—Pues a mi sí. Si la urraca gira a la izquierda, tendré que
arrancarle las plumas y machacarlas con sal
—Primero llévale el billete al zapatero; luego, despluma to.
das las aves de la pajarera si eso te complace,
‘Ala hora undécima de ese día entró el cuestor con paso arro-
gante y un mal disimulado aire de triunfo en la mirada. Valeria
lo esperaba.
—Sentaos, Quinto Sempronio.
Estáis preciosa, querida.
Ella bajó los ojos como si el cumplido la turbase; él sonrió
complacido.
«¿Acaso os confunde que ensalce vuestra hermosura?
Un poco.
Eso demuestra que sois virtuosa... Pero, querida mía, es
hora de que vayamos olvidando el protocolo,
Cinna la tomó entre sus brazos. La joven, disimulando la re-
pugnancia que el simple contacto con aquel hombre le produ-
, opuso una resistencia calculada, que él tomó por confusión.
—Vamos, vamos, querida, Pronto compartiremos el lecho.
—Esperad, entonces, hasta ese momento... Os lo ruego,
ñor
Lo dijo con tanta dulzura, y sus ojos fueron tan elocuentes,
que él la soltó sin sentirse desairado.
—No violentaré vuestro pudor
Sentaos, entonces.
“Tomaron asiento uno frente a otro; él, reclinado en una de
las camilla; ella, erguida, en una silla de caoba.
He pensado que quizá tengáis razón y no debamos esperar
más tiempo —dijo Valeria
—¿Puedo preguntaros a qué
—Quinto Sempronio —igu star a su pregu
ta—, estoy de luto y, por tanto, quiero una ceremonia sencilla,
sin ningún tipo de boato. No deseo banquete de bodas ni ini
tados. Únicamente vuestros parientes más allegados y mi tía
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—Por mi no hay inconveniente.
Mandad redactar las capitulaciones matrimoniales y ha:
blad con el flamen, a no ser que prefiräis otro tipo de cer
mon
—No, lo haremos asi.
—Entonces, Quinto Sempronio —Valeria levantó la cabeza
y sostuvo la torva mirada del cuestor—, fijad la fecha. Sólo os
ruego que me deis unos dias para prepararme,
—¢Os bastarán nueve dias?
Si.
—Entonces, nos casaremos este mismo mes.
De acuerdo.
Valeria se levantó y le tendió la mano; él salvó de la camilla
y rodeó con sus brazos a la muchacha, al tiempo que buscaba
sus labios con la boca. Pero la joven se libró hábilmente del beso
y del abrazo.
—Otra cosa, Cinna: ¿viviremos en esta casa?
—No. Los primeros días, por lo menos, los pasaremos en mi
casa, con mi madre. Quiero que estéis bajo el cuidado de una
matrona de edad —sontié irónico—. No pretendo vigilaros, V
Jeria, pero habréis de ganaros poco a poco mi confianza. Ade-
más, mi madre os iniciará en los deberes de esposa.
—Lo comprendo... Y no tendréis ninguna queja de mi, os lo
aseguro.
Aquella sumisión lo desconcertó.
«Esta perra altiva», se dijo el cuestor, «se ha rendido en
cuanto la he tratado con mano dura. ¡Ya sabía yo que las cuatro
paredes de la casa se le cacrían encima! ¡Ah, bruja, no ha hecho
falta mucho para doblegarte!»
Se despedía ya cuando, de pronto, Valeria dijo:
—Señor, si no os importa, querría ir mañana a encargar
unos vestidos. Y me gustaría que vuestra madre acepte acom
pañarme: necesito que alguien me ayude a escoger las sedas.
Quizá por el tono en que habló, o quizá por la precipitación
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