Como la mayoría llevaba los pies descalzos, se habían ocasionado múltiples heridas que
estaban cubiertas de moscas verdes, de tal manera que parecía que tuvieran los pies verdes
mientras caminaban.
Pero eso sí, llevaban la refri, el gas y los refrescos.
La dureza del viaje fue tal que se murieron hasta un par de mulas, pero la mayoría de la
gente, Petronio y Romualda entre ellos, así como la preciada refri, pudieron llegar por fin hasta el
río Usumacinta.
No fue el caso de la niña Chagua, cuyo viejo corazón no resistió tan azarosa existencia, ni
del primer hijo de Enrique Xuncax, cuya desnutrición lo consumió en menos de 72 horas.
Epaminondas Angulo llegó debilitadísimo por la inflamación de sus bronquios, pero llegó.
El río no estaba demasiado crecido, pero aun así era anchísimo, más ancho que cualquier
otro río que hubieran visto en su vida. El agua era profunda, misteriosa. Aunque se veía que su
volumen era enorme, parecía flotar eternamente inmóvil. Esa noche acamparon junto al río. Antes
de dormirse, Petronio todavía vendió algunos de sus últimos refrescos.
En la noche oscura, las mulas se encabritaron de pronto. Todos se despertaron temerosos.
Los muchachos empezaron a dar gritos en la oscuridad y tirar al aire. Pero nadie respondió al
fuego. Sin embargo, las mulas seguían encabritadas. Después de que volvió la calma, los
muchachos prendieron las linternas y se aventuraron hasta las mulas, arma en mano, para
averiguar qué era lo que andaba por allí. Una vez comprobado que no eran soldados, se
esperaban cualquier animal de monte, incluso un tigrillo. Lo que no se esperaban ver era que,
frente a la refrigeradora, como esperando que le sirvieran un refresco bien frío, estaba un enorme
lagarto de más de dos metros.
Petronio y Romualda entendieron aquello como un signo del destino. Juraron que nunca,
mientras Dios les diera vida, se separarían de la refri. Al día siguiente, tempranito, los hombres
empezaron a hacer una balsa mientras las mujeres preparaban las últimas sobras que les
quedaban para mal comer. Todo el día se fue en ambas labores, y cuando ya estuvo listo hacia el
final de la tarde, decidieron improvisar una celebración antes de cruzar en la madrugada.
A pesar de que hubo que tomar precauciones por temor al ejército, tales como poner posta,
cubrir todos los objetos —y sobre todo la refri— con ramas y monte, cuidar de no hacer fuegos al
descampado que pudieran ser vistos por los helicópteros, se pudo celebrar el simple hecho de
haber vivido hasta allí, de haber podido llegar hasta la raya de ese otro país que se llamaba
México, vivitos y coleando. Aunque, la verdad, era una manera más de calmar los nervios que de
verdad celebrar, porque de celebrar, no había nada que celebrar, fuera del hecho de estar vivos.
Aunque eso ya era bastante ganancia, y muchos estaban de veras contentos por eso. De tal
manera que los chistes circularon hasta con mayor abundancia que el poco guaro que quedaba.
Romualda se sentía particularmente impaciente y nerviosa. De fumar habría prendido un
cigarrillo tras otro, y hasta le dieron ganas de empezar en ese momento. Sufría de pensar que algo
le fuera a pasar a la refrigeradora: que se la llevara la corriente, que se diera vuelta, que se la
fueran a quitar del otro lado esos que se llamaban mexicanos, que decían que tenían dos cabezas
y cuatro manos. Trataba de alejar lo más posible el momento de atravesar, aunque a la vez quería
que pasara de una vez y ya. Sentía una cólera enorme hacia los soldados que la obligaron a vivir
todo eso, y le dieron ganas de gritar, pero pudo vencer la tentación. Le dio miedo incluso de dejar
que los nervios la dominaran. Toda su cólera de años de miseria y de odios contenidos podría
salírsele de pronto y quedarse loca como la niña Juana, la mujer de Celedonio. A ella hubo que
dejarla, porque sus gritos podían delatarlos. Aunque la refri no había sido su idea, ella ya no
quería, ya no podía separarse de ella.
A Petronio le daba risa que a alguien pudiera ocurrírsele que él fuera revolucionario, a su
edad y con la garganta tan quemada. Sin tener hijos siquiera. Sin embargo, su respiración no era