lo que ocurrió, pero no tenemos
pruebas. Y si las tuviéramos, el Departamento de Defensa
dirá que la seguridad nacional siempre es más importante
55

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
que la salud y el bienestar de algunos mamíferos mari­
nos. Puede ser duro, pero así son las cosas. Aprecio tu
preocupación...
-Alex -dijo el muchacho-. Me llamo Alex.
-Aprecio tu preocupación, Alex, pero me temo que
mis manos están atadas. No puedo hacer nada.
Alex asintió y lentamente se paró.
-Gracias por escucharme -le dijo- Veo que usted es
un buen hombre.
El guardaparques Host sonrió con simpatía.
-Siento no poder ayudar más. Ah, y si te cruzas con
mi activista de derechos humanos, dile que el almuerzo
estuvo delicioso. Hace un sándwich de queso y pan de
centeno increíble, igual que los que hacía su mamá. Debe
ser la salsa especial o algo así.
Alex sonrió.
-Se lo diré.
Y enseguida, salió de la oficina.
El recorrido Vida Silvestre, un sendero pavimentado
de cinco kilómetros que rodeaba un pantano verde y
exuberante, rebosaba de amantes de la naturaleza y de
los animales que ellos habían ido a observar, incluyendo
los ponis silvestres que había en las famosas islas. Alex
avanzaba en bicicleta con cuidado, disfrutando de las
vistas y los sonidos, del sol brillante y la brisa fresca que
soplaba de la playa cercana.
Este recorrido siempre había sido su preferido, espe­
cialmente en días como ese.
-Es como el Cielo -le dijo a su mamá una vez, mientras
pedaleaban lado a lado por el sendero serpenteante que
bordeaba la orilla- Solo que en el Cielo los animales no
saldrán corriendo a esconderse si nos acercamos dema­
siado. Vendrán hacia nosotros a saludar.
56
ALMUERZO EN LA RESERVA
-Los animales ¿hablarán en el Cielo? -le había pre­
guntado su mamá.
-¡Claro! ¿Por qué no?
La señora Timmons había avanzado un poco más en
silencio. De pronto, había señalado algo.
-¿Ves ese avetorillo de allá, con las atractivas patas
amarillas?
-Sí...
-¿Qué te parece que está diciendo?
Alex se había quedado pensando por un momento.
-Está diciendo: “¿Qué están haciendo todos esos tu­
ristas en el patio de mi casa?”
Su mamá había sonreído.
-¡Creo que tienes razón!
Sin embargo, siempre había encontrado evidencias de
que en realidad el sendero no estaba en el Cielo. Alex lo
recordaba incluso ese día perfecto, al detenerse a observar
un mapache que estaba robando los huevos de un nido
de cuervos, y al maravillarse de las excentricidades de
una serpiente hocico de cerdo "muerta”. El reptil estaba
desparramado boca arriba junto al camino, con la lengua
bífida colgando, floja e inmóvil. Apenas las personas si­
guieron adelante (excepto. Alex, quien se quedó allí muy
quieto), ¡la serpiente se dio vuelta y se escabulló, ilesa!
Una garza azul estaba parada en el agua, no muy lejos
del sendero, mirando fijo las olas que rompían contra
sus largas y delgadas patas. De repente, de un solo mo­
vimiento, metió el largo y puntiagudo pico en el agua y
levantó un pez. El pez todavía se retorcía cuando la garza
llevó su cabeza hacia atrás, revoleó el pez en el aire y se
lo tragó. Por unos minutos parecía que el ave sufría de
una quebradura en el cuello, pero entonces, los poderosos
movimientos de garganta forzaron al pez hacia el esófago
y el estómago de la garza. Observar cómo la gran garza
disfrutaba de su bocadillo le hizo acordar a Alex que él
también tenía hambre, así que siguió su camino.
57

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Para cuando llegó al Estanque de los Patos -una zona
pantanosa donde vivían decenas de patos, gansos y todo
tipo de aves zancudas-, el estómago le decía con urgencia
que era hora de almorzar. Bajó la bicicleta junto a un ban­
co de madera grueso que le daba la espalda al sendero y
apuntaba al estanque, y buscó su almuerzo de la mochila
que había asegurado al manillar de su bici. Se acomodó
en el banco y sacó el sándwich de manteca de maní y
mermelada que le quedaba, una cajita pequeña de leche
y una bolsa plástica con bastoncitos de zanahoria y apio.
Decidió guardar las dos barritas de granóla para el final.
Mientras comía, tuvo cuidado de que no se le cayera
ningún papel ni miga al suelo, que pudieran levantar
algunas ardillas o aves curiosas. Entendía los peligros
que presentaban la basura y los alimentos procesados
para los animales peludos o alados.
Grupos de personas paseaban a su alrededor, hablaban
en voz baja, mencionando el nombre de aves o animales
que lograban identificar. Un ave pico tijera negra voló por
encima de la superficie del agua; la parte inferior de su
pico rozaba el agua con la esperanza de chocar con un
pez distraído que se convirtiera en su almuerzo. De vez
en cuando una pequeña nube de mosquitos se juntaba
cerca de Alex, como diciendo: “Ey, ¿te vas a comer todo
ese sándwich?" Alex daba un manotazo en esa dirección
y ellos se alejaban zumbando; solo para reagruparse para
un nuevo intento.
Alex estaba a punto de abrir la bolsa de zanahorias
cuando escuchó una voz conocida.
-¿No es hermoso? -dijo una mujer desde una bicicleta-,
¿Vienes seguido?
-No tanto como me gustaría -respondió una voz
masculina.
Alex levantó los pies del suelo y se acurrucó contra el
banco. Despacio, giró la cabeza y espió el camino. Como
imaginó, vio a su mamá sobre su vieja bicicleta de tres
58
ALMUERZO EN LA RESERVA
velocidades. Estaba sonriendo, señalando y disfrutando
del día. Alex sonrió. De todas las vistas del mundo, la
que más le gustaba era ver a su mamá sonreír. Lo hacía
sentirse muy feliz.
El hombre con quien estaba conducía una bicicleta
claramente costosa, cubierta de cromo brillante y de
pintura vistosa. Los rayos de la bicicleta resplandecían
al girar, y el manillar, artísticamente curvado, hacía
alarde de un segundo set de frenos y, como frutilla del
postre, un GPS portátil. Alex sacudió la cabeza y se rio
suavemente. Por supuesto que este hombre no querría
recorrer los senderos del refugio sin el beneficio del
sistema de navegación satelital.
Cuando pasaron cerca, Alex miró el rostro del hom­
bre y, de repente, bajó la cabeza y se escondió detrás del
banco. Ese rostro. Lo había visto antes, solo que no había
estado sobre una costosa bicicleta; sino conduciendo
una costosa lancha... la que casi los había chocado a él y
a Daña en Tom’s Cove.
Alex cerró los ojos y dejó escapar un quejido de frus­
tración. ¡No podía ser! El hombre con quien su mamá
estaba pasando el día no era otro que Brent Chilson:
el hombre que consideraba a los delfines simplemente
inventario, y que amenazaba a todo aquel que se cru­
zara en su camino, incluyendo a jovencitas y pasajeros
desafortunados.
Alex levantó la cabeza para mirar de nuevo. Los dos
se habían detenido junto al camino y estaban mirando
una familia de patos que nadaban en la orilla del estan­
que pantanoso. Alex tomó sus binoculares y los ubicó
lentamente frente a sus ojos. Cuando enfocó el rostro de
su mamá, vio que ella sonreía y estaba pasando un rato
maravilloso. Hasta podía escuchar su suave risa. Cada
vez que miraba a su acompañante masculino, su mirada
era confiada, inocente y totalmente honesta. Pero había
algo más en sus ojos. Alex volvió a emitir un quejido de
59

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
frustración. ¡A su mamá le agradaba ese hombre! Le
agradaba y no tenía problema de que se le notara.
Alex bajó los binoculares y apoyó la cabeza contra el
banco. De todos los hombres solteros del mundo, tenía
que agradarle el más sinvergüenza de Chincoteague. El
solo pensarlo le hacía doler el estómago.
Ahora tenía dos problemas que resolver. Uno era el
de la Armada y los delfines en Tom’s Cove; y el otro era
el de un neandertal y su mamá.
Alex se dio vuelta y vio que los dos se estaban ale­
jando por el ancho sendero que se curvaba rodeando
una arboleda. Tendría que enfrentar los dos problemas
inmediatamente. No había tiempo que perder; Alex sabía
que tanto los delfines juguetones como su dulce madre
enfrentaban peligro de proporciones épicas. Había que
salvar a ambos, ¡y pronto!
*****
Alex acababa de pasar la caseta de entrada al refugio,
camino al puente que cruzaba el canal Assateague, cuan­
do escuchó una bocina. Miró de costado a la ruta junto
a la bicisenda y vio una camioneta embarrada con un
cartel del “Departamento de Vida Silvestre” al costado.
El guardaparques Host conducía, y a su lado, con una
gran sonrisa, estaba Daña.
-¿Te llevamos? -ofreció el hombre.
Alex asintió y bajó la velocidad hasta detenerse.
-¡Gracias! -respondió mientras se acercaba a la ban-
quina- En bicicleta se hace largo el camino hasta Chin­
coteague. Hola, Daña.
La muchacha bajó de un salto y lo ayudó a subir la
bici a la caja de la camioneta.
-Papá me dijo que pasaste a verlo -exclamó.
-Hablé con el doctor Foster y me entusiasmó mucho
con la idea de salvar delfines -le comentó Alex- Me cae
60
ALMUERZO EN LA RESERVA
superbién cuando no está... ya sabes... cuando no actúa
extraño.
-Sí, lo sé -dijo Daña.
Los dos se amontonaron en la cabina y se colocaron
los cinturones de seguridad.
-Cada año se vuelve un poquito más raro. Pero a veces
está tan lúcido como yo.
-Qué alivio -bromeó el guardaparques Host.
El hombre llevó la camioneta de vuelta a la ruta y se
dirigieron hacia el puente. Daña se estiró y golpeó al papá.
-Qué gracioso.
-¡Auch! -se quejó el hombre-. Qué buen derechazo.
¿Estuviste entrenando?
Daña levantó los brazos y escondió el rostro detrás
de sus puños.
-Qué insoportable, señor Guardaparques. Te voy a
sorprender.
El guardaparques miró de reojo a Alex.
-Ahí tienes una jovencita que puede hacer un sánd­
wich de queso espectacular y luego golpearlo hasta que
no quede nada. Estoy seguro de que un día será una gran
esposa de un luchador profesional.
Daña encontró la forma de darle varios puñetazos
más al guardaparques en el indefenso brazo.
-¿Esposa? Yo no voy a ser la esposa de nadie -protes­
tó mientras descargaba varios golpes más- Voy a ser
presidenta, o reina o CEO de alguna gran empresa. Ser
esposa es para débiles.
Alex sonrió mientras miraba la pelea entre padre e
hija. Sus rostros tenían las mismas expresiones que había
visto en la fotografía sobre el escritorio del guardaparques
hacía un rato: de amor y de simple alegría de estar juntos.
Sabía que habían pasado por una experiencia horrible:
la pérdida de su esposa y madre. Pero habían sobrevi­
vido. E incluso en la cabina de la camioneta embarrada,
camino a Chincoteague, era evidente que se esforzaban
61

