Horus, senor de la guerra.pdf

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About This Presentation

es warhammer que mas se ha de decir gente


Slide Content

Horus, Señor de la Guerra: En esta serie se relatan hechos que suceden 10 000 años
antes que los referidos en las novelas de Warhammer 40000. Por este motivo se trata
de una serie imprescindible para los aficionados que quieran conocer el origen de
episodios y personajes de otras novelas.
Estamos en el trigésimo primer milenio. Bajo la benévola autoridad del Emperador
Inmortal, el Imperio de la Humanidad se ha extendido por la galaxia en una era
dorada de descubrimientos y conquistas.
Pero ahora, en la víspera de la victoria, el Emperador deja el frente y confía la Gran
Cruzada a su hijo favorito, Horus. Ascendido a señor de la guerra, ¿podrá el idealista
Horus llevar a cabo el grandioso plan del Emperador, o acaso este ascenso sembrará
las semillas de la herejía entre sus hermanos?
Horus, señor de la guerra es el primer capítulo del relato de La Herejía de Horus, una
guerra civil galáctica que amenazó con provocar la extinción de la humanidad.
Página 2

Dan Abnett
Horus, señor de la guerra
Mi hermano, mi enemigo
Warhammer 40000 » Herejía de Horus - 1
ePub r2.2
diegoan 26.09.2020
Página 3

Título original: Horus Rising
Dan Abnett, 2006
Traducción: Gemma Gallart

Editor digital: diegoan
Primer editor: Titivillus
ePub base r2.1
Página 4

Índice de contenido
Cubierta
Horus, señor de la guerra
La Herejía de Horus
Dramatis Personae
Primera Parte
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Segunda Parte
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Tercera Parte
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Sobre el autor
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Para Rick Priestley, Jonh Blanche y Alan Merrett, arquitectos del
imperio

Mi agradecimiento a Graham McNeill y a Ben Counter, a Nick y
Lindsey, y a Geoff Davis de GW Maidstone.
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Una época legendaria
Héroes extraordinarios combaten por el derecho a gobernar la
galaxia. Los inmensos ejércitos del Emperador de Terra han
conquistado la galaxia en una gran cruzada: los guerreros de élite del
Emperador han aplastado y eliminado de la faz de la historia a
innumerables razas alienígenas.
El amanecer de una nueva era de supremacía de la humanidad se
alza en el horizonte.
Ciudadelas fulgurantes de mármol y oro celebran las muchas victorias
del Emperador. Arcos triunfales se erigen en un millón de mundos
para dejar constancia de las hazañas épicas de sus guerreros más
poderosos y letales.
Situados en el primer lugar entre todos ellos están los primarcas, seres
pertenecientes a la categoría de superhombres que han conducido los
ejércitos de marines espaciales del Emperador a una victoria tras otra.
Son imparables y magníficos, el pináculo de la experimentación
genética. Los marines espaciales son los guerreros más poderosos que
la galaxia haya conocido. Cada uno de ellos capaz de superar a un
centenar o más de hombres normales en combate.
Organizados en ejércitos inmensos de decenas de miles de hombres
llamados legiones, los marines espaciales y sus jefes primarcas
conquistan la galaxia en el nombre del Emperador.
El más importante entre los primarcas es Horus. Llamado El Glorioso,
la Estrella Más Brillante, el favorito del Emperador, es igual que un
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hijo para él. Es el Señor de la Guerra, el comandante en jefe del
poderío militar del Emperador, dominador de un millón de mundos y
conquistador de la galaxia. Se trata de un guerrero sin par, un
diplomático eminente.
Horus es una estrella ascendente, pero ¿hasta qué altura puede llegar
una estrella antes de caer?
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Dramatis Personae
LOS PRIMARCAS
HORUS Primer primarca y Señor de la
Guerra, comandante en jefe de los
Lobos Lunares
ROGAL DORN Primarca de los Puños Imperiales
SANGUINIUS Primarca de los Ángeles Sangrientos
LEGIÓN DE LOS LOBOS LUNARES
EZEKYLE ABADDON Primer capitán
TARIK TORGADDON Capitán de la Segunda Compañía
LACTON QRUZE El Que se Oye a Medias, capitán de la
Tercera Compañía
HASTUR SEJANUR Capitán de la Cuarta Compañía
HORUS AXIMAND Pequeño Horus, capitán de la Quinta
Compañía
SERGHAR TARGOST Capitán de la Séptima Compañía,
Señor de la Logia
GARVIEL LOKEN Capitán de la Décima Compañía
LUC SEDIRAE Capitán de la 13.ª Compañía
TYBALT MARR El uno, capitán de la 18.ª Compañía
VERULAM MOY El otro, capitán de la 19.ª Compañía
LEV GOSHEN Capitán de la 25.ª Compañía
KALUS EKADDON Capitán de la Escuadra Guadaña
Catulana
FALKUS KIBRE Aniquilidor, capitán, Escuadra
Exterminadora Justaerin
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NERO VIPUS Sargento, Escuadra Táctica Locasta
XAVYER JUBAL Sargento, Escuadra Táctica Hellebore
MALOGHURST El Retorcido, palafranero del Señor de
la Guerra
LEGIÓN DE LOS PORTADORES DE LA PALABRA
EREBUS Primer capellán
LEGIÓN DE LOS PUÑOS IMPERIALES
SIGISMUND Primer capitán
LEGIÓN DE LOS HIJOS DEL EMPERADOR
EIDOLON Comandante general
LUCIUS Capitán
SAÚL TARVITZ Capitán
LEGIÓN DE LOS ÁNGELES SANGRIENTOS
RALDORON Señor del Capítulo
ERFA HINE
FLOTA DE LA 63.ª EXPEDICIÓN IMPERIAL
BOAS COMNENUS Señor de la Flota
HEKTOR VARVARAS Gran comandante del ejército
ING MAR SING Señora de los Astrópatas
SWEQ CHOROGUS Ilustre superior de la Navis Nobilite
REGULUS Adepto, enviado del Mechanicus
marciano
FLOTA DE LA 140.ª EXPEDICIÓN IMPERIAL
MATHANUAL AUGUST Señor de la Flota
PERSONAJES IMPERIALES
KYRIL SINDERMANN Iterador principal
IGNACE KARKASY Rememorador oficial, poeta
MERSADIE OLITON Rememoradora oficial,
documentalista
EUPHRATI KEELER Rememoradora oficial, imaginista
PEETER EGON MOMUS Arquitecto designado
AENID RATHBONE Suma administratix
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PERSONAJES NO IMPERIALES
JEPHTA NAUD Comandante general de los ejércitos
interexianos
DIATH SHEHN Abrocarius
ASHEROT Kinebrach asistente, guardián de la
Galería de los Artefactos
MITHRAS TULL Comandante subalterno de los
ejércitos interexianos
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Primera Parte
Los engañados
Yo estaba allí el día que Horus mató al Emperador…
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Los mitos crecen como cristales, según su propia estructura
recurrente; pero es necesaria la existencia de un núcleo
apropiado para iniciar su crecimiento.
Atribuida al rememorador Koestler (fl. M2)
La diferencia entre dioses y demonios depende en gran
medida de la posición en que se encuentre uno en ese
momento.
PRIMARCA LORGAR
La nueva luz de la ciencia brilla con más fuerza que la
antigua luz de la hechiceria. ¿Por qué, pues, no parece que
seamos capaces de ver tan lejos?
El filósofo sumaturiano SAHLONUM (fl. M29)
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Uno
Sangre derramada por un malentendido
Nuestros hermanos que se hallan en la ignorancia
La muerte del Emperador
»Yo estaba allí —acostumbraba a decir después, hasta que después se convirtió en un
tiempo que no producía ninguna risa—. Yo estaba allí, el día que Horus mató al
Emperador». Era una presunción deliciosa, y sus camaradas reían entre dientes ante
la total deslealtad que ello implicaba.
La historia era buena, y era Torgaddon quien por lo general se encargaba de
engatusarlo para que la contara, pues Torgaddon era un bromista, un hombre de risa
contundente y jugarretas estúpidas. Y Loken volvía a contarlo, un relato referido
tantísimas veces, que casi se contaba solo.
Loken siempre se aseguraba de que su público comprendía adecuadamente la
ironía de su historia. Probablemente sentía cierta vergüenza respecto a su
complicidad en el asunto, ya que se trataba de un caso de sangre derramada por un
malentendido. Existía una gran tragedia implícita en el relato del asesinato del
Emperador, una tragedia que Loken siempre quería que sus oyentes apreciaran. Pero
la muerte de Sejanus era, por lo general, todo lo que fijaba la atención de estos.
Eso, y la ingeniosa culminación.
Había sido, hasta donde los horólogos dilatados por la disformidad eran capaces
de atestiguar, el año 203 de la Gran Cruzada. Loken siempre situaba su historia en el
lugar y tiempo apropiados. El comandante llevaba aproximadamente un año como
Señor de la Guerra, desde la triunfal conclusión de la campaña de Ullanor, y estaba
ansioso por confirmar su recién adquirida posición, en especial a los ojos de sus
hermanos.
Señor de la Guerra. Vaya título. El traje era nuevo todavía y resultaba artificial; no
se había acostumbrado a él.
Era un tiempo extraño para estar lejos entre las estrellas. Llevaban dos siglos
haciendo aquello, pero en esos momentos daba la sensación de ser algo ajeno. Era un
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principio de cosas. Y también un final.
Las naves de la 63.ª Expedición dieron con el Imperio por casualidad. Una
repentina tormenta etérea, que más tarde Maloghurst declaró providencial, obligó a
una alteración del rumbo, y los transportó a las fronteras de un sistema compuesto
por nueve mundos.
Nueve mundos que describían círculos alrededor de un sol amarillo.
Al detectar la multitud de amenazantes naves de guerra estacionadas en los bordes
exteriores del sistema, el Emperador exigió en primer lugar saber su ocupación y
orden del día. A continuación corrigió concienzudamente lo que consideró como
errores variopintos de su respuesta.
Acto seguido exigió lealtad.
Era, explicó, el Emperador de la Humanidad y había guiado estoicamente a su
gente a través de la espantosa época de las tormentas de disformidad, durante la Era
de los Conflictos, manteniendo con firmeza el gobierno y la ley del hombre. Era lo que
se esperaba de él, declaró. Había mantenido la llama de la cultura humana encendida
durante el penoso aislamiento de la Vieja Noche; había preservado aquel fragmento
precioso y vital, y lo había mantenido intacto, hasta que llegara el momento en que la
desperdigada diáspora de la humanidad volviera a establecer contacto. Le alegraba
que tal momento fuera inminente ya. Su alma daba brincos al ver cómo las naves
huérfanas regresaban al corazón del Imperio. Todo estaba listo y aguardando. Todo se
había conservado. Acogería a los huérfanos en su seno y entonces se iniciaría el gran
proyecto de la reconstrucción, y el Imperio de la Humanidad se extendería de nuevo
por las estrellas, como era su derecho inalienable.
En cuanto le demostraran la lealtad debida como Emperador de la Humanidad.
El comandante, más bien divertido según el decir general, envió a Hastur Sejanus
a reunirse con el Emperador y transmitirle sus saludos.
Sejanus era el favorito del comandante. No tan orgulloso o irascible como
Abaddon, ni tan despiadado como Sedirae, ni tampoco tan sólido y venerable como
Iacton Qruze, Sejanus era el capitán perfecto, uniformemente templado en todos los
aspectos. Un guerrero y un diplomático en igual medida, el expediente militar de
Sejanus, superado únicamente por el de Abaddon, se olvidaba fácilmente al estar en
compañía del hombre en persona. «Un hombre encantador», decía Loken,
fundamentando su relato, «un hombre encantador al que todos adoraban».
—No existía nadie a quien quedara mejor la armadura modelo IV que a Hastor
Sejanus. Que se le recuerde y se celebren sus hazañas, incluso aquí entre nosotros,
habla en favor de las cualidades de Sejanus. El héroe más noble de la Gran Cruzada.
—Así era como Loken lo describía a los ávidos oyentes—. En épocas futuras, se lo
recordará con tal afecto que los hombres le darán su nombre a sus hijos.
»Sejanus, con una escuadra de sus guerreros más magníficos de la Cuarta
Compañía, viajó al interior del sistema en una barcaza dorada, y fue recibido en
audiencia por el Emperador en su palacio del tercer planeta.
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»Y eliminado.
»Asesinado. Despedazado sobre el suelo de ónice del palacio mientras permanecía
ante el trono dorado del Emperador. Sejanus y su escuadra gloriosa —Dymos,
Malsandar, Gorthoi y el resto—, todos masacrados por la guardia de élite del
Emperador, los llamados «Invisibles».
»Al parecer, Sejanus no había ofrecido la correcta promesa de lealtad y, con muy
poco tacto, había sugerido que en realidad incluso podría existir otro «Emperador».
»La aflicción del comandante fue total, pues quería a Sejanus como a un hijo.
Ambos habían combatido el uno junto al otro para conseguir la obediencia de un
centenar de mundos. Pero el comandante, siempre optimista y sensato en tales
cuestiones, indicó a su personal de comunicaciones que ofreciera al Emperador otra
oportunidad. El comandante detestaba recurrir a la guerra, y siempre buscaba
alternativas a la violencia, cuando estas eran factibles. Aquello era un error, razonó
para sí, un terrible, terrible error, y la paz se podía salvar. Se podía hacer razonar a
aquel «Emperador».
»Era más o menos en aquel momento, a Loken le gustaba añadir, cuando una
insinuación de comillas empezaba a aparecer alrededor del nombre del «Emperador».
»Se decidió que se enviaría una segunda embajada. Maloghurst se ofreció
voluntario al momento. El comandante accedió, pero ordenó que la punta de lanza
avanzara hasta colocarse a distancia de ataque. La intención estaba clara: una mano
extendida y abierta, en señal de paz, y la otra dispuesta como un puño. Si la segunda
embajada fracasaba o recibía un trato violento también ella, entonces el puño se
encontraría ya en posición de atacar. Aquel día sombrío, explicó Loken, el honor de
estar en la punta de lanza había recaído, mediante el acostumbrado sistema de echarlo
a suertes, en las fuerzas de Abaddon, Torgaddon, Pequeño Horus Aximand, y el
mismo Loken.
»En cuanto se dio la orden, se iniciaron los preparativos de combate. Las naves de
la punta de lanza se deslizaron al frente, avanzando bajo una pantalla de invisibilidad,
y se instalaron las aeronaves de asalto en los transportes de lanzamiento. Se repartió y
comprobó el armamento. Se efectuaron y atestiguaron juramentos de combate, y se
ajustaron las armaduras en los cuerpos ungidos de los elegidos.
»En silencio, tensa y lista para ser la enviada, la punta de lanza observó mientras el
convoy lanzadera que transportaba a Maloghurst y a sus enviados describía un arco
descendente en dirección al tercer planeta. Las baterías de la superficie los hicieron
añicos en el cielo. Mientras los montones de desechos en llamas de la flotilla de
Maloghurst desaparecían en el interior de la atmósfera, las fuerzas de la flota del
«Emperador»; se alzaron fuera de los océanos, surgieron de las nubes altas y de los
pozos gravitacionales de lunas cercanas. Seiscientas naves de guerra al descubierto y
armadas para el combate.
»Abaddon desactivó la invisibilidad y efectuó una última súplica personal al
«Emperador» para implorarle que entrara en razón. Las naves de guerra empezaron a
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disparar sobre la punta de lanza de Abaddon.
»—Mi comandante —transmitió este al corazón de la flota que aguardaba—, no
hay modo de hacer ningún trato. Este impostor demente se niega a escuchar.
»Y el comandante respondió:
»—Ilumínalo, hijo mío, pero perdona la vida a todos los que puedas. No obstante
esta orden, venga la sangre derramada de mi noble Sejanus. Diezma a los asesinos de
élite de este «Emperador», y tráeme al impostor.
»—Y de ese modo —suspiraba entonces Loken—, hicimos la guerra a nuestros
hermanos, que estaban tan sumidos en la ignorancia.
Era entrada la tarde, pero el cielo estaba saturado de luz. Las torres fototrópicas de la
Ciudad Elevada, construidas para girar y seguir al sol con sus ventanas durante el día,
se movían indecisas ante el resplandor oscilante del firmamento. Formas espectrales
navegaban a través de la atmósfera superior: naves que trababan combate en una
masa arremolinada, trazando breves y disparatadas cartas astrales con los rayos de sus
baterías de cañones.
A ras del suelo, alrededor de las amplias plataformas de basalto que formaban los
contornos del palacio, el fuego de artillería fluía por el aire como lluvia horizontal,
lanzando chorros en espiral de fuego trazador que descendía y se deslizaba igual que
serpientes, fulminantes haces de energía siseante que se desvanecían con la misma
rapidez con que aparecían y ráfagas de granadas relampagueantes que recordaban
una descarga de pedrisco. Aeronaves de asalto derribadas, muchas de ellas
inutilizadas y en llamas, cubrían veinte kilómetros cuadrados del paisaje.
Figuras humanoides de color negro atravesaron despacio los límites de la zona
ocupada por el palacio. Tenían la forma de hombres con armadura, y avanzaban
pesadamente como si fueran hombres, pero eran gigantes, cada uno con una altura de
ciento cuarenta metros. El Mechanicus había desplegado a media docena de sus
máquinas de guerra conocidas como titanes, y alrededor de sus tobillos negros como
el carbón las tropas corrían al frente en una violenta oleada de tres kilómetros de
anchura.
Los Lobos Lunares avanzaban en tropel como la espuma de la ola, miles de
refulgentes figuras blancas que se inclinaban y cruzaban a la carrera las plataformas
circundantes mientras las detonaciones estallaban entre ellas y elevaban del suelo
ondulantes bolas de fuego y árboles de humo marrón oscuro. Cada estallido sacudía el
suelo con un impacto rechinante y lanzaba una lluvia de tierra a modo de maldición
retardada. Aeronaves de asalto pasaban raudas sobre sus cabezas, en vuelo bajo, por
entre las estructuras desgarbadas y espaciadas de los titanes, avivando las lentas nubes
de humo en ascensión para convertirlas en repentinos vórtices de energía.
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En cada casco astartes resonaba el parloteo del comunicador: voces cortantes que
daban órdenes a diestro y siniestro, con un deje enronquecido por la calidad de la
transmisión.
Era la primera vez que Loken se encontraba inmerso en una guerra generalizada
desde Ullanor. También era la primera vez para la Décima Compañía. Había habido
escaramuzas y peleas, pero nada que los pusiera a prueba, y Loken se alegró al
comprobar que su cohorte no se había oxidado. El régimen inflexible de instrucción
real y ejercicios extenuantes que había mantenido los había conservado tan
combativos y serios como los términos de los juramentos de combate que habían
efectuado apenas unas horas antes.
Ullanor había sido glorioso, una tarea dura en la que no se regateó ningún
esfuerzo para conseguir expulsar y derrocar a un imperio bestial. Los pielesverdes
habían resultado un adversario pernicioso y con capacidad de adaptación, pero los
doblegaron y desperdigaron los rescoldos de sus hogueras rebeldes. El comandante
había quedado dueño y señor del terreno mediante el empleo de su estrategia favorita
en la que era un experto: la ofensiva de la punta de lanza dirigida directamente a la
garganta. Sin prestar atención a las masas de pielesverdes, que superaban en cinco a
uno a los cruzados, el comandante había atacado directamente al jefe supremo y a su
círculo de mando, dejando al enemigo descabezado y sin dirección.
La misma filosofía operaba allí. Desgarrar la garganta y dejar que el cuerpo se
convulsione y perezca. Loken y sus hombres, y las máquinas de guerra que les daban
apoyo, eran el filo de la espada desenvainada para tal propósito.
Pero aquello no era en absoluto como Ullanor. No había sotos de lodo ni
bastiones de arcilla, ni fortalezas destartaladas de metal y alambre desnudos, ni
tampoco estallidos de pólvora en el aire u ogros aullantes. Aquello no era una reyerta
primitiva decidida por las espadas y la fuerza de la parte superior del cuerpo.
Aquello era guerra moderna en un lugar civilizado. Era hombre contra hombre,
dentro de los límites monolíticos de una gente refinada. El enemigo poseía artillería y
armas de fuego que eran en todo punto comparables tecnológicamente a las de las
fuerzas de la legión, y la habilidad y el adiestramiento necesarios para utilizarlas. A
través de las imágenes verdes de su visor, Loken veía hombres con armaduras que
dirigían contra ellos armas de energía en las zonas inferiores del palacio. Vio armas
montadas sobre orugas, artillería automatizada; nidos de cuatro o incluso ocho
cañones automáticos sincronizados sobre plataformas móviles que avanzaban
pesadamente impulsadas por patas hidráulicas.
No se parecía en absoluto a Ullanor. Aquello había sido una experiencia terrible.
Esto sería un examen. Igual contra igual. Adversarios semejantes enfrentados.
Excepto que, no obstante toda su tecnología militar, al enemigo le faltaba una
cualidad esencial, y esa cualidad estaba encerrada en el interior de todos y cada uno
de los bastidores de la armadura Mark-IV: la carne y la sangre mejoradas
genéticamente de los astartes Imperiales. Modificados, perfeccionados, más que
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humanos, los astartes eran superiores a cualquier cosa con la que se hubieran
tropezado o fueran a tropezarse jamás. Ningún ejército de la galaxia podía esperar
jamás ser capaz de igualar a las legiones, a menos que las estrellas se extinguieran,
reinara la locura y la legitimidad se invirtiera. Pues, tal y como Sedirae había dicho en
una ocasión: «Lo único que puede derrotar a un astartes es otro astartes», y todos se
habían reído ante aquello. Lo imposible no era nada de lo que tener miedo.
El enemigo —con armadura de un magenta bruñido ribeteado de plata, como
Loken descubrió más tarde cuando los contempló sin el casco puesto— defendía con
firmeza las puertas de inducción que conducían al palacio interior. Eran hombres de
gran tamaño, altos, de pecho y hombros robustos, y en el punto culminante de su
estado físico; pero ninguno de ellos, ni siquiera los más altos, le llegaban a la altura de
la barbilla a uno de los Lobos Lunares. Era igual que pelear contra niños.
Niños bien armados, eso había que reconocerlo.
Por entre las arremolinadas nubes de humo y discordantes detonaciones, Loken
condujo a la veterana Primera Escuadra escaleras arriba a la carrera, con las suelas de
plastiacero de las botas chirriando contra la piedra: la Primera Escuadra, la Décima
Compañía, la Escuadra Táctica Hellebore, gigantes relucientes bajo una armadura de
un blanco nacarino, con la insignia de la cabeza de lobo sobre las placas de respuesta
automática de los hombros. El fuego cruzado zigzagueaba a su alrededor desde las
puertas custodiadas situadas ante ellos, y el aire nocturno relucía por la distorsión que
provocaba el calor del tiroteo. Alguna especie de mortero automatizado en posición
vertical descargaba un torrente lento de enormes cargas explosivas por encima de sus
cabezas.
—¡Eliminadlo! —oyó Loken que ordenaba el hermano sargento Jubal a través del
comunicador.
Jubal dio la orden usando el lacónico argot de Cthonia, el mundo del que eran
originarios, un lenguaje que los Lobos Lunares habían conservado como su idioma de
combate.
El hermano de batalla que llevaba el cañón de plasma de la escuadra obedeció sin
vacilar. Durante un resplandeciente medio segundo, una cinta de luz de veinte metros
unió la boca de su arma con el mortero automatizado y a continuación el aparato
envolvió la fachada del palacio en una estela de abrasadoras llamas amarillas.
La explosión acabó con docenas de soldados. Varios salieron volando por los aires
y aterrizaron contraídos y desmadejados sobre la escalinata.
—¡A por ellos! —chilló Jubal.
Un fuego arrasador desportilló y golpeteó sus armaduras. Loken sintió su lejano
aguijonazo. El hermano Calends dio un traspié y cayó, pero se incorporó de nuevo
casi de inmediato.
Loken vio cómo el enemigo se dispersaba ante su carga. Alzó el bólter. El arma
mostraba un corte profundo en el metal de la empuñadura delantera, herencia del
hacha de un pielverde durante la batalla de Ullanor, una marca superficial que había
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indicado a los armeros que no eliminaran. Empezó a disparar, no en ráfaga, sino
disparo a disparo, notando cómo el arma daba sacudidas y golpeaba contra sus
palmas. Los proyectiles bólter eran explosivos, y los hombres que alcanzaban
estallaban como ampollas o se desmenuzaban igual que fruta reventada. Cada figura
desgarrada dejaba escapar una neblina rosa al caer.
—¡Décima Compañía! —gritó Loken—. ¡Por el Señor de la Guerra!
El grito de guerra resultaba todavía extraño, simplemente otro aspecto de la
novedad. Era la primera vez que Loken lo proclamaba en combate, la primera ocasión
que había tenido desde que el Emperador le había otorgado aquel honor después de
Ullanor.
El Emperador. El auténtico Emperador.
—¡Lupercal! ¡Lupercal! —aullaron los Lobos como respuesta mientras entraban
en tropel, eligiendo responder con el antiguo grito, el apodo que la legión daba a su
amado comandante. Los cuernos de guerra de los titanes retumbaron.
Asaltaron el palacio. Loken se detuvo junto a una de las puertas de inducción,
instando a los que iban en vanguardia a entrar mientras pasaba revista rápidamente al
avance del cuerpo principal de su compañía. Un fuego infernal siguió cayendo sobre
ellos desde los balcones y torres superiores. A una gran distancia, una brillante cúpula
de luz se alzó repentinamente por el aire, pasmosamente luminosa y vivida. El visor
de Loken se oscureció automáticamente. El suelo tembló y un sonido parecido a un
trueno llegó hasta él. Una nave insignia de buen tamaño, alcanzada y en llamas, había
caído del cielo e ido a impactar en los aledaños de la Ciudad Elevada. Atraídas por el
fogonazo, las torres fototrópicas situadas sobre su cabeza se agitaron nerviosamente y
rotaron.
Los informes llegaban a raudales. La fuerza de Aximand, la Quinta Compañía, se
había hecho con la Regencia y los pabellones situados en los lagos ornamentales al
oeste de la Ciudad Elevada. Los hombres de Torgaddon se abrían paso a través de la
ciudad inferior, eliminando a las unidades blindadas enviadas a cerrarles el paso.
Loken miró al este. A tres kilómetros de distancia, al otro lado de la plana llanura
de las plataformas de basalto, más allá de la marea de hombres que atacaban, los
titanes que avanzaban majestuosos y el fuego racheado, la compañía de Abaddon, la
Primera Compañía, cruzaba los baluartes para penetrar en el flanco opuesto del
palacio. Loken amplificó su campo de visión, contemplando cientos de figuras con
armaduras blancas que corrían en tropel a través del humo y la lluvia de proyectiles.
Al frente de ellas, las figuras oscuras de la escuadra de exterminadores más destacada
de la Primera Compañía, la Justaerin. Llevaban lustrosas armaduras negras, oscuras
como la noche, como si pertenecieran a alguna otra legión negra.
—Loken a la Primera —transmitió—. La Décima ha entrado.
Hubo una pausa, una breve distorsión, luego la voz de Abaddon respondió:
—Loken, Loken…, ¿intentas avergonzarme con tu diligencia?
—Ni por un instante, primer capitán —replicó él.
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Existía un estricto respeto jerárquico dentro de la legión, y a pesar de ser un oficial
de alto rango, Loken sentía una admiración reverencial por el incomparable primer
capitán. Por todo el Mournival, de hecho, aunque Torgaddon siempre había honrado
a Loken con muestras genuinas de amistad.
Ahora Sejanus había desaparecido, se dijo Loken. La apariencia del Mournival no
tardaría en cambiar.
—Me estoy burlando de ti, Loken —transmitió Abaddon, con una voz tan
profunda que el comunicador hacía que algunos sonidos de vocales sonaran poco
claros—. Me reuniré contigo a los pies de este falso emperador. El primero que llegue
será quien lo ilumine.
Loken contuvo una sonrisa. Ezekyle Abaddon raras veces había bromeado con él
con anterioridad. Se sintió bendecido, elevado. Ser un hombre elegido era suficiente,
pero estar con la élite preferida era el sueño de todo capitán.
Tras volver a cargar el arma, Loken entró en el palacio por la puerta de inducción,
pasando por encima de la maraña de cadáveres de los enemigos eliminados. El
enlucido de las paredes interiores se había agrietado y desprendido, y fragmentos
sueltos, como arena seca, crujieron cuando los pisó. El aire estaba lleno de humo, y su
visualizador no dejaba de saltar de un registro a otro mientras intentaba compensarse
y proporcionar una lectura clara.
Siguió avanzando por el vestíbulo interior a la vez que oía el eco de disparos que
surgían de puntos recónditos dentro del recinto palaciego. El cuerpo de un hermano
estaba desplomado en una entrada a su izquierda, el enorme cadáver con armadura
blanca, extraño y fuera de lugar entre los cuerpos más pequeños de sus enemigos.
Marjex, uno de los apotecarios de la legión estaba inclinado sobre él. Alzó los ojos
cuando Loken se acercó y sacudió la cabeza.
—¿Quién es? —preguntó Loken.
—Tibor, de la Segunda Escuadra —respondió Marjex.
Loken frunció el entrecejo al ver la devastadora herida de la cabeza que había
detenido a Tibor.
—El Emperador conoce su nombre —indicó.
Marjex asintió, e introdujo la mano en su nartecium para coger la herramienta
reductora. Iba a retirar la preciosa semilla genética de Tibor para que pudiera ser
devuelta a los bancos de la legión.
Loken dejó al apotecario con su tarea y siguió avanzando por el vestíbulo. En una
amplia columnata situada al frente, las imponentes paredes estaban decoradas con
frescos que mostraban escenas familiares de un emperador aureolado en un trono
dorado. «Qué ciega está esta gente», pensó, «qué triste es esto. Un día, un solo día con
los iteradores, y comprenderían. No somos el enemigo. Somos iguales, y traemos un
mensaje glorioso de redención. La Vieja Noche ha terminado. El hombre vuelve a
recorrer las estrellas, y el poder de los astartes camina a su lado para mantenerlo a
salvo».
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En un ancho túnel inclinado de plata repujada, Loken alcanzó a los elementos de
la Tercera Escuadra. De todas las unidades de su compañía, la Tercera Escuadra —la
Escuadra Táctica Locasta— era su preferida y la que gozaba de su favor. Su
comandante, el hermano sargento Ñero Vipus, era su amigo más antiguo y leal.
—¿Qué tal tu humor, capitán? —preguntó Vipus, cuya armadura de un blanco
nacarino estaba manchada de hollín y salpicada de sangre.
—Flemático, Ñero. ¿Y tú?
—Colérico. Con una furia ciega, de hecho. Acabo de perder a un hombre, y otros
dos de los míos están heridos. Hay algo que cubre la intersección situada al frente.
Algo pesado. Ni te creerías la velocidad de disparo de esa arma.
—¿Habéis probado a fragmentarlo?
—Dos o tres granadas. Sin el menor efecto. Y no hay nada que podamos ver.
Garvi, todos hemos oído hablar de esos llamados Invisibles. Los que asesinaron a
Sejanus. Me preguntaba si…
—Déjame las preguntas a mí —replicó Loken—. ¿Quién ha caído?
Vipus se encogió de hombros. Era un poco más alto que Loken, y su
encogimiento de hombros hizo que la gruesa nervadura y las poderosas placas de su
armadura chocaran entre sí estrepitosamente.
—Zakias.
—¿Zakias? No…
—Hecho trizas ante mis propios ojos. Siento la mano de la nave sobre mi persona,
Garvi.
La mano de la nave. Un antiguo dicho. La nave insignia del comandante se
llamaba la Espíritu Vengativo, y en tiempos de coerción o derrota, a los Lobos les
gustaba recurrir a todo lo que implicara a modo de amuleto, un tótem de castigo.
—En nombre de Zakias —gruñó Vipus—, encontraré a este Invisible bastardo y…
—Sosiega tu cólera, hermano. No me sirve de nada —observó Loken—. Ocúpate
de tus heridos mientras echo un vistazo.
Vipus asintió y dio nuevas instrucciones a sus hombres en tanto que Loken seguía
adelante, en dirección a la intersección en litigio.
Era una encrucijada de techo abovedado a la que iban a parar cuatro corredores.
La pantalla del visor no le dio ninguna lectura de actividad ni calor corporal. Un
vestigio de humo se desvanecía entre las vigas del techo. El suelo de ouslita estaba
mordisqueado y acribillado por los cráteres de miles de impactos. El hermano Zakias,
cuyo cuerpo no habían recuperado todavía, yacía hecho pedazos en el centro de la
encrucijada convertido en un montón humeante de plastiacero blanco destrozado y
carne sanguinolenta.
Vipus tenía razón. No había ninguna señal de la presencia del enemigo. No había
rastros de calor ni tampoco el menor movimiento; sin embargo, al estudiar la zona,
Loken vio un montón de vainas vacías de proyectiles de cobre reluciente que se
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habían derramado desde detrás de un mamparo situado justo al otro lado. ¿Era allí el
lugar donde se ocultaba el asesino?
Se inclinó y recogió del suelo un pedazo de enlucido desprendido, lanzándolo a
campo abierto. Se oyó un chasquido, y a continuación un martilleante diluvio de
fuego automático rastrilló la intersección. Duró cinco segundos, y durante ese tiempo
se dispararon más de un millar de balas. Loken vio cómo las humeantes vainas de los
proyectiles salían despedidas de detrás del mamparo a medida que eran expulsadas.
Los disparos finalizaron y una nube de vapor de ficelina empañó la intersección.
El tiroteo había dejado un boquete moteado sobre el suelo de piedra y aporreado el
cadáver de Zakias al mismo tiempo. Había gotas de sangre y restos de tejido
esparcidos por todas partes.
Loken aguardó. Oyó un gemido y el chasquido metálico de un sistema de
autocarga. Detectó el calor de un arma que se apagaba, pero no calor corporal.
—¿No has ganado una medalla aún? —preguntó Vipus, acercándose.
—Es solo un rifle centinela automático —respondió él.
—Bueno, eso significa un cierto alivio por lo menos —repuso Vipus—. Después
de todas las granadas que hemos arrojado en esa dirección, empezaba a preguntarme
si estos tan cacareados Invisibles no serían «Invulnerables» también. Pediré apoyo de
los Devastadores para…
—Solo dame una bengala —pidió Loken.
Vipus desprendió una de la placa de la pierna y se la entregó a su capitán, que la
encendió con un giro de la mano y la arrojó al corredor situado al frente. La bengala
rebotó con un chisporroteo y un fulgor abrasador más allá del asesino oculto.
Hubo un chirrido de servos, y el implacable tiroteo empezó a rugir pasillo abajo
en dirección a la llamarada, golpeándola y haciéndola rebotar al tiempo que
desgarraba el suelo.
—Garvi… —empezó a decir Vipus.
Loken corría ya. Cruzó la intersección y pegó la espalda al mamparo. El arma
seguía disparando. Dio la vuelta al mamparo a toda velocidad y vio el arma centinela
encastrada en un hueco; era una máquina achaparrada sostenida sobre cuatro patas
acolchadas y fuertemente blindada. En aquellos momentos había vuelto sus cañones
cortos, rechonchos y en actividad, de espaldas a él para disparar contra la lejana y
parpadeante bengala.
Loken alargó el brazo y le arrancó un puñado de servocables. Los cañones
tabletearon y callaron.
—¡Despejado! —gritó, y la Escuadra Locasta avanzó.
—A esto se le suele llamar hacer el fanfarrón —comentó Vipus.
Loken condujo a los locasta pasillo adelante, y entraron en un aposento suntuoso.
Otras estancias, igualmente regias, atrajeron su atención algo más allá. Todo estaba
curiosamente quieto y silencioso.
—¿Qué dirección, ahora? —inquirió Vipus.
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—Vamos a encontrar a ese «Emperador».
—¿Así por las buenas? —resopló su compañero.
—El primer capitán apostó conmigo a que no llegaría el primero.
—El primer capitán, ¿eh? ¿Desde cuándo ha tenido Garviel Loken un trato de
amistad con él?
—Desde que la Décima entró en el palacio por delante de la Primera. No te
preocupes, Ñero, pensaré en vosotros, hombrecillos insignificantes, cuando sea
famoso.
Ñero Vipus lanzó una carcajada y el sonido surgió de la máscara de su casco como
si fuera la tos de un toro tísico.
Lo que sucedió a continuación no hizo reír a ninguno de los dos.
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Dos
Un encuentro con los Invisibles
A los pies del Trono Dorado
Lupercal
—¿Capitán Loken?
—Soy yo —respondió, alzando los ojos de lo que estaba haciendo.
—Discúlpeme por interrumpir —dijo ella—. Está ocupado.
Loken dejó a un lado la sección de armadura a la que estaba sacando lustre y se
puso en pie. Medía casi un metro más que ella y no llevaba puesta ninguna prenda a
excepción de un taparrabos. La mujer suspiró interiormente ante el esplendor de
aquel físico. La poderosa musculatura, las marcas de viejas cicatrices. Era apuesto
también, aquel hombre, con cabellos rubios casi plateados, muy cortos, la piel pálida
ligeramente cubierta de pecas y los ojos grises como la lluvia.
«Vaya desperdicio», pensó.
Aunque no había modo de disfrazar su inhumanidad, en especial en aquel estado
de desnudez. Aparte de la enorme masa del cuerpo, existía el excesivo gigantismo del
rostro, aquella particularidad de los astartes, casi equino, además del duro y tenso
caparazón del torso sin señales de costillas, como si se tratara de una lona tensada.
—No sé quién es usted —dijo él, dejando caer un pedazo de fibra de lustrar dentro
de un bote pequeño y limpiándose los dedos a continuación.
—Mersadie Oliton, rememoradora oficial —respondió ella, extendiendo la mano.
Loken contempló la diminuta mano que le tendía y luego la estrechó, haciendo
que pareciera más diminuta aún en comparación con su gigantesco puño.
—Lo siento —dijo la mujer, riendo—, nunca me acuerdo de que no hacen esto
aquí fuera. Estrecharse la mano, quiero decir. Es una costumbre pueblerina de Terra.
—No me importa. ¿Viene de Terra?
—Salí de allí hace un año, enviada a la cruzada con el permiso del Consejo.
—¿Es una rememoradora?
—¿Sabe lo que significa?
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—No soy estúpido —respondió Loken.
—Desde luego que no —se apresuró a contestar ella—. No quería ofenderlo.
—No lo ha hecho.
Le pasó revista. Menuda y frágil, aunque posiblemente hermosa. Loken tenía muy
poca experiencia en mujeres; tal vez todas eran frágiles y hermosas. Conocía lo
suficiente como para saber que pocas eran tan negras como ella, que tenía una piel
como el carbón bruñido. Se preguntó si se trataría de alguna clase de tinte.
También se hizo preguntas respecto a su cabeza. La cabeza de la mujer era calva,
pero no estaba afeitada. Parecía pulida y suave como si jamás hubiera tenido pelo. El
cráneo estaba acrecentado de algún modo, y se extendía hacia atrás en una curva
aerodinámica que formaba un amplio ovoide detrás de la nuca; era como si la
hubieran coronado, como si hubieran convertido en más regia su simple humanidad.
—¿Cómo puedo ayudarla? —preguntó.
—Tengo entendido que conoce un relato, uno particularmente ameno. Me
gustaría recordarlo, para la posteridad.
—¿Qué relato?
—Horus matando al Emperador.
Se puso en tensión. No le gustaba que humanos no-astartes llamaran al Señor de
la Guerra por su auténtico nombre.
—Eso sucedió hace meses —respondió, quitándole importancia—. Estoy seguro
de que no podría recordar los detalles con claridad.
—La verdad —dijo ella—, es que sé de buena fuente que se le puede persuadir
para que relate la historia como un experto. Se me ha dicho que es un narrador muy
popular entre sus hermanos de batalla.
Loken frunció el entrecejo. Por irritante que fuera, la mujer tenía razón. Desde la
toma de la Ciudad Elevada se le había exigido —forzado no sería una expresión
demasiado altisonante— que volviera a relatar su versión de primera mano de los
acontecimientos acaecidos en la torre del palacio docenas de veces. Imaginaba que se
debía a la muerte de Sejanus. Los Lobos Lunares necesitaban catarsis. Necesitaban
escuchar el modo tan singular con el que se había vengado a Sejanus.
—¿Se lo ha sugerido alguien, señora Oliton? —preguntó.
—El capitán Torgaddon, a decir verdad —respondió ella encogiéndose de
hombros.
Loken asintió. Acostumbraba a ser él.
—¿Qué quiere saber?
—Comprendo la situación general, pues la he escuchado de otros, pero me
encantaría conocer sus observaciones personales. ¿Cómo fue? Cuando entró en el
interior del palacio, ¿qué encontró?
Loken suspiró y desvió la mirada hacia el perchero donde estaba colgada su
servoarmadura. Apenas acababa de empezar a limpiarla. Su sala de armas privada era
una cámara pequeña y lóbrega con las paredes de metal lacadas en un tono verde
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pálido que colindaba con la cubierta de embarque de acceso prohibido. Un grupo de
globos de brillo iluminaba la habitación, y había un áquila imperial estarcida en una
placa de la pared con copias de los distintos juramentos de combate de Loken
clavados debajo. El aire enrarecido olía a aceites y a polvos de pulir. Era un lugar
tranquilo e introspectivo, y ella había invadido aquella tranquilidad.
—Podría regresar más tarde, en un momento más apropiado —sugirió la mujer
dándose cuenta de su intromisión.
—No, ahora está bien. —Volvió a sentarse en el taburete de metal en el que había
estado instalado cuando ella entró—. Veamos… Cuando entramos en el palacio, lo
que encontramos fue a los Invisibles.
—¿Por qué les llamaban así?
—Porque no se les veía —respondió él.
Los Invisibles los esperaban, y se merecían con creces su sobrenombre.
Justo diez pasos al interior de los espléndidos aposentos, el primer hermano
murió. Se oyó un estampido curioso y fuerte, tan fuerte que era doloroso sentirlo y
oírlo, y el hermano Edrius cayó de rodillas y luego se dobló a un lado. Le habían
disparado en el rostro con alguna especie de arma de energía. La aleación blanca de
plastiacero y ceramita de su visor y su peto se había deformado y convertido en una
especie de cráter ondulado, como la cera derretida que fluye y vuelve a solidificarse.
Un segundo estampido, una veloz y violenta vibración del aire, destruyó totalmente
una mesa decorativa junto a Ñero Vipus. Un tercer estampido derribó al hermano
Muriad, con la pierna izquierda hecha pedazos y partida como el tallo de un junco.
Los adeptos científicos del falso Imperio habían dominado y controlado una
forma rara y maravillosa de tecnología de pantalla, y armado a su guardia de élite con
ella. Aquellos hombres envolvían sus cuerpos con una aplicación inerte que
distorsionaba la luz para convertirlos en invisibles. Y eran capaces de proyectarla de
un modo activo e implacable que golpeaba con fuerza mutiladora.
A pesar de haber avanzado listos para pelear y con cautela, a Loken y al resto los
cogieron totalmente desprevenidos. Los Invisibles quedaban ocultos incluso a sus
visores, y varios se habían limitado a permanecer inmóviles en la estancia,
aguardando para atacar.
Loken empezó a disparar, y los hombres de Vipus hicieron lo mismo. Mientras
barría la zona situada delante de él y convertía en astillas el mobiliario, Loken le dio a
algo. Vio una neblina rosa que impregnaba el aire, y algo cayó al suelo con fuerza
suficiente para volcar una silla. Vipus también consiguió un blanco, pero no antes de
que al hermano Tarregus lo alcanzara un impacto de tal magnitud que la cabeza le
salió despedida limpiamente de los hombros.
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La tecnología de encubrimiento evidentemente ocultaba mejor a sus usuarios si se
mantenían inmóviles. Cuando se movían, se tornaban semivisibles, con siluetas
vaporosas en forma de hombres que se lanzaban al ataque. Loken se adaptó
rápidamente, disparando contra cada imperfección que detectaba en el aire. Ajustó el
amplificador de su visor a contraste total, casi blanco y negro, y consiguió verlos
mejor: contornos nítidos sobre un fondo borroso. Eliminó a otros tres. Al morir,
varios perdieron sus mantos y Loken vio a los Invisibles convertidos en cadáveres
ensangrentados. Su armadura era plateada, muy adornada y torneada con
extraordinaria minuciosidad en los motivos y símbolos. Altos, cubiertos con mantos
de seda roja, los Invisibles le recordaron a Loken a la poderosa guardia de custodios
que protegía el Palacio Imperial en Terra. Aquellos eran los guardaespaldas que
habían ejecutado a Sejanus y a su escuadra gloriosa obedeciendo un simple gesto de
cabeza de su señor.
Ñero Vipus estaba enfurecido, ofendido por el precio que había pagado su
escuadra. La mano de la nave se encontraba realmente sobre él.
Encabezó la marcha, abriéndose paso violentamente al interior de una habitación
de altísimo techo situada más allá del lugar de la emboscada. Su furia concedió a los
locasta la oportunidad que necesitaban, pero le costó la mano derecha, triturada por
el ataque de un Invisible. Loken también sintió cólera. Al igual que Ñero, los locasta
eran sus amigos y le aguardaban rituales de duelo. Ni siquiera en la oscuridad de
Ullanor se había pagado tan cara la victoria.
Cargando por delante de Vipus, que estaba caído de rodillas, gimiendo de dolor
mientras intentaba extraer la mano destrozada del guantelete hecho pedazos, Loken
penetró en una estancia lateral sin dejar de disparar a las imperfecciones del aire que
intentaban cortarle el paso. Una sacudida de energía le arrancó el bólter de las manos,
así que se llevó una mano a la cadera y desenvainó la espada sierra. El arma gimió al
activarse con una sacudida. Asestó mandobles a los tenues contornos que se movían
de un lado a otro alrededor de él y notó cómo la hoja dentada encontraba resistencia.
Oyó un chillido agudo y una llovizna de sangre surgió de la nada y embadurnó las
paredes de la estancia y la parte frontal del traje de Loken.
—¡Lupercal! —gruñó, y puso toda la fuerza de ambos brazos tras sus golpes.
Servos y polímeros miméticos formaron capas entre su piel y las placas exteriores
del traje para formar la musculatura de su servoarmadura, arracimada y flexionada.
Descargó un trío de golpes a dos manos y apareció una nueva lluvia de sangre. Se oyó
un alarido gorgoteante a la vez que bucles rosados y vísceras húmedas se hacían
visibles. Al cabo de un instante, la pantalla que ocultaba al soldado parpadeó y se
apagó, y dejó al descubierto su figura destripada, que se alejaba tambaleante por la
estancia mientras intentaba sujetarse los intestinos con ambas manos.
Una energía invisible volvió a acuchillar a Loken, aplastando el borde del
protector de su hombro izquierdo al tiempo que casi le hacía perder el equilibrio. Se
dio la vuelta y blandió la espada sierra. La hoja chocó con algo y salieron despedidos
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fragmentos de metal. La forma de una figura humana, que parecía descentrada en el
lugar que ocupaba, como si la hubieran recortado del aire y empujado ligeramente a
la izquierda, tomó forma repentinamente. Uno de los Invisibles, con su pantalla
cargada crepitando y centelleando a su alrededor mientras moría, se hizo visible y
blandió su larga lanza afilada contra Loken.
La hoja rebotó en el casco y Loken lanzó un golpe bajo con la espada sierra que
arrancó la lanza del guantelete plateado de su atacante y le torció el asta. Al mismo
tiempo, Loken cargó, empujando al guerrero con el hombro contra la pared de la
habitación con tanta fuerza que el frágil yeso de los antiguos frescos se agrietó y cayó.
Loken retrocedió. Jadeante, con los pulmones y la caja torácica aplastados casi por
completo, el Invisible profirió un estertor ahogado y cayó de rodillas, con la cabeza
doblándose hacia adelante. Loken hizo descender la espada sierra y luego la impulsó
violentamente hacia arriba en un grácil y experto golpe de gracia, y la cabeza del
Invisible se desprendió y rebotó contra el suelo.
Loken describió un lento círculo con la espada activada y lista en la mano derecha.
El suelo de la sala estaba resbaladizo a causa de la sangre y los pedazos de carne
ennegrecida. Sonaron disparos en las habitaciones cercanas. Atravesó la estancia y
recuperó su bólter, enarbolándolo en el puño izquierdo con un chasquido.
Los Lobos Lunares entraron en la sala detrás de él, y Loken los envió rápidamente
a la columnata de la izquierda con un movimiento de la espada.
—Formad y avanzad —ordenó a través del comunicador, y unas voces le
respondieron.
—¿Ñero?
—Estoy detrás de ti, a veinte metros.
—¿Cómo está la mano?
—La dejé allí. No hacía más que molestar.
Loken avanzó sigilosamente. Al final de la estancia, más allá del cuerpo doblado y
sangrante del Invisible que había destripado, dieciséis amplios escalones de mármol
ascendían hasta una entrada de piedra cuyo espléndido marco estaba esculpido con
complejos motivos en forma de pliegues y dobleces.
Loken ascendió los peldaños despacio. Estelas jaspeadas de luz proyectaban
espasmódicos parpadeos a través de la entrada abierta. La quietud era extraordinaria,
e incluso el estrépito del combate que envolvía el palacio por todas partes parecía
alejarse. El guerrero oía el débil golpeteo de la sangre que goteaba de la espada sierra
que sostenía ante él al caer sobre los escalones dejando un rastro de gotas rojas sobre
el mármol blanco.
Cruzó la entrada.
Las paredes interiores de la torre se alzaban alrededor de él. Estaba claro que había
penetrado en una de las agujas más impresionantes y altas del palacio, con un
centenar de metros de diámetro y un kilómetro de altura.
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No, era más que eso. Había salido a una amplia plataforma de ónice que describía
un círculo alrededor de la torre, una de varias plataformas circulares dispuestas de
trecho en trecho que ascendían por toda la estructura, aunque había más debajo, y al
mirar por el borde, Loken vio tanta extensión de torre descendiendo a las
profundidades de la tierra como la que se alzaba orgullosa sobre su cabeza.
La rodeó despacio, mirando alrededor. Enormes ventanales de cristal o alguna
sustancia transparente parecida acristalaban la torre de arriba abajo entre las
plataformas circulares, y a través de ellos llameaba y centelleaba la luz y la furia de la
batalla del exterior. No se oía el ruido, era solo el resplandor parpadeante, los
repentinos estallidos de energía.
Recorrió la plataforma hasta encontrar una serie de peldaños en curva, alineados
con la pared de la torre, que conducían al nivel siguiente. Inició el ascenso, plataforma
a plataforma, escudriñando el aire en busca de cualquier masa borrosa de luz que
pudiera delatar la presencia de más Invisibles.
Nada. Ningún sonido, ninguna señal de vida, ningún movimiento excepto el débil
resplandor de la luz al otro lado de los ventanales a medida que pasaba ante ellos.
Llevaba ya cinco pisos, seis.
Repentinamente se sintió como un estúpido. Lo más probable era que la torre
estuviera vacía. Aquella búsqueda tendría que habérsela dejado a otros mientras él
conducía a la fuerza principal de la Décima Compañía.
Excepto que… habían protegido su planta a nivel del suelo con tanta furia. Miró a
lo alto, forzando sus sensores. A unos trescientos metros por encima de él, le pareció
ver un breve indicio de movimiento, una detección parcial de calor.
—¿Ñero?
Hubo una pausa.
—¿Capitán?
—¿Dónde estás?
—En la base de la torre. El combate es encarnizado. Estamos…
Se oyó una mezcolanza de ruidos, de sonidos distorsionados de disparos y gritos.
—¿Capitán? ¿Sigues ahí?
—¡Informa!
—Fuerte resistencia. ¡Estamos atrapados aquí! ¿Dónde estás…?
La comunicación se interrumpió, aunque de todos modos Loken no había dado su
posición. Había algo en aquella torre con él. En la cima misma, algo aguardaba.
La penúltima plataforma. De lo alto llegaron un crujido y un chirrido tenues,
como las aspas de un molino de viento gigante. Loken se detuvo. A aquella altura, a
través de las amplias cristaleras, se le ofrecía una vista de todo el palacio y la Ciudad
Elevada. Un mar de humo iluminado desde abajo por tormentas de fuego
generalizadas. Algunos edificios brillaban con un color rosado, reflejando la luz de
aquel infierno. Las armas centelleaban y los rayos de energía danzaban y saltaban en
la oscuridad. En lo alto, el cielo también estaba en llamas, un reflejo del suelo. La
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punta de lanza había infligido una destrucción devastadora a la ciudad del
«Emperador».
Pero ¿había encontrado la yugular?
Subió el último tramo de escalones sujetando con fuerza las armas.
La plataforma circular más alta constituía la base de la parte superior de la torre,
una enorme cúpula de pétalos de cristal sujetos con una crucería de mástiles que se
curvaban hacia arriba para formar un florón en el vértice situado muy por encima.
Toda la estructura crujía y se deslizaba, girando ligeramente a un lado y luego a otro a
medida que respondía fototrópicamente a los estallidos de luz que brillaban en la
noche. A un lado de la plataforma, de espaldas a los ventanales, había un trono de
oro. Era un objeto imponente, con un pesado pedestal de tres escalones que ascendían
hasta un enorme sillón dorado con un respaldo alto y reposabrazos enroscados.
El trono estaba vacío.
Loken bajó las armas. Observó que la parte superior de la torre giraba de modo
que el trono estuviera siempre vuelto de cara a la luz. Desilusionado, el capitán dio un
paso en dirección al trono, y entonces se detuvo al darse cuenta de que no estaba solo,
después de todo.
Había una figura solitaria algo más allá a su izquierda, con las manos cruzadas a la
espalda, que contemplaba con atención el espectáculo de la guerra que se
desarrollaba.
La figura se volvió. Era un hombre anciano, vestido con una túnica color malva
que descendía hasta el suelo. Sus cabellos eran finos y blancos enmarcando un rostro
muy delgado. Miró a Loken con ojos brillantes y mezquinos.
—Te desafío —dijo, con un acento marcado y antiguo—. Te desafío, invasor.
—Tomo nota de su acto de rebeldía —respondió Loken—, pero esta lucha ha
terminado. Veo que ha estado contemplando su evolución desde aquí arriba. Ya debe
de saberlo.
—El Imperio de la Humanidad triunfará sobre sus enemigos —replicó el hombre.
—Sí, por supuesto que lo hará. Tiene mi promesa.
El hombre titubeó, como si no acabara de comprender.
—¿Hablo con el llamado «Emperador»? —preguntó Loken, que había
desconectado y envainado la espada pero mantenía el bólter en alto, apuntando a la
figura de la túnica.
—¿Llamado? —repitió el hombre—. ¿Llamado? Blasfemas alegremente en este
lugar real. El Emperador es el Emperador Indiscutible, salvador y protector de la raza
humana. Tú eres un impostor, algún demonio diabólico…
—Soy un hombre como usted.
—Eres un impostor —se mofó el otro—. Construido como un gigante, deforme y
feo. Ningún hombre haría la guerra a sus compatriotas de este modo.
Indicó con gesto despectivo la escena que tenía lugar en el exterior.
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—Su hostilidad lo inició —respondió Loken con calma—. No quiso escucharnos
ni creernos. Asesinó a nuestros embajadores. Se lo ha buscado usted mismo. Se nos ha
encomendado la reunificación de la humanidad en todo el espacio estelar, en nombre
del Emperador. Buscamos establecer el acatamiento entre todas las ramificaciones
fragmentarias y dispares. La mayoría nos recibe como los hermanos perdidos que
somos. Usted se resistió.
—¡Vinisteis a nosotros con mentiras!
—Vinimos con la verdad.
—Vuestra verdad es una obscenidad.
—Señor, la verdad en sí es amoral. Me entristece que creamos en las mismas
palabras, exactamente las mismas, pero las valoremos de un modo tan diferente. Esa
diferencia ha conducido directamente a este derramamiento de sangre.
El anciano se encorvó, abatido.
—Podríais habernos dejado en paz.
—¿Qué? —inquirió Loken.
—Si nuestras filosofías están tan en desacuerdo, podríais haber pasado de largo y
dejarnos seguir con nuestras vidas, incólumes. Sin embargo no lo hicisteis. ¿Por qué?
¿Por qué insistís en conducirnos a la destrucción? ¿Somos una amenaza tan grande
para vosotros?
—Se debe a que la verdad… —empezó Loken.
—… es amoral. Eso dijiste, pero en el servicio de vuestra hermosa moral, invasor,
os convertís vosotros mismos en inmorales.
Loken se sorprendió al descubrir que no sabía exactamente cómo responder. Dio
un paso al frente y dijo:
—Le pido que se rinda a mí, señor.
—Eres el comandante, ¿supongo bien? —inquirió el anciano.
—Estoy al mando de la Décima Compañía.
—¿No eres el comandante supremo, entonces? Di por supuesto que lo eras, ya que
entraste en este lugar por delante de tus tropas. Esperaba al comandante supremo. Me
rendiré a él, y solo a él.
—Las condiciones de su rendición no son negociables.
—¿Ni siquiera harás eso por mí? ¿Ni siquiera me concederás ese honor?
Permaneceré aquí hasta que tu amo y señor venga en persona a aceptar mi sumisión.
Tráelo.
Antes de que Loken pudiera responder, un gemido sordo resonó elevándose hasta
lo alto de la torre, aumentando gradualmente de volumen. El anciano dio un paso o
dos hacia atrás con el miedo pintado en el rostro.
Las figuras negras se alzaron desde las profundidades de la torre, ascendiendo
despacio y en vertical, por el centro abierto de la plataforma circular. Diez guerreros
astartes, con el calor azulado de los quemadores de sus gimientes retrorreactores
haciendo que el aire reluciera detrás de ellos. La servoarmadura que llevaban era
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negra, ribeteada de blanco. La Escuadra Guadaña Catulana, la veterana jauría de
asalto de la Primera Compañía. La primera en entrar y la última en salir.
Uno a uno, se posaron en el borde de la plataforma circular y desactivaron los
retrorreactores.
Kalus Ekaddon, capitán de la Catulana, miró de soslayo a Loken.
—Felicitaciones del primer capitán, capitán Loken. Nos ha ganado por la mano,
después de todo.
—¿Dónde está el primer capitán? —preguntó el aludido.
—Abajo, haciendo limpieza —respondió Ekaddon, y conectó su comunicador
para transmitir—. Aquí Ekaddon, de la Catulana. Tenemos al falso emperador…
—No —interrumpió Loken con firmeza.
Ekaddon se volvió a mirarlo. Los lentes de su visor eran de un severo y opaco
cristal azabache montado en el negro metal de la máscara del casco. Efectuó una leve
reverencia.
—Mis disculpas, capitán —dijo socarronamente—. El prisionero y el honor son
tuyos, por supuesto.
—No es eso lo que yo quería decir —replicó Loken—. Este hombre exige el
derecho a rendirse en persona a nuestro comandante en jefe.
Ekaddon lanzó un resoplido, y varios de sus hombres se rieron.
—Este cabrón puede exigir todo lo que quiera, capitán —dijo Ekaddon—, pero se
va a ver cruelmente decepcionado.
—Estamos desmantelando un antiguo imperio, capitán Ekaddon —replicó Loken
con energía—. ¿Podríamos al menos mostrar una cierta medida de amable respeto en
la ejecución de tal acto? ¿O es que no somos más que bárbaros?
—¡Asesinó a Sejanus! —escupió uno de los hombres de Ekaddon.
—Lo hizo —asintió Loken—; así que, ¿sencillamente lo matamos como respuesta?
¿Acaso el Emperador, alabado sea su nombre, no nos enseña a ser siempre
magnánimos en la victoria?
—El Emperador, alabado sea su nombre, no nos acompaña —contestó Ekaddon.
—Si no está con nosotros en espíritu, capitán —replicó Loken—, entonces me
apena el futuro de esta cruzada.
Ekaddon miró fijamente a Loken por un momento, luego ordenó a su segundo
que transmitiera un aviso a la flota. Loken estaba convencido de que el capitán de la
Catulana no se había echado atrás porque lo hubiera convencido algún razonamiento
o principio sutil. Aunque Ekaddon, como capitán de la élite de asalto de la Primera
Compañía, tenía la gloria y el favor de su lado, Loken, un capitán de compañía, poseía
superioridad de rango.
—Se ha enviado una comunicación al Señor de la Guerra —indicó Loken al
anciano.
—¿Va a venir aquí? ¿Ahora? —inquirió ansiosamente este.
—Se organizará un encuentro con él —indicó Ekaddon en tono seco.
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Aguardaron durante un minuto o dos una señal de respuesta. Las naves de ataque
astartes, con los motores refulgiendo, pasaron veloces ante las ventanas. La luz de
tremendas detonaciones cubrió como una mortaja el firmamento meridional y se
apagó poco a poco. Loken contempló cómo las sombras entrecruzadas danzaban
sobre la plataforma circular en la agonizante luz.
Se sobresaltó, y de improviso comprendió por qué el anciano había insistido con
tanta vehemencia en que el comandante debía acudir en persona a aquel lugar. Sujetó
el bólter al costado y empezó a avanzar a grandes zancadas en dirección al trono
vacío.
—¿Qué haces? —inquirió el anciano.
—¿Dónde está? —gritó Loken—. ¿Dónde está realmente? ¿Es también invisible?
—¡Retrocede! —chilló el anciano, saltando al frente para forcejear con el capitán.
Se oyó una sonora detonación y la caja torácica del anciano estalló, salpicando
sangre, pedazos de seda quemada y trozos de carne en todas direcciones. El hombre se
balanceó, con la túnica desgarrada y en llamas, y cayó por el borde de la plataforma.
Con las extremidades inertes y las vestiduras rotas ondeando en el aire, cayó como
una piedra por el agujero de la torre del palacio.
Ekaddon bajó su pistola bólter.
—Nunca antes había matado a un emperador —rio.
—Ese no era el Emperador —chilló Loken—. ¡Imbécil! El Emperador ha estado
aquí todo el tiempo.
Estaba ya cerca del trono vacío y alargaba una mano para sujetar uno de los
reposabrazos dorados. Una imperfección en la luz, perfecta, pero no tanto como para
que las sombras se comportaran correctamente a su alrededor, retrocedió en el
asiento.
«Es una trampa». Aquellas palabras eran lo siguiente que Loken iba a pronunciar,
pero jamás tuvo oportunidad de hacerlo.
El trono de oro se estremeció y emitió una onda expansiva de fuerza invisible. Era
una energía como la que había utilizado la guardia de élite, pero cien veces más
potente. Golpeó en todas direcciones, haciendo perder el equilibrio a Loken y
también a todos los miembros de la Catulana como espigas de trigo bajo un huracán.
Los ventanales de la torre saltaron hechos añicos al exterior en una ventisca de
fragmentos multicolores de cristal.
La mayor parte de la Escuadra Guadaña Catulana simplemente se esfumó,
expulsada de la torre por la explosión, debatiéndose en el aire, arrastrados por la
curva oleada de energía. Uno golpeó un mástil de acero al salir; se partió la espalda y
el cuerpo se perdió en la noche dando volteretas como una muñeca rota. Ekaddon
consiguió agarrarse a otro mástil en el momento de verse lanzado hacia atrás. Se
aferró con fuerza, con los dedos de plastiacero hundiéndose en el metal para no
soltarse, en tanto que las piernas eran arrastradas horizontalmente al exterior
mientras aire, cristales y energía gravitatoria cayeron sobre él.
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Loken, demasiado cerca de los pies del trono para ser atrapado por toda la fuerza
de la onda expansiva, cayó cuan largo era al suelo y resbaló por la plataforma circular
en dirección al agujero, con la blanca armadura chirriando mientras dejaba
profundos surcos en la superficie de ónice. Cayó por el borde, al precipicio que
descendía a pico, pero la barrera de energía lo transportó como si fuera una hoja a
través del agujero y lo estrelló contra el borde opuesto del círculo. Se agarró con
fuerza, con los brazos por encima del reborde y las piernas balanceándose en el vacío,
sujeto allí tanto por la presión de la onda expansiva como por la fuerza de sus propios
brazos desesperados.
Casi perdió el sentido debido a aquella fuerza despiadada, pero luchó por seguir
agarrado.
Una luz incipiente, verde y deslumbrante, apareció con un chisporroteo sobre la
plataforma frente a sus manos engarfiadas. La llamarada del teleportador se tornó
demasiado brillante para contemplarla, y a continuación se apagó, mostrando a un
dios de pie en el borde de la plataforma.
El dios era un auténtico gigante, tan grande comparado con cualquier guerrero
astartes como lo era un astartes en comparación con un hombre corriente. Su
armadura era de un dorado refulgente, como la luz del sol al amanecer; la obra de
artesanos expertos. Toda su superficie estaba cubierta de innumerables símbolos, de
los cuales el principal era la representación de un único ojo abierto grabado sobre el
peto. Una capa de tela blanca ondeaba a la espalda de la terrible figura aureolada.
Por encima del peto, el rostro aparecía desnudo y con una mueca burlona,
perfecto en todas sus dimensiones y detalles, resplandeciente. Tan hermoso… Tan
realmente hermoso.
Por un instante, el dios permaneció allí, inmutable, hostigado por el vendaval de
energía, pero sin moverse, haciéndole frente. A continuación alzó el bólter de asalto
que sostenía su mano derecha y disparó al interior del tumulto.
Un disparo.
El eco de la detonación retumbó por toda la torre. Hubo un alarido ahogado,
medio perdido en el alboroto, y luego el alboroto mismo cesó bruscamente.
La barrera de energía se extinguió. El huracán perdió intensidad. Esquirlas de
cristal tintinearon al caer de nuevo sobre la plataforma.
Ahora que ya nada lo impelía, Ekaddon chocó violentamente contra el alféizar
destrozado del marco del ventanal. Estaba bien agarrado, así que usó las manos para
arrastrar el cuerpo hasta el interior y luego se puso en pie.
—¡Mi señor! —exclamó, y dobló una rodilla en tierra, con la cabeza inclinada.
Al cesar la presión, Loken se encontró con que ya no podía sostenerse.
Forcejeando con las manos, empezó a resbalar de nuevo por el borde del que había
estado colgando. No conseguía sujetarse al refulgente ónice.
Resbaló por el borde, pero una mano poderosa lo agarró por la muñeca y lo izó a
la plataforma.
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Loken rodó sobre ella, temblando, y volvió la mirada para contemplar el trono
dorado en el otro extremo del círculo. Era una ruina humeante cuyos mecanismos
secretos habían estallado en su interior. En medio de las placas y accesorios retorcidos
y reventados había un cuerpo humeante sentado muy tieso, con los dientes sonriendo
burlones en una calavera ennegrecida y los brazos carbonizados y esqueléticos
apoyados todavía sobre los apoyabrazos en espiral del trono.
—Del mismo modo trataré a todos los tiranos e impostores —tronó una voz
profunda.
Loken alzó los ojos hacia el dios situado de pie ante él.
—Lupercal… —murmuró.
El dios sonrió.
—No sea tan formal, por favor, capitán —musitó Horus.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Mersadie Oliton.
Loken había descolgado una túnica de un gancho de la pared y se la ponía en
aquellos momentos.
—Desde luego.
—¿No podríamos haberlos dejado simplemente en paz?
—No. Haga otra pregunta mejor.
—Muy bien. ¿Cómo es él?
—¿Cómo es quién, señora? —quiso saber el capitán.
—Horus.
—Si tiene que preguntar, es que no lo ha visto —respondió.
—No, no lo he hecho aún, capitán. He estado esperando una audiencia. De todos
modos, me gustaría saber qué piensa de él.
—Pienso que es el Señor de la Guerra —respondió Loken, y su tono de voz era
pétreo—. Pienso que es el primarca de los Lobos Lunares y el representante elegido
del Emperador, alabado sea su nombre, en todas nuestras empresas. Es el primero y
más importante de todos los primarcas. Y pienso que me siento ofendido cuando un
mortal pronuncia su nombre sin respeto ni título.
—¡Ah! —exclamó ella—. Lo siento, capitán, no era mi intención…
—Estoy seguro de que no lo era, pero es el Señor de la Guerra Horus. Usted es una
rememoradora. Recuérdelo.
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Tres
Reivindicación
Entre los rememoradores
Ascendido a ser uno de los cuatro
Tres meses después de la batalla por la conquista de la Ciudad Elevada, el primero de
los rememoradores se había unido a la flota expedicionaria, llegado directamente de
Terra mediante un transporte colectivo. Desde luego, diversos cronistas y archiveros
acompañaban a los ejércitos imperiales desde el inicio de la Gran Cruzada, hacía
doscientos años siderales, pero eran individuos aislados, la mayoría voluntarios o
testigos accidentales, recogidos igual que el polvo del camino por las ruedas en
continuo avance de las huestes de cruzados, y las crónicas que habían efectuado
habían sido fragmentarias e irregulares. Habían conmemorado acontecimientos
debidos a circunstancias fortuitas, en ocasiones inspirados por sus propios apetitos
artísticos, en otros casos animados por el patrocinio de un primarca o gran
comandante concretos, que consideraban apropiado que sus hazañas quedaran
inmortalizadas en verso, texto, imagen o composición literaria.
Al regresar a Terra tras la victoria de Ullanor, el Emperador había decidido que
era hora de que se emprendiera una exaltación más formal y autorizada de la
reunificación de la humanidad. El bisoño Consejo de Terra evidentemente estuvo
totalmente de acuerdo, ya que el proyecto que inauguraba la fundación y el patrocinio
de la Orden de los Rememoradores había sido refrendado nada menos que por
Malcador el Sigilita, Primer Señor del Consejo. Reclutados en todos los niveles de la
sociedad terrana —y de las sociedades de otros mundos imperiales claves— en base a
sus talentos creativos, los rememoradores recibieron sus acreditaciones y destinos con
prontitud, y se les envió a unirse a todas las flotas expedicionarias en activo en el cada
vez más extenso Imperio.
En aquellos momentos, según los diarios del Consejo de Guerra, existían cuatro
mil doscientas ochenta y siete flotas expedicionarias principales dedicadas a la
actividad de la cruzada, así como unos sesenta mil grupos secundarios desplegados
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implicados en tareas de acatamiento u ocupación con otras trescientas setenta y dos
expediciones principales en situación de reagrupamiento y reacondicionamiento o
reabastecimiento mientras aguardaban nuevas órdenes. Se enviaron casi cuatro
millones trescientos mil rememoradores al exterior durante los primeros meses que
siguieron a la ratificación del documento.
—Armad a esos cabrones —se decía que había comentado el primarca Russ—, y
podrían conseguirnos unos cuantos jodidos mundos entre verso y verso.
La actitud agria de Russ reflejaba a la perfección la actitud de la clase militar.
Desde los primarcas hasta el soldado corriente existía una inquietud general respecto
a la decisión del Emperador de abandonar la campaña de la cruzada y retirarse a la
soledad de su palacio en Terra. Nadie había objetado a la elección del primer
primarca Horus como Señor de la Guerra para que actuara en su lugar. Simplemente
ponían en duda la necesidad de tener un delegado.
La formación del Consejo de Terra había llegado como una nueva noticia
desagradable. Desde la iniciación de la Gran Cruzada, el Consejo de Guerra, formado
principalmente por el Emperador y sus primarcas, había sido el epicentro de la
autoridad imperial. En la actualidad, aquel nuevo organismo lo suplantaba, tomando
las riendas del gobierno imperial, un organismo compuesto por civiles en lugar de
guerreros. El Consejo de Guerra, dejado bajo el liderazgo de Horus, quedó de hecho
relegado a una categoría de satélite, con sus responsabilidades concentradas en la
campaña y nada más que la campaña.
Sin que ellos tuvieran la culpa de nada, los rememoradores, la mayoría
entusiasmados y emocionados ante la perspectiva de la tarea que les aguardaba, se
encontraron convertidos en el foco de aquel descontento allí adonde iban. No eran
bienvenidos, y se encontraban con dificultades para cumplir con sus cometidos. No
fue hasta más tarde, cuando los administradores exaector tributi empezaron a visitar
las flotas expedicionarias, que el descontento encontró un objetivo mejor y más justo
sobre el que ejercitarse.
Así pues, tres meses después de la batalla de la Ciudad Elevada, los
rememoradores fueron recibidos con una fría bienvenida. Ninguno de ellos había
sabido qué esperar, y muchos no habían estado fuera de su mundo con anterioridad.
Eran vírgenes e inocentes, excesivamente entusiastas y torpes, aunque no tardaron
demasiado en endurecerse y contemplar con cinismo la acogida recibida.
Cuando llegaron, la flota de la 63.ª Expedición todavía describía círculos alrededor
del mundo capital. El proceso de reivindicación había dado comienzo, y las fuerzas
imperiales seccionaban el «Imperio», desmantelaban sus mecanismos y entregaban
sus distintas propiedades a los comandantes imperiales elegidos para supervisar la
dispersión.
Naves de auxilio descendían en tropel desde la flota hasta la superficie, y se habían
desplegado huestes del ejército imperial para efectuar acciones policiales. La
resistencia central se había desmoronado casi de la noche a la mañana a raíz de la
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muerte del «Emperador», pero los combates seguían desarrollándose
esporádicamente en algunas de las ciudades occidentales, así como en tres de los otros
mundos del sistema. El comandante general Varvaras, un ilustre veterano de la vieja
escuela, era el comandante de los ejércitos adscritos a la flota expedicionaria, y no por
primera vez se encontró organizando una campaña para recoger los pedazos dejados
por una punta de lanza astartes.
—Un cuerpo a menudo se contorsiona mientras muere —comentó
filosóficamente al señor de la flota—; nosotros nos limitamos a asegurarnos de que
está muerto.
El Señor de la Guerra había accedido a permitir un funeral de estado para el
«Emperador», declarando que era lo justo y que se ajustaba también a los deseos de
un pueblo del que deseaban obtener su acatamiento más que aplastarlo
sistemáticamente. Se oyeron voces en contra, en especial debido a que el sepelio ritual
de Hastur Sejanus acababa de celebrarse, junto con los entierros ceremoniales de los
hermanos de batalla perdidos en la Ciudad Elevada. Varios oficiales de la legión,
incluido el mismo Abaddon, se negaron categóricamente a que sus hombres
asistieran a cualquier ritual funerario por el asesino de Sejanus. El Señor de la Guerra
lo comprendió, pero por suerte había otros astartes entre las fuerzas expedicionarias
que podían ocupar su lugar.
El primarca Dorn, escoltado por dos compañías de los Puños Imperiales, la
VII Legión, llevaba ocho meses viajando con la 63.ª Expedición, mientras celebraba
conversaciones con el Señor de la Guerra sobre futuras políticas del Consejo de
Guerra.
Debido a que la Legión de los Puños Imperiales no había tomado parte en la
anexión del planeta, Rogal Dorn accedió a que sus dos compañías prestaran homenaje
en el funeral del «Emperador». Lo hizo para que los Lobos Lunares no tuvieran que
ver empañado su honor. Centelleantes bajo su armadura amarilla, los Puños
Imperiales formaron en silencio a lo largo de la ruta del cortejo del «Emperador»
mientras este serpenteaba por las avenidas maltrechas de la Ciudad Elevada en
dirección a la necrópolis.
Por orden del Señor de la Guerra, que se plegó a la voluntad de los capitanes en
jefe y, muy especialmente, del Mournival, no se permitió la asistencia de ningún
rememorador.
Ignace Karkasy entró tranquilamente en la sala de descanso y olisqueó una botella de
vino. Hizo una mueca de desagrado.
—Está recién descorchado —le indicó Keeler en tono ácido.
—Sí, pero se trata de una cosecha local —replicó Karkasy—. Vaya imperio
insignificante. No me sorprende que cayera con tanta facilidad. Cualquier cultura
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fundada en un vino tan nefasto no debería sobrevivir mucho tiempo.
—Duró cinco mil años, toda la extensión de la Vieja Noche —respondió Keeler—.
Dudo que la calidad de su vino influyera en su supervivencia.
Karkasy se sirvió un vaso, tomó un sorbo y frunció el entrecejo.
—Todo lo que puedo decir es que la Vieja Noche debe de haber parecido mucho
más larga aquí de lo que fue en realidad.
Euphrati Keeler sacudió la cabeza y regresó a su trabajo de limpiar y
reacondicionar un pictógrafo de mano de gran calidad.
—Y luego está la cuestión del sudor —dijo Karkasy.
El hombre se acomodó en un canapé y puso los pies en alto, depositando el vaso
sobre su amplio pecho. Volvió a tomar un sorbo, con una mueca de desagrado, y
recostó la cabeza hacia atrás. Karkasy era alto y generosamente metido en carnes; sus
ropas eran caras y bien confeccionadas para favorecer a la mole que era su cuerpo. El
rostro redondo estaba enmarcado por una mata de pelo negro.
Keeler suspiró y alzó los ojos de su tarea.
—¿El qué?
—El sudor, querida Euphrati, ¡el sudor! He estado observando a los astartes. Son
muy grandes, ¿no es cierto? Quiero decir que son grandes según todas las medidas
por las que se puede cuantificar a un hombre.
—Son astartes, Ignace. ¿Qué esperabas?
—No sudor, de eso se trata. No un hedor tan apestoso y penetrante. Son nuestros
paladines inmortales, al fin y al cabo. Esperaba que olieran bastante mejor. Fragantes,
igual que jóvenes dioses.
—Ignace, no tengo la más mínima idea de cómo conseguiste tu certificado.
—Debido a la belleza de mi poesía, querida —respondió él con una amplia sonrisa
—. Debido a mi dominio de las palabras. Aunque eso podría brillar por su ausencia
aquí. ¿Cómo podría empezar…?:
Los astartes nos salvaron de la ruina, de la ruina, pero a fe que huelen a letrina, a letrina.
Lanzó una risita divertida, satisfecho consigo mismo, y aguardó una respuesta, pero
Keeler estaba demasiado ocupada con su trabajo.
—¡Maldita sea! —se quejó Keeler, soltando sus delicadas herramientas—.
Servidor, ven aquí —ordenó.
Uno de los servidores de servicio se acercó majestuoso sobre piernas de pistones y
ella le tendió el pictógrafo.
—Este mecanismo está atascado. Llévalo a reparar. Y tráeme mis unidades de
repuesto.
—Sí, señora —chirrió el servidor, tomando el objeto.
La máquina se marchó con pasos lentos y pesados. Keeler se sirvió un vaso de
vino y fue a apoyarse en la barandilla. Abajo, en la subcubierta, la mayor parte del
resto de rememoradores se congregaban para almorzar. Trescientos cincuenta
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hombres y mujeres reunidos alrededor de mesas dispuestas ceremoniosamente, con
servidores moviéndose entre ellos para ofrecerles bebidas. Sonó un gong.
—¿Ya es la hora del almuerzo? —preguntó Karkasy desde el canapé.
—Sí.
—¿Y el anfitrión vuelve a ser uno de los condenados iteradores? —inquirió.
—Sí; Sindermann una vez más. El tema es la promulgación de la verdad vital.
Karkasy se recostó otra vez y dio unos golpecitos a su vaso.
—Creo que almorzaré aquí —anunció.
—Eres una mala persona —rio Keeler—; pero creo que te acompañaré.
Se sentó en la tumbona situada frente a él, y se reclinó. Era alta, de brazos y
piernas delgados y rubia, el rostro pálido y cenceño. Calzaba unas gruesas botas
militares y pantalones de faena, con una chaqueta negra de combate abierta que
dejaba ver una camiseta blanca, como si fuera un cadete, pero la masculinidad misma
de la vestimenta elegida destacaba aún más su belleza femenina.
—Podría escribir toda una epopeya sobre ti —declaró Karkasy, dedicándole una
prolongada mirada.
Keeler lanzó un bufido. Se había convertido en una rutina diaria que el otro se le
insinuara.
—Ya te lo dije, no estoy interesada en tus condenadas propuestas descaradas.
—¿No te gustan los hombres? —inquirió él, ladeando la cabeza.
—¿Por qué?
—Vistes como uno.
—También tú. ¿Te gustan a ti?
Karkasy mostró una expresión apenada y volvió a ponerse cómodo, jugueteando
con el vaso que tenía sobre el pecho. Clavó la mirada en las figuras heroicas pintadas
en el techo de la entreplanta. No tenía ni idea de lo que se suponía que representaban;
posiblemente algún gran triunfo que había implicado claramente una gran resistencia
por parte de los cuerpos de los caídos que tenían los brazos alargados hacia el cielo
mientras chillaban.
—¿Es como esperabas que fuera? —preguntó con voz sosegada.
—¿Qué?
—Cuando te seleccionaron —dijo él—. Cuando se pusieron en contacto conmigo,
me sentí tan…
—Tan ¿qué?
—Tan… orgulloso, supongo. Imaginé tantas cosas. Pensé que pisaría las estrellas y
me convertiría en parte del instante más magnífico de la humanidad. Pensé que me
sentiría inspirado, y de ese modo produciría mis mejores obras.
—¿Y no es así? —inquirió Keeler.
—Los bienamados guerreros a los que nos han enviado a glorificar aquí no
podrían ser menos serviciales ni aunque lo intentaran.
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—Yo he tenido un cierto éxito —indicó ella—. Estuve en la cubierta de montaje
hace un rato y conseguí unas cuantas imágenes excelentes. He presentado una
solicitud para que se me permita viajar a la superficie. Quiero ver la zona de guerra de
primera mano.
—Buena suerte. Probablemente denegarán tu petición. Han rechazado todas y
cada una de las peticiones de acceso que he hecho.
—Son guerreros, Ig. Hace mucho tiempo que son guerreros, y les molesta la
presencia de gentes como nosotros. No somos más que pasajeros que se han apuntado
al viaje sin que les invitaran.
—Tienes tus fotos —repuso él.
—No parece que les moleste mi presencia —indicó ella asintiendo.
—Se debe a que vistes como un hombre —dijo él sonriendo.
La compuerta se deslizó a un lado y una figura se unió a ellos en la tranquila
estancia de la entreplanta. Mersadie Oliton fue directamente a la mesa sobre la que
descansaba la botella, se sirvió una copa y la vació de un trago. Luego se quedó de pie,
en silencio, contemplando las estrellas que se movían al otro lado de las enormes
portillas de la barcaza.
—¿Qué le pasa ahora? —aventuró Karkasy.
—¿Sadie? —preguntó Keeler, poniéndose en pie y dejando su vaso—. ¿Qué te ha
pasado?
—Aparentemente, acabo de ofender a alguien —respondió rápidamente Oliton,
sirviéndose otra copa.
—¿Ofendido? ¿A quién? —quiso saber Keeler.
—A un marine presuntuoso llamado Loken. ¡El muy cabrón!
—¿Conseguiste hablar con Loken? —preguntó Karkasy, incorporándose a toda
prisa y bajando las piernas para posarlas sobre la cubierta—. ¿Loken? ¿El capitán
Loken de la Décima Compañía?
—Sí —respondió Oliton—. ¿Por qué?
—He estado intentando acercarme a él desde hace un mes —respondió—. De
todos los capitanes, dicen, él es el más inflexible, y ocupará el puesto de Sejanus,
según los rumores. ¿Cómo obtuviste autorización?
—No la obtuve —respondió ella—. Finalmente me concedieron credenciales para
una entrevista breve con el capitán Torgaddon, lo que ya me pareció un gran éxito en
sí mismo teniendo en cuenta los días que he pasado suplicando una entrevista con él,
pero me parece que no estaba de humor para hablar conmigo. Cuando me presenté a
la hora convenida, su palafrenero hizo acto de presencia en su lugar y me dijo que
Torgaddon estaba muy ocupado. Torgaddon había enviado a su ayudante para que
me llevara a ver a Loken. «Loken tiene una buena historia», explicó.
—¿Era una buena historia? —quiso saber Keeler.
Mersadie asintió.
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—La mejor que he oído, pero dije algo que no le gustó y la emprendió conmigo.
Me hizo sentir así de pequeña.
Hizo un gesto con la mano, y luego echó otro trago.
—¿Olía a sudor? —preguntó Karkasy.
—No. No, en absoluto. Olía a esencias. Muy agradable y limpio.
—¿Puedes conseguir que me lo presenten? —preguntó Ignace Karkasy.
Oyó pisadas, luego una voz pronunció su nombre.
—¿Garvi?
Loken dejó su instrucción con la espada y vio, a través de los barrotes de la jaula, a
Ñero Vipus enmarcado en la entrada de la Escuela de la Espada. Vipus llevaba
pantalones negros, botas y una camiseta holgada, y su brazo truncado resultaba muy
evidente. La mano que había perdido la habían metido en una bolsa envuelta en
gelatina estéril, y a él le habían inyectado sueros nanóticos para reformar la muñeca
de modo que aceptara un implante potenciador al cabo de una semana más o menos.
Loken pudo ver todavía las cicatrices en los puntos donde Vipus había usado la
espada sierra para amputarse la mano.
—¿Sí?
—Alguien quiere verte —respondió Vipus.
—Si se trata de otro maldito rememorador… —empezó él.
—No lo es —Vipus negó con la cabeza—. Es el capitán Torgaddon.
Loken bajó la espada y desactivó la jaula de entrenamiento mientras Vipus se
hacía a un lado. Los muñecos y las espadas de prácticas quedaron inertes a su
alrededor, y el hemisferio superior de la jaula se deslizó al interior del techo en tanto
que el hemisferio inferior se replegaba al interior de la cubierta bajo la estera. Tarik
Torgaddon entró en la sala de la Escuela de Espadas, vestido con ropas de faena y una
larga cota de malla de plata. Los cabellos negros enmarcaban unas facciones
taciturnas. Dedicó una sonrisa amistosa a Vipus mientras este salía silenciosamente,
pasando por su lado. La sonrisa de Torgaddon estaba llena de perfectos dientes
blancos.
—Gracias, Vipus. ¿Cómo está la mano?
—Curando, capitán. Lista para volver a adherirla.
—Eso está bien —respondió Torgaddon—. Límpiate el trasero con la otra durante
un tiempo, ¿de acuerdo? Sigue así.
Vipus lanzó una carcajada y desapareció.
Torgaddon lanzó una risita divertida ante su propia ocurrencia y ascendió los
cortos peldaños para colocarse frente a Loken en el centro de la estera de lona. Se
detuvo ante un soporte para armas situado fuera de la jaula abierta, seleccionó un
hacha de mango largo y la extrajo, asestando tajos al aire mientras avanzaba.
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—Hola, Garviel —saludó—. ¿Has oído el rumor, supongo?
—He oído toda clase de rumores, señor.
—Quiero decir el que se refiere a ti. Defiéndete.
Loken arrojó su espada de prácticas a la cubierta y sacó rápidamente un tabar del
armero más próximo. Era todo de acero, tanto la hoja como el mango, y el filo de la
cabeza del hacha tenía una curva pronunciada. Lo alzó adoptando una posición de
ataque y fue a colocarse frente a Torgaddon.
Torgaddon amagó, a continuación entró al ataque con dos hachazos furiosos.
Loken desvió la cabeza del hacha con el mango de su tabar, y la Escuela de Espadas se
llenó de ecos de repiqueteos metálicos. La sonrisa no había abandonado el rostro de
Torgaddon.
—Así que, ese rumor… —continuó, describiendo círculos.
—Ese rumor —asintió Loken—, ¿es cierto?
—No —dijo Torgaddon, y luego mostró una sonrisa traviesa—. ¡Desde luego que
lo es! O tal vez no… No, lo es.
Lanzó una sonora carcajada para celebrar su socarronería.
—Es divertido —indicó Loken.
—Vamos, cierra el pico y sonríe —lo provocó el otro, y volvió a segar el aire,
atacando a Loken con dos mandobles cruzados muy poco reglamentarios que a su
oponente le costó esquivar.
Loken se vio obligado a girar el cuerpo en redondo para salir de allí y a aterrizar
con los pies bien separados.
—Un trabajo interesante —observó Loken, describiendo círculos otra vez, con el
tabar bajo y balanceándose—. ¿Puedo preguntar si se está inventando estos
movimientos?
