Maceo ue
para sus alumnos, y el permanente foco de tentación
que el parque representaba. Lo que las malas lenguas
sugerían era que el propio Mario Lezpe, el director, ha-
bía aflojado una de las sombrillas vertiginosas, con la
ilusión de que aquello acabara de una vez por todas,
tras tantos años de continua molestia. Después de to-
do, podía argumentar Mario Lezpe, el instituto había
llegado primero, por más de un siglo, a aquel páramo.
Pero si realmente se había tratado de un plan demen-
cial de Lezpe, nunca imaginó que la víctima sería un
alumno del Baldesarre. Vale decir, que mataría a unos
de sus chicos.
El parque cerró, pero junto con el parque se marchó
también Lezpe, responsable, como director del colegio,
del alumno que había fallecido. (No obstante, antes de
marcharse, Lezpe advirtió a los alumnos: “Yo me voy, pe-
ro al menos les ha quedado claro lo que ocurre cuando
se desobedecen las reglas”).
De algún modo, el triunfo fue del parque: porque,
mientras Lezpe debió marcharse de Garro, y de la docen-
cia, por el resto de su vida (que no fue mucho más larga),
el parque, aunque desactivado, permaneció en su sitio.
Desierto e inanimado, pero en el mismo sitio. Los jue-
gos, apagados, persistían. Cuando el viento arreciaba,
podía escucharse el chirriar de una de las sombrillas,
siempre el mismo chirrido desafinado e irritante, como
de un pájaro moribundo, como invitando a algún otro
incauto a que la montara.
Con el correr de los años, muchos de los internos
que habían visto el parque en funcionamiento egresaron
y se fueron para siempre. Y los nuevos que ingresaban, si
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EL TUN De LOS PAROS MUERTOS
bien a todos llegaba la versión de la muerte de Baden en
la sombrilla vertiginosa, no hubieran apostado su día de
visita a que el parque había funcionado alguna vez. Si
bien aún cursaban en el Baldesarre los muchachos de la
edad de Baden y su gemelo Marías; ellos no hacían el me-
nor esfuerzo por desmentir la idea de que tal vez el par-
que hubiera nacido abandonado, como creían muchos
delos chicos que allí vivían.
Un anciano, que tenía prohibida la entrada, cada
tanto se aparecía a engrasar una sombrilla, pero los
guardias del Baldesarre lo echaban a gritos y, cuando
hacía falta, a piedrazos. Se decía que era el antiguo cui-
dador de las sombrillas funestas. Los alumnos tenían
prohibido hablarle. Y en lo referente al parque, aun sin
saber si alguna vez había funcionado, preferían no vio-
lar las reglas.
Los alumnos del Baldesarre eran internos, o interna-
dos. Vale decir que vivian en el instituto, en pabellones
compartidos, en cuartos de a cinco, de a cuatro, o en ha-
bitaciones individuales, según las jerarquías, el compor-
tamiento o las notas. Se llamaban a sí mismos “Huérfa-
nos con padres”. Porque, si bien aquello no era un
orfanato, habitaban allí porque los padres habían queri-
do sacárselos de encima. El clima, la desolación, el color
de Garro, acompañaban esta convicción. Casi siempre
hacía frío y soplaba agresivamente el viento. Y, cuando
hacía calor, era un calor desesperante, como estar dentro
de un horno, pero que no cambiaba el color gris met
co, opaco, sin brillo, que atenazaba la vida de los internos
desde que amanecia hasta que oscurecia. Era un ambien-
te que invitaba a no saber si se estaba vivo o muerto, en la
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