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
por disfrutar de la vida, a pesar de la gran tristeza que
llevaban en el corazón.
Interrumpiendo el ida y vuelta de ellos, Alex dijo:
-¿Me cuentan más sobre este señor Chilson?
-Es un parásito de basura -dijo ella.
-Daña Host -interrumpió el padre, con tono serio-,
no hables así. Chilson no está quebrantando la ley, y está
trabajando en un negocio, como todos nosotros. Merece
respeto, aunque no estemos de acuerdo con lo que hace.
Daña asintió.
-Lo siento -dijo suavemente- Pero, papá, él aleja del­
fines de su ambiente natural y los pone en un tanque con
un montón de turistas. ¿Te gustaría que te hicieran eso?
El guardaparques soltó una carcajada.
-La mayoría de los turistas que conocí son amables
y no dañarían ni a una mosca -dijo-, Alex es un turista,
y ama a los delfines. ¿No, Alex?
El pasajero asintió.
-Totalmente. Y mi mamá también.
-¿Lo ves? Las personas que van al tanque en el Mundo
de Fantasía solo quieren pasar un lindo rato. No buscan
dañar a la población de mamíferos marinos del mundo.
Daña frunció el ceño.
-A veces siento que no estoy haciendo nada positivo.
Reparto volantes, y las personas siguen yendo.
-No todos -argumentó el papá-. Probablemente no
encontrarás a Alex ni a su mamá saltando a ese tanque. Y
yo tampoco, claro. Quién sabe... quizá muchas personas
lo piensen dos veces antes de visitar el Mundo de Fan­
tasía de Chilson, gracias a lo que dices y haces. Además,
si lo que haces no marcara ninguna diferencia, Chilson
no se molestaría tanto cada vez que escribes algo en el
periódico o conmocionas a la gente del pueblo. Que él se
enoje me dice que podrías estar afectando sus ingresos.
-Mmm -dijo Daña, pensando- Quizás esté marcando
una diferencia.
62
ALMUERZO EN LA RESERVA
El guardaparques Host dobló hacia la calle principal.
-Y algo más, cariño mío -continuó, luego de mirar a la
muchacha sentadajunto a él- No tengo dudas de que tu
mamá estaría muy orgullosa de ti. A ella le encantaban
los delfines, ¿recuerdas? Le encantaba pintar cuadros
de delfines y vendérselos a los turistas que venían a la
isla cada verano. Era su forma de compartir belleza con
el mundo. Si estuviera viva y te viera repartir volantes,
escribir historias, y te oyera hablar a viva voz contra el
maltrato hacia esos hermosos animales, sé que estaría
orgullosa, muy orgullosa...
Daña se quedó en silencio por un ratito. Cuando habló,
sus palabras estaban cargadas de recuerdos.
-Papi, dime otra vez cómo la llamabas cuando no había
nadie cerca... ya sabes, tu sobrenombre especial para ella.
El guardaparques sonrió.
-Era una tontera. Una noche nos quedamos hasta
tarde mirando una antigua película; tu mamá estaba
embarazada de ti y no podía dormir. Era una de esas sa­
gas de la Guerra Civil, con apuestos soldados y hermosas
damiselas en ciudades incendiadas, y cosas así. En fin­
ia protagonista era valiente y vivaracha, y le dije: “Mira,
es igualita a ti”. Y desde entonces, cuando tu mamá se
enojaba por algo, la llamaba usando ese nombre especial.
Alex se inclinó hacia adelante, con una sonrisa tímida
en el rostro.
-¿Cómo le decía? -preguntó.
El guardaparques Host sonrió y se quedó mirando
el horizonte.
-Le decía Scarlett.
Daña apoyó la cabeza contra el brazo de su papá y se
quedó mirando el paisaje por un rato.
-Scarlett -repitió ella.
La camioneta avanzaba lentamente por la calle, en
dirección al centro del pueblo. De cada lado había pe­
queños negocios de antigüedades, carteles de posadas
63

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
clavados en patios bien cuidados y llamativas vidrieras,
con cometas, artículos de pesca y golosinas.
Cuando pasaron frente al Mundo de Fantasía de
Chilson, Daña se irguió y señaló:
-¡Miren! Allá va el señor Chilson con una pobre mu­
jer. Probablemente la engatusó para que fuera a ver su
negocio. Espero que un delfín la golpee con una aleta.
-¡Daña! -le advirtió el guardaparques frunciendo
el ceño- No digas cosas así. Esa mujer simplemente
quiere pasar un lindo rato en sus vacaciones, y ñatear
con un montón de delfines suena divertido. No me gusta
cuando te burlas de personas inocentes.
Daña asintió mientras suspiraba.
-Tienes razón, papi. No saben lo que están haciendo.
Pero Chilson sí lo sabe.
Alex intentó hacerse bien pequeño y pasar desaperci­
bido en el asiento cuando pasaron cerca de la sonriente
mujer y su acompañante. Apenas pasaron la entrada,
se giró hacia Daña.
-Daña, es muy importante para mí que no pienses
que todos los turistas son tontos -le dijo.
Ella asintió.
-Está bien, está bien. Lo siento. Tú eres un turista y
no creo que seas tonto. Y estoy segura de que tu mamá
tampoco es tonta. Además, ustedes jamás irían a visitar
el negocio de Chilson, ¿cierto?
-Cierto -repitió Alex mirando hacia atrás, al Mundo
de Fantasía.
*****
En el extremo sur del pueblo estaba la estación de
la Guardia Costera de Chincoteague. En los muelles se
veían amarradas majestuosas embarcaciones de todos
los tamaños. Los cascos blancos y las rayas rojas los
hacían ver eficientes y profesionales.
64
ALMUERZO EN LA RESERVA
Un hombre vestido con un uniforme impecable se
acercó a la camioneta en la garita de entrada.
-Vinimos a ver al teniente Reeve -anunció el con­
ductor de la camioneta- Nos está esperando.
El hombre revisó los papeles que llevaba consigo.
-Sí, señor, guardaparques Host. Aquí veo que el te­
niente había acordado una entrevista con usted, pero
surgió algo y le pide disculpas.
-¿Qué surgió?
El hombre uniformado se quedó inmóvil.
-Ultrasecreto. Cuestiones de la Armada.
-¿Tiene algo que ver con la prueba del nuevo sonar
activo de baja frecuencia? -preguntó’Dana, mirando
fijo al hombre.
El guardia no dijo nada por un momento, claramente
sorprendido.
-¿Cómo... cómo sabes eso?
Daña revoleó los ojos.
-Salió en el periódico. Usted lee, ¿no?
El guardaparques miró serio a la jovencita por un
segundo, y luego volvió su atención al guardia.
-Lo que mi dulce, joven y maleducada hija trató
de decir es que el pueblo ya sabe sobre la prueba del
SURTASS en Tom’s Cove, queríamos hablar con el
teniente de la estación sobre eso, justamente. Solo eso.
Volveremos más tarde. Él es amigo nuestro, y enten­
demos perfectamente que las demandas aquí en la
estación tienen prioridad sobre una reunión social. Ha
sido muy amable. Gracias.
El guardia asintió lentamente.
-De nada, señor.
Daña se inclinó hacia adelante y preguntó, mientras
señalaba un buque de salvamento y rescate de trece
metros de longitud, o BSR, como lo llamaban, que se
dirigía a la bahía a unos quinientos metros de donde
estaban:
65

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-¿Están en aquel barco?
-Lo siento; no puedo compartir con ustedes esa in­
formación -respondió el hombre- Las operaciones de
prueba son secretas.
Instantáneamente, dio media vuelta formalmente y
se marchó de vuelta a la garita.
El guardaparques se dirigió a sus acompañantes
mientras retrocedía hacia la calle principal:
-Hablaremos con el teniente en otro momento.
-Espera -dijo Daña- ¿Podrías dejarnos a mí y a Alex
en lo del doctor Foster?
-Claro. Los dejo allí y pueden visitarlo un rato.
Giró la camioneta en la siguiente intersección y se
dirigió tierra adentro, cruzando las tranquilas calles
residenciales de la isla, rodeadas de antiguas casas de
pescadores y estructuras más nuevas estilo rancho.
Apenas llegaron a la línea de casetas que bordeaba el
canal, en el extremo más alejado de la isla, Daña y Alex
bajaron de la camioneta y sacaron sus bicicletas de la caja.
-Gracias, papá -exclamó la muchacha por sobre su
hombro-. Vuelvo a casa para la cena. Intenta no quemar
nada.
El padre saludó mientras volvía a la calle principal, y
se perdía a la distancia.
-¡Vamos! -exclamó Daña.
Apoyó su bicicleta sobre un árbol y salió corriendo
por la vereda hacia los muelles más viejos.
-¡No tenemos mucho tiempo!
-¿No tenemos mucho tiempo para qué? -preguntó
Alex cuando vio el bote pesquero de Daña amarrado
entre dos pilotes.
Daña desató a toda prisa la soga y subió de un salto.
-¿Y? ¿Vienes o no? -preguntó.
-¿Adonde vamos?
-A pasear.
-Genial -dijo Alex.
66
ALMUERZO EN LA RESERVA
Subió de un salto a la proa del bote y pasó los brazos
por las tiras del chaleco salvavidas.
-¿Vamos a tu ensenada secreta?
-Nop.
-¿Vamos por el canal hacia el puente?
-Hoy no.
-Entonces, ¿adonde vamos?
Daña le dio un tirón al cordón de seguridad para
encender el motor.
-Vamos a detener algo.
-¿Qué cosa?
Con un movimiento a la palanca, aceleró y dirigió el
bote hacia el canal, salpicando espuma a ambos lados a
causa de la velocidad.
-A la Armada -gritó sobre el agudo chillido del motor.
Alex se agarró con fuerza del borde de la embarcación.
-Temía que dijeras algo así -se quejó.
67

CAPÍTULO 5
ENFRENTAMIENTO
EN TOM’S COVE
uy bien. Ahora con cuidado. Bájenlo despacio.
El teniente Reeve miró hacia atrás, desde su
posición en el timón del buque de salvamento y
rescate (BSR) de la Guardia Costera, al grupo de marinos
de la Armada ubicados en la cubierta trasera, que movían
manualmente un conjunto de aparatos de alta tecnología
unidos a un cable largo. La teniente comandante Arlene
Mitchfield, delgada, prolija y muy profesional, estaba
entre los marineros, ladrando órdenes, mientras bajaban
los sensores carísimos y extremadamente delicados
del sistema sonar SURTASS. Su cabello oscuro, que le
llegaba a los hombros, estaba recogido y acorralado bajo
una gorra azul que coronaba las facciones de su rostro.
-Despacio. ¡DESPACIO! -exclamó.
De un salto se unió al grupo de marineros y tomó el
cable de remolque con sus propias manos.
-Estos son sensores; no pelotas de básquet. La Armada
invirtió millones en esos aparatos, y estoy segura de que
la gente de Washington no apreciaría que los estrellára­
mos en el océano.
Los que trabajaban a su alrededor obedecieron rápi­
damente y empezaron a trabajar con más cuidado.
-Mejor. Mucho mejor -los animó ella, soltando el ca­
ble- Este bebé les permitirá a nuestras flotas encontrar
los submarinos más silenciosos del océano antes de que
70
ENFRENTAMIENTO EN TOM'S COVE
puedan hacernos daño. Salvará vidas, así que tratémoslo
con respeto.
El teniente Reeve sonrió y le guiñó un ojo al marino
que estaba al timón.
-Es buena -susurró-. Igual que su padre y su abuelo.
Son de la Armada hasta la médula. Es muy estricta con
los procedimientos, así que será mejor que mantengas
este BSR avanzando exactamente a diez nudos, exacta­
mente en este rumbo. No queremos que dirija su atención
a nosotros, ¿cierto?
-No, señor -respondió su compañero con una sonri­
sa- Creo que prefiero enfrentarme a una ballena azul
enojada.
El barco se adentró en Tom’s Cove, dejando atrás la ba­
hía de Chincoteague. Más adelante, más allá de la amplia
extensión de agua, se encontraba el océano Atlántico.
Mientras la operación continuaba, todos los ojos y las
manos permanecían concentrados en la tarea. Esta era la
segunda prueba del sistema de transmisión sonar activo
en Tom’s Cove, y el teniente Reeve quería asegurarse de
que todo saliera según lo previsto.
-¿Señor? -dijo el hombre que estaba al timón, obser­
vando un objeto que se balanceaba en el agua a lo lejos.
-¿Qué sucede?
-Parece que hay algo más adelante. Un barco de
pesca, creo.
-Haz sonar una advertencia. Dile que se mueva.
-Sí, señor.
El marino empujó un émbolo de goma que sobresalía
del tablero. Un fuerte blaaat resonó en el agua mientras
el BSR surcaba las olas. El palpitante ritmo del potente
motor vibraba bajo los pies. Empujó el émbolo de nuevo,
emitiendo otra aguda advertencia que hizo que las aves
acuáticas cercanas levantaran vuelo.
-¿Qué está pasando? -preguntó la teniente coman­
dante Mitchfield, levantando la vista de su trabajo.
71