Torgaddon sonrió burlón.
—Me los enseñó el Señor de la Guerra en persona —respondió, dando vueltas a la
vez que dejaba que la larga hacha girara en sus dedos; la hoja centelleó bajo la luz de
los iluminadores dirigidos hacia la lona.
Se detuvo de improviso y apuntó a Loken con la cabeza del hacha.
—¿No lo quieres, Garviel? Terra, te propuse para esto yo mismo.
—Me siento honrado, señor. Le doy las gracias por ello.
—Y Ekaddon lo apoyó.
Loken enarcó las cejas.
—Vale, no lo hizo. Ekaddon te detesta, amigo mío.
—El sentimiento es mutuo.
—Este es mi chico —rugió Torgaddon, y se abalanzó sobre Loken.
Loken rechazó violentamente el hachazo y contraatacó con otro propio, obligando
a su oponente a saltar hacia atrás hasta el borde de la estera.
—Ekaddon es un imbécil —dijo Torgaddon—, y se siente estafado porque llegaste
allí primero.
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—Yo simplemente… —empezó Loken.
Torgaddon alzó un dedo para acallarlo.
—Llegaste allí primero —dijo con calma, sin el menor dejo burlón—, y viste lo
que había en realidad. Ekaddon puede irse al infierno, lo que le sucede es que le duele.
Abaddon te apoyó en esto.
—¿El primer capitán?
—Estaba impresionado —repuso el otro, asintiendo—. Llegaste antes que él.
Gloria a la Décima. Y el voto lo decidió el Señor de la Guerra.
Loken bajó la guardia completamente.
—¿El Señor de la Guerra?
—Te quiere dentro. El mismo me dijo que te lo contara. Apreció tu trabajo.
Admiró tu sentido del honor. «Tarik», me dijo, «si alguien va a ocupar el puesto de
Sejanus, debería ser Loken». Eso es lo que dijo.
—¿Lo hizo?
—No.
Loken alzó los ojos. Torgaddon cargaba contra él con el hacha bien alzada y
girando. Se agachó, se hizo a un lado y golpeó con el extremo del mango del tabar el
costado del otro, haciendo que este diera un paso en falso y tropezara.
Torgaddon prorrumpió en sonoras carcajadas.
—¡Sí! Sí, lo hizo. Por Terra, eres demasiado manejable, Garvi. Demasiado
manipulable. ¡Si hubieras visto la expresión de tu rostro!
Loken le dedicó una fría sonrisa. Torgaddon contempló el hacha que empuñaba y
a continuación la arrojó a un lado, como si de repente le aburriera todo aquello. El
arma aterrizó con un repiqueteo en las sombras de fuera de la estera.
—Así que ¿qué dices? —preguntó—. ¿Qué les digo? ¿Aceptas?
—Señor, sería el mayor honor de mi vida —respondió Loken.
Torgaddon asintió y sonrió.
—Sí, lo sería —repuso—. Y aquí tienes tu primera lección. Llámame Tarik.
Se decía que a los iteradores los seleccionaban mediante un proceso más riguroso y
escrupuloso aún que los mecanismos de inducción de los astartes. «Un hombre entre
un millar puede convertirse en un guerrero de la Legión» era lo que se decía, «pero
únicamente uno entre cien mil es apto para ser un iterador».
Loken no lo ponía en duda. Un posible astartes tenía que ser robusto, apto,
receptivo genéticamente y preparado para ser mejorado. Un bastidor de carne y hueso
sobre el que podía construirse un guerrero.
Pero para ser un iterador, una persona debía poseer ciertos dones poco corrientes
que no podían mejorarse artificialmente. Perspicacia, elocuencia, genio político,
inteligencia aguda. Lo último se podía incrementar digitalmente o
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farmacéuticamente, desde luego, y a una mente se le podían dar clases de historia,
ética política y retórica. A una persona se le podía enseñar qué pensar y cómo
expresar lo que pensaba, pero era imposible enseñarle cómo pensar.
A Loken le encantaba ver a los iteradores trabajando. En ocasiones había
retrasado la retirada de su compañía para poder seguir a sus funcionarios por las
ciudades conquistadas y observarlos mientras se dirigían a las multitudes. Era igual
que ver salir el sol sobre un campo de trigo.
Kyril Sindermann era el iterador más magnífico que Loken había visto nunca.
Sindermann ocupaba el puesto de iterador principal en la 63.ª Expedición, y era
responsable de dar forma al mensaje. Mantenía, era algo bien conocido, una amistad
íntima y profunda con el Señor de la Guerra, así como con el jefe de la expedición y
los palafreneros de rango superior. Y el Emperador en persona conocía su nombre.
Sindermann ponía fin a una sesión informativa en la Escuela de Iteradores cuando
Loken se dejó caer por el auditorio, una cripta alargada situada en las profundidades
del vientre de la Espíritu Vengativo. Dos mil hombres y mujeres, cada uno ataviado
con el sencillo hábito beige del cargo, estaban sentados en las hileras de gradas,
absortos en cada una de sus palabras.
—Para resumir, porque llevo hablando demasiado tiempo —decía Sindermann—,
este reciente episodio nos permite observar sangre y nervio genuinos bajo la piel
verbosa de nuestra filosofía. La verdad que transmitimos es la verdad, porque
nosotros decimos que es la verdad. ¿Es eso suficiente?
Se encogió de hombros.
—No lo creo así. «Mi verdad es mejor que vuestra verdad» no es más que una
disputa de patio de recreo, no la base de nuestra cultura. «Yo tengo razón, por lo tanto
tú estás equivocado» es un silogismo que se desmorona en cuanto se le aplica
cualquier cantidad de herramientas éticas fundamentales. Tengo razón, ergo, estás
equivocado. No podemos elaborar una constitución sobre eso, y no podemos, no
debemos y no se nos convencerá de iterar sobre su base. Ello nos convertiría en ¿qué?
—Contempló a su audiencia. Había un cierto número de manos alzadas—. ¡Tú!
—En embusteros.
Sindermann sonrió. El conjunto de micrófonos dispuestos alrededor del podio
amplificaba sus palabras, y su rostro aumentado de tamaño se mostraba en la pared
holográfica situada a su espalda. Allí, su sonrisa tenía tres metros de anchura.
—Pensaba en matones o demagogos, Memed, pero «embusteros» es apropiado.
De hecho, resulta más hiriente que mis sugerencias. Bien dicho. Embusteros. Eso es
precisamente en lo que nosotros, los iteradores, no podemos convertirnos jamás.
Sindermann tomó un sorbo de agua antes de proseguir. Loken, en el fondo de la
sala, se instaló en un asiento vacío. Sindermann era un hombre alto, alto para alguien
que no era un astartes, en todo caso, orgullosamente erguido, cenceño y con la
patricia cabeza coronada por una magnífica cabellera blanca. Las cejas eran negras,
como los galones de la hombrera de metal de un lobo lunar. Poseía una presencia
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autoritaria, pero era la voz lo que realmente importaba; muy profunda, sonora,
melodiosa, compasiva; era el tono vocal lo que servía para seleccionar a cada
candidato a iterador. Una voz dulce, deliciosa y pura que comunicaba razón,
sinceridad y confianza. Una voz por la que valía la pena buscar entre cien mil
personas con tal de encontrarla.
—Verdad y mentiras —prosiguió Sindermann—. Verdad y mentiras. Acabo de
llegar a mi tema favorito, ¿os dais cuenta? Vuestra cena se va a retrasar.
Una oleada de risas barrió la sala.
—Grandes acciones han dado forma a nuestra sociedad —dijo—. La más
grandiosa de ellas, físicamente, ha sido la unificación formal y total de Terra por parte
del Emperador, en cuya secuela externa, esta Gran Cruzada, estamos ocupados ahora.
Pero más grandioso, intelectualmente, ha sido el podernos despojar de aquel manto
tan pesado llamado religión. La religión maldijo a nuestra especie durante miles de
años, desde la superstición más ínfima a los cónclaves más elevados de la fe espiritual.
Nos condujo a la locura, a la guerra, al asesinato, pendía sobre nosotros como una
enfermedad, como la bola de unos grilletes. Os diré lo que era la religión… No,
vosotros me lo diréis. ¿Tú?
—Ignorancia, señor.
—Gracias, Khanna. Ignorancia. Desde los tiempos más remotos, nuestra especie
se ha esforzado por comprender el funcionamiento del cosmos, y allí donde esa
comprensión ha fracasado o no ha sido suficiente, hemos llenado los huecos,
recubierto las discrepancias, con la fe ciega. ¿Por qué gira el Sol en el cielo? No lo sé,
de modo que lo atribuiré a los esfuerzos de un dios del sol con un carruaje dorado.
¿Por qué muere la gente? No puedo decirlo, pero elegiré creer que se trata de la
tenebrosa tarea de una parca que se lleva las almas a un supuesto más allá.
Su público lanzó una carcajada. Sindermann descendió del podio y avanzó hasta
los peldaños delanteros del escenario, fuera del alcance de los micros. Sin embargo,
aunque bajó el volumen de la voz, su adiestrado tono, aquella hábil herramienta de
todos los iteradores, transportó sus palabras con una claridad perfecta, sin amplificar,
por toda la sala.
—Fe religiosa. La creencia en los demonios, en los espíritus, en una vida después
de la muerte y en todos los otros símbolos de una existencia sobrenatural, existió
simplemente para que todos nos sintiéramos más cómodos y conformados
enfrentados a un cosmos inconmensurable. Eran concesiones, refuerzos para el alma,
muletas para el intelecto, plegarias y amuletos de la suerte para ayudarnos a través de
la oscuridad. Pero ahora hemos presenciado lo que es el cosmos, amigos míos. Hemos
pasado a través de él. Hemos estudiado y comprendido la textura de la realidad.
Hemos visto las estrellas desde atrás y descubierto que no tienen mecanismos de
relojería, ni carruajes dorados que las transporten. Nos hemos dado cuenta de que
Dios no es necesario, ni ningún dios, y por extensión ya no necesitamos demonios,
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diablos o espíritus. Lo más importante que la humanidad ha hecho jamás fue
reinventarse a sí misma como una cultura secular.
Su audiencia aplaudió aquellas palabras con entusiasmo. Se oyeron unos pocos
vítores de aprobación. A los iteradores no se les instruía simplemente en el arte de
hablar en público; se les adiestraba en las dos vertientes de la tarea. Sembrados en
medio de una multitud, los iteradores podían abocarla al entusiasmo con unas
cuantas respuestas oportunas o igualmente lanzar a una muchedumbre contra el
orador. Los iteradores se mezclaban a menudo con el público para reforzar la
efectividad del compañero que hablaba.
Sindermann volvió la cabeza, como si hubiera terminado, y luego se volvió otra
vez mientras los aplausos se apagaban, la voz aún más suave y todavía más penetrante.
—Pero ¿qué pasa con la fe? La fe posee un rasgo distintivo incluso cuando la
religión ha desaparecido. Todavía necesitamos creer en algo, ¿no es cierto? Hete aquí.
El auténtico propósito de la humanidad es enarbolar la antorcha de la verdad bien alta
y hacerla brillar, incluso en los lugares más oscuros. Compartir nuestra comprensión
forense, implacable y liberadora con los confines más oscuros del cosmos. Emancipar
a aquellos que están encadenados a la ignorancia. Liberarnos a nosotros mismos y a
otros de los dioses falsos, y ocupar nuestro puesto en la cúspide de la vida consciente.
En eso… en eso es en lo que podemos poner nuestra fe. A eso es a lo que podemos
enjaezar nuestra fe ilimitada.
Más aclamaciones y aplausos. El orador regresó tranquilamente al podio y apoyó
las manos en las barandillas de madera del atril.
—Estos últimos meses hemos aplastado toda una cultura. Que quede bien claro…
No hemos hecho que entren en vereda ni conseguido su acatamiento a nosotros. Los
hemos aplastado. Les hemos partido el espinazo. Los hemos quemado. Lo sé, porque
sé que el Señor de la Guerra lanzó a sus astartes en esta acción. No os andéis con
remilgos sobre lo que hacen. Son asesinos, pero autorizados. Veo a uno ahora, a un
noble guerrero, sentado al fondo de la sala.
Se volvieron estirando el cuello para ver a Loken, y se produjo un revuelo de
aplausos.
Sindermann empezó a aplaudir con fiereza.
—Más que eso. ¡Se merece más que eso!
Unos aplausos estruendosos y crecientes se elevaron hasta el techo de la sala.
Loken se puso en pie y los aceptó con una turbada reverencia.
Los aplausos se apagaron.
—Las almas que hemos conquistado últimamente creían en un Imperio, un
gobierno del hombre —siguió Sindermann en cuanto se apagaron las últimas
palmadas—. Sin embargo, matamos a su Emperador y los obligamos a someterse.
Incendiamos sus ciudades y destruimos sus naves de guerra. ¿Es todo lo que tenemos
que decir en respuesta a su por qué, un poco convincente «tengo razón, por lo tanto
tú estás equivocado»?
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Bajó los ojos como si reflexionara.
—Con todo, tenemos razón. Nosotros somos los que tenemos razón. Ellos son los
que están equivocados. Esta fe simple y pura es lo que debemos encargarnos de
enseñarles. Nosotros tenemos razón. Ellos están equivocados. ¿Por qué? No porque
nosotros lo digamos. ¡Porque sabemos que es así! No diremos «tengo razón y tú estás
equivocado» debido a que los hemos vencido en combate. Debemos proclamarlo
porque sabemos que es la verdad cabal. No podemos, no debemos y no
promulgaremos esa idea por cualquier otro motivo que no sea que sabemos, sin un
titubeo, sin una duda, sin un prejuicio, que es la verdad, y sobre esa verdad
depositamos nuestra fe. Están equivocados. Su cultura estaba edificada sobre
mentiras. Les hemos traído el aguzado filo de la verdad y los hemos iluminado. Sobre
esa base, y esa base únicamente, salid de aquí y repetid nuestro mensaje.
Tuvo que aguardar, sonriente, hasta que decreció el alboroto.
—Vuestra cena se enfría. Podéis retiraros.
Los iteradores estudiantes empezaron a desfilar lentamente fuera de la sala.
Sindermann tomó otro sorbo de agua del vaso colocado sobre el atril y abandonó el
escenario para ascender los peldaños que conducían al lugar donde estaba sentado
Loken.
—¿Oyó algo que le gustó? —preguntó, sentándose junto a Loken a la vez que se
alisaba los faldones del hábito.
—Parece usted un actor sobre un escenario —comentó el otro—. O un
mercachifle ambulante que anuncia sus mercancías.
Sindermann enarcó una ceja totalmente negra.
—En ocasiones, Garviel, es precisamente así como me siento.
—¿Es que no cree en lo que está vendiendo? —inquirió él, frunciendo el entrecejo.
—¿Lo cree usted?
—¿Qué vendo yo?
—Fe, a través de la muerte. Verdad, mediante el combate.
—No es más que combate. No tiene otro significado aparte de combate. El
significado se ha decidido mucho antes de que se me ordene entregarlo.
—Así pues, como guerrero, ¿carece de conciencia?
Loken negó con la cabeza.
—Como guerrero, soy un hombre con conciencia, y esa conciencia la dirige mi fe
en el Emperador. Mi fe en nuestra causa, como lo acaba de describir a la clase, pero
como arma, carezco de conciencia. Cuando se me activa para combatir, dejo de lado
mis consideraciones personales y me limito a actuar. El valor de mi acción ya lo ha
sopesado la conciencia mayor de nuestro comandante. Mato hasta que se me dice que
pare, y durante ese período no cuestiono las muertes. Hacerlo sería una estupidez y
estaría fuera de lugar. El comandante ya ha tomado la determinación de que haya
guerra, y todo lo que espera de mí es que la lleve a cabo lo mejor que pueda. Una arma
no cuestiona a quién mata ni el motivo. Ese no es el objeto de las armas.
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—No, no lo es —repuso Sindermann con una sonrisa—, y así es como debe ser.
Siento curiosidad, no obstante. No creía que tuviéramos una tutoría programada para
hoy.
Aparte de sus deberes como iteradores, se esperaba de los consejeros superiores
como Sindermann que llevaran a cabo programas educativos para los astartes. Lo
había ordenado el Señor de la Guerra en persona. Los hombres de la legión pasaban
largos períodos en tránsito entre guerras, y el Señor de la Guerra insistía en que
utilizaran el tiempo para desarrollar sus mentes y aumentar sus conocimientos.
«Incluso los guerreros más poderosos deberían recibir instrucción en otras áreas que
no sean la guerra —había ordenado—. Llegará un momento en que el conflicto bélico
finalizará y acabarán los combates, y mis guerreros deberían prepararse para una vida
de paz. Deben conocer otras cosas que no sean las cuestiones militares o de lo
contrario se tornarán obsoletos».
—No hay ninguna tutoría programada —respondió Loken—. Pero quería hablar
con usted, informalmente.
—¿De veras? ¿Qué le preocupa?
—Tengo un problema…
—Le han pedido que forme parte del Mournival —dijo Sindermann, y Loken
pestañeó.
—¿Cómo lo sabe? ¿Lo sabe todo el mundo?
El otro le dedicó una amplia sonrisa.
—Sejanus ya no está, alabados sean sus huesos. El Mournival necesita a alguien.
¿Le sorprende que acudieran a usted?
—Así es.
—A mí no. Va por detrás de Abaddon y Sedirae en méritos, Loken. El Señor de la
Guerra tiene la vista puesta en usted. También Dorn.
—¿El primarca Dorn? ¿Está seguro?
—Me han dicho que admira su flemático humor, Garviel. Eso es algo, viniendo de
alguien como él.
—Me siento halagado.
—Debería. Bien, ¿cuál es el problema?
—¿Soy apto para ello? ¿Debería aceptar?
—¡Tenga fe! —respondió Sindermann con una carcajada.
—Hay algo más —indicó Loken.
—Adelante.
—Una rememoradora vino a verme hoy. Me irritó profundamente, para ser
sincero, pero hubo algo que dijo. Dijo: «¿No podríamos haberlos dejado simplemente
en paz?».
—¿A quiénes?
—A estas gentes. A este Emperador.
—Garviel, usted sabe la respuesta a eso.
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—Cuando estaba en la torre, mirando a aquel hombre…
—¿El que fingía ser el «Emperador»? —inquirió Sindermann, frunciendo el
entrecejo.
—Sí; él dijo algo muy parecido. Quartes, en sus Cuantificaciones, nos enseña que
la galaxia es un espacio vasto, y eso ya lo he visto. Si encontramos a una persona, una
sociedad en este cosmos que no está de acuerdo con nosotros, pero lo que dice es
sensato, ¿qué derecho tenemos a destruirla? Quiero decir… ¿no podemos
simplemente dejarlos tranquilos y hacer como si no existieran? Al fin y al cabo, la
galaxia es un lugar muy extenso.
—Lo que siempre me ha gustado de usted, Garviel —dijo Sindermann—, es su
humanidad. Está claro que esto le ha afectado. ¿Por qué no me ha hablado de ello
antes?
—Pensé que desaparecería —admitió Loken.
Sindermann se puso en pie e hizo una seña al otro para que lo siguiera.
Abandonaron la sala de actos y recorrieron uno de los grandes corredores vertebrales
de la nave insignia, un cañón de techo abovedado con contrafuertes con una altura de
tres cubiertas, como la nave de un antiguo templo catedralicio pero con una longitud
de cinco kilómetros. Estaba en penumbra, y los estandartes gloriosos de legiones,
compañías y campañas, algunos descoloridos o deteriorados por viejas batallas,
colgaban del techo a intervalos. Oleadas de personal recorrían el pasillo, sus voces
elevando unos curiosos susurros hacia la bóveda, y Loken vio más fluir de tráfico
peatonal en las galerías iluminadas de lo alto, allí donde las cubiertas superiores daban
al espacio principal.
—Lo primero —indicó Sindermann mientras paseaban— es un simple vendaje de
sus preocupaciones. Ya me oyó tratar el tema detenidamente ante la clase y, en cierto
modo, aventuró usted una versión de lo mismo hace apenas un momento cuando
habló del tema de la conciencia. Usted es una arma, Garviel, un ejemplo del más
magnífico instrumento de destrucción que la humanidad ha forjado jamás. No debe
haber lugar en su interior para la duda o el interrogante. Tiene razón. Las armas no
deberían pensar, solo deberían permitir que las utilizasen, pues la decisión para ser
usadas no son ellas quienes deben tomarlas. Esa decisión la deben tomar (con un
cuidado enorme y terrible, y con consideraciones éticas situadas más allá de nuestra
capacidad para juzgarlas) los primarcas y los comandantes. El Señor de la Guerra,
como el amado Emperador antes que él, no los usa a la ligera. Es únicamente con gran
pesadumbre y una cierta determinación que suelta a los astartes. El Adeptus Astartes
es el último recurso, y es utilizado tan solo en ese caso.
Loken asintió.
—Esto es lo que debe recordar. El simple hecho de que el Imperio posea los
astartes, y de ese modo la capacidad para derrotar y, si es necesario, aniquilar a
cualquier enemigo, no es el motivo de que suceda. Hemos desarrollado los medios
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para aniquilar… Hemos desarrollado guerreros como usted, Garviel…, porque era
necesario.
—¿Un mal necesario?
—Un instrumento necesario. La razón no implica poderío. La humanidad tiene
una gran verdad empírica que transmitir, un mensaje que llevar, por el bien de todos.
En ocasiones ese mensaje cae en oídos sordos. En ocasiones se rechaza y niega ese
mensaje, como aquí. Entonces, y solo entonces, demos gracias a las estrellas por
poseer el poder para imponerlo. Somos poderosos porque tenemos razón, Garviel. No
tenemos razón porque somos poderosos. Que jamás llegue la hora en que lo contrario
se convierta en nuestro credo.
Habían abandonado el corredor vertebral y andaban por un paseo lateral en
dirección al archivo anexo. Algunos servidores anadearon por su lado, con las
extremidades superiores cargadas de libros y placas de datos.
—Tanto si nuestra verdad es la correcta como si no, ¿debemos siempre imponerla
sobre los que no quieren aceptarla? Tal como dijo la mujer, ¿no podíamos
simplemente dejarlos a su propio destino, tan tranquilos?
—Pasea por las orillas de un lago —dijo Sindermann—. Un muchacho se está
ahogando. ¿Deja que se ahogue porque fue lo bastante estúpido como para caer en el
agua antes de haber aprendido a nadar? ¿O lo saca de allí y le enseña a nadar?
—Lo segundo —respondió el otro encogiéndose de hombros.
—¿Y si lo rechaza cuando intenta salvarlo, porque le tiene miedo? ¿Porque no
quiere aprender a nadar?
—Lo salvo igualmente.
Habían dejado de andar. Sindermann apretó la mano contra la placa de acceso
incrustada en el marco de cobre de una puerta enorme y dejó que el haz de luz que se
desplazaba verticalmente le leyera la palma. La puerta se abrió, exhalando como una
boca para dejar escapar una ráfaga de aire climatizado y una tenue insinuación a
polvo.
Penetraron en la cripta de la sala de Archivo III. Estudiosos, esfragistas y
metafrásticos trabajaban en silencio ante las mesas de lectura, requiriendo a
servidores para que seleccionaran tomos de las pilas selladas.
—Lo que me interesa de sus inquietudes —dijo Sindermann, manteniendo la voz
meticulosamente baja de modo que solo la capacidad auditiva mejorada de Loken
pudiera oírla—, es lo que dicen respecto a usted. Hemos establecido que es una arma,
y que no necesita pensar sobre lo que hace porque eso ya se hace por usted. No
obstante permite que la chispa humana que hay en su interior se preocupe, se
impaciente y establezca una empatía. Retiene la facultad de considerar el cosmos
como lo haría un hombre, no como podría hacerlo un instrumento.
—Comprendo —repuso Loken—. Me está diciendo que he olvidado mi lugar.
Que he transgredido los límites de mi función.
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—No —respondió su acompañante con una sonrisa—. Lo que digo es que ha
encontrado su lugar.
—¿Cómo es eso?
Sindermann indicó con un ademán los montones de libros que se alzaban, igual
que torres, hacia las nebulosas altitudes del archivo. En lo más alto revoloteaban
servidores que buscaban y recuperaban textos antiguos precintados en bolsas de
plastek, pululando por las paredes verticales de la biblioteca como abejas.
—Contemple los libros —indicó Sindermann.
—¿Hay algunos que debería leer? ¿Me preparará una lista?
—Léalos todos. Vuélvalos a leer otra vez. Tráguese el conocimiento y las ideas de
nuestros predecesores en su integridad, ya que eso no puede hacer más que
perfeccionarlo como hombre, pero si lo hace, descubrirá que ninguno de ellos
contiene una respuesta que acalle sus dudas.
Loken lanzó una carcajada, desconcertado. Algunos de los metafrásticos de las
inmediaciones alzaron los ojos de sus estudios, molestos por la interrupción; pero
bajaron inmediatamente la mirada otra vez cuando vieron que el ruido había surgido
de un astartes.
—¿Qué es el Mournival, Garviel? —susurró Sindermann.
—Sabe perfectamente que…
—Complázcame. ¿Es un organismo oficial? ¿Un órgano de gobierno sancionado
formalmente, un rango de la legión?
—Por supuesto que no. Es un honor informal. Carece de autoridad oficial. Desde
las primeras épocas de nuestra legión ha existido un Mournival. Cuatro capitanes,
aquellos que sus iguales consideraban como…
Hizo una pausa.
—¿Los mejores? —preguntó Sindermann.
—A mi modestia le avergüenza usar esa palabra. Los más apropiados. En
cualquier momento, la legión, de modo extraoficial, de un modo totalmente aparte de
la cadena de mando, compone un Mournival. Una cofradía de cuatro capitanes,
preferentemente unos que sean de aspectos y talantes manifiestamente distintos, que
actúan como el alma de esa legión.
—Y su tarea es velar por la salud moral de la legión, ¿no es así? ¿Guiar y dar forma
a su filosofía? Y, lo que es más importante, permanecer junto al comandante y ser las
voces a las que escucha antes que a cualquier otra. Ser los camaradas y amigos a los
que puede recurrir en privado y confiar sus inquietudes y problemas libremente,
antes de que se conviertan en cuestiones de estado o del Consejo.
—Eso es lo que se supone que hace el Mournival —convino Loken.
—Entonces se me ocurre, Garviel, que únicamente un arma que cuestiona su
propio uso podría valer para ese papel. Para ser un miembro del Mournival hay que
tener inquietudes. Es necesario poseer ingenio, y, por supuesto, tener dudas. ¿Sabe lo
que es un negativista?
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—No.
—En los principios de la historia de Terra, durante la dominación de las dinastías
sumaturianas, las clases gobernantes empleaban negativistas. Su trabajo era disentir.
Ponerlo todo en duda. Considerar cualquier argumento o política y censurarlo, o
enunciar la postura contraria. Estaban sumamente bien considerados.
—¿Quiere que me convierta en un negativista? —inquirió Loken.
Sindermann meneó la cabeza.
—Quiero que sea usted mismo, Garviel. El Mournival necesita su sentido común
y claridad. Sejanus fue siempre la voz de la razón, el equilibrio preciso entre la cólera
de Abaddon y el desdén melancólico de Aximand. El equilibrio ha desaparecido, y el
Señor de la Guerra necesita ese equilibrio más que nunca ahora. Usted ha venido a
verme hoy porque quería mi bendición. Quería saber si debería aceptar ese honor.
Mediante su propia admisión, Garviel, por el mérito de sus propias dudas, ha
respondido a su propia pregunta.
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Cuatro
Convocada
De nombre Ezekyle
Una mano ganadora
Ella había preguntado el nombre del planeta, y la tripulación de la lanzadera le había
respondido «Terra», lo que no le servía en absoluto. Mersadie Oliton había pasado los
primeros veintiocho años de sus veintinueve de vida en Terra, y aquello no lo era.
El iterador enviado para acompañarla tampoco le sirvió de mucho más. Un joven
modesto, de piel olivácea, de entre dieciocho y diecinueve años; el iterador se llamaba
Memed y era poseedor de un intelecto tremendo y una genialidad precoz. Pero la
violenta travesía suborbital de la lanzadera no le sentó bien a su organismo, y se pasó
la mayor parte del trayecto sin poder responder a sus preguntas porque estaba
demasiado ocupado vomitando en una bolsa de plastek.
El vehículo tomó tierra en un tramo de césped convencional entre filas de árboles
esterilizados y desmochados, ocho kilómetros al oeste de la Ciudad Elevada.
Empezaba a anochecer, y algunas estrellas centelleaban ya en la mancha violeta de los
extremos del firmamento. A gran altura, las naves pasaban sobre sus cabezas, con las
luces parpadeando. Mersadie descendió por la rampa de la nave hasta pisar la hierba,
aspirando los curiosos aromas y la atmósfera ligeramente distinta de aquel mundo.
Se detuvo en seco. El aire, rico en oxígeno, imaginó, la estaba mareando, y aquella
sensación de mareo se incrementaba aún más solo con pensar dónde estaba. Por
primera vez en su vida se encontraba sobre otro suelo, otro mundo, y le pareció algo
trascendental, algo que merecía la actuación de una banda ceremonial. Ella era, por
todo lo que sabía, uno de los primeros rememoradores a los que se concedía acceso a
la superficie del mundo conquistado.
Giró para mirar la lejana ciudad, abarcando el panorama y consignándolo a las
espirales de su memoria. Efectuó pestañeos fotográficos para almacenar ciertas vistas
digitalmente, advirtiendo que todavía se elevaban columnas de humo en el paisaje
urbano, a pesar de que los combates habían finalizado hacía meses.
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—Lo llamamos 63-19 —indicó el iterador, descendiendo por la rampa detrás de
ella.
Al parecer, el descenso al planeta había estabilizado su constitución delicada. La
mujer retrocedió sutilmente ante el hedor a vómito de su aliento.
—¿63-19? —inquirió.
—Por ser el mundo decimonoveno que la 63.ª Expedición ha sometido —dijo
Memed—, aunque, desde luego, aquí no se ha establecido aún un acatamiento total.
Todavía no se ha ratificado la carta constitucional. El gobernador general electo
Rakris está encontrando dificultades para formar una coalición parlamentaria que dé
su consentimiento, pero 63-19 servirá. Los habitantes del lugar llaman a este mundo
Terra, y no podemos tener a dos de ellas, ¿no es cierto? Por lo que yo entiendo, esa fue
la raíz del problema en un principio.
—Comprendo —dijo Mersadie mientras se alejaba.
Tocó con la mano la corteza de uno de los árboles desmochados. Parecía… real al
tacto. Sonrió para sí y lo almacenó en su mente con un pestañeo. La base de su
narración, con claves visuales, se formulaba ya en su mente mejorada. Un punto de
vista personal, eso es lo que haría; usaría la novedad y la falta de familiaridad de su
primer descenso a un planeta como un tema alrededor del cual giraría toda su
remembranza.
—Es una tarde hermosa —anunció el iterador, yendo a detenerse junto a ella.
El joven había dejado las bolsas repletas de vómito al pie de la rampa, como si
esperara que alguien se deshiciera de ellas por él.
Los cuatro soldados a los que se había encomendado la protección de la
muchacha desde luego no pensaban hacerlo. Sudando a mares dentro de sus gruesos
sobretodos de terciopelo y morriones, con los rifles colgados al hombro, cerraron filas
alrededor de la rememoradora.
—¿Señora Oliton? —dijo el oficial—. La esperan.
Mersadie asintió y los siguió. El corazón le latía con fuerza. Aquel iba a ser todo
un acontecimiento. Una semana antes, su amiga y colega rememoradora Euphrati
Keeler, que hasta el momento había conseguido sin lugar a dudas mucho más que
cualquiera de los rememoradores, había estado presente en la ciudad oriental de
Kaentz, observando operaciones de la cruzada, cuando se encontró a Maloghurst con
vida.
El palafrenero del Señor de la Guerra, dado por muerto tras el incendio y
destrucción de las naves de la embajada mientras estaban en órbita, había escapado
con la ayuda de una cápsula de desembarco. Gravemente herido, había recibido la
atención y protección de la familia de un granjero que habitaba en los territorios
situados fuera de Kaentz. Keeler había estado justo allí, por casualidad, para
pictografiar cómo sacaban al palafrenero de la granja. Había sido todo un golpe de
efecto. Sus pictografías, tan bellamente compuestas, se habían exhibido a toda la flota
expedicionaria y habían sido apreciadas por los séquitos imperiales. Repentinamente,
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se hablaba de Euphrati Keeler; de improviso, los rememoradores ya no eran algo tan
malo, después de todo. Con unos cuantos «clics» geniales de su pictógrafo, Euphrati
había hecho progresar enormemente la causa de los rememoradores.
Ahora Mersadie esperaba poder hacer lo mismo. La habían convocado allí y
todavía no se había recuperado de la sorpresa. La habían llamado a la superficie. Solo
ese hecho habría sido suficiente, pero era quién la había convocado lo que importaba
en realidad. Él había autorizado personalmente su permiso de tránsito, y se había
ocupado de asignarle una escolta y a uno de los mejores iteradores de Sindermann.
La joven no conseguía comprenderlo. La última vez que se habían visto, él se
había comportado de un modo tan brutal que Mersadie había pensado en dimitir y
tomar el primer transporte de vuelta a casa.
La esperaba de pie en un sendero de grava entre las hileras de árboles, y al
acercarse a él, rodeada por los soldados, acusó un natural temor reverente al
contemplarlo con la armadura puesta, que centelleaba, blanca, con un trazo de negro
en los bordes. El casco, con un penacho de cola de caballo lateral, permanecía colgado
a la cintura. Era un gigante de dos metros y medio de estatura.
Percibió cómo los soldados que la rodeaban vacilaban.
—Aguardad aquí —les indicó, y ellos se quedaron atrás, aliviados.
Un soldado del ejército imperial podía ser tan duro como un par de botas viejas,
pero no le gustaba lidiar con un astartes. En especial no con uno de los Lobos
Lunares, los más poderosos de los poderosos, la más mortífera de las legiones.
—También tú —dijo la joven al iterador.
—De acuerdo —respondió Memed, deteniéndose.
—La llamada fue personal.
—Comprendo —repuso él.
Mersadie fue hacia el capitán de los Lobos Lunares. El hombre se alzaba por
encima de ella y tuvo que resguardar sus ojos con la mano para protegerlos del sol que
se ponía a fin de poder mirarlo.
—Rememoradora —la saludó él con una voz tan profunda como la raíz de un
roble.
—Capitán. Antes de que empecemos, me gustaría disculparme por cualquier
ofensa que pudiera haberle causado la última vez que nos vimos.
—Si me hubiera sentido ofendido, señora, ¿la habría hecho venir aquí?
—Supongo que no.
—Supone correctamente. Me indignó con sus preguntas la última vez, pero
admito que fui demasiado duro con usted.
—Hablé con una temeridad innecesaria…
—Fue esa temeridad la que me hizo pensar en usted —respondió Loken—. No
puedo explicarlo más. No lo haré, pero debe saber que fue precisamente el hecho de
que dijera cosas fuera de lugar lo que me trajo aquí. Motivo por el que decidí hacer
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que la trajeran también a usted. Si eso es lo que hacen los rememoradores, ha hecho
muy bien su trabajo.
Mersadie no estaba segura de qué decir. Bajó los ojos. Los últimos rayos de luz
solar le dieron de lleno en ellos.
—¿Desea… desea que sea testigo de algo? ¿Qué recuerde algo?
—No —replicó él fríamente—. Lo que sucede ahora sucede en privado, pero
quería que supiera que, en parte, se debe a usted. Cuando regrese, si lo considero
apropiado, le transmitiré ciertos recuerdos. Si eso resulta aceptable.
—Me siento honrada, capitán. Aceptaré lo que decida.
Loken asintió.
—Debo ir con… —empezó Memed.
—No —respondió el lobo lunar.
—De acuerdo —repuso rápidamente el iterador, retrocediendo para marchar a
estudiar un tronco de árbol.
—Me hizo las preguntas correctas, y de ese modo me mostró que también yo
hacía las preguntas correctas —dijo Loken a Mersadie.
—¿Lo hice? ¿Las respondió?
—No —respondió él—. Aguarde aquí, por favor.
Se alejó en dirección a un seto de boj podado por los mejores jardineros
ornamentales en forma de gruesa pared verde de baluarte, y desapareció de la vista
bajo un arco de hojas.
Mersadie se volvió hacia los soldados que aguardaban.
—¿Conocen algún juego? —preguntó.
Los hombres se encogieron de hombros.
La mujer extrajo una baraja del bolsillo del abrigo.
—Les puedo enseñar uno —anunció con una sonrisa, y se sentó en la hierba para
repartir las cartas.
Los soldados dejaron los rifles en el suelo y se agruparon a su alrededor en las
sombras azules cada vez más alargadas.
«A los soldados les encanta jugar a las cartas», le había dicho Ignace Karkasy antes
de que abandonara la nave insignia; justo antes de dedicarle una sonrisa burlona y
entregarle la baraja.
Al otro lado del elevado seto se extendía un jardín acuático ornamental convertido en
una lóbrega ruina. La altura del seto y los árboles cercanos, que en aquellos momentos
se convertían en formas negras y erizadas al recortarse contra el cielo rosa, ocultaban
lo que quedaba de luz solar. La penumbra sobre los jardines resultaba casi neblinosa.
En el pasado, el jardín había estado compuesto de placas rectangulares de ouslita,
dispuestas a modo de losas gigantescas, que rodeaban una serie de depresiones
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cuadradas y poco profundas en las que habían florecido lirios y luminosas flores
acuáticas en sumideros llenos de guijarros alimentados por algún manantial o fuente.
Delicados helechos híbridos y sauces llorones habían bordeado los estanques.
Durante el asalto a la Ciudad Elevada, proyectiles terrestres o bombardeos aéreos
habían acribillado la zona, derribando muchas de las plantas y haciendo pedazos un
gran número de bloques. Muchas de las losas de ouslita habían quedado desplazadas,
y varios de los estanques habían visto aumentado enormemente su tamaño tanto en
amplitud como en profundidad por la adición de profundos cráteres abiertos en el
suelo.
Pero el manantial había seguido alimentando el lugar, llenando los agujeros de los
proyectiles a la vez que vertía el agua que rebosaba entre las losas desplazadas.
Todo el jardín era un estanque llano que relucía tenuemente en la penumbra, del
que sobresalían ramas enmarañadas, trozos rotos de raíces y fragmentos asimétricos
de roca en forma de archipiélagos en miniatura.
Algunos de los bloques intactos, losas de dos metros de largo y un metro de
grosor, aparecían recolocados, y no al azar producto de las explosiones. Los habían
levantado para formar una pasarela en la zona del estanque, un espigón de piedra
hundido y alineado casi con la superficie del agua.
Loken se subió a la calzada y empezó a seguirla. El aire olía a humedad, y se oía el
parloteo de los anfibios y el siseo de las moscas del crepúsculo. Flores acuáticas, con
los frágiles colores desaparecidos casi en la oscuridad cada vez mayor, flotaban en las
aguas quietas a ambos lados del sendero.
Loken no sentía miedo. No estaba modificado para sentirlo, pero registraba una
ansiedad nerviosa, una expectación que hacía latir sus corazones. Sabía que estaba a
punto de cruzar un umbral en su vida, y confiaba en que lo que se hallaba al otro lado
de aquel umbral sería avisado. También parecía correcto que estuviera a punto de dar
un profundo paso al frente en su carrera. Su mundo, su vida, habían cambiado
enormemente en los últimos tiempos, con el ascenso del Señor de la Guerra y la
consecuente alteración de la cruzada, y lo más indicado era que él cambiara con todo
ello. Una fase nueva. Un tiempo nuevo.
Se detuvo un instante y alzó los ojos hacia las estrellas que empezaban a
encenderse en el cielo que se teñía de púrpura. Un tiempo nuevo, y un glorioso
tiempo nuevo, bien mirado. Al igual que él, la humanidad se encontraba en un
umbral, a punto de dar un paso al frente hacia la grandeza.
Se había adentrado profundamente en la irregular expansión del jardín acuático,
mucho más allá de los focos de la zona de aterrizaje situados detrás del seto, mucho
más allá de las luces de la ciudad. El sol había desaparecido y estaba rodeado de
sombras azules.
La calzada finalizó. El agua centelleaba al otro lado. Al frente, cruzando unos
treinta metros de estanque de aguas quietas, un pequeño montículo ocupado por
sauces llorones se alzaba como un atolón, recortándose en el firmamento.
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Se preguntó si debería esperar. Entonces vio un parpadeo de luz entre los árboles
al otro lado del agua, un aleteo de llama amarilla que se apagó tan deprisa como
apareció.
Loken abandonó la calzada y se metió en el agua. Le llegaba hasta las espinillas.
Ondulaciones, círculos de intenso color negro, irradiaron sobre la superficie
reflectante del estanque. Empezó a vadear en dirección al islote, esperando que sus
pies no encontraran de improviso la inesperada profundidad de algún cráter
sumergido y dieran de ese modo un toque cómico a aquel momento solemne.
Alcanzó la orilla cubierta de árboles y permaneció en los bajíos, fijando la mirada
en la enmarañada oscuridad.
—Danos tu nombre —dijo una voz desde la oscuridad. Habló en cthónico, su
lengua materna, el argot de combate de los Lobos Lunares.
—Garviel Loken es el nombre que tengo para dar.
—¿Y cuál es tu rango?
—Soy capitán de la Décima Compañía de la XVI Legión Astartes.
—¿Y quién es el señor al que has jurado lealtad?
—Tanto al Señor de la Guerra como al Emperador.
Siguió el silencio, interrumpido solo por el chapoteo de las ranas y el ruido de los
insectos en los matorrales anegados.
La voz volvió a hablar. Solo dijo una palabra:
—Iluminadlo.
Se oyó un breve chirrido metálico al abrirse la ranura de un farol, y la luz amarilla
de una llama brotó al exterior para brillar sobre él. Había tres figuras de pie en la
orilla bordeada de árboles situada por encima de él; una sostenía el farol en alto.
Aximand. Torgaddon, sosteniendo en alto la lámpara. Abaddon.
Al igual que él, llevaban puesta la armadura, y la luz danzarina se reflejaba en las
curvas del blindaje. Los tres llevaban la cabeza descubierta, con los cascos con
penacho colgando de sus cinturas.
—¿Atestiguáis que este individuo es todo lo que afirma ser? —preguntó Abaddon.
Parecía una pregunta extraña, ya que los tres le conocían bien; pero Loken
comprendió que era parte de la ceremonia.
—Yo lo atestiguo —dijo Torgaddon—. Aumenta la luz.
Abaddon y Aximand se apartaron unos pasos y empezaron a abrir las rendijas de
una docena de faroles que colgaban de las ramas circundantes. Cuando terminaron,
una luz dorada los bañó a todos. Torgaddon depositó su propia lámpara en el suelo.
El trío avanzó hasta entrar en el agua para colocarse ante Loken. Tarik Torgaddon
era el más alto de ellos, su sonrisa tramposa no abandonó ni un momento su rostro.
—Relájate, Garvi —indicó con una risita ahogada—. No mordemos.
Loken le devolvió una veloz sonrisa, pero se sentía amilanado. En parte, se debía a
la elevada posición que ostentaban aquellos tres hombres, pero también a que no
había esperado que la admisión fuera a ser tan ritualista.
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Horus Aximand, capitán de la quinta compañía, era el más joven y bajo de todos,
más bajo que Loken. Era rechoncho y robusto, como un perro guardián. Llevaba la
cabeza totalmente afeitada y aceitada, de modo que la luz de la lámpara relucía sobre
ella. Aximand, como muchos de los miembros de las generaciones más jóvenes de la
legión, había recibido su nombre en honor al comandante, pero solo él utilizaba el
nombre abiertamente. Su rostro noble, con los ojos bien separados y firmes, la nariz
recta, se parecía extrañamente al del Señor de la Guerra, y aquello le había merecido el
apelativo cariñoso de «Pequeño Horus». El Pequeño Horus Aximand, la fiera en el
combate, el maestro estratega. Saludó con un movimiento de cabeza a Loken.
Ezekyle Abaddon, primer capitán de la legión, era una bestia imponente. Situado
en algún punto entre la altura de Loken y la de Torgaddon, parecía más grande que
ambos debido al penacho en forma de copete que adornaba su por otra parte afeitado
cuero cabelludo. Cuando no llevaba puesto el casco, Abaddon sujetaba su melena de
cabellos negros en alto con un manguito de plata que la mantenía orgullosamente
erguida como una palmera o un postizo fetiche sobre su coronilla. Él, igual que
Torgaddon, había pertenecido al Mournival desde su inicio, y, al igual que Torgaddon
y Aximand, compartía el mismo aspecto de nariz recta y ojos separados que tanto
recordaba al del Señor de la Guerra, aunque solo en Aximand tenían las facciones un
parecido auténtico. Podrían haber sido hermanos, hermanos salidos del mismo
vientre, si los hubieran engendrado al estilo antiguo. En realidad, eran hermanos en
términos de fuente genética y fraternidad militar.
Ahora Loken iba a convertirse también en hermano suyo.
Existía una curiosa incidencia en el parecido facial de los astartes de la Legión de
los Lobos Lunares con su primarca. Tal cosa se había achacado a concordancias en la
semilla genética, pero de todos modos, aquellos que recordaban a Horus en sus
facciones eran considerados especialmente afortunados, y todos los hombres los
conocían como «los Hijos de Horus». Era un distintivo de honor, y a menudo parecía
como si los «Hijos» ascendieran más deprisa y se vieran más favorecidos que el resto.
Lo cierto era, Loken lo sabía sin lugar a dudas, que todos los anteriores miembros del
Mournival habían sido «Hijos de Horus», y en aquel respecto, él era único. Loken
debía su aspecto físico a una herencia del pálido y curtido linaje de Cthonia. Era el
primer «no-Hijo» que era elegido para pertenecer a aquel círculo íntimo de élite.
Si bien sabía que no podía ser así, sentía como si hubiera alcanzado tal eminencia
mediante el simple mérito, en lugar de por el atávico capricho de la fisonomía.
—Se trata de un simple protocolo —dijo Abaddon, contemplando a Loken—. Se
ha respondido por ti aquí, y te han propuesto hombres más importantes con
anterioridad a eso. Nuestro señor y lord Dorn han propuesto tu nombre.
—Como ha hecho usted, señor, según tengo entendido —repuso Loken.
Abaddon sonrió.
—Pocos te igualan como militar, Garviel. He tenido el ojo puesto en ti, y
confirmaste mi interés cuando tomaste el palacio antes que yo.
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—Suerte.
—No existe tal cosa —repuso Aximand con rudeza.
—Solo lo dice porque nunca la tiene —intervino Torgaddon con una sonrisa.
—Solo lo digo porque no existe tal cosa —protestó Aximand—. La ciencia nos lo
ha demostrado. No existe la suerte. Solo existe el éxito o su falta.
—Suerte —intervino Abaddon—. ¿No es esa precisamente una palabra para la
modestia? Garviel es demasiado modesto para decir: «Sí, Ezekyle, te vencí, tomé el
palacio, y triunfé allí donde tú no lo hiciste», porque siente que eso no sería digno de
él. Y yo admiro la modestia en un hombre, pero la verdad es, Garviel, que estás aquí
porque eres un guerrero de un talento supremo. Te damos la bienvenida.
—Gracias, señor —respondió el aludido.
—Una primera lección, entonces —siguió Abaddon—. En el Mournival somos
iguales. No existe el rango. Delante de los hombres puedes referirte a mí como
«señor» o «primer capitán», pero entre nosotros no existen las ceremonias. Soy
Ezekyle.
—Horus —dijo a su vez Aximand.
—Tarik —proclamó Torgaddon.
—Comprendo —respondió Loken—. Ezekyle.
—Las normas de nuestra fraternidad son simples —explicó Aximand—, y
pasaremos a ellas, pero no existe una estructura en los deberes que se esperan de ti.
Deberás prepararte para pasar más tiempo con el personal de mando y ejercer junto al
Señor de la Guerra. ¿Tienes en mente a algún sustituto que supervise la Décima en tu
ausencia?
—Sí, Horus —respondió Loken.
—¿Vipus? —inquirió Torgaddon con una sonrisa.
—Me gustaría —dijo Loken—, pero el honor debería ser para Jubal. Antigüedad y
rango.
Aximand negó con la cabeza.
—Segunda lección. Haz caso a tu corazón. Si confías en Vipus, haz que sea Vipus.
Nunca transijas. Jubal es un gran muchacho. Lo superará.
—Habrá otros deberes y obligaciones, cuestiones especiales… —dijo Abaddon—.
Escoltas, ceremonias, embajadas, planificación de encuentros. ¿Te ves preparado para
ello? Tu vida cambiará.
—Me siento optimista —asintió él.
—Entonces deberíamos registrarte como aceptado —dijo Abaddon.
El guerrero pasó junto a Loken y vadeó hacia el interior del somero lago, lejos de
la luz de los faroles. Aximand lo siguió. Torgaddon dio un golpecito a Loken en el
brazo y lo condujo también con ellos.
Avanzaron a grandes zancadas por las aguas negras y formaron un corro.
Abaddon les indicó que permanecieran inmóviles hasta que el agua cesara de
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chapalear y rizarse. Por fin quedó lisa como un espejo, y el reflejo luminoso de la luna
que salía osciló en el agua en medio de ellos.
—Lo único que siempre ha sido testigo de una admisión —indicó Abaddon—. La
luna. Símbolo del nombre de nuestra legión. Nadie ha entrado en el Mournival como
no haya sido a la luz de la luna.
Loken asintió.
—Esta parece una burda imitación —masculló Aximand, alzando la vista hacia el
cielo—, pero servirá. La imagen de la luna tiene que reflejarse siempre. En los
primeros tiempos del Mournival, hará casi doscientos años, se prefería capturar la
imagen elegida de la luna en una bandeja de visualización o un espejo pulido. Nos
arreglaremos con esto ahora. El agua será suficiente.
Loken volvió a asentir. Su sensación de estar amilanado había regresado de un
modo agudo e inoportuno. Aquello era un ritual, y olía peligrosamente a las prácticas
de los susurradores de cadáveres y espiritualistas. Todo el proceso parecía plagado de
superstición y culto arcano, la clase de sinrazón espiritual que Sindermann le había
enseñado a denostar.
Sintió que debía decir algo antes de que fuera demasiado tarde.
—Soy un hombre de fe —dijo en voz baja—, y esa fe es la Verdad del Imperio. No
me inclinaré ante ningún santuario ni reconoceré a ningún espíritu. Acepto
únicamente la claridad empírica de la Verdad Imperial.
Los otros tres lo miraron.
—Os dije que era íntegro de pies a cabeza —dijo Torgaddon.
Abaddon y Aximand lanzaron una carcajada.
—Aquí no hay espíritus, Garviel —replicó Abaddon, posando una mano
tranquilizadora sobre el brazo de Loken.
—No intentamos embrujarte —dijo Aximand con una risita.
—Esto no es más que una vieja costumbre. El modo en que se ha hecho siempre
—explicó Torgaddon—. Lo mantenemos por el simple motivo de que parece dar al
ritual una cierta importancia. Es… pantomima, supongo.
—Sí, pantomima —coincidió Abaddon.
—Queremos que este momento sea especial para ti, Garviel —indicó Aximand—.
Queremos que lo recuerdes. Creemos que es importante marcar una admisión con
una sensación de ceremonia y de acto memorable, de modo que usamos las antiguas
costumbres. Tal vez no sea más que algo teatral por nuestra parte, pero lo
encontramos tranquilizador.
—Lo comprendo —respondió Loken.
—¿Sí? —preguntó Abaddon—. Vas a hacernos un voto. Un juramento tan firme
como cualquier juramento de combate que hayas realizado jamás. Hombre a hombre.
Impasible y claro y muy muy laico. Un juramento de hermandad, no un pacto arcano.
Estamos aquí de pie, juntos bajo la luz de la luna, y juramos un vínculo que solo la
muerte romperá.
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—Lo comprendo —repitió Loken, y se sintió como un idiota—. Quiero hacer el
juramento.
—Entonces, vamos a aceptarte. Di los nombres de los demás.
Torgaddon inclinó la cabeza y recitó nueve nombres. Desde la fundación del
Mournival, solo doce hombres habían ostentado aquel rango extraoficial, y tres de
ellos estaban presentes. Loken sería el número trece.
—Keyshen. Minos. Berabaddon. Litus. Syrakul. Deradaeddon. Karaddon. Janipur.
Sejanus.
—Caídos gloriosamente —dijeron Aximand y Abaddon como una sola voz—.
Llorados por el Mournival. Únicamente en la muerte termina el deber.
«Un vínculo que solo la muerte romperá». Loken pensó en las palabras de
Abaddon. La muerte era la única expectativa de todos y cada uno de los astartes. La
muerte violenta. No era un si condicional, era un cuando. En el servicio del Imperio,
cada uno de ellos acabaría por sacrificar su vida, y lo aceptaban con flema. Sucedería.
Era así de sencillo. Un día, mañana, al año siguiente. Sucedería.
Existía una ironía, desde luego. Prácticamente, y según todos los sistemas de
calibración que conocían los científicos genéticos y gerontólogos, los astartes, al igual
que los primarcas, eran inmortales. La edad no los afectaría, no acabaría con ellos.
Vivirían eternamente… Cinco mil años, diez mil, más allá incluso hasta algún
inimaginable milenio. Excepto por la guadaña de la guerra.
Inmortales, pero no invulnerables. La inmortalidad era una consecuencia de sus
poderes de astartes, sin embargo tales poderes habían sido incorporados
genéticamente para el combate. Habían nacido inmortales para morir en la guerra; así
eran las cosas. Vidas breves y brillantes. Como Hastur Sejanus, el guerrero al que
Loken reemplazaba. Únicamente el amado Emperador, que había dejado atrás las
batallas, sería quien viviría realmente para siempre.
Loken intentó imaginar el futuro, pero la imagen se negaba a formarse. La muerte
los borraría a todos de la Historia. Ni siquiera el gran primer capitán Ezekyle
Abaddon sobreviviría eternamente; llegaría un tiempo en que Abaddon ya no libraría
una sangrienta guerra a través de los territorios de la humanidad.
Loken suspiró. Ese sería un día realmente triste. Los hombres llorarían pidiendo el
regreso de Abaddon, pero él no regresaría jamás.
Intentó imaginar cómo sería su propia muerte, y combates fabulosos e
imaginarios pasaron raudos por su mente. Se imaginó al lado del Emperador,
librando una última y magnífica batalla contra un adversario desconocido. El
primarca Horus estaría allí, por supuesto. Tenía que estar, pues no sería lo mismo sin
él. Loken combatiría y moriría, y tal vez incluso Horus moriría, para salvar al
Emperador en el último momento.
Gloria. Gloria, como jamás la había conocido. Una hora como aquella quedaría
tan profundamente arraigada en las mentes de los hombres que se convertiría en la
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piedra angular de todo lo que viniera después. Una gran batalla, sobre la que se
basaría la cultura humana.
Luego, brevemente, imaginó otra muerte. Solo, muy lejos de sus camaradas y su
legión, muriendo debido a heridas atroces sobre alguna roca innominada, un
fallecimiento tan memorable como el humo.
Tragó saliva con energía. En cualquier caso, estaba al servicio del Emperador, y le
serviría lealmente hasta el final.
—Los nombres se han pronunciado —salmodió Abaddon—, y de ellos,
aclamamos a Sejanus, el último en perecer.
—¡Salve, Sejanus! —gritaron Torgaddon y Aximand.
—Garviel Loken —dijo Abaddon, mirando a Loken—; te pedimos que ocupes el
lugar de Sejanus. ¿Qué contestas?
—Lo haré de buen grado.
—¿Efectuarás un juramento para mantener y defender la fraternidad del
Mournival?
—Lo haré —respondió Loken.
—¿Aceptarás nuestra hermandad y corresponderás como un hermano?
—Lo haré.
—¿Serás fiel al Mournival hasta el final de tu vida?
—Lo seré.
—¿Servirás a la Legión de los Lobos Lunares durante tanto tiempo como lleven
ese orgulloso nombre?
—Lo haré —respondió Loken.
—¿Juras lealtad al comandante, que es primarca sobre todos nosotros? —preguntó
Aximand.
—Lo juro.
—¿Y al Emperador por encima de todos los primarcas?
—Lo juro.
—¿Juras mantener y defender la Verdad del Imperio de la Humanidad, sin
importar qué mal pueda atacarla? —inquirió Torgaddon.
—Lo juro.
—¿Juras mantenerte firme contra todos los enemigos, tanto del exterior como del
interior?
—Así lo juro.
—¿Y en guerra, matar por los vivos y matar por los muertos?
—¡Matar por los vivos! ¡Matar por los muertos! —repitieron Abaddon y
Aximand.
—Lo juro.
—Como la luna que nos ilumina —dijo Abaddon—, ¿serás un hermano fiel a tus
hermanos astartes?
—Lo seré.
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—¿Sin importar el precio?
—Sin importar el precio.
—Se acepta tu juramento, Garviel. Bienvenido al Mournival. ¿Tarik? Ilumínanos.
Torgaddon sacó una bengala de vapor del cinturón y la disparó al cielo. La
bengala estalló en una brillante sombrilla de luz, blanca y potente.
Mientras sus chispas caían despacio sobre las aguas, los cuatro guerreros se
abrazaron y profirieron aclamaciones jubilosas, estrechándose las manos y dándose
palmadas en la espalda. Torgaddon, Aximand y Abaddon se turnaron para abrazar a
Loken.
—Eres uno de nosotros —susurró Torgaddon cuando atrajo a Loken hacia sí.
—Lo soy —respondió este.
Más tarde, en el islote, a la luz de los faroles, marcaron el casco de Loken por encima
del ojo derecho con la señal de la luna creciente que correspondía a la luna nueva. Era
la insignia del cargo. El casco de Aximand lucía la marca de la media luna, Torgaddon
la casi llena y Abaddon la llena. Las cuatro fases de la luna se repartían entre sus
equipos, y de ese modo se simbolizaba el Mournival.
Se sentaron en el islote, conversando y bromeando, hasta que volvió a salir el sol.
Jugaban a las cartas sobre el césped a la luz de faroles químicos. El sencillo juego que
Mersadie había propuesto hacía tiempo que había quedado eclipsado por un leonino
juego de apuestas sugerido por uno de los soldados. Luego, el iterador, Memed, se
unió a ellos, esforzándose considerablemente para conseguir enseñarles una vieja
versión del juego.
Memed barajaba y repartía con una destreza maravillosa. Uno de los soldados
lanzó un silbido burlón.
—Tenemos aquí a un auténtico tahúr —comentó el oficial.
—Es un antiguo juego —explicó Memed— que estoy seguro les gustará. Se
remonta a un pasado lejano, sus orígenes se pierden en los inicios de la Vieja Noche.
Lo he investigado, y tengo entendido que era popular entre los pueblos de la antigua
Mérica, y también entre las tribus de los francos.
Les dejó jugar unas cuantas manos de práctica hasta que le cogieron el truco, pero
a Mersadie le costaba recordar qué conjunto de cartas ganaba a cuál. En el séptimo
turno, creyendo haber entendido por fin de qué iba el juego, se descartó de una mano
que creía inferior a las cartas que tenía Memed.
—No, no —sonrió este—. Usted gana.
—Pero usted tiene cuatro de la misma clase otra vez.
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El joven extendió las cartas.
—Aun así, ¿lo ve?
La mujer sacudió la cabeza.
—Resulta todo demasiado confuso.
—Los palos corresponden a las capas de la sociedad de entonces —explicó él,
como si iniciara una conferencia—. Las espadas representan a la aristocracia guerrera;
las copas o cálices, al antiguo clero; los diamantes o monedas a las clases
comerciantes, y los bastos o garrotes a la casta obrera…
Algunos de los soldados refunfuñaron.
—Deje de iterarnos —dijo Mersadie.
—Lo siento —repuso Memed con una sonrisa—. De todos modos, usted gana. Yo
tengo cuatro iguales, pero usted tiene as, monarca, emperatriz y sota. Un mournival.
—¿Qué acaba de decir? —preguntó Mersadie Oliton, enderezándose.
—Mournival —respondió Memed, volviendo a barajar las viejas cartas
rectangulares—. Es el antiguo nombre franco para las cuatro cartas reales. Una mano
ganadora.
Detrás de ellos, a lo lejos, más allá de un alto muro de seto invisible en la
silenciosa noche, una bengala estalló de repente e iluminó el cielo de color blanco.
—Una mano ganadora —murmuró Mersadie.
La coincidencia, y algo en lo que secretamente creía llamado destino, acababa de
abrir el futuro ante ella.
Este parecía realmente muy tentador.
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Cinco
Péeter Egon Momus
Lectio Divinitatus
Descontento
Péeter Egon Momus les hacía un gran honor. Péeter Egon Momus condescendía a
compartir con ellos sus visiones para la nueva Ciudad Elevada. Péeter Egon Momus,
arquitecto designado para la 63.ª Expedición, desvelaba sus ideas preliminares para la
transformación de la ciudad conquistada en un monumento permanente a la gloria y
el acatamiento.
El problema era que Péeter Egon Momus era solo una figura en la lejanía y en
buena parte inaudible. En el público allí reunido, en medio del calor polvoriento,
Ignace Karkasy se removió con impaciencia y alargó el cuello para ver.
La concurrencia se había reunido en una plaza de la ciudad al norte del palacio.
Era justo pasado el mediodía, y el sol se encontraba en su cénit, abrasando las
desnudas torres de basalto y los patios de la ciudad. Aunque los muros altos que
rodeaban la plaza proporcionaban algo de sombra, el aire era seco y sofocante como el
de un horno. Soplaba la brisa, pero incluso eso era caliente como el vapor de un tubo
de escape, y no conseguía otra cosa que remover un polvillo fino en el aire. El polvo
del combate, los residuos en forma de partículas de la gran batalla, estaban por todas
partes, empañando el luminoso aire como si fuera humo. La garganta de Karkasy
estaba tan árida como el lecho de un río en una sequía, y a su alrededor, la gente tosía
y estornudaba.
La multitud, quinientas personas, había sido cuidadosamente investigada. Tres
cuartas partes eran dignatarios locales, grandes del lugar, nobles, comerciantes,
miembros del gobierno derrocado, representantes de aquella parte de las clases
gobernantes del 63-19 que habían jurado acatamiento al nuevo orden. Los habían
convocado mediante invitación para que pudieran participar, aunque fuera
superficialmente, en la renovación de su sociedad.
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El resto eran rememoradores. A muchos de ellos, como Karkasy, se les había
concedido, por fin, su primer permiso de tránsito a la superficie para que pudieran
asistir. Si aquello era lo que había estado esperando, pensaba Karkasy, se lo podían
quedar. Tener que permanecer allí de pie en un horno atestado mientras un pesado
insoportable profería ruidos incoherentes allá al fondo.
El gentío parecía compartir su estado de ánimo. La gente tenía calor y se mostraba
desanimada. El rememorador no veía sonrisas en los rostros de los lugareños
invitados, solo duras y fatigadas expresiones de paciencia. La elección entre
acatamiento o muerte no convertía el acatamiento en algo más agradable. Los habían
derrotado, los habían desposeído de su cultura y de su forma de vida, y se enfrentaban
a un futuro determinado por mentes extranjeras; así que se limitaban soportar la
indignidad de aquel período de transición al Imperio de la Humanidad. De vez en
cuando aplaudían con desgana, pero únicamente cuando los incitaban los iteradores
cuidadosamente infiltrados en su seno.
La multitud se había congregado alrededor de los extremos de un escenario de
metal erigido para el acontecimiento. Sobre este habían dispuesto unas pantallas
holográficas y maquetas en relieve de la futura ciudad, así como muchos de los
instrumentos de agrimensura extravagantemente complejos de cobre y plata que
Momus usaba en su trabajo. Llenos de engranajes y radios, a Karkasy los
instrumentos le recordaban aparatos de tortura.
Tortura era la palabra correcta.
Momus, cuando se le podía ver entre las cabezas del gentío, era un hombre
menudo y pulcro con gestos excesivamente afectados. Mientras explicaba sus planes,
el grupo de iteradores que lo acompañaban sobre el escenario dirigían los objetivos de
pictógrafos en funcionamiento hacia las zonas pertinentes de las maquetas en relieve,
y las imágenes se transferían directamente a las pantallas junto con esquemas de
gráficos. Pero la luz del sol era demasiado deslumbrante para permitir una proyección
holográfica decente, y las imágenes aparecían desvaídas y eran difíciles de
comprender. Algo fallaba también con el micrófono que utilizaba Momus, y lo poco
de su disertación que se podía oír servía tan solo para demostrar que aquel hombre no
estaba dotado en absoluto para hablar en público.
—… siempre una ciudad heliolítica, un tributo al sol sobre nuestras cabezas, y
podemos ver esta tarde, ciertamente, estoy seguro que lo habrán advertido, la
espléndida luz que hay aquí. Una ciudad de luz. Extraer la luz de la oscuridad es un
noble empeño, con lo cual, por supuesto, me refiero a la luz de la verdad brillando
sobre la oscuridad de la ignorancia. Estoy muy entusiasmado con las tecnologías
fototrópicas locales que he encontrado aquí, y tengo intención de incorporarlas al
diseño…
Karkasy suspiró. Jamás pensó que desearía la presencia de un iterador, pero al
menos aquellos bastardos sabían cómo hablar en público. Péeter Egon Momus
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debería haber dejado que la parte hablada la llevaran a cabo los iteradores mientras
que él dirigía la maldita varita pictográfica por ellos.
Dejó vagar la mente. Alzó los ojos hacia los altos muros que los rodeaban, losas
geométricas que se recortaban en el cielo azul, de color rosa bajo la abrasadora luz del
sol o de color negro humo allí donde las sombras descendían oblicuamente. Vio las
marcas de quemaduras y los cráteres desperdigados de los disparos que horadaban el
basalto como si fuera acné. Al otro lado de las paredes, las torres del palacio estaban
en peor estado, con el enlucido desprendido igual que la muda desechada de una
serpiente y los huecos de las ventanas desaparecidas recordando a ojos ciegos.
En un patio situado al sur de la reunión, un titán del Mechanicus permanecía
estacionado con su sombría forma humanoide elevándose por encima de las paredes.
Estaba totalmente inmóvil, como una pieza de monumental estatuaria militar
montada instantáneamente. «Aquello sí que era —pensó Karkasy— una loa mucho
más apropiada a la gloria y el acatamiento».
Karkasy contempló fijamente al titán durante un rato. Jamás había visto nada
parecido en su vida, excepto en pictografías, y su imponente visión casi hacía que la
tediosa excursión valiera la pena.
Cuanto más lo contemplaba, más incómodo le hacía sentirse. Era tan enorme, tan
amenazador y estaba tan quieto. Sabía que aquello podía moverse, y empezó a desear
que lo hiciera. Se encontró ansiando que girara de improviso la cabeza, diera un paso
o se animara de algún modo entre retumbos. Su inmovilidad resultaba angustiosa.
Luego empezó a temer que si aquello se movía de improviso, él se sentiría
totalmente acobardado, y podría verse obligado a lanzar un chillido de terror
involuntario y caer de rodillas.
Unos aplausos le hicieron dar un brinco. Al parecer Momus había dicho algo
pertinente, y los iteradores incitaban a la muchedumbre a responder. Karkasy golpeó
obedientemente las sudorosas manos entre sí unas cuantas veces.
Estaba harto de aquello y sabía que no soportaría tener que permanecer allí
mucho más tiempo con el titán mirándolo fijamente.
Dedicó una última mirada al escenario. Momus seguía divagando, y llevaba ya sus
buenos cincuenta minutos. El único otro punto de interés en todo aquel asunto, por
lo que a Karkasy se refería, se encontraba de pie en la parte posterior del podio detrás
de Momus y eran dos gigantes con armadura amarilla. Dos nobles astartes de la
VII Legión, los Puños Imperiales, los pretorianos del Emperador. Probablemente
estaban presentes para otorgar al conferenciante un adecuado aire de autoridad.
Karkasy adivinó que se había elegido a la VII Legión por encima de los Lobos Lunares
debido a su célebre talento en el arte de la fortificación y la defensa. Los Puños
Imperiales eran constructores de fortalezas, guerreros albañiles que erigían reductos
tan impenetrables que se podían defender de cualquier enemigo eternamente.
Karkasy olió la astuta obra de la propaganda iteradora: los arquitectos de la guerra
velando por el arquitecto de la paz.
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Karkasy había esperado para ver si alguno de ellos hablaría o se adelantaría para
comentar los planos de Momus, pero no lo hacían. Permanecían allí, con los bólters
cruzados sobre los amplios pechos, estáticos y firmes como el titán.
Karkasy se dio la vuelta y empezó a abrirse paso fuera de la apretujada multitud,
encaminándose hacia el fondo de la plaza.
Alrededor de los extremos de la muchedumbre se había apostado a soldados del
ejército imperial como medida de precaución, y como se les había exigido que
llevaran puesto el uniforme completo, estos estaban tan acalorados que sus mejillas
sudorosas habían palidecido hasta adquirir un nauseabundo color blanco verdoso.
Uno de ellos advirtió que Karkasy salía a través de la zona menos poblada del
público, y fue hacia él.
—¿Adónde va, señor? —preguntó.
—Me muero de sed —respondió Karkasy.
—Habrá un refrigerio, según me han dicho, después de la presentación —indicó
el soldado.
La voz del hombre se atragantó en la palabra «refrigerio» y Karkasy comprendió
que no habría nada para la tropa.
—Bueno, pues ya he tenido suficiente —declaró.
—No ha terminado.
—Ya he tenido suficiente.
El soldado frunció el entrecejo. La transpiración formaba gotas en el puente de su
nariz, justo por debajo del borde del grueso morrión de piel, y su garganta y
mandíbulas mostraban un color rosado y una pátina de sudor.
—No puedo permitirle que se aleje. El movimiento está restringido a las zonas
autorizadas.
Karkasy le dedicó una sonrisa perversa.
—Y yo que pensaba que estaban aquí para mantener fuera los problemas, no para
mantenernos a nosotros dentro.
El soldado no lo encontró divertido, ni siquiera irónico.
—Estamos aquí para mantenerles a salvo, señor —respondió—. Quisiera ver su
permiso.
Karkasy sacó sus papeles, que eran un fajo desordenado y arrugado, caliente y
húmedo tras su paso por el bolsillo del pantalón. Aguardó, levemente avergonzado,
mientras el soldado los estudiaba. Nunca le había gustado protestar contra la
autoridad, en especial delante de la gente, aunque la retaguardia de la muchedumbre
no parecía en absoluto interesada en el intercambio de palabras.
—¿Es un rememorador? —preguntó el soldado.
—Sí. Poeta —añadió Karkasy antes de que se produjera la inevitable segunda
pregunta.
El soldado alzó los ojos de los documentos para mirar a Karkasy a la cara, como si
buscara alguna característica especial propia de los poetas que se pudiera discernir
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allí, comparable al tercer ojo de un navegante o el tatuaje de serie de un servidor
mecanizado. Lo más probable era que no hubiera visto nunca antes a un poeta, lo cual
no era ningún desdoro, ya que Karkasy tampoco había visto a un titán antes.
—Debería permanecer aquí, señor —indicó el soldado, devolviéndole los papeles.
—Pero esto carece de sentido —dijo Karkasy—. Me han enviado a preparar una
conmemoración de estos acontecimientos, y no puedo acercarme a nada. Ni siquiera
puedo oír adecuadamente lo que ese idiota tiene que decir. ¿Se imagina qué desatino
es todo esto? Momus ni siquiera es historia. No es más que otra clase de memorialista.
Se me ha permitido venir aquí para recordar su remembranza, y ni eso puedo hacer
correctamente. Estoy tan alejado de las cosas de las que debería ocuparme que podría
perfectamente haberme quedado en Terra y utilizado un telescopio.
El soldado se encogió de hombros, pues ya hacía rato que había perdido el hilo de
la perorata de Karkasy.
—Debería permanecer aquí, señor. Por su propia seguridad.
—Se me dijo que habían hecho que la ciudad fuera segura —replicó Karkasy—.
Solo nos faltan un día o dos para el acatamiento, ¿no es cierto?
El soldado se inclinó al frente con discreción, tan cerca que Karkasy pudo percibir
el rancio olor a basura que el calor infundía a su aliento.
—Entre usted y yo, esa es la línea oficial, pero ha habido problemas. Insurgentes.
Partidarios del gobierno. Siempre los encuentras en una ciudad conquistada, por muy
limpia que sea la victoria. Las calles poco transitadas no son seguras.
—¿Es eso cierto?
—Dicen que son partidarios del gobierno, pero no es más que descontento, si
quiere mi opinión. Estos cabrones lo han perdido todo, y no les hace ninguna gracia.
—Gracias por el consejo —dijo Karkasy, asintiendo, y se dio la vuelta para unirse
otra vez a la multitud.
Al cabo de cinco minutos, con Momus parloteando aún monótonamente y
Karkasy a punto de enloquecer, una noble de edad avanzada que se hallaba entre la
multitud se desmayó y ello dio pie a una pequeña conmoción. Los soldados se
apresuraron a hacerse cargo de la situación y a trasladarla a un lugar sombreado.
Aprovechando que el soldado le daba la espalda, Karkasy se marchó de la plaza y
penetró en las calles situadas más allá.
Anduvo durante un rato por plazoletas vacías y calles de paredes altas en las que
las sombras se congregaban. El calor del día seguía siendo implacable, pero moverse
ayudaba a hacerlo más soportable. Leves brisas soplaban por las callejuelas, pero no
aliviaban la situación; además, la mayoría estaban tan llenas de arena y polvo que
Karkasy tenía que darles la espalda y cerrar los ojos hasta que amainaban.
Las calles estaban desiertas, con la excepción de alguna que otra figura acurrucada
en las sombras de una entrada o medio visible tras unos postigos rotos. Se preguntó si
alguien respondería en el que caso de que él se le acercara, pero se sentía reacio a
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intentarlo. El silencio era penetrante, y romperlo habría parecido tan indecoroso
como alterar una vigilia de duelo.
Estaba solo, totalmente solo por primera vez en más de un año, y señor de sus
propias acciones. Resultaba una sensación tremendamente liberadora. Podía ir a
donde le viniera en gana, y rápidamente se puso a ejercer tal privilegio, doblando
esquinas al azar para caminar hacia donde lo condujeran los pies. Durante un tiempo,
mantuvo al titán todavía inmóvil a la vista, como punto de referencia, pero no tardó
en quedar eclipsado por torres y tejados altos, de modo que se resignó a perderse.
Perderse resultaría liberador, también. Siempre le quedaban las grandes torres del
palacio, y podía seguirlas de vuelta a sus bases si era necesario.
La guerra había asolado muchas partes de la ciudad por las que pasaba. Había
edificios que o bien se habían desplomado en montones de escombros blancos y
polvorientos o los habían reducido a sus cimientos. Otros carecían de tejado, estaban
incendiados, tenían la estructura deteriorada o sencillamente no eran más que
fachadas que se mantenían, con las entrañas hechas pedazos, de pie igual que los
bastidores de madera de un escenario teatral.
Cráteres y agujeros de obuses llenaban ciertas aceras o las superficies de carreteras
cubiertas de grava, en ocasiones formando hileras y dibujos extraños, como si su
disposición fuera deliberada u ocultara, mediante un código secreto, grandes verdades
sobre la vida y la muerte. En el aire seco y caliente flotaba un aroma que recordaba a
quemado, a sangre o a inmundicia, pero que no era ninguna de esas cosas. Un aroma
mezclado, un aroma secundario. No era algo que ardiera lo que olía, eran cosas ya
quemadas. No era sangre, era sus residuos resecos. No era inmundicia, era la
consecuencia de las filtraciones provocadas por sistemas de alcantarillado rotos y
agrietados tras el bombardeo.
En muchas calles había montones de pertenencias apiladas a lo largo de las aceras.
Muebles, fardos de ropa, utensilios de cocina. Gran cantidad de esos enseres estaban
deteriorados, y evidentemente los habían recuperado de viviendas en ruinas. Otros
montones parecían estar mejor conservados, con los objetos empaquetados
cuidadosamente en baúles y cofres. Comprendió que había personas que tenían
intención de abandonar la ciudad y habían apilado sus posesiones para tenerlas
preparadas mientras se procuraban transporte o tal vez el permiso pertinente de las
autoridades de ocupación.
Casi cada calle y patio mostraban una consigna o advertencia en las paredes.
Todos estaban escritos a mano, en gran variedad de estilos y grados de habilidad
caligráfica. Algunos estaban pintarrajeados con alquitrán, otros con pintura o tinte,
otros más con tiza o carbón; estos últimos, discurrió Karkasy, inscripciones
efectuadas mediante el empleo de palos y astillas quemados tomados de las ruinas.
Muchos eran indescifrables o incomprensibles. Otros muchos eran dibujos
descarados y furiosos, que maldecían iracundos a los invasores o anunciaban
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desafiantes una chispa de resistencia superviviente. Llamaban a la guerra, al
levantamiento, a la venganza.
Otros eran listas que hacían constar cuidadosamente los nombres de los
ciudadanos que habían muerto en aquel lugar, o solicitudes lastimeras de información
sobre seres queridos desaparecidos anotados más abajo. Los había que eran
declaraciones angustiosas de queja o textos minuciosa y delicadamente transcritos
que poseían alguna trascendencia sagrada.
Karkasy descubrió que se sentía cada vez más cautivado por ellos, por su variación
y contraste, y las emociones que transmitían. Por primera vez, por primera y
auténtica vez desde que abandonó Terra, sintió que el poeta que había en él
respondía, y aquella sensación lo emocionó. Había empezado a temer haber dejado su
poesía accidentalmente atrás, en Terra, en su prisa por embarcar o al menos que esta
remoloneaba, doblada y sin desempacar, en su alojamiento de la nave, como su
camisa menos predilecta.
Sintió que la musa regresaba, y ello le hizo sonreír, a pesar del calor y la
momificación de su garganta. Parecía apropiado, después de todo, que fueran
palabras lo que devolviera las palabras a su mente.
Sacó el cuaderno y la pluma. Era un hombre de tendencias tradicionales, que creía
que era imposible componer un gran poema en la pantalla de una placa de datos, un
punto de discrepancia que casi lo había llevado a las manos con Palisad Hadray, el
otro «poeta de renombre» en el grupo de rememoradores. Aquello había sucedido
cerca del inicio de su transporte para unirse a la expedición, durante una de las cenas
informales celebradas para permitir que los rememoradores se conocieran entre sí.
Habría ganado la pelea, de haberse llegado a ello; estaba casi seguro de eso. Incluso a
pesar de que Hadray era una mujer particularmente grandullona y feroz.
A Karkasy le gustaban los cuadernos de grueso papel crema de dibujo, y al inicio
de su larga y celebrada carrera, había localizado a un proveedor en una de las
colmenas árticas de Terra que se especializaba en métodos antiguos de fabricación de
papel. La firma se llamaba Bondsman, y ofrecía un cuaderno tamaño cuartilla de
cincuenta hojas particularmente satisfactorio, encuadernado con una funda de suave
piel de cabritilla negra y una cinta elástica para mantenerlo cerrado. El Bondsman
número 7. Karkasy, un joven superficial y cabeza hueca en aquellos tiempos, había
pagado una importante proporción de sus primeras ganancias por derechos de autor
por un pedido de doscientos. Los tomos habían llegado empaquetados en una caja
encerada forrada con papel de seda que olía, al menos así se lo parecía a él, a
genialidad y potencial. Había utilizado los libros con moderación, sin dejar ni una de
sus preciosas páginas sin llenar antes de iniciar la siguiente. A medida que su fama
aumentaba y sus ganancias se disparaban, había pensado a menudo en encargar otra
caja, pero siempre se contenía cuando advertía que todavía le quedaba más de la
mitad del envío original por usar. Todas sus grandes obras las había compuesto en las
páginas del Bondsman número 7. Su Fanfarria a la unidad, todos los once Cantos
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imperiales, sus Poemas oceánicos, incluso la meritoria y muy reeditada Reflexiones y
odas, escrita al cumplir los treinta, que le había garantizado la popularidad y
conseguido para él el Laureate Etíope.
El año anterior a su selección para el puesto de rememorador, tras lo que fue, con
toda justicia, una década de improductivo estancamiento que lo había tenido viviendo
de pasadas glorias, decidió rejuvenecer a su musa encargando una nueva caja y se
sintió consternado al descubrir que Bondsman había dejado de existir.
A Ignace Karkasy le quedaban nueve tomos sin utilizar, y los había traído todos
con él en aquel viaje. Pero aparte de algún garabato estúpido o dos, las páginas
estaban intactas.
Sacó el cuaderno del bolsillo de su abrigo en una llameante y polvorienta esquina
de la destrozada ciudad, y retiró la correa. Encontró su pluma —una antigua
estilográfica de émbolo, pues sus gustos tradicionales se aplicaban tanto al soporte
sobre el que escribir como a con qué se debía escribir— y empezó a tomar notas.
El calor había solidificado casi por completo la tinta del plumín, pero escribió de
todos modos, copiando aquellas partes de lo escrito en las paredes que le afectaban, en
ocasiones intentando copiar el modo y la forma de su trazado.
Anotó una o dos al principio, mientras iba de calle en calle, y luego incluyó más y
más, y empezó a apuntar casi cada consigna que veía, pues le proporcionaba
satisfacción y júbilo hacerlo. Percibía, de un modo muy definido, cómo un poema
empezaba a formarse, a configurarse a partir de las palabras que leía y anotaba. Sería
superlativo. Tras años de ausencia, la musa había volado de vuelta a su alma como si
nunca se hubiera marchado.
Se dio cuenta de que había perdido la noción del tiempo. Si bien todavía hacía un
calor sofocante y había luz, era una hora avanzada, y el sol llameante había recorrido
el firmamento hasta hallarse más bajo en el cielo. Había llenado casi veinte páginas,
casi la mitad de su cuaderno.
Sintió una repentina punzada. ¿Y si solo le quedaban nueve tomos de genialidad
en su interior? ¿Y si aquella caja de Bondsman número 7, entregada hacía tanto
tiempo, representaba los límites creativos de su carrera?
Se estremeció, sintiendo un escalofrío a pesar del calor pegajoso, y guardó el libro
de anotaciones y la pluma. Estaba de pie en una solitaria esquina de una calle
devastada por la guerra, perseguido por el sol e incapaz de decidir qué dirección
tomar.
Por primera vez desde que escapara de la presentación de Péeter Egon Momus,
Karkasy sintió miedo. Sintió que lo observaban ojos desde las ciegas ruinas.
Empezó a retroceder sobre sus pasos, arrastrando los pies por sombras arenosas y
luz polvorienta. Únicamente una o dos veces lo persuadió una nueva pintada para que
se detuviera y volviera a sacar el cuaderno.
Había andado durante bastante tiempo, en círculos probablemente, ya que todas
las calles habían empezado a parecer idénticas, cuando encontró el mesón. Ocupaba
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la planta baja y el sótano de una enorme vivienda de basalto, y no mostraba ningún
letrero, pero el olor a comida en preparación anunciaba su finalidad. Los postigos de
las puertas estaban abiertos en dirección a la calle, y había un puñado de mesas
dispuestas. Por primera vez vio gente en cantidad. Habitantes del lugar, con capas
oscuras y chales, tan indiferentes e indolentes como los pocos individuos que había
vislumbrado en los portales. Estaban sentados ante las mesas bajo un toldo
harapiento, solos o en pequeños grupos silenciosos, bebiendo diminutos vasos de
licor o comiendo en cuencos.
Karkasy recordó el estado de su garganta, y su estómago le llamó la atención con
un gemido.
Entró a la zona en sombras, saludando educadamente a los parroquianos con un
movimiento de cabeza. Nadie respondió.
En la fría penumbra, encontró una barra de madera con un aparador detrás,
repleto de vasos y botellas con pitorro. La patrona de la hostería, una anciana con una
pañoleta color caqui, lo contempló con suspicacia desde detrás del mostrador.
—Hola —dijo él.
Ella frunció el entrecejo como respuesta.
—¿Me comprende? —preguntó él.
La mujer asintió despacio.
—Eso está bien, muy bien. Se me dijo que nuestros idiomas eran en gran parte
iguales, pero que existían algunas diferencias de acento y dialectales. —Dejó que su
voz se apagara.
La anciana dijo algo que podría haber sido «¿Qué?» o podría haber sido una
cantidad indefinida de palabrotas o preguntas.
—¿Tiene comida? —preguntó él, y a continuación imitó la acción de comer.
La mujer siguió mirándolo fijamente.
—¿Comida? —preguntó Karkasy.
Ella respondió con una ráfaga de palabras guturales, de las que no consiguió
comprender ni una sola. O bien la mujer no tenía comida o no estaba dispuesta a
servirle o no tenía comida para alguien como él.
—¿Algo de beber, entonces? —pidió.
No obtuvo respuesta.
Imitó la acción de beber, y cuando eso no produjo ninguna reacción, señaló con el
dedo las botellas que la mujer tenía a su espalda.
La anciana se volvió y tomó uno de los recipientes de cristal, seleccionándolo
como si él hubiera señalado aquel directamente en lugar de haberlo hecho de un
modo general. Estaba lleno en sus tres cuartas partes de un líquido oleoso y
transparente que se agitaba en la penumbra. Lo depositó pesadamente sobre el
mostrador y colocó un vasito de cristal junto a él.
—Muy bien —dijo Karkasy con una sonrisa—. Bien hecho. ¿Es una bebida de
aquí? ¡Ajá! Por supuesto que lo es, por supuesto que lo es. ¿Una especialidad local? No
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me lo dirá, ¿verdad? Porque no tiene ni idea de lo que le digo realmente, ¿no es cierto?
La mujer lo miró inexpresiva.
Karkasy levantó la botella y llenó el vaso. El licor fluyó tan despacio y
laboriosamente por el pitorro como lo había hecho la tinta de su pluma en la calle.
Dejó la botella sobre el mostrador y alzó el vaso, brindando a la salud de la mujer.
—A su salud —dijo en tono jovial—. Por la prosperidad de su mundo. Sé que las
cosas son difíciles ahora, pero confíe en mí, se ha hecho con la mejor de las
intenciones. Todo con la mejor de las intenciones.
Se lo bebió de un trago. Sabía a regaliz y pasaba muy bien, calentándole el gaznate
reseco a la vez que le provocaba un zumbido en las tripas.
—Excelente —dijo, y se sirvió un segundo trago—. Muy bueno, ya lo creo. No me
va a responder, ¿verdad? Podría preguntarle su nombre y linaje y cualquier cosa y se
seguiría quedando ahí parada como una estatua, ¿no es cierto? ¿Cómo un titán?
Se tomó el segundo vaso y se sirvió un tercero. Se sentía muy a gusto consigo
mismo en aquellos momentos, mejor de lo que se había sentido en horas, mejor
incluso que cuando la musa había regresado a él en las calles. En realidad, la bebida
había sido una compañera más grata para Ignace Karkasy que cualquier musa,
aunque jamás habría estado dispuesto a admitirlo, o a admitir el hecho de que su
inclinación por la bebida había sido un lastre para su carrera desde hacía tiempo,
como piedras en un saco. La bebida y su musa, ambas muy amadas por él, cada una
tirando de su persona en direcciones distintas.
Bebió su tercer vaso y llenó el cuarto hasta rebosar. El calor lo inundó, un
calorcillo biológico mucho más placentero que el calor brutal del día. Le hizo sonreír.
Le mostró lo extraordinaria que era aquella falsa Terra, hasta qué punto era compleja
y embriagadora. Sintió amor por ella, y lástima, y una tremenda buena voluntad.
Aquel mundo, aquel lugar, aquella hospedería, no serían olvidados.
Recordando repentinamente algo más, se disculpó ante la anciana, que había
permanecido de cara a él al otro lado del mostrador como un servidor atontado, e
introdujo la mano en el bolsillo. Tenía monedas: monedas imperiales y discos de
plastek. Formó una pila de ellos sobre la superficie manchada y brillante de la barra.
