y en la mesa del hotel, en tanto que a su alrededor las damas, educadas en la gazmoñería de la época,
bajaban los ojos sumidas en el mayor desconcierto. Simon no se daba cuenta de ello, pues era, a su
manera, un obsesionado. Cuando contaba cuarenta años, y pese a tener dislocado un pie, recorrió, casi
arrastrándose, varias leguas en dirección a una aldea, con el exclusivo fin de examinar la enfermedad,
para él de gran interés, de una campesina. A consecuencia de tamaño esfuerzo estuvo dos años
padeciendo de dolores de cadera; estuvo primero inmovilizado durante varios meses y más tarde hubo
de servirse de unas muletas para poder andar por su clínica de Rostock. Las había abandonado pocos
años antes de mi llegada a Heidelberg. No obstante, al lado de su mesa escritorio tenía un bastón que
por lo visto utilizaba todavía en ciertas ocasiones.
En los comienzos de su carrera, que de médico le había llevado a profesor universitario, había sido
para él un factor decisivo la presencia de Jobert de Lamballe. Simon hablaba de este sombrío dios
olímpico de los cirujanos parisienses (nacido en 1799), como del gran maestro de su juventud; él le
había mostrado el camino de su vida e, indirectamente, también el de aquella gran aventura que fue la
extirpación del riñón. En los años 1851 y 1852, Simon había estado en París, que era entonces la meca
de la cirugía alemana; allí vio a Jobert llevando a cabo una operación que, tras siglos de fracaso, debió
a dicho maestro su primer y definitivo éxito; se trataba de una operación de fístulas de vejiga,
relativamente frecuentes entonces, pues en tiempos en los que la asistencia a las parturientas era
imperfecta, se producían, en muchas primerizas, como consecuencia de los violentos desgarros
determinados por el parto, quedando condenadas a una vida que, en épocas anteriores, había estado
reservada a los leprosos. Nadie ha descrito tan dramáticamente estos sufrimientos y la forzada im-
potencia en que frente a ellos se encontraban los cirujanos, como Diffenbach. «No puede darse
situación más triste — escribe — que aquella a que se ve reducida una mujer a causa de la operación
de fístula en la vejiga. La mujer amada por su esposo se convierte para él en objeto de aborrecimiento
corporal, de repugnancia. La más cariñosa madre queda desterrada del círculo de sus hijos. Se le
destina una pequeña alcoba aislada; allí se sienta sobre el frío asiento perforado de una silla, junto a
una ventana abierta, sin que ni aun en el caso de poderlo hacer, se permita cubrir el suelo de tabla con
una alfombra... Yo he visto aberturas fistulares del tamaño de un pequeño guisante, convirtiéndose en
el de uno mayor, después de haber cortado, cosido y cauterizado en torno. He visto un orificio como
un grosschen, alcanzar dimensiones cuatro veces mayores, y otro como cuatro, hacerse de la
magnitud de uno de ocho... He llegado a operar a una mujer ocho veces sin poderla curar; he llegado
a la sala de esas infelices, reuniéndolas de todas las procedencias, y me he aplicado con toda solicitud
a su tratamiento. Y, a pesar de todo, a lo sumo he conseguido un alivio insignificante. Dos murieron
de cistitis o peritonitis, otra incluso después de la cicatrización de la sutura sangrante...»
Jobert había llegado a París procedente de Lamballe como estudiante sumamente pobre. Durante
diez años se había ganado trabajosamente la vida como auxiliar de anatomía. Habitaba entonces un
húmedo aposento del hospital de Saint Louis, alimentándose de la sopa que en dicho hospital
repartían a los pobres. Jobert fue el primero en descubrir un procedimiento curativo de las fístulas de
la vejiga. Aun años antes del descubrimiento de la anestesia y tras cuidadosos estudios anatómicos,
consiguió cortar los tejidos que rodeaban la fístula con tal amplitud, que en el campo de la herida
quedaba una superficie tersa y fresca. Había estudiado diligentemente los estados de tonicidad
muscular de la estrecha zona de la operación. Pudo después situar las suturas de forma que apenas
pudieran ser desplazadas por los movimientos de tensión de los músculos. Pero además, mediante
ciertos cortes de aligeramiento de presiones en el tejido circundante, estableció un conjunto de
condiciones dentro del cual «las paredes renovadas de los precedentes canales fistulares, juntas ahora
la una a la otra, se iban curando sin perturbación alguna, y así los conductos no naturales entre vejiga
y vagina se cerraban».
Simon había visitado a Jobert en el hospital de St. Louis. Yo le conocí ya en sus últimos años, en el
Hotel Dieu. Pero puedo imaginarme la fascinación que debió ejercer en aquel joven alemán de
veinticinco años. Quizá las frías paredes del Hotel Dieu, hace ya mucho tiempo abandonado, situado
en la isla de la Cité, bajo las altas torres de Notre Dame, constituyeron un fondo más adecuado que St.