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Nada, señora comandante -respondió Reeve- Solo
un poco de tráfico. Nos ocuparemos de ello.
-Bien. Mantenga la velocidad y la dirección. Sin
variaciones.
-Sí, señora comandante.
El teniente Reeve miró hacia delante para ver cómo
respondía a la advertencia la pequeña embarcación
que se balanceaba sobre las olas a un cuarto de milla de
distancia. No hubo movimiento.
-Otra vez -ordenó.
El marino apretó el émbolo, haciendo que la ruidosa
y gutural señal recorriera de nuevo la amplia ensenada.
Luego esperaron a que el barco siguiera su rumbo.
-Qué extraño -dijo Reeve mientras estudiaba la nave
a la que se acercaban- ¿Por qué no se mueven?
-Ni idea, señor -dijo el marino, poniéndose un poco
más erguido en su puesto- Tienen que quitarse de en
medio o tendré que cambiar el rumbo.
-¡NO! ¡Quédate en esta dirección!
¡Blaaaaat!
El teniente Reeve tomó un megáfono y se acercó
rápidamente a la baranda de la proa del BSR.
-Ahoy, barco pesquero -llamó, con la voz amplificada
por el aparato que se llevaba a los labios-. Aquí la Guardia
Costera de los Estados Unidos. Mueva su barco. Repito,
mueva su barco. Estamos realizando una prueba subma­
rina y no podemos cambiar el rumbo ni la velocidad, así
que le ordeno que se aparte inmediatamente.
El pequeño barco pesquero mantuvo su posición,
balanceándose desafiante en las olas.
-¡MUEVA SU BARCO AHORA! -gritó el teniente por el
megáfono- Aquí la Guardia Costera. El incumplimiento
de esta directiva dará lugar a una acción severa contra
usted. Le ordeno que se quite de en medio.
El BSR se acercaba al bote a una velocidad alarmante.
Si no se hacía algo inmediatamente, habría una colisión.
72
ENFRENTAMIENTO EN TOM'S COVE
-¡Media vuelta! -gritó el teniente.
El marino tiró de la palanca del acelerador hacia atrás,
cambió de marcha y empujó la palanca a fondo hacia
delante. En respuesta, las hélices del BSR se detuvieron
bruscamente y empezaron a girar en sentido contrario,
lo que levantó una tormenta de espuma hirviente alrede­
dor del casco mientras el barco se inclinaba de repente.
La teniente comandante Mitchfield y sus hombres se
vieron arrojados hacia delante mientras luchaban por
controlar el cable tensado. El BSR se estremeció y gimió
al detenerse rápida y violentamente.
-¿QUÉ ESTÁ PASANDO?-gritó Mitchfield, intentan­
do recuperar el equilibrio- Teniente Reeve, ¿qué está
haciendo?
Enfurecida, se levantó de la cubierta y corrió más allá
de la cabina hasta la parte delantera del barco, donde
el teniente, sonrojado, estaba de pie junto a la baranda.
-¿Tiene idea de lo que acaba de hacer? -gritó la mujer,
con las manos temblando de rabia- Puede haber dañado
alguno de los sensores, sobre todo si su pequeño truco
ha hecho que se estrellen contra el fondo de la ensenada.
-Le pido disculpas -tartamudeó el teniente avergon­
zado- Pero...
-Pero ¿qué? En nombre del Cielo, ¿qué lo llevaría a
hacer algo tan estúpido e irresponsable?
-Ellos, señora comandante -dijo, señalando al agua.
La teniente comandante Mitchfield se giró y se acercó
a la baranda de la proa. Al mirar hacia abajo, se encontró
con un pequeño barco pesquero con dos jóvenes, un mu­
chacho y una chica, de pie en medio de su embarcación,
con los brazos cruzados.
La mujer se quedó con la boca abierta.
-¿Quiénes... quiénes son ustedes? Y ¿por qué se han
interpuesto en el camino de esta nave?
-Me llamo Daña Host y este es mi amigo Alex -respon­
dió la jovencita, permaneciendo inmóvil mientras su bote
73

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
subía y bajaba sobre las olas-. Estamos aquí para protes­
tar por el uso del sistema SURTASS LFA en Tom’s Cove.
Mitchfield se quedó mirando a los dos durante un
largo momento.
-¿Están LOCOS?
-No, señora -respondió Daña- Su sonar está dañando
a los mamíferos marinos, y resulta ser que nos gustan
los mamíferos marinos.
-¿Pero qué insol...?
La teniente comandante quedó a media frase, y se dio.,
la vuelta enfadada. Mirando al teniente Reeve, susurró:
-¿Quiénes son estos niños?
El teniente Reeve se inclinó hacia delante.
-La muchacha es Daña Host. Su padre es guardapar-
ques en el refugio. No sé quién es el muchacho.
-Miren -dijo Mitchfield regresando su atención al
barco pesquero y recuperando un poco la compostura-
Este sistema activo de baja frecuencia ha sido probado
por biólogos marinos independientes, y encontraron poco
o ningún disturbio a las ballenas azules, de aleta, grises o
jorobadas nativas. Sobre la base de esos y otros estudios,
se ha llegado a la conclusión de que el riesgo de lesiones
se limita a una zona relativamente pequeña cerca del
buque remolcador. ¿Entendido?
Daña permaneció en su puesto, con los brazos cruzados
y las piernas separadas para mantener el equilibrio en el
bote, que se balanceaba.
-¿Y las ballenas y los delfines de las Bahamas men­
cionados en el periódico de hoy? ¿Formaban parte de su
prueba independiente?
La mujer parpadeó. En ese momento se dio cuenta
de que no solo estaba ante una joven activista por los
derechos de los animales, sino también ante alguien que
tenía un arma muy peligrosa: conocimiento.
-Ese incidente aún se está investigando -replicó-, Jo-
vencita, la Armada de los Estados Unidos ha gastado más
74
r
ENFRENTAMIENTO EN TOM'S COVE
de 16 millones de dólares en investigaciones científicas y en
la elaboración de una declaración de impacto ambiental.
Creemos que nuestro sistema de sonar LFA tiene pocos
efectos nocivos para los mamíferos marinos, por no decir
ninguno. Ahora, si me disculpan, tengo que volver a mi
trabajo. Muevan su barco para reanudar las pruebas.
-No.
-¿Qué?
-No, señora.
La teniente comandante Mitchfield y Daña Host se
miraban fijamente a través de la distancia que separaba
sus dos embarcaciones. Una vestía el uniforme de la Ar­
mada estadounidense. La otra se mostraba desafiante con
pantalones cortos, una camiseta holgada y una gorra de
béisbol descolorida.
-Está en graves problemas, jovencita -dijo fríamente
la teniente.
-Sí, señora -respondió Daña-. Lo sé.
Volviéndose hacia Alex, exclamó:
-¿Y tú, muchacho? ¿Qué tienes que decir en tu favor?
Alex se veía bastante incómodo. Carraspeó un poco.
Luego, señalando a Daña, anunció:
-Estoy con ella.
Mitchfield asintió.
-De acuerdo, lo haremos como ustedes quieren.
Volviéndose hacia el teniente Reeve, ordenó:
-Arréstenlos.
-Arlene -dijo el hombre, titubeando-, son solo un par
de niños.
-¡Arréstenlos AHORA!
-¡Sí, señora comandante!
*****
La camioneta del guardaparques Host derrapó hasta
detenerse en el estacionamiento frente a la Estación de
75

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
la Guardia Costera. Salió del vehículo y subió corrien­
do los escalones de la entrada, incluso antes de que se
asentara el polvo.
-¿Dónde están? -gritó al entrar en el edificio.
El empleado de la comisaría dio un salto involuntario
y dejó caer la carpeta que sostenía.
-¿Dónde están quiénes? -preguntó.
-No me tome el pelo, alférez -advirtió el visitante-.
No estoy de humor para jugar a las veinte preguntas con
usted. Está reteniendo a mi hija y a su amigo, y quiero
verlos ahora.
-Guardaparques Host, solo quiero que sepa que yo
no tuve nada que ver con lo que pasó -dijo el hombre
poniéndose en pie a los tropezones.
-Bien. Ahora llévame adonde están retenidos, ¡o ar­
maré tal escándalo con el comandante de tu grupo que
lo oirán hasta el Pentágono!
El empleado asintió.
-Sí, señor. Absolutamente, señor. Sígame. Lo llevaré
hasta ellos.
Los dos se dirigieron a un largo pasillo que terminaba
en una habitación sin ventanas custodiada por una reja.
Adentro, en un banco apoyado contra la pared del fondo,
estaban sentados Daña y Alex, con el mentón apoyado
en las manos, y los pies apenas tocando el suelo.
-¿Están bien? -llamó el guardaparques.
Daña levantó la vista y sonrió tímidamente.
-O sea, nos arrestaron, papi.
El guardaparques cerró los ojos y dejó escapar un
gemido.
-No me sorprende, y me ocuparé de ustedes dos más
tarde.
Volviéndose hacia su compañero, ladró:
-¿Dónde está Reeve?
-Estoy aquí -dijo el teniente desde un despacho cer­
cano-, Te estaba esperando.
76
ENFRENTAMIENTO EN TOM'S COVE
-¿Qué crees que estás haciendo, Jake? -tronó el guar­
daparques Host al entrar en la pulcra y ordenada oficina-
¡Encerraste a mi hija como a un vulgar delincuente! ¿Has
perdido la cabeza? Tiene once años.
-Tu hija desafió una orden directa de la Guardia
Costera.
-Ella tampoco hace su cama por la mañana y no se
pone una camiseta limpia. Y, por si no te has dado cuenta,
¡NO USA UNIFORME DE GUARDACOSTAS!
El teniente Reeve levantó las manos.
-Lo sé, lo sé. Tienes toda la razón para estar molesto.
Pero Daña y su amigo interfirieron en una operación
militar importante y muy costosa en Tom’s Cove.
El hombre se rio entre dientes.
-En realidad no interfirieron-continuó- La detuvie­
ron en seco. Tuvimos que hacer algo.
-¿Así que los metiste en la cárcel?
Reeve frunció el ceño.
-Elijo pensar que es un confinamiento temporal para
su propia comodidad y seguridad. El personal de la Ar­
mada a cargo de la operación no se alegró mucho por la
interferencia, ¿sabes?
-El personal de la Armada a cargo de la operación
puede besar a un delfín en lo que a mí respecta.
-En realidad, ya lo he hecho -dijo una voz femenina
desde la puerta.
La teniente comandante Mitchfield entró en la habi­
tación y le sonrió al guardaparques enojado.
-Sabía salado.
Host intentó hablar, pero las palabras no se formaban.
-Sí, soy una mujer; y sí, soy la oficial de la Armada
que dio la orden de que detuvieran a su hija y a su ami­
go -dijo- No podemos permitir que se interpongan
en un programa de pruebas multimillonario. A los que
tienen sueldos más altos que el mío no les gusta que dos
jovencitos en un bote de pesca detengan a un BSR de
77

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
la Guardia Costera. Suelen enfadarse mucho. Usted no
querría eso, ¿verdad, guardaparques Host?
-No, supongo que no -dijo el guardaparques, tratando
de recuperarse de la sorpresa de descubrir que la villana
que había metido en la cárcel a su única hija era una
mujer-. Pero podrías haber tomado medidas menos
drásticas. Quiero decir, pareces una mujer razonable,
alguien que tiene corazón además de uniforme.
Los tres oyeron un suspiro lejano y la voz de una niña
que gritaba:
-Papá, qué débil eres.
-No te metas, Daña Marie Host.
Se volvió hacia la oficial y le extendió la mano.
-Estoy seguro de que podemos encontrar una solución
amistosa a este problema, señorita...
-Teniente comandante Mitchfield -dijo la mujer.
Luego sonrió levemente y colocó su delicada mano
en la palma extendida del guardaparques.
-Pero, como eres civil, puedes llamarme Arlene.
-Ah, bueno... -soltó Daña con desagrado.
-¡Daña! -llamó el guardaparques bruscamente-. No
te metas en esto.
-La Armada de los Estados Unidos me arrestó, y es­
toy sentada en su celda, ¿y me dices que me mantenga
al margen?
Mitchfield sonrió y se aclaró la garganta.
-Y ¿cómo debo llamarlo, guardaparques Host?
-Ah, soy Mike. Puedes llamarme Mike.
-Perfecto, Mike -dijo la mujer en voz baja- Tienes
razón. Los militares no somos desalmados. Somos muy
conscientes de cómo las tecnologías que utilizamos en
defensa de nuestro país afectan al medio ambiente.
Como oficial naval de tercera generación, me preo­
cupa especialmente la fauna marina que nos rodea a
diario. Me preocupan mucho las ballenas, los delfines
y los peces. Créame cuando le digo que intentamos
78
ENFRENTAMIENTO EN TOM'S COVE
protegerlos continuamente tanto como a los habitantes
de nuestro país.
El guardaparques Host pensó un momento y luego
asintió lentamente.
-Te creo, Arlene.
Una voz resonó desde el final del pasillo.
-¿Papá? ¿Te crees eso?
Mitchfield sonrió.
-Me recuerda a mí misma -comentó- Su hija tiene
mucha pasión por lo que cree. Tiene derecho a expresar
sus sentimientos, aunque sus métodos no me convencen
del todo. Clavarle la mirada a un buque de la Guardia
Costera que se aproxima podría ser uñ poco exagerado
para mi gusto, aunque tengo que decir que tiene agallas.
El guardaparques Host asintió.
-Sí, bueno, esa es Daña.
La expresión del hombre se volvió seria:
-¿Qué tan grave en la situación?
Mitchfield sonrió.
-Es libre de irse. Pero haznos un favor y trata de mante­
nerla alejada de la ensenada por el resto del día. Haremos
nuestra prueba una vez más, y eso debería bastar. Los
datos que hemos estado recogiendo han sido alentadores.
Creo que podemos terminar el operativo esta tarde.
-Estupendo -dijo el guardaparques- Y permítame
que me atreva a invitarla a cenar, como agradecimiento
por no colgar a mi hija del patio.
La teniente comandante Mitchfield asintió.
-Eso estaría muy bien, Mike. Deberíamos estar de
vuelta en la estación a las seis. Tengo previsto salir de
regreso a Washington a primera hora de la mañana. No he
tenido la oportunidad de ver las islas, o incluso el refugio.
-Daña y yo estaremos encantados de hacerte de guías.
-¡Mentira! -exclamó una voz joven desde el final del
pasillo.
-A las seis -sonrió la mujer.
79