—Imperial —dijo—, pero ustedes lo aceptan. Quiero decir, están obligados a
hacerlo. Me lo dijeron los iteradores esta mañana. La moneda imperial es una forma
legal de pago ahora, para reemplazar su moneda local. No sabe lo que le digo,
¿verdad? ¿Cuánto le debo?
No obtuvo respuesta.
Sorbió su cuarto trago y empujó el montón de efectivo hacia la mujer.
—Usted decide, entonces. Usted me lo dice. Cobre por toda la botella. —Golpeó
con el dedo un lado del frasco—. ¿Toda la botella? ¿Cuánto?
Sonrió e indicó el dinero con la cabeza. La anciana contempló el montón, alargó
una mano huesuda y tomó una moneda de cinco áquilas. La estudió durante unos
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instantes, luego escupió sobre ella y se la arrojó a Karkasy. La moneda rebotó en su
barriga y cayó al suelo.
Karkasy pestañeó y luego lanzó una risotada. La risa surgió como un retumbo,
fuerte y jubilosa, y fue incapaz de contenerla. La anciana lo miró atónita y sus ojos se
abrieron un poco más de un modo casi imperceptible.
Karkasy alzó la botella y el vaso.
—¿Sabe qué le digo? —exclamó—. Quédeselo todo. Todas ellas.
Se alejó y encontró una mesa vacía en la esquina del local. Se sentó y se sirvió otro
trago mirando alrededor. Algunos de los silenciosos clientes lo observaban con
atención. Los saludó con la cabeza, lleno de jovialidad.
Parecían tan humanos, se dijo, y se dio cuenta de que era un pensamiento
ridículo, porque eran sin la menor duda humanos. Pero al mismo tiempo, no lo eran.
Sus ropas parduscas, sus modales insulsos, la forma de sus facciones, su modo de
sentarse, mirar y comer. Se parecían un poco a animales, criaturas con forma humana
adiestradas para remedar el comportamiento humano, aunque sin haber logrado
perfeccionar todavía ese arte.
—¿Es eso lo que cinco mil años de separación hacen a una especie? —preguntó en
voz alta. Nadie respondió, y algunos de los que lo observaban le dieron la espalda.
¿Era eso lo que cinco mil años hacían a ramas separadas de la humanidad? Tomó
otro sorbo. Biológicamente idénticos, con la excepción de unas pocas hebras de
herencia genética, y sin embargo tan separados culturalmente. Aquellos eran hombres
que vivían, andaban, bebían y hacían sus necesidades, igual que él. Vivían en casas y
levantaban ciudades, y escribían en las paredes e incluso hablaban la misma lengua, a
pesar de la anciana. Con todo, el tiempo y la distancia habían hecho que se
desarrollaran siguiendo caminos alternativos. Karkasy lo vio entonces con claridad.
Eran un injerto sacado del rizoma que había crecido bajo otro sol, similar pero
distinto. Incluso en el modo en que sentaban a las mesas y tomaban sus bebidas.
Karkasy se puso en pie de improviso. La musa había desplazado bruscamente el
placer de la bebida de la cúspide de su mente. Dedicó una reverencia a la anciana
mientras recogía el vaso y la botella dos tercios vacía, y dijo:
—Le doy las gracias, señora.
Luego volvió a salir, con paso vacilante, a la luz del sol.
Encontró un solar vacío unas pocas calles más allá que los bombardeos habían
convertido en cascotes, y se acomodó sobre un trozo de basalto. Tras depositar la
botella y el vaso con cuidado, sacó su Bondsman número 7 medio lleno y empezó a
escribir otra vez, formando las primeras estrofas de una poesía que le debía mucho a
los textos de las paredes y a la información que había cosechado en la hostería. Fluyó
bien durante un rato, y luego se secó.
Tomó otro trago mientras intentaba reiniciar su voz interior. Diminutos insectos
negros parecidos a hormigas pululaban diligentemente por los escombros que lo
rodeaban, como si intentaran reconstruir su propia ciudad en miniatura desaparecida
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y tuvo que apartar a uno con la mano de la página abierta del cuaderno. Más insectos
corrieron por encima de las punteras de sus botas explorándolas en una especie de
frenética expedición.
Se puso en pie, sintiendo picores imaginarios, y decidió que aquel no era lugar
para estar sentado. Recogió la botella y el vaso, tomando otro sorbo una vez extraída
con el dedo la hormiga que flotaba en su interior.
Un edificio de considerable tamaño y magnificencia se alzaba frente a él al otro
extremo del destrozado solar. Se preguntó qué era y avanzó a trompicones entre los
cascotes hacia él, perdiendo casi el equilibrio en las rocas sueltas de vez en cuando.
¿Qué era: un edificio municipal, una biblioteca, una escuela? Deambuló a su
alrededor, admirando la elegante elevación de las paredes y los decorados de la
cantería. Fuera lo que fuera, el edificio era importante y, milagrosamente, había
escapado a la destrucción que había caído sobre las zonas contiguas.
Karkasy localizó la entrada, un imponente arco de piedra con puertas de cobre.
No estaban cerradas, así que las empujó y entró.
El interior del edificio era tan profunda y reparadoramente fresco que casi se
quedó sin aliento. Era un único espacio, un techo abovedado que se alzaba sobre
pilares macizos de ouslita y un suelo decorado con frío ónice. Bajo los ventanales del
extremo opuesto se alzaba una especie de estructura de piedra.
El rememorador se detuvo un instante. Depositó la botella junto a la base de una
de las columnas y avanzó por la parte central del edificio con el vaso en la mano. Sabía
que existía un nombre para un lugar como aquel. Rebuscó en su memoria.
La luz del sol, fileteada por las vidrieras, descendía oblicuamente a través de los
estrechos ventanales. La estructura de piedra situada al fondo de la estancia era un
facistol cincelado que sostenía un libro enorme y muy antiguo.
Karkasy acarició el arrugado pergamino de las páginas abiertas del libro con
placer. Lo atraía del mismo modo que lo hacían las páginas del Bondsman número 7.
Las hojas eran antiguas y descoloridas, cubiertas con una florida escritura negra e
imágenes coloreadas a mano.
Comprendió que aquello era un altar y que aquel lugar era un templo: ¡un
santuario!
—¡Por el nombre de Terra! —exclamó, y se estremeció cuando sus palabras
resonaron por la fresca bóveda.
La historia lo había instruido sobre santuarios y creencias religiosas, pero nunca
antes había pisado uno de tales lugares. Un lugar de espíritus y divinidad. Percibió
que los espíritus desaprobaban su intrusión, y luego se rio de su propia idiotez. No
existían los espíritus; no existían en ninguna parte del cosmos. La Verdad Imperial se
lo había enseñado. Los únicos espíritus de aquel edificio eran los que estaban en su
bebida y en su estómago.
Volvió a mirar las páginas. Allí estaba la Verdad, lo que marcaba la diferencia
crucial entre la raza a la que él pertenecía y la variedad local. Eran paganos, y seguían
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abrazando las supersticiones que la corriente fundamental de la humanidad había
desechado. Allí había la promesa de una vida después de la muerte y de un mundo
celestial; allí se encontraba la estupidez de una fe en lo intangible.
Karkasy sabía que existían algunos, muchos tal vez, entre la población del dócil
Imperio, que anhelaban un regreso de aquellas costumbres. Dios, en todas las
encarnaciones y panteones, había muerto hacía mucho tiempo, pero los hombres
todavía ansiaban lo inenarrable. A pesar de las acciones judiciales, surgían nuevos
credos y religiones en ciernes entre las culturas de la humanidad unificada, y la más
pujante de todas era el Credo Imperial, que insistía en que la humanidad adoptara al
Emperador como un ser divino. Un Dios-Emperador de la Humanidad.
La idea era absurda y oficialmente herética. El Emperador había repudiado
siempre tal adoración en los términos más rigurosos, rechazando su deificación.
Algunos decían que solo sucedería después de su muerte, y puesto que era
funcionalmente inmortal, aquello tendía a poner fin a la polémica. Fueran cuales
fueran sus poderes, fuera cual fuera su capacidad, sin importar cuál fuera su
magnificencia como el mejor y más glorioso líder total de la especie, seguía siendo
simplemente un hombre, y al Emperador le gustaba recordárselo a la humanidad
siempre que tenía la oportunidad. Era un edicto que repiqueteaba entre los burócratas
del Imperio en expansión. El Emperador es el Emperador, y es grande y eterno.
Pero no es un dios, y rechaza cualquier adoración que se le ofrezca.
Karkasy tomó un trago y dejó el vasito vacío en una esquina del borde de la repisa
del facistol. El Lectio Divinitatus, aquel era su nombre. El misal de la fuente
clandestina que se esforzaba, en secreto, por establecer el culto del Emperador en
contra de la voluntad de este. Se decía que incluso algunos de los íntegros miembros
del Consejo de Terra apoyaban sus objetivos.
El Emperador como dios. Karkasy sofocó una carcajada. Cinco mil años de
derramamiento de sangre, guerra y fuego para eliminar a todos los dioses de la
cultura, y ahora el hombre que consiguió tal objetivo los suplantaría como una deidad
nueva.
—¿Hasta qué punto es insensata la humanidad? —rio Karkasy, gozando con el
modo en que sus palabras resonaban por el santuario vacío—. ¿Hasta qué punto está
desesperada y debatiéndose en la incertidumbre? ¿Será que necesitamos un concepto
de dios para sentirnos realizados? ¿Es eso parte de nuestra cualidad humana?
Calló, reflexionado sobre la cuestión que se había planteado a sí mismo. Una
buena cuestión, bien razonada. Se preguntó adonde había ido a parar la botella.
Era una buena cuestión. Tal vez aquella era la debilidad fundamental del género
humano. Quizá era uno de los impulsos básicos de la humanidad, la necesidad de
creer en otro orden superior. A lo mejor la fe era como un vacío que succionaba
credulidad en un esfuerzo frenético por llenar su propio vacío. Puede que fuera una
parte de la personalidad genética del género humano necesitar, anhelar, un solaz
espiritual.
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—A lo mejor estamos condenados a ansiar algo que no existe —dijo Karkasy al
santuario desierto—. No hay dioses ni espíritus ni demonios. De modo que los
inventamos para reconfortarnos a nosotros mismos.
El lugar parecía ajeno a sus divagaciones, así que agarró su vaso vacío y se
encaminó tranquilamente hacia el lugar donde había dejado la botella. Tomó otro
trago.
Abandonó el santuario y se abrió paso al exterior, a la cegadora luz solar. El calor
era tan intenso que tuvo que tomar otro trago.
Recorrió con paso tambaleante unas pocas calles, alejándose del templo, y oyó una
especie de ráfaga chisporroteante. Descubrió a un equipo de soldados imperiales,
desnudos de cintura para arriba, que usaban un lanzallamas para borrar unas
consignas antiimperiales de una pared. Obviamente habían recorrido toda la calle, ya
que las paredes mostraban franjas quemadas.
—No hagan eso —dijo.
Los soldados se volvieron y lo miraron, con el lanzallamas escupiendo fuego. Por
su vestimenta y comportamiento, quedaba claro que no era un lugareño.
—No hagan eso —repitió.
—Órdenes, señor —dijo uno de los soldados.
—¿Qué hace por aquí? —preguntó otro.
Karkasy meneó la cabeza y los dejó solos. Recorrió con pasos lentos callejones y
plazoletas al aire libre, tomando sorbos directamente de la espita de la botella.
Encontró otro solar vacío muy parecido a aquel en el que había estado sentado
antes, y aposentó el trasero sobre un bloque de basalto en forma de triángulo
escaleno. Sacó el cuaderno y repasó las estrofas que había escrito.
Eran atroces.
Gimió mientras las leía, luego se enfureció y arrancó las preciosas páginas. Hizo
un ovillo con el grueso papel crema y lo arrojó lejos entre los escombros.
Karkasy se dio cuenta de improviso de que lo observaban desde las sombras de
entradas y ventanas, y aunque apenas consiguió distinguir los cuerpos, supo sin lugar
a dudas que las gentes del lugar lo vigilaban.
Se puso en pie y recuperó rápidamente las bolas de papel arrugado que había
tirado, sintiendo que no tenía ningún derecho a aumentar en ningún modo aquel
revoltijo. Empezó a alejarse apresuradamente por la calle mientras unos muchachos
delgados emergían de sus escondites para lanzarle piedras y pullas.
Inesperadamente, volvió a encontrarse en la calle de la hostería. Estaba desierta,
pero le alegró haberla encontrado ya que su botella se había quedado
inexplicablemente vacía.
Penetró en la penumbra. No había nadie por allí. Incluso la anciana había
desaparecido. Su montón de monedas imperiales permanecía donde lo había dejado.
Al verlo, se sintió autorizado a agenciarse otra botella de detrás de la barra.
Agarrando firmemente la botella en la mano, se sentó con sumo cuidado en una de las
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mesas y se sirvió otro trago.
Llevaba sentado allí un tiempo indefinido cuando una voz le preguntó si se
encontraba bien.
Ignace Karkasy parpadeó y alzó los ojos. El grupo de soldados del ejército imperial
que habían estado limpiando con fuego las paredes de la ciudad acababa de entrar en
el local, y la anciana había reaparecido para traerles bebida y comida.
El oficial bajó la mirada hacia Karkasy mientras sus hombres se sentaban.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó.
—Sí. Sí, sí, sí —respondió Karkasy con voz pastosa.
—No parece estarlo, si me permite que lo diga. ¿Debería estar aquí, en la ciudad?
Karkasy asintió frenéticamente introduciendo la mano en el bolsillo en busca del
permiso. No estaba allí.
—Se supone que debo estar aquí. Se me ordenó venir. Para oír a Eter Pitón
Momus. Mierda, no, eso no es correcto. Para oír cómo Péeter Egon Momus
presentaba sus planos para la nueva ciudad. Es por eso que estoy aquí. Debo estar.
El oficial lo contempló con cautela.
—Si usted lo dice, señor. Dicen que Momus ha preparado un plan magnífico para
la reconstrucción.
—Sí, magnífico —replicó Karkasy, alargando la mano para coger la botella y
errando el objetivo—. Puñeteramente magnífico. Un monumento eterno a nuestra
victoria aquí…
—¿Señor?
—No perdurará —dijo Karkasy—. No, no. No perdurará. No puede. Nada
perdura. Usted me parece un hombre sensato, amigo, ¿qué piensa?
—Creo que debería marcharse, señor —respondió el oficial con delicadeza.
—¡No, no, no…, sobre la ciudad! ¡La ciudad! No perdurará, ¡qué Terra se lleve a
Péeter Egon Momus! Al polvo, todas las cosas regresan. Por lo que puedo ver, esta
ciudad era más bien fenomenal antes de que llegáramos y la estropeáramos.
—Señor, creo…
—No, no lo hace —dijo Karkasy, negando con la cabeza—. No lo hace, y nadie lo
hace. Se suponía que esto duraría eternamente, pero nosotros lo destrozamos y lo
dejamos hecho unos zorros. Que Momus lo reconstruya. Volverá a suceder, y volverá
a hacerlo. La obra del hombre está destinada a desaparecer. Momus dijo que planea
una ciudad que será un canto eterno al género humano. ¿Sabe qué? Apuesto a que los
arquitectos que construyeron esta ciudad también pensaban lo mismo.
—Señor…
—Lo que el hombre crea se deshace con el tiempo. Ya lo verá. Esta ciudad, la
ciudad de Momus. El Imperio…
—Señor…
Karkasy se puso en pie, pestañeando a la vez que agitaba un dedo.
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—¡No me venga con tanto «señor, señor»! ¡El Imperio se partirá en dos en cuanto
lo construyamos! ¡Ya lo verá! ¡Es tan inevitable como…!
El dolor escindió de repente el rostro de Karkasy, y este se desplomó hacia
adelante, desconcertado. Percibió un frenesí de gritos y movimientos y sintió cómo
botas y puños lo golpeaban una y otra vez. Enfurecidos por sus palabras, los soldados
habían caído sobre él. Entre gritos, el oficial intentó apartarlos.
Se partieron huesos y brotó sangre de las fosas nasales de Karkasy.
—¡Ya lo verá! —tosió este—. ¡Nada que construyamos perdurará eternamente!
¡Pregúnteselo a estos jodidos lugareños!
La puntera de una bota se estrelló contra su esternón y un líquido sanguinolento
le inundó la boca.
—¡Apartaos de él! ¡Apartaos de él! —aullaba el oficial, intentando refrenar a sus
hombres, enfurecidos por la provocación.
Cuando por fin lo consiguió, Ignace Karkasy ya no pontificaba.
Ni respiraba.
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Seis
Consejo
Una buena respuesta a una pregunta
Dos dioses en una habitación
Torgaddon lo esperaba en la imponente antesala situada detrás del strategium.
—Aquí estás —dijo con una amplia sonrisa.
—Aquí estoy —asintió Loken.
—Habrá una pregunta —comentó Torgaddon en voz baja—. Parecerá una cosa de
poca importancia y no irá dirigida a ti de un modo obvio, pero debes estar preparado
para captarla.
—¿Yo?
—No, hablaba conmigo mismo. ¡Sí, tú, Garviel! Considéralo un bautismo. Vamos.
A Loken no le hicieron demasiada gracia las palabras de Torgaddon, pero
agradeció la advertencia. Siguió a su compañero a lo largo de toda la antesala. Era un
lugar peligrosamente alto y estrecho, con columnas de madera grabadas incrustadas
en las paredes que se erguían y ramificaban como árboles cincelados para sostener un
techo de cristal, a doscientos metros por encima de sus cabezas, a través del cual se
podían ver las estrellas. Paneles de madera oscura forraban las paredes entre las
columnas y estaban cubiertos con millones de líneas de nombres y números pintados
a mano, todas realizadas con exquisitos caracteres dorados. Eran los nombres de los
muertos: todos aquellos miembros de las legiones, el ejército, la flota y la Divisio
Militaris caídos desde el inicio de la Gran Cruzada en acciones en las que aquel navío
insignia había estado presente. Los nombres de héroes inmortales estaban trazados en
las paredes, agrupados en columnas bajo encabezados que proclamaban los mundos
que habían sido escenario de acciones famosas y conquistas reverenciadas. De aquel
listado había recibido la antesala su nombre especial de Avenida de la Gloria y la
Lamentación.
Las paredes de dos terceras partes de la antesala estaban llenas de nombres en
letras doradas, pero a medida que los dos capitanes, que avanzaban majestuosos en
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sus relucientes armaduras blancas, se acercaban más al extremo en el que se
encontraba el strategium, las tablas de las paredes se fueron quedando desnudas,
vacías. Pasaron junto a un grupo de necrologistas encapuchados apiñados ante el
último panel a medio llenar que estarcían cuidadosamente nombres nuevos sobre la
madera oscura con pinceles mojados en pintura dorada.
Los caídos más recientes. La lista procedente de la batalla de la Ciudad Elevada.
Los necrologistas interrumpieron su tarea e inclinaron las cabezas al pasar los dos
capitanes. Torgaddon no les prestó la menor atención, pero Loken se volvió para leer
los nombres a medio escribir. Algunos eran hermanos de la Locasta que no volvería a
ver.
A su nariz llegó la penetrante suspensión oleosa del pan de oro que usaban los
necrologistas.
—Sigue —gruñó Torgaddon.
Unas puertas muy altas, lacadas en oro y carmesí, se alzaban cerradas al final de la
sala. Ante ellas, Aximand y Abaddon esperaban. Llevaban también armadura, con las
cabezas descubiertas y los cascos con cimera de cepillo sujetos bajo el brazo izquierdo.
Las enormes placas blancas de los hombros de Abaddon estaban cubiertas con la piel
de un lobo negro.
—Garviel —lo saludó con una sonrisa.
—No se le puede hacer esperar —refunfuñó Aximand, y Loken no estuvo seguro
de si Pequeño Horus se refería a Abaddon o al comandante—. ¿De qué charlabais
vosotros dos? Igual que verduleras, los dos.
—Simplemente le preguntaba si había instalado ya a Vipus —respondió
Torgaddon con sencillez.
Aximand dirigió una veloz mirada a Loken, los ojos separados medio ocultos
lánguidamente por los párpados.
—Y yo confirmaba a Tarik que lo había hecho —añadió Loken.
Evidentemente, las quedas advertencias de Torgaddon habían sido solo para sus
oídos.
—Entremos —indicó Abaddon, y a continuación alzó la mano enguantada y abrió
de par en par las puertas doradas y carmesí de un empujón.
Un corto procesional se extendió ante ellos, una columnata de piedra negra como
el ébano repujada con una greca de cable plateado. Ante ella estaban alineados
cuarenta guardias del ejército imperial, miembros de los mismísimos jenízaros
bizantinos de Varvaras, veinte en cada pared. Iban espléndidamente equipados con el
uniforme completo: largos sobretodos color crema con alamares dorados, cascos
cromados de forma cónica con visores de rejilla y escarapelas color grana, y ceñidores
a juego. Cuando el Mournival atravesó las puertas, los jenízaros blandieron las
ornamentadas lanzas de energía empezando por la pareja colocada justo en el interior
de la entrada. Las bruñidas hojas de las armas giraron veloces a ocupar su lugar en
sucesión, igual que un dominó en movimiento a lo largo del procesional, con cada par
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de armas situadas una frente a la otra entrecruzándose en posición justo antes de que
los capitanes que avanzaban llegaran hasta ellas.
La pareja final efectuó el saludo, mirándose a los ojos, en perfecta disciplina, y el
Mournival la dejó atrás para penetrar en la cubierta del strategium.
El strategium era una gran plataforma semicircular que se proyectaba como un
saliente por encima del escalonado anfiteatro del puente de la nave insignia. Muy por
debajo se encontraba el nivel de mando principal, abarrotado de cientos de miembros
uniformados del personal y lustrosos servidores ayudantes, diminutos como
hormigas. A ambos lados, la colmena de subcubiertas de las plataformas secundarias,
engalanadas con herrajes dorados y negros, se elevaba por encima del nivel del
strategium que sobresalía, alzándose hasta el mismo techo. Cada piso estaba ocupado
por personal de la armada, operadores, oficiales cogitadores y astrópatas. La sección
frontal de la sala del puente era un enorme ventanal acodado a través del cual se
podían contemplar las constelaciones y el negro espacio. Los pabellones de los Lobos
Lunares y los Puños Imperiales colgaban del techo abovedado, a ambos lados del
estandarte del Ojo Abierto del Señor de la Guerra. El enorme estandarte llevaba una
inscripción en hilo de oro con la frase: Soy la vigilancia del Emperador y el Ojo de
Terra.
Loken recordó la concesión de aquel augusto símbolo con orgullo durante el gran
triunfo después de lo de Ullanor.
En todas sus décadas de servicio, Loken solo había estado en el puente de la
Espíritu Vengativo en dos ocasiones anteriores: una vez para aceptar formalmente su
ascenso a capitán, y luego otra vez para señalar su ascenso a la capitanía de la Décima
Compañía. Las proporciones del lugar le quitaron el aliento, tal como le había
sucedido en las otras dos ocasiones.
La cubierta del strategium era una plataforma de hierro que sostenía, en el centro,
un estrado circular de sencilla ouslita sin pulir, de un metro de altura y diez de
diámetro. El comandante siempre había evitado cualquier clase de trono o asiento. El
pasillo de hierro que rodeaba el estrado quedaba ensombrecido en parte por el alero
de las galerías escalonadas que ascendían por los lados de la estancia detrás de él. Al
echar una ojeada a lo alto, Loken vio corrillos de iteradores superiores, estrategas,
capitanes de navío de la flota expedicionaria y otros notables que se reunían para
contemplar el acto. Buscó a Sindermann, pero no consiguió localizar su rostro.
Las figuras de varios acompañantes permanecían de pie sin hacer ruido alrededor
de los bordes del estrado. El comandante general Hektor Varvaras, mariscal del
ejército de la expedición, un aristócrata alto y meticuloso, ataviado con ropajes rojos,
estaba de pie discutiendo el contenido de una placa de datos con dos ayudantes de
uniforme. Boas Comnenus, señor de la flota, aguardaba haciendo tamborilear los
dedos de acero sobre el borde del pedestal de ouslita. Era un hombretón achaparrado,
con el cuerpo anciano y flácido embutido en un espléndido exoesqueleto de plata y
acero y envuelto además en vestiduras de un azul intenso y brillante. Unos lentes
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oculares fabricados con suma habilidad zumbaban y se movían en la montura
potenciadora que ocupaba el lugar de sus ojos muertos hacía una eternidad.
Ing Mae Sing, la señora de los astrópatas de la expedición, permanecía a la
izquierda del señor de la flota, un espectro macilento y ciego con un vestido blanco
con capucha, y ordenados en círculo a partir de ella, el ilustre superior de la Navis
Nobilite, el navegante Chorogus, el maestre de las comunicaciones, el maestre del
esclarecimiento, los oficiales superiores tácticos, los oficiales superiores heraldistas y
varios legados gubernativos.
Cada uno, advirtió Loken, había depositado un solitario artículo personal en el
borde del estrado justo frente al lugar que ocupaban: un guante, una gorra, una varita.
—Nosotros permanecemos en las sombras —le indicó Torgaddon, deteniendo a
Loken en seco bajo el borde de la sombra que proyectaba la terraza situada encima—.
Este es el lugar del Mournival, aparte, pero presente de todos modos.
Loken asintió y permaneció con Torgaddon y Aximand a la sombra simbólica del
saliente. Abaddon se adelantó hasta la zona iluminada y ocupó su lugar ante el borde
del estrado entre Varvaras, que lo saludó con un gesto de simpatía, y Comnenus, que
no lo hizo. Abaddon depositó el casco sobre el borde del disco de ouslita.
—Un objeto depositado sobre el estrado marca un deseo de ser oído y de que se
tome nota de lo que se va a decir —explicó Torgaddon a Loken—. Ezekyle tiene un
lugar por motivo de su posición como primer capitán. Por ahora, hablará como
primer capitán, no como el Mournival.
—¿Llegaré a comprender cómo funciona esto alguna vez? —inquirió Loken.
—No, claro que no —respondió el otro, y luego sonrió de oreja a oreja—. Sí, lo
harás. ¡Por supuesto que lo harás!
Loken observó la presencia de otra figura que se mantenía apartada de la reunión
principal. El hombre, si es que era un hombre, permanecía al acecho junto a la
barandilla de la cubierta del strategium, contemplando el otro extremo del abismo del
puente. Era una máquina; parecía mucho más una máquina que un hombre. Reliquias
imprecisas de carne y músculo seguían aún presentes en el tejido esquelético de su
cuerpo mecánico, una armadura de oro y acero fabulosamente forjada.
—¿Quién es ese? —susurró Loken.
—Regulus —respondió Aximand lacónicamente—. Adepto del Mechanicus.
«De modo que ese era el aspecto que tenía un adepto del Mechanicus», pensó
Loken. Aquella era la clase de ser que podía conducir a los invencibles titanes al
combate.
—Silencio ahora —indicó Torgaddon, dando un golpecito a Loken en el brazo.
Unas puertas de cristal blindado en el otro lado de la plataforma se abrieron
deslizándose lateralmente y una carcajada retumbó en el exterior. Una figura enorme
salió al strategium, charlando y riendo animadamente, junto con una presencia
pequeñísima que correteaba para poder mantenerse a su altura.
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Todo el mundo efectuó una profunda reverencia. Loken, hincando una rodilla en
tierra, oyó el susurro de las prendas de los que se inclinaban en las empinadas galerías
situadas por encima de él. Boas Comnenus lo hizo lentamente, debido a que su
exoesqueleto era antiguo. El adepto Regulus lo hizo lentamente, no debido a que su
cuerpo mecanizado fuera rígido, sino más bien porque se sentía claramente reacio a
hacerlo.
El Señor de la Guerra Horus paseó la mirada a su alrededor, sonrió y luego saltó al
estrado de un brinco. Se quedó parado en el centro del disco de ouslita, y dio la vuelta
despacio.
—Amigos míos —dijo—. Ya se han rendido los honores. Todos en pie.
Lentamente, se alzaron y lo contemplaron.
Resultaba tan magnífico como siempre, se dijo Loken. Imponente y ágil, un
semidiós manifiesto, cubierto con una armadura de oro blanco y pieles de pelo largo.
Llevaba la cabeza descubierta. Afeitada y hermosa, su cara era noble, profundamente
bronceada por multitud de soles, los ojos separados y brillantes y la dentadura
reluciente. Sonrió y saludó con un movimiento de cabeza a todos y cada uno de ellos.
Poseía tal vitalidad, como una fuerza de la naturaleza —un tornado, una
tempestad, una avalancha— atrapada en una forma humanoide, con todo el potencial
encerrado en su interior. Giró en redondo lentamente sobre el estrado mientras
sonreía, saludaba con la cabeza a algunos y señalaba a ciertos amigos con una risa
familiar.
El primarca miró a Loken, que permanecía al fondo, en las sombras del saliente, y
su sonrisa pareció ensancharse por un segundo.
El capitán sintió un repentino escalofrío de temor. Resultó agradable y vigoroso.
Únicamente el Señor de la Guerra podía hacer que un astartes sintiera aquello.
—Amigos —dijo Horus. Su voz era como miel, como acero, como un susurro,
como todas esas cosas mezcladas en una—. Mis queridos amigos y camaradas de la
63.ª Expedición, ¿realmente ha llegado esa hora otra vez?
Las risas recorrieron la cubierta y también las galerías situadas encima.
—Hora de la reunión informativa —siguió Horus, riendo por lo bajo—, y os
aplaudo a todos por venir aquí a soportar el tedio de otra sesión más. Prometo que no
os entretendré más de lo necesario. Primero, no obstante…
Volvió a saltar fuera del estrado y se inclinó para colocar un brazo protector
alrededor de los hombros diminutos del hombre que lo había acompañado al salir de
la estancia interior, como un padre que exhibe orgullosámente un niño pequeño ante
sus hermanos. Abrazado de aquel modo, el hombre colocó una rígida sonrisa forzada
en su rostro, que era más una mueca desesperada que una muestra de satisfacción.
—Antes de que empecemos —siguió Horus—, quiero hablar sobre mi buen amigo
Péeter Egon Momus aquí presente. Cómo fui digno…, perdonadme, cómo fue digna
la humanidad de un arquitecto tan magnífico y dotado como este, no lo sé. Péeter me
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ha hablado de sus proyectos para esta nueva Ciudad Elevada, y son maravillosos.
Maravillosos, maravillosos.
—Realmente, no sé, mi señor… —farfulló Momus mientras su expresión
temblaba.
El arquitecto designado empezaba a estremecerse, obligado a soportar una
exposición directa a tan suprema atención.
—Nuestro señor el Emperador en persona nos envió a Péeter —explicó Horus—.
Conocía su valía. ¿Sabéis?, yo no quiero conquistar. La conquista en sí misma es
chapucera, ¿no es cierto, Abaddon?
—Sí, señor —respondió este.
—¿Cómo podemos atraer a los perdidos puestos fronterizos de la humanidad de
vuelta a un todo armonioso si lo único que les llevamos es conquista? Estamos
moralmente obligados a dejarlos mejor de cómo los encontramos, iluminados por la
comunicación de la Verdad Imperial y deslumbrantemente reformados como
provincias augustas de nuestro extenso estado. Esta expedición…, al igual que las
otras…, debe mirar al futuro y ser consciente de que lo que dejamos tras nosotros
debe perdurar como una declaración permanente de nuestras intenciones, en especial
en mundos, como sucede aquí, en los que nos hemos visto obligados a infligir daños
durante la promulgación de nuestro mensaje. Debemos dejar herencias tras nosotros.
Ciudades imperiales, monumentos a la nueva era, y monumentos conmemorativos
adecuados a aquellos que perecieron en la contienda para establecerla. Péeter, mi
amigo Péeter, lo comprende. Os insto a todos a dedicar algún tiempo a visitar sus
talleres y examinar sus maravillosos planes. Y espero con ilusión ver el genio de su
visión adornando todas las ciudades nuevas que construyamos en el transcurso de
nuestra cruzada.
Sonaron aplausos.
—To… todas las ciudades nuevas… —tosió Momus.
—Péeter es la persona adecuada para la tarea —exclamó Horus sin prestar
atención a la exclamación ahogada del arquitecto—. Estoy totalmente de acuerdo con
el modo en que percibe la arquitectura como una celebración. Comprende como
nadie, creo, el modo en que el espíritu de la Cruzada debe ejecutarse en acero, cristal y
piedra. Lo que alcemos es mucho más importante que lo que derribemos. Lo que
dejemos atrás, los hombres deben admirarlo eternamente, y decir: «Esto sí que se hizo
bien. Esto es lo que significa el Imperio, y sin él seríamos sombras». Por eso, Péeter es
nuestro hombre. ¡Alabémoslo ahora!
Una ovación atronadora resonó por la enorme sala. Muchos oficiales en los
niveles de mando situados debajo se unieron a ella, mientras Péeter Egon Momus,
con una expresión ligeramente vidriosa, abandonaba el strategium acompañado por
un ayudante.
Horus volvió a saltar sobre el estrado.
—Empecemos… ¿mi ilustre adepto?
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Regulus avanzó hacia el borde de la tarima y colocó con delicadeza una bruñida
rueda dentada sobre el reborde de ouslita. Cuando habló, su voz sonó incrementada e
inhumana, como un viento eléctrico que acariciara las ramas de árboles de acero.
—Mi Señor de la Guerra, el Mechanicus está satisfecho con esta roca. Seguimos
estudiando con gran interés las tecnologías capturadas aquí. En nuestras forjas
estamos aplicando retroingeniería a las armas gravitacionales y fásicas. Según el
último informe, se han recuperado tres diseños para la construcción de modelos
estándar previamente desconocidos para nosotros.
Horus dio una palmada.
—¡Benditos sean nuestros hermanos del incansable Mechanicus! Poco a poco,
reconstruimos las piezas perdidas del conocimiento de la humanidad. El Emperador
se sentirá encantado, como lo estarán, estoy seguro, vuestros señores marcianos.
Regulus asintió, alzando la rueda dentada y apartándose a continuación del
estrado.
Horus miró a su alrededor.
—¿Rakris? ¿Mi querido Rakris?
El gobernador general electo Rakris, un hombre corpulento con unas vestiduras
color gris perla, había colocado ya la vara de su cetro en el borde del estrado para
indicar su participación, pero ahora la manoseaba nerviosamente mientras
informaba. Horus escuchó pacientemente lo que tenía que decir, asintiendo
alentadoramente de vez en cuando. Rakris habló en tono monótono, largo y tendido
sin que viniera a cuento, y Loken sintió lástima de él. Rakris, uno de los generales del
comandante general Varvaras, había sido seleccionado para permanecer en 63-19
como gobernador supervisor, conduciendo las fuerzas de ocupación mientras aquel
mundo se transmutaba por completo en un estado imperial. Rakris era un soldado de
carrera, y estaba claro que, si bien tomaba su elección como una señal de honor, le
aterraba la perspectiva de quedarse allí. Tenía un aspecto pálido y enfermo mientras
rumiaba amargamente en el momento, no muy lejano, en que la flota expedicionaria
lo abandonaría para que se ocupara por sí solo de la tarea. Rakris había nacido en
Terra, y Loken sabía que una vez que la flota zarpara y lo dejara con su tarea, Rakris se
sentiría tan abandonado como si lo hubieran dejado en una isla desierta. Un cargo de
gobernador tenía como intención ser la recompensa máxima a los servicios de un
héroe de guerra, pero a Loken le pareció un destino silencioso y terrible: ser monarca
de un mundo, y además naufragar en él.
Para siempre.
La cruzada no regresaría fácilmente a visitar mundos conquistados.
—… la verdad, mi comandante —estaba diciendo Rakris—, es posible que
transcurran décadas antes de que este mundo alcance un estado de equidad con el
Imperio. Existe una gran oposición.
—¿Cuánto nos falta para obtener el acatamiento? —preguntó Horus mirando a su
alrededor.
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—¿Auténtica sumisión, señor? —respondió Varvaras—. Décadas, tal como dice
mi buen amigo Rakris. ¿Sumisión funcional? Bueno, eso es distinto. Existe un germen
de disidencia en el hemisferio meridional que no conseguimos sofocar. Hasta que los
metamos en vereda, no se puede acreditar este mundo.
Horus asintió.
—Pues nos quedaremos aquí, si es necesario, hasta que esa tarea haya finalizado.
Debemos aplazar nuestros planes para avanzar. Es una lástima… —La sonrisa del
primarca se desvaneció durante un segundo mientras reflexionaba—. A menos que
haya alguna otra sugerencia.
Miró a Abaddon y dejó las palabras en el aire. Abaddon pareció vacilar, y dirigió
una veloz mirada atrás a las sombras que tenía a la espalda.
Loken comprendió que aquella era la pregunta. Aquel era un momento del
Consejo en el que el primarca miraba fuera de la jerarquía oficial del escalafón de
mando de la expedición en busca del consejo informal de su selecto círculo íntimo.
Torgaddon dio un codazo a Loken, pero el codazo era innecesario pues este ya se
había adelantado para colocarse en la zona iluminada detrás de Abaddon.
—Mi Señor de la Guerra —dijo el capitán, asustado casi por el sonido de su propia
voz.
—Capitán Loken —saludó Horus con un satisfecho centelleo de sus ojos—, las
ideas del Mournival son siempre bienvenidas en mi Consejo.
Varios de los presentes, incluido Varvaras, efectuaron ruiditos de aprobación.
—Mi señor, la fase inicial de la guerra llevada a cabo aquí se completó de un modo
rápido y limpio —indicó Loken—. Un ataque quirúrgico realizado por la punta de
lanza a la cabeza del enemigo para minimizar las bajas y penurias que ambas partes
padecerían en una ofensiva más larga y total. Una guerra de guerrillas contra los
insurgentes sería inevitablemente un asunto arduo, dilatado y costoso, y podría tardar
años en resolverse, lo que erosionaría los preciosos recursos militares del comandante
general Varvaras y frustraría cualquier buen inicio del mandato del gobernador
general electo. 63-19 no puede permitírselo, y tampoco puede hacerlo la expedición.
Yo digo, y si hablo fuera de lugar, perdonadme, yo digo que si se suponía que la punta
de lanza debía conquistar este mundo de un solo y limpio golpe, ha fracasado en ello.
La tarea no está terminada. Ordenad a la legión que finalice el trabajo.
Se alzaron murmullos por todas partes.
—¿Quiere que suelte a los Lobos Lunares otra vez, capitán? —preguntó Horus.
Loken negó con la cabeza.
—No a la legión entera, señor. A la Décima Compañía. Fuimos los primeros en
entrar, y por ello se nos ha alabado, pero la alabanza no era merecida, ya que el
trabajo no está acabado.
Horus asintió, como si le gustara la idea.
—¿Varvaras?
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—El ejército siempre da la bienvenida al respaldo de la noble legión. Las facciones
insurgentes pueden acosar a mis hombres durante meses, como bien indica el capitán,
y provocar grandes bajas antes de que acabemos con ellas. Una compañía de los
Lobos Lunares las aplastaría por completo y pondría fin a su amotinamiento.
—¿Rakris?
—Una solución apropiada que me quitaría un peso de encima, señor —respondió
Rakris, y añadió con una sonrisa—: Sería como usar un martillo para aplastar una
nuez, pero sería categórico. La tarea estaría finalizada, y con rapidez.
—¿Primer capitán?
—El Mournival habla con una sola voz, señor —declaró Abaddon—. Insto a una
conclusión rápida a nuestro quehacer aquí, de modo que 63-19 pueda seguir con su
vida, y nosotros con la cruzada.
—Entonces así será —contestó Horus, sonriendo ampliamente otra vez—. Así que
lo convierto en una orden. Capitán, haga que la Décima Compañía se prepare y
efectúe su juramento de combate. Esperaremos con ansiedad noticias de su éxito.
Gracias por hablar sin tapujos, y por ir directo al grano en este espinoso asunto.
Se oyó un enérgico revuelo de aplausos de aprobación.
—Así pues, se nos abren posibilidades a todos al fin y al cabo —declaró Horus—.
Podemos empezar a prepararnos para la fase siguiente. Cuando me comunique con
él… —miró a la ciega señora de los astrópatas, que asintió en silencio—, nuestro
amado Emperador estará encantado de saber que nuestra parte de la cruzada está a
punto de avanzar otra vez. Ahora deberíamos discutir las opciones que se nos
presentan. Pensaba informaros yo mismo sobre nuestros hallazgos con respecto a
estas, pero hay otro que insiste absolutamente en que está en condiciones de hacerlo.
Todos los presentes se volvieron para mirar cuando las puertas de cristal blindado
se abrieron por segunda vez. El primarca empezó a aplaudir, y el aplauso se generalizó
y recorrió las galerías mientras Maloghurst salía cojeando para colocarse en el
escenario del strategium. Era la primera aparición oficial del palafrenero mayor desde
que lo recuperaron de la superficie.
Maloghurst era un lobo lunar veterano y un «Hijo de Horus» por si fuera poco. En
su época había sido capitán de una compañía, y podría incluso haber llegado a la
primera capitanía de no haber sido ascendido al puesto de palafrenero mayor. Astuto
y con mucha experiencia, las habilidades de Maloghurst para la intriga y el espionaje
lo hacían ideal para aquel papel, y le habían valido el apodo de «el Retorcido», aunque
él no se avergonzaba de ello. La Legión podría proteger físicamente al Señor de la
Guerra, pero él lo protegía políticamente, mediante su guía y asesoramiento,
poniendo impedimentos y yendo siempre por delante, consciente y totalmente
sensible a cualquier matiz y corriente en la jerarquía de la expedición. Jamás había
sido muy querido, ya que era un hombre al que resultaba difícil acercarse, incluso
considerado desde el criterio intimidatorio de los astartes, y nunca había hecho
ningún esfuerzo especial para gustar. La mayoría lo consideraba un poder neutral, un
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facilitador, leal únicamente a Horus. Nadie era nunca tan estúpido como para
subestimarlo.
Pero las circunstancias lo habían vuelto popular repentinamente. Amado, casi.
Tras creérsele muerto, lo habían encontrado con vida, y en vista de la muerte de
Sejanus, aquello se había tomado como una compensación. El trabajo de la
rememoradora Euphrati Keeler había consolidado su nuevo papel de héroe noble y
herido cuando las pictografías de su inesperado rescate recorrieron como un
relámpago toda la flota. En aquellos momentos los reunidos le daban la bienvenida
efusivamente, aclamando su entereza y determinación. La desgracia había conseguido
reinventarlo en forma de héroe adorado.
A Loken no le cabía duda de que el palafrenero era consciente de aquel irónico
giro, y que estaba totalmente dispuesto a sacarle todo el provecho posible.
Maloghurst salió a la vista de todos. Las heridas recibidas habían sido tan graves
que todavía no podía vestir la armadura de la legión, y en su lugar llevaba una túnica
blanca con el emblema de la Cabeza de Lobo bordado en la espalda. Un sello con la
forma del icono del Señor de la Guerra, el Ojo Abierto, constituía el cierre de la capa
bajo la garganta. Cojeaba, y tenía que andar con la ayuda de un bastón de metal. Tenía
una protuberancia en la espalda debida a un desalineamiento cifósico, y el rostro, que
se había vuelto demacrado y pálido desde la última vez que se le había visto, estaba
surcado de arrugas producto del esfuerzo que realizaba, unos rellenos de gel cutáneo
sintético cubrían cortes en la garganta y el lado izquierdo de la cabeza.
Loken se sobresaltó al darse cuenta de que el hombre estaba ahora realmente
retorcido. El antiguo apodo socarrón parecía de repente grosero y falto de tacto.
Horus descendió del estrado y rodeó con los brazos a su palafrenero. Varvaras y
Abaddon se acercaron a saludarlo con abrazos efusivos. Maloghurst sonrió y los
saludó con un movimiento de cabeza, luego asintió y agitó la mano hacia las galerías
circundantes para agradecer el recibimiento.
Cuando los aplausos fueron cesando, Maloghurst se inclinó pesadamente contra
el costado del estrado y depositó su bastón sobre él según indicaba el ceremonial. En
lugar de regresar a su lugar, el Señor de la Guerra retrocedió, lejos del círculo, para
ceder a su palafrenero el centro del escenario.
—He disfrutado del lujo de una cierta relajación estos últimos días —empezó
Maloghurst, la voz potente pero quebradiza por el esfuerzo.
Resonaron carcajadas procedentes de todas direcciones, y los aplausos se
reanudaron durante unos instantes.
—Guardar cama —siguió Maloghurst—, esa pesadilla en la vida de un guerrero,
me ha sentado bien, ya que me ha permitido sobradas oportunidades de reexaminar
la información recogida en estos últimos meses por nuestra avanzadilla de
exploradores. No obstante, guardar cama, como algo de lo que disfrutar, tiene sus
límites. Insistí en que se me permitiera presentar estas pruebas ante ustedes hoy
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porque, que el Emperador me bendiga, ni en sueños imaginé jamás que podría morir
de inactividad.
Más risas de aprobación. Loken sonrió. Desde luego Maloghurst estaba haciendo
el mejor uso posible de su nuevo prestigio entre ellos. Resultaba casi… simpático.
—Pasemos revista —indicó el palafrenero, tomando una varita de control que
agitó brevemente en el aire—. Tres zonas clave nos interesan en esta coyuntura.
Sus ademanes activaron los proyectores holográficos situados bajo la cubierta, y
figuras de luz sólida cobraron vida por encima del strategium, proyectadas de modo
que todos los ocupantes de las galerías las vieran. La primera era una imagen en
rotación del mundo que orbitaban, rodeada por indicadores gráficos de alineación
elíptica y precisión. El mundo que giraba se encogió rápidamente hasta convertirse en
parte de un sistema, envuelto igualmente en sobreposiciones esquemáticas, un
antiguo planetario tridimensional suspendido en el aire. Luego también eso se
encogió y pasó a ser un pequeño componente realzado en un mosaico de estrellas.
—Primero —dijo Maloghurst—, esta zona de aquí, especificada como 8-58-1-7, el
cúmulo colindante con nuestra situación actual. —Una zona estelar concreta del
mapa de luz empezó a refulgir—. El lugar más lógico y accesible para efectuar una
escala. Las naves de exploración informan sobre dieciocho sistemas que pueden ser
interesantes, doce de los cuales prometen ser de un valor fundamental en términos de
recursos elementales, pero sin signos de vida ni ocupación. Los reconocimientos no
son concluyentes todavía, pero en esta temprana coyuntura me permitiría el
atrevimiento de sugerir que esta región no tiene por qué incumbir a la expedición.
Supeditados a su certificación, estos sistemas se deberían añadir al manifiesto de los
colonizadores pioneros que nos siguen los pasos.
Agitó otra vez la varita, y un grupo distinto de estrellas se iluminó.
—Esta segunda región, que se calcula está a… ¿señor?
Boas Comnenus se aclaró la garganta y dijo:
—Nueve semanas, en tiempo de viaje estándar en dirección al borde de la galaxia
desde donde estamos, palafrenero.
—Nueve semanas en dirección al borde de la galaxia desde donde estamos, gracias
—repuso Maloghurst—. Apenas hemos empezado a explorar esta región, pero hay
unas primeras indicaciones de que existe alguna cultura o culturas importantes, de
capacidad interestelar, dentro de sus límites.
—¿Se trata de culturas activas en la actualidad? —preguntó Abaddon.
Con demasiada frecuencia, las expediciones imperiales tropezaban con los resecos
vestigios de sociedades que llevaban mucho tiempo fenecidas en el desierto de las
estrellas.
—Demasiado pronto para decirlo, primer capitán —respondió Maloghurst—;
aunque los exploradores informan que algunas reliquias descubiertas muestran
similitudes con las encontradas en 7-93-1-5 hace cinco años.
—¿Así que no son humanas? —inquirió el adepto Regulus.
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—Demasiado pronto para decirlo, señor —repitió Maloghurst—. La región tiene
un código de especificación, pero creo que a todos interesará saber que lleva un viejo
nombre de Terra: Sagitario.
—El Espantoso Sagitarium —murmuró Horus con una mueca de satisfacción.
—Correcto, mi señor. Desde luego la región requiere un examen más detallado. —
El lisiado palafrenero volvió a mover la varita e hizo comparecer una tercera espiral
de soles—. Una tercera opción, más lejos de nuestra situación.
—Dieciocho semanas, en condiciones normales —informó Boas Comnenus antes
de que le preguntaran.
—Gracias, señor. Nuestros exploradores todavía no lo han examinado, pero
hemos recibido información de la 140.ª Expedición, al mando de Khitas Frome de la
Legión de los Ángeles Sangrientos, indicando que se ha encontrado oposición al
avance imperial. Los informes son fragmentarios pero parece que ha estallado la
guerra.
—¿Resistencia humana? —quiso saber Varvaras—. ¿Hablamos de colonias
perdidas?
—Xenos, señor —respondió Maloghurst sucintamente—. Adversarios alienígenas
de cierta habilidad. He enviado una misiva a la 140.ª Expedición preguntando si
necesitan nuestro apoyo en este momento. Es considerablemente más pequeña que
nosotros. Todavía no se ha recibido respuesta. Podríamos considerarlo una prioridad
aventurarnos hacia esa región para reforzar la presencia imperial allí.
Por primera vez desde el inicio de la sesión informativa, la sonrisa había
abandonado el rostro del Señor de la Guerra.
—Hablaré con mi hermano Sanguinius sobre esta cuestión —anunció—. No
quisiera que sus hombres perecieran sin recibir apoyo. —Miró a Maloghurst—.
Gracias, palafrenero. Apreciamos tus esfuerzos y la brevedad del resumen.
Se oyó una oleada de aplausos.
—Una última cosa, mi señor —dijo Maloghurst—. Un asunto personal que
desearía aclarar. Se me conoce, según tengo entendido, como Maloghurst el Retorcido,
por razones de… carácter que sé que todos los presentes conocen bien. Siempre me
ha regocijado tal título, aunque algunos de ustedes puedan considerarlo curioso. Me
entusiasma el arte de la política y no hago ningún esfuerzo por ocultarlo. Algunos de
mis ayudantes, según he sabido, han efectuado esfuerzos para acabar con el apodo,
creyendo que ofende mi desfigurado estado. Les preocupa que pueda encontrarlo
cruel. Una afrenta. Quiero que todos los aquí reunidos sepan que no es así. Mi cuerpo
está destrozado, pero no mi mente. Me ofendería si se dejara de usar el nombre por
educación. No doy demasiado valor a la compasión, y no quiero que se me tenga
lástima. Mi cuerpo está retorcido ahora, pero mi mente sigue siendo intrincada. No
piensen que de ese modo no hieren mis sentimientos. Quiero que se me conozca por
el mismo nombre de siempre.
—¡Bien dicho! —exclamó Abaddon, y dio una palmada.
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La asamblea se puso en pie en medio de un tumulto tan extraordinario como el
que había acompañado a Maloghurst hasta el escenario.
El palafrenero recogió el bastón del estrado y, apoyándose en él, se volvió hacia el
Señor de la Guerra. Horus alzó ambas manos para restablecer el silencio.
—Nuestro agradecimiento a Maloghurst por presentar estas opciones ante
nosotros. Hay mucho sobre lo que reflexionar. Disuelvo esta reunión ahora, pero
solicito sugerencias sobre planes de acción y comentarios a mi atención durante todo
el día de mañana. Os insto a estudiar todas las posibilidades y a presentar vuestras
valoraciones. Reanudaremos la sesión pasado mañana a esta hora. Eso es todo.
La reunión se levantó. Mientras las galerías superiores se vaciaban en medio de un
hervidero de cháchara, los ocupantes de la cubierta del strategium se reunieron en
conferencia informal. El Señor de la Guerra mantuvo una tranquila conversación con
Maloghurst y el adepto del Mechanicus.
—Muy bien hecho —susurró Torgaddon a Loken.
Loken soltó un suspiro de alivio. No se había dado cuenta de la gran tensión que
se había acumulado en él desde el momento en que le llegó la convocatoria para la
reunión informativa.
—Sí, muy bien expresado —dijo Aximand—. Apruebo tu comentario, Garviel.
—Simplemente dije lo que sentía. Lo fui componiendo a medida que hablaba —
admitió Loken.
Aximand lo miró frunciendo el entrecejo, como si no estuviera seguro de si
bromeaba o no.
—¿No te amedrentan estas situaciones, Horus? —inquirió Loken.
—Al principio, supongo que sí —respondió él con indiferencia—. Uno se
acostumbra después de haber pasado por una o dos. Descubrí que era útil mirarle los
pies.
—¿Los pies?
—Los pies del Señor de la Guerra. Si atraes su mirada te olvidas de todo lo que
ibas a decir. —Aximand sonrió ligeramente; era el primer atisbo de una actitud más
transigente por parte de Pequeño Horus hacia Loken.
—Gracias, lo recordaré.
Abaddon se reunió con ellos bajo la sombra del saliente.
—Sabía que habíamos elegido bien —dijo estrechando la mano de Loken en la
suya—. Que vayamos al grano, eso es lo que el Señor de la Guerra quiere de nosotros.
Una valoración honesta. Buen trabajo, Garviel. Ahora limítate a asegurarte de que se
hace un buen trabajo.
—Lo haré.
—¿Necesitas ayuda? Te puedo dejar a la Justaerin si los necesitas.
—Gracias, pero la Décima puede hacerlo.
Abaddon asintió.
—Diré a Falkus que sus aniquiladores no son necesarios en esta ocasión.
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—Por favor, no lo hagas —soltó Loken, alarmado ante la perspectiva de insultar a
Falkus Kibre, capitán de la élite de exterminadores de la Primera Compañía. Los otros
tres cuartos del Mournival lanzaron una sonora carcajada.
—Tendrías que haber visto la cara que has puesto —se rio Torgaddon.
—Ezekyle te provoca con mucha facilidad —dijo Aximand con una risita
divertida.
—Ezekyle sabe que no tardará en desarrollar una piel bien curtida —comentó
Abaddon.
—¿Capitán Loken?
El gobernador general electo Rakris se acercaba a ellos. Abaddon, Aximand y
Torgaddon se hicieron a un lado para dejarlo pasar.
—Capitán Loken —dijo Rakris—, solo quería decir, señor, solo quería decir lo
agradecido que estoy. Hacerse cargo de esta cuestión usted y su compañía. Dar su
opinión de un modo tan directo. Los soldados de lord Varvaras hacen todo lo que
pueden, pero no son más que hombres. El régimen está condenado al fracaso aquí a
menos que se actúe con firmeza.
—La Décima Compañía solucionará el problema, gobernador general —
respondió Loken—. Tiene mi palabra de Astartes.
—¿Debido a que el ejército no puede acabar con él?
Miraron alrededor y descubrieron que la figura alta y principesca del comandante
general Varvaras también se había unido a ellos.
—No era mi intención sugerir… —farfulló Rakris.
—No había intención de ofender, comandante general —dijo Loken.
—Y no me siento ofendido —respondió Varvaras, extendiendo una mano hacia
Loken—. Una vieja costumbre de Terra, capitán Loken…
Loken aceptó la mano y la estrechó.
—Una que me han recordado últimamente —comentó.
—Quería darle la bienvenida a nuestro círculo íntimo, capitán —dijo Varvaras
con una sonrisa—. Y asegurarle que no habló fuera de lugar hoy. A mis hombres los
están masacrando en el sur. Día tras día. Tengo, creo, el más excelente de todos los
ejércitos de la expedición, pero sé perfectamente que está compuesto por hombres, y
solo hombres. Comprendo cuándo se necesita a un luchador y cuándo a un Astartes.
En este caso es lo último. Venga a mi gabinete de guerra cuando le vaya bien y con
mucho gusto le daré un informe completo.
—Gracias, comandante general. Iré a verlo esta tarde.
Varvaras asintió.
—Discúlpeme, comandante general —dijo Torgaddon—. Se requiere al
Mournival. El Señor de la Guerra se retira y nos ha llamado.
El Mournival siguió al Señor de la Guerra a través de las puertas de cristal
blindado hasta el interior de su sanctasanctórum privado, una estancia amplia y bien
amueblada construida debajo del pozo de las galerías de audiencia del lado de babor
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de la nave insignia. Una de las paredes era de cristal, abierta a las estrellas. Maloghurst
y el Señor de la Guerra entraron apresuradamente por delante de ellos, y el Mournival
se replegó en las sombras, aguardando a que lo llamaran.
Loken se quedó muy rígido cuando tres figuras descendieron por la escalera de
caracol de hierro hasta la habitación procedentes de la galería situada arriba. Las dos
primeras eran astartes de la Legión de los Puños Imperiales, refulgiendo casi en sus
armaduras doradas. La tercera era alguien mucho más grande. Otro dios.
Rogal Dorn, primarca de los Puños Imperiales, hermano de Horus.
Dorn saludó calurosamente al Señor de la Guerra y fue a sentarse con él y
Maloghurst sobre los sofás de piel negra colocados de cara a la pared de cristal. Unos
servidores les trajeron un refrigerio.
Rogal Dorn era un ser tan grande en todo punto como Horus. Él y su séquito de
Puños Imperiales habían viajado con la expedición durante algunos meses, aunque se
esperaba que marcharan pronto. Otros deberes y expediciones los requerían. A Loken
le habían contado que Dorn había venido a petición de Horus, de modo que los dos
pudieran discutir minuciosamente las obligaciones y competencias del papel del
Señor de la Guerra. Horus había solicitado las opiniones y consejos de todos sus
hermanos primarcas sobre el tema desde que le habían conferido aquel honor. Ser
nombrado Señor de la Guerra lo apartaba bruscamente de ellos y lo elevaba por
encima de sus hermanos, y habían existido algunas objeciones sofocadas y
descontento, en especial por parte de aquellos primarcas que consideraban que el
título tendría que haber recaído en ellos. Los primarcas eran tan propensos a la
rivalidad entre hermanos y a la competencia mezquina como cualquier grupo de
hermanos.
Guiado probablemente por la astuta mano de Maloghurst, Horus se había ganado
el favor de sus hermanos, acallando temores, calmando dudas, reafirmando pactos y,
en términos generales, asegurándose su cooperación. No quería que ninguno se
sintiera menospreciado o pasado por alto; tampoco quería que ninguno sintiera que
ya no se le escuchaba. Algunos, como Sanguinius, Lorgar y Fulgrim, habían aclamado
la elección de Horus desde el comienzo. Otros, como Angron y Perturabo, habían
protestado de un modo furibundo ante el nuevo orden, y había sido necesario el uso
de una diplomacia magistral por parte del Señor de la Guerra para aplacar su cólera y
sus celos. Unos pocos, como Russ y el León, se lo habían tomado con cinismo, sin
sorprenderse por el giro en los acontecimientos.
Pero otros, como Guilliman, Khan y Dorn sencillamente se lo tomaron con calma,
aceptando el decreto del Emperador como la elección correcta y lógica. Horus había
sido siempre el más brillante, el primero y el favorito. No dudaban de su aptitud para
el papel, pues ninguno de los primarcas había igualado jamás los logros de Horus ni la
intimidad de su vínculo con el Emperador. Era a aquellos resueltos hermanos de
confianza y a los que Horus acudía en particular en busca de asesoramiento. Dorn y
Guilliman encarnaban las cualidades imperiales más sólidas y dedicadas, mandando
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sus expediciones legionarias con devoción y genio militar incomparables. Horus
deseaba su aprobación como un joven buscaría la aquiescencia de sus hermanos
mayores y más hábiles.
Rogal Dorn poseía tal vez la mejor mente militar de todos los primarcas. Era tan
ordenado y disciplinado como Roboute Guilliman, tan valeroso como el León, pero
sin embargo todavía lo bastante ágil como para tener en cuenta la flexibilidad de la
inspiración, el fogonazo del celo batallador que había otorgado a personas como
Leman Russ y el Khan tantas coronas victoriosas. El historial de Dorn en la cruzada
solo quedaba por detrás del de Horus, pero era resuelto allí donde Horus era
exuberante, reservado donde aquel era carismático, y era por eso que Horus había
sido la elección lógica para ser Señor de la Guerra. En armonía con su carácter
paciente y frío, la legión de Dorn había alcanzado renombre por su habilidad para
resistir asedios y sus estrategias defensivas. El Señor de la Guerra había comentado
bromeando que allí donde él podía asaltar una fortaleza como nadie, Rogal Dorn era
capaz de defenderla.
—Si alguna vez tengo que asaltar un bastión que esté en tu poder —había
bromeado Horus en un banquete reciente—, la guerra durará eternamente, el mejor
en el ataque midiéndose con el mejor en defensa.
Los Puños Imperiales eran un objeto inamovible en contraposición a la fuerza
imparable de los Lobos Lunares.
Dorn había sido una presencia silenciosa y atenta en los meses que llevaba con la
63.ª Expedición. Había pasado horas conferenciando en privado con el Señor de la
Guerra, pero Loken lo había visto de vez en cuando, observando ejercicios de
entrenamiento y también estudiando preparativos para la guerra. Loken todavía no
había hablado con él ni se lo había encontrado directamente, y aquel era el lugar más
pequeño en el que ambos habían estado al mismo tiempo.
Lo contempló entonces, en tranquila discusión con el Señor de la Guerra; dos
seres míticos manifestándose en una misma habitación. Loken sintió que era un
honor el simple hecho de estar en su presencia, de verlos conversar, como hombres,
sin reservas. Maloghurst parecía una figura diminuta junto a ellos.
El primarca Dorn lucía una armadura que estaba bruñida y adornada como una
arca sepulcral, en rojo oscuro y oro cobrizo, comparada con el blanco refulgente de la
de Horus. Unas alas de áquila desplegadas, confeccionadas en metal, formaban un
halo alrededor de su cabeza y decoraban el blindaje del pecho y los hombros, y áquilas
y laureles esculpidos repujaban las secciones de la armadura correspondientes a las
extremidades. Un manto de terciopelo rojo le colgaba de los amplios hombros,
ribeteado con un tejido dorado. El rostro enjuto era severo y adusto, incluso cuando
el Señor de la Guerra bromeaba, y sus cabellos eran una mata de pelo blanco,
descoloridos, como huesos sin vida.
Los dos astartes que lo habían escoltado en su descenso desde la galería se
acercaron para aguardar junto al Mournival. Abaddon, Torgaddon y Aximand los
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conocían bien, pero hasta entonces Loken solo los había visto de un modo indirecto
deambulando por la nave. Abaddon los presentó como Sigismund, primer capitán de
la Legión de los Puños Imperiales, resplandeciente en heráldica negra y blanca, y
Efried, capitán de la Tercera Compañía. Los astartes se saludaron formalmente entre
sí con el signo del áquila.
—Apruebo tus indicaciones —se apresuró a decir Sigismund a Loken.
—Me produce una gran satisfacción. ¿Observabais desde las galerías?
—Persigue al enemigo —respondió Sigismund, asintiendo—. Acaba con esto.
Sigue adelante. Todavía queda tanto por hacer, que no podemos permitirnos retrasos
ni pérdidas de tiempo.
—Hay todavía tantos mundos que deben someterse —coincidió Loken—. Un día,
podremos descansar por fin.
—No —respondió Sigismund, tajante—. La Cruzada no terminará jamás. ¿Es que
no lo sabes?
Loken negó con la cabeza.
—Yo no…
—Jamás —declaró el otro enfáticamente—. Cuanto más nos extendemos, más
encontramos. Un mundo tras otro. Nuevos mundos que conquistar. El espacio es
ilimitado, y también lo es nuestro apetito para dominarlo.
—No estoy de acuerdo —dijo Loken—. La guerra finalizará un día. Se establecerá
un reinado de paz. Ese es justo el propósito de nuestros esfuerzos.
Sigismund sonrió de oreja a oreja.
—¿Lo es? Tal vez. Creo que nos hemos impuesto una tarea sin fin. La naturaleza
del género humano hace que sea así. Siempre existirá otro objetivo, otra perspectiva.
—Sin duda, hermano, puedes concebir un tiempo en el que todos los mundos
habrán sido llevados a una unidad de gobierno imperial. ¿No es ese el sueño que nos
esforzamos por conseguir?
Sigismund miró a Loken fijamente a la cara.
—Hermano Loken, he oído muchas cosas sobre ti, todas ellas buenas. No
imaginaba que descubriría tal ingenuidad en ti. Pasaremos nuestras vidas
combatiendo para asegurar el Imperio, y luego pasaremos el resto de nuestros días
combatiendo para mantenerlo intacto. Existe una intrincada oscuridad entre las
estrellas. Incluso cuando el Imperio esté completo, seguirá sin haber paz. Nos
veremos obligados a seguir peleando para preservar lo que hemos luchado por
establecer. La paz es un deseo vano. Es posible que nuestra cruzada adopte algún día
otro nombre, pero nunca finalizará realmente. En el lejano futuro no existirá más que
guerra.
—Creo que te equivocas —dijo Loken.
—Qué inocente eres —se burló Sigismund—, y yo que pensaba que los Lobos
Lunares eran supuestamente los más agresivos de todos nosotros. Así es como os
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gusta que las otras legiones os consideren, ¿verdad? ¿La más temida de las clases
guerreras del género humano?
—Nuestra reputación habla por sí misma, señor —replicó el lobo lunar.
—Igual que lo hace la reputación de los Puños Imperiales —contestó el otro—.
¿Vamos a reñir al respecto ahora? ¿Disputar sobre qué legión es la más ruda?
—La respuesta, siempre, es «los Lobos de Fenris» —intervino Torgaddon—,
porque están clínicamente locos. —Sonrió ampliamente con la intención de disipar la
tensión que percibía en el ambiente—. Si comparáis legiones cuerdas, por supuesto, la
cuestión se vuelve más compleja. Los guerreros de la Legión de los Ultramarines del
primarca Roboute Guilliman hacen un buen papel, pero por otra parte son muy
sanguinarios. Los Portadores de la Palabra, los Cicatrices Blancas, los Puños
Imperiales, bueno, todos tienen historiales magníficos. Pero los Lobos Lunares, cielos,
los Lobos Lunares. Sigismund, ¿en una pelea honesta, realmente crees que tienes la
menor esperanza? ¿Honradamente? ¿Tus pelagatos amarillos contra lo mejor de lo
mejor?
Sigismund lanzó una carcajada.
—Que no te quite el sueño, Tarik. Terra nos bendiga a todos, esto es un
paradigma que jamás se pondrá a prueba.
—Lo que el hermano Sigismund no te cuenta, Garviel —dijo Torgaddon—, es que
su legión se va a perder toda la gloria. La van a retirar, y se siente muy disgustado al
respecto.
—Tarik se muestra selectivo con la verdad —bufó el aludido—. El Emperador ha
ordenado a los Puños Imperiales que regresen a Terra y establezcan una guardia a su
alrededor allí. Hemos sido elegidos como su guardia pretoriana. ¿Quién está
disgustado ahora, lobo lunar?
—Yo no —respondió Torgaddon—. Me cargaré de laureles en la guerra mientras
vosotros engordáis y os volvéis perezosos ocupándoos de las tareas domésticas.
—¿Abandonáis la Cruzada? —preguntó Loken—. Había oído algo al respecto.
—El Emperador desea que fortifiquemos el palacio de Terra y custodiemos sus
bastiones. Ese fue su mandato en el Triunfo de Ullanor. Hemos dedicado la mayor
parte de dos años dejando todos nuestros asuntos solucionados para poder acatar sus
deseos. Sí, regresamos a Terra. Sí, nos perderemos el resto de la cruzada; excepto que
creo que quedará mucha cruzada todavía cuando nos den permiso para abandonar
Terra, una vez cumplido nuestro deber. No pondréis fin a esto, Lobos Lunares. Hará
mucho tiempo que las estrellas habrán olvidado vuestro nombre cuando los Puños
Imperiales vuelvan a guerrear en el exterior.
Torgaddon posó la mano en la empuñadura de su espada sierra con gesto
juguetón.
—¿Tantas ganas tienes de que te baje los humos por tu insolencia, Sigismund?
—No lo sé. ¿Las tiene?
Rogal Dorn se alzó imponente detrás de ellos.
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—¿Se merece un azote Sigismund, capitán Torgaddon? Probablemente. Por
camaradería, no le preste atención. Se molesta con facilidad.
Todos se echaron a reír ante las palabras del primarca, y un atisbo de sonrisa
apenas perceptible asomó brevemente a los labios de Rogal Dorn.
—Loken —dijo, haciendo un ademán.
Loken siguió al colosal primarca hasta el otro extremo de la estancia. Detrás de
ellos, Sigismund y Efried siguieron bromeando con el resto del Mournival, y en otra
parte de la estancia Horus permanecía sentado conferenciando vehementemente con
Maloghurst.
—Se nos ha encomendado regresar a nuestro mundo de origen —dijo Dorn en
tono familiar; su voz era baja y sorprendentemente suave, como el chapoteo del agua
en una playa lejana, pero por ella discurría una energía como la tensión de un cable de
acero—. El Emperador nos ha pedido que fortifiquemos la Ciudadela Imperial, y
¿quién soy yo para cuestionar las necesidades del Emperador? Me satisface que
reconozca las habilidades especiales de la VII Legión.
Dorn bajó los ojos hacia Loken.
—No está acostumbrado a los que son como yo, ¿verdad, Loken?
—No, señor.
—Me gusta eso de usted. Ezekyle, Tarik y hombres como ellos han estado
demasiado tiempo en compañía de vuestro señor, de modo que no le dan
importancia. Usted, por otra parte, comprende que un primarca no es como un
hombre o ni siquiera como un astartes. No hablo de fuerza. Hablo del peso de la
responsabilidad.
—Sí, señor.
—El Emperador no tiene igual, Loken —siguió Dorn con un suspiro—. No hay
dioses en este universo hueco que puedan hacerle compañía. Así que nos hizo a
nosotros, semidioses, para permanecer a su lado. Nunca he conseguido aceptar por
completo mi posición social. ¿Le sorprende? Entiendo de lo que soy capaz, y lo que se
espera de mí, y me estremezco. El simple hecho de lo que soy me asusta a veces. ¿Cree
que su señor Horus se siente alguna vez así?
—No lo creo, señor —respondió Loken—. La confianza en sí mismo es una de sus
mayores cualidades.
—También yo lo creo, y me alegro de ello. No podía existir mejor Señor de la
Guerra que Horus, pero un hombre, incluso un primarca, es solo tan bueno como el
consejo que recibe, en especial si tiene una total confianza en sí mismo. Los que están
cerca de él deben moderarlo y guiarlo.
—Habla del Mournival, señor.
Rogal Dorn asintió. Miró a través de la pared de cristal blindado a la centelleante
extensión de terreno estrellado.
—¿Sabe que he tenido el ojo puesto en usted? ¿Qué hablé respaldando su
elección?
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—Eso me han dicho, señor. Me desconcierta y me halaga.
—Mi hermano Horus necesita una voz honesta en su oído. Una voz que
reconozca la escala e importancia de nuestra empresa. Una voz que no se sienta
hastiada en compañía de semidioses. Sigismund y Efried hacen eso por mí. Me
mantienen íntegro. Usted debería hacer lo mismo por su señor.
—Me esforzaré por…
—Querían a Luc Sedirae o a Iacton Qruze. ¿Lo sabía? Se consideraron ambos
nombres. Sedirae es un asesino sediento de batallas, muy parecido a Abaddon. Diría sí
a cualquier cosa si ello significaba gloria guerrera. Qruze… ustedes lo llaman «el Que
se Oye a Medias», ¿no?
—Lo hacemos, señor.
—Qruze es un adulador. Diría sí a cualquier cosa si significara mantener sus
privilegios. El Mournival necesita una opinión justa e inconformista.
—Un negativista —repuso Loken.
Dorn le dedicó una auténtica sonrisa.
—Sí, justo eso, ¡tal y como hacían las viejas dinastías! Un negativista. Su
educación es buena. Mi hermano Horus necesita una voz que hable con sensatez si
quiere refrenar su entusiasmo y actuar en representación del Emperador. Nuestros
otros hermanos, algunos de ellos muy histéricos por la elección de Horus, necesitan
ver que mantiene un control firme. Por ese motivo salí fiador por usted, Garviel
Loken. Examiné su expediente y su carácter, y pensé que sería la mezcla correcta en la
aleación del Mournival. No se sienta insultado, pero existe algo de muy humano en
usted, Loken, para ser un astartes.
—Me temo, señor, que el casco ya no me entrará, hasta tal punto ha henchido mi
cabeza con sus cumplidos.
—Le pido disculpas —dijo Dorn meneando la cabeza.
—Habló de responsabilidad. Siento ese peso repentinamente, de un modo terrible.
—Es fuerte, Loken. Un astartes. Sopórtelo.
—Lo haré, señor.
Dorn dio la espalda a la portilla blindada y miró a Loken; luego posó con suavidad
las enormes manos sobre los hombros del capitán.
—Sea usted mismo. Simplemente sea usted mismo. Diga sin tapujos lo que piense,
pues se le ha concedido la extraordinaria oportunidad de hacerlo. Puedo regresar a
Terra en la tranquilidad de que la cruzada está en buenas manos.
—Me pregunto si su fe en mí no es excesiva, señor —indicó Loken—. Tan
ferviente como Sedirae, acabo de proponer una guerra.
—Le oí hablar. Expuso bien su caso. Eso es parte de su papel ahora. En ocasiones
debe aconsejar; en otras debe permitir que el Señor de la Guerra lo utilice.
—¿Me utilice?
—¿Comprende lo que Horus le hizo hacer esta mañana?
—¿Señor?
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—Había aleccionado al Mournival para que lo respaldara, Loken. Él cultiva el aire
de un pacificador, pues eso tiene un buen efecto en los mundos del Imperio. Esta
mañana quería que alguien que no fuera él sugiriera lanzar a las legiones a la guerra.
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Siete
Juramentos de combate
Keeler hace una pictografía
Tácticas de intimidación
—Manténganse juntos —indicó el iterador—. Que nadie se aleje del grupo, y que
nadie registre nada más allá de notas escritas sin pedir antes permiso. ¿Queda claro?
Todos respondieron «sí».
—Se nos han concedido diez minutos, y ese límite se observará estrictamente. Se
trata de un auténtico privilegio.
El iterador, un hombre cetrino de entre treinta y cuarenta años llamado Emont,
que no obstante su aspecto poseía lo que Euphrati Keeler pensaba era la más hermosa
de las voces, hizo una pausa y ofreció una última advertencia al grupo.
—Este es también un lugar peligroso. Un lugar de guerra. Tengan cuidado, y sean
conscientes del lugar en el que están.
Se dio la vuelta y los condujo por el enorme vestíbulo hasta la imponente
compuerta estanca. El repiqueteo de herramientas mecanizadas resonó en dirección a
ellos. Aquella era una zona de la nave que a los rememoradores nunca se les había
permitido visitar con anterioridad. La mayoría de las zonas militares eran
consideradas de acceso prohibido a menos que se poseyera un permiso concreto para
acceder a ellas, pero la cubierta de embarque estaba totalmente prohibida en todo
momento.
El grupo lo formaban seis de ellos. Keeler, otro imaginista llamado Siman Sark, un
pintor llamado Fransisko Twell, un compositor de estructuras sinfónicas de nombre
Tolemew Van Krasten, y dos documentalistas llamados Avrius Carnis y Borodin
Flora. Carnis y Flora discutían ya en voz baja sobre temas y enfoques.
Todos los rememoradores llevaban prendas resistentes apropiadas para el mal
tiempo, y todos transportaban petates. Keeler estaba totalmente segura de que se
habían preparado en vano, y que el permiso que esperaban conseguir no se
concedería. Tenían suerte de haber llegado hasta allí.
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Volvió a colgarse el petate al hombro y se colocó su pictógrafo favorito alrededor
del cuello colgado de la correa. A la cabeza del grupo, Emont se detuvo ante dos
Lobos Lunares con armadura que montaban guardia delante de la compuerta y les
mostró las credenciales del grupo.
«Aprobado por el palafrenero», le oyó decir. Con su indumentaria beige, Emont
resultaba una figura frágil comparada con los dos gigantes con armadura, y tuvo que
alzar la cabeza para mirarlos a la cara. Los astartes estudiaron la documentación,
intercambiaron comentarios con breves chasquidos del comunicador interno del traje
y luego les indicaron que pasaran con un movimiento de cabeza.
La cubierta de embarque —y Keeler tuvo que recordarse que era simplemente una
de las cubiertas de embarque, ya que la nave insignia poseía seis— era un espacio
inmenso, un largo túnel resonante dominado por las rampas de lanzamiento y carriles
de distribución que discurrían en toda su longitud. En el extremo opuesto, a medio
kilómetro de distancia, el espacio abierto resultaba visible a través del débil resplandor
de pantallas de integridad.
El ruido era extenuante. Herramientas motorizadas que martilleaban y chirriaban,
cabrestantes que gemían, unidades de carga que avanzaban pesadamente entre
traqueteos y motores reactivos que chillaban y llameaban a medida que los
comprobaban. Había actividad por todas partes: dotaciones de cubierta que corrían a
ocupar sus posiciones, montadores y artificieros que efectuaban las últimas
comprobaciones y ajustes, servidores que desconectaban tuberías de combustible.
Carretillas de munición que pasaban zumbando veloces en largas cadenas de
remolques. El aire apestaba a calor, aceite y vapores de tubos de escape.
Seis aeronaves de asalto estaban colocadas sobre soportes de lanzamiento delante
de ellos. Vehículos de transporte pesados y blindados podían moverse en el vacío,
pero también estaban preparados para actuar en ambientes atmosféricos.
Permanecían en dos hileras de tres, con las alas extendidas, como halcones
aguardando a que los lanzaran sobre el señuelo. Estaban pintadas de blanco y
mostraban el emblema de la Cabeza de Lobo y el Ojo de Horus en los cascos.
—… conocidas como aeronaves de asalto —explicaba el iterador mientras los
conducía hacia adelante—. El modelo actual es el Warhawk VI.
»La mayoría de las fuerzas expedicionarias confían actualmente en el modelo
estándar de menor tamaño Thunderhawk, ejemplos del cual podéis ver cubiertos con
fundas a nuestra izquierda en la zona de estacionamiento, pero la Legión ha hecho un
esfuerzo para mantener en servicio estas máquinas antiguas y resistentes. Han
conducido a los Lobos Lunares a la guerra desde el inicio de la Gran Cruzada, desde
antes de ella, en realidad. El Bloque Yndonésico las fabricó en Terra para utilizarlas
contra las tribus del Panpacífico durante las guerras de la Unificación. Se usarán una
docena en esta operación de hoy. Seis desde esta cubierta y seis desde la cubierta de
embarque número 2 de popa.
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Keeler alzó su pictógrafo y efectuó varias veloces instantáneas de las magníficas
naves de asalto que tenía delante. Para efectuar la última, se acuclilló en el suelo a fin
de obtener un impresionante ángulo bajo de toda la hilera de alas desplegadas.
—¡Dije que no se registrara nada! —le espetó Emont corriendo hacia ella.
—Ni por un momento creí que lo dijera en serio —respondió Keeler con suavidad
—. Tenemos diez minutos. Soy una imaginista. ¿Qué diablos pensaba que iba a hacer?
Emont pareció aturullado. Estaba a punto de decir algo cuando advirtió que
Carnis y Flora se despistaban, enfrascados en alguna riña insignificante.
—¡Quédense con el grupo! —chilló Emont, apresurándose a marchar hacia ellos
para traerlos de vuelta.
—¿Conseguiste algo bueno? —preguntó Sark a Keeler.
—Por favor, soy yo —respondió ella.
Él lanzó una carcajada y sacó su propio pictógrafo de la mochila.
—No tuve las pelotas de hacerlo, pero tienes razón. ¿Qué demonios vamos a hacer
aquí si no es nuestro trabajo?
Tomó unas cuantas instantáneas. A Keeler le gustaba Sark. Era un buen
compañero y poseía un historial decente de trabajo en Terra. La mujer dudó que su
camarada consiguiera gran cosa allí. Tenía buen ojo para la composición cuando se
trataba de caras, pero aquello era mucho más de lo que le iba a ella.
Los dos documentalistas habían arrinconado a Emont y lo interrogaban sin tregua
con preguntas que él se esforzaba por responder. Keeler se preguntó dónde se habría
metido Mersadie Oliton. La competición entre los rememoradores por aquellas seis
plazas había sido feroz, y Mersadie había obtenido un puesto gracias a los buenos
oficios de Keeler y, se decía, la aprobación de alguien situado muy arriba en la legión,
pero la joven no se había presentado a la hora acordada por la mañana y su puesto lo
había ocupado en el último momento Borodin Flora.
Sin hacer caso de las instrucciones del iterador, se apartó del grupo y tomó
imágenes con su pictógrafo. El emblema de los Lobos Lunares estarcido sobre un
alerón de frenada levantado; dos servidores cubiertos de lubricante mientras luchaban
por arreglar un alimentador defectuoso; personal de cubierta sin resuello y secándose
el sudor de la frente junto a una carretilla de munición que acababan de cargar; el
hocico de metal de un cañón situado bajo una ala.
—¿Es que intenta que me sustituyan? —le preguntó Emont, situándose a su lado.
—No.
—Realmente debo pedirle que siga las instrucciones, señora —protestó él—. Sé
que goza de una posición de favor, pero existe un límite. Después de aquel asunto en
la superficie…
—¿Qué asunto? —preguntó ella.
—Hace un par de días. Sin duda se habrá enterado.
—No.
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—Un rememorador dio esquinazo a los que cuidaban de él durante una visita a la
superficie y se metió en un buen lío. Todo un escándalo. Ha molestado a los de arriba.
El iterador principal tuvo que discutir mucho para evitar que se suspendiera de
actividad al contingente rememorador.
—¿Tan malo fue?
—No conozco los detalles. Por favor, manténgase junto al resto.
—Tiene usted una voz encantadora —dijo Keeler—. Podría pedirme que hiciera
cualquier cosa. Desde luego que lo haré.
—Prosigamos con la visita —replicó Emont, enrojeciendo.
Mientras él se volvía, la mujer tomó otra pictografía, capturando al desaliñado
iterador con la cabeza inclinada y recortándose contra un telón de fondo de atareadas
tripulaciones y naves amenazadoras.
—¡Iterador! —llamó—. ¿Se nos ha concedido permiso para acompañar el
desembarco?
—No lo creo —respondió él con tristeza—. Lo siento. No se me ha dicho nada.
Una fanfarria retumbó por la inmensa cubierta. Keeler oyó —y sintió— un
golpeteo como el de un tambor pesado, como el de un martillo de guerra que
golpeaba una y otra vez sobre metal.
—Todos a un lado. ¡Ahora! ¡A un lado! —gritó Emont, intentando reunir al grupo
en el borde de la cubierta.
El tamborileo sonó cada vez más cerca y más fuerte. Eran pies, pies calzados con
acero que marchaban sobre la cubierta.
Trescientos astartes, con la armadura completa y marcando perfectamente el
paso, avanzaron por la cubierta de embarque entre las naves de asalto que
aguardaban. Al frente de ellos, un portaestandarte sostenía el gran estandarte de la
Décima Compañía.
Keeler se quedó sin aliento al contemplarlos. Eran tantos, tan perfectos, tan
enormes, en una formación tan magnífica. Alzó su pictógrafo con manos temblorosas
y empezó a disparar. Eran gigantes cubiertos de metal blanco, que se reunían para la
guerra, uniformes e idénticos, precisos y serenos.
Se gritaron órdenes, y los astartes se detuvieron con un atronador golpear de
tacones. Se convirtieron en estatuas, mientras los palafreneros avanzaban
apresuradamente entre sus filas, dirigiendo y asignando hombres a los transportes.
Con soltura, las unidades empezaron a girar en grácil secuencia y entraron en fila
en las aeronaves que aguardaban.
—Ya habrán realizado su juramento de combate —explicaba en aquellos
momentos Emont al grupo, en su susurro apagado.
—Explíquese —solicitó Van Krasten.
Emont asintió.
—Cada soldado del Imperio debe jurar mantenerse leal al Emperador en el
momento de su nombramiento, y los astartes no son una excepción. Nadie pone en
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duda su continuada lealtad al juramento, pero antes de las misiones individuales, los
astartes prefieren efectuar un juramento inmediato, un juramento de combate que los
liga específicamente a la cuestión que tienen entre manos. Juran defender los intereses
concretos de la operación que les aguarda. Pueden considerarlo una reafirmación,
supongo. Es una repetición del juramento ritual. Los astartes adoran sus rituales.
—No lo comprendo —dijo Van Krasten—. Ya han jurado pero…
—Defender la Verdad del Imperio y la luz del Emperador —dijo Emont—. Pero
tal como sugiere el nombre, un juramento de combate se refiere a una acción
individual. Es específico y preciso.
Van Krasten asintió.
—¿Quién es ese? —preguntó Twell, señalando con el dedo.
Un astartes de rango superior, un capitán a juzgar por la capa, recorría las filas de
guerreros mientras estos se introducían cuidadosamente en las naves de desembarco.
—Es Loken —respondió Emont.
Keeler alzó su pictógrafo.
No llevaba puesto el casco con cresta de cepillo, y los cabellos rubios y muy cortos
le enmarcaban el rostro pálido y pecoso. Los ojos grises parecían inmensos. Mersadie
le había hablado de Loken, que era toda una figura de peso en aquellos momentos, si
eran ciertos los rumores. Uno de «los cuatro».
Le hizo una instantánea hablando con un subordinado, y luego otra vez, haciendo
señas a los servidores para que despejaran la rampa de aterrizaje. Como sujeto de una
fotografía resultaba de lo más extraordinario. No tenía que hacer una composición a
su alrededor, ni disparar para luego retocar. El astartes dominaba cada fotografía.
No era extraño que Mersadie estuviera tan prendada de él. Keeler volvió a
preguntarse por qué la rememoradora había dejado perder aquella oportunidad.
Loken se dio la vuelta una vez que todos sus hombres estuvieron a bordo. Habló
con el portaestandarte y acarició el reborde de la tela con afecto. Otra instantánea
magnífica. Luego giró en redondo de cara a cinco figuras con armadura que se
acercaban por la cubierta repentinamente vacía.
—Esto es… —susurró Emont—. Esto es algo especial. Espero que todos
comprendan que son afortunados por contemplarlo.
—Contemplar ¿qué? —preguntó Sark.
—El capitán es el último en efectuar su juramento de combate. Lo oirán y darán fe
de él dos de sus camaradas capitanes, pero ¡cielos, el resto del Mournival ha venido a
escuchar su juramento!
—¿Eso es el Mournival? —inquirió Keeler mientras su pictógrafo disparaba.
—El primer capitán Abaddon, el capitán Torgaddon, el capitán Aximand, y con
ellos los capitanes Sedirae y Targost —musitó Emont, temeroso de alzar la voz.
—¿Cuál de ellos es Abaddon? —quiso saber Keeler, apuntando con su pictógrafo.
Loken se arrodilló.
—No había necesidad… —empezó.
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—Queríamos hacer esto bien —respondió Torgaddon—. ¿Luc?
Luc Sedirae, capitán de la 13.ª Compañía, sacó el papel sellado en el que estaba
escrito el juramento de combate.
—Se me ha enviado a oírte —dijo.
—Y nosotros estamos aquí para mantenerte alegre —añadió Torgaddon, mientras
Abaddon y Pequeño Horus reían divertidos.
Ni Targost ni Sedirae eran hijos de Horus. Targost, capitán de la Séptima
Compañía, era un hombre de rostro franco con una cicatriz profunda que le cruzaba
la frente. Luc Sedirae, paladín de muchas guerras, era un bribón sonriente, rubio y
apuesto, de ojos azules y brillantes y con la boca permanentemente entreabierta como
si estuviera a punto de morder algo. Sedirae alzó el trozo de pergamino.
—Garviel Loken, ¿aceptas tu papel en esto? ¿Prometes conducir a tus hombres a la
zona de guerra y llevarlos a la gloria, sin importar la ferocidad o inventiva del
enemigo? ¿Juras aplastar a los insurgentes de 63-19 a pesar de todo lo que puedan
lanzar contra vosotros? ¿Juras hacer honor a la XIV Legión y al Emperador?
