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pequeñas pulsaciones al compás de los latidos de su corazón, o acaso de sus pensamientos. Tal
vez
susurraba palabras mudas a la noche.
Tragué saliva para calmar la sed y aquel sonido resonó, atronador, en el silencio de la noche.
Entonces
Naoko, como si ese sonido hubiese sido una señal, se levantó de un salto y, con un
tenue
frufrú de telas, se arrodilló junto a mi almohada y clavó sus ojos en los míos. La miré, pero
sus
ojos no decían nada. Las pupilas tenían una transparencia inusitada; eran tan claras que
parecía
que, a través de ellas, podría verse el más allá. Por más que miré, no logré ver nada en sus
profundidades.
El rostro de Naoko quedaba a treinta centímetros del mío, aunque yo lo sentía a
muchos
años luz de distancia.
Alargué el brazo e intenté tocarla, pero ella se echó hacia atrás. Los labios le temblaban. A
continuación,
alzó las dos manos y empezó a desabrocharse la bata. Tenía siete botones.
Contemplé,
cual si fuera una prolongación del sueño, cómo sus hermosos y delgados dedos iban
desabrochándolos,
uno tras otro. Una vez hubo soltado los siete pequeños botones blancos,
Naoko,
como una serpiente que se desprende de su piel, dejó que la bata se deslizara desde los
hombros
hasta la cadera y quedó completamente desnuda, pues no llevaba nada debajo. Lo único
que
tenía puesto era el pasador con forma de mariposa. Naoko, todavía arrodillada en el suelo, se
quedó
mirándome. Bañado por la suave luz de la luna, su cuerpo tenía el lustre de la carne recién
nacida,
y casi despertaba compasión. Al moverse en un movimiento apenas perceptible, las
partes
bañadas por la luz de la luna se desplazaron levemente, las sombras que teñían su cuerpo
cambiaron
de forma. Los pechos redondos y llenos, los pequeños pezones, la cavidad del
ombligo,
las caderas, el vello púbico, todas las texturas de aquella sombra cambiaron de forma,
igual
que las ondas sobre la superficie de un lago.
«¡Qué cuerpo tan perfecto!», pensé. ¿Cuándo había adquirido Naoko unas formas tan
perfectas?
¿Dónde estaba el cuerpo que yo había abrazado aquella noche de primavera? Aquella
noche,
cuando desnudé despacio, con dulzura, a una Naoko que lloraba a mares, su cuerpo me
pareció
imperfecto. Los pechos eran duros; los pezones, protuberantes en exceso; las caderas,
extrañamente
rígidas. Sin duda, Naoko era una muchacha hermosa, y su cuerpo, atractivo. Me
excitaba
sexualmente, tenía un enorme poder de atracción sobre mí. Pero, con todo, mientras
abrazaba,
acariciaba y besaba su cuerpo desnudo, me poseyó una extraña emoción ante la torpeza de
aquel cuerpo. Hubiese querido explicárselo. Pensé: «Ahora estoy haciendo el amor contigo. Estoy
dentro de ti. Pero, en realidad, no tiene ninguna importancia. Tanto da. No deja de ser un coito.
Al poner en contacto nuestros cuerpos imperfectos, no hacemos más que contarnos lo que no
podríamos contarnos de otro modo. Y así adquirimos conciencia de nuestras respectivas
imperfecciones».
Por supuesto, éstas no son cosas que puedan expresarse fácilmente. Y me limité a
abrazar en silencio el cuerpo de Naoko. Mientras, podía sentir el tacto áspero de un cuerpo
extraño
que permanecía dentro de ella. Y este tacto excitó mis sentidos, confiriendo a mi erección
una
gran dureza.
El cuerpo que tenía ahora delante era muy distinto al de entonces. Me dije: «Su carne, tras
experimentar
diversas transformaciones, ha llegado a la perfección y renace bajo la luz de la
luna».
Primero, tras la muerte de Kizuki, había desaparecido el rollizo cuerpo de adolescente y,
más
adelante, había sido reemplazado por la carne de una mujer adulta. El cuerpo de Naoko era
tan
perfecto que no logró excitarme. Me limité a contemplar, atónito, la preciosa curva de la
cintura,
los pechos redondos y lustrosos, el vientre esbelto que vibraba en silencio con su
respiración
y, debajo, la sombra de su vello púbico, negro y suave.
Expuso su cuerpo desnudo ante mis ojos durante... ¿cuánto? ¿Cinco, seis minutos? Poco
después
volvió a ponerse la bata y empezó a abrocharse los botones por orden, empezando por el