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Luego, con un gesto de la mano, se marchó.
El teniente Reeve le sonrió a su amigo y movió la
cabeza de un lado a otro.
-Parece que tanto tú como Daña se han enfrentado
hoy a la Armada. Y los dos ganaron.
El guardaparques se rio entre dientes.
-Solo busca la llave de la celda, ¿de acuerdo?
El teniente se puso en pie de un salto.
-¡Sí, señor! -respondió con un elegante saludo.
Alex regresó a la habitación del hotel justo a la hora de
cenar y se sorprendió al encontrar a su madre esperándolo.
-Hola, mamá -saludó, mientras tiraba la mochila
sobre la cama-, ¿Qué haces aquí?
La señora Timmons levantó la vista de su lectura.
-Pensé en terminar este libro que empecé cuando
llegamos. ¿Qué tal tu día?
Alex suspiró y se recostó en la cama.
-Bueno, vi un montón de pájaros, fui a navegar con
mi amiga Daña y me detuvo la Guardia Costera.
La señora Timmons asintió.
-Qué bien. ¿Tienes hambre?
Alex frunció las cejas.
-¿Mamá? ¿Estás bien?
La mamá cerró el libro y suspiró.
-Bueno, estoy un poco triste. Brent, el señor Chilson,
y yo tuvimos una especie de pelea.
-¿En la primera cita?
-Sí, bueno, todo es para bien. Parecía un hombre bas­
tante agradable, un verdadero caballero. Pero entonces
pasó algo que le molestó y, bueno, decidí no presionar.
Alex frunció el ceño.
-¿Qué pasó, mamá? ¿Qué hizo?
-En realidad, él no hizo nada. Fui yo. Esta tarde,
80
ENFRENTAMIENTO EN TOM'S COVE
después de almorzar juntos, me invitó a visitar su negocio.
Es el dueño del Mundo de Fantasía de Chilson, una gran
atracción turística sobre la calle principal, al norte del
puente. Así que, me dejó aquí en el hotel y me puse un
traje de baño. Se suponía que me encontraría con él en
el Mundo de Fantasía a las dos en punto. Cuando estaba
paseando por la vereda, camino a la calle principal, vi
este papel tirado en un banco. Lo tomé para tirarlo a
la basura, pero me llamó la atención y me puse a leerlo.
Decía algo sobre cómo mantenerse alejado del Mundo
de Fantasía de Chilson ayuda a proteger a los delfines.
Y me hizo pensar: “¿Por qué alguien escribiría algo así?
¿Será verdad?” Entonces cometí el error de mostrárselo
a Brent, al señor Chilson. Se enojó de repente y me dijo
que el volante no era más que un montón de mentiras y
que la muchacha que lo distribuía era una persona muy
mala que quería arruinarle el negocio.
Miró a Alex.
-Creo que conozco bastante bien a los jovencitos, y
no escriben esas cosas a menos que las crean de verdad.
Entonces, cometí mi segundo error. Le dije al señor Chilson
que tal vez la muchacha tenía razón y que no debíamos
encerrar a los delfines. Entonces se enojó mucho y me
dijo que estaba tan loca como la jovencita. Me acompañó
de vuelta a la entrada del Mundo de Fantasía y me dejó
allí, con el traje de baño debajo de la chaqueta verde y los
pantalones de correr. Me sentí como una tonta.
La señora Timmons hizo una pausa.
-Como una verdadera tonta -repitió.
Alex se sentó junto a su madre.
-No eres tonta, mamá -le dijo en voz baja-. Ese señor
Chilson sí lo es. No fue muy amable contigo.
Alex vio cómo una lágrima se escapaba del ojo de su
madre y corría por su mejilla mientras se apartaba un
mechón de pelo de la cara.
-Oh, Alex. A veces echo tanto de menos a tu padre.
81

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-No pasa nada, mamá. Ya estoy aquí. Te quiero mucho.
La señora Timmons abrazó fuerte a su hijo y lo estre­
chó contra sí.
-Mi dulce, dulce Alex-respiró- Qué maravilloso eres.
Los dos se sentaron juntos durante un largo momento
mientras el grito de las gaviotas resonaba a través de la
ventana abierta de la habitación. Por un lado, Alex se
alegraba de que su madre ya no estuviera bajo el hechi­
zo del infame Brent Chilson. Por el otro, se le partía el
corazón por lo que aquel hombre le había hecho. Sabía lo
suficiente sobre relaciones como para comprender que
no se abandona a una mujer simplemente porque no esté
de acuerdo contigo. Las cosas se hablan, se discuten los
distintos puntos de vista y, si no se está de acuerdo, se
acepta discrepar. Pero Chilson había hecho algo que solo
podía describirse como egoísta. Ignoró los sentimientos
de la otra persona y la dejó sola en la puerta de su negocio.
Eso no estaba bien. No era justo.
-Ey, ¿sabes qué? -dijo Alex, mirando a su madre- Te
prometieron una cena elegante en un restaurante ele­
gante esta noche, ¿verdad? Bueno, yo te llevaré. Iremos
juntos. Me pondré una camisa limpia, pantalones largos
y todo lo demás.
La señora Timmons se quedó mirándolo un momento.
-¿Estás seguro de que quieres comer con tu madre en
lugar de divertirte jugando con tus amigos?
-¡Claro que sí! Mamá, ¿quieres que vayamos a un res­
taurante elegante? Pagaré yo, si me prestas algo de dinero.
La mamá se animó. Y Alex estaba muy contento con
eso; después de todo, su mamá siempre lo cuidaba y pro­
curaba educarlo en un hogar feliz.
-Bueno, es el mejor plan de toda la semana. Sí, me
gustaría mucho tener una cena de lujo.
Se levantó y corrió hacia el armario. La señora Ti­
mmons hizo una pausa mientras tomaba un vestido que
colgaba de una percha.
82
ENFRENTAMIENTO EN TOM'S COVE
-Un momento. ¿Me dijiste que te detuvo la Guardia
Costera?
Alex sonrió.
-Te lo contaré todo durante la cena. Fue realmente
aterrador, pero también divertido. Daña es totalmente
intrépida.
-Y esta Daña -dijo su madre mientras se inclinaba
frente al espejo del baño para acomodarse el cabello-,
¿Quién es ella?
-También te contaré todo sobre ella.
Madre e hijo fueron de un lado al otro por la habita­
ción, poniéndose sus mejores galas para comer en un
restaurante elegante. Puede que el día no hubiera sido el
mejor, pero al menos disfrutarían de una divertida velada.
*****
Daña pateó una piedra y la envió volando fuera del
sendero, hacia el agua, que chisporroteaba junto al sendero
del Pato Negro. Más adelante, su padre, una persona a la
que había creído inteligente y de buen carácter, caminaba
junto al enemigo. Verlos casi le daba dolor de estómago.
-Vamos, perezosa -oyó decir en su dirección-. Hay
patos aquí que caminan más fápido que tú.
-Ya voy, ya voy -respondió ella sin entusiasmo- ¿No
se está haciendo tarde? ¿No deberíamos volver a casa ya?
-¿Tarde? -dijo su padre con una risita- ¡Son recién las
siete y media! El sol no se pondrá hasta dentro de una
hora y media.
-Bueno -dijo Daña mientras entrecerraba los ojos en
la luz de la tarde- Parece que empieza a oscurecer, y no
traje linterna. No quiero que se ponga el sol y no tenga­
mos una linterna.
El guardaparques sacudió la cabeza.
-Claro. Eso sería terrible. Entonces tendrías que depen­
der de la luna llena que va a salir después de la puesta de sol
83

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
y del hecho de que has vivido aquí toda tu vida y conoces
estos senderos como si fueran tu propia habitación. Ah,
¿y ese faro tan alto de allí? ¿El rojo y blanco, que tiene
una luz que gira y gira? Uy, tendrías que usarlo como guía
para llegar a casa, ya que vivimos cerca de su base. Voy a
tener que poner un cartel en el patio que diga “Hogar del
guardaparques Host y su hija, Daña, que se perdieron una
noche paseando por el sendero del Pato Negro”.
Daña sonrió a pesar de su frustración. Su padre siem­
pre sabía cómo hacerla reír, echándole en cara sus propias
tonterías. Miró a la mujer que caminaba al lado de él. ¿Por
qué tenía que ser tan guapa y prolija con su uniforme
de la Armada, el pelo oscuro recogido en un moño en la
nuca, ojos verdes como la hierba, y mejillas perfectas y
sonrosadas? ¿No se suponía que los tenientes coman­
dantes de la Armada eran viejos canosos con barba y
piernas de palo?
-Ey, Daña -la llamó la mujer- ¿Qué clase de pato es
ese de ahí?
Daña suspiró audiblemente y miró hacia el agua del
estanque.
-Carolina -dijo casi por lo bajo.
-¿Catalina? -preguntó Mitchfield-, ¿Dijiste "Catalina"?
-Carolina -repitió Daña- Es un pato de Carolina.
Todo el mundo lo sabe.
-Ah, pato de Carolina. Sí. Es muy bonito.
-Es muy bonito -repitió Daña, con el ceño fruncido
y en tono burlón.
-Una vez crie un grupo de ánades reales -dijo la te­
niente comandante- Los tenía de polluelos. Una ternura.
Parecían pequeñas bolas de pelusas con patas grandes y
picos enormes. Nadaban bajo el agua como submarinos.
Daña miró a los dos que caminaban por el sendero.
-Los he visto hacer eso -comentó.
-¿Sí? -continuó la mujer-. No los tuve mucho tiem­
po. Tuvimos que trasladarnos a otra base, así que los
84
ENFRENTAMIENTO EN TOM'S COVE
dejamos con una madre ánade grande y corpulenta en
el estanque que había junto a la vivienda familiar. Era
una de esas madres muy posesivas que no te dejaban
acercarte a sus crías. La última vez que vi a mis patitos,
nadaban detrás de esa madre como acorazados detrás
de un portaaviones. Fue muy bonito.
-¿Por qué tuviste que mudarte?
-Bueno, trasladaron a mi padre a otro comando.
Terminamos no muy lejos de aquí, en Newport News,
Virginia. Vivimos allí por un tiempo, y luego nos fuimos
a San Diego. Ahí es donde crecí. ¿Sabías que allí tienen
un parque con animales silvestres sueltos en un gran
recinto cerrado? Te hace pensar que estás en África.
Daña se acercó a la pareja.
-¿Simplemente deambulan por ahí?
-Sí. Elefantes, búfalos, gacelas, antílopes, rinocerontes,
jirafas... todos paseando por ahí con cara de felicidad.
Por supuesto, los depredadores, como los leones, están
en otra zona. Mis padres me llevaban allí siempre que
podían. Me encanta ver animales en su hábitat natural...
o al menos en un lugar que se parece.
La muchacha asintió.
-Por eso me gusta la isla de Assateague -dijo- Es
natural. Sin jaulas.
La teniente comandante Mitchfield miró a su alre­
dedor y sonrió.
-Estoy de acuerdo. Esto es muy bonito. Tienes suerte
de vivir en un lugar tan maravilloso.
Daña guardó silencio un momento.
-Entonces, ¿te gustan los animales?
-Mucho.
-Y ¿por qué les haces daño?
La mujer se detuvo y se volvió para mirar a su joven
acompañante.
-Daña, yo no hago daño a los animales. No a propósito.
Daña frunció el ceño, y luego dijo:
85

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Encontré algo el día que empezaste tu prueba en Tom’s
Cove. Era un delfín, y estaba muerto. Se ahogó porque su
sistema de sonar le hizo daño. Mataste a ese delfín con tu
máquina. Lo mataste.
Mitchfield suspiró.
-Daña, a veces, cuando probamos una nueva tecnología
aprendemos cosas que antes no sabíamos. La Armada no
se propuso hacer daño a los mamíferos marinos cuando
desarrolló el sistema de sonar SURTASS LFA. Solo querían
encontrar una forma de descubrir los submarinos enemi­
gos más modernos y silenciosos. En cuanto descubrieron
el daño potencial que el sistema podía causar a la fauna
marina, inmediatamente empezaron a buscar formas de
evitarlo. Hemos aprendido mucho, pero aún nos queda
mucho por aprender. Hay que tener paciencia. Nuestros
científicos y nuestros técnicos son humanos como tú. Y
realmente nos importan los delfines y las ballenas.
La teniente sacudió la cabeza con tristeza.
-El animal que encontraste debió de haber estado
justo debajo de nuestro barco cuando probamos la señal
de ecolocalización. Si hubiéramos sabido que estaba allí,
habríamos esperado a que se alejara para que nuestra
señal no le causara ningún daño. Siento lo que ha pasado.
De verdad, lo siento.
Daña observó un grupo de gansos canadienses que
volaba por el cielo del atardecer. Se posaron en la ensenada
con un largo y perezoso chapoteo.
-Entonces, ¿qué vas a hacer al respecto?
-Vamos a seguir vigilando y midiendo los efectos de
nuestro sistema hasta que lleguemos al punto en que
podamos hacer nuestro trabajo con eficacia y proteger al
mismo tiempo a los animales del océano. No es un mundo
perfecto, Daña. Solo intentamos que sea más seguro para
ti, para tu padre, para la gente de esta isla y, a largo plazo,
para los delfines que nadan en Tom’s Cove. La guerra es la
fuerza más destructiva de la Tierra. Si podemos evitar una
86
ENFRENTAMIENTO EN TOM’S COVE
sola guerra con nuestra tecnología, creo que los sacrificios
que se han hecho merecerán la pena, ¿no crees?
Daña permaneció inmóvil durante un largo rato, dejan­
do que la fresca brisa que soplaba en el refugio le rozara
el rostro. Estudió una lejana bandada de aves zancudas
y observó a un pequeño grupo de ponis que se movían
vacilantes por un tramo de aguas poco profundas.
-Mi madre decía que los delfines habían sido enviados
por Dios para ser nuestros amigos -afirmó- Mamá decía
que, siempre que lloramos, en algún lugar del mundo un
delfín está llorando con nosotros.
-Me gusta creer que tu madre tenía razón -dijo la
mujer en voz baja- Y también creo que, pór eso, cuando
un delfín se lastima o muere, nos sentimos tan tristes por
dentro, como si hubiéramos perdido a un amigo. Quizás
eso era lo que Dios quería. Se supone que nosotros y los
animales somos como una familia, que vivimos juntos,
que nos queremos, que nos protegemos...
Mitchfield extendió la mano y tocó la mejilla de Daña.
-Nunca dejes de amar a los animales, Daña -dijo-.
Nunca dejes de preocuparte por lo que les pasa. Necesitan
que los protejamos y los mantengamos a salvo. Tienes
que creer que eso es exactamente lo que estoy tratando
de hacer. Ambas estamos luchando contra el mismo mal,
solo que de diferentes maneras.
Daña respiró hondo y exhaló lentamente. Volviéndose
hacia su padre, le dijo:
-Creo que me voy a casa. Ustedes pueden seguir ca­
minando. Es una tarde preciosa.
El guardaparques Host asintió.
-De acuerdo, cariño. Estaré en casa pronto.
Volviéndose hacia la teniente comandante Mitchfield,
añadió:
-Si vas ahora a la playa, podrás ver a los delfines.
Estarán jugando en el agua más allá de las rompientes.
Puedes saludarlos y te verán.
87