Loken posó la mano sobre el bólter que Targost le alargaba.
—Respecto a este asunto y por esta arma, lo juro.
Sedirae asintió y entregó el papel del juramento a Loken.
—Mata por los vivos, hermano —dijo—, y mata por los muertos.
Se dio la vuelta para alejarse. Targost enfundó el bólter, hizo el signo del áquila y
lo siguió.
Loken se puso en pie, sujetando el juramento en el reborde de la hombrera
derecha.
—Haz esto bien, Garviel —dijo Abaddon.
—Me alegro de que me lo digas —respondió Loken con semblante impasible—.
Había estado pensando en hacer una chapuza.
Abaddon vaciló, pillado por sorpresa. Torgaddon y Aximand lanzaron una
carcajada.
—Ya empieza a curtirse, Ezekyle —dijo Aximand con una risita.
—Te lo buscaste —añadió Torgaddon.
—Lo sé, lo sé —replicó Abaddon con brusquedad. Luego dirigió una mirada feroz
a Loken—. No dejes en mal lugar al comandante.
—¿Podría hacerlo? —respondió él, y se alejó en dirección a su nave de asalto.
—Se nos acabó el tiempo —anunció Emont.
A Keeler no le importó. La última pictografía había sido excepcional. El
Mournival, Sedirae y Targost, todos en un grupo solemne, con Loken de rodillas.
Emont condujo a los rememoradores fuera de la cubierta de embarque hasta una
cubierta de observación contigua a la portilla de lanzamiento desde donde podrían
contemplar cómo las naves de asalto se desplegaban. A sus espaldas oyeron el sonido
cada vez más potente de los motores de las aeronaves, estremeciendo la cubierta de
embarque mientras se encendían en una comprobación previa al lanzamiento. El
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rugido se fue amortiguando a medida que avanzaban por el largo túnel de acceso y las
compuertas se cerraban una a una detrás de ellos.
La cubierta de observación era una estancia alargada, uno de cuyos lados era un
marco de cristal blindado. Habían atenuado la iluminación interior de la cubierta de
modo que se pudiera ver mejor la oscuridad del exterior.
La visión era impresionante, pues contemplaban directamente las fauces abiertas
de la cubierta de embarque, una compuerta colosal que zumbaba con el centelleo de
las luces guía. La mole de la nave insignia se alzaba por encima de ellos, como una
almenada ciudad gótica. Más allá, estaba el vacío.
Pequeñas naves de servicio y cargueros pasaron veloces, algunos para llevar a cabo
actividades comerciales, otros partiendo en dirección a otras naves de la flota
expedicionaria. Cinco de ellas eran visibles desde la cubierta de observación;
monstruos bruñidos anclados a varios kilómetros de distancia. Eran prácticamente
siluetas, pero el lejano sol las iluminaba indirectamente y les confería contornos
marcados y dorados a lo largo de los acanalados cascos superiores.
Abajo estaba el mundo que orbitaban. 63-19. Se encontraban encima de su lado
nocturno, pero había un resplandor en forma de media luna color gris nebuloso allí
donde el exterminador avanzaba lentamente. En la oscura masa, Keeler distinguió el
brillo tenue de ciudades salpicando la superficie dormida.
No obstante lo impresionante de la vista, sabía que sacar instantáneas sería una
pérdida de tiempo. Entre el cristal, la distancia y las esporádicas fuentes de
iluminación, la definición sería muy mala.
Encontró un asiento lejos de los demás y empezó a examinar las pictografías que
ya había tomado, haciéndolas aparecer en el visor del pictógrafo.
—¿Puedo verlo? —preguntó una voz.
Alzó la cabeza y tuvo que escudriñar la penumbra de la cubierta para identificar al
que había hablado. Era Sindermann, el iterador principal.
—Desde luego —respondió, poniéndose en pie y sosteniendo el pictógrafo de tal
modo que él pudiera ver las imágenes mientras ella las pasaba de una en una; el
hombre alargó la cabeza, curioso.
—Tiene usted un ojo estupendo, señora Keeler. ¡Vaya, esa es particularmente
espléndida! La tripulación trabajando duramente. La encuentro sorprendente porque
es tan natural, espontánea, supongo. La mayor parte de nuestro archivo gráfico es
arcaico y con posturas estudiadas.
—Me gusta sacar a la gente cuando no es consciente de mi presencia.
—Esta es simplemente magnífica. Ha capturado a Garviel a la perfección.
—¿Le conoce personalmente, señor?
—¿Por qué lo pregunta?
—Lo ha llamado por su nombre de pila, no con un tratamiento honorífico o de
rango.
Sindermann le sonrió.
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—Creo que se podría considerar al capitán Loken amigo mío. Me gustaría
pensarlo así, de todos modos. Uno nunca puede saberlo con un astartes. Establecen
relaciones con los mortales de un modo curioso, pero pasamos tiempo juntos y
discutimos ciertas cuestiones.
—¿Es su mentor?
—Su tutor. Existe una gran diferencia. Sé cosas que él no sabe, de modo que
puedo ampliar sus conocimientos, pero no considero que tenga influencia sobre él.
¡Señora Keeler! ¡Esta es espléndida! La mejor, diría yo.
—Eso pensé. Estoy muy satisfecha con ella.
—Todos ellos juntos de ese modo, y con Garviel arrodillado con tanta humildad, y
el modo en que los ha encuadrado con el estandarte de la compañía detrás.
—Eso fue simple casualidad —indicó ella—. Fueron ellos quienes escogieron
junto a qué se colocaban.
Sindermann posó su mano con suavidad sobre la de la mujer. Parecía
genuinamente agradecido por disfrutar de la oportunidad de examinar su trabajo.
—Esa pictografía será famosa, no tengo ninguna duda. La reproducirán en los
libros de historia mientras perdure el Imperio.
—No es más que una pictografía —lo reprendió ella.
—Es un testimonio. Un ejemplo perfecto de lo que los rememoradores pueden
hacer. He estado estudiando parte del material que han presentado los
rememoradores hasta el momento, el material que se ha añadido al archivo colectivo
de la expedición. Parte de él es… ¿irregular, podría llamarlo? Munición ideal para
aquellos que afirman que el proyecto rememorador es una pérdida de tiempo, de
fondos y de espacio en las naves, pero una parte es excepcional, y yo clasificaría su
trabajo en esa sección.
—Es muy amable.
—Soy franco, señora. Y creo que si la humanidad no documenta y da testimonio
debidamente de sus logros, entonces solo la mitad de esta empresa se ha llevado a
cabo. Hablando de franqueza, venga conmigo.
La condujo de vuelta al grupo principal situado junto a la ventana. Otra figura se
había unido a ellos en la cubierta de observación y conversaba con Van Krasten. Se
trataba del palafrenero mayor, Maloghurst, y este se volvió cuando se acercaron.
—Kyril, ¿quiere contárselo?
—Usted lo urdió, palafrenero. El honor es suyo.
Maloghurst asintió.
—Tras una cierta negociación con los oficiales superiores de la expedición, se ha
acordado que seis de ustedes pueden seguir a la fuerza de ataque a la superficie y
observar la operación. Bajarán con uno de los navíos auxiliares de apoyo.
Los rememoradores expresaron su satisfacción a coro.
—Se ha debatido profusamente si se debía permitir que los rememoradores pasen
a formar parte de los estratos de la actividad militar —dijo Sindermann—, en
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particular con respecto a la cuestión del bienestar de civiles en una zona de guerra.
Existe también, si se me permite ser franco, cierta preocupación sobre lo que verán.
Los astartes en combate son una visión espeluznante y salvaje. Muchos creen que tales
imágenes no deben hacerse públicas, ya que podrían ofrecer un retrato negativo de la
cruzada.
—Nosotros dos creemos lo contrario —indicó Maloghurst—. La verdad no puede
ser mala, aunque sea fea y espeluznante. Es necesario que seamos transparentes
respecto a lo que hacemos y cómo lo hacemos, y que permitamos a personas como
ustedes responder a ello. Esa es la honestidad sobre la que debe basarse una cultura
madura. También necesitamos festejar, y ¿cómo podemos celebrar el valor de los
astartes si no lo vemos? Creo en la fuerza de la propaganda positiva, gracias, y no en
poca medida, a la señora Keeler aquí presente y al modo en que documentó la difícil
situación en la que me encontraba. Existe un poder que cohesiona en imágenes e
informes tanto de victorias como de sufrimiento imperial. Transmiten una causa
común para unir y elevar a nuestra sociedad.
—Ayuda que esto sea una acción de baja intensidad —intervino Sindermann—.
Una utilización insólita de los astartes en un papel de mantenimiento del orden.
Debería finalizar en un día o dos, con pocos riesgos colaterales. No obstante, deseo
recalcar que sigue siendo peligroso. Acatarán las órdenes en todo momento y no se
alejarán jamás de su destacamento protector. Yo les acompañaré. Esta fue una de las
condiciones establecidas por el Señor de la Guerra. Préstenme atención y hagan lo
que les diga en todo momento.
«De modo que todavía vamos a seguir estando censurados y controlados —pensó
Keeler—. Se nos mostrará únicamente lo que decidan mostrarnos. No importa, sigue
siendo una gran oportunidad. No puedo creer que Mersadie se la haya perdido».
—¡Mirad! —exclamó Borodin Flora.
Todos se dieron la vuelta.
Las naves de asalto empezaban a zarpar. Igual que dardos gigantes de acero, salían
a toda velocidad por la entrada de la cubierta, con la luz del sol reflejándose en sus
laterales blindados. Giraron majestuosamente en la oscuridad al tiempo que se
perdían de vista, con los quemadores iluminándose como carbones azules mientras
descendían en formación hacia el planeta.
Sujetándose a los pasamanos situados sobre su cabeza, Loken avanzó por el pasillo
central de la nave de asalto capitana. Lobos lunares, impasibles tras sus visores, con
las armas desactivadas y guardadas, estaban sentados en los asientos jaula que
miraban hacia la parte trasera de la aeronave. El vehículo se balanceaba y estremecía
mientras descendía en picado por la atmósfera superior.
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El capitán alcanzó la zona de la cabina y abrió violentamente la escotilla para
entrar. Dos oficiales de vuelo estaban sentados espalda contra espalda, de cara a un
panel de consolas, y detrás de ellos, dos servidores pilotos estaban tumbados,
integrados en el cono en posición de timonel. La cabina estaba oscura, aparte de los
destellos de colores de los instrumentos y el brillo de la luz que penetraba por las
rendijas de las portillas delanteras.
—¿Capitán? —dijo uno de los oficiales de vuelo, volviéndose a la vez que alzaba la
cabeza.
—¿Qué le sucede al comunicador? —preguntó Loken—. He recibido varios
informes de fallos en la comunicación por parte de los hombres. Ecos y murmullos.
—También nos sucede a nosotros, señor —respondió el oficial, moviendo las
manos sobre los controles—. Y recibo informes parecidos de las otras naves. Creemos
que es atmosférico.
—¿Trastornos?
—Sí, señor. Lo he comprobado con la nave insignia y ellos no lo han captado.
Probablemente se trate de un eco procedente de la superficie.
—Parece empeorar —repuso Loken.
Se ajustó el casco y volvió a probar su conexión. El siseo estático seguía allí, pero
en aquellos momentos aparecían configuraciones en él, como si se tratara de palabras
amortiguadas.
—¿Es eso un lenguaje? —preguntó.
—No puedo decírselo, señor —respondió el otro, negando con la cabeza—. Los
indicadores lo registran como interferencias generales. A lo mejor rebotan en
nosotros retransmisiones de una de las ciudades meridionales. O podrían ser incluso
comunicaciones del ejército.
—Necesitamos que el comunicador esté limpio —indicó Loken—. Haga algo.
El oficial se encogió de hombros y ajustó varios sintonizadores.
—Puedo intentar depurar la señal. Puedo pasarla por los amortiguadores de
señales. A lo mejor eso limpiará los canales…
A los oídos de Loken llegó una repentina y violenta avalancha de estática, y luego
todo se tornó repentinamente más silencioso.
—Mejor —dijo.
Entonces calló un instante. Ahora que el siseo había desaparecido, oía una voz.
Era diminuta y lejana, sumamente queda, pero pronunciaba palabras inteligibles.
—… el único nombre que oirás…
—¿Qué es eso? —preguntó Loken.
Aguzó el oído. La voz sonaba sumamente lejana; era como un susurro de seda.
El oficial de vuelo estiró el cuello, escuchando a través de sus propios auriculares.
Efectuó unos ajustes minuciosos en los diales.
—Tal vez podría… —empezó.
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Un movimiento de su mano había limpiado repentinamente la señal para
convertirla en audible.
—En nombre de Terra, ¿qué es eso? —inquirió.
Loken escuchó. La voz, como una ráfaga de reseco viento del desierto, dijo:
—Samus. Ese es el único nombre que oirás. Samus. Significa el fin y la muerte.
Samus. Soy Samus. Samus está por todas partes a tu alrededor. Samus es el hombre
que tienes al lado. Samus roerá tus huesos. ¡Vigila! Samus está aquí.
La voz se apagó. El canal quedó mudo y en silencio, excepto por algún que otro
chasquido del eco.
El oficial de vuelo se quitó los auriculares y miró a Loken. Su rostro mostraba una
expresión de asombro y temor. Loken retrocedió ligeramente. No estaba hecho para
tratar con el miedo y el concepto le repugnaba.
—No…, no sé qué era eso —dijo el oficial.
—Yo sí —respondió Loken—. Nuestro enemigo intenta asustarnos.
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Ocho
Guerra unilateral
Sindermann sobre hierba y arena
Jubal
Tras la muerte del «Emperador» y la caída de su antiguo y centralizado gobierno, los
insurgentes huyeron a los macizos montañosos del hemisferio meridional y ocuparon
una fortaleza en una cordillera, llamada las Cabezas Susurrantes en el idioma local. El
aire estaba enrarecido, ya que la altitud era muy grande. Amanecía, y las montañas se
alzaban imponentes en forma de severas agujas nebulosas de hielo verde pálido que
reflejaban el resplandor del sol.
Las aeronaves de asalto descendieron del espacio, surgiendo del manto azul
oscuro del cielo con una estela de fuego dorado procedente de sus superficies
ablativas. En los austeros asentamientos y poblados de las estribaciones, las gentes del
lugar, nacidas en una cultura de mitos y superstición, contemplaron las señales
llameantes del cielo que clareaba como un presagio. Muchos empezaron a gemir y
lamentarse o corrieron a los santuarios de sus pueblos.
La fe religiosa de 63-19, fuerte en la capital y las ciudades principales, quedaba
destilada allí en forma de cocción más potente. Aquellos eran unos lugares
empobrecidos y atrasados, en los que las creencias anacrónicas de la sociedad se veían
fortalecidas por un estilo de vida de simple subsistencia y una educación mediocre. El
ejército imperial ya se había esforzado por contener aquel fanatismo primitivo
durante su ocupación; pero cuando los haces de fuego cruzaron el cielo, se vieron en
grandes apuros para controlar la agitación creciente en los poblados.
Las naves de asalto se posaron, con un agudo chirrido de sus motores, en un
altiplano de seca lava volcánica blanca a cinco mil metros por debajo de las cimas de
los picos más altos en los que se encontraba la fortaleza rebelde. El choque de los
vehículos contra el suelo hizo que los reactores levantaran remolinos de polvo de
piedra pómez.
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El cielo estaba blanco, los picos se recortaban blancos ante las naves y nubes
blancas suavizaban la atmósfera. Una serie de grietas cortadas a pico y cañones de
hielo descendían vertiginosamente detrás del altiplano envueltos en una capa de
nubes, y los picos inferiores brillaban bajo la luz cada vez más fuerte.
La Décima Compañía salió con un repiqueteo de botas al escaso y helado aire, con
las armas preparadas. Formaron y desembarcaron con tanta soltura como Loken
habría deseado.
Pero las comunicaciones seguían alteradas. Cada pocos minutos «Samus» volvía a
parlotear, igual que un susurro en el viento de la montaña.
Loken llamó junto a él a los jefes principales de las escuadras en cuanto puso pie
en tierra. Vipus de la Locasta, Jubal de la Hellebore, Rassek de la Exterminadora,
Talonus de la Pithraes, Kairus de la Walkure y ocho más.
Todos se agruparon a su alrededor, mostrando deferencia hacia Xavyer Jubal.
Loken, que siempre había interpretado bien a sus hombres como comandante, no
necesitó ninguna de sus agudas aptitudes para la jefatura para darse cuenta de que
Jubal no llevaba muy bien la promoción de Vipus. Tal como los otros miembros del
Mournival le habían aconsejado, Loken había seguido su instinto y nombrado a Ñero
Vipus como su comandante delegado, para ejercer cuando cuestiones de estado
apartaran a Loken de la Décima. Vipus era popular, pero Jubal, como sargento de la
Primera Escuadra, se sentía menospreciado. No existía ninguna norma que estipulara
que el sargento de la primera escuadra de una compañía siguiera automáticamente en
antigüedad. La ordenación en serie era simplemente una distinción numérica, pero
existía un orden prefijado en las cosas, y Jubal se sentía ofendido. Así se lo había
dicho a Loken en diferentes ocasiones.
Loken recordó las palabras de Pequeño Horus: «Si confías en Vipus, haz que sea
Vipus. Nunca transijas. Jubal es un gran muchacho. Lo superará».
—Hagamos esto, y rápido —dijo Loken a sus oficiales—. Los exterminadores irán
en cabeza. ¿Rassek?
—Mi escuadra está lista, capitán —respondió este, lacónico.
Al igual que todos los hombres de su escuadra especializada, el sargento Rassek
lucía la armadura titánica de un exterminador, una variante introducida
recientemente en el arsenal de los astartes. Por su supremacía, y debido a que el
primarca era Señor de la Guerra, los Lobos Lunares habían estado entre las primeras
legiones en beneficiarse del reparto de armaduras de exterminador. Algunas legiones
enteras carecían aún de él. La armadura estaba diseñada para ataques de asalto.
Recubierto con varias placas blindadas, y en consecuencia de dimensiones exageradas,
el traje de un exterminador convertía a un guerrero astartes en un tanque humanoide
lento, pesado y torpe, pero totalmente imparable. Un astartes ataviado con el blindaje
de un exterminador renunciaba a toda su velocidad, destreza, agilidad y libertad de
movimientos; pero lo que obtenía a cambio era la capacidad de no verse afectado por
casi ninguna clase de ataque balístico.
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Rassek se elevaba, imponente, por encima de ellos en su armadura,
empequeñeciéndolos igual que un primarca empequeñece a un astartes o un astartes a
los hombres mortales. Sus hombros, brazos y guanteletes llevaban incorporados
impresionantes sistemas de armamento.
—Empieza por los puentes y limpia el camino —indicó Loken.
Hizo una pausa. Aquel era el momento de actuar con sutil diplomacia.
—Jubal, quiero que la Hellebore siga a los exterminadores para descargar el
primer ataque.
Jubal asintió, a todas luces complacido, y la mueca de contrariedad que había
lucido durante semanas desapareció por un momento. Todos los oficiales llevaban la
cabeza descubierta durante el reparto de instrucciones, a pesar de que el aire resultaba
irrespirable desde el punto de vista humano. Sus sistemas pulmonares mejorados ni
siquiera parecían afectados. Loken vio que Ñero Vipus sonreía, y supo que
comprendía el significado de aquella orden: Loken ofrecía a Jubal una cierta gloria
para asegurarle que no lo había olvidado.
—¡En marcha! —gritó Loken—. ¡Lupercal!
—¡Lupercal! —respondieron los oficiales, y se encajaron los cascos.
Las secciones de la compañía empezaron a avanzar en dirección a los puentes y
calzadas de roca natural que unían el altiplano con el terreno más elevado.
Los batallones del ejército, envueltos en gruesos abrigos y respiradores para
protegerse del helado aire enrarecido, habían ascendido al altiplano para ir a su
encuentro procedentes de la ciudad de Kasheri, situada en la garganta inferior.
—Kasheri está sometida, señor —dijo un oficial a Loken, con la voz amortiguada
por la máscara y la respiración entrecortada y fatigosa—. El enemigo se ha retirado a
la fortaleza de las alturas.
Loken asintió, alzando la mirada hacia los relucientes riscos que se elevaban bajo
la luz blanca.
—Nos haremos cargo a partir de aquí —anunció.
—Están bien armados, señor —le advirtió el oficial—. Cada vez que hemos
pugnado por tomar los puentes de piedra, nos han machacado con artillería pesada.
No creemos que sean gran cosa a nivel numérico, pero tienen la ventaja de la
posición. Es terreno abonado para una carnicería, señor, y nos tienen en su ángulo de
tiro. Tenemos entendido que a los insurgentes los lidera un Invisible llamado Rykus o
Ryker. Nosotros…
—Nos haremos cargo a partir de aquí —repitió Loken—. No necesito saber el
nombre del enemigo antes de matarlo.
Se dio la vuelta.
—Jubal, Vipus. ¡Formad y avanzad!
—¿Así de simple? —inquirió el oficial del ejército en tono ácido—. Seis semanas
hemos estado aquí, luchando tenazmente, con un número de bajas increíble, y
ustedes…
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—Somos astartes —dijo Loken—. Queda relevado.
El oficial meneó la cabeza con una carcajada entristecida; luego masculló algo por
lo bajo.
Loken giró y dio un paso hacia el hombre, sobresaltándolo. A nadie le gustaba ver
cómo las severas rendijas oculares del impasible visor de un lobo lunar se volvían
hacia él para mirarlo.
—¿Qué ha dicho? —inquirió Loken.
—Na… nada, señor.
—¿Qué ha dicho?
—Dije… «y el lugar está embrujado», señor.
—Si cree que este lugar está embrujado, amigo mío —replicó Loken—, entonces
es que admite creer en espíritus y demonios.
—¡No señor! ¡Realmente no creo!
—Espero que no —replicó Loken—. No somos bárbaros.
—Lo que quería decir —siguió jadeando el soldado—, es que hay algo en este
lugar. En estas montañas. Las llaman Cabezas Susurrantes, y he hablado con algunos
de los nativos en Katheri. El nombre es antiguo, señor. Realmente antiguo. La gente
de aquí cree que un hombre puede oír voces que lo llaman, cuando en realidad no hay
nadie cerca. Es una vieja historia.
—Superstición. Sabemos que este mundo tiene templos y santuarios. Están en el
medievo en sus creencias. Traer luz a esa ignorancia es parte del motivo por el que
estamos aquí.
—Entonces, ¿qué son las voces, señor?
—¿Qué?
—Desde que estamos aquí, combatiendo para abrirnos paso valle arriba, todos las
hemos oído. Yo las he oído. Susurros. Por la noche, y en ocasiones a plena luz del día
cuando no hay nadie por ahí. Y también por el comunicador. Samus ha estado
hablando.
Loken contempló fijamente al hombre. El juramento de combate que llevaba
sujeto a la placa del hombro aleteó a impulsos del viento que soplaba en la montaña.
—¿Quién es Samus?
—Maldita sea si lo sé —respondió el oficial, encogiéndose de hombros—. Todo lo
que sé de cierto es que la red de comunicaciones ha estado haciendo tonterías estos
últimos días. Voces en la línea, todas diciendo lo mismo. Una amenaza.
—Intentan asustarnos —replicó Loken.
—Bueno, pues ha funcionado, ¿no es cierto?
Loken atravesó el altiplano bajo el cortante viento, entre las naves estacionadas.
Samus volvía a farfullar, su voz era un chisporroteo seco en el trasfondo de la
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conexión que mantenía abierta.
—Samus. Ese es el único nombre que oirás. Soy Samus. Samus está por todas
partes a tu alrededor. Samus es el hombre que tienes al lado. Samus roerá tus huesos.
Loken se vio forzado a admitir que la propaganda del enemigo era buena, pues
resultaba desestabilizadora en su misterio y su forma de susurrarla. Probablemente
había resultado de lo más efectiva en el pasado contra otras naciones y culturas en
63-19. Sin duda el «Emperador» había alcanzado el poder global sobre la base de unos
susurros malévolos y guerreros invisibles.
Los astartes del Emperador auténtico no se dejarían embaucar y amedrentar por
unos instrumentos tan simples.
Algunos de los Lobos Lunares que lo rodeaban permanecían totalmente
inmóviles, escuchando el bisbiseo de los receptores de sus cascos.
—No le prestéis atención —les advirtió—. No es más que un juego. Pongámonos
en marcha.
Los pesados exterminadores de Rassek se aproximaron a los puentes de roca,
arcos de granito y lava que unían la meseta con la feroz verticalidad de las cumbres.
Eran arcos naturales resultado de la acción de antiguos glaciares.
Centenares de cadáveres, algunos reducidos a momias desecadas por la altitud,
ocupaban la repisa del altiplano y los puentes de roca. El oficial no había mentido.
Cientos de soldados habían perecido en los distintos intentos de tomar las elevadas
fortalezas. El fuego había sido tan intenso, que sus camaradas ni siquiera habían
podido recuperar los cuerpos.
—¡Adelante! —ordenó Loken.
Levantando los bólters de asalto, la Escuadra Exterminadora empezó a avanzar
pesadamente por los puentes de roca, desplazando huesos blancos y guerreras
podridas con sus pies enormes. Los recibió al instante una descarga de artillería,
cayendo a una velocidad de vértigo desde posiciones invisibles en lo alto de los riscos.
Los disparos azotaban y rebotaban con un gemido en la armadura especial, pero los
exterminadores siguieron avanzando bajo aquella andanada con las cabezas gachas,
sin prestarle la menor atención, como hombres que avanzaran bajo un vendaval. Lo
que había mantenido a raya al ejército durante semanas y les había costado gran
número de vidas, se limitaba a hacer cosquillas a los guerreros de la legión.
Loken comprendió que aquello finalizaría rápidamente y lamentó la sangre leal
que se había derramado inútilmente. Aquello había sido una tarea para los astartes
desde el principio.
Las primeras filas de la Escuadra Exterminadora, a medio camino del otro
extremo del puente, empezaron a disparar. Bólters y sistemas de armamento pesado
incorporados abrieron fuego a través del abismo, acribillando con disparos y
lanzamientos de munición explosiva las laderas superiores. Posiciones y
fortificaciones ocultas estallaron, y cuerpos inertes y enredados entre sí cayeron
rodando a la sima del fondo en medio de una oleada de rocas y hielo.
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—Samus —empezó a importunarles otra vez la voz—. Ese es el único nombre que
oirás. Samus. Significa el fin y la muerte. Samus. Soy Samus. Samus está por todas
partes alrededor de ti. Samus es el hombre que tienes al lado. Samus roerá vuestros
huesos. ¡Vigila! Samus está aquí.
—¡Adelante! —chilló Loken—. Y por favor, ¡qué alguien haga callar a ese cabrón!
—Y ¿quién es Samus? —preguntó Borodin Flora.
Los rememoradores, con una escolta de soldados y servidores, acababa de
desembarcar de su aeronave al terrible frío de un municipio llamado Kasheri. Las
heladas montañas ascendían abruptamente más allá, perdiéndose en la neblina.
La zona había sido asegurada y ocupada por soldados de Varvaras y sus máquinas
de guerra. El grupo salió a la luz del día, mareados y jadeantes por la altitud. Keeler
intentaba calibrar su pictógrafo ante el inerte resplandor a la vez que trataba de
refrenar su desesperada respiración. Estaba enojada. Se habían posado en una zona
segura, muy lejos de la zona de combate auténtica. Allí no había nada que ver. Los
estaban manipulando.
La ciudad era un desolado afloramiento de viviendas comunales en un desfiladero
inferior situado por debajo de los picos. Parecía como si no hubiera cambiado gran
cosa en siglos. Existían oportunidades de obtener instantáneas de viviendas rústicas y
máquinas de guerra estacionadas, pero nada de importancia. No obstante, la luz
cegadora poseía pureza. La acompañaba una lluvia fina. A algunos de los servidores se
les había ordenado que transportaran las bolsas de los rememoradores, y el resto
pugnaba por mantener sombrillas en posición vertical por encima de las cabezas del
grupo en medio del viento que soplaba de través. Keeler se dijo que parecían una
pandilla de aristócratas ociosos efectuando un viaje de placer, que se exponían no a
un riesgo sino a una vaga versión orquestada del peligro.
—¿Dónde están los astartes? —preguntó—. ¿Cuándo nos acercaremos a la zona
de guerra?
—No te preocupes por eso —la interrumpió Flora—. ¿Quién es Samus?
—¿Samus? —preguntó Sindermann, perplejo.
El iterador se había alejado un corto trecho del grupo situado junto a la aeronave
de desembarco para penetrar en un descuidado trozo de terreno cubierto de hierba y
arena blanca, desde donde podía contemplar las nebulosas profundidades de la
garganta barrida por la lluvia. Parecía estar a punto de dirigir la palabra al desfiladero
como si se tratara de público.
—No hago más que oírlo —insistió Flora, siguiéndolo.
El rememorador tenía dificultades para recuperar el aliento, y llevaba un auricular
en el oído para poder escuchar las transmisiones militares.
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—Yo también lo oí —dijo uno de los soldados de la escuadra de protección desde
detrás de su empañado respirador.
—El comunicador no ha estado funcionando bien —dijo otro.
—Durante todo el trayecto hasta la superficie —comentó el oficial al mando—.
No hagáis caso. Son interferencias.
—Me han dicho que lleva días sucediendo —comentó Van Krasten.
—No es nada —dijo Sindermann, que tenía un aspecto pálido y frágil, como si
fuera a desmayarse por la falta de aire.
—El capitán dice que son tácticas intimidatorias.
—El capitán sin duda tiene razón —indicó Sindermann.
El iterador sacó su placa de datos y la conectó al archivo de la flota. En el último
momento, desenganchó su máscara de respirar y se la colocó sobre el rostro,
aspirando oxígeno del tanque compacto que llevaba sujeto a la cadera.
—Vaya, esto es interesante —dijo tras una corta consulta.
—¿Qué es? —preguntó Keeler.
—Nada. No es nada. El capitán tiene razón. Despliéguense, por favor, y echen un
vistazo. Los soldados que hay aquí contestarán gustosamente cualquier pregunta. No
tengan reparos en examinar las máquinas de guerra.
Los rememoradores intercambiaron miradas y empezaron a dispersarse. A cada
uno lo siguió un obediente servidor con un parasol y una pareja de soldados
malhumorados.
—Para esto no hacía falta venir —comentó Keeler.
—Las montañas son espléndidas —indicó Sark.
—¡A la mierda las montañas! Otros mundos tienen montañas. Escucha.
Escucharon. Un retumbar profundo y lejano descendió por la garganta hasta ellos.
El sonido de una guerra que tenía lugar en otra parte.
Keeler movió la cabeza en dirección al sonido.
—Ahí es donde deberíamos estar. Voy a preguntar al iterador por qué estamos
aquí parados.
—Que tengas mucha suerte —dijo Sark.
Sindermann se había alejado del grupo para detenerse bajo el alero de una de las
toscas casas comunales del pueblo de montaña. Seguía estudiando su placa. El viento
de la montaña agitaba las espigas de hierba seca que sobresalían de la arena blanca
alrededor de sus pies. La lluvia seguía tamborileando.
Keeler fue hacia él, y dos soldados y un servidor con un parasol empezaron a
seguirla. La mujer se volvió hacia ellos.
—No os molestéis —dijo.
Pararon en seco y dejaron que se alejara sola. Cuando llegó junto al iterador,
también ella respiraba a través de su propio suministro de oxígeno. Sindermann
estaba totalmente absorto en su placa de datos, y ella postergó su queja por un
momento, llena de curiosidad.
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—Algo no va bien, ¿no es cierto? —preguntó en voz baja.
—No, nada de eso —respondió Sindermann.
—Ha descubierto qué es Samus, ¿verdad?
El hombre alzó los ojos hacia ella y sonrió.
—Sí. Es usted muy tenaz, Euphrati.
—Nací así. ¿Qué es, señor?
—Es estúpido —respondió él, encogiéndose de hombros al tiempo que le
mostraba la placa de datos—. En el trasfondo histórico que ya hemos podido asimilar
de este mundo aparece el nombre Samus y las Cabezas Susurrantes. Parece que este es
un lugar sagrado para la gente de 63-19. Un lugar santo y embrujado, donde la
supuesta barrera entre la realidad y el mundo de los espíritus resulta más permeable.
Esto es intrigante y me fascinan infinitamente los sistemas de creencias y
supersticiones de los mundos primitivos.
—¿Qué le dice su placa, señor? —preguntó Keeler.
—Dice… Esto es bastante divertido. Supongo que daría miedo si uno creyera
realmente en tales cosas. Dice que las Cabezas Susurrantes son el único lugar de este
mundo donde los espíritus andan y hablan. Menciona a Samus como el líder de esos
espíritus. Una leyenda local y muy antigua explica el modo en que uno de los
emperadores combatió y contuvo aquí a un espeluznante ejército diabólico. El
demonio se llamaba Samus. Está aquí, en sus mitos, ¿lo ve? Nosotros teníamos uno
propio, en tiempos muy remotos, llamado Seytan o Tearmat. Samus es el equivalente.
—¿Samus es un espíritu, entonces? —susurró la rememoradora, sintiéndose
desagradablemente mareada.
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque —respondió ella—, lo he oído susurrándome desde el momento en que
aterrizamos. Y yo no llevo comunicador.
Al otro lado de los puentes de roca, los insurgentes habían alzado muros de piedra y
metal. Tenían artillería pesada cubriendo los accesos por la garganta a su fortaleza,
cargas de munición conectadas en los desfiladeros estrechos, contrapuertas cerradas,
barricadas de bloques de rococemento y gruesos postes de hierro. Disponían de unos
cuantos dispositivos de vigilancia automatizados, y la ventaja de tener a su alrededor
paredes verticales y de hielo que no podían escalarse. Tenían fe y a su dios de su parte.
Habían contenido a los regimientos de Varvaras durante seis semanas.
No tuvieron la menor posibilidad.
Nada de lo que hicieron retrasó siquiera el avance de los Lobos Lunares. Haciendo
caso omiso de los proyectiles de artillería y las ondas expansivas de los explosivos, los
exterminadores se abrieron paso por la fuerza a través de las paredes protectoras y
demolieron las contrapuertas. Aplastaron la chispa de vida eléctrica de los centinelas
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automatizados con sus poderosas zarpas y derribaron las barricadas con los hombros.
La compañía penetró en tropel tras ellos, disparando sus armas en dirección a las
columnas de humo.
La fortaleza en sí estaba construida en el interior de la cima montañosa. Algunas
partes del techo y las almenas eran visibles desde el exterior, pero la mayor parte de la
construcción estaba en el interior, bien blindada por cientos de metros de roca. Los
Lobos Lunares penetraron como una avalancha por las puertas fortificadas, mientras
que las escuadras de asalto se alzaban junto a la pared de la montaña usando sus
retrorreactores y se posaban como bandadas de aves blancas sobre las partes
desprotegidas del tejado, desgarrándolas para abrirse paso y saltar al interior.
Innumerables explosiones destrozaron las estancias interiores de la fortaleza,
dejándolas expuestas al aire libre, a la vez que arrojaban montones de hielo y rocas a
estrellarse en el fondo de la garganta.
El interior era un laberinto de túneles de roca de un color negro aguado y viejas
baldosas en el que el viento se concentraba con tal violencia que parecía
hiperventilarse. Los cuerpos de los muertos yacían por todas partes, desplomados y
retorcidos, despatarrados y hechos pedazos. Mientras pasaba por encima de ellos,
Loken los compadeció. Su cultura los había engañado para llevar a cabo aquella
resistencia, y la resistencia había hecho caer sobre ellos la cólera de los astartes. No
habían hecho más que buscarse un final catastrófico.
Unos alaridos humanos terribles resonaron por los sinuosos túneles de roca,
salpicados por los sonidos parecidos a portazos del fuego de los bólters. Loken ni
siquiera se había molestado en llevar un recuento de sus víctimas, pues poca gloria
había en aquello, solo el deber. Un ataque quirúrgico de los agentes militares del
Emperador.
Unos disparos repiquetearon en su armadura, y se volvió, sin pensar siquiera,
eliminando a sus atacantes. Dos hombres desesperados con cotas de malla se
desintegraron bajo su fuego y sus restos embadurnaron una pared. No comprendía
por qué seguían peleando. De haber ofrecido rendirse, él lo habría aceptado.
—Por aquí —ordenó, y una escuadra pasó junto a él y penetró en la siguiente serie
de túneles.
Cuando iba a seguirlos, un cuerpo a sus pies se movió y gimió. El insurgente,
cubierto con su propia sangre y gravemente herido, miró a Loken con ojos vidriosos.
Musitó algo.
Loken se agachó y sostuvo la cabeza de su adversario con una mano enorme.
—¿Qué has dicho?
—Bendíceme… —susurró el hombre.
—No puedo.
—Por favor, di una plegaria y encomiéndame a los dioses.
—No puedo. No hay dioses.
—Por favor… El otro mundo me rechazará si muero sin una oración.
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—Lo siento —dijo Loken—. Te mueres. Eso es todo lo que hay.
—Ayúdame… —jadeó el otro.
—Desde luego —respondió él.
Sacó su espada de combate, la espada corta reglamentaria de apuñalar, y activó la
célula de energía. La hoja gris centelleó. Loken la bajó y luego volvió a alzarla en un
golpe de gracia, y depositó con suavidad la cabeza seccionada del hombre en el suelo.
La sala siguiente era enorme e irregular. El agua del deshielo discurría desde el
techo negro y formaba espolones de mineral reluciente, como bigotes plateados, en
las rocas sobre las que pasaba. En la parte central del suelo de la estancia alguien había
excavado un estanque para recogerla, probablemente como una de las principales
reservas de la fortaleza. La escuadra que había enviado al frente estaba detenida
alrededor del borde.
—Informad —dijo.
Uno de los Lobos miró alrededor.
—¿Qué es esto, capitán? —preguntó.
Loken se adelantó para unirse a ellos y vio que se habían colocado un gran
número de botellas y frascos de cristal alrededor del estanque, muchos de ellos en el
camino del hilillo de agua que brotaba del techo. En un principio dio por supuesto
que estaban allí para recoger el agua, pero había otros objetos también: monedas,
broches, curiosas figuras de arcilla en forma de muñecos y los cráneos de mamíferos
pequeños y lagartos. El agua que salpicaba el suelo caía sobre ellos, y era evidente que
lo había hecho durante bastante tiempo, ya que Loken vio que muchas de las botellas
y otro objetos brillaban y estaban deformados debido a depósitos minerales. En el
saliente de roca situado por encima del estanque estaban cinceladas unas frases muy
antiguas. Loken no pudo leer las palabras a causa de la erosión, y se dio cuenta de que
tampoco quería hacerlo. Allí había símbolos que hacían que se sintiera curiosamente
inquieto.
—Es un santuario —se limitó a decir—. Ya sabéis cómo es la gente de aquí. Creen
en espíritus, y esto son ofrendas.
Los hombres se miraron entre sí, sin comprender realmente.
—¿Creen en cosas que no son reales? —preguntó uno.
—Los han engañado —respondió Loken—. Por ese motivo estamos aquí.
Destruid esto —ordenó, y se alejó.
El ataque duró sesenta y ocho minutos de principio a fin. Al final, la fortaleza
quedó convertida en una ruina humeante, con muchas secciones reventadas por
completo y abiertas a la feroz luz solar y al aire de la montaña. No se había perdido ni
un solo lobo lunar. No había sobrevivido ni un solo insurgente.
—¿Cuántos? —preguntó Loken a Rassek.
—Todavía están contando los cuerpos, capitán —respondió este—. Por el
momento, novecientos setenta y dos.
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En el transcurso del ataque se habían descubierto alrededor de treinta santuarios
de agua de deshielo en la laberíntica fortaleza, con los estanques rodeados de
ofrendas. Loken ordenó que los eliminaran todos.
—Custodiaban el último reducto de su fe —comentó Ñero Vipus.
—Eso supongo —respondió Loken.
—No te gusta, ¿verdad, Garvi? —preguntó Vipus.
—Odio ver morir a hombres sin motivo. Odio ver hombres que dan su vida de
este modo, por nada. Por una creencia en nada. Me asquea. Así fuimos en una
ocasión, Ñero. Fanáticos, espiritualistas, creyentes en mentiras que habíamos
inventado nosotros mismos. El Emperador nos mostró el camino para salir de esa
locura.
—En ese caso, anímate porque lo hemos seguido —indicó Vipus—. Y, aunque
derramamos su sangre, muéstrate flemático ante el hecho de que finalmente
traigamos la verdad a estos hermanos nuestros descarriados.
Loken asintió.
—Siento lástima por ellos —dijo—. Deben de estar muy asustados.
—¿De nosotros?
—Sí, desde luego, pero no es eso lo que quiero decir. Asustados de la Verdad que
traemos. Estamos intentando enseñarles que no hay otras fuerzas más poderosas en
juego en la galaxia que la luz, la gravedad y la voluntad humana. No me sorprende
que se aferren a sus dioses y espíritus. Les estamos quitando la última muleta de su
ignorancia. Se sentían a salvo hasta que llegamos. A salvo bajo la custodia de los
espíritus que creían que los protegían. A salvo en el ideal de que existía otra vida
después de la muerte, otro mundo. Creían que serían inmortales más allá de la carne.
—Pues ahora han conocido a auténticos inmortales —bromeó Vipus—. Es una
lección dura, pero a la larga lo agradecerán.
—Simplemente me identifico con ellos, supongo. Sus vidas tenían el consuelo de
los misterios, y les hemos arrebatado ese consuelo. Todo lo que podemos mostrarles
es una realidad dura e implacable en la que sus vidas son breves y sin un propósito
más elevado.
—Hablando de un propósito más elevado —comentó Vipus—. Deberías
comunicar con la flota y decirles que hemos terminado. Los iteradores se han puesto
en contacto con nosotros. Piden permiso para traer a los observadores aquí arriba.
—Concédelo. Comunicaré con la flota y les daré la buena noticia.
Vipus se alejó.
—Al menos la voz ha callado —dijo, deteniéndose un momento.
Loken asintió. Samus había abandonado sus lacrimógenos desvaríos hacía media
hora, aunque el ataque no había conseguido identificar ningún sistema de
transmisiones ni aparato de radio.
El comunicador interior de Loken chisporroteó.
—¿Capitán?
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—¿Jubal? Adelante.
—Capitán, estoy…
—¿Qué? ¿Estás qué? Repítelo, Jubal.
—Lo siento, capitán. Necesito que veas esto. Estoy…, quiero decir, necesito que
veas esto. Es Samus.
—¿Qué? Jubal, ¿dónde estás?
—Sigue mi localizador. He encontrado algo. Yo… he encontrado algo. Samus.
Significa el fin y la muerte.
—¿Qué has encontrado, Jubal?
—Yo… yo he encontrado… Capitán, Samus está aquí.
Loken dejó que Vipus organizara la limpieza y descendió a las entrañas de la
fortaleza con la Séptima Escuadra, siguiendo el pitido del localizador de Jubal. La
Séptima, la Escuadra Táctica Brakespur, estaba al mando del sargento Udon, uno de
los guerreros más dignos de confianza de Loken.
El localizador los condujo hasta un pozo enorme en el mismo sótano de la
fortaleza, en lo más profundo de la montaña. Accedieron a él a través de un portalón
de hierro oxidado encajado en un hueco en la piedra negra. La húmeda estancia
situada al otro lado de la puerta era una hendidura natural, vertical, en la roca de la
montaña, una caverna en declive que daba a una profunda falla en la que solo se podía
detectar oscuridad.
Un espigón de antiguos peldaños de piedra describía un arco por encima del
abismo, que se perdía en el fondo mismo de la montaña. El agua de deshielo rociaba
las paredes relucientes del pozo de la caverna.
El viento gemía entre las fisuras y los respiraderos invisibles.
Xavyer Jubal estaba solo en el borde del precipicio. Mientras Loken y la Séptima
Escuadra se aproximaban, Loken se preguntó dónde estaría el resto de la Hellebore.
—¿Xavyer? —lo llamó Loken.
Jubal volvió la cabeza.
—Capitán —dijo—, he encontrado algo maravilloso.
—¿Qué?
—¿Ves? —inquirió Jubal—. ¿Ves las palabras?
Loken miró con atención al punto que indicaba el otro; pero todo lo que vio fue
agua que fluía por un contrafuerte calcificado de roca.
—No. ¿Qué palabras?
—¡Ahí! ¡Ahí!
—No veo más que agua —respondió Loken—. Agua que cae.
—¡Sí, sí! ¡Está escrito en el agua! ¡En el agua que cae! Aparece y desaparece,
aparece y desaparece, ¿lo ves? Forma palabras y luego fluye, pero las palabras
regresan.
—¿Xavyer? ¿Estás bien? Me preocupa que…
—¡Mira, Garviel! ¡Mira las palabras! ¿No oyes cómo habla el agua?
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—¿Habla?
—Clic, clic, clac. Un nombre. Samus. Es el único nombre que oirás.
—¿Samus?
—Samus. Significa el final y la muerte. Yo…
Loken miró a Udon y a los hombres.
—Sujetadlo —dijo en voz baja.
Udon asintió. Él y cuatro de sus hombres se colgaron los bólters al hombro y
avanzaron.
—¿Qué hacéis? —inquirió Jubal con una carcajada—. ¿Me amenazáis? Por Terra,
Garviel, ¿es qué no lo ves? ¡Samus está por todas partes alrededor de ti!
—¿Dónde está la Hellebore, Jubal? —espetó Loken—. ¿Dónde está el resto de tu
escuadra?
El otro se encogió de hombros.
—Tampoco lo vieron —dijo, y echó una veloz mirada en dirección al borde del
precipicio—. No podían verlo, supongo. Estaba tan claro para mí… Samus es el
hombre que está a tu lado.
—Udon —indicó Loken, asintiendo, y este avanzó hacia Jubal.
—Vamos, hermano —dijo con amabilidad.
El bólter de Jubal se alzó de un modo totalmente repentino, sin advertencia
previa, y el lobo lunar disparó a Udon a la cara, lanzando una lluvia de sangre y
fragmentos pulverizados de cráneo por la parte posterior del casco reventado del
guerrero. Udon cayó hacia adelante. Dos de los hombres se lanzaron hacia Jubal y el
bólter volvió a rugir, abriendo agujeros en las placas de sus armaduras a la vez que los
lanzaba al suelo de espaldas.
El visor de Jubal giró para mirar a Loken.
—Soy Samus —declaró con una risita—. ¡Cuidado! ¡Samus está aquí!
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Nueve
Lo inconcebible
Espíritus de las cabezas susurrantes
Mentes compatibles
Dos días antes del ataque de la legión a las Cabezas Susurrantes, Loken había
consentido en conceder otra entrevista privada a la rememoradora Mersadie Oliton.
Era la tercera de tales entrevistas que concedía desde su elección al Mournival, y a
aquellas alturas su actitud hacia ella parecía haber cambiado de un modo
considerable. Si bien no se había mencionado formalmente el tema, Mersadie había
empezado a pensar que Loken la había elegido para ser su memorialista particular. La
noche de su elección le había contado que tal vez decidiría elegirla para compartir sus
reminiscencias con ella, pero la joven se sentía en la actualidad secretamente
sorprendida ante la gran vehemencia que demostraba por hacerlo. Había anotado ya
casi seis horas de recuerdos: narraciones de batallas y tácticas, descripciones de
operaciones militares especialmente exigentes, reflexiones sobre las cualidades de
ciertas clases de armas, conmemoraciones de hazañas notables y triunfos logrados por
sus camaradas. En los espacios entre entrevistas, la mujer se retiraba a su habitación y
procesaba el material, redactándolo en forma de esbozo de un relato largo y fluido.
Esperaba obtener finalmente una historia completa de la expedición, y una crónica
más general de la Gran Cruzada a partir de lo que había presenciado Loken durante
las otras expediciones que habían precedido a la 63.ª Expedición.
En efecto, la importancia de los datos anecdóticos que estaba reuniendo era
enorme, pero faltaba una cosa, y era el mismo Loken. En la última entrevista, intentó
de nuevo hacer salir más al hombre.
—Por lo que tengo entendido —dijo—, ustedes no tienen nada en su interior de lo
que nosotros, los mortales corrientes, podríamos conocer como miedo.
Loken se detuvo y frunció el entrecejo. Estaba pulimentando una placa de su
armadura, lo que parecía ser su diversión favorita cuando estaba en compañía de la
joven. La llamaba a su sala privada de armas y se sentaba allí, abrillantando
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escrupulosamente sus arreos de combate mientras hablaba y ella escuchaba. Para
Mersadie, el olor particular del polvo de pulir se había convertido en sinónimo del
sonido de su voz y del contenido de sus relatos. Tenía más de un siglo de historias que
contar.
—Una pregunta curiosa —dijo él.
—¿Y cómo de curiosa es la respuesta?
Loken se encogió ligeramente de hombros.
—Los astartes no tienen miedo. Es inconcebible en nosotros.
—¿Por qué se han adiestrado a sí mismos para dominarlo? —quiso saber
Mersadie.
—No, se nos entrena para la disciplina, pero la capacidad de sentir miedo la
eliminan de nosotros. Somos inmunes a su contacto.
Mersadie tomó nota mentalmente de redactar aquel comentario más tarde. En su
opinión, parecía eliminar un poco del misticismo heroico de los astartes. Negar el
miedo formaba parte del carácter mismo del héroe, pero no había nada de valeroso en
ser insensible a aquella emoción. Se preguntó también si era posible extraer
sencillamente toda una emoción de lo que era en lo esencial una mente humana. ¿No
dejaba eso un vacío? ¿Se veían comprometidas otras emociones por su falta? ¿Se podía
extirpar el miedo limpiamente, o acaso al extirparlo se arrancaban jirones de otras
cualidades? Ciertamente podría explicar por qué los astartes parecían tan
excepcionales en casi todos los aspectos excepto en sus propias personalidades.
—Bien, continuemos —siguió ella—. En nuestro último encuentro iba a hablarme
sobre la guerra contra los supervisores. Eso fue hace veinte años, ¿verdad?
Él la seguía mirando fijamente, con los ojos ligeramente entornados.
—¿Qué? —preguntó.
—¿Perdón?
—¿Qué sucede? ¿No le gustó esa respuesta de hace un momento?
Mersadie carraspeó.
—No, no es eso en absoluto. No era eso. Simplemente había estado…
—¿Qué?
—¿Puedo ser franca?
—Por supuesto —respondió él, frotando pacientemente un pedazo de fibra de
lustrar alrededor de los bordes de un tarro.
—Esperaba poder conseguir algo más personal. Usted me ha dado mucho, señor,
detalles auténticos y datos que convertirían en fidedigno cualquier libro de historia.
La posteridad conocerá con precisión, por ejemplo, en qué mano empuñaba Iacton
Qruze la espada, el color del cielo por encima de las ciudades-monasterio de Nabatae,
la metodología del movimiento de tenaza que tanto gusta a los cicatrices blancas, el
número de tachuelas de la hombrera de un lobo lunar, el número de hachazos, y
desde qué ángulos, que fueron necesarios para acabar con el último de los príncipes
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de Omakkad… —Lo miró de frente—. Pero nada sobre usted, señor. Sé lo que vio,
pero no lo que sintió.
—¿Lo que sentí? ¿Por qué iba a interesarle a nadie eso?
—La humanidad es una raza con sensibilidad, señor. Las generaciones futuras,
aquellas a las que van destinadas nuestras rememoraciones, aprenderán más cosas de
cualquier crónica objetiva si esos hechos están expresados en un contexto emotivo.
Les importarán menos los detalles de las batallas libradas en Ullanor, por ejemplo,
que una sensación de lo que se sentía al estar allí.
—¿Me está diciendo que resulto aburrido? —preguntó Loken.
—No, en absoluto —empezó a decir ella, y entonces se dio cuenta de que él
sonreía—. Algunas de las cosas que me ha relatado suenan como maravillas, sin
embargo usted no parece maravillarse ante ellas. Si no conoce el miedo, ¿no conoce
tampoco el asombro? ¿La sorpresa? ¿La majestuosidad? ¿Es que no ha visto cosas tan
extravagantes que lo han dejado sin habla? ¿Escandalizado? ¿Desconcertado siquiera?
—Las he visto —respondió él—. En muchas ocasiones, la total singularidad del
cosmos me ha dejado desconcertado o sobresaltado.
—Entonces, hábleme de esas cosas.
Él frunció los labios y pensó en ello.
—Sombreros gigantes.
—¿Cómo dice?
—En Sarosel, tras el acatamiento, los ciudadanos organizaron un gran carnaval de
celebración. El acatamiento había sido incruento y voluntario. El carnaval duró ocho
semanas. Los bailarines de las calles lucían sombreros gigantes de cinta, caña y papel,
todos confeccionados con formas llamativas: un barco, una espada y un puño, un
dragón, un sol. Eran tan anchos como mi envergadura —Loken extendió los brazos a
los lados—. No sé cómo conseguían mantenerlos en equilibrio ni cómo podían
soportar su peso, pero bailaron día y noche por las calles del centro de la ciudad, con
aquellas cosas extravagantes zigzagueando, balanceándose y dando vueltas, como si
las arrastrara una lenta avalancha a la vez que ocultaban casi por completo las figuras
humanas situadas debajo. Fue un espectáculo curioso.
—Le creo.
—Nos hizo reír. Su visión hizo reír a Horus.
—¿Fue esa la cosa más rara que ha visto nunca?
—No, no. Veamos… El método de combatir en Keylek nos dio que pensar a
todos. Eso fue hace ocho años. Los keylekidos eran una raza alienígena grotesca, con
un aspecto que podría describir como reptiliano. Eran muy hábiles en el arte del
combate, y se alzaron contra nosotros enfurecidos en cuanto establecimos contacto.
Su mundo era un lugar cruel. Recuerdo rocas carmesí y aguas color añil. El
comandante, eso fue mucho antes de que lo nombraran Señor de la Guerra, esperaba
una contienda prolongada y brutal, ya que los keylekidos eran criaturas enormes y
fuertes. Incluso el más insignificante de sus guerreros necesitaba tres o cuatro
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proyectiles de bólter para conseguir derribarlo. Nos lanzamos sobre su mundo para
combatir, pero se negaban a pelear contra nosotros.
—¿Cómo es eso?
—No comprendíamos sus normas para luchar. Tal como averiguamos más tarde,
los keylekidos consideraban la guerra la actividad más abominable a la que podía
entregarse una raza con capacidad de pensar, de modo que le impusieron controles
rígidos y restricciones. Sobre la superficie de su mundo existían estructuras enormes,
campos rectangulares con unas dimensiones de muchos kilómetros, cubiertos con
altos tejados planos y abiertos por los lados. Los bautizamos como «mataderos», y
había uno cada pocos cientos de kilómetros. Los keylekidos luchaban únicamente en
los lugares prescritos. Aquellos parajes estaban reservados para el combate. La guerra
estaba prohibida en cualquier otra parte de la superficie de su mundo. Esperaban que
nos encontráramos con ellos en un matadero y decidir allí la cuestión.
—¡Qué grotesco! ¿Qué sucedió al respecto?
—Destruimos a los keylekidos —respondió él con total naturalidad.
—Vaya —respondió ella con una leve inclinación de su cabeza anormalmente
alargada.
—Se sugirió que tal vez podríamos ir a su encuentro y combatirlos según los
términos de sus propias reglas —dijo Loken—. Habría existido un cierto honor en
eso, pero Maloghurst, creo que fue, razonó que nosotros teníamos nuestras propias
reglas que el enemigo prefería no reconocer. Además, eran temibles. Si no
hubiéramos actuado contundentemente, habrían seguido siendo una amenaza, y
¿cuánto tiempo habrían tardado en aprender nuevas normas o abandonar las
antiguas?
—¿Hay alguna imagen registrada de ellos? —inquirió Mersadie.
—Muchas, creo. El cadáver conservado de uno de sus guerreros se exhibe en el
Museo de la Conquista de esta nave, y puesto que pregunta lo que siento, en ocasiones
es tristeza. Mencionó los supervisores, un relato que iba a contarle. Esa fue una
campaña larga que me llenó de aflicción.
Mientras le contaba la historia, ella se recostó en su asiento, pestañeando de vez en
cuando para almacenar su imagen. El capitán estaba concentrado en la preparación
de su armadura, pero ella advirtió tristeza tras aquel interés. Los supervisores, explicó,
eran una raza de máquinas, y, como seres con conciencia artificial, totalmente fuera
de los límites de la ley imperial. La vida mecánica sin la moderación ofrecida por
componentes orgánicos hacía tiempo que había sido declarada ilegal tanto por el
Consejo Imperial como por el Mechanicus. Los supervisores, bajo el mando de una
máquina de rango superior llamada «el Archidroide», habitaban una serie de ciudades
abandonadas y convertidas en ruinas desmoronadas en el mundo de Dahinta. Se
trataba de ciudades de mosaicos magníficos, que en una ocasión habían sido
realmente muy hermosas, pero su gran antigüedad y el deterioro había acabado con
ellas. Los supervisores correteaban entre los pilotes cubiertos de moho, librando una
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batalla perdida de reparaciones y renovación con la obsesión fija de mantener intactas
las ciudades abandonadas.
Finalmente, las máquinas fueron destruidas tras una guerra interminable y brutal
en la que las habilidades del Mechanicus resultaron ser inestimables. Solo entonces se
descubrió la triste realidad.
—Los supervisores eran el producto de la inventiva humana —explicó Loken.
—¿Los humanos los construyeron?
—Sí, miles de años atrás, puede que incluso durante la última Era de la
Tecnología. Dahinta había sido una colonia humana, hogar de una rama perdida de
nuestra raza, donde habían desarrollado una cultura inmensa y maravillosa de
ciudades magníficas, con máquinas pensantes para servirles. En algún momento, de
algún modo desconocido para nosotros, los humanos se extinguieron, y dejaron tras
ellos sus antiguas ciudades, vacías a excepción de los guardianes inmortales que
habían fabricado. Resultaba sumamente triste y terriblemente extraño.
—¿No reconocieron las máquinas a los hombres? —preguntó ella.
—Todo lo que vieron fueron astartes, señora, y nosotros no nos parecemos a los
hombres que ellas llamaban «amos».
La rememoradora vaciló por un instante, luego dijo:
—Me pregunto si contemplaré tantas maravillas mientras llevamos a cabo esta
expedición.
—Confío en que sí, y espero que muchas la llenarán de alegría y asombro más que
de aflicción. Debería contarle en algún momento el Gran Triunfo después de Ullanor.
Ese fue un acontecimiento que debería recordarse.
—Me muero de ganas por oírlo.
—No hay tiempo ahora. Tengo deberes que atender.
—¿Una última historia, entonces? ¿Una corta, tal vez? Algo que lo llenara de
admiración.
Él se echó hacia atrás en su asiento y pensó.
—Sucedió una cosa. No hace más de diez años. Encontramos un mundo muerto
en el que había existido vida en el pasado. Una especie había vivido allí en una
ocasión, y o bien se había extinguido o se había trasladado a otro mundo. Habían
dejado tras ellos un laberinto de hábitats subterráneos, áridos y muertos. Los
registramos cuidadosamente, cada cueva y cada túnel, y encontramos solo una cosa
digna de mención. Estaba situada en la zona más profunda de todas, en un búnker de
piedra a diez kilómetros por debajo de la corteza del planeta. Un mapa. Una carta de
navegación, en realidad, de al menos veinte metros de diámetro, que mostraba el
relieve geofísico de todo un mundo con una minuciosidad extraordinaria. No lo
reconocimos al principio, pero el Emperador, amado por todos, supo lo que era.
—¿Qué?
—Era Terra. Era un mapa completo y total de Terra, perfecto en todos los detalles.
Pero un mapa de Terra de una época desaparecida hacía mucho tiempo, anterior a la
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construcción de las colmenas o el azote de la guerra, con costas, océanos y montañas
cuyo aspecto desapareció o se transformó hace mucho tiempo.
—Eso es… asombroso —dijo ella.
—Tantas preguntas sin respuesta encerradas en una sala olvidada —repuso él,
asintiendo—. ¿Quién hizo el mapa y por qué? ¿Qué los había conducido a Terra hacía
tanto tiempo? ¿Qué les había obligado a transportar el mapa por media galaxia y
luego ocultarlo, como si fuera su tesoro más preciado, en las profundidades de su
mundo? Resultaba inconcebible.
»Yo no soy capaz de sentir miedo, señora Oliton, pero de haber podido lo habría
sentido entonces. No puedo imaginar que nada pueda perturbar jamás mi espíritu del
modo en que lo hizo esa cosa. Inconcebible.
El tiempo había aminorado la marcha hasta un punto igual a la cabeza de un alfiler
sobre el que parecía presionar toda la fuerza de gravedad del cosmos. Loken se sintió
pesado como el plomo, lento, dislocado, incapaz de formular una respuesta lúcida o
empezar siquiera a lidiar con lo que veía.
¿Era aquello miedo? ¿Lo experimentaba en aquel momento, después de todo? ¿Era
así como el terror acobardaba a un mortal?
El sargento Udon, con el casco convertido en un aro deformado de ceramita
sanguinolenta, yacía muerto a sus pies. Junto a él estaban despatarrados otros dos
hermanos de batalla, con un disparo a quemarropa en el corazón, que si no estaban
muertos estarían heridos de muerte.
Delante de él estaba Jubal, con el bólter en la mano.
Aquello era una locura. Aquello no podía ser. Un astartes se había vuelto contra
otros astartes. Un lobo lunar había asesinado a los suyos. Acababan de despedazar
todas las leyes de fraternidad y honor que Loken daba por sentado y en las que
confiaba con la misma facilidad que si se tratara de una tela de araña. La insensatez de
aquel crimen resonaría eternamente.
—¿Jubal? ¿Qué has hecho?
—No, Jubal no. Samus. Soy Samus. Samus está por todas partes alrededor de ti.
Samus es el hombre que tienes al lado.
La voz de Jubal mostraba una nota aguda, una risita seca. Loken comprendió que
estaba a punto de volver a disparar. El resto de la escuadra de Udon, tan horrorizada
como Loken, avanzó a trompicones, pero nadie alzó sus bólters. Ni siquiera a la vista
de lo que Jubal acababa de hacer, ninguno de ellos era capaz de romper el código de
los astartes y disparar contra uno de los suyos.
Loken sabía que desde luego él no podía hacerlo. Arrojó su bólter a un lado y saltó
sobre Jubal.
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Xavyer Jubal, comandante de la Escuadra Hellebore y uno de los mejores oficiales
de campo de la compañía, ya había empezado a disparar. Los proyectiles del bólter
chirriaron por la sala y cayeron sobre la vacilante escuadra. Otro casco estalló en
medio de un mar de sangre, pedazos de hueso y fragmentos de armadura, y otro
hermano de batalla chocó contra el suelo de la cueva. Dos más fueron derribados
junto a él cuando los proyectiles impactaron contra el blindaje de sus torsos.
Loken chocó contra Jubal y lo hizo retroceder violentamente al tiempo que
intentaba inmovilizarle los brazos. Jubal se debatió con una repentina furia en las
extremidades.
—¡Samus! —aulló—. ¡Significa el fin y la muerte! ¡Samus roerá tus huesos!
Se estrellaron juntos contra una pared de roca con violencia aturdidora, astillando
la piedra. Jubal se negaba a soltar el arma asesina. Loken lo empujó hacia atrás contra
la roca y la llovizna de agua de deshielo los salpicó a ambos.
—¡Jubal!
Loken le asestó un puñetazo que habría decapitado a un hombre mortal. El puño
se estrelló contra el casco de su adversario y el capitán repitió la acción, impactando
cuatro o cinco veces contra el rostro y el pecho del otro. El visor de ceramita se
desportilló. Otro puñetazo, con todo su peso tras él, y Jubal dio un traspié. Cada golpe
del puño de Loken resonaba como el martillo de un herrero en la resonante estancia,
acero contra acero.
Mientras Jubal trastabillaba, Loken agarró el bólter y lo arrancó de su mano,
arrojándolo por encima del profundo pozo de piedra.
Pero Jubal no estaba acabado aún. Sujetó a Loken y lo estrelló de costado contra la
pared de roca. El violento impacto hizo saltar trozos de piedra. Jubal volvió a
estrellarlo otra vez, balanceando físicamente a su adversario contra la piedra, igual
que alguien que balancea un saco pesado. El dolor llameó en la cabeza de Loken y
sintió el sabor de la sangre en la boca. Intentó apartarse, pero Jubal asestaba
puñetazos contra el visor del capitán y le hacían rebotar repetidamente la parte
posterior de la cabeza contra la pared.
Los otros hombres se lanzaron sobre ellos, gritando y forcejeando para separarlos.
—¡Sujetadlo! —aulló Loken—. ¡Derribadlo!
Eran astartes, tan fuertes como jóvenes dioses con su servoarmadura, pero no
pudieron hacer lo que Loken ordenaba. Jubal arremetió contra ellos con el puño libre
y lanzó a uno por los aires como si tal cosa. Dos de los tres que quedaban se aferraron
a su espalda como luchadores, igual que capas humanas, intentando derribarlo, pero
él los alzó y se retorció, arrancándoselos de encima.
Tanta fuerza. Una fuerza tan inimaginable que podía quitarse de encima a astartes
como si fueran los maniquíes de una jaula de entrenamiento.
Jubal se revolvió contra el hermano que quedaba, que se lanzó al frente para
placar al oficial enloquecido.
—¡Vigila! —chilló este con una risita aguda—. ¡Samus está aquí!
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Lanzó la mano derecha directamente contra la cabeza del hermano. Jubal lo
golpeó con la mano abierta, los dedos extendidos, y aquellos dedos se hundieron
limpiamente a través de la gorguera del hermano de batalla con la misma firmeza que
cualquier punta de lanza. La sangre salió a borbotones de la garganta, a través del
agujero abierto en la armadura. Jubal retiró la mano, y el astartes cayó de rodillas,
jadeando y gorgoteando, mientras la sangre surgía en oleadas intensas y palpitantes
de la garganta destrozada.
Incapaz ya de razonar, Loken se arrojó sobre Jubal, pero el berserker giró y lo
lanzó a un lado con un violento golpe dado con el dorso de la mano.
La violencia del golpe fue formidable, más allá de cualquier cosa que incluso un
astartes habría sido capaz de descargar. La fuerza fue de tal magnitud que el blindaje
del guantelete de Jubal se agrietó, igual que le sucedió al hombro de Loken que recibió
el impacto. Este perdió el conocimiento durante una milésima de segundo, y luego se
dio cuenta de que volaba. Jubal lo había golpeado tan fuerte que volaba por encima
del pozo de piedra y se dirigía a la falla abisal.
Chocó contra el espigón formado por los peldaños de piedra, y estuvo a punto de
rebotar en él, pero consiguió sujetarse, los dedos perforando la vieja piedra mientras
las piernas se balanceaban en el abismo. El agua de deshielo cayó sobre él en forma de
lluvia fina, haciendo que los peldaños resultaran resbaladizos y grasientos a causa de
los depósitos minerales. Los dedos del capitán empezaron a resbalar. Recordó haber
colgado de un modo parecido por encima del reborde de la torre del palacio del
«Emperador», y lanzó un rugido de rabia.
La furia tiró de él hacia arriba. La furia, y una intensa ira que le decía que no iba a
fallarle al Señor de la Guerra. No en aquello. No ante aquella injusticia tan terrible.
Se izó sobre el muelle. Era estrecho, no más ancho que un camino por el que no
podían pasar dos hombres si se encontraban. El abismo, negro como el vacío exterior,
se abría a sus pies. Las extremidades le temblaban por el esfuerzo.
Vio a Jubal. Cargaba a través de la caverna hasta la base de los peldaños con la
espada de combate desenvainada. La espada se iluminó al activarse.
Loken tiró violentamente de su propia espada. El agua de deshielo que caía siseó y
centelleó al entrar en contacto con el metal activado de la espada corta.
Jubal subió a saltos los peldaños para ir a su encuentro, asestando mandobles con
la espada. Seguía despotricando con una voz que ya no era en absoluto la suya. Atacó
violentamente a Loken, que saltó hacia atrás, ascendiendo por los peldaños, y luego
empezó a rechazar los mandobles con su propia arma. Centellearon las chispas, y las
espadas chocaron entre sí como el tañido de una campana discordante. La altura no
era una ventaja en aquella pelea, ya que Loken tenía que agacharse mucho para
mantener la guardia.
Las espadas de combate no eran armas para duelos. Cortas y con doble filo,
estaban hechas para apuñalar, para la embestida violenta en el campo de batalla.
Carecían de alcance o de sutileza. Jubal atacaba con la suya como si fuera una hacha,
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forzando a Loken a defenderse. Las hojas hendían el agua que caía mientras segaban
el aire, chisporroteando en medio de columnas de vapor.
Loken se enorgullecía de mantener una tiránica disciplina y práctica de todas las
armas. Pasaba regularmente entre seis y ocho horas seguidas en las jaulas de
adiestramiento de la nave, y esperaba que todos los hombres a su mando hicieran lo
mismo. Sabía que Xavyer Jubal era ante todo un maestro con las dagas y las hachas de
entrenamiento, pero que no era manco con la espada.
Excepto ese día. Jubal había dejado de lado toda su habilidad o la había olvidado
en el arrebato de locura que había engullido su mente. Atacaba a Loken como un
maníaco, en medio de un frenesí de cuchilladas y golpes, y Loken se veía igualmente
obligado a prescindir de gran parte de su habilidad en un esfuerzo por bloquear y
rechazar. Tres veces consiguió empujar a Jubal espigón abajo unos pocos peldaños,
pero el otro siempre contraatacaba y lo obligaba a seguir subiendo por el arco. En una
ocasión, Loken tuvo que dar un brinco para evitar un mandoble bajo, y recuperó a
duras penas el equilibrio cuando volvió a aterrizar. Bajo el plateado aguacero, los
peldaños resultaban traicioneros, y era necesario esforzarse tanto para mantener el
equilibrio como para resistir los ataques constantes de Jubal.
Todo finalizó bruscamente, como una sacudida. Jubal atravesó la guardia de
Loken y hundió todo el filo de su hoja en el blindaje del hombro izquierdo.
—¡Samus está aquí! —chilló jubiloso, pero su hoja, llameando de energía, estaba
firmemente encajada.
—Samus está acabado —respondió Loken, y hundió la punta de su espada en el
pecho al descubierto de su adversario.
La espada se hundió limpiamente, y la punta salió por la espalda del lobo lunar.
Jubal titubeó, soltando su propia arma, que permaneció encajada en la hombrera
de Loken, y con manos temblorosas alargó los brazos hacia el rostro de Loken, no
violentamente sino con suavidad, como si implorara misericordia o incluso ayuda. El
agua chapoteaba sobre ellos y discurría por el blanco blindaje.
—Samus… —jadeó, y Loken arrancó su espada.
Jubal dio un traspié y se tambaleó. La sangre goteaba por la abertura de la placa
del pecho, y se diluía en cuanto se mezclaba con la llovizna para cubrir el blindaje del
vientre y los muslos con una mancha rosada.
Se desplomó hacia atrás, rodando una y otra vez por los peldaños en un molinete
de extremidades pesadas y desmadejadas. A cinco metros de la base del espigón, su
precipitada carrera lo hizo saltar casi fuera de los peldaños, y se detuvo, con las
piernas balanceándose, colgando en parte sobre el abismo, para luego resbalar poco a
poco de espaldas bajo su propio peso. Loken oyó el lento chirrido de la armadura al
arañar la resbaladiza piedra.
Saltó de la escalera para colocarse junto a Jubal, y llegó justo momentos antes de
que este desapareciera en el abismo. Agarró al herido por el borde de la hombrera
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izquierda y empezó a tirar de él lentamente de vuelta sobre el espigón. Resultaba casi
imposible. Jubal parecía pesar un millón de toneladas.
Los tres miembros supervivientes de la Escuadra Brakespur permanecían
inmóviles al pie de los peldaños, contemplando sus esfuerzos.
—¡Ayudadme! —aulló Loken.
—¿A salvarlo? —preguntó uno.
—¿Por qué? —inquirió otro de ellos—. ¿Por qué querríamos hacerlo?
—¡Ayudadme! —volvió a rugir Loken.
No se movieron. Presa de desesperación, Loken alzó su espada y la hundió con
fuerza, clavando el hombro derecho de Jubal a los peldaños. Inmovilizado de aquel
modo, su descenso se detenía. El capitán arrastró su propio cuerpo de vuelta al
espigón.
Jadeando, se quitó penosamente el casco abollado y escupió una bocanada de
sangre.
—Traed a Vipus —ordenó—. Traedlo ahora.
Cuando por fin los condujeron al altiplano, no había gran cosa que ver y la luz se
desvanecía. Euphrati tomó unas cuantas pictografías al azar de las naves de ataque
estacionadas y del cono de humo que se alzaba del risco destrozado, pero sin esperar
demasiado de ninguna de ellas. Todo parecía apagado y sin vida allí arriba. Incluso la
vista de las montañas que los rodeaban era insípida.
—¿Podemos ver la zona de combate? —preguntó a Sindermann.
—Nos han dicho que esperemos.
—¿Hay algún problema?
El hombre sacudió la cabeza. Fue la clase de movimiento que quería decir: «No lo
sé». Al igual que todos ellos, llevaba puesto el respirador, pero parecía débil y cansado.
Reinaba un silencio espectral. Grupos de Lobos Lunares regresaban con pasos
lentos a las naves de ataque procedentes de la fortaleza, y tropas del ejército habían
asegurado ya la meseta. A los rememoradores les habían dicho que se había obtenido
una victoria total, pero no se veían signos de júbilo.
—Es algo maquinal —indicó Sindermann cuando Euphrati lo interrogó al
respecto—. Es simplemente un ejercicio rutinario para la legión. Una acción de baja
intensidad, tal como dije antes de que nos pusiéramos en camino. Lo siento si la
decepciona.
—No, no es así —respondió ella; pero en realidad existía una sensación de
anticlímax en todo aquello.
La mujer no estaba segura de lo que había esperado, pero el ajetreo del descenso y
el extraño incidente en Kasheri habían empezado a emocionarla. En aquellos
momentos, todo había acabado, y ella no había visto nada.
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—Carnis quiere entrevistar a algunos de los guerreros que regresan —dijo Siman
Sark—, y me ha pedido que les saque pictografías mientras lo hace. ¿Sería eso lícito?
—Diría que sí —suspiró Sindermann, y llamó a un oficial del ejército para que
condujera a Carnis y a Sark hasta los astartes.
—Creo que un poema sinfónico sería de lo más apropiado —dijo Tolemew Van
Krasten en voz alta—. Una composición sinfónica completa aplastaría la atmósfera,
me parece.
Euphrati asintió, sin comprender realmente.
—Una clave menor. Mi o la tal vez. Me entusiasma el título Los espíritus de las
Cabezas Susurrantes, o quizá, La voz de Samus. ¿Qué crees?
Ella lo miró con sorpresa.
—Bromeaba —respondió él con una sonrisa entristecida—. No tengo ni idea de a
lo que se supone que debo responder aquí ni cómo. Todo parece tan austero…
Euphrati Keeler había considerado a Van Krasten un tipo pedante, pero en aquel
momento sintió simpatía por él. Cuando el compositor se dio la vuelta y alzó los ojos
para contemplar tristemente el pico humeante, una idea se apoderó de la mujer y esta
alzó su pictógrafo.
—¿Acabas de hacerme un retrato? —se extrañó él.
—¿Te importa? —preguntó la mujer a modo de respuesta—. Tu expresión
mirando al pico de ese modo parecía resumir cómo nos sentimos todos.
—Pero soy un rememorador —protestó él—. ¿Debería estar en tu crónica?
—Todos estamos en esto. Testigos o no, todos estamos aquí —respondió ella—.
Capturo lo que veo. ¿Quién sabe? A lo mejor puedes devolver el favor. ¿Un pequeño
estribillo de flautas en tu siguiente obertura que represente a Euphrati Keeler?
Los dos se echaron a reír.
Un lobo lunar se aproximaba al grupo que formaban.
—Ñero Vipus —dijo, haciendo el signo del áquila—. El capitán Loken les presenta
sus respetos y desea la presencia del maestro Sindermann de inmediato.
—Soy Sindermann —respondió el anciano—. ¿Hay algún problema, señor?
—Se me ha pedido que lo conduzca junto al capitán —respondió Vipus—. Por
aquí, por favor.
Los dos hombres se alejaron, con Sindermann acelerando el paso para poder
mantener el ritmo de las grandes zancadas de Vipus.
—¿Qué sucede? —preguntó Van Krasten en voz muy baja.
—No lo sé. Vayamos a averiguarlo —respondió Keeler.
—¿Seguirlos? No creo.
—Yo me apunto —intervino Borodin Flora—. En realidad no se nos ha dicho que
nos quedemos aquí.
Miraron alrededor. Twell se había sentado junto a la riostra de aterrizaje de proa
de una nave de asalto y empezaba a realizar un bosquejo con carboncillos sobre un
pequeño bloc. Carnis y Sark estaban ocupados en otra parte.
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—Vamos —dijo Euphrati Keeler.
Vipus condujo a Sindermann al interior de la fortaleza en ruinas. El viento gemía
y silbaba por los lóbregos túneles y estancias. Miembros del ejército sacaban a los
muertos de los vestíbulos de acceso y los arrojaban al desfiladero, pero Vipus seguía
viéndose obligado a hacer pasar al iterador junto a muchos cuerpos encogidos y
reventados. El lobo lunar no dejaba de decir cosas como: «Siento que tenga que ver
esto, señor» y «Mire a otro lado para no herir sus sentimientos».
Sindermann no podía mirar a otro lado. Había iterado lealmente durante muchos
años, pero aquella era la primera vez que recorría un campo de batalla reciente, y lo
que veía lo consternaba y se grababa a fuego en su memoria. El hedor a sangre y heces
lo abrumaba. Vio figuras humanas destrozadas y tratadas con brutalidad, más allá de
lo que habría imaginado posible. Vio paredes recubiertas de sangre y sesos,
fragmentos de huesos reventados que rezumaban tuétano, partes de cuerpos
cubriendo los suelos empapados en sangre.
—Terra —musitó una y otra vez.
Aquello era lo que hacían los astartes. Aquello era la realidad de la Cruzada del
Emperador. Una mortandad a una escala increíble.
—Terra —susurró.
Cuando llegó por fin ante Loken, que lo aguardaba en una de las salas superiores
de la fortaleza, la palabra se había convertido en «terror» sin que él se diera cuenta.
Loken estaba de pie en una amplia sala oscura junto a una especie de estanque. El
agua gorgoteaba por una de las paredes de un color negro apagado y el aire olía a
humedad y a óxidos. Una docena de solemnes Lobos Lunares acompañaban a Loken,
incluido un tipo gigantesco con una armadura reluciente de exterminador, pero
Loken llevaba la cabeza descubierta. Su rostro estaba lleno de magulladuras. Se había
quitado la hombrera izquierda, que yacía a su lado en el suelo, atravesada por una
espada corta.
—Han hecho algo tan extraordinario —dijo Sindermann con voz débil—. No creo
que hubiera comprendido del todo lo que ustedes los astartes eran capaces de hacer,
pero ahora…
—Silencio —dijo con brusquedad Loken.
Miró a los Lobos Lunares que lo rodeaban y los despidió con un movimiento de
cabeza. Los hombres desfilaron junto a Sindermann, sin prestarle atención.
—Quédate cerca, Ñero —indicó Loken.
Vipus asintió mientras cruzaba la puerta de la sala.
Ahora que la habitación estaba casi vacía, Sindermann pudo ver que había un
cuerpo tumbado junto al estanque. Era el cuerpo de un lobo lunar, flácido y sin vida,
no llevaba puesto el casco, y la blanca armadura estaba salpicada de sangre. Le habían
atado los brazos al tronco con cuerda de escalar.
—No… —empezó Sindermann—. No comprendo, capitán. Se me dijo que no
había habido bajas.
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—Eso es lo que vamos a decir —dijo Loken, asintiendo despacio—. Esa será la
línea oficial. La Décima tomó esta fortaleza con un ataque limpio, sin bajas, y eso es
totalmente cierto. Ninguno de los insurgentes consiguió matar a nadie. Ni siquiera
causar una herida. Acabamos con un millar de ellos.
—Pero ¿este hombre…?
Loken miró a Sindermann. Su rostro estaba preocupado, más preocupado de lo
que el iterador lo había visto nunca antes.
—¿Qué sucede, Garviel? —preguntó.
—Ha sucedido algo —dijo Loken—. Algo tan… tan inconcebible que yo…
Calló, y miró el cadáver atado de Jubal.
—Tengo que hacer un informe, pero no sé qué decir. Carezco de marco de
referencia. Me alegro de que esté aquí, Kyril, usted precisamente. Me ha aconsejado
bien a través de los años.
—Me gusta pensar que…
—Necesito su consejo ahora.
Sindermann se adelantó y posó la mano en el brazo del gigantesco guerrero.
—Puede confiarme cualquier cuestión, Garviel. Estoy aquí para servir.
Loken bajó los ojos hacia él.
—Esto es confidencial. Totalmente confidencial.
—Comprendo.
—Ha habido muertes hoy. Seis hermanos de la Escuadra Brakespur, incluido
Udon. Otro se aferra desesperadamente a la vida. Y la Hellebore…, la Hellebore ha
desaparecido, y temo que estén muertos también.
—No puede ser. Los insurgentes no pueden haber…
—Ellos no hicieron nada. Este es Xavyer Jubal —dijo Loken, señalando en
dirección al cuerpo del suelo—. Él mató a los hombres —declaró con sencillez.
Sindermann se balanceó hacia atrás como si lo hubieran abofeteado. Pestañeó.
—¿Él qué? Lo siento, Garviel, pensé por un momento que dijo que…
—Él mató a los hombres. Jubal mató a los hombres. Usó su bólter y sus puños y
mató a seis de los brakespur justo ante mis ojos, y me habría matado a mí también si
yo no lo hubiera acuchillado.
Sindermann sintió que le temblaban las piernas. Encontró una roca no muy lejos
y se sentó bruscamente.
—Terra —jadeó.
—Terror es lo correcto. Los astartes no pelean contra los astartes. Los astartes no
matan a los suyos. Va en contra de todas las normas de la naturaleza y del hombre. Es
contrario al mismo código genético que el Emperador fusionó en nosotros cuando
nos forjó.
—Debe de haber algún error —dijo Sindermann.
—Ningún error. Lo vi hacerlo. Era un demente. Estaba poseído.
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—¿Qué? Tenga cuidado. Está acudiendo a la antigua terminología, Garviel.
Posesión es una palabra espiritualista que…
—Estaba poseído. Afirmaba que era Samus.
—¡Oh!
—¿Ha oído el nombre, entonces?
—He oído el susurro. Eso no era más que propaganda enemiga, ¿no es cierto? Se
nos dijo que lo consideráramos como tácticas intimidatorias.
Loken se tocó las magulladuras del rostro, sintiendo su dolor.
—Eso pensé. Iterador, voy a preguntarle esto una sola vez. ¿Son reales los
espíritus?
—No, señor. Categóricamente no.
—Eso nos enseñan y por lo tanto nos sentimos liberados, pero ¿podrían existir?
Este mundo está plagado de superstición y templos religiosos. ¿Podrían existir aquí?
—No —respondió Sindermann con más firmeza—. No hay espíritus, ni demonios
ni fantasmas en los oscuros confines del cosmos. La Verdad nos lo ha demostrado.
—He estudiado el archivo, Kyril —respondió Loken—. Samus era el nombre que
la gente de este mundo daba a su principal espíritu maligno. Lo encerraron en estas
montañas. Eso dicen sus leyendas.
—Leyendas, Garviel. Solo leyendas. Mitos. Hemos aprendido mucho durante el
tiempo pasado entre las estrellas, y la más pertinente de esas cosas es que siempre
existe una explicación racional, incluso para los acontecimientos más misteriosos.
—¿Un astartes saca su arma y mata a los suyos mientras declara que es un
demonio surgido del infierno? Racionalice eso, señor.
—Cálmese, Garviel —dijo Sindermann poniéndose en pie—, y lo haré.
Loken no respondió. Sindermann fue hacia el cuerpo de Jubal y lo contempló con
atención. Los ojos abiertos y fijos del hombre estaban en blanco y totalmente
inyectados en sangre. La carne del rostro demacrada y apergaminada, como si hubiera
envejecido diez mil años. Unos dibujos curiosos, como grupos de manchas o lunares,
resultaban visibles en la piel sumamente tirante.
—Estas marcas —dijo Sindermann—. Estas repugnantes señales de consunción.
¿Podrían ser trazas de enfermedad o infección?
—¿Qué? —preguntó Loken.
—¿Un virus quizá? ¿Una reacción a la toxicidad? ¿Una pestilencia?
—Los astartes son resistentes.
—A la mayoría de cosas, pero no a todo. Creo que esto podría ser alguna
contaminación. Algo tan virulento que destruyó la mente de Jubal junto con su
cuerpo. Las plagas pueden enloquecer a la gente y corromper su carne.
—Entonces, ¿por qué solo a él? —inquirió Loken.
—¿Tal vez algún defecto imperceptible en su código genético? —respondió
Sindermann, encogiéndose de hombros.
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—Pero actuaba como si estuviera poseído —dijo Loken, repitiendo la palabra con
un énfasis brutal.
—Todos hemos estado expuestos a la propaganda del enemigo. Si la mente de
Jubal estaba enloquecida por la fiebre, simplemente podría haber estado repitiendo las
palabras que había oído.
Loken reflexionó unos instantes.
—Habla usted con mucho sentido, Kyril —dijo.
—Siempre.
—Una peste —asintió Loken—. Es una explicación lógica.
—Han padecido una tragedia hoy, Garviel, pero espíritus y demonios no tuvieron
parte en ella. Ahora póngase a trabajar. Tiene que poner esta zona en cuarentena y
hacer venir a un grupo de médicos. Pueden ocurrir otros brotes. Los no-astartes,
como yo mismo, podríamos ser menos resistentes, y el cadáver del pobre Jubal podría
ser todavía un portador de la enfermedad.
Sindermann volvió a echar una mirada al cuerpo.
—Gran Terra —dijo—. La enfermedad ha hecho enormes estragos. Lloro al
contemplar este desperdicio.
Con un crujido de tendones secos, Jubal alzó la cabeza y miró fijamente a
Sindermann con los ojos inyectados en sangre.
—Cuidado —resolló.
Euphrati Keeler había dejado de tomar pictografías. Almacenó los retratos. Las cosas
que veían en los estrechos túneles de la fortaleza no se podían registrar porque iban
más allá de todo lo que podía considerarse decente. Jamás había imaginado que la
figura humana se pudiera desmantelar de un modo tan lastimoso, tan total. El hedor a
sangre en el aire estancado y frío le producía arcadas a pesar del respirador.
—Quiero regresar ahora —dijo Van Krasten, que temblaba y estaba muy alterado
—. No hay música aquí. Se me revuelve el estómago.
Euphrati se sintió inclinada a darle la razón.
—No —dijo Borodin Flora con una voz ahogada y decidida—. Debemos verlo
todo. Somos los rememoradores elegidos. Es nuestro deber.
Euphrati estaba totalmente segura de que Flora se esforzaba por no vomitar, pero
simpatizó con aquel sentimiento. Era su deber. Era el motivo por el que los habían
reunido; para registrar y conmemorar la Cruzada de la Humanidad. Fuera como
fuera.
Volvió a extraer el pictógrafo de su maletín y sacó unas cuantas instantáneas a
modo de prueba. No de los muertos, pues eso sería indecente, sino de la sangre de las
paredes, del humo que se agitaba en el viento por los estrechos túneles, de los
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montones de casquillos usados y desperdigados que cubrían el suelo moteado de
negro.
Equipos de soldados pasaron junto a ellos arrastrando cuerpos fuera de allí para
ser eliminados. Algunos dedicaban miradas curiosas a los tres visitantes.
—¿Se han perdido? —preguntó uno.
