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viejo padre Manuel Hidalgo, maestro de canto, ya muy mayor, detectaba las
vocaciones por su cuenta y se permitía incursiones en músicas paganas que no
estaban previstas.
Con el padre Pieschacón, el rector, tuve algunas charlas casuales, y de ellas me
quedó la certidumbre de que me veía como a un adulto, no sólo por los temas que se
planteaban sino por sus explicaciones atrevidas. En mi vida fue decisivo para clarificar
la concepción sobre el cielo y el infierno, que no lograba conciliar con los datos del
catecismo por simples obstáculos geográficos. Contra esos dogmas el rector me alivió
con sus ideas audaces. El cielo era, sin más complicaciones teológicas, la presencia de
Dios. El infierno, por supuesto, era lo contrario. Pero en dos ocasiones me confesó su
problema de que «de todos modos en el infierno había fuego», pero no lograba
explicarlo. Más por esas lecciones en los recreos que por las clases formales, terminé
el año con el pecho acorazado de medallas.
Mis primeras vacaciones en Sucre empezaron un domingo a las cuatro de la
tarde, en un muelle adornado con guirnaldas y globos de colores, y una plaza
convertida en un bazar de Pascua. No bien pisé tierra firme, una muchacha muy bella,
rubia y de una espontaneidad abrumadora se colgó de mi cuello y me sofocó a besos.
Era mi hermana Carmen Rosa, la hija de mi papá antes de su matrimonio, que había
ido a pasar una temporada con su familia desconocida. También llegó en esa ocasión
otro hijo de papá, Abelardo, un buen sastre de oficio que instaló su taller a un lado de
la plaza mayor y fue mi maestro de vida en la pubertad.
La casa nueva y recién amueblada tenía un aire de fiesta y un hermano nuevo:
Jaime, nacido en mayo bajo el buen signo de Géminís, y además seismesino. No lo
supe hasta la llegada, pues los padres parecían resueltos a moderar los nacimientos
anuales, pero mi madre se apresuró a explicarme que aquél era un tributo a santa
Rita por la prosperidad que había entrado en la casa. Estaba rejuvenecida y alegre,
más cantora que siempre, y papá flotaba en un aire de buen humor, con el consultorio
repleto y la farmacia bien surtida, sobre todo los domingos en que llegaban los
pacientes de los montes vecinos. No sé si supo nunca que aquella afluencia obedecía
en efecto a su fama de buen curador, aunque la gente del campo no se la atribuía a
las virtudes homeopáticas de sus globulitos de azúcar y sus aguas prodigiosas, sino a
sus buenas artes de brujo.
Sucre estaba mejor que en el recuerdo, por la tradición de que en las fiestas de
Navidad la población se dividía en sus dos grandes barrios: Zulia, al sur, y Congoveo,
al norte. Aparte de otros desafíos secundarios, se establecía un concurso de carrozas
alegóricas que representaban en torneos artísticos la rivalidad histórica de los barrios.
En la Nochebuena, por fin, se concentraban en la plaza principal, en medio de grandes
controversias, y el público decidía cuál de los dos barrios era el vencedor del año.
Carmen Rosa contribuyó desde su llegada a un nuevo esplendor de la Pascua.
Era moderna y coqueta, y se hizo la dueña de los bailes con una cauda de
pretendientes alborotados. Mi madre, tan celosa de sus hijas, no lo era con ella, y por
el contrario le facilitaba los noviazgos que introdujeron una nota insólita en la casa.
Fue una relación de cómplices, como nunca la tuvo mi madre con sus propias hijas.
Abelardo, por su parte, resolvió su vida de otro modo, en un taller de un solo espacio
dividido por un cancel. Como sastre le fue bien, pero no tan bien como le fue con su
parsimonia de garañón, pues más era el tiempo que se le iba bien acompañado en la
cama detrás del cancel, que solo y aburrido en la máquina de coser.