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-De acuerdo -respondió la mujer.
Enseguida, Daña se alejó por el sendero, en dirección
al lejano faro.
*****
Mientras el sol se ponía en el horizonte occidental
más allá de la isla de Chincoteague, Brent Chilson estaba
sentado en su oficina, mirando las luces que titilaban
en la bahía, con una lata de cerveza abierta en la mano^
Había pasado muchas tardes así, solo en su oficina, sin
más compañía que su marca favorita de alcohol y el desa­
gradable recuerdo de otra relación fallida. Con un suspiro
de rabia, tomó la lata y bebió un largo trago, frunciendo
el ceño ante el sabor agrio del líquido espumoso que le
bañaba la lengua y bajaba por la garganta.
-Esta vez has ido demasiado lejos, pequeña señorita
Host-murmuró insípidamente- Es hora de que aprendas
una lección que no olvidarás. Primero intentas destruir
mi negocio, luego tú y tu estúpido periódico...
Bebió otro trago y esperó a que el efecto adormecedor
acabara con el sabor del primero.
-Ya basta -gruñó-. Esto tiene que terminar, y tiene
que terminar ahora.
Después de vaciar el contenido de la lata, la estrelló
contra su escritorio. Luego arrojó la lata destrozada al
otro lado de la habitación y escuchó cómo traqueteaba
hasta detenerse junto a otras iguales en la base del
archivador. Se puso en pie a los tropezones, se acercó a
una ventana y miró a la tranquila ciudad, hacia el lejano
faro que custodiaba el refugio, con su antigua luz que
giraba una y otra vez.
-Te daré una lección que no olvidarás, niña miserable
-bramó, arrastrando ligeramente las palabras-. Entonces,
tal vez, tal vez me dejes en paz.
Salió de la habitación dando un portazo.
88
CAPÍTULO 6
EL ATAQUE
Í
ap, tap.
Alex se movió un poquito al oír el ruido, y luego
volvió a dormirse.
Tap, tap, tap.
Abrió los ojos. La habitación seguía a oscuras. Apenas
se veía un atisbo del amanecer reflejándose en la pared
junto a la cómoda. Suspiró, se acurrucó entre las sábanas
y se pasó la lengua por los labios. La almohada se sentía
suave contra su cara, y estaba teniendo un sueño tan
agradable...
¡PUM! ¡PUM! ¡PUM!
Tanto Alex como la señora Timmons se incorporaron
en la cama.
-¡¿Qué fue eso?! -jadeó ella, agarrándose el pecho.
Alex echó las sábanas hacia-atrás y se acercó a la ven­
tana. Al descorrer las cortinas, se encontró con un rostro
sonriente rodeado de cabello rubio corto y una gorra de
béisbol. Se acercó a los tumbos a la puerta y la abrió.
-Buenos días -dijo una voz alegre-, ¿Ya se levantaron?
La señora Timmons parpadeó, tratando de ajustar el
enfoque de sus ojos aún dormidos.
-¿Quién es, Alex? -preguntó, con voz entrecortada
y débil.
La visitante madrugadora entró en la habitación.
-Hola, soy Daña -le dijo a la señora Timmons con un
gesto de la mano.
Mirando a su alrededor, añadió:
89

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Mmm, no está mal. Me gusta el cuadro de las gaviotas
encima de las camas.
Luego, volviéndose hacia Alex, le preguntó:
-¿Estás listo?
-¿Listo para qué? -respondió entre bostezos.
-Para el viaje en bote más maravilloso, bonito y alu­
cinante de toda tu vida.
Alex estudió a su compañera, esperando que su som-
noliento cerebro descifrara lo que ella acababa de decir.
-¿Puedo desayunar antes? -preguntó.
-¡DE NINGUNA MANERA! El sol saldrá dentro de
veinte minutos y tenemos que darnos prisa si queremos
verlo.
-¿Ver qué?
Daña extendió los brazos en un gesto de frustración.
-El sol está saliendo, ¿qué te parece?
-¿Vamos a ver salir el sol? -preguntó Alex.
-¿No acabo de decir eso? Es precioso en Tom’s Cove.
Daña movió las manos como si creara una bella ima­
gen para que su amigo imaginara.
-El agua, el cielo, la arena de la orilla. Quién sabe,
quizás hasta veamos un delfín.
Alex se volvió hacia su madre, que seguía sentada
agarrándose el pecho.
-¿Puedo?
Ella asintió con la cabeza y luego bostezó.
-Llévate una manzana -dijo frotándose la nariz con
el dorso de la mano- Y una barrita de cereales. Lleva
también algo para Daña. Y hay algunas verduras cortadas
en el... -bostezó y continuó- refrigerador.
Se dejó caer de nuevo contra la almohada y se cubrió
la cabeza con la sábana.
-Ah, ¿y por qué no llevan algunos de esos pequeños
cartones de leche para...?
Una respiración suave y constante sustituyó a sus
murmullos.
92
EL ATAQUE
-Está dormida -susurró Alex- Pobre mamá. Ayer
tuvo un día duro.
-¡Date prisa! -imploró Daña.
-Dame dos minutos. . -
-Que sea uno: ¡el sol no espera a nadie!
Daña salió de puntillas al porche y se sentó en una
de las sillas blancas de plástico que había frente a cada
habitación. Alex salió justo cuando la camioneta del
guardaparques Host dejaba el estacionamiento camino
al refugio.
-¡Vamos! -dijo Daña.
Los dos aventureros bajaron los escalopes y se subie­
ron rápido a sus bicicletas. Alex aspiró profundamente
el aire fresco de antes del amanecer mientras pasaba la
pierna por encima de la barra central de su fiel bicicleta.
-Huele a mar-dijo con una sonrisa.
Quince minutos después se detenían frente a lo del doc
Foster, donde el pequeño bote de pesca de Daña esperaba
en el desvencijado muelle. Los dos subieron a bordo y se
pusieron los chalecos salvavidas. Daña tiró de la cuerda
de arranque. Nada. Volvió a tirar.
-A veces es difícil ponerlo en marcha en las mañanas
frías -dijo.
Al sexto tirón, el motor cobró vida y los dos se adentra­
ron en el canal. En cuestión de minutos habían doblado la
curva y salían rozando la superficie vidriosa de Tom’s Cove.
Para entonces, el cielo hacia el este brillaba con fuerza,
pero el sol aún no había hecho su aparición. Daña redujo
la velocidad de su embarcación hasta que el motor estuvo
en reposo y los empujaba suavemente sobre el agua lisa.
Entonces apretó el botón de apagado, y el motor quedó
en silencio. Se estiró, tomó del piso un pequeño cubo lle­
no de cemento endurecido y lo arrojó por la borda. Una
cuerda de nailon atada al cubo se desenredó del fondo de
la embarcación y se detuvo cuando el ancla improvisada
golpeó el suelo de limo de la ensenada.
93

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Con un suspiro de felicidad, Daña se acomodó junto
al silencioso motor y miró la amplia abertura que daba
al mar. Sonriendo, dijo:
-Mi madre y yo solíamos venir aquí todos los miércoles
por la mañana a ver el amanecer.
-¿Miércoles? ¿Por qué el miércoles?
-Muchas tiendas de la ciudad cierran los miércoles
porque abren los domingos y la gente quiere un día libre.
Mamá trabajaba en esa pequeña tienda de regalos junto
al teatro, sobre la calle principal. Compró este barco coa
el dinero que ganó vendiendo sus cuadros. No tuvo que
pedirle nada a papá. Mamá dijo que era solo para ella y
para mí, para que pudiéramos disfrutar de los amaneceres
los miércoles por la mañana durante el verano.
Daña miró a su alrededor satisfecha antes de dejar
que su mirada volviera al mar.
-Me encanta estar aquí -dijo en voz baja- A veces es
como si mi madre nunca...
Alex asintió lentamente.
-Sí. Creo que sé lo que quieres decir.
Los dos permanecieron sentados sin hablar durante
unos minutos mientras el cielo oriental seguía aclarán­
dose. Una gaviota pasó volando sobre ellos y se posó en
la ensenada a cierta distancia del barco.
-¿Cómo era? -preguntó Alex.
Daña se apoyó en el motor y se ajustó la gorra.
-Era guapa, un poco alta, con el pelo castaño y sua­
ve. Decía que no le gustaba su nariz, pero para mí era
linda. Siempre contaba chistes tontos de los que nadie
se reía excepto ella. Bueno, yo me reía porque siempre
los contaba mal. Empezaba con la parte graciosa y lue­
go trataba de explicarte por qué era gracioso. Su color
favorito era el azul.
-¡El mío también! -dijo Alex con una sonrisa.
-Tenía los ojos azules. Cuando se enfermó y se le cayó
todo el pelo, no me gustaba verla así, así que la miraba a
94
EL ATAQUE
los ojos y pensaba en que estos eran del color del océano
justo antes de que salga el sol. Algo así.
Daña señaló hacia el este. Alex estudió las olas ondu­
lantes, más allá de la tranquila curva del extremo sur de
la isla Assateague, y asintió lentamente.
-Es precioso -susurró.
Daña se volvió hacia Alex.
-¿Alguna vez estuviste tan triste que te dolía el pecho?
Alex pensó un momento.
-No, no lo creo. ¿Es eso lo que te pasó después de la
muerte de tu madre?
Daña asintió.
-Por eso vengo aquí todos los miércoles por la mañana.
Me siento aquí afuera, en el bote de mi madre, y pienso
en el color de sus ojos, y eso hace que mi pecho se sienta
mejor. Es como si ella estuviera aquí conmigo; como si
escucháramos a las gaviotas, sintiéramos la brisa en la
cara y esperáramos a que salga el sol.
Alex observó una serie de ondas perfectamente es­
paciadas que pasaban junto al bote, que se balanceaba
suavemente.
-El pastor de mi iglesia dice que morir es como dor­
mirse y que algún día Dios despertará a la gente que cree
en él. ¿Tu madre creía en Dios?
Daña pensó un momento.
-Una vez dijo que quien haya creado este mundo
debía ser muy amable y cariñoso, porque todo es muy
hermoso. Insistió en que cuando hacemos algo amable
y cariñoso estamos honrando a ese Creador. Eso es algo
así como creer en Dios, ¿no crees?
Alex asintió.
-Sí, lo es.
Suspiró y frunció ligeramente el ceño.
-Yo quiero mucho a mi madre y... no sé qué haría si
le pasara algo.
Daña sonrió.
95