—En absoluto. Se nos permite estar aquí —respondió Flora.
—¿Por qué querrías estar aquí? —se preguntó el hombre.
Euphrati tomó una serie de instantáneas generales de soldados, casi de perfil,
recogiendo partes de cuerpos en un cruce de túneles. Le heló la sangre contemplarlo,
y esperó que las pictografías tuvieran el mismo efecto en su público.
—Quiero regresar —dijo de nuevo Van Krasten.
—No te separes o te perderás —advirtió la mujer.
—Creo que podría vomitar —admitió él.
Estaba a punto de dar una arcada cuando un alarido agudo y desgarrador resonó
por los túneles.
—¿Qué diablos fue eso? —susurró Euphrati.
Jubal se puso en pie. Las cuerdas que lo ataban se partieron liberando sus brazos.
Chilló, y luego chilló otra vez. Sus aullidos frenéticos se elevaron y resonaron por la
habitación.
Sindermann retrocedió tambaleante presa de un pánico total. Loken corrió al
frente e intentó contener al demente que se reanimaba.
Jubal lo atacó con un violento puñetazo que lo alcanzó en el pecho. Loken salió
despedido hacia atrás contra el estanque, en cuyas aguas se estrelló.
Jubal giró, encorvado. De la boca entreabierta le colgaba un hilillo de saliva, y sus
ojos inyectados en sangre giraron como brújulas marcando el norte geográfico.
—Por favor, por favor… —farfulló Sindermann, retrocediendo.
—Cui… dado.
Las palabras se arrastraron perezosamente fuera de la boca babeante del hombre.
Avanzó pesadamente. Algo le estaba sucediendo, algo maligno y aniquilador. Se
hinchaba, se expandía tan violentamente que su armadura empezó a agrietarse y a
partirse; secciones de blindaje cayeron de su cuerpo, dejando al descubierto los
gruesos brazos inflados por la gangrena y unos bultos fibrosos. La piel tirante estaba
pálida y azulada. El rostro aparecía crispado, abultado y lívido, y la lengua colgaba de
la boca en putrefacción, larga y serpenteante.
Alzó las manos rollizas e infladas en actitud triunfal, dejando al descubierto las
uñas convertidas en garras oscuras y zarpas afectadas de psoriasis.
—Samus está aquí —dijo arrastrando las palabras.
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Sindermann cayó de rodillas ante la deforme bestia. Jubal apestaba a
descomposición y a heridas purulentas. Avanzó arrastrando los pies. Su figura
parpadeaba y danzaba envuelta en una nebulosa luz amarilla, como si no estuviera
totalmente sincronizado con el presente.
Un disparo de bólter lo alcanzó en el hombro derecho y estalló sobre el tegumento
parecido a corteza en que se había convertido su piel. Jirones de carne y pedazos de
pus salieron disparados en todas direcciones. En la entrada de la sala, Ñero Vipus
volvió a apuntar.
La cosa que en una ocasión había sido Xavyer Jubal agarró a Sindermann y lo
lanzó contra Vipus. Los dos chocaron de espaldas contra la pared, y Vipus soltó su
arma en un esfuerzo por atrapar y amortiguar el golpe de Sindermann y así proteger
los frágiles huesos del anciano iterador.
La criatura pasó junto a ellos arrastrando los pies y penetró en el túnel, dejando
tras de sí un rastro malsano de gotas de sangre y de un fluido horrible y descolorido.
Euphrati vio a la cosa ir a por ellos e intentó decidir si chillaba o alzaba su
pictógrafo. Al final, hizo ambas cosas. Van Krasten perdió el control de sus funciones
corporales y cayó al suelo en medio de un charco de su propia creación. Borodin
Flora se limitó a retroceder, moviendo la boca en silencio.
La criatura-Jubal avanzó por el túnel en dirección a ellos. Era corpulenta y
deforme, con la piel tensada por gibas e hinchazones. Había alcanzado un tamaño tan
gigantesco que lo poco que quedaba de su armadura nacarada arrastraba por el suelo
detrás de ella a modo de jirones metálicos. Puntos y lunares extraños marcaban su
carne, y el rostro de Jubal se había deformado hasta convertirse en un hocico de perro
en el que sus dientes humanos sobresalían como erráticos indicadores de marfil,
desplazados por la fina y transparente tanda de colmillos afilados como agujas que en
aquellos momentos revestían su boca. Había tantos colmillos en la boca que esta ya no
podía cerrarse. Los ojos eran charcos de sangre, y centelleos espasmódicos de luz
amarilla le rodeaban el cuerpo formando figuras y formas borrosas. Aquellos
centelleos hacían que los movimientos de Jubal parecieran estar mal, como si se
tratara de una imagen sacada de un pictógrafo, mal editada y que se movía a una
velocidad ligeramente excesiva.
Cogió a Tolemew Van Krasten y lo estrelló como un juguete contra las paredes del
túnel, a un lado y a otro, con un terrible efecto demoledor y sanguinolento, hasta el
punto que cuando lo soltó, poco quedaba ya de Tolemew por encima del esternón.
—¡Oh, Terra! —chilló Keeler, vomitando violentamente.
Borodin se colocó ante ella para enfrentarse al monstruo, y efectuó el signo
desafiante del áquila.
—¡Fuera de aquí! —gritó—. ¡Fuera de aquí!
La criatura-Jubal se inclinó hacia adelante, abrió la boca hasta unas dimensiones
inimaginables, dejando al descubierto un número inconcebible de dientes afilados
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como agujas, y le arrancó a Borodin Flora la cabeza y el torso de un mordisco. El resto
del cuerpo cayó al suelo expulsando sangre como una manguera a presión.
Euphrati Keeler cayó de rodillas. El terror la había dejado incapaz de correr.
Aceptó su destino, en gran parte porque no tenía ni idea de cuál sería. En los últimos
instantes de su existencia se confirmó a sí misma que al menos no había añadido a
una muerte brutal la indignidad de orinarse encima ante tan incomprensible horror.
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Diez
El Señor de la Guerra y su hijo
Sin importar la ferocidad o inventiva del enemigo
Desmentido oficial
—¿Lo matasteis?
—Sí —respondió Loken, con la mirada fija en el suelo de tierra y con la mente en
otra parte.
—¿Estás seguro?
Loken alzó los ojos saliendo de su contemplación.
—¿Qué?
—Tengo que estar seguro —dijo Abaddon—. ¿Lo matasteis?
—Sí.
Loken estaba sentado en un tosco taburete de madera dura en una de las casas
comunales de Kasheri. La noche había descendido en el exterior, trayendo con ella un
viento cortante y malévolo que aullaba por la garganta y los picos de las Cabezas
Susurrantes. Una docena de lámparas de aceite iluminaban el lugar con un débil
resplandor ocre.
—Lo matamos. Ñero y yo juntos, con nuestros bólters. Hicieron falta noventa
proyectiles con el disparador en automático total. Estalló y ardió, y usamos un
lanzallamas para incinerar lo que quedó.
Abaddon asintió.
—¿Cuánta gente lo sabe?
—¿Lo del último acto? Yo, Ñero, Sindermann y la rememoradora Keeler.
Acabamos con esa cosa justo antes de que la partiera en dos de un mordisco. El resto
de gente que la vio está muerta.
—¿Qué has contado?
—Nada, Ezekyle.
—Eso está bien.
—No he contado nada porque no sé qué decir.
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Abaddon tomó otro taburete y lo acercó para sentarse frente a Loken. Los dos
llevaban puesta la armadura, sin los cascos. Abaddon encorvó bien la cabeza para
poder mirar a Loken a los ojos.
—Estoy orgulloso de ti, Garviel. ¿Me oyes? Te encargaste bien de esto.
—¿De qué me encargué? —inquirió él en tono sombrío.
—De la situación. Dime, antes de que Jubal volviera a levantarse, ¿quién estaba
enterado de los asesinatos?
—Más gente. Aquellos brakespur que sobrevivieron. Todos mis oficiales. Quería
su consejo.
—Hablaré con ellos —murmuró Abaddon—. Esto no debe saberse. Nuestra línea
será la que marcaste. Victoria espléndida, pero nada excepcional. La Décima aplastó a
los insurgentes, aunque hubo pérdidas en dos escuadrones. Pero la guerra es así. Uno
espera bajas. Los insurgentes combatieron con ferocidad y de un modo formidable
hasta el final. Las escuadras Hellebore y Brakespur tuvieron que soportar lo peor de su
ataque, pero se ha hecho avanzar a 63-19 hacia el acatamiento total. Gloria a la
Décima, y a los Lobos Lunares, gloria al Señor de la Guerra. El resto permanecerá
como una cuestión confidencial en el círculo más íntimo. ¿Se puede confiar en
Sindermann para que mantenga esto en secreto?
—Por supuesto, aunque está muy alterado.
—¿Y la rememoradora? Keener, ¿verdad?
—Keeler. Euphrati Keeler. Está conmocionada. No la conozco. No sé qué hará,
pero no tiene ni idea de qué fue lo que la atacó. Le dije que era una bestia salvaje. Ella
no vio cambiar… a Jubal. No sabe que era él.
—Bien, eso es algo. Colocaré un interdicto sobre ella, si es necesario. Tal vez unas
palabras serán suficientes. Repetiré la historia de la bestia salvaje; y le diré que
mantenemos el asunto confidencial por no perjudicar la moral de las tropas. Hay que
mantener a los rememoradores apartados de esto.
—Dos de ellos murieron.
Abaddon se puso en pie.
—Un trágico percance durante el despliegue. Un accidente al aterrizar. Conocían
los riesgos que corrían. Será una mancha a pie de página a una empresa por otra parte
ejemplar.
Loken alzó los ojos hacia el primer capitán.
—¿Intentas olvidar que esto ha sucedido, Ezekyle? Porque yo no puedo. Y no lo
haré.
—Digo que esto es un incidente militar y seguirá siendo confidencial. Es una
cuestión que involucra la seguridad y la moral de las tropas, Garviel. Estás alterado,
me doy perfecta cuenta. Piensa en el trauma innecesario que esto causaría si se
supiera. Arruinaría la confianza, quebraría el espíritu de la expedición, empañaría
toda la cruzada, por no mencionar la reputación impecable de la legión.
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La puerta de la casa comunal se abrió de un portazo y el vendaval aulló en el
interior por un instante antes de que la puerta volviera a cerrarse. Loken no alzó los
ojos. Esperaba que Vipus regresara en cualquier momento con los informes tras pasar
revista.
—Déjanos, Ezekyle —dijo una voz.
No era Vipus.
Horus no llevaba puesta la armadura. Iba vestido con simples prendas
impermeables, una cota de malla y una capa de pieles. Abaddon inclinó la cabeza y
abandonó la casa rápidamente.
Loken se había puesto en pie.
—Siéntate, Garviel —dijo Horus en voz baja—. Siéntate. Déjate de ceremonias
conmigo.
El capitán volvió a sentarse lentamente y el Señor de la Guerra se arrodilló junto a
él. Le habían conferido tal tamaño que al arrodillarse su cabeza quedaba a la misma
altura que la de Loken. Se desprendió de los negros guantes de piel y posó la mano
izquierda desnuda sobre el hombro del otro.
—Quiero que liberes tus preocupaciones, hijo mío —dijo.
—Lo intento, señor, pero no quieren abandonarme.
—Lo comprendo —repuso él, asintiendo.
—He convertido esta operación en un fracaso, señor —siguió Loken—. Ezekyle
dice que haremos como si no hubiera pasado nada para salvar las apariencias, pero
incluso si estos acontecimientos permanecen en secreto, yo cargaré con la vergüenza
de haberle fallado.
—¿Y cómo hiciste eso?
—Murieron hombres. Un hermano se volvió contra los suyos. Es un pecado
manifiesto. Un crimen de gran envergadura. Me encargó que tomara este foco de
resistencia, y yo lo he convertido todo en un desastre tal que se ha visto obligado a
venir en persona para…
—Chist —susurró Horus.
Alargó la mano y desprendió el guiñapo en el que se había convertido el
juramento de combate de Loken de la placa del hombro.
—Garviel Loken, ¿aceptas tu papel en esto? —leyó el Señor de la Guerra en voz
alta—. ¿Prometes conducir a tus hombres a la zona de guerra y llevarlos a la gloria, sin
importar la ferocidad o inventiva del enemigo? ¿Juras aplastar a los insurgentes de
63-19 a pesar de todo lo que puedan lanzar contra vosotros? ¿Juras hacer honor a la
XVI Legión y al Emperador?
—Hermosas palabras —dijo Loken.
—Lo son, realmente. Yo las escribí. Bien, ¿lo hiciste, Garviel?
—¿Hice qué, señor?
—¿Aplastaste a los insurgente de 63-19 a pesar de todo lo que lanzaron contra
vosotros?
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—Bueno, sí…
—¿Y condujiste a tus hombres a la zona de guerra, y los llevaste a la gloria, sin
importar la ferocidad o inventiva del enemigo?
—Sí…
—Entonces no veo cómo puedes haber fracasado en modo alguno, hijo mío.
Toma en consideración la última frase en particular. «Sin importar la ferocidad o
inventiva del enemigo». Cuando el pobre Jubal se trastornó, ¿te diste por vencido?
¿Huiste? ¿Perdiste el valor? ¿O luchaste contra su demencia y su crimen a pesar de lo
mucho que te asombraba?
—Luché, señor.
—¡Trono de Terra, sí, lo hiciste! ¡Sí, lo hiciste, Loken! Luchaste. Arroja lejos de ti
la vergüenza. No la aceptaré. Me has servido bien hoy, hijo mío, y solo lamento que
no se pueda proclamar más ampliamente la importancia del servicio que has
prestado.
Loken hizo intención de responder, pero calló en lugar de hablar. Horus se puso
en pie y empezó a pasear por la habitación. Encontró una botella de vino entre el
revoltijo de cosas que había en un aparador de la pared y se sirvió un vaso.
—Hablé con Kyril Sindermann —dijo, y tomó un sorbo de vino, asintiendo para
sí antes de proseguir, como si lo sorprendiera su calidad—. Pobre Kyril. Tener que
soportar algo tan terrible. Incluso habla de espíritus, ¿sabes? Sindermann el
Archiprofeta de la Verdad Secular hablando de espíritus. Lo saqué del error,
naturalmente. Mencionó que la cuestión de los espíritus también te preocupaba a ti.
—Kyril me convenció de que se trataba de una pestilencia, al principio, pero vi
cómo un espíritu…, un demonio… se apoderaba de Xavyer Jubal y rehacía su carne
para darle la forma de un monstruo. Vi cómo un demonio se apoderaba del alma de
Jubal y lo volvía en contra de los suyos.
—No, no lo viste —dijo Horus.
—¿Señor?
—Permite que te ilumine —respondió él, sonriendo—. Te diré lo que viste,
Garviel. Es un secreto que conocen solo muy pocos, aunque el Emperador, amado por
todos, sabe más que cualquiera de nosotros. Un secreto, Garviel, más secreto que
cualquiera que guardemos hoy. ¿Puedes guardarlo? Te haré partícipe de él porque
tranquilizará tu mente, pero necesito que lo guardes solemnemente.
—Lo haré.
El Señor de la Guerra tomó otro sorbo.
—Fue la disformidad, Garviel.
—La… ¿disformidad?
—Desde luego que lo fue. Conocemos el poder de la disformidad y el caos que
contiene. La hemos visto transformar hombres. Hemos visto las cosas espantosas que
infestan sus oscuras dimensiones. Sé que tú las has visto. En Erridas. En Syrinx. En la
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costa sangrienta de Tassilon. Hay entidades en la disformidad que podríamos
confundir fácilmente por demonios.
—Señor —empezó Loken—, me… me han adiestrado en el estudio de la
disformidad. Estoy perfectamente preparado para enfrentarme a sus horrores. He
combatido contra las criaturas repugnantes que surgen de las puertas del empíreo, y
sí, la disformidad es capaz de filtrarse al interior de un hombre y transmutarlo. He
visto cómo sucedía, pero solo en psíquicos. Es el riesgo que corren. No en astartes.
—¿Comprendes todo el mecanismo de la disformidad, Garviel? —preguntó Horus
mientras alzaba el vaso hacia la luz más próxima para examinar el color del vino.
—No, señor, no pretendo hacerlo.
—Ni yo tampoco, hijo mío. Ni tampoco lo comprende el Emperador, amado por
todos. No por completo. Me duele admitir eso, pero es la verdad, y nosotros nos
dedicamos a la Verdad por encima de todo lo demás. La disformidad es una
herramienta vital para nosotros, un medio de comunicación y transporte. Sin ella, no
existiría el Imperio de la Humanidad, pues no habría puentes rápidos entre las
estrellas. La utilizamos, y la enjaezamos, pero no poseemos un control absoluto sobre
ella. Es algo salvaje que tolera nuestra presencia pero no acepta que la dominen. Hay
poder en la disformidad, poder fundamental, no es bueno ni es malo, pero sí
elemental y execrable para nosotros. Es una herramienta que usamos por nuestra
cuenta y riesgo.
El Señor de la Guerra vació el vaso y lo dejó.
—Espíritus. Demonios. Esas palabras implican un poder mayor, un intelecto
diabólico y un propósito. Un arquetipo malvado con confabulaciones y estratagemas
cósmicas. Implican un dios, o dioses, en juego entre bastidores. Implican
precisamente el estado sobrenatural que tanto nos hemos esforzado, a través de la luz
de la ciencia, por quitarnos de encima. Implican brujería y una maldad palpable.
Miró a Loken, que estaba en el otro extremo de la habitación.
—Espíritus. Demonios. Lo sobrenatural. Hechicería. Son palabras que hemos
permitido que queden en desuso, pues nos desagradan las connotaciones, pero no son
más que palabras. Lo que viste hoy… llámalo espíritu. Llámalo demonio. Las palabras
sirven perfectamente, y utilizarlas no niega la verdad clínica del universo tal como lo
comprende el hombre. Pueden existir demonios en un cosmos secular, Garviel.
Siempre y cuando comprendamos el uso de la palabra.
—¿Qué significa en realidad la disformidad?
—Qué significa en realidad la disformidad. ¿Por qué acuñar términos nuevos para
sus horrores cuando tenemos una munificencia de palabras viejas que podrían servir
igual de bien? Utilizamos las palabras «alienígena» y «xenos» para describir la
inmundicia inhumana que encontramos en algunos escenarios. Las criaturas de la
disformidad son simplemente «alienígenas», también, pero no son formas de vida
como nosotros entendemos el término. No son orgánicas. Son extradimensionales, e
influencian nuestra realidad en modos que parecen propios de hechicería.
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Sobrenaturales, si lo prefieres. De modo que usemos todas esas palabras perdidas para
ellas…: demonios, espíritus, poseedores, transformistas. Todo lo que debemos
recordar es que no existen dioses ahí fuera, en la oscuridad, ni grandes demonios y
ministros del mal. No hay una maldad fundamental e inmutable en el cosmos. Este es
demasiado vasto y estéril para tal melodrama. Sencillamente hay criaturas inhumanas
que se oponen a nosotros, cosas que fueron creados para combatir y destruir. Orkos,
gykonianos, tusheptaños, eldars, jokaeros… y las criaturas de la disformidad, que son
más extrañas que todas ellas ya que exhiben poderes que son singulares para nosotros
debido a lo distinta que es su naturaleza.
Loken se puso en pie. Paseó la mirada por la estancia iluminada por las lámparas y
oyó el gemido del viento de la montaña en el exterior.
—He visto a psíquicos atrapados por la disformidad, señor —dijo—. Los he visto
cambiar y abotargarse por la podredumbre, pero jamás he visto que se apoderara de
un hombre en pleno uso de sus facultades. Jamás he visto vejar a un astartes de ese
modo.
—Sucede —respondió Horus, y a continuación hizo una mueca—. ¿Te
escandaliza? Lo siento. No lo damos a conocer. La disformidad puede penetrar en
cualquier cosa, si así lo desea. El de hoy fue un triunfo especial de su forma de actuar.
Estas montañas no están embrujadas, como narran los mitos, pero aquí la
disformidad se encuentra cerca de la superficie. Ese hecho por sí mismo ha dado pie a
los mitos. Los hombres han encontrado siempre técnicas para controlar la
disformidad, y las gentes de aquí han hecho precisamente eso. Lanzaron la
disformidad sobre vosotros hoy y el valiente Jubal pagó el precio.
—¿Por qué él?
—¿Por qué no él? Estaba enojado contigo por no tenerlo en cuenta, y su cólera lo
hizo vulnerable. Los zarcillos de la disformidad están siempre dispuestos a aprovechar
tales resquicios en la mente. Imagino que los insurgentes esperaban que docenas de
tus hombres cayeran bajo el poder que habían liberado, pero la Décima Compañía
tenía demasiada determinación para eso. Samus no era más que una voz procedente
del reino del Caos que por un instante fondeó en la carne de Jubal. Te ocupaste bien
de ello. Podría haber sido mucho peor.
—¿Está seguro de esto, señor?
Horus volvió a hacer una mueca divertida, y aquella sonrisa llenó a Loken de
repentina simpatía.
—Ing Mae Sing, señora de los astrópatas, me informó de un veloz pico de
disformidad en esta región justo después de que desembarcarais. Los datos son
consistentes y de peso. Las gentes de la zona usaron sus limitados conocimientos de la
disformidad, que probablemente consideraban como magia, para lanzar el horror del
empíreo sobre vosotros como arma.
—¿Por qué se nos han contado tan pocas cosas sobre la disformidad, señor? —
preguntó Loken, y miró directamente a los ojos de Horus mientras hacía la pregunta.
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—Porque se sabe muy poco —respondió el Señor de la Guerra—. ¿Sabes por qué
soy Señor de la Guerra, hijo?
—Porque es el más digno, señor.
Horus lanzó una carcajada y, sirviéndose otro vaso de vino, negó con la cabeza.
—Soy Señor de la Guerra, Garviel, porque el Emperador está ocupado. No se ha
retirado a Terra porque está cansado de la cruzada. Ha ido allí porque tiene una tarea
más importante que llevar a cabo.
—¿Más importante que la cruzada?
—Eso me dijo a mí —respondió Horus, asintiendo—. Después de Ullanor, creyó
que había llegado el momento en que podía dejar la tarea de la cruzada en las manos
de los primarcas para así disponer de libertad para acometer una obra más
importante aún.
—¿Cuál es?
Loken aguardó una respuesta, esperando alguna verdad trascendental. Pero lo que
el Señor de la Guerra dijo fue:
—No lo sé. No me lo contó. No se lo ha contado a nadie.
Horus calló. Durante lo que pareció una eternidad, el viento golpeó violentamente
los postigos de la casa comunal.
—Ni siquiera a mí —musitó el Señor de la Guerra.
Loken percibió una terrible sensación de agravio en su comandante, un orgullo
herido por el hecho de que ni él, ni siquiera él, había sido digno de conocer aquel
secreto.
Al cabo de un segundo, el Señor de la Guerra sonreía ya otra vez, olvidado ya el
sombrío estado de ánimo.
—No quiso cargarme con más responsabilidad, me dijo, pero no soy un estúpido.
Puedo hacer conjeturas. Tal como he dicho, el Imperio no existiría si no fuera por la
disformidad. Estamos obligados a usarla, pero sabemos peligrosamente poco sobre
ella. Creo que yo soy Señor de la Guerra porque el Emperador está ocupado
desentrañando sus secretos. Ha consignado su magnífica mente al dominio definitivo
de la disformidad, por el bien de la humanidad. Ha comprendido que sin una
comprensión definitiva y total del immaterium, zozobraremos y caeremos, sin
importar cuántos mundos conquistemos.
—¿Y si fracasa? —preguntó Loken.
—No lo hará —respondió tajante el Señor de la Guerra.
—¿Y si fracasamos nosotros?
—No lo haremos —declaró Horus—, porque nosotros somos sus leales servidores
e hijos. Porque no podemos fallarle. —Contempló su vaso medio vacío y lo dejó a un
lado—. Vine aquí buscando espíritus —bromeó—, y todo lo que encuentro es vino.
He aquí una lección para ti.
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Moviéndose pesadamente, sin hablar, los guerreros de la Décima Compañía saltaron
fuera de las naves de asalto que se enfriaban y corrieron en tropel por la cubierta de
embarque en dirección a sus alojamientos. No se oía ningún sonido a excepción del
tintineo de las armaduras y el golpear de los pies.
En medio de todos ellos, unos hermanos transportaban las andas en las que
reposaban los brakespur muertos, cubiertos con estandartes de la Legión. Cuatro de
ellos llevaban también a Flora y a Van Krasten, aunque ninguna bandera ceremonial
cubría los ataúdes de los rememoradores muertos. La campana del Regreso repicó en
la enorme cubierta y los hombres efectuaron el signo del áquila y se quitaron los
cascos.
Loken marchó lentamente en dirección a su sala de armas requiriendo los
servicios de sus artificieros. Llevaba el protector del hombro izquierdo en las manos,
con la espada de Jubal todavía profundamente incrustada en él.
Nada más entrar en su habitación, hizo intención de arrojar el miserable
recordatorio a un rincón, pero se detuvo en seco al darse cuenta de que no estaba
solo.
Mersadie Oliton estaba de pie entre las sombras.
—¿Señora? —dijo él, depositando el protector roto en el suelo.
—Capitán, lo siento. No era mi intención molestar. Su palafrenero me permitió
esperarle aquí, sabiendo que estaba a punto de regresar. Quería disculparme.
—¿De qué? —inquirió él, enganchando el abollado casco en el puntal superior de
la percha de su armadura.
La mujer se adelantó y la luz brilló en su piel negra y el largo y potenciado cráneo.
—Por perderme la oportunidad que me concedió. Tuvo usted la amabilidad de
sugerirme como candidata a acompañar la misión, y no me presenté a tiempo.
—Dé gracias por eso —respondió él.
La mujer frunció el entrecejo.
—Yo… Hubo un problema, ¿sabe? Un amigo mío, un compañero rememorador.
El poeta Ignace Karkasy. Tiene graves problemas, y estaba ocupada intentando
ayudarlo. Eso me entretuvo tanto que no pude llegar a la hora.
—No se perdió nada, señora —replicó Loken mientras empezaba a despojarse de
su armadura.
—Me gustaría hablar con usted sobre el aprieto en el que está Ignace. No sé si
pedirlo, pero creo que alguien de su influencia podría ayudarle.
—La escucho —dijo Loken.
—También yo le escucho, señor —indicó Mersadie.
La rememoradora dio un paso al frente y posó una mano diminuta sobre el brazo
del capitán para contenerlo ligeramente. El guerrero se había estado desprendiendo
de la armadura con gestos de una gran violencia y rabia.
—Soy una rememoradora, señor —siguió ella—. Su rememoradora, si no es
demasiado atrevido por mi parte decirlo. ¿Desea contarme lo que sucedió en la
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superficie? ¿Hay algún recuerdo que quiera compartir conmigo?
Loken inclinó la cabeza para mirarla con ojos que tenían el color de la lluvia. Se
apartó de ella.
—No —dijo.
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Segunda Parte
La hermandad en el país de las arañas
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Uno
Aborrecimiento y amor
Este mundo es muerte
Un ansia de gloria
Incluso después de haber dado muerte a un buen número de ellos, Saúl Tarvitz seguía
siendo incapaz de decir con alguna certeza dónde terminaba la biología del
megarácnido y empezaba su tecnología. Eran criaturas de lo más inconsútiles, una
fusión perfecta de artificio y organismo. No llevaban armadura ni empuñaban armas.
Su armadura era un tegumento adherido a sus caparazones de artrópodo, y poseían
armas de un modo tan natural como un hombre tiene dedos o boca.
Tarvitz las aborrecía, y las amaba también. Las aborrecía por su abominable
carencia de perfección humana, y las amaba porque eran adversarias realmente duras,
y venciéndolas, la Legión de los Hijos del Emperador darían otra zancada que los
acercaría más a alcanzar todo su potencial.
—Siempre necesitamos un rival —le había dicho lord Eidolon, y las palabras
habían quedado fijadas para siempre en la mente de Tarvitz—, un rival auténtico, con
una resistencia y fortaleza considerables. Únicamente contra un rival así se puede
medir adecuadamente nuestra bravura.
No obstante, había más en juego allí que la bravura de la legión, y Tarvitz lo
comprendía solemnemente. Los hermanos astartes tenían problemas, y aquello era
una misión —aunque nadie había osado realmente usar el término— de rescate. Era
del todo impropio sugerir abiertamente que los Ángeles Sangrientos necesitaran que
los rescataran.
Refuerzos. Esa era la palabra que se les había dicho que utilizaran, pero era difícil
reforzar lo que uno no podía encontrar. Llevaban sesenta y seis horas en la superficie
de Muerte y no habían encontrado ninguna señal de las fuerzas de la
140.ª Expedición.
Ni tampoco, en su mayor parte, de sus propios compañeros.
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El comandante general Eidolon había asignado a toda la compañía para el
desembarco en la superficie. El descenso había sido asqueroso, peor de lo que les
habían advertido antes del desembarco, y las advertencias ya habían sido de lo más
desalentadoras. Perturbaciones atmosféricas de pesadilla habían desperdigado sus
cápsulas de desembarco como si fueran desperdicios, arrojándolos totalmente fuera
de los vectores de aterrizaje proyectados. Tarvitz sabía que era probable que muchas
de las cápsulas ni siquiera hubieran conseguido llegar al suelo intactas, y se
encontraba con que era uno de los dos capitanes a cargo de poco más de treinta
hombres, aproximadamente un tercio de los efectivos que componían la compañía, y
todo lo que se había podido reagrupar tras el aterrizaje en el planeta. Debido a las
interferencias que provocaba la tormenta, no podían contactar con la flota que
permanecía en órbita, ni con Eidolon ni con ninguna otra sección de las fuerzas de
desembarco.
Suponiendo que Eidolon y cualquier otra sección de las fuerzas de desembarco
hubieran sobrevivido.
Toda la situación olía a lamentable fracaso, y el fracaso no era un concepto que a
los miembros de la Legión de los Hijos del Emperador les gustara contemplar. Para
convertir el fracaso en otra cosa, no tenían más elección que proseguir con el
cometido de la operación, así que se desplegaron siguiendo un modelo de búsqueda
para encontrar a los hermanos que habían venido a ayudar. Por el camino, a lo mejor,
podrían reunirse con otros elementos de sus desperdigadas fuerzas o incluso localizar
algún marco geográfico de referencia.
El entorno del lugar de desembarco era desconcertante. Bajo un cielo de un
blanco esmaltado, lleno de chisporroteos y mancillado por las tormentas escudo de
los megarácnidos, el terreno era una llanura ondulante de rojo polvo ferroso en el que
crecía un mar de gigantescos tallos de hierba de un color gris blanquecino como hielo
sucio. Cada tallo, tan grueso como el muslo acorazado de un hombre, se alzaba
verticalmente hasta una altura de veinte metros: correoso, seco y erizado de púas. Se
balanceaban suavemente bajo el viento radiactivo, pero tal era su tamaño, a nivel del
suelo, que el aire estaba inundado con los crujidos y chirridos de sus estructuras en
movimiento. Los astartes avanzaban entre el gimiente bosque de tallos igual que
piojos en un campo de trigo.
Había poquísima visión lateral. Muy por encima de sus cabezas, los verticales
brotes cabeceantes se erguían hacia las alturas y señalaban, incriminadores, el
resplandor coagulado del cielo. Alrededor de ellos, los tallos habían crecido tan
pegados unos a otros que un hombre solo alcanzaba a ver a unos pocos metros de
distancia en cualquier dirección.
Las bases de la mayoría de los tallos estaban repletos de hinchadas larvas negras:
una especie de bolsas del tamaño de la cabeza de un hombre, apelotonadas como
tumores aproximadamente en el metro de tallo situado más cerca del suelo. Las larvas
no hacían otra cosa que permanecer allí aferradas y, presumiblemente, beber.
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Mientras lo hacían, emitían un misterioso silbido siseante que aumentaba la acústica
sobrenatural del suelo del bosque.
Bulle había sugerido que las larvas podrían ser formas infantiles del enemigo, y
durante las primeras horas se habían dedicado a destruir sistemáticamente todas las
que habían encontrado con lanzallamas y espadas, pero la tarea era agotadora e
interminable. Había larvas por todas partes, y finalmente habían decidido dejarlo
correr y hacer caso omiso de las bolsas siseantes. Además, el icor fétido que brotaba
de las larvas cuando las atacaban dañaba los filos de sus armas y dejaba marcas en las
armaduras allí donde las salpicaba.
Lucius, el camarada capitán de Tarvitz, encontró el primer árbol, y los llamó a
todos para que se acercaran a inspeccionarlo. Era una cosa curiosa, compuesta al
parecer de una piedra blanca calcificada, y empequeñecía el circundante mar de tallos.
Tenía la forma de una seta con un amplio sombrerete: una cúpula de cincuenta
metros sostenida por un grueso tronco achaparrado de diez metros de ancho. La
cúpula era una complicada semiesfera de afiladas espinas de color hueso,
enmarañadas y terriblemente puntiagudas, con púas que tenían una longitud de dos o
tres metros.
—¿Para qué es esto? —preguntó Tarvitz lleno de curiosidad.
—Para nada —respondió Lucius—. Es un árbol. No tiene ningún propósito.
En aquello, Lucius se equivocaba.
Lucius era más joven que Tarvitz, si bien los dos tenían edad suficiente para haber
visto muchas maravillas en su vida. Eran amigos, excepto que la balanza de su amistad
estaba marcada e invisiblemente inclinada en una dirección. Saúl y Lucius
representaban el aspecto bipolar de la legión. Como todos los Hijos del Emperador,
estaban consagrados a la persecución de la perfección militar, pero Saúl se mantenía
diligentemente con los pies bien puestos en el suelo en tanto que Lucius era
ambicioso.
Hacía tiempo que Saúl Tarvitz había comprendido que Lucius lo aventajaría un
día en honor y rango. Era posible que Lucius se convirtiera en comandante general a
su debido tiempo, parte del reservado círculo interior del tradicionalmente jerárquico
núcleo de la legión. A Tarvitz no le importaba. Él era un oficial de campo, nacido para
estar en primera línea de fuego, y no sentía el deseo de ascender. Se contentaba con
glorificar al primarca y al Emperador, amado por todos, sabiendo a la perfección cuál
era su lugar y manteniéndolo con generosa devoción.
Lucius se mofaba festivamente de él en ocasiones, afirmando que Tarvitz intimaba
con los soldados rasos porque no podía ganarse el respeto de los oficiales. Tarvitz
siempre se lo tomaba a broma, porque sabía que Lucius no lo comprendía
debidamente. Saúl Tarvitz seguía el código con precisión, y se enorgullecía de ello;
además sabía que su destino ideal era como oficial de campo. Ansiar más habría sido
desmesurado e imperfecto. Tarvitz poseía principios, y despreciaba a cualquiera que
dejara a un lado sus propios principios en la persecución de objetivos inadecuados.
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Se trataba de una cuestión de pureza, no de superioridad. Eso era lo que las otras
legiones jamás comprendían.
Apenas quince minutos después del descubrimiento del árbol —el primero de
muchos que encontrarían desperdigados a lo largo de las crujientes praderas—
tuvieron que habérselas por primera vez con los megarácnidos.
La llegada del enemigo la anunciaron tres señales: las larvas de las inmediaciones
dejaron súbitamente de sisear; los imponentes tallos de hierba iniciaron una brusca
vibración estremecida, como si estuvieran electrificados, y a continuación los astartes
oyeron un extraño castañeteo que se acercaba.
Tarvitz apenas vio a los guerreros enemigos durante el primer enfrentamiento.
Salieron, repiqueteando y vibrando, del bosque de hierba, moviéndose a tal velocidad
que solo eran unas masas borrosas plateadas. La pelea duró doce segundos caóticos,
un período ocupado por completo por disparos, gritos y curiosos impactos pesados.
Luego, el enemigo volvió a desaparecer tan deprisa como había llegado, los tallos se
quedaron quietos y las larvas reanudaron sus siseos.
—¿Los viste? —preguntó Kercort, volviendo a cargar su bólter.
—Vi algo… —admitió Tarvitz, haciendo lo mismo.
—Durellen está muerto. También lo está Martius —anunció Lucius con
indiferencia, acercándose a ellos con algo en la mano.
Tarvitz no podía creer lo que le acababan de decir.
—¿Están muertos? ¿Sencillamente… muertos? —preguntó a Lucius. Sin duda la
pelea no había durado el tiempo suficiente como para haber incluido el fallecimiento
de dos astartes veteranos.
—Muertos —dijo el otro, asintiendo—. Puedes mirar sus cadáveres si lo deseas.
Están ahí. Fueron demasiado lentos.
Con el arma alzada, Tarvitz se abrió paso entre los tallos que se balanceaban,
algunos rotos y partidos por el frenético fuego de los bólters. Vio dos cuerpos caídos
sobre la tierra roja, con la hermosa armadura púrpura y dorada aserrada y bañada en
sangre.
Consternado, apartó los ojos de la carnicería.
—Localiza a Varras —ordenó a Kercort, y el hombre se marchó en busca del
apotecario.
—¿Matamos algo? —preguntó Bulle.
—Le di a algo —anunció Lucius con orgullo—, pero no encuentro el cuerpo. Dejó
esto.
Sostuvo en alto lo que llevaba en la mano.
Era una extremidad o parte de ella. Larga, delgada, dura. La parte principal, de un
metro de longitud, era una cuchilla ligeramente curva, al parecer fabricada con zinc
peinado o hierro galvanizado. Finalizaba en una punta increíblemente afilada. Era
delgada, no más gruesa que la muñeca de un hombre adulto. La larga hoja finalizaba
en una articulación que se ensanchaba y que la sujetaba a un sección más gruesa de la
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extremidad. Aquella parte también estaba acorazada con metal gris jaspeado, pero
finalizaba bruscamente en el punto donde el disparo de Lucius la había desgajado. El
extremo roto, en un corte transversal, mostraba un revestimiento de metal que
rodeaba una funda de quitina natural de artrópodo alrededor de una masa interna de
carne rosada y húmeda.
—¿Es un brazo? —preguntó Bulle.
—Es una espada —corrigió Katz.
—¿Una espada con una articulación? —resopló Bulle—. ¿Y con carne dentro?
Lucius sujetó la extremidad, justo por encima de la articulación, y la blandió como
un sable. La balanceó contra el tallo más próximo, y lo atravesó limpiamente. Con un
prolongado estrépito, el enorme tallo seco se vino abajo, desplomándose sobre otros
al caer.
Lucius empezó a reír, pero enseguida lanzó un grito de dolor y soltó la
extremidad. Incluso la parte de la base de esta, por encima de la articulación, tenía
filo, y era tan cortante que la fuerza de la mano al sujetarla había provocado que se
cortara a través del guantelete.
—Me ha hecho un corte —se quejó Lucius, dando golpecitos al guante perforado.
Tarvitz bajó los ojos hacia la extremidad, doblada e inmóvil en el suelo rojo.
—No me sorprende en absoluto que puedan hacernos trizas.
Media hora más tarde, cuando los tallos volvieron a estremecerse, Tarvitz se
enfrentó a su primer megarácnido cara a cara. Lo mató, pero fue una competición
muy reñida, que finalizó en un par de segundos.
A partir de aquel encuentro, Saúl Tarvitz empezó a comprender por qué Khitas
Frome había llamado Muerte a aquel mundo.
La enorme nave de guerra salió disparada como una ballena surgiendo de las aguas
del borrón de no-luz que era su punto de retraslación, y regresó otra vez al cosmos
silencioso y físico del espacio real con un impacto estremecedor. Había efectuado la
traslación doce semanas antes, según los relojes de a bordo, y había llevado a cabo un
viaje que debería haber durado dieciocho semanas. Se habían puesto en juego
enormes poderes para acelerar el tránsito, poderes que solo un Señor de la Guerra
podía invocar.
Avanzó durante unos seis millones de kilómetros, arrastrando tras de sí los
últimos zarcillos luminosos de llamarada plásmica procedentes de su enorme masa, a
modo de rémoras, hasta que los centelleos estroboscópicos de no-luz a popa
anunciaron la tardía llegada de sus consortes: diez cruceros ligeros y cinco transportes
de tropas de gran tamaño. Los rezagados encendieron los motores de espacio real y
corrieron cansinamente a colocarse en formación junto a la gigantesca nave insignia.
Mientras se aproximaban, como un banco de cachorros que nadaran cerca de su
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imponente progenitora, la nave insignia encendió sus propios propulsores y los
condujo al frente.
En dirección a 1-40-20. En dirección a Muerte.
Los detectores dispuestos en la proa emitieron sonidos agudos al percibir los
contornos magnéticos y energéticos de las otras naves estacionadas alrededor del
cuarto planeta del sistema, a ochenta millones de kilómetros más allá. El sol local era
amarillo y ardiente, y ondulaba repleto de ruidosas partículas cargadas de electricidad.
A medida que avanzaba a la cabeza de la rezagada flotilla, la nave insignia
retransmitió su protocolo reglamentario de saludo mediante el comunicador, una
pictografía complementada con transmisión de voz, el código del Consejo de Guerra
y formas astrotelepáticas.
—Aquí la Espíritu Vengativo, de la 63.ª Expedición. Esta nave se aproxima con
intenciones pacíficas, como una embajadora del Imperio de la Humanidad. Guarden
su artillería y estén listos. Confirmen recepción.
En el puente de la Espíritu Vengativo, el maestre Comnenus permanecía en su
puesto y aguardaba. Teniendo en cuenta su gran tamaño y la cantidad de personal
que alojaba, el puente estaba curiosamente silencioso. No se oía más que un
murmullo de voces bajas y el zumbido de los instrumentos. La nave misma protestaba
de modo audible. Crujidos indecorosos y gemidos sísmicos surgían de su inmenso
casco y cubiertas acodadas mientras la superestructura se relajaba y acomodaba tras
las tremebundas tensiones de torsión provocadas por la traslación a través de la
disformidad.
Boas Comnenus conocía casi todos los sonidos como si fueran viejos amigos, y
casi podía anticiparse a ellos. Había formado parte de la nave durante mucho tiempo,
y la conocía tan íntimamente como el cuerpo de una amante. Aguardó, preparado, a
la espera de crujidos que no debieran estar allí, el repentino campanilleo de alarmas
de fallos.
Por el momento, todo iba bien. Echó una veloz mirada al maestre de las
comunicaciones, que negó con la cabeza. Desvió la mirada hacia Ing Mae Sing, quien,
a pesar de ser ciega, supo perfectamente que la miraba.
—Ninguna respuesta, maestre —dijo.
—Repítanlo —ordenó.
Quería aquella señal de respuesta, pero más específicamente, esperaba el
establecimiento de posición. Tardaba demasiado. Comnenus tamborileó con sus
dedos de acero sobre el borde de la consola principal, y los oficiales de cubierta que lo
rodeaban se pusieron en tensión. Conocían, y temían, aquella señal de impaciencia.
Finalmente, un asistente se acercó de forma apresurada desde el foso de
navegación con una hoja de datos. Es posible que el asistente tuviera la intención de
disculparse por el retraso, pero Comnenus alzó los ojos rápidamente hacia él con un
zumbido de lentes potenciadores que indicaba: «No espero que hable». El asistente se
limitó a tenderle la hoja para su examen.
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Comnenus la leyó, asintió y la devolvió.
—Comunícalo y que quede registrado —dijo.
El asistente se detuvo el tiempo suficiente para que otro oficial de cubierta copiara
la hoja para el diario principal de tránsito, luego ascendió presuroso por la escalera
posterior del puente en dirección a la cubierta del strategium. Allí, tras saludar, lo
entregó al jefe de guardia, que lo tomó, se dio la vuelta y dio veinte pasos hasta las
puertas de cristal blindado del sanctasanctórum, donde lo entregó a su vez al jefe de la
escolta. El jefe de la escolta, un astartes imponente con la armadura dorada de los
custodios, leyó la hoja rápidamente, asintió, y abrió las puertas. Alargó la hoja a la
figura solemne de Maloghurst ataviada con una túnica, que esperaba justo al otro
lado.
Maloghurst leyó también la hoja, asintió a su vez, y volvió a cerrar las puertas.
—Se confirma la posición y se ha introducido en el diario —anunció el
palafrenero al sanctasanctórum—. 1-40-20.
Sentado en un sillón de respaldo alto que se había acercado las ventanas de las
portillas para disponer de una mejor visión del campo de estrellas del exterior, el
Señor de la Guerra aspiró profunda y pausadamente.
—Se toma nota de la conclusión de la travesía —respondió—. Que se registre mi
acuse de recibo.
Los veinte escribas que aguardaban alrededor de él garabatearon los detalles en
sus manifiestos, inclinaron la cabeza y se retiraron.
—¿Maloghurst? —El Señor de la Guerra volvió la cabeza para mirar a su
palafrenero—. Envía a Boas mis saludos, por favor.
—Sí, señor.
El Señor de la Guerra se puso en pie. Iba vestido con todo su equipo de combate
ceremonial, que refulgía dorado y blanco como la escarcha, con un manto enorme de
piel cubierta de escamas color púrpura echado sobre los hombros. El Ojo de Terra
observaba desde su peto. Se dio la vuelta para mirar a los diez oficiales astartes
reunidos en el centro de la habitación, y cada uno de ellos sintió que el Ojo lo miraba
a él con una impasible mirada escrutadora particular.
—Aguardamos sus órdenes, señor —dijo Abaddon que, al igual que los otros
nueve, llevaba la armadura de combate con una capa que descendía hasta el suelo, y el
casco con cresta sujeto en el pliegue del brazo izquierdo.
—Y estamos donde se supone que debemos estar —indicó Torgaddon—, y vivos,
lo que siempre es un buen principio.
Una sonrisa amplia cruzó por el rostro del Señor de la Guerra.
—Ya lo creo que lo es, Tarik. —Miró a los ojos a cada uno de los oficiales por
turno—. Amigos, parece que tenemos una guerra alienígena que disputar. Esto me
satisface. Orgulloso como estoy de nuestros logros en 63-19, esa fue una lucha
dolorosa que llevamos a cabo, pues soy incapaz de obtener satisfacción de una victoria
sobre los de nuestra propia raza, sin importar lo desatinadas y testarudas que fueran
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sus filosofías. Limita al soldado que hay en mí, e inhibe mi deleite en la guerra, y todos
nosotros somos guerreros, vosotros y yo. Hechos para el combate. Criados,
adiestrados y disciplinados. Excepto vosotros dos. —Horus sonrió con complicidad,
señalando con la cabeza a Abaddon y a Luc Sedirae—. Vosotros matáis hasta que os
tengo que decir que paréis.
—E incluso entonces tenéis que alzar la voz —añadió Torgaddon, y la mayoría de
los presentes rieron.
—Así pues una guerra alienígena es un deleite para mí —continuó el Señor de la
Guerra, sonriendo aún—. Un adversario claro y sencillo. Una oportunidad de librar
una guerra sin limitaciones, pesar o remordimiento. Vayamos y seamos guerreros por
un tiempo, pura y llanamente.
—¡Eso, eso! —chilló el anciano Iacton Qruze, serio y sobrio, a todas luces
preocupado por la constante frivolidad de Torgaddon.
Los otros nueve se mostraron más modestos en su asentimiento.
Horus condujo fuera del sanctasanctórum, a la cubierta del strategium, a los
cuatro capitanes del Mournival y a los comandantes de compañía. Sedirae de la 13.ª,
Qruze de la Tercera, Targost de la Séptima, Marr de la 18.ª, Moy de la 19.ª y Goshen
de la 25.ª.
—Ocupémonos de la táctica —dijo el Señor de la Guerra.
Maloghurst aguardaba preparado. Mientras movía en el aire su varita de control,
detalladas imágenes holográficas fueron apareciendo resplandecientes por encima del
estrado. Mostraban un perfil general del sistema, con caminos orbitales trazados, y la
posición y movimiento de los navíos localizados. Horus alzó la vista hacia los gráficos
y alargó la mano. Sensores de actuación incorporados a las puntas de los dedos de sus
guanteletes le permitieron dar vueltas a la exhibición holográfica y ampliar ciertos
segmentos.
—Veintinueve navíos —dijo—. Pensaba que la 140.ª tenía dieciocho naves en
total.
—Eso se nos dijo, señor —respondió Maloghurst.
En cuanto abandonaron el sanctasanctórum habían empezado a conversar en
cthónico para preservar la confidencialidad táctica mientras se hallaban al alcance de
los oídos del personal del puente. Aunque Horus no se había criado en Cthonia —
algo fuera de lo normal para un primarca, no había madurado en el mundo que era la
cuna de su legión—, hablaba con soltura el idioma. En realidad, lo hablaba con el
particular tono duro palatal y vocales toscas de un capataz del hemisferio occidental,
la más vulgar y ruda de las castas feroces de Cthonia. A Loken siempre le había
divertido oír aquel acento. En un principio, había supuesto que se debía a que era así
como el Señor de la Guerra lo había aprendido, precisamente de alguien que lo
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hablaba de aquel modo, pero ahora lo ponía en duda. Horus jamás hacía nada por
casualidad, y Loken creía que el tosco acento cthónico del Señor de la Guerra era una
afectación deliberada para poder parecer, ante los hombres, tan honrado y de tan
extracción humilde como cualquiera de ellos.
Maloghurst consultó una placa de datos que le había facilitado un oficial de
servicio que aguardaba.
—Confirmo que a la 140.ª se le dio una dotación de dieciocho navíos.
—Entonces ¿qué son estos otros? —preguntó Aximand—. ¿Naves enemigas?
—Estamos esperando el análisis de los sensores de perfil, capitán —respondió
Maloghurst—, y todavía no se ha recibido respuesta a nuestras comunicaciones.
—Di al maestre Comnenus que sea más… categórico —dijo el Señor de la Guerra
a su palafrenero.
—¿Quiere que le dé instrucciones para que coloque a nuestra dotación en línea de
combate, señor? —preguntó Maloghurst.
—Lo meditaré —respondió el Señor de la Guerra.
Maloghurst descendió cojeando los peldaños de la plataforma hasta el puente
principal para hablar con Boas Comnenus.
—¿Debemos formar una línea de batalla? —preguntó Horus a sus comandantes.
—¿Podrían ser los contornos adicionales de navíos alienígenas? —preguntó
Qruze, lleno de curiosidad.
—No tiene aspecto de despliegue de combate —respondió Aximand—. Y Frome
no dijo nada sobre navíos enemigos.
—Son nuestros —intervino Loken.
El Señor de la Guerra dirigió la mirada hacia él.
—¿Eso crees, Garviel?
—Me parece evidente, señor. Las tomas muestran un despliegue de naves
ancladas. Formación imperial de anclaje. Otros deben de haber respondido a la
llamada de ayuda… —Loken calló, y de improviso luchó por reprimir una sonrisa
avergonzada—. Usted lo sabía desde el principio, señor.
—Simplemente me preguntaba quién más habría sido lo bastante perspicaz como
para reconocer el patrón.
Horus sonrió, y Qruze meneó la cabeza con una mueca, avergonzado de su propio
error.
El Señor de la Guerra señaló la imagen con un movimiento de la cabeza.
—Así que, ¿qué es ese grandullón de ahí? Eso es una barcaza.
—¿La Misericordia? —sugirió Qruze.
—No, no, esa es la Misericordia. ¿Y qué es esto otro?
Horus se inclinó hacia adelante y pasó los dedos por la imagen fuertemente
iluminada.
—Parece como… música. Algo parecido a música. ¿Quién transmite música?
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—Retransmisión de estaciones interiores —respondió Abaddon, estudiando su
propia placa de datos—. Balizas. La 140.ª informó de treinta balizas en la parrilla del
sistema. Xenos. Sus transmisiones son repetitivas e intraducibles.
—¿De veras? ¿No tienen naves, pero tienen radiofaros? —Horus alargó los brazos
y cambió la disposición de las imágenes a un detenido desglose de pautas de
dispersión—. ¿Es esto intraducible?
—Eso dijo la 140.ª —respondió Abaddon.
—¿Nos hemos fiado de su palabra? —preguntó el Señor de la Guerra.
—Imagino que sí —replicó Abaddon.
—Esto tiene algún sentido —decidió Horus, mirando con atención los gráficos
luminosos—. Quiero que se examine. Quiero que lo examinemos nosotros. Empezad
con bloques numéricos estándar. Con respecto a la 140.ª, no pienso fiarme de su
palabra en nada. Vaya pésimo trabajo que han llevado a cabo aquí hasta el momento.
Abaddon asintió, y se dirigió a un lado para hablar con uno de los oficiales de
cubierta que aguardaban y hacer que se ejecutara la orden.
—Dijo que parecía música —observó Loken.
—¿Qué?
—Dijo que parecía música, señor —repitió Loken—. Una interesante elección de
palabra.
El Señor de la Guerra se encogió de hombros.
—Es matemático pero tiene un ritmo secuencial. No es aleatorio. Música y
matemáticas, Garviel. Dos lados de una moneda. Esto está estructurado de un modo
deliberado. A saber qué idiota de la 140.ª decidió que era intraducible.
—¿Lo ve solo con mirarlo? —inquirió Loken.
—¿No es evidente? —replicó Horus.
Maloghurst regresó.
—El maestre Comnenus confirma que todos los contactos son imperiales —dijo,
tendiendo otro listado de datos—. Han estado llegando otras unidades estas últimas
semanas en respuesta a las llamadas de ayuda. La mayoría son transportes del ejército
imperial en ruta a la estrella Carollis, pero la nave grande es la Corazón Orgulloso. La
III Legión, los Hijos del Emperador. Toda una compañía bajo el honorable mando del
comandante general Eidolon.
—Vaya, han llegado antes que nosotros. ¿Cómo les va?
Maloghurst se encogió de hombros.
—Da la impresión que… no muy bien, señor —contestó.
La designación oficial del planeta en el registro imperial era 140-20, por ser el
mundo número veinte sometido a acatamiento por la flota de la 140.ª Expedición.
Pero aquello era inexacto, pues quedaba claro que la 140.ª no había conseguido nada
parecido al acatamiento. Con todo, los Hijos del Emperador habían usado el número
para empezar, ya que hacer otra cosa habría sido un insulto al honor de los Ángeles
Sangrientos.
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Antes de llegar, el comandante general Eidolon había informado exhaustivamente
a sus astartes. Las transmisiones iniciales de la 140.ª habían sido claras y sucintas.
Khitas Frome, capitán de las tres compañías de la Legión de los Ángeles Sangrientos
que formaban el núcleo de la expedición, había informado de hostilidades xenos a los
pocos días de que sus fuerzas se posaran en la superficie de aquel mundo. Había
descrito: «Criaturas muy capaces, como escarabajos erguidos, pero hechos o cubiertos
de metal. El doble de altos que un hombre y muy beligerantes. Podría requerirse
ayuda si su número aumenta».
Después de eso, los comunicados retransmitidos habían sido un tanto
fragmentarios e intermitentes. Los combates «se habían vuelto más reñidos y
salvajes», y las formas xenos «parecían disponer de muchos efectivos». Transcurrida
una semana, sus transmisiones eran más apremiantes. «Hay una raza aquí que se nos
opone y a la que no podemos vencer fácilmente. Se niegan a aceptar comunicarse con
nosotros o establecer cualquier tipo de parlamento. Salen en multitud de sus
madrigueras. No puedo por menos que admirar su temple, aunque no están hechos
como nosotros. Su educación militar es realmente magnífica. Un digno adversario,
que se podría hacer constar como tal en nuestros anales».
Una semana después de eso, los mensajes de la expedición se habían vuelto
bastante más simples, enviados por el señor de la flota en lugar de Frome: «El
enemigo al que nos enfrentamos aquí es formidable y nos supera completamente.
Para tomar este mundo es necesaria toda la fuerza de la legión. Presentamos
humildemente una petición de refuerzos».
El último mensaje de Frome, retransmitido desde la superficie quince días más
tarde por la flota expedicionaria, había sido un chirrido apenas audible de ruido
indescifrable en su mayor parte. Toda la inteligibilidad e intención de sus palabras
resultó hecha pedazos por la salvaje distorsión. Lo único contundente que había
conseguido llegar fue su declaración final. Cada palabra parecía haber sido
pronunciada con un esfuerzo inhumano.
—Este… mundo… es… muerte.
Y así lo habían llamado ellos.
El destacamento de la Legión de los Hijos del Emperador era comparativamente
pequeño en tamaño: simplemente una compañía de los efectivos principales de la
legión, transportada por la barcaza de combate Corazón Orgulloso, al mando de lord
Eidolon. Tras una breve gira de mantenimiento de la paz por los mundos
recientemente sometidos en el cinturón del Satyr Lanxus, se dirigían a reunirse con su
primarca y compañías hermanas en la estrella Carollis para iniciar un avance en masa
sobre el cúmulo Bipliegue Menor. Sin embargo, durante su tránsito, la
140.ª Expedición inició sus peticiones de ayuda, y el destacamento era la unidad
imperial más próxima en condiciones de responder. Lord Eidolon había solicitado
permiso inmediato de su primarca para cambiar el rumbo e ir en ayuda de la
expedición.
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Fulgrim había concedido su autorización al momento. Los miembros de la Legión
Hijos del Emperador no dejarían jamás a sus hermanos astartes en peligro. Eidolon
recibió la bendición inmediata y sin reservas de su primarca para cambiar el rumbo y
apoyar a la cercada expedición. Otras fuerzas se apresuraban a ir en su ayuda. Se decía
que un destacamento de la Legión de los Ángeles Sangrientos iba de camino, al igual
que una respuesta contundente del Señor de la Guerra en persona, despachada desde
la 63.ª Expedición.
En el mejor de los casos, la más próxima de todas ellas se encontraba todavía a
muchos días de distancia. El destacamento de Eidolon era la medida provisional: una
respuesta crítica, los primeros en llegar al lugar.
La barcaza de combate de Eidolon se había reunido con los navíos de operaciones
de la 140.ª Expedición anclados por encima de 1-40-20. La expedición era una
pequeña fuerza compacta de dieciocho transportes, transportes de tropas y escoltas
que daban apoyo a la noble barcaza de combate Misericordia. Su composición militar
era de tres compañías de Ángeles Sangrientos al mando del capitán Frome, y cuatro
mil hombres del ejército imperial, con unidades blindadas afines, pero sin efectivos
del Mechanicus.
Mathanual August, señor de la 140.ª Flota, había dado la bienvenida a Eidolon y a
sus comandantes a bordo de la barcaza. Alto y delgado, con una barba blanca
ahorquillada, August estaba inquieto y nervioso.
—Me produce una gran satisfacción su veloz respuesta, señor —dijo a Eidolon.
—¿Dónde está Frome? —preguntó Eidolon, sin andarse por las ramas.
August se encogió de hombros, impotente.
—¿Dónde está el comandante de las divisiones del ejército?
Se produjo un segundo y lastimero encogimiento de hombros.
—Están todos ahí abajo.
Allí abajo. En Muerte. El mundo era un globo nebuloso y gris, veteado por los
dibujos que realizaban las tormentas en la atmósfera. Atraída al solitario sistema por
las curiosas transmisiones intraducibles de las balizas de las estaciones auxiliares, un
indicio claro y manifiesto de vida consciente, la 140.ª Expedición había concentrado
su atención en el cuarto planeta, el único orbe con atmósfera en la órbita de la estrella.
Los barridos de los sensores habían detectado abundantes indicios de vida, aunque
nada había respondido a sus señales.
Cincuenta Ángeles Sangrientos habían descendido primero en vehículos de
desembarco, y sencillamente habían desaparecido. Los previamente tranquilos
períodos climatológicos habían mutado para convertirse en tempestades violentas en
el mismo instante en que los vehículos de desembarco habían penetrado en la
atmósfera, como si se tratara de una reacción alérgica, y los habían engullido. Debido
al clima repentinamente volátil, la comunicación con la superficie era imposible.
Otros cincuenta habían seguido a los primeros, y habían desaparecido igualmente.
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Fue entonces cuando Frome y los oficiales de la flota habían empezado a
sospechar que las formas de vida de 1-40-20 gobernaban de algún modo sus propios
sistemas climáticos a modo de defensa. Los inmensos frentes de tormentas, más tarde
llamados «tormentas escudo», que se habían alzado al encuentro de los vehículos que
se dirigían a la superficie, probablemente los habían destruido totalmente. Después de
eso, Frome había utilizado cápsulas de desembarco, los únicos vehículos que parecían
sobrevivir al descenso. Frome en persona había encabezado la tercera oleada, y solo se
habían recibido mensajes parciales después de su desembarco, a pesar de que había
llevado con él un astrotelépata para contrarrestar las interferencias climáticas en las
comunicaciones.
Era un relato desalentador. Sección a sección, August había hecho descender a los
astartes y a los miembros del ejército de su expedición a la superficie en un vano
intento de responder a las súplicas entrecortadas de Frome para que le enviaran
refuerzos. Estos, o bien habían sido destruidos por las tormentas o se habían perdido
en la impenetrable vorágine del suelo. Las tormentas escudo, una vez activadas, se
negaban a extinguirse. No existían pictografías claras de la superficie, ni exploraciones
topográficas decentes, ni tampoco enlaces o líneas de comunicación viables. 1-40-20
era un abismo del que nadie regresaba.
—Vamos a entrar a ciegas —había anunciado Eidolon a sus oficiales—. Un
descenso en cápsulas de desembarco.
—Tal vez debería esperar, señor —había sugerido August—. Se nos ha informado
de que una fuerza de Ángeles Sangrientos está de camino para relevar al capitán
Frome, y que los Lobos Lunares están solo a cuatro días de viaje. Unidos, tal vez
podrían…
Aquello lo decidió. Tarvitz sabía que lord Eidolon no tenía la menor intención de
compartir ninguna gloria con la élite del Señor de la Guerra. Su señor saboreaba la
perspectiva de demostrar la excelencia de su compañía mediante el rescate de las
cohortes de una legión rival… tanto si se usaba la palabra «rescatar» como si no. La
naturaleza de la hazaña y las comparaciones que establecía hablarían por sí mismas.
Eidolon había ratificado el desembarco inmediatamente.
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Dos
La naturaleza del enemigo
Un rastro
La finalidad de los árboles
Los guerreros megarácnidos tenían tres metros de altura y poseían ocho
extremidades. Se movían con deslumbrante velocidad sobre las cuatro extremidades
posteriores, y utilizaban las otras cuatro como armas. Los cuerpos, un tercio más
pesados y enormes que los de un humano, estaban segmentados como los de un
insecto: un abdomen pequeño y compacto que colgaba entre las cuatro extremidades
bien separadas y delgadas que usaban para andar; un tórax enorme y acorazado del
que nacían las ocho extremidades; y una cabeza achaparrada y ancha, en forma de
cuña, equipada con zonas bucales cortas y repiqueteantes que emitían un
característico sonido tintineante, una cresta de escamas serradas, y ningún ojo
discernible. Las cuatro extremidades superiores eran idénticas al trofeo que Lucius
había obtenido en el primer asalto: cuchillas revestidas de metal de más de un metro
de largo desde la articulación. Todas las zonas del megarácnido parecían estar
recubiertas por una armadura veteada y de aspecto fibroso de color gris, con
excepción de las crestas de la cabeza, que parecían protuberancias naturales de áspero
hueso color marfil.
A medida que proseguían los combates, Tarvitz creyó identificar una categoría en
aquellas crestas. Cuanto más grandes eran las protuberancias quitinosas, más edad —
y tamaño— tenía el guerrero.
Tarvitz se cobró su primera pieza con el bólter. El megarácnido salió disparado de
los tallos situados frente a ellos, que habían empezado a vibrar de improviso, y
decapitó a Kercort con un veloz movimiento de la cuchilla izquierda superior. Incluso
parado, era una masa borrosa hiperactiva, como si su metabolismo, su vida misma, se
moviera a un ritmo mucho más veloz que el de los guerreros de Chemos a pesar de su
semilla genética mejorada. Tarvitz abrió fuego, abollando la línea central del blindaje
del tórax del megarácnido con tres disparos, antes de que el cuarto hiciera añicos la
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cabeza de la criatura en medio de una lluvia de pasta blanca y fragmentos de cresta
marfileña. Las patas del monstruo se tambalearon y arañaron el suelo, los brazos
cuchilla se agitaron en el aire, y a continuación cayó, pero antes de que lo hiciera, se
oyó otro estrépito.
El estrépito fue el sonido del cuerpo decapitado de Kercort cayendo sobre el polvo
rojo, con el chorro de sangre arterial brotando del cuello seccionado.
Tal fue la velocidad a la que tuvo lugar el enfrentamiento. Desde el primer golpe a
la eliminación total, fue el tiempo que tardó el pobre Kercort en caer al suelo.
Un segundo megarácnido apareció detrás del primero. Las titilantes extremidades
le habían arrancado a Tarvitz el bólter de las manos y abierto un profundo surco en el
revestimiento del peto, justo a lo largo del Áquila Imperial colocada allí. Aquello era
un crimen terrible. De entre todas las legiones, únicamente a los miembros de la
Legión de los Hijos del Emperador se les permitía, por la gracia del Emperador
mismo, lucir el áquila en las placas del pecho. Mientras retrocedía, oyendo el fuego de
los bólters y los gritos procedentes de los estremecidos matorrales que lo rodeaban,
Tarvitz se había sentido genuinamente insultado y había descolgado el espadón de
dos filos, lo activó y atacó blandiéndolo con las dos manos. La larga y pesada hoja
rebotó en la cresta del alienígena arrancándole partículas de hueso amarillento, y
Tarvitz se vio obligado a retroceder de un brinco para quedar fuera del alcance de las
cuatro cortantes extremidades cuchilla.
Su segundo golpe fue mejor. La espada no acertó en la cresta de hueso y en su
lugar se clavó profundamente en el cuello del megarácnido, en la articulación donde
la cabeza conectaba con la parte superior del tórax. Partió totalmente el tórax hasta el
centro, provocando la salida de un surtidor de reluciente icor blanco. El megarácnido
se estremeció, removiéndose inquieto a la vez que se daba cuenta lentamente de su
propia muerte mientras Tarvitz arrancaba con energía la espada para recuperarla. La
criatura tardó un instante en morir. Alargó dos de las temblorosas extremidades
cuchilla y posó las puntas de estas sobre el rostro de Tarvitz, a cada lado del visor. El
roce fue casi delicado. Cuando cayó, las puntas emitieron un agudo chirrido al
resbalar sobre los costados del visor, dejando arañazos sobre el esmalte púrpura.
Alguien aullaba. Un bólter disparaba en automático y restos de tallos de hierba
reventados volaban hacia el cielo.
Un tercer enemigo titiló ante Tarvitz, pero al capitán ya le ardía la sangre. Se
revolvió contra él, girando totalmente el cuerpo, y lo seccionó limpiamente por la
zona central del tórax, entre los brazos superiores y las piernas inferiores.
Un líquido blanquecino salpicó el aire, y la parte superior del alienígena cayó al
suelo. El abdomen y la mitad del tórax que quedaba, bombeando líquido lechoso,
siguieron correteando sobre las cuatro patas por un momento antes de chocar contra
un tallo de hierba y desplomarse.
Y allí finalizó el combate. Los tallos dejaron de estremecerse y las malditas larvas
empezaron a silbar y zumbar otra vez.
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Después de noventa horas en tierra, y tras haberse enfrentado a los megarácnidos
en veintiocho ocasiones en los espesos matorrales de los bosques de hierba, ya habían
perdido a siete miembros de su exiguo grupo. El proceso de avance se convirtió en
algo mecánico, casi como si estuvieran en trance. No había un historial que sirviera de
guía, ni información estratégica. No habían establecido contacto con los Ángeles
Sangrientos, ni con su señor, ni con ninguna división de otras secciones de su
compañía. Avanzaban y cada pocos kilómetros tenían lugar enfrentamientos.
Aquello era casi la guerra perfecta, decidió Tarvitz. Simple y fascinante, poniendo
a prueba su destreza para el combate y su pericia física hasta la destrucción. Era como
un régimen de adiestramiento convertido en letal. Solo días después se dio cuenta de
hasta qué punto se había concentrado en lo que hacía durante la operación. Sus
instintos se habían vuelto tan afilados como las extremidades cuchilla del adversario y
estaba en guardia en todo momento, sin tener la menor oportunidad de aflojar o
reducir la concentración, pues las emboscadas de los megarácnidos eran repentinas y
feroces, y surgían de la nada. El grupo avanzaba, luego luchaba, avanzaba, volvía a
luchar, sin espacio para el descanso o la reflexión. Tarvitz no había conocido jamás, y
jamás volvería a conocer, tan pura perfección marcial, carente por completo de
complicaciones por motivos políticos o de creencias. Sus compañeros y él eran armas
del Emperador, y los megarácnidos la quintaesencia absoluta del cosmos hostil que se
interponía en el camino del hombre.
Casi todos los cada vez más reducidos astartes habían cambiado a las espadas, ya
que hacían falta demasiados disparos del bólter para abatir a un megarácnido. Una
hoja afilada era más certera, siempre y cuando uno fuera lo bastante rápido como
para asestar el primer golpe, y lo bastante fuerte para asegurar que el golpe era letal.
Tarvitz descubrió con cierta sorpresa que su camarada capitán, Lucius, pensaba de
un modo distinto. Mientras avanzaban penosamente, Lucius se jactó de competir con
el enemigo.
—Es como celebrar un duelo con cuatro espadachines a la vez —se vanaglorió.
Lucius era un buen espadachín y, por lo que Tarvitz sabía, jamás lo habían
vencido en el manejo de la espada. Mientras que Tarvitz, y hombres como él,
alternaban los distintos tipos de adiestramiento en el manejo de las armas para
alcanzar la perfección en todas las formas y maneras, Lucius había convertido el
manejo de la espada en un arte. Lo que resultaba frustrante, era que su habilidad era
tal con las armas de fuego que nunca parecía necesitar afinarla en los campos de tiro.
Lucius se enorgullecía ante todo de poder declarar que «personalmente había
agotado» cuatro jaulas de prácticas. De vez en cuando, otros maestros de la esgrima
de la legión, guerreros como Ekhelon y Brazenor, entrenaban con Lucius para
mejorar su técnica. Se decía que el mismo Eidolon le elegía a menudo como
compañero de prácticas.
Lucius llevaba una espada larga de anticuario, una reliquia de las guerras de
Unificación, forjada en las herrerías de los Urales por artesanos del clan de Terrawatt.
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Era una obra de arte con un temple y contrapeso perfectos y, por lo general, combatía
con ella al viejo estilo, con un escudo de combate sujeto al brazo izquierdo. La
empuñadura de filigrana de metal era excepcionalmente grande, lo que le permitía
pasar de empuñarla con una sola mano a hacerlo con las dos, girar la hoja con una
mano como un bastón y deslizar la presión del puño arriba y abajo: hacia atrás para
un mandoble en bucle, al frente para asestar una estocada potente y directa.
Llevaba el escudo sujeto a la espalda, y sostenía la extremidad cuchilla del
megarácnido en la mano izquierda a modo de espada secundaria, si bien había
envuelto la base de la extremidad seccionada con tiras de papel de acero procedentes
del revestimiento de su escudo para impedir que el filo le dañara más la mano. Con la
cabeza baja, avanzaba por las interminables avenidas de tallos, ávido de cualquier
oportunidad de matar.
Durante el ataque número doce, Tarvitz pudo ver a Lucius en acción por primera
vez. Su compañero se enfrentó cara a cara con un megarácnido, y lanzó un aluvión de
aturdidores golpes tintineantes usando sus dos espadas contra las cuatro de la
criatura. Tarvitz detectó tres oportunidades de asestar un golpe mortal de necesidad
que Lucius más que no ver dio la impresión de preferir no aprovechar. Se divertía
tanto que no quería que el juego finalizara demasiado pronto.
—Cogeremos a uno o dos con vida más tarde —dijo a Tarvitz tras la pelea, sin un
atisbo de ironía—. Los encadenaré en las jaulas de prácticas. Serán útiles para
entrenar.
—Son xenos —lo regañó Tarvitz.
—Si quiero mejorar, necesito entrenar decentemente. Hacer ejercicios que me
pongan a prueba. ¿Conoces a algún hombre que pueda ponerme en apuros?
—Son xenos —repitió Tarvitz.
—A lo mejor es la voluntad del Emperador —sugirió Lucius—. Tal vez ha
colocado estas cosas en el cosmos para mejorar nuestra destreza en el combate.
Tarvitz se enorgullecía de ni siquiera empezar a comprender cómo funcionaban
las mentes de los xenos, pero también se sentía seguro de que el objetivo de los
megarácnidos, si es que poseían algún objetivo superior e inenarrable, era algo más
que dar a la humanidad un exigente compañero de instrucción. Se preguntó por un
instante si tenían un idioma o una cultura, una cultura que el género humano pudiera
reconocer. ¿Arte? ¿Ciencia? ¿Emoción? ¿O estaban esas cosas tan perfecta y
exóticamente adheridas a ellos como sus tecnologías, de modo que el hombre sería
incapaz de diferenciarlas o identificarlas?
¿Los impulsaba alguna razón emocional a atacar a los miembros de la Legión de
los Hijos del Emperador o respondían sencillamente a la violación de su territorio,
igual que un montón de insectos a los que se hostiga con un palo? Se le ocurrió que
los megarácnidos podrían estar atacándolos porque, para ellos, los humanos eran
espantosos y xenos.
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Fue un pensamiento terrible. ¿Es que los megarácnidos podían ver la superioridad
del diseño humano comparado con el suyo propio? ¿Tal vez combatían movidos por
los celos?
Lucius estaba atareado con su cantinela, explicando con fruición un nuevo
refinamiento en el giro de muñeca que el combate con los megarácnidos le había
enseñado. En aquellos momentos demostraba la técnica contra el tronco de un tallo.
—¿Ves? Alza y gira. Alza y gira. El golpe desciende y entra. No serviría de nada
contra un hombre, pero aquí es esencial. Creo que redactaré un tratado al respecto. El
movimiento debería llamarse «el Lucius», ¿no crees? ¿Qué tal suena eso?
—Magnífico —respondió Tarvitz.
—¡Aquí hay algo! —exclamó una voz por el comunicador.
Era Sakian. Corrieron hacia él. El guerrero había encontrado un repentino y
sorprendente claro en el bosque de hierba. Los tallos habían desaparecido, dejando al
descubierto un amplio campo de tierra roja y desnuda de muchos kilómetros
cuadrados.
—¿Qué es esto? —preguntó Bulle.
Tarvitz se preguntó si no habrían despejado aquel espacio deliberadamente, pero
no había ninguna señal de que hubieran crecido tallos allí alguna vez. El alto y
balanceante bosque rodeaba la zona por todos lados.
Uno a uno, los astartes salieron a campo abierto. Resultaba inquietante. Mientras
se movían por el bosque de hierba no habían tenido la menor sensación de ir a
ninguna parte, porque todo tenía el mismo aspecto. Aquel espacio era de repente un
punto de referencia. Resultaba una diferencia desconcertante.
—Mirad aquí —los llamó Sakian.
Se había internado veinte metros en la árida llanura y estaba arrodillado para
examinar algo. Tarvitz comprendió que los había llamado debido a algo más
específico que el cambio en el entorno.
—¿Qué es? —preguntó, avanzando cansinamente para reunirse con Sakian.
—Creo que lo sé, capitán —respondió Sakian—, pero no me gusta decirlo. Lo vi
aquí en el suelo.
Sakian sostuvo el objeto en alto para que Tarvitz pudiera inspeccionarlo.
Era un pedazo de cristal coloreado, vagamente triangular y vagamente cóncavo,
de bordes redondeados y de apenas unos nueve centímetros en su lado más largo. Los
bordes eran gruesos y los había torneado una máquina. Tarvitz supo lo que era al
instante, porque lo contemplaba a través de dos objetos similares.
Era el lente de un visor de un casco Astartes. ¿Qué clase de fuerza podía haberlo
arrancado de su montura de ceramita?
—Es lo que crees que es —dijo a Sakian.
—Pero no de los nuestros.
—No, no lo creo. La forma es distinta. Esto es de un modelo III.
—¿Los Ángeles Sangrientos, entonces?
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—Sí; los Ángeles Sangrientos.
La primera prueba física de que alguien había estado allí antes que ellos.
—¡Mirad por ahí! —ordenó Tarvitz al resto—. ¡Buscad en la tierra!
La tropa pasó diez minutos buscando. No se descubrió nada más. Sobre sus
cabezas, una tormenta escudo especialmente virulenta había empezado a acercarse,
como atraída hacia ellos. Furiosas oleadas de relámpagos estriaron las espesas nubes.
La luz se volvió amarilla, y las distorsiones de la tormenta gimieron y chirriaron
interfiriendo sus comunicaciones.
—Aquí estamos al descubierto —masculló Bulle—. Regresemos al interior del
bosque.
Tarvitz sonrió para sí. Bulle hacía que sonara como si los matorrales de tallos
fueran terreno seguro.
Horquillas gigantescas de rayos, salvajes y con una fosforescencia de un color
blanco amarillento, empezaron a descender abrasadoras hacia el terreno descubierto y
a quemar el suelo entre estallidos. Aunque cada horquilla solo permanecía durante un
nanosegundo, parecían sólidas y reales, como estructuras físicas y básicas, igual que
árboles cubiertos de espinas tumbados patas arriba. Alcanzaron a tres astartes,
incluido Lucius; pero seguros en su armadura modelo IV, no hicieron caso de los
terribles impactos explosivos y lanzaron carcajadas cuando unas réplicas eléctricas
chisporrotearon como guirnaldas de alambre azul alrededor de sus armaduras
durante unos pocos segundos.
—Bulle tiene razón —dijo Lucius, con la señal de su comunicador temporalmente
dañada por la descarga que se disipaba de su traje—. Quiero regresar al bosque.
Quiero cazar. No he matado nada desde hace veinte minutos.
Varios de los hombres de la zona rugieron su aprobación a la declaración
intencionadamente beligerante de Lucius, e hicieron chocar los puños contra sus
escudos.
Tarvitz había estado intentando contactar con lord Eidolon otra vez, o con
cualquier otra persona, pero la tormenta seguía impidiéndoselo. Le inquietaba que los
pocos de ellos que todavía quedaban pudieran separarse, pero la bravata de Lucius lo
había enojado.
—Haz como creas conveniente, capitán. Yo quiero averiguar qué es eso —replicó
a Lucius, malhumorado, y señaló con la mano.
En el otro extremo de la zona despejada, unos tres o cuatro kilómetros más allá,
podía distinguir grandes manchas blancas en los matorrales distantes.
—Más árboles —dijo Lucius.
—Sí, pero…
—Vale, de acuerdo —concedió el otro.
Quedaban ya solo veinte guerreros en el grupo que conducían Lucius y Tarvitz, y
se desplegaron en una fila holgada y empezaron a cruzar la zona al descubierto. El
claro, por lo menos, les daba tiempo para ver acercarse a cualquier megarácnido.
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La tormenta se tornó más violenta si cabe. Cinco hombres más resultaron
alcanzados, y uno de ellos, Ulzoras, fue incluso derribado. Vieron cráteres fundidos y
cristalizados en el suelo allí donde los rayos habían entrado en contacto con la tierra
con la fuerza de misiles de penetración. La tormenta escudo parecía presionar sobre
ellos, como si se tratara de una cubierta en el cielo que presurizara el aire y los
oprimiera en una tenaza atmosférica.
Los megarácnidos aparecieron por parejas y en grupos de tres. Katz fue el primero
en verlos, y dio el aviso. Las criaturas grises se movían incesantemente entrando y
saliendo de los límites del bosque de tallos. Luego empezaron a emerger en masa y a
avanzar por el terreno despejado en dirección al grupo de combate de los astartes.
—¡Terra! —exclamó Lucius chasqueando la lengua—. Ahora sí que tenemos una
batalla.
Había más de un centenar de aquellas criaturas. Sin dejar de emitir sus agudos
chasquidos, los xenos rodearon a los astartes en un círculo de color gris que avanzaba
como una riada, cerrándose más y más deprisa, convertidos en una masa borrosa de
extremidades que correteaban.
—Formad un círculo —ordenó Tarvitz con serenidad—. Bólters.
Clavó su espadón en la tierra roja junto a él y descolgó su arma de fuego. Otros
hicieron lo mismo. Tarvitz advirtió que Lucius mantenía empuñadas sus dos espadas.
La avalancha de megarácnidos engulló el suelo, y se cerró en un anillo concéntrico
alrededor del círculo de los miembros de la Legión de los Hijos del Emperador.
—Preparaos —indicó Tarvitz.
Lucius, con las espadas alzadas a los lados, no parecía tener ningún inconveniente
en que Tarvitz tomara el mando de la acción.
Oyeron el seco y febril tintineo que se iba acercando, y también el tamborileo de
cuatrocientas patas veloces.
Tarvitz hizo una seña a Bulle, que era el mejor tirador de la tropa.
—La orden es tuya —dijo.
—Gracias, señor. —Bulle alzó su bólter y chilló—. ¡A diez metros! ¡Disparad hasta
que os quedéis sin munición!
—¡Luego las espadas! —rugió Tarvitz.
Cuando la cada vez más cerrada oleada de guerreros megarácnidos llegó a diez
metros y medio de distancia, Bulle aulló la orden de fuego y el firme círculo de
astartes disparó.
Las armas emitieron un tremendo sonido retumbante, a pesar de la tormenta.
Alrededor de ellos, las filas delanteras del enemigo se combaron y derrumbaron,
algunos de ellos partiéndose en dos, otros estallando. Pedazos de espinoso metal gris
como el zinc salieron disparados por los aires.
Tal como Bulle había ordenado, los astartes dispararon hasta que sus armas
quedaron descargadas, y entonces alzaron las espadas a tiempo de enfrentarse al
adversario que caía sobre ellos. Los megarácnidos se dispersaron alrededor como una
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ola rodeando una roca, y se oyó un confuso y multiplicado estrépito de impactos de
metal contra metal en cuanto las espadas de los humanos y las de los alienígenas
entrechocaron. Tarvitz vio cómo Lucius se abalanzaba al frente en el último minuto,
blandiendo las espadas, para recibir de frente a la horda de megarácnidos, cercenando
y lanzando machetazos.
La batalla duró tres minutos, pero por su intensidad debería haberse dilatado una
hora o dos. Cinco astartes más murieron, y docenas de criaturas megarácnidas
cayeron, destrozadas y desgarradas, sobre el suelo rojo. Al reflexionar más tarde sobre
el enfrentamiento, Tarvitz descubrió que era incapaz de recordar un solo detalle de la
pelea. Había arrojado su bólter al suelo y alzado el espadón, y a continuación todo se
había convertido en una mancha de momentos desconcertantes. Se encontró allí de
pie, con las extremidades doloridas por el esfuerzo, la espada y la armadura goteando
una blanquecina sustancia fibrosa. Los megarácnidos retrocedían, desapareciendo
con la misma rapidez con que habían avanzado.
—¡Reagrupaos! ¡Volved a cargar! —se oyó gritar Tarvitz.
—¡Mirad! —gritó Katz, y Tarvitz siguió su indicación.
Había algo en el cielo, objetos que descendían en picado sobre sus cabezas.
Los megarácnidos poseían más de una forma biológica.
Las criaturas voladoras descendieron sobre largas alas vítreas que batían con tanta
furia que no eran más que manchas borrosas parpadeantes que emitían un estridente
repiqueteo. Los cuerpos eran de un negro brillante y los abdómenes mucho más
anchos y largos que los de sus primos terrestres. Llevaban las delgadas patas negras
dobladas bajo los cuerpos, como trenes de aterrizaje de hierro forjado.
Los alados cladóceros cogieron hombres desde el aire, descendiendo
violentamente para agarrar las figuras acorazadas en el abrazo engarfiado de sus
oscuras extremidades. Los hombres se debatieron, forcejearon y dispararon sus
armas, pero en unos segundos ya habían arrebatado a cuatro o cinco astartes del suelo
y se los llevaban hacia el tumultuoso cielo, retorciéndose y chillando.
La cohesión del grupo se rompió. Los hombres se dispersaron, intentando evitar
las criaturas que descendían en picado del cielo. Tarvitz rugió pidiendo orden, pero
sabía que era en vano. Se vio obligado a agacharse cuando una figura alada se
precipitó hacia él emitiendo un continuo chasquido retumbante. Vislumbró una
cresta en la cabeza con la forma de un siniestro gancho malévolo.
Otra criatura pasó muy cerca. Las armas disparaban sin cesar. Tarvitz lanzó un
mandoble con la espada, golpeando alto en un intento de hacer retroceder al ser. El
repiqueteo de sus alas era angustiosamente sonoro y hacía estremecer su diafragma.
Acuchilló y lanzó estocadas con la espada, y la criatura se balanceó hacia atrás, ligera y
sin esfuerzo; luego, con un movimiento súbito, se dio la vuelta, atrapó a otro hombre
y se lo llevó hacia las alturas.
Otra de las criaturas aladas había cogido a Lucius. Lo había agarrado por la
espalda y lo levantaba del suelo. El guerrero, retorciéndose como un maníaco,
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intentaba lanzar sus espadas hacia arriba sin éxito.
Tarvitz saltó al frente y agarró a Lucius justo cuando se alzaba del suelo. Lanzó
cuchilladas por encima de su compañero con el espadón, pero una pata negra
terminada en una zarpa lo golpeó y el arma se desprendió de su mano. Siguió
sujetándose con firmeza a Lucius.
—¡Suéltate! ¡Suéltate! —gritó Lucius.
Tarvitz se dio cuenta de que la criatura sujetaba a su compañero por el escudo que
llevaba atado a la espalda, así que, columpiándose, consiguió sacar el cuchillo de
combate y atacó las correas. Estas se partieron, y Lucius y Tarvitz quedaron libres de
las garras de la criatura, cayendo en picado sobre el polvo rojo desde una altura de
diez metros.
Los insectos volantes se marcharon, llevándose a nueve de los astartes con ellos.
Las criaturas se dirigían hacia las manchas blancas de los matorrales situados a lo
lejos, y Tarvitz no tuvo que dar ni una orden; los guerreros que quedaban se pusieron
en marcha, avanzando con toda la rapidez de que eran capaces, para perseguir los
puntos oscuros que se perdían en la distancia.
Los alcanzaron en el extremo opuesto del claro. Las manchas blancas eran
realmente más árboles, tres de ellos, y Lucius descubrió entonces que sí tenían una
finalidad después de todo.
Los cuerpos de los astartes que se habían llevado estaban empalados en las espinas
de esos árboles, clavados en las púas de piedra, con los cuerpos cubiertos por las
armaduras ensartados de modo que no pudieran moverse y permitir así que los
megarácnidos alados se alimentaran de ellos. Las criaturas, con las alas en reposo,
silenciosas y extendidas, largas y delgadas, sobresaliendo por detrás de sus cuerpos
igual que barrotes de cristal de colores, se arrastraban por los árboles de piedra,
royendo y mordiendo, usando las crestas curvas de las cabezas para partir las
armaduras clavadas en las espinas y alcanzar la carne del interior.
Tarvitz y sus compañeros se detuvieron y lo contemplaron con angustiada
consternación. De las blancas espinas goteaba sangre que luego discurría por los
rechonchos troncos calcáreos.
Sus hermanos no estaban solos entre las espinas. Otros cadáveres colgaban de allí,
podridos y convertidos en huesos pelados y cartílagos resecos. Pedazos de placas rojas
de armadura colgaban de los cuerpos consumidos o cubrían el suelo a los pies de los
árboles.
Por fin habían averiguado qué les había sucedido a los Ángeles Sangrientos.
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Tres
Durante la travesía
Mala poesía
Secretos
Durante la travesía de doce semanas entre 63-19 y 1-40-20, Loken llegó a la
conclusión de que Sindermann lo evitaba.
Lo localizó finalmente en las interminables estanterías de la sala de Archivo III. El
iterador estaba sentado en una silla telescópica, examinando textos antiguos
guardados en uno de los estantes altos de los anexos traseros más lóbregos del
archivo. Allí no había una gran actividad, no se veían servidores apresurados cargados
con libros, y Loken supuso que el material catalogado allí era de poco interés para el
estudioso corriente.
Sindermann no lo oyó acercarse. Estaba absorto en el estudio de un manuscrito
viejo y frágil, con la lámpara de lectura de la silla telescópica inclinada sobre el
hombro izquierdo para iluminar las páginas.
—¿Hola? —susurró Loken.
Sindermann miró abajo y lo vio. Se sobresaltó ligeramente, como si despertara de
un sueño profundo.
—Garviel —susurró—. Un momento.
El iterador volvió a colocar el manuscrito en su sitio en el estante, pero había
varios libros más apilados en el cesto de la silla. Mientras volvía a guardar el
manuscrito, las manos de Sindermann parecieron temblar. Tiró de una palanca de
latón situada en el brazo del asiento y las patas telescópicas se plegaron con un
susurro entrecortado hasta que se encontró al nivel del suelo.
Loken alargó la mano para ayudarlo a mantener el equilibrio cuando abandonó la
silla.
—Gracias, Garviel.
—¿Qué hace aquí dentro? —preguntó Loken.
—Bueno, ya sabe. Leer.
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—¿Leer qué?
Sindermann lanzó lo que a Loken le pareció una mirada ligeramente culpable a
los libros del anaquel de su silla. Culpable o avergonzada.
—Lo confieso —dijo Sindermann—, he estado buscando solaz en un material
antiguo y terriblemente pasado de moda. Literatura preunificación, y algo de poesía.
Unos simples retazos solitarios, pues queda tan poco… pero encuentro cierto
consuelo en ello.
—¿Puedo? —inquirió Loken señalando el cesto.
—Desde luego.
El capitán se sentó en la silla de latón, que crujió bajo su peso, y sacó algunos de
los viejos libros del cesto lateral para examinarlos. Estaban raídos y manchados,
incluso a pesar de que era evidente que a algunos los habían vuelto a encuadernar o
les habían cambiado las tapas antiguas antes de archivarlos.
—¿La edad de oro de la poesía sumaturiana? —dijo Loken—. ¿Cuentos populares
de la Vieja Moscovia? ¿Qué es esto? ¿Las crónicas de Ursh?
—Narrativa exuberante y relatos sanguinarios, con alguna pizca ocasional de
excelente composición lírica.
Loken sacó otro libro grueso.
—Tiranía del Panpacífico —leyó, y le dio la vuelta a la tapa para ver la portada—.
«Un poema épico en nueve cantos que exalta el mandato de Narthan Dume…».
Suena bastante árido.
—Es algo crudo y enérgico, y bastante obsceno en algunas partes. La obra de
poetas sobreexcitados que intentaban convertir el tema de su propia época desdichada
en mito. Le he tomado bastante cariño. Leía cosas por el estilo de niño. Cuentos de
hadas de otros tiempos.
—¿Unos tiempos mejores?
—¡Terra, no! —exclamó Sindermann, muy azorado—. Unos tiempos terribles,
una época violenta y hostil en la que nos deslizábamos hacia el fin de la especie, sin
saber que aparecería el Emperador y pondría el freno a nuestra caída cultural en
picado.
—¿Pero lo consuelan?
—Me recuerdan mi niñez. Eso me consuela.
—¿Necesita consuelo? —preguntó Loken, devolviendo los libros al cesto y alzando
los ojos hacia el anciano—. Apenas lo he visto desde…
—Desde las montañas —terminó Sindermann con una sonrisa triste.
—Es verdad. He estado en la escuela en varias ocasiones para escucharle
aleccionar a los iteradores, pero siempre hay alguien ocupando su lugar. ¿Cómo se
encuentra?
—Debo confesar que me he encontrado mejor —respondió Sindermann
encogiéndose de hombros.
—Sus heridas todavía…
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—Mi cuerpo se ha curado, Garviel, pero… —Sindermann se tocó la sien con un
dedo nudoso—. Estoy alterado. No me he sentido con demasiadas ganas de hablar. El
fuego no arde en mí en estos momentos. Regresará. Me he mantenido aparte, y
empiezo a mejorar.
Loken miró fijamente al anciano iterador. Parecía tan frágil como un polluelo,
pálido y con el cuello enjuto. Habían transcurrido nueve semanas desde la matanza en
las Cabezas Susurrantes, y la mayor parte de aquel tiempo lo habían pasado
transitando por la disformidad. Loken sentía que él mismo había empezado a aceptar
lo sucedido, pero al ver a Sindermann, comprendió lo cerca de la superficie que estaba
el daño. Él podía bloquearlo porque era un astartes. Pero Sindermann era un hombre
mortal, y ni por asomo con tanta capacidad de recuperación.
—Ojalá pudiera…
—Por favor —dijo Sindermann alzando una mano—. El Señor de la Guerra en
persona tuvo la amabilidad de hablar conmigo sobre ello, en privado. Comprendo lo
que sucedió, y entiendo mejor las cosas.
Loken abandonó la silla y dejó que Sindermann ocupara su lugar. El iterador se
sentó, agradecido.
—Me mantiene cerca —comentó Loken.
—¿Quién lo hace?
—El Señor de la Guerra. Me trajo a mí y a la Décima con él en esta operación solo
para tenerme cerca. Así puede vigilarme.
—¿Debido a?
—Debido a que he visto lo que he visto. Porque he visto lo que la disformidad
puede hacer si no tenemos cuidado.
—En ese caso, nuestro amado comandante es muy sabio, Garviel. No solo le ha
dado algo en lo que ocupar su mente, también le ofrece la oportunidad de volver a
forjar su valor en combate. Todavía lo necesita.
Sindermann se puso en pie otra vez y renqueó a lo largo de los estantes de libros
por un momento, pasando la delgada mano por los lomos. Por su modo de andar,
Loken supo que ni por asomo se había recuperado tanto como afirmaba. Parecía
volver a estar ocupado con los libros.
El lobo lunar aguardó unos instantes.
—Debo irme —anunció—. Tengo deberes que atender.
Sindermann sonrió y despidió a Loken moviendo los dedos en una especie de
parpadeo.
—Me ha gustado volver a hablar con usted —dijo Loken—. Hacía ya mucho
tiempo.
—Es cierto.
—Regresaré pronto. En un día o dos. Lo oiré instruir, ¿tal vez?
—Tal vez esté en condiciones de hacerlo.
Loken sacó un libro del cesto.
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—¿Estos le proporcionan consuelo, dice usted?
—Sí.
—¿Puedo tomar uno prestado?
—Si lo devuelve. ¿Qué tiene ahí? —Sindermann se acercó arrastrando los pies y
cogió el tomo de las manos del otro—. ¿Poesía sumaturiana? No creo que sea lo que le
va. Pruebe con este…
Sacó uno de los otros libros del cesto de la silla.
—Las crónicas de Ursh. Cuarenta capítulos, que exponen en detalle el reinado
salvaje de Kalagann. Este le gustará. Muy sangriento, con gran número de muertos.
Deje la poesía para mí.
Loken echó un vistazo al libro y luego se lo metió bajo el brazo.
—Gracias por la recomendación. Si le gusta la poesía, tengo alguna para usted.
—¿De veras?
—Uno de los rememoradores…
—Ah, sí —Sindermann asintió—; Karkasy. Me dijeron que había respondido por
él.
—Fue un favor a una amiga.
—Y por amiga, ¿se refiere a Mersadie Oliton?
Loken lanzó una carcajada.
—Me dice que se ha mantenido aislado estos últimos meses, y sin embargo lo
sigue sabiendo todo sobre todo.
—Es mi trabajo. Los subalternos me mantienen al tanto. Tengo entendido que la
ha mimado un poco como su rememoradora personal.
—¿Está eso mal?
—¡En absoluto! —Sindermann sonrió—. Así es como se supone que debe
funcionar. Utilícela, Garviel. Deje que ella lo utilice a usted. Un día, tal vez, habrá
libros mucho más buenos en los archivos imperiales que estas pobres reliquias.
—Iban a enviar lejos a Karkasy. Organicé que se quedara en período de prueba, y
parte del acuerdo fue que debía entregarme todos sus trabajos. Yo no entiendo nada
de todo ello. Es poesía. Yo no sé nada de poesía. ¿Puedo pasársela a usted?
—Desde luego.
Loken dio media vuelta para marcharse.
—¿Cuál era el libro que volvió a guardar? —preguntó.
—¿Cómo?
—Cuando llegué tenía algunos tomos en el cesto de ahí, pero también estudiaba
otro, con suma atención, me pareció. Lo devolvió a los estantes. ¿Qué era?
—Mala poesía —respondió Sindermann.
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La flota había embarcado en dirección a Muerte menos de una semana después del
incidente de las Cabezas Susurrantes. Las solicitudes de ayuda que se retransmitían se
habían vuelto tan insistentes que cualquier debate sobre qué empresa acometía la
63.ª Expedición se convirtió en una cuestión puramente teórica. El Señor de la Guerra
ordenó la partida inmediata de diez compañías bajo su mando personal, dejando atrás
a Varvaras con el grueso de la flota para supervisar la retirada general de 63-19.
Una vez que se eligió a la Décima Compañía como parte de las fuerzas de auxilio,
Loken se encontró demasiado ocupado con los febriles preparativos del viaje para
dejar que su mente pensara demasiado en el incidente. Resultaba un alivio estar
ocupado. Había que reasignar formaciones de escuadras, seleccionar reemplazos de
entre el noviciado de la legión y conseguir asistentes. Tenía que encontrar hombres
para llenar los huecos en las escuadras Hellebore y Brakespur, y eso significaba
examinar a jóvenes candidatos con detenimiento y tomar decisiones que cambiarían
vidas para siempre. ¿Quiénes eran los mejores? ¿A quién se debía dar la oportunidad
de ascender a la categoría de astartes total?
Torgaddon y Aximand ayudaron a Loken en aquella tarea solemne, y él agradeció
sus contribuciones. Pequeño Horus, en particular, parecía poseer una perspicacia
extraordinaria con respecto a los candidatos. Vio auténticas virtudes en algunos que
Loken habría descartado, y defectos en otros que a Loken no le desagradaban. El
capitán empezó a apreciar que Aximand se hubiera ganado su puesto en el Mournival
gracias a su pasmosa precisión analítica.
Loken eligió limpiar las celdas dormitorio de los difuntos él mismo.
—Vipus y yo podemos hacer eso —dijo Torgaddon—. No te molestes.
—Quiero hacerlo —respondió Loken—. Debería hacerlo.
—Déjalo, Tarik —intervino Aximand—. Tiene razón. Debería hacerlo.
Loken sintió por primera vez que realmente le caía bien Pequeño Horus. No había
imaginado que jamás se sentiría cercano a él, pero lo que en un principio parecía ser
silencio, reserva y severidad, en Pequeño Horus Aximand estaba resultando ser
franqueza, rotundidad y sensatez.
Cuando fue a limpiar a fondo las modestas celdas espartanas, Loken efectuó un
hallazgo. Los guerreros poseían poco en cuestión de efectos personales: algunas
prendas, algunos trofeos seleccionados y pequeños pergaminos bien enrollados que
contenían sus juramentos, almacenados por lo general en sacas de lona bajo sus
rudimentarios catres. Entre los escasos efectos personales de Xavyer Jubal, Loken
encontró una pequeña medalla de plata sin engastar en ninguna cadena o cordón. Era
del tamaño de una moneda, una cabeza de lobo recortada contra una media luna.
—¿Qué es esto? —preguntó a Ñero Vipus, que lo había acompañado.
—No sé decirte, Garvi.
—Creo que sé lo que es —indicó Loken, un tanto irritado ante la rotunda
respuesta de su amigo—, y creo que tú también.
—Realmente no sé decirte.
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—Entonces adivina —dijo Loken con brusquedad.
De repente, Vipus pareció muy absorto en examinar el modo en que la carne de
su muñeca cicatrizaba alrededor del implante potenciador que se le había colocado.
—Ñero…
—Podría ser una medalla de logia, Garvi —respondió Vipus sin darle importancia
—; no puedo asegurarlo.
—Eso es lo que pensé —dijo Loken, e hizo girar la medalla de plata en la palma de
la mano—. Jubal era miembro de una logia, ¿verdad?
—¿Y qué si lo era?
—Conoces lo que pienso al respecto —replicó Loken.
Oficialmente no existían logias de guerreros, ni ninguna otra clase de fraternidad,
entre el Adeptus Astartes. Todo el mundo sabía que el Emperador no veía con buenos
ojos tales instituciones, afirmando que se acercaban peligrosamente a cultos y se
hallaban a solo un paso de distancia de la doctrina imperial, el Lectio Divinitatus, que
apoyaba la idea del Emperador, amado por todos, considerado como un dios.
Pero las logias fraternales sí que existían entre los astartes, ocultas y secretas.
Según los rumores, habían estado activas en la XVI Legión desde hacía mucho
tiempo. Unas seis décadas antes, los Lobos Lunares, en colaboración con la
XVII Legión, los Portadores de la Palabra, habían acometido el acatamiento de un
mundo llamado Davin. Un lugar salvaje. Davin lo había controlado una notable casta
guerrera, cuya salvaje nobleza se había ganado el respeto de los Astartes enviados a
pacificar sus dominios en guerra. Los guerreros davinitas habían gobernado su
mundo mediante una compleja estructura de logias guerreras, sociedades casi
religiosas que habían venerado distintos depredadores locales. Mediante osmosis
cultural, las legiones habían absorbido discretamente las prácticas de las logias.
Loken había preguntado en una ocasión a su mentor, Sindermann, respecto a
ellas.
—Son totalmente inofensivas —le había dicho el iterador—. Los guerreros
siempre buscan la hermandad de los suyos. Tal como yo lo entiendo, buscan
promover el compañerismo entre las jerarquías de mando, sin tener en cuenta rango
o posición. Una especie de vínculo interno, un entrelazamiento de lealtades que
opera, como si dijéramos, de un modo perpendicular a la cadena de mando.
Loken no había estado nunca seguro de qué aspecto podía tener algo que operara
de un modo perpendicular a la cadena de mando, pero le parecía mal. Mal, por lo
menos, en el hecho de que era deliberadamente secreto y, por lo tanto, engañoso. Mal,
en el hecho de que el Emperador, amado por todos, no las aprobaba.
—Desde luego —había añadido Sindermann—, no puedo decir realmente si
existen.
Reales o no, Loken había dejado muy claro que cualquier astartes que quisiera
servir bajo su capitanía no debería tener nada que ver con ellas.
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Jamás había existido el menor indicio de que nadie en la Décima estuviera
involucrado en actividades de logias; pero ahora había aparecido la medalla. Una
medalla de una logia, que pertenecía al hombre que se había convertido en un
demonio y asesinado a los suyos.
El descubrimiento inquietó enormemente a Loken, y dijo a Vipus que quería que
se hiciera saber que cualquier hombre a su mando que poseyera información
referente a la existencia de logias podía presentarse y hablar con él, en privado si era
necesario. Al día siguiente, cuando Loken fue a revisar los efectos personales que
había recogido, descubrió que la medalla de plata había desaparecido.
En los últimos días anteriores a la partida, Mersadie Oliton fue a verlo en varias
ocasiones para abogar en favor de Karkasy. Loken recordaba que la joven le había
hablado sobre ello a su regreso de las Cabezas Susurrantes, pero él había estado
demasiado aturdido entonces. Le importaba muy poco el destino de un
rememorador, en especial uno tan estúpido como para enfurecer a las autoridades de
la expedición.
Pero era otra distracción, y necesitaba tantas como pudiera conseguir. Tras
consultar con Maloghurst, dijo a la mujer que intervendría.
Ignace Karkasy era un poeta y, al parecer, un idiota que no sabía cuándo cerrar la
boca. Durante la visita a la superficie de 63-19, había vagado fuera de las zonas de
visita autorizadas, se había emborrachado y a continuación proferido disparates tales
que había recibido una paliza casi fatal por parte de una dotación de soldados.
—Van a echarlo —le dijo Mersadie—. Lo devuelven a Terra, deshonrado y con la
certificación anulada. No es correcto, capitán. Ignace es un buen hombre…
—¿De veras?
—No, de acuerdo. Es un hombre despreciable. Zafio. Testarudo. Irritante. Pero es
un gran poeta, y dice la verdad, sin importar lo desagradable que sea. Ignace no
recibió una paliza por mentir.
Lo bastante recuperado de la paliza para ser transferido de la enfermería de la
nave insignia a una celda de retención, Ignace Karkasy resultaba ser una visión
despeinada y poco edificante.
Se puso en pie cuando Loken entró y los focos blancos que iluminaban todos los
rincones de la estancia se encendieron.
—Capitán. Señor —empezó—. Me produce una gran satisfacción que se interese
por mis patéticos asuntos.
—Tiene amigos persuasivos —respondió él—. Oliton, y también Keeler.
—Capitán Loken, no tenía ni idea de que tenía amigos persuasivos. A decir
verdad, ni siquiera sabía que tenía amigos. Mersadie es amable, como estoy seguro
que habrá advertido. Euphrati… Oí que se vio involucrada en algún contratiempo.
—Así es.
—¿Está bien? ¿Está herida?
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—Está estupendamente —respondió Loken, aunque no tenía ni idea de en qué
estado se encontraba Keeler ya que no la había visto.
La mujer le había enviado una nota solicitando su intervención en el caso de
Karkasy, y Loken sospechaba que Mersadie Oliton tenía algo que ver.
Ignace Karkasy era un hombre de gran tamaño, pero había padecido una violenta
agresión. Todavía tenía el rostro abotargado e hinchado, y los moretones le habían
dejado la piel de color amarillento, como si padeciera de ictericia. Habían reventado
vasos sanguíneos en sus ojos de perrillo asustado, y cada movimiento que hacía
parecía producirle dolor.
—Tengo entendido que no tiene pelos en la lengua —dijo Loken—. ¿Una especie
de iconoclasta?
—Sí, sí —respondió Karkasy, meneando la cabeza—, pero abandonaré esa
costumbre, se lo prometo.
—Quieren deshacerse de usted. Enviarlo a casa —indicó Loken—. Los
rememoradores más antiguos creen que está dando mala fama a la orden.
—Capitán, podría darle mala fama a cualquiera solo con colocarme a su lado.
Aquello hizo sonreír a Loken. Empezaba a gustarle aquel hombre.
—He hablado con el palafrenero del Señor de la Guerra sobre usted, Karkasy.
Existen posibilidades de concederle un período de prueba. Si un astartes con rango
superior, como es mi caso, aboga por usted, podría quedarse con la expedición.
—¿Habría condiciones? —preguntó Karkasy.
—Por supuesto que las habría, pero ante todo tengo que oírle decir que se quiere
quedar.
—Quiero quedarme. ¡Válgame Terra, capitán! Cometí un error, pero quiero
quedarme. Quiero formar parte de esto.
—Mersadie dice que debería —respondió él, asintiendo—. También el palafrenero
siente debilidad por usted. Creo que Maloghurst les tiene cariño a los perros
desvalidos.
—Señor, no ha existido nunca un perro tan desvalido.
—Estas son las condiciones —siguió Loken—. Cíñase a ellas, o le retiraré mi
respaldo por completo y se pasará unos helados cuarenta meses arrastrando su trasero
de vuelta a Terra. En primer lugar, reformará sus costumbres.
—Lo haré, señor. Rotundamente.
—En segundo lugar, se presentará a mí cada tres días, si mis deberes lo permiten,
y me entregará una copia de todo lo que escriba. Todo, ¿comprendido? Obras
pensadas para ser publicadas y garabatos hechos para pasar el rato. Nada saldrá sin
pasar por mí. Me mostrará su alma de modo regular.
—Lo prometo, capitán, aunque le advierto que es un alma fea, bizca, jorobada y
deforme.
—Ya he visto muchas cosas feas —le aseguró Loken—. La tercera condición es
una pregunta, en realidad. ¿Miente?
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—No, señor, no lo hago.
—Eso es lo que he oído decir. Dice la verdad, sin adornos y sin retoques. Se le
juzga un bergante por ello. Usted dice cosas que otros no se atreven a decir.
Karkasy se encogió de hombros… con un gemido provocado por las doloridas
espaldas.
—Me siento confuso, capitán. ¿Va a estropear mis posibilidades decir sí a eso?
—Responda de todos modos.
—Capitán Loken, siempre digo la verdad tal y como la veo, aunque eso me lleve a
que me hagan papilla en los bares del ejército. Y, con mi corazón, denuncio a aquellos
que mienten o deliberadamente difuminan toda la verdad.
Loken asintió.
—¿Qué fue lo que dijo, rememorador? ¿Qué dijo para provocar a tropas honradas
hasta el punto de que usaran los puños contra usted?
Karkasy carraspeó e hizo una mueca de dolor.
—Dije… dije que el Imperio no perduraría. Dije que nada dura para siempre, no
importa con cuanta firmeza se haya construido. Dije que combatiríamos eternamente,
solo para poder mantenernos con vida.
Loken no respondió.
—¿Fue esa la respuesta correcta, señor? —preguntó Karkasy, poniéndose en pie.
—¿Existen respuestas correctas, señor? —respondió Loken—. Lo que sé es que…
un oficial guerrero de la Legión de los Puños Imperiales me dijo algo muy parecido
no hace mucho. No usó las mismas palabras, pero el significado era idéntico. No lo
enviaron a casa —Loken rio para sí—. En realidad, ahora que lo pienso, sí lo enviaron,
pero no por esa razón.
Loken miró al otro extremo de la celda en dirección a Karkasy.
—La tercera condición, pues. Hablaré en su favor, y responderé por usted. A
cambio, debe seguir diciendo la verdad.
—¿De verdad? ¿Está seguro sobre eso?
—La verdad es lo único que tenemos, Karkasy. La verdad es lo que nos separa de
las razas xenos y de los traidores. ¿Cómo podrá juzgarnos con imparcialidad la
historia si no tiene la verdad para leerla? Se me dijo que es para eso que existe la
Orden de los Rememoradores. Siga diciendo la verdad, por muy fea y desagradable
que sea, y yo seguiré respaldándolo.
Tras su extraña y desconcertante conversación con Kyril Sindermann en los archivos,
Loken se encaminó a la sala galería situada en la parte central de la nave insignia
donde los rememoradores habían tomado por costumbre reunirse.
Como de costumbre, Karkasy lo aguardaba bajo la alta arcada de la entrada a la
sala. Era el lugar de encuentro habitual que habían acordado. De la amplia estancia
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situada al otro lado surgían sonidos de risas, conversaciones y música. Mucho
personal, en su mayoría rememoradores, pero también algún miembro de la
tripulación y ayudantes militares, iban y venían afanosamente a través de la arcada en
grupos que charlaban ruidosamente.
La sala de la galería, una de las muchas a bordo del inmenso buque insignia
diseñadas para reuniones multitudinarias, alocuciones y ceremonias militares, había
sido entregada a los rememoradores para su uso exclusivo una vez que se reconoció
que no se los podía disuadir de celebrar reuniones sociales y festejos. Resultaba de lo
más indecoroso e indisciplinado, como si se hubiera permitido montar un carnaval en
las austeras salas de la magnífica nave. Por todo el Imperio, las naves de guerra
llegaban paulatinamente a acuerdos similares a medida que se amoldaban a la
incómoda novedad de transportar grandes comunidades de artistas y pensadores
libres con ellos. Por su misma naturaleza, a los rememoradores no se los podía
regimentar ni controlar tal como se podía hacer con la dotación militar de la nave.
Aquellas gentes tenían un insaciable deseo de reunirse, debatir y jaranear, y al
concederles espacio para su propio uso, los jefes de la expedición podían al menos
limitar sus tumultuosas actividades.
La sala había recibido el nombre de «el Refugio», y adquirido una reputación poco
recomendable. Loken no deseaba pasar a su interior, y siempre quedaba en
encontrarse con Karkasy en la entrada. Le resultaba muy extraño escuchar carcajadas
incontroladas y música desenfadada en las solemnes profundidades de la Espíritu
Vengativo.
Karkasy saludó respetuosamente con la cabeza cuando el capitán se acercó a él.
Siete semanas de viaje habían servido para curar bien sus lesiones, y los cardenales
habían desaparecido casi por completo. Entregó a Loken un fajo de hojas impresas
con su último trabajo. Otros rememoradores, que pasaban en pequeñas camarillas,
observaron al capitán astartes con curiosidad y sorpresa.
—Mi trabajo más reciente —dijo Karkasy—. Como acordamos.
—Gracias. Le veré aquí dentro de tres días.
—Hay algo más, capitán —indicó el rememorador, y entregó a Loken una placa
de datos.
El capitán la activó con el pulgar. Unas pictografías aparecieron en la pantalla,
imágenes bellamente ejecutadas de él y la Décima Compañía reuniéndose para
embarcar. El estandarte. Las columnas. En una, efectuaba el juramento de combate
ante Targost y Sedirae. El Mournival.
—Euphrati me pidió que le diera esto —dijo Karkasy.
—¿Dónde está? —preguntó Loken.
—No lo sé, capitán —respondió el rememorador—. Nadie la ha visto deambular
por ahí. Se ha recluido desde…
—¿Desde?
—Las Cabezas Susurrantes.
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—¿Qué le ha contado sobre eso?
—Nada, señor. Dice que no hay nada que contar. Dice que el primer capitán le
dijo que no había nada que contar.
—Tiene razón respecto a eso. Son imágenes magníficas. Gracias, Ignace. Dé las
gracias a Keeler de mi parte. Las guardaré como un tesoro.
Karkasy hizo una leve inclinación de cabeza e inició el regreso al interior del
Refugio.
—¿Karkasy?
—¿Señor?
—Cuide de Keeler, por favor. Por mí. Usted y Oliton. Asegúrense de que no esté
sola demasiado a menudo.
—Sí, capitán, lo haré.
A las seis semanas de viaje, mientras Loken instruía a sus nuevos reclutas,
Aximand fue a verlo.
—¿Las crónicas de Ursh? —murmuró, reparando en el libro que Loken había
dejado abierto junto a la esterilla de entrenamiento.
—Me gusta —respondió Loken.
—Me divirtió cuando era niño —replicó Aximand—. Es vulgar, no obstante.
—Creo que es por eso que me gusta —contestó Loken—. ¿Qué puedo hacer por
ti?
—Quería hablar contigo —indicó Aximand—, de un asunto privado.
Loken frunció el entrecejo. Aximand abrió la mano y mostró una medalla de plata
de una logia.
—Me gustaría que escucharas esto con imparcialidad —dijo Aximand una vez que
se retiraron a la intimidad de la sala de armas—. Como un favor hacia mí.
—¿Sabes lo que pienso de las actividades de las logias?
—Se me ha hecho saber. Admiro tu pureza, pero no existe ninguna malicia oculta
en la Logia. Tienes mi palabra, y espero que, por ahora, eso tenga algún valor.
—Lo tiene. ¿Quién te habló de mi interés?
—No sé decirte. Garviel, hay una reunión de la Logia esta noche, y me gustaría
que asistieses como mi invitado. Nos gustaría aceptarte en nuestra fraternidad.
—No estoy seguro de querer que me acepten en ningún sitio.
Aximand asintió.
—Comprendo. No habrá ninguna coacción. Ven, asiste, ve por ti mismo y decide
por ti mismo. Si no te gusta lo que encuentras, entonces eres libre de marcharte y
desvincularte.
Loken no mostró ninguna reacción.
—No es más que un grupo de hermanos —siguió Aximand—. Una fraternidad de
guerreros, bipartidista y sin graduación.
—Eso he oído.
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—Desde las Cabezas Susurrantes tenemos una vacante. Nos gustaría que tú la
ocuparas.
—¿Una vacante? —dijo Loken—. ¿Te refieres a Jubal? Vi su medalla.
—¿Vendrás conmigo? —preguntó Aximand.
—Lo haré. Porque eres tú quien me lo pide —respondió él.
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Cuatro
La tala de los árboles de muerte
Industria megarácnida
Me alegro de verte
Sus hermanos del árbol ya estaban muertos, no los podían salvar, pero Tarvitz no
podía dejarlos ensartados y sin vengar. La destrucción de sus figuras orgullosas y
perfectas era un insulto a la vista y al honor de la legión.
Reunió todos los explosivos que transportaban los hombres que quedaban, y
avanzó hacia los árboles acompañado de Bulle y de Sakian.
Lucius se quedó con los demás.
—Eres un idiota al hacer eso —dijo a Tarvitz—. Todavía podríamos necesitar esas
cargas.
—¿Para qué? —inquirió él.
—Tenemos una guerra que ganar aquí —respondió su compañero con un
encogimiento de hombros.
Sus palabras casi hicieron reír a Saúl Tarvitz. Deseaba decir que ya estaban
muertos. Muerte había engullido a las compañías de Ángeles Sangrientos y ahora,
gracias al afán de gloria de Eidolon, también los había engullido a ellos. No había
salida. Tarvitz no sabía cuántos de la compañía seguían con vida en la superficie, pero
si los otros grupos habían sufrido bajas en la misma proporción que las suyas, el
número total no podía ser muy superior a cincuenta.
Cincuenta hombres, aunque se tratara de cincuenta astartes, contra un mundo de
innumerables enemigos. Aquella no era una guerra que ganar; era simplemente una
última batalla, en la que, por la gracia del Emperador, podrían llevarse a tantos
enemigos con ellos como pudieran antes de caer.
No le dijo aquello a Lucius, pero solo fue porque los otros lo habrían oído. La
clase de coraje que tenía Lucius no admitía la realidad, y de haber hablado Tarvitz de
la situación sin tapujos se habría producido una disputa. Lo último que los hombres
necesitaban en aquellos momentos era ver pelear a sus oficiales.
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—No permitiré que esos árboles sigan en pie —declaró Tarvitz.
Acompañado por Bulle y por Sakian, se acercó a los árboles de piedra blanca,
corriendo bien agachados hasta que se encontraron bajo las sombras de sus doseles
sombríos y rígidos. Los megarácnidos alados encaramados entre las espinas no les
prestaron atención. Los tres hombres oían los crujidos y chasquidos de los insectos
alimentándose, y de vez en cuando hilillos de sangre oscura salpicaban el suelo a su
alrededor.
Dividió las cargas en tres montones iguales y las sujetó a los troncos de los árboles.
Bulle fijó un temporizador a cuarenta segundos.
Echaron a correr de vuelta al linde del bosque de tallos donde Lucius y el resto de
la tropa permanecían ocultos.
—Rápido, Saúl —chisporroteó la voz de Lucius a través del comunicador.
Tarvitz no respondió.
—Rápido, Saúl. Date prisa. No mires atrás.
Sin dejar de correr, Tarvitz miró a su espalda. Dos de los cladóceros alados se
habían separado del grupo que se alimentaba y habían alzado el vuelo. Las batientes
alas eran vítreas formas borrosas bajo la luz amarilla, y los centelleos de los
relámpagos brillaban sobre los lustrosos cuerpos negros. Se elevaron describiendo un
círculo, apartándose de los árboles de espinas, y marcharon en dirección a las tres
figuras, con las alas batiendo el aire como el zumbido de un mosquito ralentizado y
amplificado hasta alcanzar unos tonos graves descomunales.
—¡Corred! —gritó Tarvitz.
Sakian echó un vistazo a su espalda, dio un traspié y cayó. Tarvitz se detuvo con
un patinazo y dio la vuelta, tirando del caído hasta incorporarlo. Bulle había seguido
corriendo.
—¡Doce segundos! —gritó este, al tiempo que se volvía y sacaba su bólter.
El guerrero siguió retrocediendo, pero apuntó el arma hacia las figuras que se
acercaban.
—¡Vamos! —vociferó. Luego empezó a disparar y gritó—: ¡Al suelo! ¡Al suelo!
Sakian empujó a ambos contra el suelo, y él y Tarvitz quedaron tumbados sobre el
polvo rojo mientras la primera criatura alada pasaba sobre ellos, tan baja que la
corriente descendente de las batientes alas levantó una nube de polvo.
La criatura se alzó, dejándolos atrás, y se dirigió directamente hacia Bulle, pero
viró cuando él la alcanzó en dos ocasiones con los disparos del bólter.
Tarvitz alzó la cabeza y vio que el segundo megarácnido caía directamente hacia
él, la clase de descenso en picado que había atrapado a tantos de sus camaradas un
poco antes.
Intentó rodar a un lado, pero aquella cosa negra ocupaba todo el cielo.
Rugió un bólter. Sakian había sacado su arma y disparaba hacia arriba, a
quemarropa. Los disparos atravesaron el tórax del cladócero alado en medio de una
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violenta bocanada de humo y fragmentos quitinosos, y la criatura cayó, aplastándolos
a ambos bajo su peso.
Chilló y se contrajo espasmódicamente encima de ellos, y Tarvitz oyó cómo
Sakian gritaba de dolor. Tarvitz empujó frenéticamente para quitarse al animal de
encima, con las manos pegajosas por el icor.
Las cargas detonaron.
La onda expansiva de fuego arrasó la tierra roja en todas direcciones. Abrasó y
demolió el cercano linde del bosque de tallos y lanzó a Tarvitz, Sakian y la cosa que
los inmovilizaba por los aires. A Bulle lo levantó del suelo y lo arrojó hacia atrás. A la
criatura que volaba le arrancó las alas y la precipitó contra los matorrales.
La explosión arrasó los tres árboles de piedra, que se desplomaron igual que
edificios, como torres derribadas, quebrándose en frágiles esquirlas y polvo blanco
mientras caían al interior de la bola de fuego. Dos o tres de las criaturas aladas que se
alimentaban en los árboles alzaron el vuelo, pero estaban envueltas en llamas, y el
efecto succionador del calor generado por la explosión volvió a hacerlas caer al centro
de la explosión.
Tarvitz se puso en pie. Los árboles habían quedado reducidos a un montón de
escoria blanca que ardía furiosamente. Un espeso manto de polvo de un blanco
ceniciento se elevó de la zona de la explosión. Una llovizna de fragmentos llameantes
y humeantes, parecidos a material escupido por un volcán, cayó sobre él.
Tiró de Sakian para levantarlo. El choque de la criatura contra ellos le había roto a
su compañero la parte superior del brazo derecho, y la rotura había empeorado
cuando la explosión los había hecho saltar por los aires. Sakian se tambaleaba, pero su
metabolismo genéticamente mejorado empezaba a compensarse.
Bulle, indemne, se levantaba por sí solo.
El comunicador se activó. Era Lucius.
—¿Ya estás contento? —preguntó.
Más allá de la venganza y el honor, la acción de Tarvitz tuvo dos consecuencias
inesperadas. La segunda no resultó aparente durante algún tiempo, pero la primera lo
fue en menos de treinta minutos.
Allí donde las comunicaciones habían sido incapaces de conectar a las compañías
desperdigadas sobre la superficie, la explosión lo consiguió. Otras dos compañías, una
bajo el mando del capitán Anteus, la otra bajo el mando de lord Eidolon en persona,
detectaron la notable detonación, y siguieron la columna de humo hasta su origen.
Unidos, contaban con casi cincuenta astartes entre todos ellos.
—Infórmenme —ordenó lord Eidolon.
Se habían apostado en el límite del claro, a medio kilómetro de los árboles
destruidos, cerca del margen del bosque de tallos. El terreno despejado les permitía
detectar con mucha antelación la presencia de la variante terrestre de los
megarácnidos, y si volvían a aparecer las criaturas con alas, podían retroceder
rápidamente a la protección que ofrecían los matorrales y organizar una defensa.
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Tarvitz resumió todo lo que había acaecido a sus hombres desde el aterrizaje con
tanta rapidez y claridad como le fue posible. Lord Eidolon era uno de los
comandantes con más antigüedad del primarca, el primero elegido para tal puesto, y
no toleraba familiaridades, ni siquiera por parte de oficiales de combate de rango
superior como Tarvitz. La actitud de Eidolon indicó a Saúl que el comandante estaba
rabioso porque la operación no había salido en absoluto a su gusto, y le hizo
preguntarse si este reconocería en algún momento que se equivocó al ordenar el
descenso. Lo puso en duda. Eidolon, como toda la jerarquía de élite de la Legión de
los Hijos del Emperador, convertía de una u otra manera el orgullo en virtud.
—Repita lo que ha dicho sobre los árboles —instó Eidolon.
—Las criaturas aladas los usan para sujetar a la presa de la que se alimentan, señor
—explicó Tarvitz.
—Eso lo comprendo —espetó el otro—. He perdido hombres a manos de los seres
alados, y he visto los árboles de espinas, pero ¿me dice que había otros cuerpos?
—Los cadáveres de los Ángeles Sangrientos, señor —respondió Tarvitz,
asintiendo—, y hombres del ejército imperial también.
—Nosotros no hemos visto eso —observó el capitán Anteus.
—Podría explicar lo que les sucedió —respondió Eidolon.
Anteus era uno de los miembros del círculo de elegidos de Eidolon y disfrutaba de
una relación mucho más cordial con su señor que Tarvitz.
—¿Tiene pruebas? —preguntó Anteus a Tarvitz.
—Destruí los árboles, como ya sabe, señor —respondió él.
—¿De modo que no tiene pruebas?
—Mi palabra es la prueba —dijo Tarvitz.
—Y a mí ya me sirve —repuso Anteus, asintiendo cortésmente—. No era mi
intención ofender, hermano.
—No lo ha hecho, señor.
—¿Utilizó todas las cargas? —preguntó Eidolon.
—Sí, señor.
—Un desperdicio.
Tarvitz iba a responderle, pero sofocó las palabras antes de pronunciarlas. De no
haber sido por la utilización de los explosivos, no se habrían reunido. De no haber
sido por la utilización de los explosivos, los cuerpos destrozados de magníficos
miembros de la Legión de los Hijos del Emperador habrían colgado de picotas de
piedra en ignominioso desaliño.
—Se lo dije, señor —comentó Lucius.
—¿Le dijo qué?
—Que usar todas nuestras cargas explosivas era un desperdicio.
—¿Qué es eso que lleva en la mano, capitán? —preguntó Eidolon.
Lucius alzó la extremidad cuchilla.
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—Usted nos deshonra —dijo Anteus—. Qué vergüenza. Utilizar la garra de un
enemigo como espada…
—Tírela, capitán —dijo Eidolon—. Me sorprende su conducta.
—Sí, señor.
—¿Tarvitz?
—¿Sí, señor?
—Los Ángeles Sangrientos necesitarán alguna prueba de sus bajas. Algunas
reliquias que puedan honrar. Dijo que colgaban fragmentos de armadura de esos
árboles. Vaya y recupere algunos. Lucius puede ayudarlo.
—Señor, ¿no deberíamos asegurar esta…?
—Le di una orden, capitán. Ejecútela, por favor, ¿o es que el honor de nuestra
legión hermana no significa nada para usted?
—Solo pensaba que…
—¿Le pedí consejo? ¿Es usted un comandante general al tanto de las decisiones de
la línea superior de mando?
—No, señor.
—Entonces haga lo que le digo, capitán. Usted también, Lucius. Ustedes,
soldados, ayúdenlos.
La tormenta escudo local se había extinguido, y el cielo sobre el amplio claro era
sorprendentemente transparente y pálido, como si finalmente cayera la noche. Tarvitz
no tenía ni idea de cómo era el ciclo diurno de Muerte. Desde que descendieron al
planeta sin duda habían transcurrido períodos diurnos y nocturnos, pero en los
bosques de tallos, iluminados por el resplandor de las tormentas, tales cambios habían
sido imperceptibles.
En aquellos momentos el ambiente parecía más fresco y silencioso. El cielo tenía
un color beige apagado, con filamentos de oscuridad abriéndose paso. No soplaba
viento, y el parpadeo de relámpagos difusos llegaba desde muchos kilómetros de
distancia. A Tarvitz le pareció que incluso podía vislumbrar estrellas en lo alto, en las
zonas más oscuras de cielo despejado.
Condujo a su grupo a los escombros de los árboles. Lucius no dejaba de
refunfuñar, como si todo fuera culpa de Tarvitz.
—Cállate —le dijo a través de un canal cerrado—. Considera esto como sobrada
venganza al modo en que le lamiste el culo al comandante general.
—¿De qué hablas? —preguntó Lucius.
—«Le dije que era un desperdicio, señor» —respondió Tarvitz, imitando las
palabras de Lucius en un tono de voz nada amable.
—¡Te lo dije!
—Sí, lo hiciste, pero existe una cosa llamada solidaridad. Creía que éramos
amigos.
—Somos amigos —respondió Lucius, ofendido.
—¿Y fue esa la acción de un amigo?
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—Somos de la Legión de los Hijos del Emperador —repuso Lucius con
solemnidad—. Buscamos la perfección, no ocultamos nuestros errores. Cometiste un
error. Reconocer nuestros fracasos es otro paso en el camino a la perfección. ¿No es
eso lo que nos enseña nuestro primarca?
Tarvitz frunció el entrecejo. Su compañero tenía razón. El primarca Fulgrim
enseñaba que únicamente mediante la imperfección podían fallarle al Emperador, y
solo reconociendo esos fracasos podían erradicarlos. Tarvitz deseó que alguien le
recordara a Eidolon el dogma clave de la filosofía de su legión.
—Cometí un error —admitió Lucius—. Utilicé esa especie de espada. Me
entusiasmaba. Era xenos. Lord Eidolon tuvo razón al reprenderme.
—Te dije que era xenos. Dos veces.
—Sí, lo hiciste. Te debo una disculpa por eso. Tenías razón, Saúl. Lo siento.
—No importa.
Lucius posó una de sus manos sobre el brazo acorazado de Tarvitz y lo detuvo.
—No, nada de eso. Vaya uno soy yo para hablar. Tú siempre sabes lo que hay que
hacer, Saúl. Ya sé que me burlo de ti por ello. Lo siento. Espero que sigamos siendo
amigos.
—Desde luego.
—Tu actitud inquebrantable es una auténtica virtud —dijo Lucius—. Yo me
vuelvo obsesivo en ocasiones, cuando me acaloro. Es una imperfección de mi
carácter. A lo mejor puedes ayudarme a vencerla. A lo mejor puedo aprender de ti. —
Su voz tenía aquel tono infantil que era lo que había hecho que le cayera bien a
Tarvitz en primer lugar—. Además —añadió—, me salvaste la vida. No te he dado las
gracias por eso.
—No, no lo has hecho, pero no es necesario, hermano.
—Entonces, acabemos con esto, ¿de acuerdo?
Los otros hombres aguardaban mientras Tarvitz y Lucius celebraban su
conversación privada de comunicador a comunicador. Los dos capitanes corrieron a
reunirse con ellos.
Los guerreros que Eidolon había elegido para ir con ellos eran Bulle, Pherost,
Lodoroton y Tykus, todos hombres de la escuadra de Tarvitz. Estaba tan claro que
Eidolon castigaba a la tropa, que no resultaba divertido. Tarvitz odió que sus hombres
tuvieran que pagar solo porque él no estaba bien visto.
Y Tarvitz tenía la sensación de que no los castigaban por malgastar cargas
explosivas. Padecían la ignominia de Eidolon porque ellos habían conseguido cosas
más importantes que ninguno de los otros grupos desde el descenso.
Llegaron ante los escombros de los árboles y ascendieron entre crujidos por las
laderas de escoria blanca humeante. Restos de espinas de piedra sobresalían del
montón igual que astas de ciervo, algunas todavía con pedazos carbonizados de carne.
—¿Qué hacemos? —preguntó Tykus.
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Tarvitz suspiró y se arrodilló sobre los blancos restos. Empezó a apartar a un lado
los cascotes calcáreos con las manos enguantadas.
—Esto —dijo.
Trabajaron durante una hora o dos. Había empezado a caer una especie de noche
y la temperatura del aire descendió bruscamente a medida que la luz desaparecía del
cielo. Brillaron estrellas de un modo normal, y algunos relámpagos distantes
revolotearon sobre los interminables bosques de hierba que circundaban el claro.
Un calor infinito surgía del centro del montón de escombros y provocaba que el
aire frío que los rodeaba reluciera. Removieron la polvorienta escoria, pedazo a
pedazo, y recuperaron dos placas de hombrera abolladas, ambas pertenecientes a los
Ángeles Sangrientos, y un gorro del ejército imperial.
—¿Es eso suficiente? —inquirió Lodoroton.
—Seguid trabajando —respondió Tarvitz. Miró al otro lado del claro en
penumbra, al lugar donde la compañía de Eidolon estaba atrincherada—. Otra hora
más, tal vez, y pararemos.
Lucius encontró un casco de ángel sangriento. Parte del cráneo seguía dentro.
Tykus localizó un peto que pertenecía a uno de los difuntos legionarios Hijos del
Emperador.
—Traed eso también —indicó Tarvitz.
Entonces Pherost encontró algo que estuvo a punto de matarlo.
Era uno de los cladóceros alados, quemado y enterrado, pero todavía con vida.
Cuando Pherost apartó las cenizas calcificadas, la negra y contraída criatura, sin alas y
reventada, se alzó y lo acuchilló con la cresta ganchuda de la cabeza.
Pherost dio un traspié, cayó y resbaló de espaldas por la ladera de escombros. La
criatura avanzó con dificultad tras él, arrastrando el cuerpo lastimado, con las bases
de las alas rotas vibrando inútilmente.
Tarvitz se abalanzó sobre ella y la mató con el espadón. La criatura estaba tan
cerca de la muerte y tan exhausta que el cuerpo se arrugó bajo la hoja como si fuera
papel, y solo manó un icor residual y espeso como pegamento.
—¿Estás bien? —preguntó Tarvitz.
—Me cogió por sorpresa —respondió Pherost, quitándole importancia.
—Vigilad lo que hacéis —advirtió Tarvitz al resto.
—¿Oís eso? —preguntó Lucius.
Todo había quedado muy oscuro y silencioso, como un auténtico anochecer, pero
al amplificar la acústica de sus cascos, todos oyeron el repiqueteo que Lucius había
detectado. En los bordes de los matorrales, la luz de las estrellas centelló sobre
ajetreadas formas metálicas.
—Han regresado —indicó Lucius, volviendo la cabeza en dirección a Tarvitz.
—Tarvitz al grupo principal —transmitió Tarvitz—. Contacto con el enemigo en
los límites del bosque.
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—Lo vemos, capitán —respondió inmediatamente Eidolon—. Mantengan su
posición hasta que…
La conexión se cortó bruscamente, como si la interfirieran.
—Deberíamos regresar —dijo Lucius.
—Sí —coincidió Tarvitz.
Una luz y un ruido repentinos los sobresaltaron a todos. El grupo principal, a
medio kilómetro de distancia, había abierto fuego. A lo lejos, oyeron y vieron bólters
que retumbaban y centelleaban en la oscuridad. Figuras distantes de color gris sucio
danzaban y bailoteaban bajo la luz estroboscópica de los disparos.
Habían atacado la posición de Eidolon.
—¡Vamos! —gritó Lucius.
—¿Y qué hacemos? —inquirió Tarvitz—. ¡Esperad! ¡Mirad!
Los seis descendieron gateando para ponerse a cubierto a un lado del montón de
escombros. De los extremos del bosque surgían megarácnidos que se aproximaban a
ellos. Figuras grises en movimiento, invisibles excepto cuando reflejaban la luz de las
estrellas y el lejano parpadeo de los relámpagos. Se dirigían en tropel, a centenares,
hacia el montículo que habían sido los árboles, y entre ellos había otras formas,
formas más grandes, megarácnidos colosales. Otra variante de la especie.
El grupo de Tarvitz se deslizó por el montón de cascotes calcáreos y retrocedió
hacia campo abierto, al extenso claro situado detrás de ellos, manteniéndose todos
bien agachados. A su derecha, la posición de lord Eidolon estaba sumida en un
ruidoso y enfurecido combate.
—¿Qué hacen? —preguntó Bulle.
—Mira —respondió Tarvitz.
Las columnas de megarácnidos ascendieron por el montón de cascotes. Figuras
con aspecto de guerreros, equipadas con espadas cuadradas, se apostaron alrededor
de la base como si montaran guardia. Otras figuras ascendieron por las pendientes y
empezaron a separar los escombros, limpiando la zona con velocidad y eficiencia
inhumanas. Tarvitz vio figuras de guerreros que realizaban aquella tarea, y también
cladóceros de un aspecto similar pero con extremidades en forma de pala en lugar de
espadas. Con una precisión minuciosa, los megarácnidos empezaron dispersar el
montón de escombros, y a llevarse los cascotes sueltos al interior de los matorrales.
Formaron largas cuadrillas mecánicas para hacerlo. Las figuras más colosales, los
cladóceros que Tarvitz no había visto con anterioridad, se adelantaron. Eran
monstruos enormes, de patas cortas y gruesas y abdómenes gigantescos. Avanzaron
pesadamente y empezaron a roer y sorber los escombros desmenuzados con bocas
espantosamente grandes. Los cladóceros de menor tamaño correteaban alrededor de
sus corpulentas figuras, extrayendo madejas de materia blanca de sus órganos
hilanderos con movimientos curiosamente delicados de las extremidades superiores.
Los seres más pequeños transportaban aquella materia fibrosa y cada vez más rígida
de vuelta a la zona cada vez más despejada y se dedicaban a engancharla entre sí.
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—Reconstruyen los árboles —susurró Bulle.
Era un espectáculo extraordinario. Las criaturas colosales, tejedoras, consumían
los pedazos rotos de los árboles que Tarvitz había derribado y los convertían en
material nuevo, como si fuera hormigón gelatinoso. Los cladóceros más pequeños,
activos y veloces, se hacían cargo del material y formaban bases nuevas con él en el
espacio que otros de su especie habían despejado.
En menos de diez minutos, gran parte de la zona había quedado limpia, y se
formaban ya troncos de árboles nuevos. Los apresurados constructores transportaban
en sus extremidades montones de materia blanda y lechosa hasta las bases, y luego
regurgitaban líquido sobre ellos para mezclarlos como si fuera cemento. Las
extremidades de aquellos seres zumbaban veloces y daban forma igual que paletas de
constructores expertos.
La batalla detrás de ellos seguía librándose. Lucius no dejaba de echar ojeadas en
dirección a la lucha.
—Deberíamos regresar —susurró—. Lord Eidolon nos necesita.
—Si no puede vencer sin nosotros seis —dijo Tarvitz—, no puede vencer. Derribé
estos árboles. No pienso ver cómo los construyen otra vez. ¿Quién está conmigo?
Bulle respondió afirmativamente. Igual que hicieron Pherost, Lodoroton y Tykus.
—Muy bien —dijo Lucius—. ¿Qué hacemos?
Pero Tarvitz ya había desenvainado su espadón y se lanzaba contra los obreros
megarácnidos.
El combate que siguió fue una simple insensatez. Los seis astartes, con las espadas
desenvainadas y los bólters listos, cargaron contra las cuadrillas de obreros
megarácnidos y pelearon contra ellos bajo el frío aire nocturno. Los piquetes de
cladóceros colocados como centinelas alrededor de los límites del lugar fueron los
primeros en advertir su presencia y se lanzaron a defenderlo. Lucius y Bulle se
enfrentaron a ellos y los eliminaron, y Tarvitz y Tykus siguieron adelante hasta la
zona central para enfrentarse a los laboriosos constructores. Pherost y Lodoroton los
siguieron, disparando en todas direcciones para rechazar ataques laterales.
Tarvitz atacó a una de las colosales criaturas tejedoras, uno de los cladóceros
constructores, y le abrió de par en par el enorme abdomen con la espada. Cemento
fundido brotó del interior como si fuera pus, y la criatura empezó a arañar el aire con
las cortas y gruesas patas. Criaturas guerreras saltaron por encima de la mole herida
para atacar a los soldados imperiales. Tykus eliminó a tiros a dos en pleno salto y
luego decapitó a una tercera cuando caía sobre él. Los megarácnidos estaban por
todas partes, moviéndose febrilmente como hormigas.
Lodoroton había eliminado a ocho de ellos, incluido otro de aquellos seres
monstruosos cuando una criatura guerrero le arrancó la cabeza de un mordisco.
Como si aquello no lo satisficiera, el ser procedió a cortar a tiras el cuerpo de
Lodoroton con sus cuatro extremidades cuchilla. Sangre y partículas de carne
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espumearon en el frío aire. Bulle eliminó a la criatura de un solo disparo de su bólter,
y esta cayó de bruces.
Lucius se abrió paso a hachazos entre los guardas exteriores, que lo iban cercando
en número cada vez mayor. Blandía la espada, sin juegos ya, sin considerarlo un
pasatiempo; aquello era una auténtica prueba.
Había matado a dieciséis megarácnidos cuando lo atraparon. Un cladócero con
extremidades terminadas en palas, que sostenía una carga de cemento lechoso
húmedo, cayó bajo sus estocadas y, al morir, soltó su cargamento sobre él. Lucius
cayó, con brazos y piernas enganchados entre sí debido a la húmeda masa. Intentó
liberarse, pero el mantillo orgánico empezó a espesar y a solidificarse. Una criatura
guerrero saltó sobre él e hizo intención de ensartarlo con los cuatro brazos cuchilla.
Tarvitz le asestó un tiro en el costado y lo arrojó lejos; luego se colocó junto a
Lucius para protegerlo de la escoria xenos. Bulle llegó junto a él, sin dejar de disparar
y lanzar mandobles. Pherost se abrió paso para unirse a ellos, pero cayó cuando una
extremidad cuchilla lo atravesó limpiamente por la espalda. Tykus se acercó
avanzando de espaldas. Los tres legionarios Hijos del Emperador que quedaban
dispararon y acuchillaron al enemigo que cerraba filas a su alrededor. A sus pies,
Lucius se esforzaba por liberarse y ponerse en pie.
—¡Quítame esto de encima, Saúl! —chilló.
Tarvitz deseaba hacerlo. Le hubiera gustado darse la vuelta y liberar a machetazos
a su amigo, pero no había espacio. No había tiempo. Los guerreros megarácnidos los
rodeaban por completo, repiqueteando con las mandíbulas al tiempo que blandían
sus espadas. Si dejaba de atacar por un instante, sería hombre muerto. Resonó el
trueno en el despejado cielo nocturno, pero, inmerso en el feroz combate, Tarvitz no
le prestó atención. Era solo la tormenta escudo que regresaba.
Pero no lo era.
Caían meteoros del cielo al interior del claro alrededor de ellos, impactando
violentamente contra el polvo rojo, igual que rayos. Dos, cuatro, una docena, veinte.
Cápsulas de desembarco.
El ruido de nuevos disparos resonó por encima del estrépito de la batalla. Los
bólters retumbaron. Las armas de plasma chirriaron. Las cápsulas de desembarco
siguieron cayendo como si fueran bombas.
—¡Mirad! —exclamó Bulle—. ¡Mirad!
Los megarácnidos estaban ya encima de ellos. Tarvitz había perdido el bólter y
apenas podía blandir la espada, tal era la densidad de los enemigos que caían sobre él.
Sintió que lo derribaba lentamente el simple peso de su superioridad numérica.
—… ¿me oyen? —chirrió de improviso el comunicador.
—¿Qu… qué? ¡Dígalo otra vez!
—¡Dije que somos imperiales! ¿Tenemos hermanos ahí?
—¡Sí, en nombre de Terra…!
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Una explosión. Una serie de disparos rápidos. Una onda de choque se abrió paso
entre las masas enemigas.
—¡Seguidme ahí dentro! —gritaba una voz, imperiosa y profunda—. ¡Seguidme
ahí dentro y hacedlos retroceder!
Más explosiones abrasadoras. Los cuerpos grises estallaron convertidos en
pedazos llameantes, arrojando extremidades seccionadas al aire como si fueran
astillas. Una de ellas se estrelló contra el visor de Tarvitz y lo derribó de espaldas. El
mundo se volvió escarlata y giró sobre sí mismo durante un segundo.
Una mano descendió en dirección a Tarvitz, una masa borrosa frente a su campo
visual. Era el guantelete de un astartes. Blanco, con un reborde negro.
—Arriba, hermano.
Tarvitz la sujetó con fuerza y sintió que lo izaban hasta ponerlo en pie.
—Muy agradecido —aulló. Los combates se enconaron aún más a su alrededor—.
¿Quién eres?
—Me llamo Tarik, hermano —dijo su salvador—. Me alegro de verte.
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Cinco
Formalidades informales
La reprimenda de los Perros de la Guerra
No sé decirte
Fue un poco cruel, en opinión de Loken. Alguien, en alguna parte —y Loken
sospechaba que lo había maquinado Maloghurst— había omitido informar a los
oficiales de la 140.ª Flota Expedicionaria exactamente a quién iban a recibir a bordo.
La Espíritu Vengativo, y la flota consorte que lo acompañaba, se habían detenido
majestuosamente junto a los navíos de la 140.ª y las otras naves que habían acudido
en ayuda de la expedición, y un transbordador pesado, blindado, se había trasladado
de la nave insignia a la barcaza de combate Misericordia.
Mathanual August y su camarilla de comandantes, incluido el palafrenero de
Eidolon, Eshkerrus, se habían reunido en una de las cubiertas principales de
embarque para recibir a la lanzadera. Sabían que transportaba al comandante del
destacamento de socorro de la 63.ª Expedición, y que eso significaba inevitablemente
oficiales de la XVI Legión. Con la posible excepción de Eshkerrus, todos se sentían
nerviosos. La llegada de los Lobos Lunares, la más famosa y temida de todas las
divisiones Astartes, era suficiente para poner en tensión los nervios de cualquiera.
Cuando la rampa de aterrizaje de la lanzadera se extendió y diez Lobos Lunares
descendieron entre los vapores que se disipaban, se había hecho el silencio, y aquel
silencio se había convertido en sofocadas exclamaciones de asombro cuando quedó
patente que aquellos no eran los diez hermanos del destacamento ceremonial de un
capitán, sino diez capitanes ataviados con todo su equipo ceremonial.
El primer capitán encabezaba el grupo, y saludó con el signo del áquila a
Mathanual August.
—Soy… —empezó.
—Sé quién es, señor —dijo August, y le dedicó una profunda inclinación de
cabeza, temblando. Había pocas personas en el Imperio que no reconocieran o
temieran al primer capitán Abaddon—. Le doy la bienvenida y…
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—Silencio, maestre —lo interrumpió Abaddon—. No hemos llegado a eso
todavía.
August alzó los ojos, sin comprender realmente. Abaddon se hizo a un lado para
ocupar su puesto, y los diez capitanes cubiertos con capas, cinco a cada lado de la
rampa de aterrizaje, formaron una guardia de honor y se cuadraron, con los visores
mirando al frente y las manos sobre los pomos de las espadas envainadas.
El Señor de la Guerra emergió del vehículo, y todo el mundo, excepto los diez
capitanes y Mathanual August, se postraron inmediatamente sobre la cubierta.
El Señor de la Guerra descendió lentamente por la rampa. Su sola presencia era
suficiente para infundir una atención total e incondicional, pero en aquellos
momentos hacía, de un modo del todo calculado, lo único que empeoraba aún más
las cosas. No sonreía.
August se quedó de pie ante él, mirándolo de hito en hito mientras su boca se
abría y se cerraba sin decir nada, como un pez varado en la arena.
Eshkerrus, cuya piel había adquirido un tono verdoso, alzó los ojos rápidamente y
tiró del repulgo de las vestiduras de August.
—¡Inclínese, estúpido! —susurró.
August no podía. Loken dudaba que el veterano señor de la flota pudiera recordar
siquiera su propio nombre en aquel momento. Horus se detuvo, alzándose imponente
ante él.
—Señor, ¿no quiere inclinarse? —preguntó.
Cuando August respondió por fin, su voz fue un diminuto sonido embrionario.
—No puedo —dijo—. No recuerdo cómo hacerlo.
Entonces, una vez más, el Señor de la Guerra mostró su genio sin límites para el
liderazgo. Dobló una rodilla en tierra y se inclinó ante Mathanual August.
—He venido tan deprisa como me ha sido posible para ayudarlo, señor —dijo, y
estrechó a August en un abrazo, sonriendo ya—. Me gusta un hombre que es lo
bastante orgulloso para no doblar las rodillas ante mí —declaró.
—Las habría doblado de haber podido, mi señor —respondió August.
El hombre estaba más calmado ahora, tranquilizado gratamente por la cordialidad
del Señor de la Guerra.
—Perdóname, Mathanual… ¿puedo llamarte Mathanual? Maestre suena
demasiado estirado. Perdona que no te informara que venía en persona. Detesto la
pompa y la ceremonia, y de haber sabido que venía, no habrías escatimado esfuerzos
en tu recibimiento. Soldados con uniforme reglamentario, bandas ceremoniales,
banderitas. Desprecio las banderitas en especial.
Mathanual August lanzó una carcajada. Horus se puso en pie y paseó la mirada
por las figuras postradas que cubrían la amplia cubierta.
—Levantaos, por favor. Por favor. Poneos en pie. Una aclamación o unos aplausos
me servirá, no esta humillación inútil.
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Los oficiales de la flota se alzaron, aclamando y aplaudiendo. Los había
conquistado. Simplemente así, se dijo Loken, los había conquistado. Ahora eran suyos
para siempre.
Horus avanzó para saludar a los oficiales y comandantes de uno en uno. Loken
observó que Eshkerrus, ataviado de púrpura y oro y con media armadura puesta,
aceptaba el saludo con una reverencia. Había algo agrio en el palafrenero, pensó
Loken. Algo definitivamente que no estaba bien.
—¡Cascos! —ordenó Abaddon, y los comandantes de la compañía se quitaron los
cascos.
Avanzaron entonces, de un modo más informal, para escoltar a su comandante
entre la multitud de figuras que aplaudían.
Horus murmuró algo en un aparte a Abaddon mientras recibía besos de
bienvenida y reverencias de los allí reunidos. Abaddon asintió. Pulsó su transmisor,
activando el canal privado, y habló en cthónico con los otros tres miembros del
Mournival.
—Consejo de Guerra en treinta minutos. Estad listos para representar vuestros
papeles.
Los otros tres sabían qué significaba aquello y siguieron a Abaddon al interior de
la enfervorecida multitud.
Se reunieron para el Consejo en el strategium de la Misericordia, una rotonda
enorme situada detrás del puente principal de la barcaza. El Señor de la Guerra se
acomodó en la cabecera de la larga mesa, y el Mournival se sentó con él, junto con
August, Eshkerrus y nueve comandantes superiores de la nave y oficiales del ejército.
El resto de capitanes de los Lobos Lunares se sentaron entre la multitud de oficiales
menores de la flota que llenaba los asientos de las gradas de las galerías artesonadas
situadas por encima de ellos.
El maestre August hizo aparecer unas imágenes holográficas para ilustrar su
sucinta recapitulación de la situación. Horus contempló cada una sucesivamente,
pidiendo en dos ocasiones a August que retrocediera de modo que pudiera volver a
estudiar detalles.
—¿De modo que lanzaron todo lo que tenían a esta trampa mortal? —empezó
Torgaddon sin ambages, en cuanto August finalizó.
August se echó hacia atrás como si lo hubieran abofeteado.
—Señor, hice lo…
—Tarik, es excesivo y demasiado severo —dijo el Señor de la Guerra, alzando la
mano—. El maestre August simplemente hacía lo que le dijo el capitán Frome.
—Mis disculpas, señor —repuso Torgaddon—. Retiro el comentario.
—No creo que Tarik deba hacerlo —intervino Abaddon—. Esto fue un
monumental mal uso de recursos humanos. ¿Tres compañías? Sin mencionar las
unidades del ejército…
—No habría sucedido de haber estado yo al frente —murmuró Torgaddon.
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Los ojos de August parpadearon a toda velocidad. Daba la impresión de que
intentaba no desmoronarse.
—Es imperdonable —dijo Aximand—. Sencillamente imperdonable.
—Le perdonaremos, de todos modos —indicó Horus.
—¿Deberíamos hacerlo, señor? —preguntó Loken.
—He matado a hombres por menos —apostilló Abaddon.
—Por favor —dijo August, pálido, poniéndose en pie—. Merezco un castigo. Le
imploro…
—No es digno del bólter —masculló Aximand.
—Es suficiente —dijo Horus en tono congraciador—. Mathanual cometió un
error, un error de mando. ¿No es cierto, Mathanual?
—Creo que sí lo hice, señor.
—Envió de una en una a las fuerzas de su expedición a una zona de peligro hasta
que no le quedó ninguna —dijo Horus—. Es trágico. Ocurre a veces. Nosotros
estamos aquí ahora, eso es todo lo que importa. Estamos aquí para corregir el
problema.
—¿Qué pasa con la Legión de los Hijos del Emperador? —intervino Loken—. ¿Es
que ni siquiera se les ocurrió esperar?
—¿Esperar qué, exactamente? —preguntó Eshkerrus.
—A nosotros —sonrió Aximand.
—Toda una expedición corría peligro —respondió Eshkerrus, entrecerrando los
ojos—. Fuimos los primeros en llegar al lugar. Una respuesta crítica. Les debíamos a
nuestros hermanos Ángeles Sangrientos…
—¿Qué? ¿Morir también? —inquirió Torgaddon.
—Tres compañías de la Legión de los Ángeles Sangrientos estaban… —exclamó
Eshkerrus.
—Probablemente ya muertas —interrumpió Aximand—. Os habían mostrado que
la trampa estaba allí. ¿Es que sencillamente pensasteis que también os queríais meter
en ella?
—Nosotros… —empezó el palafrenero.
—¿O acaso lord Eidolon simplemente estaba hambriento de gloria? —quiso saber
Torgaddon.
Eshkerrus se puso en pie y dirigió una mirada iracunda al otro extremo de la
mesa, en dirección a Torgaddon.
—Capitán, ofende el honor de la Legión de los Hijos del Emperador.
—Puede que realmente sea eso lo que hago, sí —respondió el aludido.
—Entonces, señor, es usted un vil malnacido…
—Palafrenero Eshkerrus —dijo Loken—. A ninguno de nosotros nos gusta
demasiado Torgaddon, excepto cuando dice la verdad. Justo en este momento, me
gusta mucho.
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—Es suficiente, Garviel —dijo Horus con voz pausada—. Es suficiente. Siéntese,
palafrenero. Mis Lobos Lunares hablan con dureza porque están consternados ante
esta situación. Una derrota imperial. Compañías perdidas. Un enemigo implacable.
Esto me entristece, y entristecerá también al Emperador cuando se entere.
Horus se puso en pie.
—El informe que le enviaré dirá lo siguiente: El capitán Frome hizo lo correcto al
atacar este mundo, ya que es a todas luces un nido de porquería xenos. Aplaudimos
su valor. Maestre August hizo lo correcto al apoyar al capitán, aunque eso significó
que tuvo que usar el grueso de su formación militar. El comandante general Eidolon
hizo lo correcto al entrar en combate sin respaldo, pues hacer lo contrario habría sido
una cobardía cuando había vidas en juego. También me gustaría dar las gracias a
todos los comandantes que cambiaron su rumbo para ofrecer ayuda. A partir de este
punto, nosotros nos ocuparemos.
—¿Cómo se ocuparán, señor? —preguntó Eshkerrus con descaro.
—¿Atacará? —quiso saber August.
—Tendremos en cuenta nuestras opciones y les informaremos de inmediato. Eso
es todo.
Los oficiales abandonaron en fila el strategium junto con Sedirae, Marr, Moy,
Goshen, Targost y Qruze, dejando al Señor de la Guerra solo con el Mournival.
Una vez que estuvieron a solas, Horus miró a los cuatro.
—Gracias, amigos. Bien representado.
Loken aprendía rápidamente tanto el modo en que al Señor de la Guerra le
gustaba emplear al Mournival como arma política, como el magistral animal político
que era Horus. Aximand había informado discretamente a Loken sobre lo que se
requeriría de él justo antes de que subieran a bordo de la lanzadera en la Espíritu
Vengativo.
—La situación aquí es un desastre, y el comandante cree que el desastre lo ha
provocado en parte la incompetencia y errores a nivel de mando. Quiere reprender a
todos los oficiales, quiere una reprimenda tal que se sientan realmente avergonzados,
pero… si quiere volver a unir la 140.ª Expedición y hacerla viable, necesita su
admiración, su respeto y su lealtad a toda prueba. Nada de lo cual obtendrá si entra
como una tromba y se comporta con prepotencia.
—¿Así que el Mournival efectúa la reprimenda por él?
—Exactamente —Aximand había sonreído—. A los Lobos Lunares los temen de
todos modos, así que dejemos que nos tengan miedo. Que nos odien. Seremos los
portavoces del descontento y el rencor. Todas las acusaciones deben provenir de
nosotros. Representa el papel, habla con tanta crudeza y sé tan crítico como quieras.
Haz que se sientan incómodos. Recibirán el mensaje, pero al mismo tiempo, el Señor
de la Guerra aparecerá como un conciliador benigno.
—¿Somos sus perros de la guerra?
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—De modo que él no tenga que gruñir personalmente. Exacto. Quiere que se lo
hagamos pasar realmente mal, que les demos una buena reprimenda que recordarán y
de la que aprenderán. Eso le permite aparecer como pacificador. Seguir siendo
querido, adorado, una voz de razón y serenidad. Cuando termine, si hacemos las
cosas bien, todos se sentirán amonestados como es debido, y al mismo tiempo todos
querrán al Señor de la Guerra por mostrar clemencia y hacernos callar. Todos piensan
que el mejor talento del Señor de la Guerra es el de guerrero; nadie espera que sea un
político consumado. Obsérvale y aprende, Garvi. Averigua por qué el Emperador lo
eligió como su representante.
—Muy bien ejecutado —dijo Horus al Mournival con una sonrisa—. Garviel, ese
último comentario fue deliciosamente mordaz. Eshkerrus estaba totalmente rojo.
Loken asintió.
—En cuanto le puse la vista encima me dio la impresión de ser un hombre ansioso
por salvar el trasero. Él sabía que se habían cometido errores.
—Sí, lo sabía —respondió Horus—. Ahora no esperes encontrar demasiados
amigos entre los miembros de la Legión de los Hijos del Emperador durante un
tiempo. Son una pandilla de orgullosos.
—Tengo todos los amigos que necesito, señor —repuso Loken con una carcajada.
—A August, Eshkerrus y a una docena de oficiales se les puede, desde luego,
amonestar y acusar formalmente de incompetencia una vez que esto haya finalizado
—indicó Horus sin darle demasiada importancia—, pero solo después de que esto
finalice. Ahora, la moral es crucial. Bien, tenemos una guerra que planear.
Fue aproximadamente una media hora más tarde cuando August los convocó en
el puente. Un agujero repentino e inesperado había aparecido en las tormentas escudo
de 1-40-20, una brusca interrupción en la potencia, y muy cerca de los supuestos
vectores de aterrizaje de los Hijos del Emperador.
—Al menos —dijo August—, es una brecha en la tormenta.
—Ojalá dispusiera de astartes para lanzarlos allí —masculló Eshkerrus en voz
baja.
—Pero no los tiene, ¿verdad? —observó Aximand insidiosamente.
Eshkerrus dirigió una mirada colérica a Pequeño Horus.
—Entremos —instó Torgaddon al Señor de la Guerra—. Otro agujero podría
tardar mucho en aparecer.
—La tormenta puede volver a cerrar la brecha —indicó Horus, señalando los
centelleantes movimientos ciclónicos que aparecían en el holograma.
—Quiere este mundo, ¿verdad? —dijo Torgaddon—. Deje que baje con la punta
de lanza.
Ya se había echado a suertes, y la punta de lanza iba a ser la compañía de
Torgaddon, junto con las compañías de Sedirae, Moy y Targost.
—Bombardeo orbital —dijo Horus, repitiendo lo que ya se había decidido que era
lo mejor que podía hacerse.
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—Podría haber hombres vivos todavía —indicó Torgaddon.
El Señor de la Guerra se hizo a un lado y habló en voz baja, en cthónico, con el
Mournival.
—Si autorizo esto, hago lo mismo que August y Eidolon, y acabo de hacer que les
llamaseis la atención justo por ese mismo tipo de imprudencia temeraria.
—Esto es diferente —respondió Torgaddon—. Ellos bajaron a ciegas, una oleada
tras otra. Yo no abogaría por repetir esa estupidez, pero ese cambio en el tiempo… es
el primero que se ha detectado en meses.
—Si todavía hay hermanos con vida ahí abajo —dijo Pequeño Horus—, se
merecen una última oportunidad de que los encuentren.
—Entraré yo —indicó Torgaddon—, y veré qué encuentro. Al menor indicio de
que el tiempo cambia otra vez, sacaré a la punta de lanza y podemos poner en acción
las baterías de la flota.
—Sigo sintiendo curiosidad por la música —dijo el Señor de la Guerra—. ¿Se ha
averiguado algo?
—Los traductores siguen trabajando —respondió Abaddon.
Horus miró a Torgaddon.
—Admiro tu compasión, Tarik, pero la respuesta es un decidido no. No voy a
repetir los errores que se han cometido ya y lanzar a tus hombres a…
—¿Señor?
August se había vuelto a acercar a ellos y les tendía una placa de datos.
Horus la tomó y la leyó.
—¿Está confirmado?
—Sí, Señor de la Guerra.
Horus contempló al Mournival.
—El maestre de las comunicaciones ha detectado signos de tráfico de
comunicaciones en la superficie, en la zona de la interrupción de la tormenta. No
responde ni reconoce nuestras señales, pero hay actividad imperial. Parece como si
fueran transmisiones de escuadra a escuadra, o de hermano a hermano.
—Entonces todavía hay hombres con vida —dijo Abaddon, y parecía
sinceramente aliviado—. ¡Válgame Terra y el Emperador! Todavía hay hombres con
vida ahí abajo.
Torgaddon contempló fijamente al Señor de la Guerra y no dijo nada. Ya lo había
dicho.
—Muy bien —le dijo Horus—. Ve.
Las cápsulas de desembarco estaban dispuestas a lo largo de la cubierta número 5
de la Espíritu Vengativo en sus soportes de lanzamiento, y los guerreros de la punta de
lanza se sujetaban ya en sus puestos. Puertas abatibles, igual que pétalos blindados, se
cerraban por encima de ellos, de modo que las cápsulas de desembarco parecían
endurecidas envolturas negras de semillas listas para el otoño. Sonaron sirenas, y las
bobinas de encendido de los lanzacohetes empezaron a cargarse. Emitían un gemido
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chillón y creciente, y el ozono humeó igual que incienso en la atmósfera de la
cubierta.
El Señor de la Guerra permanecía de pie en el lateral de la inmensa cubierta,
observando los apresurados preparativos, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Último parte sobre el clima? —inquirió con brusquedad.
—No hay cambios en la mejora en el tiempo, señor —respondió Maloghurst
consultando su placa.
—¿Cuánto hace ya? —quiso saber Horus.
—Ochenta y nueve minutos.
—Han realizado un buen trabajo al tenerlo todo organizado en tan poco tiempo
—dijo Horus—. Ezekyle, felicita a los oficiales de las unidades, por favor. Hazles saber
que me siento orgulloso de ellos.
Abaddon asintió. En sus manos acorazadas sostenía las hojas de cuatro
juramentos de combate.
—¿Aximand? —sugirió.
Pequeño Horus se adelantó.
—¿Ezekyle? —dijo Loken—. ¿Podría?
—¿Quieres hacerlo?
—Luc y Seghar escucharon y dieron fe del mío antes de las Cabezas Susurrantes. Y
Tarik es mi amigo.
Abaddon miró de soslayo al Señor de la Guerra, quien asintió con la cabeza de un
modo apenas perceptible. El lobo lunar entregó los pergaminos a Loken.
Loken cruzó a grandes zancadas la cubierta, con Aximand a su lado, y escuchó
cómo los cuatro capitanes efectuaban sus juramentos. Pequeño Horus sostuvo
extendido el bólter sobre el que se pronunciaron los juramentos.
Cuando todo terminó, Loken entregó los documentos a cada uno de ellos.
—Cuidaos —les dijo—, y felicitad a los comandantes de vuestras unidades. El
Señor de la Guerra en persona ha admirado su trabajo de hoy.
Verulam Moy efectuó el signo del áquila.
—Mi agradecimiento, capitán Loken —dijo, y se alejó en dirección a su cápsula,
llamando a gritos a sus ayudantes de la unidad.
Serghar Targost sonrió a Loken y le oprimió el puño, pulgar alrededor de pulgar.
A su lado, Luc Sedirae rio irónicamente con la boca siempre entreabierta, los ojos de
un azul intenso, ansioso por entrar en combate.
—Si no vuelvo a verte sobre esta cubierta… —empezó Sedirae.
—… que sea al lado del Emperador —terminó Loken.
Sedirae lanzó una carcajada y corrió, lanzando vítores, en dirección a su cápsula.
Targost se colocó el casco y marchó en dirección opuesta.
—Luc tiene ganas de pelea —dijo Loken a Torgaddon—. ¿Cómo estás tú?
—Mi estado de ánimo es justo el que debe ser —respondió él.
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Abrazó a Loken, con un entrechocar de placas de armadura, y a continuación hizo
lo mismo con Aximand.
—¡Lupercal! —rugió, golpeando el aire con el puño, y se dio la vuelta, corriendo
hacia la cápsula de desembarco que le aguardaba.
—¡Lupercal! —gritaron Loken y Aximand a su espalda.
Los dos guerreros se dieron la vuelta y regresaron a reunirse con Abaddon,
Maloghurst y el Señor de la Guerra.
—Siempre me siento un poco celoso —musitó Pequeño Horus a Loken mientras
atravesaban la cubierta.
—Yo también.
—Siempre quiero ser yo.
—Lo sé.
—Meterse en algo como eso.
—Lo sé. Y yo siempre siento un cierto miedo.
—¿De qué, Garviel?
—De que no los volvamos a ver.
—Lo haremos.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —quiso saber Loken.
—No sé decirte —respondió Aximand, con una ironía deliberada que hizo reír a
su compañero.
El grupo que contemplaba la partida se retiró detrás de los escudos de protección.
Un repentino cambio transitorio de la presión anunció la apertura de las pantallas de
vacío de la cubierta. Las bobinas de ignición aceleraron a la máxima potencia,
chirriando con energía acumulada.
—Dad la orden —indicó Abaddon por encima del tumulto.
Cada una con un violento estampido, las cápsulas de desembarco salieron
disparadas una a una por las ranuras de la cubierta igual que balas. Fue como una
andanada de disparos. La cubierta de embarque se estremeció mientras las cápsulas
eran expulsadas al exterior.
Al cabo de unos instantes todas habían partido y la cubierta quedó
repentinamente silenciosa, y diminutos perdigones, arropados por lágrimas de fuego
azulado, se perdieron de vista en dirección a la superficie del planeta.
«No sé decirte».
La frase había obsesionado a Loken desde la sexta semana de viaje a Muerte.
Desde que había acudido con Pequeño Horus a la reunión de la Logia.
El lugar de reunión había sido una de las bodegas de popa de la nave capitana, un
solitario y olvidado receptáculo de la superestructura de la nave. Allá abajo, en la
oscuridad, el camino lo iluminaban unas velas.
Loken había acudido vestido con una simple túnica, como Aximand le había
indicado. Se encontraron en la cubierta número 4 de la parte central de la nave y
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tomado el autorriel de vuelta a los alojamientos de popa antes de descender a través
de oscuros huecos de escaleras de servicio.
—Relájate —le repetía continuamente Aximand.
Loken no podía. Jamás le había gustado la idea de las logias, y el descubrimiento
de que Jubal había sido miembro de una había incrementado su intranquilidad.
«Esto no es lo que crees que es», le había dicho Aximand.
¿Y qué pensaba él que era? Un cónclave prohibido. Un culto del Lectio
Divinitatus. O peor. Una reunión terrible. Un gusano en el brote. Un cáncer en el
corazón de la legión.
Mientras descendían por pasarelas de metal poco iluminadas, parte de él pensaba
que lo que le aguardaba sería infernal. Un aquelarre. La prueba de que Jubal había
estado ya contaminado por alguna manipulación de la disformidad antes de las
Cabezas Susurrantes. La prueba que revelaría una fuente de maldad a Loken a la que
podría finalmente devolver golpe por golpe en claro castigo, aunque la mayor parte de
él deseaba que fuera otra cosa. Pequeño Horus Aximand formaba parte de aquella
reunión, y si aquello era algo corrompido, entonces la presencia de Aximand
significaba que la corrupción estaba profundamente arraigada. Si lo que temía era
cierto, en los siguientes minutos tal vez tendría que enfrentarse y matar a su hermano
del Mournival.
—¿Quién se acerca? —preguntó una voz en la oscuridad.
Loken vio una figura, evidentemente un astartes por su complexión, envuelta en
una capa con capucha.
—Dos almas —respondió Aximand.
—¿Cuáles son vuestros nombres? —inquirió la figura.
—No sé decirte.
—Pasad, amigos.
Entraron en la bodega de popa. Loken vaciló. La inmensa zona enmarcada por
andamios estaba espectralmente iluminada por velas y una llameante hoguera
encendida en un barril de metal, con docenas de figuras encapuchadas de pie a su
alrededor. La danzarina luz convertía en sombras fantasmagóricas las estructuras que
conformaban la profunda bodega.
—Viene un nuevo amigo —anunció Aximand.
Las figuras encapuchadas se dieron la vuelta.
—Que muestre el símbolo —dijo uno de ellos con una voz que parecía familiar.
—Muéstralo —susurró Aximand a Loken.
Loken alargó lentamente la medalla que Aximand le había dado. Esta centelleó
bajo la luz de las llamas. En el interior de la túnica, su otra mano se cerró con fuerza
sobre la empuñadura del cuchillo de combate que había ocultado.
—Que se muestre —dijo una voz.
Aximand alargó las manos y echó hacia atrás la capucha de Loken.
—Bienvenido, hermano guerrero —dijeron los otros como uno solo.
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—Hablo en su favor —dijo Aximand al tiempo que echaba hacia atrás su propia
capucha.
—Se toma nota de lo que dices. ¿Viene por propia voluntad?
—Viene porque lo invité.
—Se acabó el secreto —dijo la voz.
Las figuras se quitaron las capuchas y mostraron los rostros bajo el resplandor de
las velas. Loken parpadeó.
Allí estaban Torgaddon, Luc Sedirae, Ñero Vipus, Kalus Ekaddon, Verulam Moy
y dos docenas de otros astartes tanto de rango superior como subalternos.
Y Serghar Targost, la voz oculta, que evidentemente era el Señor de la Logia.
—No necesitarás el arma —dijo Targost con suavidad, adelantándose a la vez que
extendía la mano para tomarla—. Eres libre de marchar en cualquier momento, sin
problemas. ¿Puedo cogerla? No se permiten armas dentro de los límites de nuestras
reuniones.
Loken sacó el cuchillo de combate y se lo pasó a Targost. El maestre de la Logia lo
colocó sobre el puntal de una pared, donde no molestara.
Loken siguió pasando la mirada de un rostro a otro. Aquello no se parecía a nada
de lo que había esperado.
—¿Tarik?
—Contestaremos cualquier pregunta, Garviel —dijo Torgaddon—. Es por eso que
te hemos traído aquí.
—Nos gustaría que te unieras a nosotros —explicó Aximand—. Pero si eliges no
hacerlo, también respetaremos esa decisión. Todo lo que pedimos, en uno y otro
sentido, es que no digas nada sobre qué y a quién ves aquí a nadie del exterior.
—O… —dijo Loken, vacilando.
—No es una amenaza —siguió Aximand—. Ni siquiera una condición.
Sencillamente una petición de que respetes nuestra privacidad.
—Hace tiempo que sabemos que no sientes interés por las logias de los guerreros
—indicó Targost.
—A lo mejor debería haberlo expresado con más energía que eso —dijo Loken.
Targost se encogió de hombros.
—Comprendemos la naturaleza de tu oposición. No eres ni con mucho el único
astartes que siente eso. Es por ese motivo que no hemos hecho ningún intento para
reclutarte.
—¿Qué ha cambiado? —preguntó él.
—Tú has cambiado —dijo Aximand—. Ahora ya no eres solo un oficial de
compañía, sino un señor del Mournival. Y la existencia de la Logia ha llegado a tu
conocimiento.
—La medalla de Jubal… —empezó Loken.
—La medalla de Jubal —asintió Aximand—. La muerte de Jubal fue algo terrible
que todos lamentamos, pero te afectó más a ti que a nadie. Vemos cómo te esfuerzas
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para reparar el daño, cómo fustigas a tu compañía para que esté en más y mejor
forma, mientras te culpas a ti mismo. Cuando apareció la medalla, nos preocupó que
empezaras a remover las cosas. Que tal vez podrías empezar a preguntar abiertamente
por la Logia.
—¿De modo que esto es en interés propio? —preguntó Loken—. ¿Pensasteis que
podíais atacarme en grupo y obligarme a guardar silencio?
—Garviel —dijo Luc Sedirae—, lo último que los Lobos Lunares necesitan es que
un capitán honrado y respetado, un miembro del Mournival nada menos, empiece
una campaña para poner al descubierto a la Logia. Eso dañaría a toda la legión.
—¿De verdad?
—Desde luego —contestó Sedirae—. La conmoción que organizaría alguien como
tú obligaría al Señor de la Guerra a actuar.
—Y él no quiere hacer eso —indicó Torgaddon.
—¿Lo… lo sabe? —inquirió Loken.
—Pareces escandalizado —dijo Aximand—. ¿No te escandalizaría más enterarte
de que el Señor de la Guerra no sabía nada de la discreta orden que existe dentro de
su legión? Está enterado. Siempre lo ha sabido, y hace la vista gorda, siempre y
cuando seamos reservados y mantengamos la confidencialidad en nuestras
actividades.
—No comprendo…
—Es por ese motivo que estás aquí —dijo Moy—. Denuncias nuestra existencia
porque no comprendes. Si deseas oponerte a lo que hacemos, entonces al menos hazlo
desde una posición bien informada.
—He oído suficiente —dijo Loken dándose la vuelta—. Me marcharé ahora. No os
preocupéis, no diré nada. No removeré las aguas, pero me decepcionáis todos
vosotros. Que alguien me devuelva el cuchillo mañana.
—Por favor —empezó Aximand.
—No. ¡Por Horus! Os reunís en secreto, y el secreto es el enemigo de la verdad.
¡Eso es lo que se nos enseña! ¡La verdad es todo lo que tenemos! Vosotros os
escondéis, ocultáis vuestras identidades…, ¿por qué motivo? ¿Acaso porque estáis
avergonzados? ¡Por los dientes del infierno, deberíais estarlo! El mismo Emperador,
amado por todos, se ha pronunciado sobre esto. ¡No aprueba esta clase de actividad!
—¡Porque no la comprende! —exclamó Torgaddon.
Loken se dio la vuelta y avanzó a grandes zancadas por la estancia hasta
encontrarse nariz con nariz con Torgaddon.
—Apenas puedo creer que te haya oído decir eso —rugió.
—Es cierto —respondió él, sin volverse atrás—. El Emperador no es un dios, pero
es como si lo fuera, de tan apartado como está del resto de la humanidad. Único.
Singular. ¿A quién llama hermano? ¡A nadie! Incluso los benditos primarcas no son
más que hijos para él. El Emperador es sabio más allá de toda medida, y lo amamos y
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lo seguiríamos hasta el fin de los tiempos, pero no comprende lo que es una
hermandad, y es solo por eso por lo que nos reunimos.
Por un momento se hizo el silencio. Loken se apartó de Torgaddon, reacio a
mirarlo a la cara. El resto se mantenía en un círculo alrededor de ellos.
—Somos guerreros —continuó Targost—. Eso es todo lo que sabemos y lo que
hacemos. Deber y guerra, guerra y deber. Así ha sido desde que nos crearon. El único
vínculo que tenemos que no está preceptuado por el deber es el de la hermandad.
—Ese es el propósito de la Logia —intervino Sedirae—. Ser un lugar donde somos
libres de reunirnos, conversar y hacer confidencias, fuera de las restricciones del
rango y el orden militar. Solo existe un requisito que debe cumplir un hombre que
desee formar parte de nuestra reservada orden. Debe ser un guerrero.
—En esta compañía —continuó Targost—, un hombre de cualquier rango puede
reunirse con otros y hablar abiertamente de sus problemas, sus dudas, sus ideas, sus
sueños, sin miedo al desprecio o a la amonestación por parte de un comandante en
jefe. Esto es un santuario para nuestro espíritu como hombres.