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Me cae bien. Creo que es simpática, incluso cuando
tiene sueño.
Alex sonrió.
-Anoche fuimos a comer a un restaurante elegante
porque el malvado señor Chil...
Alex se quedó en silencio. Daña frunció el ceño.
-¿Chilson? ¿Ibas a decir Chilson?
Alex suspiró.
-Sí. Ayer pasó parte del día con ella. Era... ella estaba
con él cuando pasamos por el Mundo de Fantasía. Iba a
nadar con los delfines.
Los ojos de Daña se entrecerraron ligeramente.
-¿Iba a hacerlo?
-Pero no lo hizo.
-¿Por qué?
-Bueno, parece que encontró un viejo papel con el
dibujo de un delfín y algo escrito que decía: “No vaya al
Mundo de Fantasía de Chilson". Se lo mostró al señor
Chilson y le sugirió que tal vez encerrar a criaturas
silvestres no era una buena idea. El hombre se enojó
muchísimo y se marchó, dejándola allí sola, en su traje
de baño.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Daña.
-Quién lo hubiera dicho. Papá tenía razón.
-Excepto que tu papelito de protesta hizo que trata­
ran mal a mi mamá.
-Lo siento -dijo Daña rápidamente- De verdad. ¿Está
bien tu mamá?
-Sí. La llevé a comer al bulevar, a ese sitio tan elegan­
te al lado del banco, que tiene un gran barco de pesca
en el césped. Lo pasamos muy bien. Comimos hasta
hartarnos. ¿Qué clase de asqueroso dejaría a mi mamá?
Ella es prácticamente perfecta; no haría daño ni a una
mosca y solo quiere que pasen cosas buenas. De todos
modos, comimos espaguetis, ensalada y un gran tazón
de helado de menta.
96
EL ATAQUE
Daña asintió, pensativa, y luego cambió el rostro.
-Ey, hablando de comer, ¿vas a compartir tus barritas
de cereales conmigo o qué?
Alex sonrió y abrió la bolsa de papel que había traído
de la habitación.
-Sírvete lo que quieras -le dijo, alcanzándole una.
Los dos amigos se sentaron en extremos opuestos
del pequeño bote de pesca, contentos con sus dulces
barritas de granóla mientras el sol, resplandeciente,
se elevaba majestuoso sobre el mar y ahuyentaba los
últimos restos de noche de Tom’s Cove.
El guardaparques Host acababa de sentarse en su
escritorio, listo para empezar a trabajar en un montón
de papeleo, cuando sonó el teléfono.
-Centro de Visitantes -respondió alegremente-. Sí,
soy el guardaparques Mike Host. ¿Cómo está, señor
Chilson? No, mi hija no está aquí; ¿puedo ayudarlo con
algo? Bueno, creo que está en su bote, probablemente
paseando por Tom’s Cove. A ella le gusta... No, no ha
dicho nada... Oh, estoy seguro de que no intentaría...
Señor Chil... Señor Chilson, parece alterado. ¿Hay algo
que...? ¿Hola? ¿Hola...?
El guardaparques colgó el teléfono, con el rostro
ensombrecido por la preocupación. "Qué raro", pensó.
“¿Qué querría Brent Chilson de Daña? Sonaba enojado,
y como si hubiera estado..."
Host tomó la guía telefónica que estaba debajo del
teléfono y buscó la sección de empresas. Recorrió con el
dedo las entradas bajo la letra C, encontró un nombre y
marcó el número. Una amable voz femenina contestó.
-Soy Mike Host, del refugio -dijo el guardaparques-
¿Está el señor Chilson? ¿No está? ¡Oh! ¿Dijo que estaba
enfermo? Pero yo acabo de...
97

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Un repentino escalofrío recorrió la espalda del
guardaparques.
-Muchas gracias, señorita. Llamaré de nuevo más
tarde.
Colgó el auricular y volvió a descolgarlo rápidamente.
Pulsó el número tres de su marcación rápida y esperó
a que una serie de tonos electrónicos se escucharan en
rápida sucesión.
-Teniente Reeve, por favor -pidió en cuanto se oyó
una voz en la línea.
Un momento después, se inclinó hacia delante y habló
despacio y con urgencia.
-Hola, Jake, soy Mike. Escucha, creo que tenemos un
problema.
Daña y Alex remaban lentamente entre los pastos
medio sumergidos que bordeaban el extremo norte de
Tom’s Cove, en busca de patos y otros animales silvestres.
Habían visto varias especies de aves acuáticas nadando
entre los juncos y las hierbas mientras el sol continuaba
su ascenso por encima del océano.
Al mismo tiempo que mantenían un ojo abierto en
busca de patos, charranes, garzas y picotijeras, con el otro
escudriñaban el agua cristalina de las inmediaciones,
tratando de vislumbrar alguna aleta delatora. Ambos
esperaban que tal vez, solo tal vez, un delfín o dos se hu­
bieran adentrado en la ensenada y estuvieran buscando
comida en las aguas poco profundas que bordeaban la
ensenada, o incluso en las aguas más profundas alejadas
de la orilla. Daña y Alex empujaban los remos de la barca.
Daña le había informado a Alex que no podía hacer fun­
cionar el motor entre las hierbas para no correr el riesgo
de que se enredaran en la hélice. A él no le importaba. Le
gustaba la tranquila soledad que acompañaba su lento
98
EL ATAQUE
movimiento. Solo el chapoteo de sus remos y el ocasional
canto de alguna ave acuática rompían la quietud matinal.
Desde la isla resonaba una sinfonía de cantos de pájaros,
creando un telón de fondo perfecto para la tranquilidad
y la paz reflexiva de las ciénagas.
-¿Qué es lo que más comen los delfines? -preguntó
Alex.
-Sobre todo, pescado y calamares -respondió Daña
mientras escudriñaba las hierbas que se deslizaban- Leí
en un libro que comen casi un tercio de su peso cada día.
Eso es mucho sushi.
Alex sonrió.
-¡Yo leí que pueden tener hasta 250 dientes! ¿Te gus­
taría ser dentista de delfines? Si uno de esos animales
se te acercara con los dientes torcidos, los aparatos que
le pondrías serían tan pesados que hundirían al pobre
delfín hasta el fondo del océano.
Daña se rio entre dientes.
-Eso sí que sería interesante. Un delfín con ortodoncia.
Los ocupantes del pequeño barco pesquero rieron en
voz alta al imaginarse tan extraño espectáculo.
Sin que los dos chicos lo vieran, una lancha motora de
gran potencia se adentraba lentamente en la ensenada
desde el canal de Assateague. Al volante iba un hombre
muy serio de unos 35 años, delgado, de pelo castaño y
vestido con un mameluco azul. A sus pies, traqueteando
de un lado a otro con el movimiento de la embarcación,
había una pilita de latas de cerveza aplastadas. Sus ojos,
que luchaban por mantener enfocados los objetos dis­
tantes, escudriñaban el agua... buscando, buscando. Sus
nudillos se volvieron blancos de tanto apretar el timón y
la palanca del acelerador. Una fina línea de sudor corría
por su frente y brillaba a la luz del sol.
-¿Dónde estás? -preguntó en un gruñido susurrante,
arrastrando las palabras- Sé que estás aquí. ¿Dónde
estás?
99

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Giró el timón y vio cómo la proa de su elegante em­
barcación giraba a la izquierda y luego a la derecha.
Bajo sus pies sentía la pulsante potencia del motor
intraborda de la embarcación, que retumbaba suave­
mente, a la espera de responder instantáneamente a las
órdenes del conductor.
Al conductor no le interesaban los pájaros que sobre­
volaban el cielo ni las aves acuáticas que nadaban por la
orilla. No oyó la llamada de los gansos canadienses ni el
sonido grave del océano lejano. El sol no le calentaba ej,
rostro ni la brisa le refrescaba la frente. Había pasado
una noche en vela decidiendo, con la ayuda de varios
paquetes de cervezas, que era hora de que el acoso ter­
minara de una vez por todas. Iba a darle a la mocosa de
Daña Host una lección que nunca olvidaría.
De repente se puso rígido. Frente a la isla, en las
aguas poco profundas, había un pequeño bote de pesca
ocupado por dos personas. Entrecerró los ojos. Sí, eran
la muchacha Host y el jovencito que había estado con
ella el otro día, cuando se encontraron en medio de la
ensenada.
Una retorcida sonrisa se dibujó en el rostro del hombre.
-Dos por el precio de uno -dijo con una risita malva­
da- Esto va a ser divertido.
Apoyó la espalda contra el asiento y llevó la mano de­
recha hacia delante, empujando la palanca del acelerador
hasta el tope. El potente motor respondió de inmediato,
elevando su voz a un aullido amortiguado. Elevó la em­
barcación casi fuera del agua y la llevó a toda velocidad
por la plácida superficie de Tom’s Cove. Daña levantó la
vista de entre las hierbas y frunció el ceño.
-¿Escuchas algo? -preguntó.
Alex miró a su alrededor.
-¿Como qué?
Daña se agarró del borde de la embarcación con la
mano que tenía libre y se puso lentamente en pie, mirando
100
EL ATAQUE
hacia el oeste. Lo que vio la hizo dejarse caer y arrojar
el remo al suelo.
-¡Tenemos que irnos de aquí! -dijo por lo bajo.
Alex la vio inclinar el motor hacia abajo,- y bajar la
hélice al agua turbia. Luego agarró la cuerda de arranque.
-¿Qué está pasando? -preguntó.
Daña empezó a tirar.
-Estamos a punto de tener compañía-gritó mientras
tiraba una y otra vez, intentando que el motor cobrara vida.
Alex miró a su derecha, y lo que vio lo dejó pálido. Una
lancha cruzaba Tom’s Cove a toda velocidad, directamente
hacia ellos. La proa atravesaba el agua como el bisturí de
un cirujano atraviesa la carne.
-¡Rápido! -gritó, sintiéndose de repente vulnerable en
la pequeña embarcación.
-¡Date prisa, Daña!
Daña dejó escapar un quejido mientras tiraba una y
otra vez de la cuerda.
-El motor está frío -gritó-. No lo encendimos en la
última media hora.
El gruñido de la lancha que se acercaba llenaba el aire.
Alex la observaba cada vez más aterrorizado. El corazón
le latía con fuerza en el pecho.
-¿No lo detendrán las hierbas?
Daña sacudió la cabeza mientras seguía tirando sal­
vajemente de la cuerda de arranque.
-Su motor es demasiado potente. Atravesará este
pantano como si la hierba fuera de mantequilla.
Cuando la lancha entró en la pantanosa orilla de la
ensenada, Daña y Alex oyeron que el motor de su bote
cobraba vida. Daña apretó el acelerador a fondo, lo que
elevó la proa de la embarcación en el aire y los impulsó
hacia delante. Alex oyó a Daña gritar cuando la repentina
aceleración la hizo caer por sobre el rugiente motor y al
agua hirviendo. En ese momento, la lancha pasó como
un rayo por el lugar donde habían estado sentados un
101

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
segundo antes, lanzando sobre ellos una marea de rocío
y juncos arrancados de cuajo.
Cuando el pesquero emergió del huracán de agua
y espuma, Alex se dio cuenta de que era el único que
estaba en el bote.
-¡Daña! -gritó- ¡Daña!
Un movimiento le llamó la atención. Dedos curvados
se aferraban a una de las esquinas traseras de la em­
barcación. Alex se precipitó hacia allí, estiró la mano y
agarró los dedos justo cuando ellos perdían su agarre^
El repentino peso lo hizo resbalar, y su pecho golpeó
contra el motor, haciéndolo girar hacia un lado, lo que
hizo que la embarcación virara violentamente hacia la
izquierda. Mientras se deslizaba sobre el agua cristalina
de la ensenada en un arco amplio, lanzando una pared
de rocío al aire, Alex luchó por mantener el agarre en la
mano resbaladiza. Tiró de la muchacha sumergida con­
tra la fuerza del giro y la rápida corriente de agua que la
bañaba. Entonces, la otra mano de Daña emergió de la
bruma y se aferró al brazo de Alex. Apareció un rostro
con la boca abierta, jadeando.
-No me sueltes. ¡No me sueltes! -la oyó gritar.
Ambos sabían que a escasos centímetros de sus piernas
giraba una hélice de acero a toda potencia, a punto de
hacer con su carne lo mismo que las aspas de la lancha
habían hecho con las hierbas del pantano. Lo único
que evitaba que el remolino mortal la absorbiera era la
poderosa fuerza del agua.
Con un grito gutural, Alex tiró de Daña hacia arriba
y por encima de la parte trasera del bote. Juntos ate­
rrizaron con un doloroso crujido en el suelo de madera
de la embarcación. La cabeza de Alex golpeó contra un
asiento, y le abrió un amplio tajo justo encima de la oreja.
La sangre le corría por un lado del cuello, enrojeciendo
al instante su camisa con una mancha oscura que se
extendía.
102
EL ATAQUE
Luchando contra la fuerza del giro, Daña retrocedió
hacia el motor rugiente. Se irguió justo a tiempo para
ver pasar de nuevo la lancha en dirección contraria. Su
estela golpeó la embarcación con un estruendo nausea­
bundo y demoledor.
Daña luchó por permanecer en su puesto, metiendo el
pie bajo el cubo del ancla que yacía de lado justo delante
de su asiento. Se puso la manivela del motor bajo el brazo
y se agarró con fuerza.
-¿Qué está haciendo? -gritó Alex-, ¡Nos va a matar!
Daña hizo girar el motor para avanzar a toda velocidad
por la ensenada.
-Está loco -gritó ella, luchando contra unas ganas
casi irrefrenables de llorar- ¡Se volvió totalmente loco!
Alex observó cómo la lancha giraba en la distancia,
preparándose para iniciar otra carrera en su dirección.
-¿Qué vamos a hacer? -preguntó, con los ojos muy
abiertos por el miedo- No podemos avanzar más rápido
que él.
-Lo sé -respondió Daña- Vamos a tener que encontrar
un lugar para escondernos, algún lugar para alejarnos de él.
-¿Dónde?
Daña miró a su alrededor, con el rostro pálido y las
manos temblorosas.
-Quizá si subimos por el canal, hacia el puente, donde
la gente puede vernos, se vaya.
Dirigió la proa de la embarcación hacia la desembo­
cadura del canal de Assateague y avanzaron a la mayor
velocidad posible por la superficie de Tom’s Cove. La
lancha maniobraba detrás de ellos como un perro furioso
a punto de abalanzarse. Daña sabía que manteniéndose
cerca de la orilla protegería su lado derecho. Y allí el agua
era menos profunda, quizá demasiado para la gran lancha
que los perseguía.
En efecto, los jovencitos vieron que la lancha vacilaba
y se mantenía a su izquierda mientras volaba por las
103