—Mira a tu alrededor —lo invitó Aximand, adelantándose a la vez que señalaba
con las manos—. Mira estos rostros, Garviel. Capitanes, sargentos, soldados rasos de
combate. ¿En qué otro lugar podría reunirse una mezcla tal de hombres como
iguales? Dejamos nuestros rangos en la puerta cuando entramos. Aquí, un
comandante superior puede conversar con un iniciado subalterno, de hombre a
hombre. Aquí se transmite el conocimiento y la experiencia, circulan las ideas, se
descubren cosas en común. Serghar ostenta el cargo de Señor de la Logia únicamente
para que se pueda mantener un cierto orden.
—Horus tiene razón, Garviel —dijo Targost asintiendo—. ¿Sabes desde cuándo
existe esta reservada orden?
—¿Décadas…?
—No, es más antigua. Tal vez tenga miles de años de antigüedad. Han existido
logias en las legiones desde su inicio, y órdenes relacionadas en el ejército y en todas
las demás ramas de las divisiones militares. La Logia se remonta a la Antigüedad, a
antes incluso de las guerras de la Unificación. No es un culto, ni tampoco una
obscenidad religiosa. Es simplemente una fraternidad de guerreros. Algunas legiones
no practican esta costumbre. Otras lo hacen. La nuestra siempre lo ha hecho. Nos
confiere fuerza.
—¿Cómo? —inquirió Loken.
—Al conectar guerreros que de otro modo estarían divorciados por el rango o el
puesto. Crea vínculos entre hombres que de lo contrario ni siquiera sabrían sus
nombres respectivos. Prosperamos, como todas las legiones, a partir de nuestra firme
jerarquía de autoridad formal, la lealtad que fluye desde un comandante hasta su
soldado de menor categoría. Leal a una escuadra, a una sección, a una compañía. La
Logia refuerza vínculos complementarios a través, precisamente, de esa estructura, de
escuadra en escuadra, de compañía en compañía. Se podría decir que es nuestra arma
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secreta. Es la auténtica fuerza de los Lobos Lunares, que nos ata, el uno junto al otro,
allí donde ya estamos ligados de la cabeza a los pies.
—Tienes doce lanzas que llevar a la guerra —dijo Torgaddon con calma—. Las
reúnes, asta a asta, como un haz, para que sean más fáciles de llevar. ¿No es mucho
más fácil transportar el haz si está atado alrededor de las astas?
—Si eso era una metáfora —señaló Loken—, era una porquería.
—Déjame hablar —dijo otro hombre. Era Kalus Ekaddon, que se adelantó para
colocarse frente a Loken.
—Ha habido mala sangre entre nosotros, Loken —dijo sin rodeos.
—La ha habido.
—Un insignificante asunto de rivalidad en el campo de batalla. Lo admito. Tras la
pelea en la Ciudad Elevada, te odié a muerte. Así pues, en el campo de batalla, aunque
sirvamos al mismo señor y sigamos el mismo estandarte, siempre habría fricción
entre nosotros. Competencia. ¿Estoy en lo cierto?
—Supongo…
—Jamás he hablado contigo —dijo Ekaddon—. Jamás, informalmente. No nos
reunimos ni mezclamos. Pero te digo esto: te he oído esta noche, en este lugar, entre
amigos. He oído cómo defiendes tus creencias y tus puntos de vista, y he aprendido a
respetarte. Hablas sin ambages. Tienes principios. Mañana, Loken, no importa lo que
decidas esta noche, te veré bajo una luz nueva. Ya no te volveré a causar problemas,
porque ahora te conozco. Te he visto como el hombre que eres. —Lanzó una
carcajada sonora y áspera—. Terra, es un ejemplo tosco, Loken, porque soy un tipo
tosco, pero muestra lo que puede hacer la Logia.
Le tendió la mano y, tras un instante, Loken se la estrechó.
—Es algo al menos —siguió Ekaddon—. Ahora, sigue adelante, si quieres irte.
Tenemos conversaciones que celebrar y tragos que tomar.
—¿O prefieres quedarte? —preguntó Torgaddon.
—Por el momento, quizá —respondió Loken.
La reunión duró dos horas. Torgaddon había traído vino, y Sedirae aportó un
poco de carne y pan procedente del economato de la nave insignia. No se celebró
ningún ritual burdo ni prácticas demoníacas. Los hombres —los hermanos— se
sentaron y conversaron en grupos pequeños, luego escucharon cuando Aximand
relató los detalles de una guerra xenos en la que había participado, que esperaba
podría ayudarles a comprender cómo enfocar la pelea que los aguardaba. Después de
eso, Torgaddon contó unos cuantos chistes, la mayoría malos.
Mientras Torgaddon divagaba inmerso en un relato particularmente complicado
y vulgar, Aximand se acercó a Loken.
—¿De dónde crees que surgió la idea del Mournival? —le comentó en voz baja.
—¿De esto? —inquirió él.
Aximand asintió.
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—El Mournival no tiene ni una posición de legitimidad ni poderes. Sencillamente
es un órgano informal, pero el Señor de la Guerra no querría carecer de él. Se creó
originalmente como una extensión visible de la invisible Logia, aunque ese vínculo
desapareció hace mucho tiempo. Ambos son entidades informales entrelazadas en la
estructura sumamente formal de nuestras vidas. Para beneficio de todos, creo yo.
—Imaginaba tantos horrores con respecto a la Logia… —comentó Loken.
—Lo sé. Todo es parte de esa rectitud tuya de pies a cabeza, Garviel. Es por eso
que todos te queremos. Y a la Logia le gustaría acogerte.
—¿Habrá que hacer votos formales? ¿Toda esa jerigonza teatral del Mournival?
—¡No! —respondió el otro con una carcajada—. Si estás dentro, estás dentro. Solo
existen unas reglas muy simples. No hablas de lo que pasa entre nosotros aquí a nadie
que no pertenezca a la Logia. Esto es tiempo muerto. Tiempo libre. Los hombres, en
especial los rangos subalternos, necesitan tener la seguridad de que pueden hablar
libremente sin que eso tenga repercusiones contra ellos. Deberías oír lo que algunos
dicen.
—Creo que me gustaría hacerlo.
—Eso está bien. Se te dará una medalla para que la lleves encima, solo como un
distintivo. Y si alguien te pregunta sobre alguna confidencia de la Logia, la respuesta
es «No sé decirte». No hay nada más en realidad.
—He juzgado mal esto —dijo Loken—. Lo convertí en todo un demonio en mi
mente, imaginando lo peor.
—Comprendo. En particular debido al asunto del pobre Jubal. Y dado tu propio
carácter firme.
—¿Voy a… reemplazar a Jubal?
—No es una cuestión de reemplazar —respondió Pequeño Horus—, y en cualquier
caso, no. Jubal era un miembro, aunque no había asistido a ninguna reunión en años.
Es por eso que olvidamos llevarnos la medalla antes de tu inspección. Esa es tu señal
de peligro, Garvi. No que Jubal fuera un miembro, sino que era un miembro que casi
nunca asistía. No sabíamos qué pasaba por su cabeza. De haber venido a nosotros y
compartido sus pensamientos, podríamos haber previsto de antemano el horror que
padeciste en las Cabezas Susurrantes.
—Pero me dijiste que iba a reemplazar a alguien —dijo Loken.
—Sí. A Udon. Lo echamos de menos.
—¿Udon era un miembro de la Logia?
Aximand asintió.
—Un hermano desde hacía mucho tiempo, y, a propósito, no te pases con Vipus.
Loken se acercó al lugar donde Ñero Vipus estaba sentado junto a la fogata. Las
alegres llamas amarillas saltaban al oscuro aire y lanzaban oscilantes chispas errantes
hacia las tinieblas del techo. Vipus parecía incómodo, y jugueteaba con la costura de
cicatrización de su mano nueva.
—¿Ñero?
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—Garviel, me estaba preparando para esto.
—¿Por qué?
—Porque tú…, porque tú dijiste que no querías que nadie bajo tu mando…
—Tal como tengo entendido —dijo él—, y perdona si me equivoco, porque soy
nuevo en esto, pero tal como tengo entendido, la Logia es un lugar para hablar en
libertad y abiertamente. No para sentir desasosiego.
Ñero asintió y sonrió.
—Yo era miembro de la Logia mucho antes de entrar bajo tu mando. Respetaba
tus deseos, pero no podía abandonar la hermandad. Lo mantuve oculto. En ocasiones,
pensaba en pedirte que te unieras a nosotros, pero sabía que me odiarías si lo hacía.
—Eres el mejor amigo que tengo. No podría odiarte por ningún motivo.
—A pesar de la medalla. La medalla de Jubal. Cuando la encontraste, no querías
dejar de lado el asunto.
—Y todo lo que dijiste fue «No sé decirte». Pronunciado como un auténtico
miembro de la Logia.
Ñero lanzó una risita.
—A propósito —siguió Loken—. ¿Fuiste tú, verdad?
—¿Qué?
—Quien cogió la medalla de Jubal.
—Hablé con el capitán Aximand sobre tu interés, para que estuviera enterado,
pero no, Garvi, yo no cogí la medalla.
Cuando la reunión finalizó, Loken se marchó siguiendo uno de los enormes túneles
de servicio que recorrían toda la longitud de la sentina de la nave. Goteaba agua del
tejado oxidado, y arco iris de aceite brillaban en los sucios charcos que recorrían la
cubierta.
Torgaddon corrió para alcanzarlo.
—¿Bien? —preguntó.
—Me sorprendió verte ahí —respondió Loken.
—Yo me sorprendí de verte a ti allí —respondió Torgaddon—. ¿Un asno estirado
como tú?
Loken rio. Torgaddon se adelantó corriendo y dio un salto para asestar una
palmada a una tubería situada en lo alto. Aterrizó con un chapoteo.
Loken lanzó una risita divertida, meneó la cabeza e hizo lo mismo, dando la
palmada más arriba de lo que lo había hecho su amigo.
El repique de la tubería resonó por el túnel, alejándose de ellos.
—Bajo el enginarium —dijo Torgaddon— los conductos están el doble de altos,
pero puedo tocarlos.
—Mientes.
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—Te lo demostraré.
—Veremos.
Siguieron andando durante un rato. Torgaddon silbó la marcha de la legión
ruidosamente y desafinando.
—¿Nada que decir? —preguntó finalmente.
—¿Sobre qué?
—Bueno, sobre eso.
—Estaba mal informado. Ahora lo comprendo mejor.
—¿Y?
Loken se detuvo y miró a Torgaddon.
—Solo me preocupa una cosa —dijo—. La Logia se reúne en secreto, así que,
lógicamente, sabe mantenerse en secreto. Yo tengo un problema con los secretos.
—¿Qué es?
—Si eres bueno guardándolos, quién sabe qué clase de ellos acabarás guardando.
Torgaddon mantuvo un rostro serio durante todo el tiempo que le fue posible y
luego prorrumpió en carcajadas.
—Es completamente inútil —farfulló—. No puedes evitarlo. Eres recto de pies a
cabeza.
Loken sonrió pero su voz era seria.
—Eso me dices siempre, pero lo digo en serio, Tarik. La Logia se oculta muy bien.
Se ha acostumbrado a ocultar cosas. Imagina lo que podría ocultar si lo deseara.
—¿El hecho de que seas un asno estirado? —preguntó Torgaddon.
—Creo que eso es de dominio público.
—Lo es. ¡Claro que lo es! —Torgaddon lanzó una risita; luego calló un momento
—. Así pues…, ¿asistirás en otra ocasión?
—No sé decirte —respondió Loken.
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Seis
Instrumento elegido
Pictografías excepcionales
El Emperador protege
Cuatro compañías completas de Lobos Lunares habían descendido al interior del
claro, y las fuerzas de los megarácnidos que no habían huido a refugiarse a los
temblorosos bosques habían perecido bajo su feroz ataque. Un bloque de humo, tan
negro y enorme como la ladera de una montaña, flotaba sobre el campo de batalla en
la fría noche, y los cuerpos xenos cubrían el suelo, enroscados y resecos como virutas
de metal.
—Capitán Torgaddon —dijo el lobo lunar, presentándose formalmente a la vez
que hacía el signo del áquila.
—Capitán Tarvitz —respondió Tarvitz—. Mi agradecimiento y respeto por su
intervención.
—El honor es mío, Tarvitz —repuso Torgaddon, y paseó la mirada por el
humeante terreno—. ¿Realmente atacó aquí con tan solo seis hombres?
—Era la única opción viable en esas circunstancias —respondió Tarvitz.
A poca distancia de allí, Bulle estaba ocupado liberando a Lucius del montón de
cemento megarácnido.
—¿Estás vivo? —preguntó Torgaddon, echando una mirada.
Lucius asintió con expresión hosca, y se mantuvo apartado mientras eliminaba las
costras de cemento de su impecable armadura. Torgaddon lo contempló unos
instantes, luego volvió su atención a la información que recibía por su comunicador.
—¿Cuántos te acompañan? —preguntó Tarvitz.
—Una punta de lanza —respondió Torgaddon—. Cuatro compañías. Un
momento, por favor. ¡Segunda Compañía, formen junto a mí! Luc, asegura el
perímetro. Haced avanzar a los pesos pesados. ¡Serghar, cubrid el flanco izquierdo!
Verulam… ¡estoy esperando! Organiza el ala derecha.
El comunicador volvió a crepitar.
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—¿Quién es el comandante aquí? —exigió una voz.
—Soy yo —respondió Torgaddon, girando en redondo.
Flanqueada por una docena de Hijos del Emperador, la figura alta y orgullosa de
lord Eidolon hizo crujir el suelo mientras avanzaba hacia ellos por encima de la
escoria humeante.
—Soy Eidolon —declaró, colocándose frente a Torgaddon.
—Torgaddon.
—Bajo las circunstancias —dijo Eidolon—, comprenderé que no se incline.
—Por mi vida que no puedo imaginar ninguna circunstancia en la que debiera
hacerlo —respondió él.
Los escoltas de Eidolon sacaron inmediatamente sus espadas de combate.
—¿Qué dijiste? —exigió uno.
—Dije que vosotros, muchachos, deberíais guardar esas armas antes de que le
hagáis daño a alguien con ellas.
Eidolon alzó la mano y los hombres volvieron a envainar las espadas.
—Agradezco tu intervención, Torgaddon, ya que la situación era grave. Al mismo
tiempo, comprendo que los Lobos Lunares no están educados como corresponde, con
auténticos modales. Así que pasaré por alto el comentario.
—Es capitán Torgaddon —le recalcó este—. Si les he insultado de algún modo,
permítame que le asegure que esa era mi intención.
—Cara a cara conmigo —gruñó Eidolon, y se arrancó el casco, obligando a su
biología mejorada genéticamente a hacer frente a la atmósfera y al viento radiactivo.
Torgaddon hizo lo mismo. Se miraron fijamente a los ojos.
Tarvitz contempló el enfrentamiento con creciente incredulidad. Jamás había
visto a nadie hacerle frente a Eidolon.
Los dos estaban peto contra peto. Eidolon era algo más alto, pero Torgaddon
parecía sonreír con suficiencia.
—¿Cómo te gustaría que fuera esto, Eidolon? —inquirió el lobo lunar—.
¿Querrías, tal vez, irte a casa con la cabeza metida en el trasero?
—Eres un vil bellaco —escupió el otro.
—Solo como información —respondió Torgaddon—. Tendrás que hacerlo mucho
mejor que eso. Soy un vil bellaco y orgulloso de serlo. ¿Sabes qué es esto?
Señaló con el dedo una de las estrellas sobre sus cabezas.
—¿Una estrella? —preguntó Eidolon, momentáneamente cogido por sorpresa.
—Sí, probablemente. No tengo la menor idea. La cuestión es que soy el
comandante designado de la punta de lanza de los Lobos Lunares que ha venido a
rescatar vuestros miserables traseros. Lo hago por orden del Señor de la Guerra en
persona. Está allí arriba en una de esas estrellas, y justo en estos momentos piensa que
eres un cretino. Y así se lo dirá a Fulgrim, la próxima vez que lo vea.
—No pronuncies el nombre de mi primarca de un modo tan irreverente, cabrón.
Horus…
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—Ya vuelves a hacerlo —suspiró Torgaddon, echando hacia atrás a Eidolon de un
empujón en el peto del lord—. Es el Señor de la Guerra. —Le dio otro empujón—. El
Señor de la Guerra. Tu Señor de la Guerra. Demuestra un poco de puñetero respeto.
Eidolon vaciló.
—Yo, desde luego, reconozco la majestad del Señor de la Guerra.
—¿Lo haces? ¿Lo haces Eidolon? Bueno, eso está bien, porque yo soy eso. Soy su
instrumento elegido aquí, y te dirigirás a mí como si fuera el Señor de la Guerra. ¡Me
demostrarás también un poco de respeto! El Señor de la Guerra Horus cree que has
cometido algunos errores terribles en tu prosecución de este escenario. ¿A cuántos
hermanos lanzaste aquí? ¿Una compañía? ¿Cuántos quedan? ¿Serghar? ¿El recuento?
—Treinta y nueve con vida, Tarik —respondió el comunicador—. Podría haber
más. Hay montones de cuerpos en los que rebuscar.
—Treinta y nueve. Estabas tan hambriento de gloria que sacrificaste más de media
compañía. Si yo fuera… el primarca Fulgrim, pondría tu cabeza en lo alto de un
poste. Puede ser que el Señor de la Guerra decida hacer justo eso. Así pues, lord
Eidolon, ¿nos entendemos?
—Nos… —respondió Eidolon lentamente— entendemos, capitán.
—¿A lo mejor te gustaría ir y llevar a cabo una revista de tus fuerzas? —sugirió
Torgaddon—. El enemigo no tardará en regresar, estoy seguro, y en gran número.
Eidolon contempló con mirada iracunda a Torgaddon durante unos pocos
segundos y luego volvió a colocarse el casco.
—No olvidaré este insulto, capitán —dijo.
—Entonces el viaje valió la pena —respondió este, encajándose el casco con un
veloz gesto.
Eidolon marchó pisando con fuerza, llamando a sus tropas desperdigadas.
Torgaddon giró y se encontró con Tarvitz que lo miraba.
—¿Qué es lo que estás pensado, Tarvitz? —preguntó.
«He deseado decir eso durante mucho tiempo», deseó poder decir Tarvitz, pero en
voz alta dijo:
—¿Qué necesita que haga?
—Reúne a tu escuadra y estad preparados. Cuando la mierda vuelva a caer, me
gustaría saber que estás de mi lado.
Tarvitz hizo el signo del áquila sobre el pecho.
—Puede contar conmigo. ¿Cómo sabían dónde descender?
—Entramos por donde se había desvanecido la tormenta —dijo Torgaddon, y
señaló el cielo en calma.
Tarvitz izó a Lucius para ponerlo en pie. El guerrero seguía limpiándose la
armadura estropeada.
—Ese Torgaddon es un granuja odioso —dijo Lucius, que había escuchado todo el
enfrentamiento.
—Pues a mí me gusta bastante.
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—¿Y el modo en que le habló a nuestro señor? Es un canalla.
—Es un canalla simpático —repuso Tarvitz.
—Me parece que lo mataré por su insolencia.
—No lo hagas —dijo Tarvitz—. Eso no estaría bien, y tendría que lastimarte si lo
haces.
Lucius lanzó una carcajada, como si su compañero acabara de decir algo
divertido.
—Lo digo en serio —indicó Tarvitz.
Lucius se rio aún más.
Hizo falta un poco menos de una hora para congregar sus fuerzas en el claro.
Torgaddon estableció contacto con la flota a través del astrotelépata que había traído
con él. Las tormentas escudo rugían con una furia aterradora por encima de los
bosques circundantes, pero justo encima del claro el cielo permanecía despejado.
Mientras agrupaba los restos de sus fuerzas, Tarvitz observó cómo Torgaddon y
sus camaradas capitanes mantenían nuevas airadas discusiones con Eidolon y Anteus.
Al parecer existían algunas diferencias de opinión sobre cuáles debían ser las medidas
a tomar.
Al cabo de un rato, Torgaddon se alejó de la discusión, y Tarvitz imaginó que
rechazaba el enfrentamiento, no fuera a ser que dijera alguna otra cosa que
enfureciera a Eidolon.
Torgaddon recorrió la línea del piquete, deteniéndose de vez en cuando para
hablar con alguno de sus hombres, y finalmente llegó al puesto que ocupaba Tarvitz.
—Tú pareces un tipo decente, Tarvitz —comentó—. ¿Cómo soportas a ese señor
vuestro?
—Es mi deber soportarlo —respondió él—. Es mi deber servir. Es mi comandante
general. Su expediente de combate es glorioso.
—Dudo que vaya a añadir esta acción a su lista de triunfos —indicó Torgaddon—.
Dime, ¿estuviste de acuerdo con su decisión de descender aquí?
—Ni estuve de acuerdo ni en desacuerdo —respondió Tarvitz—. Obedecí. Es mi
comandante general.
—Lo sé —suspiró el lobo lunar—. De acuerdo, solo entre tú y yo, Tarvitz. De
hermano a hermano. ¿Te gustó su decisión?
—Realmente…
—Oh, vamos. Te he salvado la vida. Contéstame con franqueza y consideraré que
estamos en paz.
Tarvitz vaciló.
—Lo consideré un poco temerario —admitió—. Pensé que lo hacía por conceptos
ambiciosos que poco tenían que ver con la seguridad de nuestra compañía o la
salvación de las fuerzas desaparecidas.
—Gracias por hablar con honradez.
—¿Puedo hablar con honradez un poco más? —preguntó Tarvitz.
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—Por supuesto.
—Lo admiro, señor —dijo—. Tanto por su valor como por su forma de decir lo
que piensa. Pero por favor, recuerde que somos de la Legión de los Hijos del
Emperador, y somos muy orgullosos. No nos gusta que nos pongan en evidencia o
que nos denigren, ni tampoco nos gusta que otros…, incluso otros Astartes de las
legiones más nobles…, nos degraden.
—¿Cuándo dices «nos», te refieres a Eidolon?
—No, me refiero a nosotros.
—Muy diplomático —dijo Torgaddon—. En los primeros tiempos de la cruzada,
los legionarios Hijos del Emperador combatieron junto a nosotros durante un
tiempo, antes de que crecierais en número lo suficiente como para operar de forma
autónoma.
—Lo sé, señor. Yo estaba allí, pero no era más que un soldado corriente en esa
época.
—En ese caso conocerás la estima que los Lobos Lunares sentían por vuestra
legión. Yo también era un oficial subalterno por entonces, pero recuerdo con toda
claridad que Horus dijo que los miembros de la Legión de los Hijos del Emperador
eran la personificación viviente del Adeptus Astartes. Horus tiene un vínculo especial
con vuestro primarca. Los Lobos Lunares han cooperado militarmente con casi todas
las otras legiones durante esta gran guerra, y todavía consideramos la vuestra como
casi la mejor con la que hemos tenido el honor de servir jamás.
—Me complace oírle decir esto, señor —respondió Tarvitz.
—Entonces… ¿cómo es que habéis cambiado de ese modo? —preguntó
Torgaddon—. ¿Es Eidolon un ejemplo típico del escalafón de mando que os gobierna
ahora? Su arrogancia me deja estupefacto. Con ese condenado aire de superioridad…
—Nuestros valores y actitudes no tienen que ver con la superioridad, capitán —
respondió Tarvitz—. Se refieren a la pureza. Pero una cosa se confunde a menudo con
la otra. Tomamos como modelo al Emperador, amado por todos, y en nuestro intento
de ser como él, podemos parecer distantes y altaneros.
—¿Habéis pensado alguna vez —inquirió Torgaddon—, que si bien es loable
emular al Emperador tanto como sea posible, la única cosa a la que no podéis ni
debéis aspirar es a su supremacía? Es el Emperador. Es un ser singular. Esforzaos por
ser como él en todas las cosas, por supuesto, pero no supongáis que estáis a su nivel.
Nadie puede alcanzarlo. No hay nadie como él.
—Mi legión lo comprende, señor —respondió el otro—. En ocasiones, no
obstante, no sabemos comunicarlo correctamente a los demás.
—No existe pureza en el orgullo —indicó Torgaddon—. No hay nada puro ni
admirable en la arrogancia o el exceso de confianza.
—Mi señor Eidolon lo sabe.
—Debería demostrar que lo sabe. Os llevó al desastre, y ni siquiera está dispuesto
a disculparse por ello.
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—Estoy seguro de que, a su debido tiempo, mi señor reconocerá formalmente lo
que han hecho para liberarnos y…
—No quiero que se me atribuya ningún mérito. Erais hermanos en problemas y
vinimos a ayudaros. Ahí empieza y acaba todo. Pero tuve que enfrentarme al Señor de
la Guerra para conseguir permiso para descender, ya que él creía que era una locura
enviar más hombres a la muerte a un lugar incognoscible contra un adversario
desconocido. Eso fue lo que Eidolon hizo. En el nombre, imagino, del honor y el
orgullo.
—¿Cómo consiguió convencer al Señor de la Guerra? —inquirió Tarvitz, curioso.
—No lo hice —respondió Torgaddon—. Vosotros lo hicisteis. La tormenta había
desaparecido de esta zona, y detectamos comunicaciones dispersas. Demostrasteis
que seguíais con vida aquí abajo, y el Señor de la Guerra autorizó al instante que la
punta de lanza viniera y os sacara.
Torgaddon alzó los ojos hacia las nebulosas estrellas.
—Las tormentas son su mejor arma —reflexionó—. Si queremos conseguir el
acatamiento de este mundo, tendremos que encontrar un modo de vencerlas. Eidolon
sugirió que los árboles podrían ser clave. Que tal vez actuaban como generadores o
amplificadores de la tormenta. Dijo que en cuanto destruyó los árboles, la tormenta
de esta localización se vino abajo.
Tarvitz se quedó inmóvil.
—¿Lord Eidolon dijo eso?
—Es la única cosa con sentido común que le he oído. Dijo que en cuanto colocó
las cargas en los árboles y los demolió, la tormenta desapareció. Es una teoría
interesante. El Señor de la Guerra quiere que utilice la pausa en la tormenta para sacar
a todo el mundo, pero Eidolon está empeñado en encontrar más árboles y acabar con
ellos, con la esperanza de que podamos abrir un agujero en la cobertura del enemigo.
¿Qué te parece?
—Creo que… lord Eidolon sabe lo que dice —respondió Tarvitz.
Bulle, que había permanecido apostado cerca y había escuchado la conversación,
no pudo contenerse más.
—Permiso para hablar, capitán —dijo.
—Ahora no, Bulle —indicó Tarvitz.
—Señor…
—Ya le oíste, Bulle —intervino Lucius, avanzando hasta ellos.
—¿Cómo te llamas, hermano? —preguntó Torgaddon.
—Bulle, señor.
—¿Qué querías decir?
—No es importante —resopló Lucius—. El hermano Bulle habla fuera de lugar.
—Eres Lucius, ¿verdad? —inquirió Torgaddon.
—Capitán Lucius.
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—¿Y Bulle fue uno de los hombres que se mantuvo junto a ti y peleó para
mantenerte con vida?
—Lo hizo. Me siento honrado por su actuación.
—¿Tal vez podrías dejarlo hablar, pues? —sugirió Torgaddon.
—Resultaría poco oportuno —replicó Lucius.
—Te diré una cosa —bufó Torgaddon—. Como comandante de la punta de lanza,
creo tener autoridad aquí. Yo decidiré quién habla y quién no. ¿Bulle? Oigamos lo que
tienes que decir, hermano.
Bulle miró con expresión incómoda a Lucius y a Tarvitz.
—Eso fue una orden —insistió Torgaddon.
—Mi señor Eidolon no destruyó los árboles, señor. El capitán Tarvitz lo hizo.
Insistió en ello. Lord Eidolon lo reprendió entonces por tal acción, afirmando que era
un desperdicio de explosivos.
—¿Es esto cierto? —preguntó Torgaddon.
—Sí —respondió Tarvitz.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque no me parecía correcto que los cuerpos de nuestros muertos colgaran de
un modo tan ignominioso —dijo Tarvitz.
—¿E ibas a dejar que Eidolon se quedara con el mérito sin decir nada?
—Es mi señor.
—Gracias, hermano —dijo Torgaddon a Bulle. Luego le echó una mirada a Lucius
—. Repréndelo o castígalo de algún modo por hablar y haré que el Señor de la Guerra
en persona te quite el rango.
Torgaddon se volvió hacia Tarvitz.
—Es algo divertido. No debería importar, pero lo hace. Ahora que sé que tú
derribaste los árboles, me siento mejor respecto a seguir esa línea de acción. Está claro
que Eidolon reconoce una buena idea cuando otra persona la tiene. Vayamos a cortar
unos cuántos árboles más, Tarvitz. ¿Puedes enseñarme cómo se hace?
Torgaddon se alejó gritando órdenes. Tarvitz y Lucius intercambiaron una larga
mirada, entonces Lucius se dio la vuelta y se marchó.
El ejército se alejó del claro y regresó al interior de los matorrales del bosque de
tallos, volviendo a quedar inmediatamente bajo el abrazo de la tormenta escudo.
Torgaddon hizo que sus escuadras de exterminadores abrieran paso. Los hombres-
tanque bajo el mando de Trice Bokus activaron sus pesadas espadas y abrieron un
sendero, talando los tallos para despejar una avenida amplia dentro del extenso
bosque.
Avanzaron bajo las salvajes tormentas durante veinte kilómetros. En dos
ocasiones libraron escaramuzas con grupitos de megarácnidos que asaltaron sus filas,
pero la punta de lanza mantuvo a sus falanges bien unidas y, con la ventaja del alcance
que les proporcionaba la avenida abierta, masacraron a los atacantes con los bólters.
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El paisaje empezó a cambiar. Al parecer se acercaban al borde de una enorme
meseta, y el terreno inició un empinado descenso ante ellos. Las agrupaciones de
tallos se volvieron más irregulares y menos densas, aferrándose al rocoso terreno
ferroso de la pendiente. Una amplia cuenca se extendió en el fondo ante ellos, un valle
producto de una fisura en el terreno. Allí, el suelo esponjoso y pantanoso estaba
cubierto de miles de árboles pequeños en forma de cono que se alzaban a unos diez
metros de altura y salpicaban el terreno como hongos. Los árboles, compactos,
pétreos y compuestos del mismo cemento lechoso del que estaban hechos los árboles
destruidos, se desperdigaban por el terreno como tachuelas blindadas.
A medida que descendían al interior de aquel lugar, los astartes encontraron que
la tierra en la base de la hendidura era cenagosa y resbaladiza, decorada con largos y
poco profundos lagos de aguas teñidas de naranja por el contenido en hierro de la
tierra. El centelleo de las tormentas que se desarrollaban sobre sus cabezas se reflejaba
fulgurante en los estanques, que recordaban marcas de zarpas sobre el suelo.
El aire estaba repleto de una especie de insectos fibrosos de color gris que iban de
un lado a otro y se arremolinaban interminablemente en la atmósfera estancada. Unas
criaturas voladoras de mayor tamaño, que aleteaban igual que murciélagos, cazaban
aquellos seres efectuando veloces descensos en picado.
En la entrada de la falla descubrieron otros seis árboles de espinos colocados en
un bosquecillo silencioso. Cadáveres consumidos y vestigios de carne y armaduras
adornaban las púas. Eran Ángeles Sangrientos y soldados del ejército imperial. No se
veía ni rastro de las criaturas aladas, aunque a cincuenta kilómetros de distancia, por
encima de los bosques de tallos, se veían figuras negras que describían enloquecidos
círculos en el firmamento bañado por los relámpagos.
—Colocadlas bajas —ordenó Torgaddon. Moy asintió y empezó a reunir
munición—. Traed al capitán Tarvitz —gritó Torgaddon—. Os mostrará cómo
hacerlo.
Loken permaneció en el strategium durante las primeras tres horas después del
descenso, tiempo suficiente para festejar la comunicación de Torgaddon desde la
superficie. La punta de lanza había asegurado el lugar del desembarco y unido fuerzas
con los restos de la compañía de lord Eidolon. Después de eso, de un modo extraño,
la atmósfera se había vuelto más tensa, y aguardaban para conocer la decisión que
tomaría Torgaddon sobre el terreno. Abaddon, cauteloso y reservado, ya había
ordenado tener aeronaves de asalto listas para efectuar vuelos de extracción en
cualquier momento. Aximand paseaba de un lado a otro en silencio, mientras que el
Señor de la Guerra se había retirado a su sanctasanctórum con Maloghurst.
Loken permaneció apoyado en la barandilla del strategium durante un rato,
contemplando el ajetreo del enorme puente de mando situado abajo, y discutió
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tácticas con Tybalt Marr. Marr y Moy eran ambos hijos de Horus, hechos tan a su
imagen que casi parecían gemelos idénticos, y en algún momento de la historia de la
legión se habían ganado los apodos de «el Uno» y de «el Otro», refiriéndose al hecho
de que eran casi intercambiables. A menudo resultaba difícil diferenciarlos, de tan
parecidos como eran. Cualquiera de ellos podría servir para cualquier cosa tan bien
como el otro.
Ambos eran oficiales de campo competentes, con un cúmulo de victorias cada
uno capaz de enorgullecer a cualquier capitán, si bien ninguno había alcanzado el
renombre de Sedirae o Abaddon. Eran precisos, eficientes y profesionales en su
jefatura, pero eran Lobos Lunares, y lo que se consideraba profesionalidad en aquella
fraternidad resultaba ejemplar en cualquier otro regimiento.
Mientras Marr hablaba, quedó bien patente para Loken que este envidiaba la
elección de su «gemelo» para la operación, pues Horus tenía por costumbre enviarlos
a los dos o a ninguno. Trabajaban bien juntos, se complementaban, como si uno
anticipara de algún modo las decisiones del otro, pero la votación para la punta de
lanza había sido democrática y justa. Moy había obtenido una plaza, pero Marr no.
Marr no dejaba de comentárselo a Loken, sublimando obviamente sus
inquietudes por lo que podría sucederle a su hermano. Al cabo de un rato, Qruze se
acercó para unirse a ellos junto a la barandilla.
Iacton Qruze era un anacronismo. Vetusto y bastante aburrido, había sido capitán
en la legión desde la creación de esta, aunque su prominencia había quedado
eclipsada en cuanto el Emperador repatrió a Horus y le entregó el mando. Era el
producto de otra época, un retroceso a los años de las guerras de Unificación y los
viejos malos tiempos, obstinado y ligeramente cascarrabias, un rastro residual del
modo en que la legión había tratado las cosas en la Antigüedad.
—Hermanos —los saludó al acercarse.
Qruze mantenía aún la costumbre, tal vez de un modo inconsciente, de realizar el
saludo que golpeaba un puño cerrado contra el pecho, el viejo símbolo preunidad, en
lugar del áquila con las dos manos. Tenía un rostro alargado y bronceado,
profusamente cruzado de arrugas y pliegues, y los cabellos eran blancos. Hablaba en
voz baja, esperando que los demás hicieran el esfuerzo de escuchar, y creía que era su
tono de voz bajo el que, con el paso de los años, le había merecido el apodo de «el Que
se Oye a Medias».
Loken sabía que no era así. La mente de Qruze no funcionaba con la misma
agudeza de antaño, y a menudo resultaba fatigoso o inoportuno en su comentario o
consejo. Se lo conocía como el Que se Oye a Medias porque lo mejor era no escuchar
con demasiada atención sus declaraciones.
Qruze creía que resultaba una sabia figura paterna para la legión, y nadie era tan
malicioso como para comunicarle lo contrario. Había habido varios intentos discretos
para privarlo del mando de la compañía, del mismo modo que él había efectuado
varios intentos para ser elegido a la primera capitanía.
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Por tiempo de servicio, debería haber abandonado el mando hacía ya mucho, pero
Loken creía que el Señor de la Guerra contemplaba a Qruze con cierta compasión y
no soportaba la idea de retirarlo. Qruze era una reliquia irritante, considerado por el
resto de ellos con afecto y contrariedad a partes iguales, incapaz de aceptar que la
legión había madurado y avanzado sin él.
—Estaremos fuera de esto en un día —anunció categórico a Loken y a Marr—.
Tened bien presente lo que os digo, jovencitos. Un día, y el comandante ordenará que
los saquen.
—Tarik lo está haciendo bien —replicó Loken.
—Ese chico, Torgaddon, ha tenido suerte, pero no conseguirá concluir esto.
Tened presente lo que os digo. Dentro y fuera, en un día.
—Ojalá estuviera ahí abajo —dijo Marr.
—Eso son ideas estúpidas —decidió Qruze—. No es más que una misión de
rescate. En verdad que no puedo imaginar en qué pensaba la Legión de los Hijos del
Emperador cuando se metieron en este infierno. Serví con ellos en los primeros
tiempos, ¿sabéis? Unos tipos magníficos. Muy correctos. Enseñaron a los Lobos unas
cuantas cosas sobre decoro, ¡desde luego! Soldados modelo. Nos pusieron en
evidencia en la franja Este, ya lo creo, pero eso fue en el pasado.
—Sin duda alguna que lo fue —dijo Loken.
—Ciertamente que lo fue —coincidió Qruze, sin captar por completo la ironía—.
No se me ocurre qué creían que hacían aquí.
—¿Llevar a cabo una guerra? —sugirió Loken.
Qruze le miró con suspicacia.
—¿Te burlas de mí, Garviel?
—Jamás, señor. Jamás haría eso.
—Espero que nos despleguemos —refunfuñó Marr—, y pronto.
—No lo haremos —declaró Qruze, y se frotó la irregular perilla gris que le
decoraba el largo y arrugado rostro; sin duda alguna no era hijo de Horus.
—Tengo asuntos de los que ocuparme —indicó Loken, excusándose—. Me
despediré ahora, hermanos.
Marr dirigió una mirada furibunda a Loken, molesto al ver que se quedaba solo
con el Que se Oye a Medias, y Loken le guiñó un ojo y se alejó pausadamente,
escuchando cómo Qruze se embarcaba en una de sus largas y tortuosas «historias»
con Marr.
Loken bajó a la zona inferior de la nave, a las cubiertas que servían de cuartel a la
Décima Compañía. Sus hombres aguardaban con la mitad de las armaduras puestas,
las armas y el equipo desplegados y listos para ser ajustados. Aprendices y servidores
estaban ocupados con tornos portátiles y forjas móviles, efectuando los últimos y
precisos ajustes a las armaduras. Aquello no era más que actividad para estar
ocupados: los hombres llevaban semanas preparados para entrar en combate.
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Loken aprovechó el tiempo para poner al día a Vipus y a los otros jefes de
escuadra de la situación, y luego habló brevemente con algunos de los guerreros
novatos que habían sido ascendidos a servir en la compañía durante el viaje. Aquellos
hombres se mostraban especialmente tensos. 1-40-20 podría ver su bautismo como
Astartes de pleno derecho.
En la soledad de su sala de armas, Loken permaneció sentado durante un rato,
repasando ciertos ejercicios mentales diseñados para estimular la claridad y la
concentración. Cuando se cansó de ellos, tomó el libro que Sindermann le había
prestado.
Había leído bastante menos de Las crónicas de Ursh durante el viaje de lo que
había sido su intención, ya que el comandante lo había mantenido ocupado. Abrió las
gruesas páginas amarillentas con las manos desnudas y encontró el punto donde lo
había dejado.
Las crónicas eran tan crudas y brutales como Sindermann había prometido.
Ciudades largo tiempo olvidadas se saqueaban, se quemaban o simplemente se
evaporaban bajo tormentas nucleares de modo rutinario. Los mares se teñían de
sangre de un modo regular y los cielos de cenizas, y los paisajes a menudo quedaban
alfombrados con los innumerables huesos blanqueados de los conquistados. Cuando
los ejércitos marchaban, lo hacían con mil millones de hombres, con un millón de
estandartes raídos balanceándose sobre sus cabezas mecidos por los vientos atómicos.
Las batallas eran remolinos formidables de espadas, cascos negros con púas y cuernos
que aullaban, iluminadas por el fuego de los cañones y los lanzallamas. Página tras
página conmemoraba las prácticas crueles y el carácter igualmente cruel del déspota
Kalagann.
Por lo general, a Loken aquello lo divertía. La lógica extravagante abundaba, como
lo hacía un aire de realismo forzado; se describían hazañas bélicas que ningún
guerrero preunidad había podido llevar a cabo. Al fin y al cabo, a los protoastartes,
con su tosca armadura de trueno, los habían creado para hacer entrar en vereda a
aquellas huestes feroces de tecnobárbaros. Los grandes generales de Kalagann, Lurtois
y Sheng Khal, y más tarde, Quallodon, aparecían descritos en un lenguaje más
apropiado para primarcas. Aquellos hombres consiguieron para Kalagann unos
dominios de una vastedad increíble durante la última parte de la Era de los Conflictos.
Loken se había saltado algunas páginas una o dos veces, y vio que las partes finales
de la obra relataban la caída de Kalagann y describían la conquista apocalíptica de
Ursh por parte de las fuerzas de la unidad. Descubrió pasajes que mencionaban a
guerreros enemigos que lucían el emblema del rayo y el relámpago, que había sido la
insignia personal del Emperador antes de que se diera carácter oficial al Águila del
Imperio. Aquellos hombres saludaban con el puño de la unidad, como Qruze hacía
aún, y estaba muy claro que iban ataviados con la armadura del trueno. Loken se
preguntó si se mencionaría también al Emperador, y en qué términos, y quería echar
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una mirada para ver si reconocía los nombres de alguno de los guerreros
protoastartes.
Pero sintió que le debía a Kyril Sindermann leer la obra concienzudamente, y
regresó al punto y orden originales. Rápidamente se quedó absorto por una secuencia
que detallaba las campañas de Shang Khal contra los cónclaves nordáfrikos. Shang
Khal había reunido una horda significativa a base de reclutamientos irregulares en los
estados pupilos meridionales de Ursh, y la utilizó como apoyo de sus fuerzas armadas
principales, incluidos los infames Lanceros Tupelov y los Motores Rojos, durante la
invasión.
Los tecnólogos nordáfrikos habían preservado una cantidad mucho mayor de alta
tecnología para el bien de sus cónclaves de la que Ursh poseía, y la envidia pura y
simple, más que cualquier cosa, motivó la guerra. Kalagann estaba deseoso de obtener
los magníficos instrumentos y mecanismos que poseían los cónclaves.
Ocho batallas épicas marcaron el avance de Shang Khal al interior de las zonas de
Nordáfrika, la mayor de la cuales era Xozer. A lo largo de un período de nueve días
con sus noches, las máquinas de guerra de los Motores Rojos se abrieron paso a
cañonazos por los prados producto del cultivo agropónico y volvieron a convertirlos
en las zonas desérticas de las que los habían sacado mediante la irrigación y el abono.
Se abrieron paso a través de los setos de espinos láser y los muros recubiertos de
piedras preciosas del cónclave exterior, y arrojaron asquerosas bombas atómicas al
corazón de la zona gobernante, antes de que los Lanceros Tupelov condujeran a una
oleada de berserkers aullantes a través de la brecha hasta el interior del paraíso
terrenal que eran los jardines de Xozer, el último fragmento del Edén en un planeta
corrompido.
Que ellos, desde luego, pisotearon.
Loken se encontró saltándose páginas a medida que el relato se empantanaba con
interminables listas de batallas gloriosas y listas de honores. Entonces sus ojos se
posaron en una frase que le llamó la atención, y retrocedió en su lectura.
En el corazón de la zona gobernante, una novena batalla de poca importancia
había marcado la conquista, casi como una idea tardía. Un bastión había
permanecido, el murengon, o santuario amurallado, donde los últimos hierofantes de
los cónclaves resistían, practicando según decía el texto, «sus artes de adivinación a
través de la consulta con los espíritus a la luz ardiente de su reino en llamas».
Shang Khal, que deseaba una solución rápida a la conquista, había enviado a
Anult Keyser a acabar con el santuario. Keyser era lord militar de los Lanceros
Tupelov y, mediante varios vínculos de honor, podía invocar sin reservas los servicios
de la Roma, un escuadrón de pilotos mercenarios cuyos interceptores exquisitamente
decorados, según decía la leyenda, jamás aterrizaban ni tocaban la tierra, sino que
vivían eternamente en el ámbito aéreo. Durante el avance sobre el murengon, los
onirocríticos de Keyser —y por esa palabra Loken interpretó que el texto quería decir
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«los que interpretan los sueños»— habían advertido sobre las artes adivinatorias de
los hierofantes y sus costumbres fantasmagóricas.
Al iniciarse la batalla, tal como los onirocríticos habían pronosticado, se liberaron
majiks. Plagas de insectos, tan tupidas como la lluvia monzónica y tan inmensas en
sus masas arremolinadas que oscurecían el sol, cayeron sobre las fuerzas de Keyler,
obturando las tomas de aire, los orificios de las armas, los visores, los oídos, las bocas
y las gargantas. El agua hirvió sin necesidad de fuego, y los motores se recalentaron o
se quemaron. Algunos hombres se convirtieron en piedra o sus huesos se
transformaron en engrudo o su carne sucumbió a forúnculos o bubones y se
desprendió de sus extremidades, mientras que otros enloquecieron. Los hubo que se
convirtieron en demonios y se volvieron en contra de los suyos.
Loken dejó de leer y volvió sobre las frases otra vez: «… y allí donde las plagas de
insectos no se arrastraban o la locura no aparecía, los hombres se llenaban de
ampollas y se recomponían a sí mismos bajo el terrible aspecto de demonios, tales
pestes inmundas como son los espíritus malignos y los genios que persisten en los
lugares desiertos y silenciosos. Bajo tal aspecto, se volvían contra su propia gente y
roían sus huesos ensangrentados…».
«Algunos se convirtieron en demonios y se volvieron contra los suyos».
El mismo Anult Keyser fue asesinado por uno de tales demonios, que, justo unas
horas antes, había sido su leal lugarteniente Wilhym Mardol.
Cuando Shang Khal conoció la noticia, se enfureció y marchó al instante al lugar,
llevando con él lo que el texto describía como sus «invocadores de la destrucción»,
que parecían ser una especie de magos. Su jefe o señor era un hombre llamado Mafeo
Orde, y, de algún modo, Orde lanzó a los invocadores de la destrucción a una especie
de guerra a distancia con los hierofantes. El texto era irritantemente vago respecto a lo
ocurrido exactamente a continuación, casi como si se tratara de algo que estuviera
fuera de la comprensión del escritor. Se empleaban con frecuencia palabras tales
como «hechicería» y «majik», sin una calificación, y existían invocaciones a dioses
oscuros y primigenios que era evidente que el autor pensaba que no resultarían
desconocidos a su público. Desde el inicio del texto, Loken había visto referencias a
los poderes «mágicos» de Kalagann, y a las «artes invisibles» que formaban una parte
clave del poder de Ursh, pero las había interpretado como hipérboles. Aquella era la
primera vez que la hechicería había aparecido en la página, como una especie de
realidad.
La tierra tembló como si tuviera miedo. El cielo se desgarró como si fuera seda.
Muchos miembros del ejército urshita oyeron las voces de los muertos que les
susurraban. Los hombres ardieron y deambularon envueltos en llamas de un brillo
suave que no los consumían, suplicando ayuda. La guerra a distancia entre los
invocadores de la destrucción y los hierofantes duró seis días, y cuando terminó, el
antiguo desierto tenía una gruesa capa de nieve y los cielos se habían vuelto rojos
como la sangre. Las formaciones aéreas de la Roma se habían visto obligadas a huir,
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no fuera que unos ángeles aulladores arrancaran sus naves de los cielos y las
estrellaran contra el suelo.
Al final de todo aquello, todos los invocadores de la destrucción estaban muertos,
a excepción de Orde, y el murengon era un agujero humeante en el suelo, con los
muros de piedra fundidos de un modo tan espantoso por el calor que se habían
convertido en pedazos de cristal. Y los hierofantes se habían extinguido.
El capítulo finalizó y Loken alzó los ojos. Había estado tan subyugado por el relato
que se preguntó si no habría pasado por alto una alerta o una llamada. La sala de
armas estaba silenciosa. Ninguna runa indicadora parpadeaba en el panel de la pared.
Empezó a leer la siguiente parte, pero la narrativa había cambiado a una secuencia
relacionada con una guerra en el norte contra las ciudades nómadas establecidas
sobre tractores de orugas de la taiga. Saltó unas cuantas páginas, a la caza de alguna
otra mención de Orde o de hechicería, pero no detectó ninguna. Contrariado, dejó el
libro a un lado.
Sindermann… ¿Le había dado aquella obra a Loken deliberadamente? ¿Con qué
fin? ¿Una broma? ¿Algún mensaje velado? Loken decidió estudiarlo, párrafo a
párrafo, y llevar sus preguntas a su mentor.
Pero por el momento ya había tenido suficiente. Sentía la mente ofuscada y la
necesitaba despejada para el combate. Fue hasta la placa del comunicador situado
junto a la puerta de la sala y la activó.
—Oficial de guardia —le respondieron—. ¿En qué puedo servirlo, capitán?
—¿Alguna noticia de la punta de lanza?
—Lo comprobaré, señor. No, no hay nada dirigido a usted.
—Gracias. Mantenme informado.
—Sí, señor.
Desconectó el comunicador. Regresó al lugar en el que había dejado el libro, lo
levantó y marcó la página. Usaba un fino fragmento de pergamino arrancado del
borde de una de sus hojas de juramento a modo de señal. Cerró el volumen y fue a
guardarlo en la abollada caja de embalaje de metal que contenía sus pertenencias. Allí
había bien pocos objetos, apenas nada tras una vida tan larga. Le recordó los escasos
efectos personales de Jubal. «Si muero», pensó, «¿quién recogerá esto? ¿Qué
conservarán?». La mayor parte de aquellas curiosidades eran trofeos sin valor,
material que solo significaba algo para él: el mango de un cuchillo de combate que
había partido en el gaznate de un jefe guerrero pielverde; plumas largas, en aquellos
momentos mohosas y raídas, procedentes del picomachete que casi lo había matado
en Balthasar, hacía décadas; un pedazo de alambre sucio y oxidado, con un nudo en
cada extremo, que había usado para estrangular a un paladín eldar anónimo después
de haber perdido todas sus armas.
Aquella sí que había sido una pelea. Una auténtica prueba. Decidió que debía
contársela a Oliton algún día. ¿Cuánto hacía de aquello? Una eternidad, aunque el
recuerdo seguía tan fresco e intenso como si hubiera sido el día anterior. Dos
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guerreros privados de sus arsenales habituales por las circunstancias de la batalla,
acechándose el uno al otro entre las hojas ondulantes de un bosque azotado por el
viento. Una habilidad y tenacidad incomparables. Loken casi había llorado de
admiración por el adversario que había eliminado.
Todo lo que quedaba era el alambre y el recuerdo, y cuando Loken falleciera, solo
quedaría el alambre, y quienquiera que lo encontrara tras su muerte era probable que
lo tirara, dando por supuesto que no era más que un pedazo de alambre oxidado.
Sus manos desenterraron algo que no se tiraría. La placa de datos que Karkasy le
había dado. La placa de datos procedente de Keeler.
Volvió a sentarse y la activó, revisando de nuevo las pictografías. Pictografías
excepcionales. La Décima Compañía reunida en la cubierta de embarque para partir
al combate. El estandarte de la compañía. El mismo Loken, encuadrado sobre el
fondo de vivos colores de la bandera. Abaddon, Aximand, Torgaddon, y él mismo,
con Targost y Sedirae.
Le encantaban las pictografías. Eran el regalo material más valioso que había
recibido jamás, y el más inesperado. Loken esperaba que, a través de Oliton, podría
dejar alguna especie de legado útil; pero dudaba que pudiera ser ni con mucho algo
tan elocuente como aquellas imágenes.
Hizo retroceder las pictografías de vuelta a su archivo, y estaba a punto de
desactivar la placa cuando vio, por primera vez, que había otro archivo alojado en la
memoria. Estaba guardado, quizá de un modo deliberado, en un anexo de la carpeta
de datos principal de la placa, oculto a miradas superficiales. Únicamente un
diminuto icono con el dígito «2» delataba que la placa estaba cargada con más de un
archivo de material.
Tardó unos instantes en encontrar el anexo y abrirlo. Parecía una carpeta de
imágenes borradas o descartadas, pero llevaba una anotación adjunta que decía
«confidencial».
Lo abrió. La primera imagen llenó de color la pequeña pantalla de la placa, y él la
contempló con perplejidad. Era oscura, sin equilibrio en el color o el contraste, casi
imposible de descifrar. Presionó con el pulgar para ver la siguiente, y la siguiente.
Y se quedó contemplando fijamente la pantalla con espantosa fascinación.
Contemplaba a Jubal, o más bien a la cosa en que se había convertido Jubal en sus
últimos instantes. Una masa rabiosa y enloquecida que avanzaba pesadamente por un
pasillo oscuro en dirección a la persona que lo contemplaba.
Había más instantáneas. La luz y el brillo parecían anormales, como si el
pictógrafo que las había capturado hubiera tenido dificultades para leer la imagen.
Aparecían gotitas de sangre y sudor claras y perfectamente enfocadas congeladas en el
aire mientras salpicaban el primer plano, pero la cosa situada detrás de ellas, la cosa
que se había sacudido las gotas, era borrosa y vaga, pero en ningún caso menos que
abominable.
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Loken apagó la placa y empezó a desprenderse de la armadura tan deprisa como le
fue posible. Cuando se quedó tan solo con los polímeros gruesos y miméticos de la
funda corporal del subtraje, paró y se puso una larga túnica con capucha de cáñamo
marrón. Tomó la placa y un comunicador de pulsera, y salió.
—¡Ñero!
Vipus apareció, con toda la armadura puesta a excepción del casco. Frunció el
entrecejo, confuso, al contemplar el atuendo de Loken.
—¿Garvi? ¿Dónde está tu armadura? ¿Qué sucede?
—Tengo algo que hacer —respondió él apresuradamente, cerrando el
comunicador sobre la muñeca—. Tienes el mando durante mi ausencia.
—¿Lo tengo?
—Regresaré enseguida.
Loken alzó el puño y permitió que el comunicador automático sincronizara
canales con el sistema de comunicación de Vipus. Lucecitas de advertencia en el puño
y en el cuello de la armadura de Vipus centellearon rápidamente y luego brillaron al
unísono.
—Si la situación cambia, si nos llaman a primera línea, comunícate conmigo
inmediatamente. No voy a abandonar mis deberes; pero hay algo que debo hacer.
—¿Cómo qué?
—No sé decirte —respondió Loken.
Ñero Vipus guardó silencio y asintió.
—Como tú digas, hermano. Te cubriré y te alertaré de cualquier cambio.
Se quedó observando mientras su capitán, encapuchado y con pasos apresurados,
desaparecía por un túnel de acceso y lo engullía la oscuridad.
La partida iba tan mal para él que Ignace Karkasy decidió que ya era hora de que
emborrachara a sus compañeros de juego. Seis de ellos, con una multitud de
espectadores bastante poco interesados, ocupaban una mesa reservada en el extremo
de proa del Refugio, bajo las arcadas doradas. Más allá de donde estaban,
rememoradores y soldados fuera de servicio, junto con personal de la nave que se
relajaba entre turnos, y unos pocos iteradores (nunca se podía saber si un iterador
estaba de servicio o no), se mezclaban en la larga y atestada sala, bebiendo, comiendo,
jugando y conversando. En la atmósfera reinaba el bullicio de las conversaciones, las
carcajadas y el tintineo de vasos. Alguien tocaba una viola. El Refugio se había
convertido en el centro indiscutible de la actividad social de la nave insignia.
Justo una o dos semanas antes, un ingeniero segundo, borracho como una cuba,
había explicado a Karkasy que nunca había existido una comunidad tan alegre a
bordo de la Espíritu Vengativo, ni tampoco en ninguna otra nave de combate que él
conociera. Solo unas copas tranquilas después del turno y partidas aburridas. Los
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rememoradores habían llevado sus hábitos bohemios a la nave de guerra, y la
tripulación y la tropa se habían visto atraídas hacia su luz.
Los iteradores, y algunos oficiales superiores de la nave, habían chasqueado la
lengua en desaprobación ante la creciente e informal camaradería, pero se había
permitido la confraternización. Cuando Comnenus había expresado sus objeciones a
la desenfrenada francachela que albergaba en la actualidad la Espíritu Vengativo,
alguien —y Karkasy sospechaba que había sido el mismo comandante— le había
recordado que la finalidad de los rememoradores era conocer y fraternizar. Soldados
y adeptos de la armada se congregaban en el Refugio con la esperanza de encontrar a
algún pobre poeta o cronista que tomara nota de sus ideas y experiencias para la
posteridad. Aunque en su mayoría iban a emborracharse, a jugar a las cartas y a
conocer chicas.
En opinión de Karkasy, se trataba del mejor logro obtenido por el programa de
implantación de rememoradores hasta la fecha: recordar a los guerreros de la
expedición que eran humanos y ofrecerles algo de diversión.
Y ganarles groseramente a las cartas.
El nombre del juego era «hacer diana», y jugaban con una baraja de cartas
rectangulares que Karkasy había prestado en una ocasión a Mersadie Oliton. Había
otros dos rememoradores en la mesa, junto con un oficial subalterno de cubierta, un
oficial de orden y un coronel de artillería.
Como fichas para apostar, usaban raspaduras doradas que alguien había rascado
de una de las columnas del salón. Karkasy tuvo que admitir que los rememoradores
habían maltratado las instalaciones de un modo terrible. No tan solo se había medio
despojado a las columnas hasta dejar a la vista el herraje, sino que se había escrito y
pintado sobre los murales. Habían grabado versos en zonas del techo entre los
hombros de antiguos héroes, y aquellos mismos héroes se enfrentaban ahora a la
eternidad ataviados con cómicas barbas y parches en los ojos. En algunos lugares, se
habían blanqueado paredes y techos o recubierto con papel engomado, y se habían
escrito sobre ellos tratados enteros de nueva composición.
—No tomaré parte en esta mano —anunció Karkasy, y empujó hacia atrás la silla,
recogiendo el reducido puñado de raspaduras doradas que todavía poseía—. Iré a
buscar unos tragos para todos.
El resto de jugadores murmuró su asentimiento mientras el oficial de orden
repartía una nueva mano. El oficial subalterno de cubierta, con la cabeza hundida y
los ojos entornados, golpeó los extremos inferiores de las manos en un aplauso
burlón, los codos clavados en la superficie de la mesa y las manos colocadas por
encima de la cabeza inclinada.
Karkasy se alejó entre la multitud en busca de Zinkman. Zinkman, un escultor,
tenía bebida, una reserva aparentemente inagotable, aunque de dónde se abastecía era
un misterio. Alguien había sugerido que Zinkman tenía un acuerdo privado con un
tripulante de la sección de climatización que destilaba el material. Zinkman debía a
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Karkasy al menos una botella, por una partida sin terminar de merci celebrada hacía
dos noches.
Preguntó por Zinkman en dos o tres mesas, y también hizo indagaciones en varios
grupos que se encontraban de pie por allí. La música de viola había cesado unos
instantes, y algunos de los que estaban cerca aplaudían mientras Carnegi, el
compositor, se encaramaba a una mesa. Carnegi poseía una voz de barítono bastante
decente, y muchas noches se le podía convencer para que cantara opera popular o
accediera a peticiones.
Karkasy tenía una.
Un estallido de risas surgió de un lugar cercano, donde un pequeño y animado
grupo se había reunido sobre taburetes y asientos reclinables para escuchar cómo un
rememorador efectuaba una lectura de su último trabajo. En uno de los huecos de la
pared que formaba la antiguamente dorada columnata, Karkasy vio a Ameri Sechloss
que anotaba cuidadosamente su última rememoración en tinta roja sobre una pared
que ella misma había blanqueado con pintura robada. Había cubierto una imagen del
Emperador triunfante en Cyclonis. Alguien se quejaría al respecto. Partes del
Emperador, amado por todos, sobresalían de las esquinas de su parche blanco.
—¿Zinkman? ¿Alguien lo ha visto? ¿Zinkman? —preguntó.
—Creo que está por ahí —sugirió uno de los rememoradores mientras observaba
a Sechloss.
Karkasy giró y se puso de puntillas para atisbar entre el gentío. El Refugio estaba
atestado aquella noche. Una figura acababa de cruzar la entrada principal de la sala. El
rememorador frunció el entrecejo. No necesitaba ponerse de puntillas para divisar al
recién llegado. Vestida con una túnica y encapuchada, la figura se alzaba por encima
del resto de la gente, de lejos la persona más alta en la habitación atestada. No tenía
complexión humana en absoluto. El ruido general no descendió, pero estaba claro
que el recién llegado atraía la atención. La gente susurraba y miraba de soslayo en
dirección a él.
Karkasy se abrió paso entre la multitud, la única persona de la estancia lo bastante
audaz como para acercarse al visitante. La figura encapuchada permanecía de pie
justo bajo el arco de la entrada, escudriñando el gentío en busca de alguien.
—¿Capitán? —preguntó, adelantándose a la vez que atisbaba por debajo de la
capucha—. ¿Capitán Loken?
—Karkasy. —Loken parecía muy incómodo.
—¿Me buscaba a mí, señor? No creía que tuviéramos que encontrarnos hasta
mañana.
—Buscaba…, buscaba a Keeler. ¿Está aquí?
—¿Aquí? No. Ella no viene por aquí. Por favor, capitán, venga conmigo. Usted no
quiere estar aquí.
—¿No quiero?
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—Puedo ver el desasosiego en su actitud, y cuando nos reunimos, nunca pasa al
interior de la arcada. Venga.
Volvieron a salir a través de la arcada al frescor y la lóbrega quietud del pasillo.
Unas cuantas personas pasaron por su lado, dirigiéndose al interior del Refugio.
—Tiene que ser importante —dijo Karkasy—, para que ponga el pie ahí dentro.
—Lo es —respondió Loken, que mantuvo puesta la capucha de la túnica y
también su actitud rígida y cautelosa—. Necesito encontrar a Keeler.
—No frecuenta demasiado las zonas comunes. Probablemente esté en sus
aposentos.
—¿Dónde está eso?
—Podría haber preguntado al oficial de guardia por su alojamiento.
—Se lo pregunto a usted, Ignace.
—Tan importante, y tan privado —comentó Karkasy, pero Loken no respondió y
el rememorador se encogió de hombros—. Venga conmigo y se lo enseñaré.
El poeta condujo al capitán al interior del laberinto de la cubierta residencial
donde estaban alojados los rememoradores. Las resonantes escaleras de metal estaban
frías, las paredes eran de acero peinado y mostraban señales de humedad. Aquella
área había sido en el pasado un alojamiento para oficiales del ejército, pero, al igual
que el Refugio, había dejado de parecerse a nada que recordara el interior de una nave
militar. Resonaba música procedente de algunas estancias, a menudo a través de
compuertas entreabiertas. De una habitación surgió el sonido de carcajadas histéricas,
y de otra el estruendo de un hombre y una mujer que peleaban con ferocidad. Había
letreros de papel pegados a las paredes: consignas, versos y ensayos sobre la naturaleza
del hombre y la guerra. También habían pintarrajeado murales en algunos lugares,
algunos de ellos magníficos, otros, burdos. Había basura en la cubierta, un zapato
desparejado, una botella vacía, trozos de papel…
—Aquí —indicó Karkasy. La puertaventana del alojamiento de Keeler estaba
cerrada—. ¿Quiere que…? —inquirió el rememorador, indicando la puerta.
—Sí.
Karkasy golpeó la puertaventana con el puño y escuchó. Al cabo de un instante,
volvió a golpear con más fuerza.
—¿Euphrati? Euphrati, ¿estás ahí?
La puerta se deslizó, y el aroma de calor humano salió al fresco corredor. Karkasy
estaba cara a cara con un hombre joven, desnudo a excepción de unos pantalones de
faena del ejército medio abotonados. El hombre era musculoso y fuerte, con un
cuerpo endurecido y un rostro también duro; llevaba tatuajes numéricos en la parte
superior de los brazos y placas de identificación colgadas de una cadena alrededor del
cuello.
—¿Qué? —le espetó a Karkasy.
—Quiero ver a Euphrati.
—¡Vete al carajo! —respondió el soldado—. Ella no quiere verte.
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Karkasy retrocedió un paso. El soldado era físicamente amedrentador.
—Cálmate —dijo Loken, alzándose imponente por detrás de Karkasy y bajando la
capucha. Contempló fijamente al soldado hasta que este apartó la mirada—. Cálmate,
y no preguntaré ni tu nombre ni tu unidad.
El soldado miró a Loken con ojos desorbitados.
—Ella…, ella no está aquí —dijo.
Loken se abrió paso junto a él. El soldado intentó impedírselo, pero el capitán lo
agarró de la muñeca derecha con una mano y la giró con tal limpieza que el hombre
se encontró retorcido en una llave que le impedía moverse.
—No vuelvas a hacer eso —le aconsejó Loken, y lo soltó, añadiendo un
empujoncito que hizo caer al soldado a cuatro patas.
La habitación era bastante pequeña y estaba abarrotada de cosas. Ropas tiradas y
sábanas arrugadas cubrían el suelo, y los estantes y la mesa baja aparecían cubiertos
de botellas y platos sin lavar.
Keeler estaba de pie en el otro extremo de la estancia, junto a un camastro sin
hacer. Había arrollado una sábana a su cuerpo delgado y desnudo y contemplaba a
Loken con desdén. Tenía un aspecto cansado y enfermizo. Llevaba los cabellos
enmarañados y mostraba unos círculos oscuros bajo los ojos.
—No pasa nada, Leef —dijo al soldado—. Te veré más tarde.
Sin dejar de mostrarse cauteloso, el soldado se puso la camiseta y las botas, agarró
la chaqueta, y se marchó lanzando una última mirada asesina a Loken.
—Es un buen hombre —indicó Keeler—. Me tiene afecto.
—¿Ejército?
—Sí. Se llama confraternización. ¿Tiene que estar Ignace aquí para esto?
Karkasy revoloteaba junto a la entrada. Loken se volvió.
—Gracias por su ayuda —dijo—. Lo veré mañana.
—Muy bien —respondió él, asintiendo.
Se alejó de mala gana, y Loken cerró la puertaventana. Volvió a mirar a Keeler. La
mujer vertía el licor transparente de un frasco en un vasito.
—¿Puedo ofrecerle? —inquirió, haciendo un ademán con el frasco—. ¿En aras de
la hospitalidad?
Él negó con la cabeza.
—Ya. Supongo que ustedes los astartes no beben. Otro defecto biológico que han
eliminado de sus personas.
—Bebemos más que suficiente, bajo ciertas circunstancias.
—Y esta no es una de ellas, ¿no?
Keeler dejó la botella y tomó el vaso. Regresó al camastro, sujetando la sábana a su
alrededor con una mano y tomando sorbos de la bebida que llevaba en la otra.
Sosteniéndola bien para no verterla, se acomodó de nuevo en el lecho. Subió las
piernas para a continuación cubrirse pudorosamente con la sábana.
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—No puedo imaginar por qué está aquí, capitán —dijo—. Estoy sencillamente
pasmada. Lo esperaba hace semanas.
—Le pido disculpas. No encontré el segundo archivo hasta esta noche. Es evidente
que no había mirado con la suficiente atención.
—¿Qué piensa de mi trabajo?
—Asombroso. Me siento halagado por las pictografías que tomó en la cubierta de
embarque. Tenía intención de enviarle una nota, dándole las gracias por enviarme
una copia. Vuelvo a disculparme. El segundo archivo, no obstante, es…
—¿Problemático? —sugirió ella.
—Como mínimo.
—¿Por qué no se sienta? —preguntó la mujer.
Loken se quitó la túnica y se sentó con cuidado en un taburete de metal junto a la
mesa atestada de objetos.
—No estaba enterado de que existieran pictografías de ese incidente —dijo.
—Yo no sabía que las había hecho —respondió Keeler, tomando otro sorbo—. Lo
había olvidado, creo. Cuando el primer capitán me preguntó en su momento, dije que
no, que no había tomado nada. Las encontré más tarde. Me sorprendí.
—¿Por qué me las envió a mí? —quiso saber Loken.
—En realidad no lo sé —respondió ella, encogiendo los hombros—. Tiene que
comprender, señor, que estaba… traumatizada. Durante un tiempo estuve muy mal.
La impresión que me causó. Me sentía fatal, pero conseguí superarlo. Ahora estoy
contenta, estable, centrada. Mis amigos me ayudaron a superarlo: Ignace, Sadie, los
demás. Fueron buenos conmigo. Hicieron que dejara de hacerme daño.
—¿Hacerse daño?
La mujer jugueteó con el vaso, los ojos puestos en el suelo.
—Pesadillas, capitán Loken. Visiones terribles, cuando estaba dormida y cuando
estaba despierta. Lloraba sin motivo. Bebía demasiado. Adquirí una pistola pequeña, y
me pasé largas horas preguntándome si tendría la entereza para utilizarla.
Alzó los ojos hacia él.
—Fue en ese… ese pozo de desesperación que le envié las pictografías. Fue un
grito pidiendo ayuda, supongo. No lo sé. No lo recuerdo. Tal como le dije, eso ya
pasó. Estoy bien, y me siento un poco estúpida por molestarlo, en especial ya que mis
esfuerzos tardaron tanto en alcanzarlo. Ha malgastado una visita.
—Me alegro de que se sienta mejor —respondió Loken—, pero no he malgastado
nada. Es necesario que hablemos sobre esas imágenes. ¿Quién las ha visto?
—Nadie. Usted y yo. Nadie más.
—¿No consideró prudente informar al primer capitán de su existencia?
—No —Keeler negó con la cabeza—. No, en absoluto. No en aquellos momentos.
De haber acudido a las autoridades, me las habrían confiscado…, las habrían
destruido, probablemente, y me habrían contado la misma historia sobre una bestia
salvaje. El primer capitán estaba muy seguro de que era una bestia salvaje, alguna
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criatura xenos, y estaba muy seguro de que yo debía mantener la boca cerrada. Por el
bien de la moral de la gente. Las pictografías eran una cuerda salvavidas para mí, en
aquellos momentos. Demostraban que no me estaba volviendo loca. Fue por eso que
se las envié.
—¿No soy yo parte de las autoridades?
—Usted estaba allí, Loken —respondió ella lanzando una carcajada—. Usted
estaba allí. Lo vio. Me arriesgué. Pensé que usted respondería y…
—¿Y qué?
—Me diría la verdad sobre ello.
Loken vaciló.
—Oh, no se preocupe —le aconsejó ella, alzándose para volver a llenar su vaso—.
No quiero saber la verdad, ahora. Una bestia salvaje. Una bestia salvaje. Lo he
superado. Ya es demasiado tarde, capitán, y no espero que sea desleal y me cuente
algo que ha jurado no contar. Fue una idea estúpida que ahora lamento. Es mi turno
de pedir disculpas.
Lo miró fijamente, tirando hacia arriba del borde de la sábana para cubrirse el
pecho.
—He destruido mis copias. Todas ellas. Tiene mi palabra. Las únicas que existen
son las que le envié.
Loken sacó la placa de datos y la depositó sobre la mesa, apartando cacharros
sucios para hacerle sitio. Keeler contempló la placa durante un buen rato, luego vació
el vaso de un trago y volvió a llenarlo.
—Imagínese —dijo. La mano le temblaba mientras alzaba el frasco—, me aterra
incluso tenerlas de vuelta en mi habitación.
—No creo que lo haya superado tanto como pretende —respondió Loken.
—¿De veras? —se mofó ella. Dejó el vaso y pasó los dedos de la mano libre por la
corta melena rubia—. Al diablo con ello, pues, ya que está usted aquí. Al diablo con
ello.
Fue hacia donde estaba él y agarró violentamente la placa.
—¿Una bestia salvaje, eh? ¿Una bestia salvaje?
—Alguna forma de depredador sanguinario autóctono de la región montañosa
que…
—Perdone, pero eso es una sarta de estupideces —replicó ella.
Introdujo la placa con un golpe seco en la rendija lectora de un editor compacto
situado en el otro extremo de la habitación. Algunos de sus pictógrafos y lentes de
repuesto ocupaban el banco que había al lado. La máquina se activó con un zumbido,
y la pantalla se encendió, fría y blanca.
—¿Qué piensa de las discrepancias?
—¿Discrepancias? —preguntó Loken.
—Sí.
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Con suma pericia, tecleó unas órdenes en los controles del aparato y seleccionó el
archivo. Con un golpecito del dedo índice abrió la primera imagen. Esta se desplegó
sobre la pantalla.
—Terra, no puedo mirarla —dijo volviendo la cabeza.
—Apáguelo, Keeler.
—No, mírela usted. Mire la distorsión visual de ahí. ¿Lo había advertido? Es como
si estuviera ahí y sin embargo no está. Como si entrara y saliera de la realidad.
—Un error de señal. Las condiciones y la luz deficiente engañaron a los sensores
de su pictógrafo y…
—Sé cómo usar un pictógrafo, capitán, y sé cómo reconocer una falta de
exposición, un destello en la lente y la deformación digital. Eso no lo es. Mire.
Seleccionó la segunda pictografía, y la miró de reojo, gesticulando con la mano.
—Mire el fondo. Y las gotitas de sangre en el primer plano, ahí. Una pictografía
captada a la perfección. Jamás he visto que nada creara ese efecto en un instrumento
de precisión. Esa bestia salvaje no está sincronizada con la continuidad física que la
rodea. Que es, capitán, exactamente como lo vi. Las ha estudiado con detenimiento,
¿verdad?
—No —respondió Loken.
Keeler mostró otra imagen. En esa ocasión la contempló directamente, y luego
desvió la mirada.
—Ahí, ¿lo ve?, ¿la imagen consecutiva? Está en todas ellas, pero esta es la más
clara.
—No veo…
—Incrementaré el contraste y se perderá un poco del efecto borroso provocado
por el movimiento. —Toqueteó los controles de la máquina—. Ahí. ¿Lo ve ahora?
Loken abrió los ojos de par en par. Lo que al principio parecía un espectro
espumeante y lechoso que empañaba la imagen de la criatura de pesadilla se había
transformado claramente merced a la manipulación de la mujer. Superpuesta a la
borrosa abominación había una figura semihumana que repetía la actitud y postura
de la criatura. Aunque era vaga, era de un modo totalmente inconfundible el rostro
aullante y el cuerpo destrozado de Xavyer Jubal.
—¿Lo conoce? —preguntó ella—. Yo no, pero reconozco la fisonomía y
complexión de un astartes cuando las veo. Por qué tendría que registrar eso mi
pictógrafo, a menos que…
Loken no respondió.
Keeler desconectó la pantalla, hizo saltar la placa fuera y se la arrojó a Loken. Este
la atrapó hábilmente. La mujer regresó al camastro y se dejó caer en él.
—Eso era lo que quería que me explicara —dijo—. Fue por ese motivo que le
envié las pictografías. Cuando estaba en mis más profundos y oscuros pozos de
locura, esperaba que vendría y me lo explicaría. Pero no se preocupe, ya lo he dejado
atrás. Estoy bien. Una bestia salvaje, eso es todo lo que era. Una bestia salvaje.
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Loken contempló la placa que tenía en la mano. Apenas podía imaginar por lo
que había pasado Keeler. Ya había sido bastante malo para todos ellos, pero él, Ñero y
Sindermann habían disfrutado del beneficio de una conclusión adecuada. Les habían
dicho la verdad. A Keeler no. Era lista, brillante e inteligente, y había detectado los
agujeros en la historia, las terribles inconsistencias que demostraban que lo sucedido
no encajaba por completo en la explicación del primer capitán. Y se las había
arreglado con aquella información, le había hecho frente, sola.
—¿Qué pensó que era? —preguntó.
—Algo horrible que era mejor que no supiéramos nunca —respondió ella—. Por
el Trono, Loken. Por favor, no me compadezca ahora. Por favor, no decida
contármelo.
—No lo haré —dijo él—. No puedo. Era una bestia salvaje. Euphrati, ¿cómo lidió
con ello?
—¿Qué quiere decir?
—Dice que está bien ahora. ¿Cómo es que está bien?
—Mis amigos me ayudaron a superarlo. Se lo dije.
Loken se puso en pie, cogió la botella y fue hasta el camastro. Se sentó en el
extremo del colchón y volvió a llenar el vaso que ella le tendía.
—Gracias —dijo la mujer—. He encontrado fuerzas. He encontrado…
Por un momento, Loken estuvo seguro de que ella había estado a punto de decir
«fe».
—¿Qué?
—Confianza. Confianza en el Imperio. En el Emperador. En ustedes.
—¿En mí?
—No en usted, personalmente. En los astartes, en el ejército imperial, en cada
ramificación de la fuerza guerrera de la humanidad que está dedicada a la protección
de estos simples mortales que somos nosotros. —Tomó otro sorbo y lanzó una risita
—. El Emperador, ya sabe, protege.
—Desde luego que lo hace —repuso Loken.
—No, no, lo malinterpreta —dijo Keeler, cruzando los brazos sobre las rodillas
cubiertas por la sábana—. Realmente lo hace. Protege a la humanidad a través de las
legiones, de los cuerpos militares, de las máquinas de guerra del Mechanicus.
Comprende los peligros. Las inconsistencias. Lo usa a usted, y a todos los
instrumentos que son como usted, para protegernos de todo daño. Para proteger
nuestros cuerpos físicos del asesinato y las lesiones, para proteger nuestras mentes de
la locura, para proteger nuestras almas. Esto es lo que comprendo ahora. Esto es lo
que este trauma me ha enseñado, y estoy agradecida por ello. Existen peligros
insensatos en el cosmos, peligros que la humanidad es fundamentalmente incapaz de
comprender y mucho menos de sobrevivir a ellos. De modo que él nos protege.
Existen verdades ahí afuera que nos volverían locos con solo que les echáramos una
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fugaz ojeada. De modo que elige no compartirlas con nosotros. Es por eso que los
creó a ustedes.
—Es un concepto maravilloso —admitió Loken.
—En las Cabezas Susurrantes, ese día… usted me salvó, ¿verdad? Hizo pedazos a
esa cosa. Ahora me vuelve a salvar al guardarse la verdad. ¿Duele?
—¿Qué duele?
—La verdad que mantiene oculta.
—A veces.
—Recuerde, Garviel: el Emperador es nuestra Verdad y nuestra luz. Si confiamos
en él, nos protegerá.
—¿De dónde sacó eso? —inquirió Loken.
—Un amigo. Garviel, solo tengo una preocupación. Una cosa persistente que se
niega a abandonar mi mente. Ustedes, los astartes, son leales hasta la médula.
Mantienen su reserva y nunca traicionan la confianza.
—¿Y?
—Esta noche, realmente creo que me habría dicho algo de no ser por la lealtad
que guarda para con sus hermanos. Lo admiro, pero respóndame a esto. ¿Hasta
dónde llega su lealtad? Lo que fuera que nos sucedió en las Cabezas Susurrantes, creo
que un hermano Astartes estuvo implicado en ello. Pero usted cierra filas al respecto.
¿Qué tiene que suceder para que renuncie a su lealtad a la legión y reconozca su
lealtad hacia el resto de nosotros?
—No sé a lo que se refiere —dijo él.
—Sí, lo sabe. Si un hermano se vuelve contra sus hermanos otra vez, ¿lo ocultará
también? ¿Cuántos tienen que transformarse para que actúe? ¿Uno? ¿Una escuadra?
¿Una compañía? ¿Cuánto tiempo guardará sus secretos? ¿Qué hará falta para que
arroje a un lado los vínculos fraternales de la legión y grite bien alto: «¡Esto está
mal!»?
—Sugiere algo que es imposible…
—No, no lo hago. Usted, precisamente, sabe que no lo hago. Si le puede suceder a
uno, les puede suceder a otros. Están todos tan bien instruidos y son tan perfectos e
idénticos. Marchan al mismo paso y hacen lo que se les pide. Loken, ¿sabe de algún
astartes capaz de romper el paso? ¿Lo haría usted?
—Yo…
—¿Lo haría si viera la podredumbre, un indicio de corrupción? ¿Abandonaría su
vida reglamentada y se enfrentaría a ello? ¿Por el mayor bien de la humanidad, quiero
decir?
—No va a suceder —dijo él—. Eso no sucederá jamás. Lo que sugiere es desunión
civil. Guerra civil. Eso va en contra de todas las fibras del Imperio tal y como el
Emperador lo creó. Con Horus como Señor de la Guerra, como la luz que nos guía,
una posibilidad tal no se puede ni contemplar. El Imperio es firme y fuerte, y tiene un
único propósito. Existen inconsistencias, Euphrati, igual que existen guerras, plagas y
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hambrunas. Nos hacen daño, pero no nos matan. Nos alzamos por encima de ellas y
seguimos adelante.
—Todo depende más bien del lugar donde ocurran esas inconsistencias —observó
la mujer.
El comunicador de puño de Loken empezó a sonar de improviso. Loken alzó la
muñeca y apretó el botón de llamada.
—¡Voy para allá! —dijo, luego se volvió a mirarla—. Volvamos a hablar en otra
ocasión, Euphrati.
La mujer asintió, y él se inclinó hacia ella y la besó en la frente.
—Cuídese. Mejórese. Recurra a sus amigos.
—¿Es usted mi amigo? —preguntó.
—Averígüelo —respondió él mientras recuperaba la túnica del suelo.
—Garviel —lo llamó ella desde el camastro.
—¿Sí?
—Elimine esas imágenes, por favor. Por mí. No es necesario que existan.
Él asintió, abrió la puertaventana y salió a la atmósfera helada del pasillo.
En cuanto se cerró la puerta, Keeler saltó del camastro y dejó que la sábana
resbalara de su cuerpo. Desnuda, avanzó despacio hasta una alacena, se arrodilló y
abrió las puertas. Del interior, sacó dos velas y una pequeña estatuilla del Emperador.
Colocó la figura en lo alto de la alacena y encendió las velas con un encendedor. A
continuación rebuscó en la alacena y sacó el desgastado panfleto que Leef le había
dado. Era algo ordinario y tosco, mal impreso con una impresora industrial, con
restos de tinta en los bordes y un gran número de faltas de ortografía en el texto.
A Keeler no le importaba. Abrió la primera página e, inclinada ante la
improvisada capilla, empezó a leer:
—El Emperador de la Humanidad es la Luz y el Camino, y todas sus acciones son
en beneficio de la humanidad, que es su pueblo. El Emperador es Dios y Dios es el
Emperador, así se enseña en el Lectio Divinitatus, y por encima de todas las cosas, el
Emperador protegerá…
Loken bajó corriendo las escaleras de la zona de alojamiento de los rememoradores,
con la capa flotando a su espalda. Sonaban sirenas. Hombres y mujeres sacaban la
cabeza por la puerta para contemplarlo a su paso.
—Ñero —llamó, alzando el puño a la altura de la boca—. ¡Informa! ¿Es Tarik?
¿Ha sucedido algo?
El comunicador chisporroteó y la voz de Vipus surgió apenas audible por el
altavoz del puño.
—Ya lo creo que ha sucedido algo, Garvi. Regresa aquí.
—¿Qué? ¿Qué ha sucedido?
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—Una nave, eso ha sucedido. Una barcaza acaba de transportarse al interior del
sistema detrás de nosotros. Es Sanguinius. Sanguinius en persona ha venido.
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Siete
Señor de los Ángeles
La hermandad en el país de las arañas
Prohibición
Aproximadamente una semana antes, durante una de sus habituales entrevistas
privadas, Loken había hablado finalmente a Mersadie Oliton sobre el Gran Triunfo
tras Ullanor.
—No puede imaginárselo —dijo.
—Lo puedo intentar.
Loken sonrió.
—El Mechanicus había allanado totalmente un continente entero como escenario
para el acontecimiento.
—¿Allanado totalmente? ¿Qué quiere decir?
—Con máquinas industriales de fusión y geoformación. Se suprimieron montañas
y su materia se usó para rellenar valles. Se dejó la superficie lisa e infinita, un tablero
enorme de gravilla de roca pulida y seca. Hicieron falta meses para conseguirlo.
—¡Deberían haber hecho falta siglos!
—Menosprecia la industria del Mechanicus. Enviaron cuatro flotas de obreros
para que se hicieran cargo de la tarea. Crearon un escenario digno de un Emperador,
tan amplio que se podía ver la medianoche en un extremo y el mediodía en el otro.
—¡Exagera! —exclamó ella con un bufido de satisfacción.
—Tal vez lo haga. ¿Me ha visto hacerlo antes?
Oliton negó con la cabeza.
—Tiene que comprender que se trataba de un acontecimiento singular. Era un
triunfo que marcaría el final de una era, y el Emperador, amado por todos, lo sabía.
Sabía que tenía que ser recordado. Era el final de la campaña de Ullanor, el final de la
Cruzada, la coronación del Señor de la Guerra. Era una oportunidad para los astartes
de despedirse del Emperador antes de que partiera hacia Terra, tras dos siglos de
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liderazgo personal. Lloramos cuando anunció que se retiraba del campo de batalla.
¿Se lo imagina, Mersadie? Cien mil guerreros llorando.
La muchacha asintió.
—Creo que fue una vergüenza que no hubiera rememoradores allí para
presenciarlo. Fue un momento que ocurre solo una vez en cada época.
—Fue un asunto privado.
—¿Cien mil personas presentes, un continente allanado para el acontecimiento, y
era un asunto privado? —repuso ella con una nueva carcajada.
Loken la miró.
—Incluso ahora, no nos comprende, ¿verdad? Todavía piensa en una escala muy
humana.
—Reconozco mi error —respondió ella.
—No era mi intención ofenderla —se excusó él, advirtiendo la expresión de la
joven—. Pero era un asunto privado. Una ceremonia. Cien mil astartes. Ocho
millones de soldados profesionales. Legiones de las máquinas de guerra llamadas
titanes, igual que bosques de acero. Cientos de unidades blindadas, formaciones de
tanques, miles y miles de ellos. Naves de guerra ocupando toda la órbita inferior,
eclipsados por los escuadrones de aviones que volaban por encima de nosotros en
escalones interminables. Pendones y estandartes, tantísimos pendones y estandartes.
Permaneció en silencio unos instantes, recordando.
—El Mechanicus había construido una calzada. Tenía medio kilómetro de
anchura y quinientos kilómetros de longitud, una línea recta que cruzaba el escenario
que había aplanado. A cada lado de esta calzada, cada cinco metros, había un poste de
hierro coronado con el cráneo de un piel-verde; trofeos de la guerra de Ullanor. Más
allá de la calzada, a ambos lados, ardían fuegos de promethium en cuencos de
rococemento. A lo largo de quinientos kilómetros. El calor era intenso. Desfilamos
por la calzada en formación de revista, pasando bajo el estrado sobre el que
permanecía el Emperador, bajo un dosel de láminas de acero. El estrado era la única
estructura elevada que el Mechanicus había dejado, la base de una vieja montaña.
Desfilamos en formación, y luego nos reunimos en la amplia llanura situada bajo el
estrado.
—¿Quién desfiló?
—Todos nosotros. Estaban representadas catorce legiones, bien en su totalidad o
por una compañía. El resto estaban ocupadas en guerras demasiado remotas para
permitirles asistir. Los Lobos Lunares estaban allí en masa, por supuesto. Nueve
primarcas lo presenciaron, Mersadie, nueve. Horus, Dorn, Angron, Fulgrim, Lorgar,
Mortarion, Sanguinius, Magnus y el Khan. El resto enviaron embajadores. Fue un
espectáculo increíble. No puede ni imaginarlo.
—Todavía lo sigo intentando.
—Yo aún sigo intentando creer que estuve allí —repuso él, negando con la cabeza.
—¿Cómo eran?
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—¿Cree que los conocí? Yo era solo un guerrero hermano más que marchaba en
la fila. Durante mi vida, señora, he visto a casi todos los primarcas en un momento u
otro, pero casi siempre de lejos. Personalmente he hablado con dos de ellos. Hasta mi
elección al Mournival, no me movía en círculos tan elevados. Conozco a los primarcas
como figuras distantes. En el Triunfo, casi no podía creer que hubiera tantos
presentes.