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
ciénagas, acercándose cada vez más al puente que unía
las dos islas. Podían ver coches, ciclistas y excursionistas
que pasaban lentamente por encima de la estructura
arqueada, en dirección al refugio.
Entonces el motor del bote tosió y la embarcación se
sacudió violentamente.
-La hierba se está enredando en la hélice -gritó Daña,
con las manos temblorosas, mientras se volvía hacia
aguas más claras.
A cien metros detrás de ellos, la lancha motora seguía
su estela, manteniéndolos a distancia de ataque en todo
momento.
-¡Allí! -gritó Daña-, ¿Ves ese barco medio hundido,
el que tiene la valla publicitaria?
Alex dio un vistazo al canal y asintió. Recordaba ha­
berlo visto desde el puente. Algún empresario emprende­
dor de Chincoteague había hundido un viejo cangrejero
abandonado en el agua, y había colocado en él un cartel
publicitario que presumía de las ventajas de comer en
“la marisquería de Marta".
-Iremos a su lado -gritó Daña, tratando de hacerse oír
por encima del chirriante motor y del viento que silbaba
junto a sus oídos- Tal vez nos proteja un poco.
Alex sintió cómo el barco pesquero se inclinaba al salir
de entre las hierbas del pantano hacia aguas abiertas, a
toda velocidad. Miró en dirección a la lancha y vio que
se elevaba a medida que el conductor aceleraba el motor
a máxima potencia.
-¡Va a intentar chocarnos otra vez! -gritó Alex-, Rá­
pido, Daña. ¡RÁPIDO!
Daña apretó los dientes, tratando de pasarle un poco
más de velocidad a su nave, con los ojos fijos en el cartel
que se acercaba. Miró por encima del hombro. La lancha
se acercaba rápidamente. Seguramente abandonaría el
ataque. Seguro que vería a la gente que ya empezaba a
contemplar la angustiante escena.
104
EL ATAQUE
Daña dirigió su bote de pesca alrededor del cangrejero
hundido y apagó el motor, deteniéndose en las tranquilas
aguas junto a los pantanos que bordeaban el canal. En­
tonces, esperaron. Lo único que se interponía entre ellos
y la lancha era el cartel de cuatro metros de ancho que
descansaba sobre el cangrejero parcialmente sumergido.
De repente, el cartel estalló cuando la proa de la lancha
lo atravesó. Alex y Daña se quedaron helados de espanto al
ver que la embarcación que los había estado persiguiendo
surcaba el aire en su dirección, rodeada por una lluvia de
madera astillada. Saltaron, uno desde la parte delantera
y el otro desde la parte trasera del barco pesquero, justo
antes de que la lancha voladora cayera entre ellos y rom­
piera su bote en mil pedazos.
La lancha desapareció bajo el puente y continuó hacia
el norte, con su estela resplandeciente a la luz del sol ma­
tutino. Entonces todo quedó en silencio. No se oía nada;
solo el suave oleaje que empujaba lentamente las hierbas
de la ciénaga. Donde momentos antes había flotado un
pequeño bote pesquero con dos jovencitos a bordo, se
balanceaban los restos del cangrejero destruido. Los
excursionistas y los ciclistas que estaban en el puente
permanecían inmóviles, con la boca abierta, incapaces
de creer lo que acababan de ver.
Entonces Alex salió a la superficie, con el rostro ha­
cia arriba, jadeando. Se abrió paso entre los escombros,
gimiendo de dolor mientras el agua salada le bañaba la
herida de la cabeza.
-¡Daña! ¡DAÑA! -gritó, con palabras entrecortadas y
tensas.
Solo veía maderas que flotaban y trozos del cartel des­
trozado. A un lado, vio que el chaleco salvavidas de Daña
flotaba desocupado en medio de los restos.
Bajo la superficie del canal atiborrado de escombros,
Daña flotaba sumergida, con los brazos extendidos y los
ojos cerrados. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado
105

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
allí. Solo sabía que tenía que salir... ya. Pero ¿cómo? ¿Por
dónde subir? ¿Dónde estaba el aire que sus doloridos pul­
mones querían respirar? De repente, sintió un golpe. Luego
otro. Y entonces el agua a su alrededor pareció moverse,
cada vez más deprisa, como si la estuvieran elevando. Y de
repente se encontró a plena luz del sol, jadeando, con agua
que le brotaba de la boca, tosiendo con dolor y sintiendo
arcadas. Al abrir los ojos, vio a Alex nadar hacia ella y sintió
que sus brazos la rodeaban y la sujetaban por encima del
agua. Se relajó. Una sensación de paz invadió su agitada
mente. Ahora estaba a salvo.
Alex abrazó con fuerza a su amiga, pataleando en el
agua, esperando que alguien se acercara. No muy lejos
vio un movimiento, una ondulación en la superficie del
canal que indicaba que algo grande se movía justo debajo
de la superficie. Al principio, no estaba seguro de qué era
exactamente: tal vez un pez, tal vez un trozo de escombro
que flotaba. Pero, cuanto más pensaba en ello, más con­
vencido estaba de que ninguno de los dos había creado el
movimiento. Lo que había visto no era un pez que pasaba
ni los restos del cartel destruido. No; solo una cosa podría
haber causado esa suave ruptura en las olas: una aleta.
El sonido de un barco que se acercaba hizo que Alex
volviera toda su atención a eso. ¿Había vuelto Chilson? No.
Era una embarcación neumática, pintada de rojo, con una
franja negra y las palabras "Guardia Costera" estampadas
en el costado. Al timón estaba el teniente Reeve. A su lado,
con el rostro pálido y desencajado, estaba el guardaparques
Host. Cuando vio a Alex y a Daña fuertemente abrazada
a él, se arrodilló y le brotaron lágrimas por los ojos.
-Estamos bien -dijo Alex-, Los dos estamos bien.
Mientras unas impacientes manos los subían a bordo,
un helicóptero rojo y blanco de los guardacostas pasó
por encima de ellos y cruzó el puente. Los ojos del pilo­
to estaban fijos en una veloz lancha que se alejaba en
dirección norte.
106
CAPÍTULO 7
SACRIFICIO
H
abían pasado cuatro días desde el ataque, y todo el
pueblo de Chincoteague estaba en pie de guerra. Los
ciudadanos de la isla exigían justicia por el terrible
agravio que había cometido Brent Chilson, y algunos
hasta sugirieron que se lo acusara de intento de homicidio.
-Intento de asesinato podría ser un poco demasiado
fuerte, ¿no les parece? -preguntó el teniente Reeve mien­
tras se sentaba detrás de su escritorio en la estación de
la Guardia Costera.
Frente a él estaban sentados el guardaparques Host y
la señora Timmons. Detrás de ellos estaban el fiscal del
distrito local, que llevaría el caso ante el tribunal, y un
abogado de otra ciudad que Chilson había contratado
para defenderlo.
-El hombre puede ser arrogante, egocéntrico y un
desperdicio total de oxígeno -dijo Reeve-, pero no es
un asesino. Cuando por fin le pusimos freno, estaba
totalmente borracho, y apenas era capaz de caminar en
línea recta.
El grupo asintió con la cabeza. Chilson no tenía an­
tecedentes penales y, hasta el incidente del puente, la
mayoría lo consideraba un ciudadano honrado y un
astuto hombre de negocios.
-Entonces, ¿de qué se acusará a mi cliente? -insistió
el abogado.
-Bueno -respondió el teniente, examinando unos
papeles que tenía sobre la mesa-, los guardacostas lo
107

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
han acusado de infringir suficientes normas como para
mantenerlo encerrado durante algún tiempo. Veamos:
manejar una embarcación motorizada bajo los efectos
del alcohol, imprudencia temeraria, destrucción de pro­
piedad, exceso de velocidad... elija. Además de eso, existe
la posibilidad de cargos como asalto con arma mortal,
negligencia criminal y atropello con fuga. Créame, el
comisario local tiene su propia lista.
Reeve señaló al guardaparques Host y a la señora
Timmons.
-Como tutores legales, ustedes tienen que decidir
hasta dónde quieren llevar esto. Los asuntos civiles están
fuera de la jurisdicción militar.
Señalando al hombre que estaba detrás de la señora
Timmons, añadió:
-La oficina del fiscal del distrito se encargará de esos
asuntos.
El abogado de Chilson intervino:
-Tengan en cuenta que mi cliente lamenta mucho los
problemas que ha ocasionado.
-¿Problemas? ¿PROBLEMAS?
El guardaparques Host se puso en pie y se giró para
encarar nariz con nariz al defensor.
-Su cliente intentó atropellar repetidamente a mi hija
y a su amigo con una lancha motorizada. Podrían haber
terminado mutilados o muertos. ¿Llama a eso problemas?
El hombre levantó las manos.
-El señor Chilson se siente terrible por lo ocurrido y
está dispuesto a aceptar la responsabilidad de sus actos,
hasta cierto punto. Después de todo, su hija lo acosó en
varias ocasiones.
-¡MI HIJA TIENE ONCE AÑOS! -tronó Host, tratando
de contener la ira-. Ella atacó a su cliente con palabras.
¡Él la atacó con una LANCHA de seis metros de largo y
dos toneladas!
El teniente Reeve se puso en pie de un salto.
108
SACRIFICIO
-¡Mike! Siéntate. Siéntate, por favor. Tendrás tu opor­
tunidad en el tribunal. No hay un jurado en el condado
que no lo condene por lo que sea que decidamos acusarlo.
Deja que la ley se encargue de esto. ¿Está bien?
El guardaparques se quedó mirando al abogado durante
un largo rato. Luego, con un suspiro quejumbroso, se dio
la vuelta y se acomodó en su asiento.
-Tienes razón, Jake -dijo- Dejaré que la ley se ocupe
de Chilson. Es solo que...
-Lo entiendo -dijo el teniente en voz baja- Todos lo
entendemos.
Daña y Alex entraron en la oficina, seguidos por el
acongojado alférez que había sido asignado para mante­
nerlos ocupados mientras se desarrollaba la reunión. Los
dos le sonrieron al grupo. Entonces Alex se estremeció
ligeramente, y se llevó la mano a la venda blanca que le
envolvía la cabeza.
-Ay -dijo- Sonreír duele.
Daña soltó una risita y se apresuró a acercarse a la
ventana, donde una maqueta de barco con mástiles
altísimos y banderas ondeantes navegaba orgullosa en
una vitrina.
-¿Qué están haciendo? -preguntó.
-Solo estamos tratando Se decidir qué hacer con el
señor Chilson, cariño -dijo el guardaparques Host.
-¿A qué te refieres?
-Bueno, los guardacostas van a hacerlo responsable
de infringir algunas de sus leyes marítimas, y tenemos
que decidir qué cargos presentar contra él por ponerlos a
ti y a Alex en peligro. Este hombre de la oficina del fiscal
del distrito está aquí para ayudar. Así que, ¿por qué no
tú y Alex...?
-No -interrumpió Daña mientras estudiaba las ma­
jestuosas líneas del velero.
Su padre parpadeó.
-¿Qué?
109

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-No, papá.
-¿De qué estás hablando?
La chica se volvió hacia su padre.
-No quiero que acuses al señor Chilson de nada.
Los presentes se miraron unos a otros, sorprendidos.
-Cariño...
-No quiero que vaya a la cárcel por lo que nos hizo a
Alex y a mí.
-Daña, el hombre trató de matarte.
-Lo sé -respondió la muchacha en voz baja- Estuve allí.
-Bueno, entonces, ¿por qué no quieres que lo acusen?
Hizo algo muy, muy malo.
-Estaba borracho.
-Sí. Y manejar una lancha motorizada de gran poten­
cia en esas condiciones resulta estar contra la ley, por no
mencionar el atropello a un pesquero con dos personas
dentro.
-Lo sé, papá -dijo Daña- El señor Chilson se equivocó
y debe pagar las consecuencias.
Volviéndose hacia el hombre sentado detrás del es­
critorio, preguntó:
-¿Está bien si nosotros, Alex y yo, decidimos qué pasa?
Después de todo, trató de herirnos a nosotros.
El teniente Reeve pensó un momento y luego sacudió
la cabeza.
-Bueno, pueden hablarlo con sus padres. Pero tengan
en cuenta, Daña, que Alex y tú podrían meter a ese hombre
en la cárcel durante mucho, mucho tiempo.
Daña asintió.
-¿Podemos verlo?
La señora Timmons se puso en pie.
-Daña, tal vez no sea tan buena idea.
-No te preocupes, mamá -dijo Alex, levantando la
mano- Ya lo hablamos, y hay algo que queremos hacer.
El guardaparques Host estudió el rostro de su hija
durante un largo instante.
110
SACRIFICIO
-Cariño, ¿qué estás queriendo decir?
-¿No recuerdas lo que me dijo la señorita Mitchfield
aquella tarde cuando paseábamos por el sendero del
Pato Negro? -preguntó Daña, acercándose a su padre-
Dijo que, a veces, para proteger las cosas que amamos,
tenemos que hacer sacrificios. Pues eso es lo que Alex y
yo queremos hacer.
-Chilson no es un buen hombre. Merece ir a la cárcel
-dijo el guardaparques.
-Lo sé -respondió Daña-. Pero eso no cambiaría
nada, papá.
El hombre se quedó pensando un momento y luego
asintió lentamente.
-¿Están completamente seguros? -preguntó en voz
baja.
-Sí. Estamos seguros.
*****
Brent Chilson levantó la mirada y vio al grupo que
se acercaba por el pasillo hacia su celda sin ventanas,
encabezado por dos jóvenes. Se puso de pie y carraspeó
nervioso, inseguro de lo que estaba a punto de ocurrir.
Cuando Daña llegó a la puerta con barrotes de hierro,
se detuvo.
-Me gustaría entrar -dijo.
El teniente Reeve miró al guardaparques, quien asintió.
El tintineo de las llaves fue el único sonido que interrum­
pió el solemne silencio.
Cuando la puerta se abrió con un chirrido, Daña entró
y, sin detenerse, cruzó la habitación y se plantó ante el
prisionero. Chilson volvió a sentarse en su litera y miró
a su visitante a los ojos.
-Daña -dijo- Lo...
-Alex y yo no te enviaremos a la cárcel por lo que nos
hiciste si aceptas tres condiciones.
111

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
Chilson frunció el ceño.
-¿Qué tipo de condiciones?
-Primero, tienes que cerrar el Mundo de Fantasía,
liberar a los delfines para que vuelvan a la naturaleza
e irte de Chincoteague para siempre.
-¿Y?
-Y tienes que vender tu lancha motorizada y darle
todo el dinero a la sociedad protectora de animales.
Chilson miró a su abogado, y luego de nuevo a la
jovencita.
-¿Cuál es tu tercera condición? -preguntó, dubitativo.
-Tienes que jurar que nunca, nunca volverás a tener
un negocio de nado con delfines en ningún sitio, en
ningún momento. Tienes que firmar un documento con
el departamento de policía dando tu palabra.
-¡Está de acuerdo! -dijo el abogado de Chilson desde
la puerta.
Chilson lanzó a su abogado una mirada de “guarda
silencio” y luego estudió el rostro de Daña.
-Si acepto estas condiciones, ¿no presentarán cargos
contra mí por lo ocurrido en el puente? -preguntó.
-Así es. Pero tiene que prometérmelo, porque la policía
lo vigilará adonde vaya, señor Chilson. Pondrán informa­
ción sobre usted en sus bases de datos: su foto, lo que nos
hizo a Alex y a mí... todo. Se llama expediente, y usted
tendrá uno. Alex habló con su vecino, que es comisario
en Virginia Occidental, y dijo que nos ayudaría. Todos
los policías sabrán de usted, de lo que hizo.
Chilson se inclinó hacia delante y habló en un tono
para que solo Daña pudiera oírlo.
-Escúchame, mocosa. ¿Crees que soy la única per­
sona en el mundo que quiere dirigir una operación con
delfines?
Daña lo miró a los ojos y habló con la misma suavidad.
-¿Crees que soy la única joven en el mundo que
quiere detenerte?
112
SACRIFICIO
Chilson frunció el ceño y se echó hacia atrás hasta
que sus hombros se apoyaron contra la pared.
-Trato hecho -dijo.
Volviéndose hacia los demás, que esperaban fuera de
la celda, gritó:
-Acepto las condiciones de la muchacha.
Con un gesto a su abogado, le ordenó:
-Redacta algo. Asegúrate de que todo sea legal y de que
no puedan venir por mí más tarde si cambian de opinión.
Luego, mirando a Daña una vez más, dijo:
-Parece que has ganado.
-No, señor-dijo ella- Yo no gané. Ganaron los delfines.
Se dio la vuelta y se marchó.
La señora Timmons suspiró profundamente mien­
tras dirigía el cargado Toyota verde por el puente que
une Chincoteague con la isla de Assateague. Ella y Alex
habían decidido dar una última vuelta por el refugio
antes de dirigir el vehículo hacia el oeste y regresar a
Cyprus Hill. Sus vacaciones habían terminado. Mañana,
la señora Timmons volverías su trabajo de bibliotecaria
en la universidad y Alex volvería a su vida de pueblerino,
con sus vecinos Shane y Alicia Curtain para hacerle com­
pañía. Los dos realizaban este ritual de dar una última
vuelta en coche cada año el día que se iban, para llenar
sus mentes con la delicada belleza y el pacífico esplendor
de su atesorado refugio.
-Lo pasé muy bien, mamá -dijo Alex mientras observa­
ba cómo los pinos y los pastizales se movían lentamente
junto a su ventanilla abierta.
La señora Timmons miró a su hijo.
-Me alegra que hayas sobrevivido -dijo con un
escalofrío.
Alex asintió.
113

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
-Bueno, tengo que decir que estas vacaciones en par­
ticular fueron un poco más interesantes que otras. Pero
estoy bien. Solo me duele cuando hago esto.
Torció la cara en una mueca malvada, se llevó los
dedos doblados a las mejillas, cual garras, y soltó un
gruñido monstruoso.
Su madre soltó una carcajada.
-Entonces tienes mi permiso para no hacerlo.
Todavía se reía cuando guio el coche hasta el esta­
cionamiento del sendero principal del refugio y puso el
freno de mano.
-No tardes mucho -le pidió-. Tenemos muchos kiló­
metros que recorrer.
-Lo sé -dijo Alex, deslizándose fuera del vehículo-.
Hay algo que tengo que hacer.
La señora Timmons se acomodó en el asiento del coche,
cerró los ojos y se dejó envolver por el aire perfumado y
los suaves sonidos del bosque. Luego, al recordar la cara
de monstruo de su hijo, soltó otra risita.
Alex había llamado al guardaparques Host esa mis­
ma mañana, y el hombre le había dicho que Daña había
salido a explorar, como de costumbre, pero no estaba
muy seguro de dónde. Alex sabía exactamente dónde
estaría. Ahora se apresuró a bajar por el sendero, bus­
cando el camino semioculto entre los árboles. Cuando lo
encontró, lo siguió, riéndose entre dientes de las terribles
advertencias pintadas a mano en las señales clavadas en
la hierba alta. El sol era cálido, el bosque resonaba con
el canto de los pájaros y el mar brillaba azul y acogedor
más allá de la orilla lejana. El día que había recorrido
por primera vez este mismo sendero había sido similar.
Al acercarse a la ensenada oculta, oyó risas y el chapo­
teo del agua. Moviéndose lentamente, levantó la última
rama que lo separaba de la ensenada y sonrió. Daña había
salido a nadar, y remaba entre los brazos protectores
de su santuario secreto. Cerca de allí, atado a un tronco
114
SACRIFICIO
que descansaba en la estrecha orilla, se balanceaba un
flamante bote de pesca totalmente metálico, con un
motor reluciente y pintura bonita. Alex sonrió de oreja a
oreja cuando se dio cuenta de que Daña le había puesto
nombre a su embarcación. En letras gruesas había escrito
en la popa ‘ALEX’’.
Estaba a punto de entrar en el claro cuando oyó a
Daña gritar:
-Vamos, viejo monstruo marino. No puedes esconderte
para siempre.
Alex miró a su alrededor. No había nadie más que él.
-Solo estás siendo tímido, pero sé que quieres jugar.
Te gusta jugar, igual que a tu hermana.
Alex parpadeó. ¿Con quién estaba hablando?
De repente, desde las profundidades de Scarlett Cove,
un delfín saltó por el aire y se arqueó sobre la risueña
nadadora. Con un poderoso chapoteo aterrizó de nuevo
en el agua, levantando agua como si fuera una fuente
resplandeciente. Luego nadó hasta la jovencita y la aca­
rició con su larga nariz.
-Basta -rio Daña, empujando al animal en broma-
Sabes que tengo cosquillas.
El delfín golpeó el agua con la aleta dorsal, provocando
una ola de espuma que bañó a Daña. Luego se sumergió
y reapareció al otro lado de la muchacha, hablándole con
chasquidos y gorjeos alegres y agudos.
Alex permaneció oculto tras las ramas, absorto ante la
escena. Otras aletas aparecieron a lo largo de la pequeña
ensenada, abriéndose paso entre las ondulaciones, para
después sumergirse de nuevo. Los delfines nadaban alre­
dedor de la risueña jovencita. Daña los llamaba con afecto
y admiración, y se reía de ellos con chapoteos y risitas.
Alex se sentó en un tronco y apoyó el mentón en
sus manos, deleitándose con todo el significado de lo
que estaba viendo. No había ningún portón cerrado en
Scarlett Cove. Esos animales eran libres de ir y venir a su
115

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
antojo. Sin embargo, aquí estaban, retozando con un ser
humano, saltando por los aires, chapoteando en el agua,
compartiendo su mundo con alguien que los respetaba
y que no haría nada para hacerles daño.
-Como en el Cielo -susurró para sí mientras una
sonrisa se dibujaba en su rostro- Como en el Cielo.
Alex sacudió lentamente la cabeza. Era la situación
ideal para nadar con delfines. Aquí las reglas las po­
nían los animales, no las personas. Aquí, el mar -y no
una piscina de cemento cerrada, vigilada y esterilizada,
químicamente- era el patio de recreo. Los delfines que
visitaban Scarlett Cove obtenían su alimento del océano
y eran libres de permanecer con sus manadas, criar a sus
familias y vivir con sus parejas año tras año. Y lo que es
más importante, todos los animales que chapoteaban
en la ensenada escondida podían marcharse cuando
quisieran. Cada uno era libre de nadar lejos y seguir la
silenciosa llamada que durante siglos los había guiado
a ellos y a los de su especie a través de los océanos del
mundo.
Alex se puso de pie y, tras una última mirada a las
brillantes aguas, se dio la vuelta, dejando que los pinos
ocultaran aquella escena tan privada y hermosa. Este
era el mundo secreto de Daña, y Alex ya no pertenecía
a él. Su mundo estaba allá en Cyprus Hill, y de repente
sintió una extraña melancolía. Además, ahora tenía una
historia fantástica que compartir con Shane, Alicia, y
con todos sus amigos Conquistadores.
Mientras el pequeño Toyota verde recorría la ruta
dejando atrás Chincoteague hacia tierra firme, Alex se
volvió hacia su madre.
-¿Qué sale de una cruza entre un pulpo y una vaca?
-¿Qué?
-Un animal de granja que puede ordeñarse a sí mismo.
La señora Timmons soltó una risita y se quedó
pensativa.
116
SACRIFICIO
-¿Qué sale de una cruza entre un experto en karate
y un cerdo? -preguntó.
-¿Qué?
-¡Chuletas de cerdo!
Los dos reían y reían mientras aceleraban hacia el
oeste, dejando atrás su pequeña isla paradisíaca. Pero
ambos sabían que volverían el año siguiente, listos y an­
siosos por descubrir qué nuevas aventuras los esperaban
donde acaba la carretera y empieza el océano.
117

*•
ESPECIALIDAD:
MAMIFEROS MARINOS
1. Mencionar por lo menos tres órdenes de mamíferos
marinos, dando ejemplos de cada uno.
2. Nombrar algunas características que distinguen a es­
tos mamíferos de los otros mamíferos que conocemos.
3. Identificar, a través de fotografías o imágenes, tres
de los siguientes mamíferos marinos. Conocer su
ubicación (región donde vive) y el nombre científico
de cada animal.
a. Ballena
b. Delfín
c. Foca
d. Manatí
4. ¿Cuál es el mamífero más grande del mar? Descri­
bir sus características naturales de acuerdo con los
siguientes términos:
a. Lugar de ubicación
b. Medida y peso
c. Alimentación
5. Explicar las siguientes expresiones:
a. Saltar
b. Ecolocalización
c. Cardumen
d. Aletas
e. Harén
f. Plancton
119

EL SECRETO DE SCARLETT COVE
6. Dibujar la cadena alimenticia de dos mamíferos
marinos.
7. ¿Por qué es importante la grasa de los cetáceos?
8. Nombrar dos motivos por los cuales las focas están
en depredación.
9. Explicar por qué las focas y los delfines se mueven
rápidamente en el agua.
10. Hacer una de las siguientes tareas:
a. Visitar un acuario en la región. Observar y descri­
bir la dieta marina de los mamíferos en ese luga^.
b. Hacer un informe de al menos quinientas palabras
hablando de un mamífero marino a elección.
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