—Pero aun así, ¿experimentó sensaciones?
—Sensaciones indelebles. Cada uno, tan imponente, tan enorme y orgulloso,
parecían encarnar las características humanas. Angron, rojo y colérico; Dorn, sólido e
implacable; Magnus, envuelto en misterio, y Sanguinius, desde luego, tan perfecto,
tan carismático.
—He oído decir esto de él.
—Entonces ha oído la verdad.
Su larga melena negra estaba aplastada por el peso del chal de malla de oro que
llevaba sobre la cabeza, cuyos bordes le enmarcaban las facciones solemnes. Se había
manchado las mejillas con ceniza gris en señal de duelo.
Un asistente permanecía junto a él con el tarro de tinta y el pincel para pintar las
lágrimas rituales de dolor sobre las mejillas, pero el primarca Sanguinius negó con la
cabeza, haciendo que el chal de malla tintineara.
—Tengo lágrimas auténticas —dijo.
Se volvió, no hacia su hermano Horus, sino hacia Torgaddon.
—Muéstramelo, Tarik —dijo.
Torgaddon asintió. El viento gemía alrededor de las figuras inmóviles reunidas en
la solitaria ladera de la colina, y la lluvia tamborileaba sobre las placas de las
armaduras. Torgaddon hizo una seña, y Tarvitz, Bulle y Lucius se adelantaron,
ofreciendo las sucias reliquias.
—Estos hombres, mi señor —dijo Torgaddon con voz inusitadamente temblorosa
—, estos legionarios Hijos del Emperador, recuperaron estos restos
desinteresadamente, y es apropiado que ellos se los ofrezcan personalmente.
—¿Usted realizó esta honrosa tarea? —preguntó Sanguinius a Tarvitz.
—Lo hice, mi señor.
Sanguinius tomó el abollado casco Astartes de las manos de Tarvitz y lo estudió.
Se alzaba imponente por encima del capitán, la armadura dorada adornada con rubíes
y gemas relucientes, y marcada, como la armadura del Señor de la Guerra, con el Ojo
bien abierto de Terra. Las enormes alas de Sanguinius, igual que las de una áquila
gigantesca, estaban plegadas a su espalda, y colgaban de ellas cintas plateadas y lazos
de perlas.
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Sanguinius hizo girar el casco en sus manos y contempló la marca del armero
estampada en el interior del borde.
—«Ocho caballero leopardo» —dijo.
A su lado, el señor del capítulo, Raldoron, empezó a inspeccionar el manifiesto.
—No te molestes, Ral —le indicó Sanguinius—. Conozco la marca. Capitán
Thoros. Se le echará de menos.
Sanguinius entregó el casco a Raldoron y asintió mirando a Tarvitz.
—Gracias por su gentileza, capitán —dijo, y luego miró en dirección a Eidolon—.
Y a usted, señor, mi gratitud por haber acudido en ayuda de Frome con tanta
urgencia.
Eidolon inclinó la cabeza, y pareció hacer caso omiso de la mirada sombría que el
Señor de la Guerra lanzaba en su dirección.
Sanguinius giró en dirección a Torgaddon.
—Y a ti, Tarik, principalmente. Por poner fin a esta pesadilla.
—Hago únicamente lo que mi Señor de la Guerra me ordena —respondió este.
Sanguinius desvió la mirada hacia Horus.
—¿Es eso cierto?
—Tarik tenía cierta libertad de acción.
Horus sonrió y, a continuación, se adelantó y abrazó a Sanguinius contra su
pecho. No había dos primarcas que fueran tan íntimos amigos como el Señor de la
Guerra y el Ángel; apenas se habían separado desde la llegada de Sanguinius.
El majestuoso señor de la Legión de los Ángeles Sangrientos, la IX Legión
Astartes, retrocedió y contempló el desolado paisaje. Alrededor de la base de la
irregular colina, cientos de figuras con armadura aguardaban en silencio. La gran
mayoría lucían bien el blanco luminoso de los Lobos Lunares o el rojo arterial de los
Ángeles Sangrientos, excepto por los restos del destacamento de legionarios Hijos del
Emperador, un pequeño grupo de colores púrpura y dorado. Detrás de los astartes, las
máquinas de guerra aguardaban bajo la lluvia, silenciosas y negras, describiendo un
círculo alrededor de la reunión igual que espectrales plañideras. Más allá de ellas, las
huestes del ejército imperial observaban de pie, con los estandartes aleteando
indolentemente bajo la fría brisa. Sus vehículos blindados y transportes de tropas
estaban estacionados en escalón, y muchos de los soldados se habían encaramado a
las carrocerías para poder ver mejor lo que sucedía.
La punta de lanza de Torgaddon había arrasado un amplio sector del paisaje,
demoliendo árboles de piedra allí donde los encontraba, y domeñando de ese modo el
clima formidable de aquella parte de Muerte. El cielo se había aclarado gradualmente
hasta adquirir un veteado color gris pólvora, recorrido por finas franjas de nubes, y la
lluvia caía con suavidad y persistencia, reduciendo la visibilidad en las distancias a
una mancha borrosa. Siguiendo órdenes del Señor de la Guerra, el grueso de las
fuerzas de las naves imperiales allí congregadas descendió al planeta bajo la relativa
seguridad que ofrecía la zona libre de tormentas.
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—En las antiguas filosofías de Terra —dijo Sanguinius—, según he leído, la
venganza se consideraba un motivo poco convincente y un fallo del espíritu. Me
resulta difícil sentirme tan noble hoy. Me gustaría expurgar esta roca en memoria de
mis hermanos caídos, y los camaradas que murieron intentando salvarlos.
El guerrero miró a su hermano primarca.
—Pero eso no es necesario. La venganza no es necesaria. Hay xenos aquí, una
amenaza alienígena implacable que rechaza cualquier comunicación civilizada con la
humanidad, y nos ha recibido con muerte y nada más que muerte. Eso es suficiente.
Tal como el Emperador, amado por todos, nos ha enseñado, desde el inicio de nuestra
cruzada, hay que encargarse directamente de lo que es anatema para la humanidad
para asegurar la ininterrumpida supervivencia del Imperio. ¿Me apoyarás?
—Mataremos a Muerte juntos —respondió Horus.
Una vez pronunciadas aquellas palabras, los astartes fueron a la guerra durante
seis meses. Apoyados por el ejército y los artefactos del Mechanicus, atacaron las
latitudes yermas y estremecidas del mundo llamado Muerte, y arrasaron a los
megarácnidos.
Fue una guerra soberbia, en muchos aspectos, y nada fácil. Por muchos de ellos
que mataran, los megarácnidos no se amilanaban ni se batían en retirada. Parecía
como si no tuvieran ni voluntad ni un espíritu que quebrantar. Avanzaban y
avanzaban, emergiendo de hendiduras y grietas del rojizo terreno, un día tras otro,
listos para seguir la pelea. En ocasiones, parecía como si existiera una reserva infinita
de ellos, como si nidos de una vastedad inimaginable infestaran la capa del planeta o
como si fábricas subterráneas en perpetua actividad fabricaran más y más de ellos
cada día para reemplazar las bajas producidas por las fuerzas imperiales. Por su parte,
no obstante los muchos de ellos que eliminaban, los guerreros del Imperio no
llegaron a subestimar a los megarácnidos. Eran letales y rudos, y tan numerosos como
para desconcertar a cualquiera.
—La bestia número cincuenta que maté —comentó Pequeño Horus en un
momento dado—, fue tan difícil de vencer como la primera.
Loken, al igual que muchos Lobos Lunares presentes, se alegraba personalmente
de las circunstancias del conflicto, ya que era la primera vez desde su elección como
Señor de la Guerra que el comandante los dirigía en el campo de batalla. Previamente,
en la habitienda de mando, una tarde lluviosa, el Mournival había intentado con
suma delicadeza disuadir a Horus de tomar parte en las operaciones desde el terreno.
Abaddon había tratado, muy habilidosamente, de presentar el papel del Señor de la
Guerra y su importancia como algo de una trascendencia mucho mayor que el simple
combate militar.
—¿Es que no soy apto para ello? —había dicho Horus, poniendo mala cara,
mientras la lluvia tamborileaba sobre el toldo.
—Lo que quiero decir es que es demasiado valioso para ello, señor —había
replicado Abaddon—. Este es solo un mundo, un campo de batalla. El Emperador le
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ha encomendado velar por los intereses de todos los mundos y campos de batalla. Su
campo de acción es…
—Ezekyle…
El tono de voz del Señor de la Guerra había delatado una nota de advertencia, y
este había cambiado a la lengua cthónica, una clara señal de que su mente estaba
puesta en la guerra y en nada más.
—… no pretendas adoctrinarme sobre mis deberes.
—¡Señor, jamás lo haría! —exclamó de inmediato Abaddon, con una respetuosa
inclinación de cabeza.
—Valiosísimo es la palabra —había interpuesto Aximand rápidamente, yendo en
ayuda de Abaddon—. En caso de que resultara herido, si cayera incluso, sería…
Horus se puso en pie con una mirada iracunda.
—¿Ahora ridiculizas mis capacidades como guerrero, Pequeño Horus? ¿Es que te
has ablandado desde mi predominio?
—No, mi señor, no…
Al parecer, solo Torgaddon había advertido el destello divertido que se ocultaba
tras la fingida cólera del Señor de la Guerra.
—Solo tememos que no deje ni un ápice de gloria para nosotros —dijo.
Horus empezó a reír, y al darse cuenta de que había estado jugando con ellos, los
miembros del Mournival se echaron a reír también. Horus dio un golpecito amistoso
a Abaddon en el hombro y pellizcó la mejilla de Aximand.
—Libraremos esta guerra juntos, hijos míos —dijo—. Así es como me hicieron.
De haber sospechado, allá en Ullanor, que el cargo de Señor de la Guerra requeriría de
mí que renunciara a las glorias del campo de batalla para siempre, no lo habría
aceptado. Cualquier otro podría haberse hecho con ese honor. Guilliman, o el León,
tal vez. Suspiran por él, al fin y al cabo.
Nuevas muestras de ruidosa alegría siguieron a sus palabras. La carcajada de los
cthonianos era sombría y recia, pero la carcajada de los Lobos Lunares era mucho
más recia aún.
Más tarde, Loken se preguntó si el Señor de la Guerra no habría usado sus astutos
poderes políticos una vez más. Había evitado la cuestión central por completo, y
desviado sus preocupaciones con buen humor y un llamamiento a su código como
guerreros. Era su modo de decirles que, no obstante todos sus buenos consejos, había
algunas cuestiones en las que no se le podía hacer cambiar de opinión. Loken estaba
seguro de que Sanguinius era el motivo. Horus era incapaz de quedarse a un lado y
contemplar cómo su hermano más querido iba a la guerra. Horus no podía resistir la
tentación de pelear hombro con hombro con Sanguinius, como habían hecho en los
viejos tiempos.
El Señor de la Guerra no permitiría que lo eclipsaran, ni siquiera aquel a quien
más quería.
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Verlos juntos en el campo de batalla resultaba impresionante. Dos dioses
combatiendo, rugiendo a la cabeza de una oleada roja y blanca. En docenas de
ocasiones obtuvieron victorias conjuntamente en Muerte, que, de haber sido distinto
lo que siguió, deberían haberse convertido en hazañas tan loadas e inmortales como
Ullanor o cualquier otro gran triunfo.
Efectivamente, la guerra en su conjunto dio lugar a muchas proezas
extraordinarias que la posteridad debería haber celebrado, en especial ahora que los
rememoradores se encontraban entre ellos.
Como a todos los que eran como ella, a Mersadie Oliton no se le permitió
descender a la superficie con los escalones combatientes, pero absorbió cada detalle
que se transmitía desde la superficie, el diario flujo y reflujo de la brutal guerra, las
pérdidas y las victorias. Cuando, periódicamente, Loken regresaba con su compañía a
la nave insignia para descansar, efectuar reparaciones y rearmarse, ella lo sometía a un
interrogatorio frenético y lo obligaba a describir todo lo que había visto. Horus y
Sanguinius, el uno junto al otro, era lo que más le interesaba, pero se sentía cautivada
por todos su relatos.
Muchas batallas habían sido lances extensos y enconados, en los que miles de
astartes conducían a decenas de miles de soldados contra filas interminables de
megarácnidos. Loken se esforzaba por encontrar el lenguaje apropiado para
describirlo, y en ocasiones se daba cuenta de que tomaba, tontamente, morbosas
expresiones sacadas de Las crónicas de Ursh. El capitán contó a la joven las grandes
cosas que había presenciado, los momentos especiales. El modo en que Luc Sedirae
había conducido a su compañía contra una formación de megarácnidos de
veinticinco en fondo por cien de ancho, y la había hecho pedazos en menos de media
hora. Como Sacrus Carminus, capitán de la Tercera Compañía de los Ángeles
Sangrientos, había mantenido la posición contra una hueste zumbante de cladóceros
alados durante toda una larga y espantosa tarde. La manera en que Iacton Qruze, a
pesar de ser tan terco y tedioso, había roto la retaguardia de un ataque por sorpresa de
los megarácnidos y demostrado que todavía existía temple en él. Como Tybalt Marr el
Uno, había tomado las montañas bajas en dos días y conseguido elevarse por fin hasta
las filas de los seres extraordinarios. El modo en que los megarácnidos habían dado a
conocer más y más variaciones biológicas de pesadilla, que incluían cladóceros
enormes que avanzaban como si fueran máquinas de guerra acorazadas, y cómo los
titanes del Mechanicus, conducidos en la vanguardia por el Dies Irae de la Legio
Mortis, los aniquilaron y pisotearon las vainas ennegrecidas de sus alas. La forma en
que Saúl Tarvitz, peleando junto a Torgaddon en lugar de en la cohorte del arrogante
lord Eidolon, renovó el respeto que los Lobos Lunares sentían por los legionarios
Hijos del Emperador mediante varias gestas bélicas.
Tarvitz y Torgaddon habían alcanzado una gran camaradería durante la guerra y
mitigado el descontento entre las dos legiones. Loken había oído rumores de que
Eidolon se sintió inicialmente contrariado con la conducta de Tarvitz, hasta que
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reconoció cómo la simple hermandad y el esfuerzo redimían su equivocación.
Eidolon, si bien jamás lo admitiría, comprendía a la perfección que no disfrutaba del
favor del Señor de la Guerra, pero a medida que transcurría el tiempo, descubrió que
al menos se lo toleraba dentro de los límites de la tienda de combate del comandante,
y se le consultaba junto con el resto de oficiales.
Sanguinius también había allanado el camino. Sabía que su hermano Horus tenía
ganas de reprender a Fulgrim por la prepotencia que sus astartes habían mostrado
últimamente. Horus y Fulgrim eran buenos amigos, casi tanto como Sanguinius y el
Señor de la Guerra, y el señor de los ángeles se sentía consternado al ver una potencial
escisión en ciernes.
—No puedes permitirte disensiones —le había dicho Sanguinius—. Como Señor
de la Guerra, debes disfrutar del respeto unánime de los primarcas, del mismo modo
que lo tenía el Emperador. Por otra parte, Fulgrim y tú lleváis unidos como hermanos
demasiado tiempo para que iniciéis una disputa.
La conversación había tenido lugar durante un breve paréntesis en los combates,
en la sexta semana, cuando Raldoron y Sedirae conducían al ejército principal hacia el
oeste, al interior de una serie de valles y desfiladeros estrechos que discurrían a lo
largo de las estribaciones de un enorme talud de montañas. Los dos primarcas habían
permanecido durante un día en un campamento de mando unas leguas por detrás de
las tropas que avanzaban. Loken lo recordaba bien. Él y el resto de miembros del
Mournival estaban presentes en la tienda de guerra principal cuando Sanguinius sacó
a colación el tema.
—Yo no disputo —dijo Horus, mientras sus armeros retiraban su pesado equipo
de combate salpicado de barro y lavaban sus extremidades—. Los Hijos del
Emperador siempre han sido orgullosos, pero ese orgullo se está convirtiendo en
insolencia. Hermano o no, Fulgrim tiene que saber cuál es su lugar. Ya tengo
bastantes problemas con los malditos ataques de cólera de Angron y el condenado
mal genio de Perturabo. No toleraré la falta de respeto por parte de un aliado tan
cercano.
—¿Fue un error de Fulgrim, o de ese Eidolon? —preguntó Sanguinius.
—Fulgrim nombró a Eidolon comandante general. Apoya sus méritos, y
evidentemente confía en él y no le parece mal su actitud. Si Eidolon personifica el
carácter de la III Legión, entonces tengo que tomar medidas. No solo aquí. Necesito
saber si puedo confiar en la Legión de los Hijos del Emperador.
—¿Y por qué crees que no puedes?
Horus permaneció en silencio unos instantes mientras un asistente le lavaba el
rostro, luego escupió oblicuamente al interior de un cuenco que otro ayudante
sostenía junto a él.
—Porque están demasiado condenadamente orgullosos de sí mismos.
—¿No están todos los astartes orgullosos de su propia cohorte? —Sanguinius
tomó un sorbo de vino y a continuación echó una mirada al Mournival—. ¿No estás
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tú orgulloso, Ezekyle?
—Hasta el final de la creación, mi señor —respondió Abaddon.
—Si se me permite, señor —intervino Torgaddon—, existe una diferencia. Existe
un orgullo y lealtad naturales del hombre hacia su propia legión. Eso puede ser un
orgullo jactancioso y el motivo de rivalidad entre astartes. Pero los legionarios Hijos
del Emperador parecen especialmente altaneros, como si estuvieran por encima de la
gente como nosotros. No todos ellos, me apresuro a añadir.
Al escucharlo, Loken comprendió que Torgaddon se refería a Tarvitz y a los otros
amigos que había hecho en la unidad de Tarvitz.
—Es su forma de pensar —repuso Sanguinius, asintiendo—. Siempre ha sido así.
Buscan la perfección, ser tan buenos como puedan, imitar la perfección del mismo
Emperador. No es superioridad. Fulgrim me lo ha explicado en persona.
—Y Fulgrim puede que lo crea así —dijo Horus—, pero es como superioridad que
se manifiesta entre algunos de mis hombres. En el pasado existió respeto mutuo, pero
ahora se muestran despectivos y condescendientes. Me temo que es mi nuevo rango
lo que los contraría. No lo toleraré.
—No sienten celos de ti —repuso Sanguinius.
—Tal vez, pero se sienten agraviados por el papel que mi rango le confiere a mi
legión. A los Lobos Lunares siempre los han considerado unos bárbaros. El sílex de
Cthonia está en sus corazones y el tizne de su mugre en sus pieles. La Legión de los
Hijos considera a los Lobos Lunares como iguales solo debido al expediente militar en
combate de mi legión. Los Lobos no lucen grandes galas ni muestras modales
elegantes. Somos jubilosamente rudos allí donde ellos se muestran regios.
—Entonces quizá sea hora de plantearse hacer lo que el Emperador sugirió —dijo
Sanguinius.
Horus negó categóricamente con la cabeza.
—Lo rechacé en Ullanor, a pesar de ser un honor. No volveré a considerarlo.
—Las cosas cambian. Eres Señor de la Guerra, ahora. Todas las legiones astartes
tienen que reconocer la preeminencia de la XVI Legión. Tal vez algunos necesiten que
se lo recuerden.
Horus lanzó un bufido.
—No veo a Russ intentando adecentar a su horda de berserkers y darles una
imagen nueva para obtener respeto.
—Leman Russ no es Señor de la Guerra —indicó Sanguinius—. Tu título cambió,
hermano, siguiendo órdenes del Emperador, de modo que el resto de nosotros no
tuviéramos ninguna duda sobre el poder que ostentas y la confianza que el
Emperador depositó en ti. Quizá lo mismo deba sucederle a tu legión.
Más tarde, mientras marchaban penosamente a través de la llovizna, siguiendo a
los pesados titanes por las marismas rojas y las extensiones de agua superficial, Loken
preguntó a Abaddon qué había querido decir el señor de los ángeles.
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—En Ullanor —respondió el primer capitán—, el amado Emperador aconsejó a
nuestro comandante que rebautizara la XVI Legión, para que no existiera la menor
duda sobre el poder de nuestra autoridad.
—¿Qué nombre deseaba que tomáramos? —inquirió Loken.
—Los Hijos de Horus —respondió Abaddon.
El sexto mes de la campaña tocaba a su fin cuando llegaron los desconocidos.
Por espacio de varios días, los navíos de la expedición en órbita empezaron a
detectar señales curiosas y desplazamientos etéreos que sugerían la actividad de
astronaves a poca distancia, y se efectuaron varios intentos de localizar el origen.
Advertido de la situación, el Señor de la Guerra supuso que otros refuerzos estaban a
punto de llegar, puede incluso que unidades adicionales de la Legión de los Hijos del
Emperador. Naves de exploración en misión de patrulla, enviadas por el maestre
Comnenus, y cruceros que actuaban como piquetes de vigilancia, no consiguieron
encontrar ningún rastro concreto de navío alguno, si bien muchos informaron sobre
lecturas espectrales, como si se tratara de la precursora elevación de pantallas que
anunciaba una traslación inminente. La flota expedicionaria levó anclas y se apostó en
una posición de combate previamente establecida, con la Espíritu Vengativo y la
Corazón Orgulloso en vanguardia, y la Misericordia y la Lágrima Roja, la nave insignia
de Sanguinius, en el flanco trasero.
Cuando los desconocidos aparecieron por fin, lo hicieron a gran velocidad y muy
seguros de sí mismos, acelerando desde un punto de traslación situado en los límites
del sistema: tres enormes naves insignia de combate, con un diseño de construcción y
sistema de propulsión que no aparecían en los archivos del Imperio.
A medida que se acercaban, empezaron a transmitir lo que parecían ser señales de
desafío. La naturaleza de tales señales resultaba extraordinariamente parecida a la
señal repetitiva procedente de las balizas de las estaciones, intraducible y, según el
Señor de la Guerra, afín a la música.
Las naves eran grandes, y una transmisión visual mostró que eran relucientes, de
líneas elegantes y de un blanco plateado, con la forma de cetros reales, con proas
gruesas, cascos largos y delgados y las secciones de propulsión desplegadas
lateralmente. La más grande de ellas medía el doble de la longitud de la quilla de la
Espíritu Vengativo.
Se dio la alerta general por toda la flota, se alzaron los escudos y se descubrieron
las armas. El Señor de la Guerra efectuó preparativos inmediatos para abandonar la
superficie y regresar a su nave insignia. Los enfrentamientos con los megarácnidos se
interrumpieron apresuradamente y se hizo regresar a las fuerzas de tierra como un
solo ejército. Horus ordenó a Comnenus que lanzara un saludo, y no disparara a
menos que le dispararan antes. Parecían existir muchas probabilidades de que
aquellos navíos pertenecieran a los megarácnidos y vinieran de otros mundos en
apoyo de los nidos de Muerte.
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Las naves no respondieron directamente a los saludos, pero siguieron
transmitiendo sus propias señales curiosas. Se aproximaron lentamente, y se
detuvieron a distancia de tiro de la formación expedicionaria.
Entonces hablaron. No con una voz, sino con un coro de voces que pronunciaban
las mismas palabras, recubiertas con más de las curiosas transmisiones musicales. El
mensaje lo recibió con total claridad el sistema de comunicaciones imperial, y
también los astrotelépatas, expresado con tal fuerza y autoridad, que Ing Mae Sing y
sus adeptos hicieron una mueca de dolor.
Hablaron en el idioma de la humanidad, y dijeron:
—¿Es que no visteis las advertencias que dejamos? ¿Qué habéis hecho aquí?
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Tercera Parte
El espantoso Sagitarium
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Uno
No cometas ningún error
Primos muy lejanos
Otros modos
Como una secuela inesperada a la guerra en Muerte, se convirtieron en invitados de
los interexianos, y ya desde el principio de su estancia se empezaron a oír voces que
pedían una guerra.
La de Eidolon fue una de ellas, y muy ruidosa además, pero había caído en
desgracia y sus peticiones se podían desestimar sin problemas. La de Maloghurst fue
otra, y también se oyeron las de Sedirae y Targost, y las de Goshen y Raldoron, de los
Ángeles Sangrientos. A aquellos hombres no se les podía desoír sin más.
Sanguinius guardó silencio, a la espera de la decisión del Señor de la Guerra, pues
comprendía que Horus necesitaba el apoyo inequívoco de su hermano primarca.
El razonamiento, que Maloghurst resumía mejor que nadie, era el siguiente: el
pueblo interexiano es de nuestra sangre y descendemos de un ancestro común, de
modo que son parientes perdidos. Pero ellos difieren de nosotros en aspectos
fundamentales, y estos son tan profundos, tan ineludibles, que son motivo para una
guerra legítima. Contradicen rotundamente los principios esenciales de la cultura del
Imperio tal y como la expresó el Emperador, y tales contradicciones no se pueden
tolerar.
Por el momento, Horus las toleraba muy bien, y Loken podía comprender el
motivo. Resultaba fácil admirar a los guerreros interexianos; eran refinados y nobles,
y una vez que quedó aclarado el malentendido, dejaron totalmente de lado cualquier
muestra de hostilidad.
Fue necesario un extraño incidente para que Loken averiguara lo que se ocultaba
tras el parecer del Señor de la Guerra. Sucedió durante el viaje, el viaje de nueve
semanas desde Muerte al mundo que era el puesto avanzado interexiano más
próximo, con la mezcolanza de naves de la expedición y sus comitivas siguiendo la
estela de los elegantes navíos de la flotilla interexiana.
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El Mournival había ido a las estancias privadas de Horus, y había estallado una
agria disputa. A Abaddon lo habían influenciado los argumentos a favor de la guerra,
pues tanto Maloghurst como Sedirae se habían dedicado a susurrarle al oído, y el
primer capitán estaba lo bastante convencido como para enfrentarse al Señor de la
Guerra y no echarse atrás. El tono de las voces se había elevado, y Loken contempló
con creciente asombro cómo Abaddon y el Señor de la Guerra se gritaban
mutuamente. Loken había visto a Abaddon enfurecido en otras ocasiones, en el ardor
del combate, pero nunca había visto al comandante de tan malhumor. La furia de
Horus lo sobresaltó un poco, casi lo asustó.
Como siempre, Torgaddon intentaba diluir el enfrentamiento usando la
frivolidad. Loken se dio cuenta de que incluso Tarik se sentía consternado ante la
cólera que había salido a relucir.
—¡No tiene elección! —tronó Abaddon—. ¡Ya hemos visto suficiente para saber
que sus costumbres son opuestas a las nuestras! Debe…
—¿Debo? —rugió Horus—. ¿Yo debo? ¡Perteneces al Mournival, Abaddon!
¡Recomendáis y aconsejáis, y ese es vuestro puesto! ¡No te imagines que me puedes
decir lo que debo hacer!
—¡No tengo que hacerlo! ¡No hay elección, y sabe lo que se debe hacer!
—¡Fuera!
—¡Lo sabe en su corazón!
—¡Fuera! —gritó Horus, y arrojó a un lado la copa en la que bebía con tanta
fuerza que se hizo pedazos en la cubierta de acero. Contempló iracundo a Abaddon,
apretando los dientes—. ¡Fuera, Ezekyle, antes de que busque otro primer capitán!
Abaddon le devolvió la misma mirada iracunda durante un instante, escupió en el
suelo y salió hecho una furia de la sala. Los demás se quedaron allí, en anonadado
silencio.
Horus se volvió, con la cabeza inclinada.
—¿Torgaddon? —llamó en voz baja.
—¿Sí, señor?
—Ve tras él, por favor. Cálmalo. Dile que si implora mi perdón dentro de una
hora o dos, podría ablandarme lo suficiente para escucharlo, pero que será mejor que
esté de rodillas cuando lo haga, y que su voz no se eleve por encima de un susurro.
Torgaddon inclinó la cabeza y abandonó la estancia al momento. Loken y
Aximand intercambiaron una mirada, realizaron un torpe saludo y giraron para
seguir a su compañero al exterior.
—Vosotros dos quedaos —gruñó Horus.
Ambos se detuvieron en seco. Cuando se volvieron, vieron que el Señor de la
Guerra meneaba la cabeza y se pasaba una mano por la boca. Una especie de sonrisa
aparecía en sus bien separados ojos.
—¡Por el Trono, hijos míos! ¿Cómo arde en nosotros en ocasiones el núcleo
fundido de Cthonia?
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Se sentó en uno de los largos y acolchados divanes, y les hizo una seña para que se
acercaran con un despreocupado movimiento de muñeca.
—Duro como la roca es Cthonia, ardiente como el infierno en su corazón.
Volcánico. Todos hemos conocido el calor de las profundas minas. Todos sabemos
cómo la lava sale a chorros a veces, sin avisar. Está dentro de todos nosotros, y nos ha
forjado a todos. Duro como una piedra con un corazón ardiente. Sentaos, sentaos.
Tomad vino. Perdonad que perdiera los estribos. Quiero teneros cerca. Medio
Mournival es mejor que nada.
Se sentaron en el diván situado frente a él. Horus cogió una nueva copa y se sirvió
vino de una jarra de plata.
—El prudente y el callado —dijo.
Loken no estaba seguro de cuál de los dos creía el Señor de la Guerra que él era.
—Aconsejadme, entonces. Vosotros dos estuvisteis excesivamente silenciosos
durante esa discusión.
Aximand carraspeó.
—Ezekyle tenía… su razón —empezó, y se quedó rígido al ver que el Señor de la
Guerra enarcaba las cejas.
—Sigue, Pequeño Horus.
—Nosotros… Es decir…, nosotros llevamos a cabo esta cruzada de acuerdo con
ciertas doctrinas. Durante dos siglos, es lo que hemos hecho. Leyes de vida, leyes
sobre las que está fundado el Imperio. No son arbitrarias. Nos fueron dadas, para que
las defendiéramos, por el mismo Emperador.
—Amado por todos —dijo Horus.
—Las doctrinas del Emperador nos han guiado desde el principio. Nunca las
hemos desobedecido. —Aximand hizo una pausa, y luego añadió—: Nunca antes.
—¿Crees que esto es desobediencia, Pequeño Horus? —preguntó Horus, y
Aximand se encogió de hombros—. ¿Qué piensas tú, Garviel? —inquirió a
continuación—. ¿Estás de acuerdo con Aximand en esto?
Loken devolvió la mirada al interior de los ojos del Señor de la Guerra.
—Sé por qué deberíamos hacer la guerra a los interexianos, señor —respondió—.
Lo que me interesa es por qué cree usted que no deberíamos.
—Por fin alguien que piensa —dijo Horus sonriendo.
Se puso en pie y, sosteniendo con cuidado su copa, fue hasta la pared derecha de
la sala, que tenía una sección suntuosamente decorada con un mural. La pintura
mostraba al Emperador, ascendiendo por encima de todos ellos, atrapando las
constelaciones en rotación en su mano extendida.
—Las estrellas —dijo Horus—. ¿Lo veis, ahí? ¿Cómo las recoge? Los zodíacos se
arremolinan en su mano igual que luciérnagas. Las estrellas son el derecho de
nacimiento del hombre. Eso es lo que me contó. Esa fue una de las primeras cosas que
me contó cuando nos conocimos. Yo era como un niño entonces, sacado de la nada.
Me colocó junto a él y señaló el firmamento. Esos puntos de luz, dijo, son lo que
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hemos esperado dominar durante generaciones. Imagina, Horus, cada uno una
cultura humana, cada uno un reino de belleza y esplendor, libre de conflictos, libre de
guerras, libre del derramamiento de sangre y la opresión tiránica de caciques
extraterrestres. No cometas ningún error, dijo, y serán nuestros.
Horus pasó despacio los dedos sobre la espiral de estrellas pintadas hasta que llegó
a la imagen de la mano del Emperador. Apartó los dedos y volvió a mirar a Aximand
y a Loken.
—Como huérfano, en Cthonia, raramente veía las estrellas. El cielo estaba casi
siempre cubierto por el humo de fundición y las cenizas, pero vosotros lo recordáis,
claro.
—Sí —dijo Loken, y Pequeño Horus asintió.
—En aquellas escasas noches en que las estrellas eran visibles, me maravillaba ante
su existencia. Me preguntaba qué eran y qué significaban. Pequeñas y misteriosas
chispas de luz, debían tener algún propósito para estar allí. Me hice tales preguntas
cada día de mi vida hasta que llegó el Emperador. No me sorprendí cuando me dijo lo
importantes que eran. Os diré algo —siguió Horus, mientras regresaba junto a ellos y
se volvía a sentar—. La primera cosa que me dio mi padre fue un libro de texto de
astrología. Era una cosa sencilla, un manual para un niño. Lo tengo aquí, en alguna
parte. Advirtió el modo en que me maravillaban las estrellas, y quiso que aprendiera y
comprendiera.
Hizo una pausa. Loken siempre se sentía cautivado cuando Horus empezaba a
referirse al Emperador como «padre». Había sucedido unas cuantas veces desde que el
capitán formaba parte del círculo íntimo, y en cada ocasión había dado pie a
revelaciones indiscretas.
—Había cartas astrales en él. En el libro las aprendí todas. —Horus tomó un sorbo
de vino y sonrió al recordar—. En una tarde. No únicamente los nombres, sino las
formas, las asociaciones, la estructura. Todos los signos. Al día siguiente, mi padre se
rio de mi hambre de conocimientos. Me explicó que los signos del zodíaco eran
modelos antiguos y poco fidedignos, ahora que las flotas de exploración habían
iniciado el cartografiado detallado del cosmos. Me contó que los veinte signos de los
cielos se verían correspondidos un día por veinte hijos como yo. Cada hijo adoptaría
el carácter y el concepto de un grupo zodiacal concreto. Me preguntó cuál me gustaba
más.
—¿Qué contestó? —preguntó Loken.
Horus se recostó en su asiento y lanzó una risita divertida.
—Le dije que me gustaban todas los dibujos que formaban. Le dije que me
alegraba de tener finalmente nombres para los destellos de luz del cielo. Le dije que
me gustaba Leos, naturalmente, por su majestuosa furia, y Skorpos, por su armadura
y espada guerrera. Comenté que Taurómaco atraía a mi sentido de la obstinación y
Arbitos a mi sentido de la justicia y el equilibrio. —El Señor de la Guerra sacudió
tristemente la cabeza—. Mi padre dijo que admiraba mis elecciones, pero que le
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sorprendía que no hubiera elegido otro en particular. Volvió a mostrarme el jinete
con el arco, el guerrero galopante. «El espantoso Sagitarium», dijo. «El más belicoso
de todos. Fuerte, implacable, desenfrenado, veloz y seguro de su puntería. En la
Antigüedad», me contó, «este era el signo más importante de todos. El centauro, el
hombre-caballo, el guerrero-cazador, había sido amado en la Antigüedad. En
Anatolia, en su propia infancia, el centauro había sido un símbolo venerado. Un jinete
sobre un caballo», eso dijo, «armado con un arco». El instrumento militar más
potente de su tiempo, que conquistaba todo lo que se ponía ante él. Con el paso del
tiempo, el mito había fusionado jinete y corcel en una única figura. La síntesis
perfecta del hombre y la máquina de guerra. «Eso es lo que debes aprender a ser», me
dijo. «Eso es lo que debes llegar a dominar. Un día debes mandar mis ejércitos, mis
instrumentos de guerra, como si fueran una extensión de tu persona. Hombre y
caballo, como una sola cosa, galopando por los cielos, sin rendirse a ningún
adversario». En Ullanor me entregó esto.
Dejó su copa, y se inclinó hacia adelante para mostrar el desgastado anillo de oro
que llevaba en el meñique de la mano izquierda. Estaba tan erosionado por el tiempo
que la imagen era borrosa; pero a Loken le pareció distinguir cascos, el brazo de un
hombre, un arco tensado.
—Lo hicieron en Persia, el año anterior al nacimiento del Emperador. El
espantoso Sagitarium. Este eres tú ahora, me dijo. Mi Señor de la Guerra, mi
centauro. Medio hombre, medio ejército, insertado en las legiones del Imperio.
Cuando tú gires, las legiones girarán. A donde tú vayas, ellas irán. Donde tú ataques,
ellas atacarán. Sigue cabalgando sin mí, hijo, y los ejércitos cabalgarán contigo.
Se produjo un largo silencio.
—Así que ya veis —dijo Horus, sonriendo—, me siento predispuesto a que me
guste el espantoso Sagitarium, ahora que lo he conocido, cara a cara.
Su sonrisa era contagiosa. Tanto Loken como Aximand asintieron y rieron.
—Ahora cuéntales la auténtica razón —dijo una voz.
Se dieron la vuelta. Sanguinius estaba de pie bajo una arcada en el otro extremo de
la habitación, tras un velo de seda blanca. Había estado escuchando. El señor de los
ángeles apartó a un lado la cortina de seda y entró en la sala con las crestas de las alas
rozando la brillante tela. Se cubría con una simple túnica blanca, sujeta a la cintura
mediante un cinturón de eslabones de oro, y comía fruta de un cuenco.
Loken y Aximand se pusieron en pie rápidamente.
—Sentaos —dijo Sanguinius—. Mi hermano tiene ganas de abrir su corazón, de
modo que será mejor que oigáis la verdad.
—No creo… —empezó Horus.
Sanguinius sacó una de las pequeñas frutas rojas de su cuenco y se la arrojó a
Horus.
—Cuéntales el resto —indicó con una risita burlona.
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Horus atrapó la fruta, la contempló y luego la mordió. Se limpió el jugo de la
barbilla con el dorso de la mano y miró a Loken y a Aximand.
—¿Recordáis el inicio de mi historia? —preguntó—. ¿Lo que el Emperador me
dijo sobre las estrellas? «No cometas ningún error, y serán nuestras».
Dio otros dos mordiscos, arrojó el hueso lejos y engulló la pulpa antes de
proseguir.
—Sanguinius, mi querido hermano, tiene razón, pues Sanguinius ha sido siempre
mi conciencia.
El aludido se encogió de hombros, un gesto curioso en un gigante provisto de alas.
—«No cometas ningún error» —siguió Horus—. Esas cuatro palabras.
—No cometas ningún error. Soy Señor de la Guerra por decreto del Emperador.
No puedo fallarle. No puedo cometer errores.
—¿Señor? —aventuró Aximand.
—Desde Ullanor, Pequeño, he cometido dos. O he sido partícipe en dos, y eso es
suficiente, ya que la responsabilidad por todos los errores de la expedición recae sobre
mí en el recuento final.
—¿Qué errores? —preguntó Loken.
—Errores. Malentendidos. —Horus se pasó la mano por la frente—. 63-19.
Nuestro primer objetivo. El primero para mí como Señor de la Guerra. ¿Cuánta
sangre se derramó allí por un malentendido? Interpretamos mal las señales y pagamos
el precio. Pobre y querido Sejanus. Todavía lo echo de menos. Toda esa guerra,
incluso aquella pesadilla allí en lo alto de las montañas que tuviste que soportar,
Garviel…, un error. Podría haberlo manejado de otro modo. Se podría haber
obtenido el acatamiento de 63-19 sin ningún derramamiento de sangre.
—No, señor —declaró Loken, categórico—. Tenían demasiado arraigadas sus
costumbres, y sus costumbres eran totalmente contrarias a las nuestras. No
podríamos haber conseguido su acatamiento sin una guerra.
—Te agradezco tu amabilidad, Loken —dijo Horus, negando con la cabeza—,
pero te equivocas. Existen modos. Deberían haber existido modos. Tendría que haber
podido influenciar a aquella civilización sin que se disparara un solo tiro. El
Emperador lo habría hecho así.
—No creo que lo hubiera hecho —dijo Aximand.
—Luego tenemos Muerte —continuó Horus, sin hacer caso del comentario de
Pequeño Horus—. O el País de las Arañas, según los interexianos. ¿Me podéis volver a
decir cómo pronuncian ellos el nombre?
—Urisarach —dijo Sanguinius, servicial—. Aunque creo que la palabra solo
funciona con el acompañamiento armónico apropiado.
—País de las Arañas servirá, entonces —repuso Horus—. ¿Cuánto malgastamos
allí? ¿Cuántos malentendidos hubo? Los interexianos nos dejaron advertencias para
que nos mantuviéramos alejados, y no les hicimos caso. Un mundo en cuarentena, un
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asilo para las criaturas a las que habían vencido en una guerra, y nos metimos allí de
cabeza.
—No podíamos saberlo —dijo Sanguinius.
—¡Deberíamos haberlo sabido! —respondió Horus en tono cortante.
—En eso reside la diferencia entre nuestra filosofía y la interexiana —indicó
Aximand—. Nosotros no podemos tolerar la existencia de una raza alienígena
perniciosa. Ellos la someten, pero se abstienen de aniquilarla y, en su lugar, le
impiden que pueda viajar por el espacio y la exilan en un mundo prisión.
—Nosotros aniquilamos —dijo Horus—. Ellos encuentran un modo de evitar
medidas tan drásticas. ¿Quién de nosotros es más humano?
—Me pongo de parte de Ezekyle en esto —declaró Aximand, levantándose—. La
tolerancia es debilidad. Los interexianos son admirables, pero son indulgentes y
generosos en sus tratos con razas xenos que no merecen cuartel.
—Les han hecho rendir cuentas, y aprendieron a vivir en armonía —dijo Horus—.
Han educado a los kinebrachs para…
—¡Y ese es el mejor ejemplo que puedo ofrecer! —respondió Aximand—. Los
kinebrachs. Los abrazan como parte de su cultura.
—No tomaré otra decisión precipitada o prematura —manifestó Horus con
rotundidad—. He tomado demasiadas, y mi puesto como Señor de la Guerra se ve
amenazado por mis errores. Comprenderé a los interexianos, aprenderé de ellos y
parlamentaré con ellos, y solo entonces decidiré si se han apartado demasiado. Son
una gente magnífica. A lo mejor podemos aprender de ellos para variar.
Costaba acostumbrarse a la música. A veces era majestuosa y sonora, en especial
cuando los intérpretes meturge empezaban a tocar, y en otras ocasiones no era más
que un apagado susurro, como un zumbido, como una infección en el oído medio,
pero casi nunca desaparecía. Los interexianos la llamaban «el aria», y era una parte
fundamental de su comunicación. Todavía utilizaban el lenguaje —a decir verdad, su
idioma hablado era un dialecto humano evolucionado más parecido en su forma al
lenguaje primitivo de Terra que el cthónico—, pero hacía tiempo que habían
concebido el aria como un acompañamiento e intensificación del habla, y como un
modo de traducción.
Escrutada por los iteradores durante el viaje, el aria resultó difícil de definir. En lo
esencial, era una forma de matemáticas superiores, una constante universal que
trascendía las barreras lingüísticas, pero las estructuras matemáticas se expresaban
mediante modos armónicos y melódicos específicos que, para el oído inexperto,
sonaban como música. Filamentos de compleja melodía resonaban en el trasfondo de
todas las transmisiones vocales interexianas, y cuando uno de su especie hablaba cara
a cara, era la costumbre hacer que uno o más de los intérpretes meturge acompañara
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sus palabras con sus instrumentos. Aquellos seres eran los traductores y los
mensajeros.
Altos, como todos los interexianos, llevaban abrigos largos de brillante fibra
verde, adornados con cordoncillo dorado. La piel de las orejas estaba dilatada y
estirada en todas direcciones, mediante mejoras genéticas y quirúrgicas, como las
orejas de murciélagos u otras aves nocturnas. La tecnología de comunicación, el
equivalente al sistema de comunicaciones del Imperio, estaba entrelazada alrededor
de los cuellos altos de sus abrigos, y cada uno de ellos llevaba un instrumento sujeto
sobre el pecho, un aparato con amplificadores y tubos en espiral, y numerosas teclas
digitales sobre las que descansaban constantemente los dedos ágiles del intérprete
meturge. Una boquilla en forma de cuello de cisne se alzaba de la parte superior de
cada instrumento para permitir al instrumentista soplar, tararear o vocalizar en el
interior del aparato.
La primera reunión entre los interexianos y el Imperio había sido formal y
cautelosa. A bordo de la Espíritu Vengativo subieron mensajeros, escoltados por
intérpretes meturge y soldados. Los enviados eran uniformemente apuestos y
delgados, con ojos penetrantes. Llevaban los cabellos cortos, y complicados
dermatoglifos —Loken sospechaba que eran tatuajes permanentes— decoraban bien
el lado derecho o bien el izquierdo de sus rostros. Vestían túnicas que les llegaban
hasta las rodillas confeccionadas en una suave tela azul pálido, bajo las que llevaban
prendas ajustadas tejidas con la misma fibra reluciente de la que estaban compuestos
los abrigos de los intérpretes meturge.
Los soldados eran impresionantes. Cincuenta de ellos, encabezados por oficiales,
habían descendido de su lanzadera. Más altos que los mensajeros, iban ataviados de la
cabeza a los pies con una armadura de metal de bruñidos colores plata y verde
esmeralda con llamativos galones escarlatas. La armadura tenía un diseño casi
delicado, y envolvía ajustadamente sus cuerpos; no era en absoluto tan maciza o
gruesa como el blindaje de los astartes. Los soldados —que podían ser lanceros gleves
o sagitares, averiguó Loken— eran casi tan altos como los astartes, pero de
complexión mucho más delgada y con la armadura más ajustada al cuerpo, parecían
menudos comparados con los gigantes imperiales. Abaddon, en su primer encuentro,
masculló que dudaba que su armadura de fantasía fuera capaz de soportar ni una
bofetada.
Las armas que llevaban provocaron más comentarios. La mayoría de soldados
llevaban espadas envainadas sujetas a la espalda; algunos, los gleves, sostenían lanzas
de metal de cuchillas largas con contrapesos en forma de gruesas bolas en las bases.
Los otros, los sagitares, empuñaban arcos de doble curva forjados de un metal oscuro;
aquellos soldados llevaban haces de dardos sin estabilizadores sujetos al muslo
derecho.
—¿Arcos? —susurró Torgaddon—. ¿De veras? ¿Nos dejan atónitos con el poder y
envergadura de sus navíos, para luego subir a bordo llevando arcos?
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—Probablemente son ceremoniales —murmuró Aximand.
Los oficiales llevaban semidiscos dentados colocados horizontalmente sobre la
parte superior de los cascos. Los visores de los ajustados yelmos eran todos parecidos:
el metal moldeado siguiendo las líneas de la frente, pómulos y nariz, con sencillas
rendijas ovales que brillaban azules desde el interior. La zona de la boca y la barbilla
de cada visor estaba construida como una mandíbula protuberante y belicosa, y
contenía un módulo de comunicación.
Detrás de los esbeltos soldados, como otra escolta adicional, llegaron figuras más
toscas. Más bajos, y mucho más fornidos, aquellos hombres llevaban armaduras
similares, aunque de colores marrón y dorado. Loken supuso que se trataba de
soldados de asalto, con los cuerpos modificados genéticamente para tener masa y
músculo, diseñados para el combate cuerpo a cuerpo, pero no llevaban armas. Eran
veinte, y flanqueaban a cinco criaturas robóticas, esbeltos cuadrúpedos plateados de
complicado y elegante diseño, construidos para parecerse a los mejores caballos que
producía Terra, con la excepción de que carecían de cabeza y cuello.
—Artificiales —susurró Horus en un aparte a Maloghurst—. Asegúrate de que el
maestre Regulus observa esto a través de las imágenes que transmiten los pictógrafos.
Querré sus notas más tarde.
Habían despejado por completo una de las cubiertas de embarque de la nave
insignia para el encuentro solemne, colgado estandartes imperiales a lo largo de la
bóveda y congregado a toda la Primera Compañía, ataviada con la armadura
completa, como guardia de honor. Los astartes formaban dos bloques firmes de
figuras blancas, rígidas e inmóviles, con las filas delanteras compuestas por una
reluciente línea negra de exterminadores justaerin. Horus estaba de pie en el pasillo
abierto entre las dos formaciones, acompañado por el Mournival, Maloghurst y otros
oficiales superiores como Ing Mae Sing. El Señor de la Guerra y sus lugartenientes
llevaban armadura y capa, aunque Horus mostraba la cabeza descubierta.
Contemplaron cómo la pesada lanzadera interexiana avanzaba lentamente por la
pista iluminada de la cubierta y se detenía sobre bruñidos patines. A continuación se
abrieron compuertas rampa en la proa, el metal blanco desplegándose como
gigantescos origamis, y los mensajeros y sus escoltas desembarcaron. En total, con los
soldados y los intérpretes meturge, eran más de un centenar. Se detuvieron, con los
mensajeros formando una línea al frente y la escolta dispuesta detrás en una simetría
perfecta. Cuarenta y ocho horas de intensa comunicación entre naves había precedido
aquel momento. Cuarenta y ocho horas de una diplomacia exquisita.
Horus hizo una señal con la cabeza, y los hombres de la Primera Compañía se
llevaron las armas al pecho e inclinaron la cabeza en un movimiento sonoro y
unificado. Horus en persona se adelantó y avanzó solo por el pasillo, la capa
ondulando a su espalda.
Fue a colocarse cara a cara con lo que parecía ser el mensajero principal, realizó el
signo del áquila e inclinó la cabeza.
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—Os doy la bienvenida en… —empezó.
En cuanto inició su parlamento, los intérpretes meturge empezaron a hacer sonar
sus instrumentos con suavidad. Horus se detuvo.
—Es la traducción —dijo el mensajero, y sus propias palabras fueron
acompañadas por la música meturge.
—Es desconcertante —repuso Horus, sonriendo.
—Por una cuestión de claridad y comprensión —explicó el enviado.
—Parece que nos comprendemos mutuamente muy bien —sonrió Horus.
Su interlocutor asintió con un breve gesto.
—En ese caso les diré que paren —ofreció.
—No —dijo Horus—; seamos naturales. Si esta es su costumbre.
Una vez más, el enviado asintió. El diálogo continuó, envuelto por la curiosa
interpretación melódica.
—Os doy la bienvenida de parte del Emperador de la Humanidad, amado por
todos, y en nombre del Imperio de Terra.
—En nombre de la sociedad interexiana, acepto vuestra bienvenida y la
correspondo.
—Gracias —dijo Horus.
—Sobre lo primero —indicó el mensajero—. ¿Vienen de Terra?
—Sí.
—¿De la vieja Terra, que también se llamó Tierra?
—Sí.
—¿Se puede verificar?
—Por supuesto —dijo Horus, sonriente—. ¿Conocen la existencia de Terra?
Una expresión curiosa, como una punzada de dolor, cruzó por el rostro del
enviado, que echó una veloz mirada a sus colegas.
—Provenimos de Terra. Ancestralmente. Genéticamente. Fue nuestro mundo de
origen, hace una eternidad. Si realmente proceden de Terra, entonces esta es una
ocasión memorable. Por primera vez en miles de años, los interexianos han
establecido contacto con sus primos perdidos.
—Es nuestro propósito al viajar a las estrellas —respondió Horus—, encontrar a
todas las familias perdidas del hombre, abandonadas hace tanto tiempo.
El enviado inclinó la cabeza.
—Soy Diath Shehn, abrocarius.
—Yo soy Horus, Señor de la Guerra.
La música de los meturge realizó un leve pero perceptible sonido discordante al
expresar «Señor de la Guerra». Shehn frunció el entrecejo.
—¿Señor de la guerra? —repitió.
—El rango que me concedió personalmente el Emperador de la Humanidad, para
que pueda actuar como su lugarteniente con más autoridad.
—Es un título enérgico. Belicoso. ¿Es su flota una iniciativa militar?
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—Tiene un componente militar. El espacio es demasiado peligroso para que
vaguemos por él desarmados. Pero a juzgar por el aspecto de sus magníficos soldados,
abrocarius, también lo es la suya.
Shehn frunció los labios.
—Atacaron Urisarach de un modo muy agresivo y vehemente, y pasando por alto
las balizas de advertencia que habíamos colocado en el sistema. Parece que su
componente militar es considerable.
—Discutiremos eso en detalle más adelante, abrocarius. Si es necesario ofrecer
una disculpa, la escuchará directamente de mí. Primero, deje que le dé la bienvenida
en paz.
Horus se dio la vuelta e hizo una señal. Toda la compañía de astartes y los oficiales
con sus armaduras bajaron las armas y se quitaron los cascos. Rostros humanos, una
fila tras otra. Franqueza, no hostilidad.
Shehn y los otros enviados inclinaron la cabeza e hicieron su propia señal, una
señal apoyada por una secuencia musical. Los guerreros interexianos se quitaron los
visores, revelando rostros elegantes de mirada penetrante.
Excepto las figuras achaparradas, tropas de asalto con armaduras marrones y
doradas, que cuando se quitaron los cascos mostraron rostros que no eran en
absoluto humanos.
Los llamaban «los kinebrachs». Una especie avanzada y desarrollada, que había
sido una cultura interestelar durante más de quince mil años y ya habían fundado una
poderosa civilización pluriplanetaria en aquella región del espacio antes de que Terra
entrara en la Primera Era de la Tecnología, una era en la que la humanidad se
limitaba a avanzar a tientas más allá del Sistema Solar en vehículos que viajaban por
debajo de la velocidad de la luz.
Cuando los interexianos tropezaron con ellos, su cultura envejecía y se extinguía.
Tras un contacto inicial, tuvo lugar una guerra territorial que duró un siglo. A pesar
de la tecnología superior de los kinebrachs, los humanos interexianos salieron
victoriosos, pero la victoria no aniquiló a los alienígenas. Se logró un acercamiento,
gracias en parte a la buena disposición por parte de los interexianos a desarrollar el
aria para facilitar un nivel más profundo de comunicación entre especies. Enfrentados
a opciones que incluían más enfrentamientos bélicos y el exilio, los kinebrachs
eligieron convertirse en ciudadanos pupilos del estado interexiano que no dejaba de
expandirse. Les resultaba muy conveniente colocar su destino cansado y decaído en
manos de los humanos, vigorosos y progresistas. Vinculados culturalmente como
socios comanditarios en la sociedad, los kinebrachs compartieron sus avances
tecnológicos mediante un sistema de intercambio. Los humanos interexianos llevaban
tres mil años coexistiendo sin problemas con aquella raza.
—El conflicto con los kinebrachs fue nuestra primera guerra alienígena de
importancia —explicó Diath Shehn.
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Shehn estaba sentado junto con los otros enviados en la sala de audiencias del
Señor de la Guerra. El Mournival estaba presente, e intérpretes meturge flanqueaban
las paredes, acompañando con delicadeza las conversaciones.
—Nos enseñó mucho. Nos enseñó sobre nuestro lugar en el cosmos, y ciertos
valores de compasión, comprensión y empatía. El aria se desarrolló como una
consecuencia directa de ello, como una herramienta para ser utilizada en relaciones
posteriores con grupos no humanos. La guerra nos hizo comprender que nuestra
misma humanidad, o al menos nuestra aguda dependencia de los rasgos humanos,
como la lengua, era un obstáculo para establecer relaciones maduras con otras
especies.
—Por muy sofisticados que sean los medios, abrocarius —dijo Abaddon—, a
veces la comunicación no es suficiente. Según nuestra experiencia, la mayoría de tipos
xenos son testarudamente hostiles, y la comunicación y la negociación no son una
opción.
El primer capitán, como muchos de los presentes, se sentía incómodo. Se había
permitido a todo el grupo interexiano la entrada en la sala de audiencias, y los
kinebrachs asistían desde el otro extremo de la habitación. Abaddon no dejaba de
dirigirles miradas de soslayo. Eran corpulentas criaturas simiescas con ojos tan
estrambóticamente hundidos bajo enormes cejas protuberantes que no eran más que
destellos en las sombras. La carne era un color negro azulado y estaba profundamente
arrugada, con flecos de cabellos rojizos, tan finos que eran casi como pelusilla,
rodeando las bases de sus cráneos gruesos y angulosos. Boca y nariz eran un único
órgano, una escisión en tres pliegues en el extremo de los romos hocicos, capaz de
doblarse hacia atrás, húmeda y rosada, para olfatear, o abrirse lateralmente para
mostrar un peine de dientes pequeños y afilados como los de un delfín. Desprendían
un olor particular, un característico olor a tierra que no era exactamente
desagradable, excepto que era total y completamente no humano.
—Esto lo hemos encontrado nosotros —coincidió Shehn—, aunque parece que
con menos frecuencia que ustedes. En ocasiones hemos topado con una especie que
no desea relacionarse con nosotros, que se acerca con intenciones depredadoras o
invasoras. A veces el conflicto armado es la única opción. Ese fue el caso con los…
¿cómo dijo que los llamaban, por favor?
—Megarácnidos —dijo Horus, sonriendo.
Shehn asintió y sonrió.
—Comprendo cómo se forma esa palabra, a partir de las viejas raíces. Los
megarácnidos estaban muy avanzados, pero no eran seres conscientes de un modo
que pudiéramos comprender. Existían únicamente para reproducirse y ampliar
territorio. La primera vez que nos encontramos con ellos, infestaron ocho sistemas a
lo largo de la franja Shartiel de nuestras provincias, y amenazaban con invadir y
asfixiar dos de nuestros mundos poblados. Fuimos a la guerra para salvaguardar
nuestros propios intereses. Al final, salimos victoriosos, pero seguía sin existir una
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ocasión para un acercamiento o establecer condiciones para la paz. Reunimos a todos
los megarácnidos que quedaban en cautividad y los transportamos a Urisarach.
También les quitamos toda su tecnología interestelar, y los medios para producirla. Se
creó Urisarach como una reserva para ellos, donde podrían existir sin representar una
amenaza para nosotros ni para otros. Colocamos las balizas de prohibición para
advertir a otros que se alejaran.
—¿No se plantearon exterminarlos? —preguntó Maloghurst.
—¿Qué derecho tenemos a hacer desaparecer otra especie? —respondió Shehn,
negando con la cabeza—. En la mayoría de los casos se puede alcanzar un acuerdo.
Los megarácnidos fueron un ejemplo extremo, en el que el exilio era la única opción
humana.
—El enfoque que describe es fascinante —se apresuró a decir Horus, viendo que
Abaddon estaba a punto de volver a hablar—. Creo que ha llegado la hora de esa
disculpa, abrocarius. Malinterpretamos sus métodos e intenciones en Urisarach.
Violamos su reserva. El Imperio pide disculpas por la transgresión.
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Dos
Enviados y delegaciones
Xenobia
Sala de artefactos
Abaddon estaba furioso. En cuanto los enviados interexianos regresaron a sus navíos,
se retiró junto con el resto del Mournival y dio rienda suelta a sus sentimientos.
—¡Seis meses! ¡Seis meses combatiendo en Muerte! ¿Cuántas hazañas magníficas,
cuántos hermanos caídos? ¿Y ahora se disculpa? ¿Cómo si fuera un error? ¿Una
equivocación? ¡Estos cabrones amantes de los xenos incluso admiten ellos mismos
que las arañas eran tan peligrosas que tuvieron que encerrarlas!
—Es una situación difícil —indicó Loken.
—¡Es un insulto al honor de nuestra legión! ¡Y a los Ángeles Sangrientos!
—Es necesario ser un hombre fuerte y sabio para saber cuándo disculparse —
comentó Aximand.
—¡Y únicamente un idiota apacigua alienígenas! —gruñó Abaddon—. ¿Qué nos
ha enseñado esta cruzada?
—¿Qué somos muy buenos matando cosas que no están de acuerdo con nosotros?
—sugirió Torgaddon.
Abaddon le dirigió una miranda furibunda.
—Sabemos lo brutal que es este cosmos. Su crueldad. Debemos pelear por nuestro
lugar en él. Nombrad una especie con la que nos hayamos topado que no se alegraría
de ver desaparecer a la humanidad en un abrir y cerrar de ojos.
Ninguno de ellos pudo responderle a eso.
—Únicamente un idiota apacigua alienígenas —repitió Abaddon—, o apacigua a
aquellos que buscan tal apaciguamiento.
—¿Estás llamando idiota al Señor de la Guerra? —inquirió Loken.
Abaddon vaciló.
—No. No, no lo hago. Desde luego. Sirvo a su voluntad.
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—Tenemos un deber como el Mournival, debemos hablar unánimemente cuando
le aconsejemos —dijo Aximand.
Torgaddon asintió.
—No —dijo Loken—; no es por eso que nos valora. Debemos decirle lo que
pensamos cada uno de nosotros, incluso aunque no estemos de acuerdo. Y que él
decida. Ese es nuestro deber.
Las reuniones con los distintos enviados interexianos prosiguieron por espacio de
varios días. A veces las naves interexianas enviaban una misión a la Espíritu
Vengativo, en otras ocasiones era una embajada imperial la que cruzaba a su nave de
mando y era agasajada en fastuosas estancias de plata y cristal donde el aria inundaba
la atmósfera.
Era difícil saber qué pensaban exactamente los enviados. Su comportamiento a
menudo parecía tener un aire de superioridad o condescendencia, como si
consideraran a los imperiales toscos y poco sofisticados. Pero de todos modos, estaba
muy claro que se sentían fascinados. Las leyendas de la vieja Terra y el linaje humano
hacía mucho tiempo que eran el principio central de sus mitos y relatos. A pesar de lo
decepcionante que era la realidad, no podían soportar romper el contacto con su
preciado pasado ancestral.
Finalmente se propuso una cumbre, en la que el Señor de la Guerra y su séquito
viajarían al mundo fronterizo interexiano más cercano y llevarían a cabo
negociaciones más detalladas con representantes de mayor categoría que los enviados.
El Señor de la Guerra pidió consejo a todas las partes, aunque Loken estaba seguro
de que ya había tomado una decisión. Algunos, como Abaddon, aconsejaron que se
rompieran los lazos y se mantuviera a los interexianos a la espera hasta que se
pudieran reunir fuerzas suficientes para anexionarse sus territorios. Había otros
asuntos allí mismo que exigían urgentemente la atención del Señor de la Guerra,
asuntos que se habían pospuesto durante demasiado tiempo mientras él se entregaba
a una guerra de seis meses contra las arañas en Muerte. Se recibían peticiones y
saludos diariamente. Cinco primarcas habían solicitado audiencia personal con él
para tratar cuestiones sobre la estrategia general de la cruzada o para Consejos de
Guerra. Uno, el León, no había efectuado jamás un acercamiento como aquel, y era
una señal de una bien recibida distensión en las relaciones, una señal que Horus no se
podía permitir pasar por alto. Treinta y seis flotas expedicionarias habían enviado
mensajes pidiendo consejo, resoluciones tácticas o ayuda militar directa. Las
cuestiones de estado también se amontonaban. En aquellos momentos existía una
enorme colección de material burocrático transmitido desde el Consejo de Terra que
requería la atención directa del Señor de la Guerra. Lo había pospuesto todo durante
demasiado tiempo, culpando de ello a las exigencias de la cruzada.
Loken, que acompañaba al Señor de la Guerra en la mayoría de sus deberes
diarios, empezó a ver con claridad la clase de carga que el Emperador había colocado
sobre las anchas espaldas de Horus. Se esperaba de él que fuera todas las cosas: un
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comandante de los ejércitos, un genio del acatamiento, un juez, alguien que decidía,
un estratega y el más delicado de los diplomáticos.
Durante los seis meses de guerra habían llegado muchas más naves que se habían
situado sobre Muerte, reuniéndose alrededor de la nave insignia como suplicantes. El
resto de la 63.ª Expedición se había transportado, bajo la tutela de Varvaras, una vez
que se había dejado a 63-19 en las solitarias manos del pobre Rakris. Catorce navíos
de la 88.ª Expedición habían aparecido al mando de Trajus Boniface, de la Legión
Alfa. Boniface afirmaba haber venido en respuesta a la difícil situación en que se
encontraba la 140.ª, y esperaba dar su apoyo a las acciones bélicas en Muerte, pero
enseguida salió a la luz que esperaba usar aquella oportunidad para convencer a
Horus de que le prestara los efectivos de la 63.ª en una ofensiva que se proponía llevar
a cabo en los territorios controlados por los orkos del cinturón Kayvas. Aquel era un
proyecto que su primarca, Alpharius, acariciaba desde hacía tiempo y, al igual que las
insinuaciones del León, era una señal de que Alpharius buscaba la aprobación y
camaradería del Señor de la Guerra.
Horus estudió los planes en privado. La ofensiva del cinturón Kayvas era una
operación proyectada con una duración de cinco años, y requería diez veces los
efectivos que el Señor de la Guerra podía reunir en aquellos momentos.
—Alpharius sueña —masculló, mostrando el plan a Loken y a Torgaddon—. No
puedo comprometerme a esto.
Una de las naves de Varvaras había traído con ella una delegación de
administradores exaector tributi procedentes de Terra. Aquella era tal vez la más
exasperante de todas las voces que ladraban buscando la atención del Señor de la
Guerra. Siguiendo instrucciones de Maleador el Sigilita, y con el refrendo del Consejo
de Terra, se había enviado a los exaector por todos los territorios en expansión del
Imperio, en un programa de dispersión general que convertía el despliegue en masa
de los rememoradores en una operación modesta.
La delegación la conducía una suma administratix llamada Aenid Rathbone. Era
una mujer alta, delgada y hermosa, de cabellos rojos y facciones pálidas y bien
definidas, y actitud exigente. El Consejo de Terra había decretado que todas las
fuerzas expedicionarias y de la cruzada, todos los primarcas, todos los comandantes y
todos los gobernadores de sistemas planetarios sometidos debían empezar a recaudar
impuestos de sus planetas vasallos para reforzar las crecientes demandas fiscales del
cada vez más extenso Imperio. De lo único que la mujer quiso hablar fue sobre la
recaudación de diezmos.
—Nuestro mundo no puede sostener ni mantener una operación tan gigantesca
en solitario —explicó al Señor de la Guerra en un tono de voz ligeramente
sobrecargado de agudos—. Terra no puede cargar con este peso ella sola. Somos
señores de un millar de mundos ahora, de mil millares. El Imperio tiene que empezar
a mantenerse por sí mismo.
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—Muchos mundos apenas han alcanzado el acatamiento, señora —dijo Horus
con suavidad—. Se están recuperando de los daños ocasionados por la guerra,
reconstruyéndose, reformándose. Los impuestos son una plaga que no necesitan.
—El Emperador ha insistido en que sea así.
—¿Ha insistido?
—Maleador el Sigilita, amado por todos, me lo ha recalcado a mí y a todos los de
mi rango. Se debe recaudar el tributo, y hay que establecer mecanismos para que tal
tributo se recoja de forma rutinaria y automática.
—Los gobernadores que hemos instalado en los mundos encontrarán esta tarea
demasiado ingrata —indicó Maloghurst—. Todavía están legitimando su mandato y
autoridad. Esto es prematuro.
—El Emperador ha insistido en que sea así —repitió ella.
—¿Es ese el Emperador, amado por todos? —preguntó Loken.
El comentario hizo que Horus sonriera ampliamente, pero Rathbone respondió
desdeñosa:
—No estoy muy segura de lo que pretende insinuar, capitán. Este es mi deber, y es
esto lo que debo hacer.
Una vez que la mujer abandonó la sala con su personal, Horus se recostó en su
asiento, a solas con su círculo privado.
—A menudo he pensado que podrían ser los eldars quienes nos llegaran a
derrocar —comentó—. Aunque cada vez son más débiles, siguen siendo las más
ingeniosas de las criaturas, y si existiera alguien que pudiera hacerse dueño de la
humanidad y hacer pedazos el Imperio, probablemente serían ellos. Otras veces he
imaginado que serían los pielesverdes. Son innumerables y su fuerza bruta no tiene
fin, pero ahora, amigos míos, estoy seguro que serán nuestros recaudadores de
impuestos los que acabarán con nosotros.
Se oyeron unas carcajadas generales. Loken pensó en el poema de su bolsillo. La
mayor parte de la producción de Karkasy la entregaba a Sindermann para que la
evaluara, pero en su última reunión, Karkasy había presentado «algo un tanto
chabacano». Loken lo había leído. Era una estrofa insidiosa y mordaz sobre
recaudadores de impuestos que incluso Loken podía apreciar. Se le ocurrió sacarla
para el regocijo general, pero el rostro de Horus se había ensombrecido.
—Lo digo medio en broma —les aclaró Horus—. Mediante los exaectores, el
Consejo coloca una carga sobre los mundos bisoños que es tan grande que nos puede
hacer pedazos. Es demasiado pronto, demasiado exhaustiva, demasiado rigurosa. Los
mundos se rebelarán. Tendrán lugar levantamientos. Di a un hombre conquistado
que tiene un nuevo señor, y se encogerá de hombros; dile que su nuevo señor quiere
la quinta parte de sus rentas anuales, e irá en busca de su hacha. Aenid Rathbone y
administradores como ella serán la ruina de todo lo que hemos conseguido.
Nuevas carcajadas resonaron por la habitación.
—Pero es la voluntad del Emperador —observó Torgaddon.
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Horus negó con la cabeza.
—No lo es, diga ella lo que diga. Lo conozco como un hijo conoce a su padre. No
estaría de acuerdo con esto. No ahora, no tan pronto. Debe de estar demasiado
enfrascado en su trabajo para estar enterado. El Consejo está tomando decisiones en
su ausencia. El Emperador comprende lo frágiles que son las cosas. ¡Por el Trono!,
esto es lo que sucede cuando un imperio forjado por guerreros devuelve el poder
ejecutivo a los civiles y a los clérigos.
Todos lo miraron.
—Lo digo en serio —afirmó—. Esto podría desatar una guerra civil en ciertas
regiones. Como mínimo, podría socavar el trabajo continuado de nuestras
expediciones. Hay que… marginar a los exaectores por el momento. Se les debe
entregar cantidades enormes de material para que lo estudien minuciosamente a fin
de determinar los niveles exactos de tributos, mundo a mundo, y hay que
bombardeados con copiosa información adicional con respecto a la categoría de cada
mundo.
—No les hará aflojar el paso eternamente, señor —indicó Maloghurst—. La
Administración de Terra ya ha determinado sistemas y medidas mediante las que
calcular tributos, proporcionalmente, mundo a mundo.
—Haz todo lo que puedas, Mal —respondió Horus—. Retrasa a esa mujer al
menos. Dame un poco de respiro.
—Me pondré a ello —dijo Maloghurst.
Se puso en pie y abandonó la habitación, cojeando.
Horus se volvió hacia el círculo reunido y suspiró.
—Bien… —empezó—, el León me llama. Alpharius también.
—Y los demás hermanos y numerosas expediciones —comentó Sanguinius.
—Y parece que mi opción más sensata es regresar a Terra y enfrentarme al
Consejo respecto a los impuestos.
Sanguinius lanzó una risita.
—No fui hecho para eso —dijo Horus.
—En ese caso, deberíamos considerar a los interexianos, señor —indicó Erebus.
Erebus, de la Legión de los Portadores de la Palabra, la XVII Legión, se había
unido a ellos quince días antes como parte del contingente que había traído Varvaras.
Con su armadura modelo IV color gris piedra, grabada en bajorrelieve con relatos de
sus hazañas, Erebus era un personaje sombrío y serio. Su rango en la XVII Legión era
el de primer capellán, equivalente en líneas generales al de Abaddon o Eidolon. Era
un comandante superior de aquella legión, íntimo de Kor Phaeron y del mismísimo
primarca Lorgar. Su actitud sosegada y su voz suave y serena merecían un respeto
inmediato por parte de todos los que lo conocían, pero los Lobos Lunares lo
consideraban como uno de ellos de todos modos. Históricamente, los Lobos
mantenían una relación con los portadores tan íntima como la que habían formado
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con los Hijos del Emperador, y no era coincidencia que Horus contara a Lorgar entre
sus hermanos más íntimos, junto con Fulgrim y Sanguinius.
Erebus, a quien el tiempo había formado tanto en estadista como en guerrero,
deberes ambos que llevaba a cabo con una habilidad excepcional, había ido en busca
del Señor de la Guerra a instancias de su legión. Era evidente que tenía un favor que
implorar, una petición que hacer. No se enviaba a Erebus si no era para negociar
condiciones.
No obstante, nada más llegar, Erebus había comprendido de inmediato la presión
a la que estaba sometido Horus, las incontables voces que chillaban requiriendo su
atención, y había aparcado el motivo de su visita, no deseando aumentar la ya
inmensa carga del Señor de la Guerra, actuando en vez de ello como asesor y
consejero concienzudo sin un asunto propio.
Por aquello, el Mournival lo admiró profundamente y le dio la bienvenida, al igual
que a Raldorus, al círculo íntimo. Abaddon y Aximand habían servido junto a Erebus
en numerosos escenarios de operaciones. Torgaddon lo conocía desde hacía mucho
tiempo. Los tres no hablaban más que en los mejores términos del primer capellán
Erebus.
Loken no necesitó que lo convencieran. Desde el principio, Erebus había hecho
un esfuerzo especial para establecer una buena relación con Loken. El historial y la
herencia de Erebus eran tales que a Loken le pareció como si llevara con él todo el
peso de un primarca. Al fin y al cabo, era el portavoz elegido por Lorgar.
Erebus había comido con ellos, trabajado con ellos, se había sentado
tranquilamente fuera de horas a beber con ellos, y, en ocasiones, entrado en las jaulas
de entrenamiento y practicado con ellos. En una tarde había vencido a Torgaddon y a
Aximand en unos veloces asaltos, luego pasado un buen rato con Saúl Tarvitz antes
de derribarlo sobre la estera. Tarvitz y su camarada Lucius estaban allí invitados por
Torgaddon.
Loken quiso ponerse a prueba contra Erebus, pero Lucius insistió en que era el
siguiente. Al Mournival había llegado a gustarle Tarvitz, la impresión que tenían de él
estaba influenciada favorablemente por las buenas opiniones de Torgaddon, pero
Lucius seguía siendo una entidad aparte, demasiado parecido a lord Eidolon para que
sintieran simpatía por él. Siempre se mostraba quejumbroso y exigente como un niño
malcriado.
—Ve tú, entonces —dijo Loken, instándolo al frente con un ademán—, si tanto te
importa.
Estaba claro que Lucius se esforzaba por devolver el honor a su legión, un honor
perdido, tal como él lo veía, en el mismo instante en que Erebus había derribado a
Tarvitz con un habilidoso golpe de su espada.
Sacando su arma, Lucius entró en la jaula de entrenamiento poniéndose de cara a
Erebus. Los hemisferios de hierro se cerraron alrededor de ambos. Lucius separó las
piernas, con el espadón sujeto en alto y cerca del cuerpo. Erebus mantuvo su propia
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espada en posición baja. Empezaron a describir círculos. Los dos astartes iban
desnudos hasta la cintura, con toda la musculatura de la parte superior del cuerpo en
tensión. Era un juego, pero un movimiento equivocado podía lisiar. O matar.
El asalto duró dieciséis minutos, y eso por sí solo lo habría convertido en una de
las sesiones de entrenamiento más largas que ninguno de ellos había llevado a cabo;
pero lo que lo hizo más excepcional fue que durante ese tiempo no hubo ninguna
pausa, ninguna vacilación, ningún cese en las hostilidades. Erebus y Lucius se
lanzaron el uno sobre el otro, e hicieron entrechocar las espadas a un ritmo de tres o
cuatro veces por segundo. Era un golpear incesante, una mareante masa borrosa de
cuerpos en movimiento y espadas centelleantes que golpeaban y golpeaban como en
un sueño.
Abaddon, Tarvitz, Torgaddon, Loken y Aximand rodearon la jaula fascinados, y
empezaron a aplaudir y a gritar en total aprobación de la asombrosa destreza que
exhibían los contendientes.
—¡Lo matará! —jadeó Tarvitz, boquiabierto—. A esa velocidad, sin protección.
¡Lo matará!
—¿Quién lo hará? —preguntó Loken.
—No lo sé, Garvi. ¡Cualquiera de ellos! —exclamó él.
—¡Es demasiado, es demasiado! —dijo Aximand, riendo.
—Loken se enfrentará al vencedor —gritó Torgaddon.
—¡No lo creo! —replicó el aludido—. ¡He visto tanto al vencedor como al
perdedor!
El duelo siguió. El estilo de Erebus era defensivo, bajo, repitiendo y cambiando
cada parada como una máquina. El estilo de Lucius estaba lleno de ataque, era
furioso, brillante, diestro. Resultaba difícil seguir los movimientos de ambos.
—Si pensáis que voy a enfrentarme a cualquiera de ellos después de esto… —
empezó Loken.
—¿Qué sucede? ¿No puedes hacerlo? —se burló Torgaddon.
—No.
—Tú entrarás a continuación —dijo Abaddon con una risita, dando una palmada
—. Te daremos un bólter para equilibrar la situación.
—Qué gracioso eres, Ezekyle.
En el segundo cincuenta y nueve del decimosexto minuto, según el cronómetro de
la jaula de entrenamiento, Lucius se anotó el golpe vencedor. Consiguió introducir el
espadón bajo la guardia de Erebus y le arrebató la espada a su adversario. Erebus
retrocedió contra los barrotes de la jaula, y se encontró con el filo de la espada de
Lucius sobre la garganta.
—¡Vale! ¡Vale ya, Lucius! —gritó Aximand, pulsando el mecanismo que abría la
jaula.
—Lo siento —dijo este, que no lo lamentaba en absoluto.
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El guerrero retiró el arma y saludó a Erebus. El sudor le empapaba los hombros
desnudos.
—Un buen combate —dijo el primer capellán, sonriente, y respirando con
dificultad mientras se inclinaba para recoger su espada—. Su habilidad con la espada
no tiene igual, capitán Lucius.
—Ahora sal, Erebus —dijo Torgaddon—. Le toca el turno a Garvi.
—Ah, no —dijo este.
—Eres el mejor de nosotros con la espada —insistió Pequeño Horus—. Enséñale
cómo lo hacen los Lobos Lunares.
—La habilidad con una espada no lo es todo —protestó Loken.
—Haz el favor de entrar ahí y deja de avergonzarnos —susurró Aximand.
Observó a Lucius, que se secaba el torso con una tela—. ¿Listo para otro, Lucius?
—Adelante.
—Está loco —susurró Loken.
—Por el honor de la legión —masculló Abaddon, empujando a Loken al frente.
—Es cierto —se pavoneó Lucius—. Como os guste más. Enséñame cómo pelea un
lobo lunar, Loken. Muéstrame cómo ganas.
—No tiene que ver solo con la espada —señaló este.
—Como tú lo prefieras —resopló Lucius.
Erebus se levantó del rincón de la jaula y arrojó su espada a Loken.
—Parece que es tu turno, Garviel —dijo.
Loken atrapó el arma y la probó en el aire, moviéndola a un lado y a otro; luego
entró en la jaula y asintió. Los hemisferios se cerraron alrededor de los dos
contendientes.
Lucius escupió y sacudió los hombros, a continuación giró la espada y empezó a
danzar alrededor de Loken.
—No soy un espadachín —dijo este.
—Entonces esto terminará rápidamente.
—Si practicamos, no será solo con respecto a la espada.
—Lo que quieras, lo que quieras —indicó Lucius, saltando adelante y atrás—.
Simplemente empieza y pelea conmigo.
Loken suspiró.
—Te he estado observando en los movimientos de ataque. Puedo adivinar lo que
vas a hacer.
—Eso querrías.
—Puedo adivinarlo. Ven a por mí.
Lucius se abalanzó sobre Loken; este se hizo a un lado, con la espada baja, y asestó
un puñetazo a su contrincante en pleno rostro. Lucius cayó pesadamente de espaldas.
Loken soltó la espada de Erebus sobre la esterilla.
—Creo que lo he dejado claro. Así es como lucha un lobo lunar. Comprende a tu
oponente y haz lo que sea necesario para derribarlo. Lo siento, Lucius.
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Escupiendo sangre, la respuesta de Lucius resultó ininteligible.
—Dije que deberíamos considerar a los interexianos, señor —insistió Erebus.
—Deberíamos —respondió Horus—, y he tomado una decisión. Todas estas voces
que solicitan mi atención, que tiran de mí en una dirección y en otra, no pueden
disfrazar el hecho de que la interexiana es una nueva cultura significativa, que ocupa
una región significativa del espacio. Son humanos. No podemos pasarlos por alto. No
podemos negar su existencia. Tenemos que ocuparnos de ellos inmediatamente. O
bien son amigos, aliados potenciales, o son enemigos. No podemos volver nuestra
atención hacia otro lugar y esperar que ellos se queden quietos. Si son enemigos, si
están en nuestra contra, entonces podrían representar una amenaza tan grande como
los pielesverdes. Iré a la cumbre y me reuniré con sus líderes.
Xenobia era una capital de provincias en la zona fronteriza del territorio
interexiano. Los enviados se habían mostrado cautelosos en sus informaciones sobre
el tamaño y alcance precisos de su estado, pero sus posesiones culturales ocupaban
evidentemente más de treinta sistemas, con los mundos centrales a unas cuarenta
semanas del borde de la influencia imperial. Xenobia, un mundo que actuaba como
puerta de acceso y puesto de guardia en el límite del espacio interexiano, fue el lugar
elegido para celebrar la cumbre.
Era un lugar que producía un considerable asombro. Escoltados desde los puntos
de estacionamiento colectivo situados en la órbita del satélite principal, se condujo al
Señor de la Guerra y a sus representantes a Xenobia Principis, una ciudad majestuosa
y rica a las orillas de un vasto mar de amoníaco. La ciudad estaba construida en las
laderas de una amplia bahía, de modo que descendía en declive por los terraplenes de
las colinas hasta el nivel del mar. La región continental situada detrás de ella estaba
cubierta por una verde selva tropical, y su exuberancia se derramaba también por la
ciudad, por lo que las construcciones —torres de piedra gris claro y torrecillas de
latón y plata— se alzaban del tupido dosel como picos de colinas. La vegetación era
predominantemente de color verde oscuro, tan oscuro que en realidad parecía casi
negro bajo la débil luz amarilla. La ciudad estaba estructurada en hileras descendentes
bajo los árboles, en las que viaductos de piedra en forma de arco y curvas galerías
urbanas descendían hasta el borde de la playa en la tranquila y veteada sombra de la
vegetación. Las torres y ornamentados campanarios se alzaban por encima del
bosque, y a menudo estaban coronados con metal bruñido y adornados con mástiles
altos de los que colgaban banderas y estandartes bajo el aire cálido.
No era una ciudad fortificada, y apenas se veían señales de defensas tanto en tierra
como en la órbita local; pero a Horus no le cupo ninguna duda de que la ciudad se
podía proteger a sí misma en caso de necesidad. Los interexianos no lucían su poder
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militar de un modo tan evidente como el Imperio, pero no se podía subestimar su
tecnología.
El grupo imperial lo formaban quinientas personas e incluía oficiales astartes,
tropas de escolta e iteradores, así como una selección de rememoradores. Horus había
autorizado la inclusión de estos últimos. Aquella era una misión de recogida de datos,
y el Señor de la Guerra pensó que los entusiastas y curiosos rememoradores podrían
reunir una gran cantidad de material adicional que resultaría valioso. Loken creía que
el Señor de la Guerra efectuaba también un esfuerzo por dar una impresión bastante
distinta de la ofrecida anteriormente. Los enviados interexianos habían parecido
despreciar especialmente el sesgo militar de la expedición. Horus iba a verlos ahora,
rodeado en la misma medida de maestros, poetas y artistas como lo estaba de
guerreros.
Se les proporcionó un excelente alojamiento en la parte occidental de la ciudad, en
un barrio conocido como el Extranus, donde, se les informó educadamente, se
instalaba y atendía a todos los «forasteros y visitantes». Xenobia Principis era un lugar
designado para la celebración de reuniones diplomáticas y de congresos comerciales,
y el Extranus estaba destinado a mantener a los huéspedes retenidos en un único
lugar. Se les proveyó espléndidamente de intérpretes meturge, sirvientes y oficiales de
la corte que se ocuparían de todas y cada una de sus necesidades y responderían
cualquier pregunta.
Bajo la guía de una escolta de abrocarii, se permitió a los imperiales abandonar el
sombreado complejo residencial del Extranus para visitar la ciudad. En grupos
pequeños, se les mostraron las maravillas del lugar: salas de comercio e industria,
museos de arte y música, archivos y bibliotecas. Bajo la verde luz crepuscular de las
calles cubiertas por soportales, bajo el dosel susurrante de los árboles, los guiaron por
avenidas magníficas, a través de plazas espléndidas y les hicieron ascender y bajar
interminables tramos de escalera. La ciudad albergaba edificios de un diseño
exquisito, y estaba claro que los interexianos poseían una gran destreza tanto en los
antiguos oficios de la cantería y el trabajo del metal como en los oficios más nuevos
que ofrecía la tecnología. En las aceras abundaban las estatuas de factura magnífica y
las fuentes de aguas calmas, pero también había esculturas públicas de luz y sonido.
Las antiguas aberturas ojivales de las ventanas estaban equipadas con paneles de
cristal que reaccionaban a la luz y el calor, y las puertas se abrían y cerraban mediante
sensores automáticos de presencia. Por si esto fuera poco, los niveles de luz de los
interiores se podían ajustar con un movimiento de la mano. Por todas partes se oía el
son de la suave melodía del aria.
El Imperio poseía muchas ciudades que eran más grandes, imponentes y
ciclópeas. Las supercolmenas de Terra y las agujas plateadas de Próspero eran
monumentos prodigiosos al progreso cultural que más bien empequeñecían Xenobia
Principis. Pero la ciudad interexiana era tan refinada y sofisticada como cualquier
conurbación en el espacio imperial, y era simplemente un asentamiento fronterizo.
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El día de su llegada, los imperiales fueron recibidos con un gran desfile, que
culminó con su presentación al oficial real superior de Xenobia, un comandante
general llamado Jephta Naud. Había también funcionarios civiles de alta jerarquía en
el grupo interexiano, pero habían decidido permitir que un líder militar presidiera la
cumbre. Del mismo modo que Horus había diluido la composición militar de su
embajada para impresionar a los interexianos, estos habían sacado a un primer plano
sus poderes militares.
El desfile fue complejo y lleno de color. Intérpretes meturge desfilaron en gran
número, vestidos con suntuosas ropas ceremoniales, y ejecutaron himnos estridentes
que eran tanto mensajes no verbales de bienvenida como música ambiental. Gleves y
sagitares avanzaron en largas columnas homogéneas, con las armaduras relucientes y
adornadas con guirnaldas de cintas y hojas. Detrás de la tropa humana iban los
auxiliares kinebrachs, con armaduras y paso torpe, y relucientes formaciones de
caballería robótica. La caballería estaba compuesta por cientos de los caballos
artificiales sin cabeza que habían formado parte de la guardia de honor de los
enviados, pero que en aquellos momentos ya no carecían de cabeza. Sagitares y gleves
montaban en los cuerpos de los cuadrúpedos, sentados en el lugar donde debería
haber estado la base del cuello. La armadura del guerrero y la tecnología del robot se
habían fusionado sin complicaciones, fijando a los «jinetes» en su puesto, con las
piernas introducidas en los esternones de los corceles. En aquellos momentos eran
centauros, hombre y artefacto unidos como uno solo, el mito convertido en realidad
gracias a la tecnología.
La ciudadanía de Xenobia Principis salió en gran número para contemplar el
desfile, y vitoreó y cantó, y lanzó pétalos y trozos de cinta por toda la ruta de la
procesión.
El punto de destino del desfile era un edificio llamado la Galería de los Artefactos,
un lugar que al parecer tenía alguna relevancia militar para los interexianos. Antigua,
y de un tamaño considerable, la galería se asemejaba a un museo. El edificio,
construido en una zona empinada de las laderas de la bahía, encerraba muchas
estancias que tenían una altura de más de dos o tres pisos. Profundas criptas de
exposición, algunas de gran tamaño, exhibían conjuntos de armas, desde grandes
profusiones de espadas y alabardas antiguas a cañones motorizados modernos, todas
envueltas en el resplandor azul pálido de los campos de energía que las custodiaban.
—La Galería de los Artefactos es a la vez un museo de armas y artefactos de
guerra, y un arsenal —explicó Jephta Naud al recibirlos.
Naud era una criatura alta y noble con complicados dermatoglifos en el lado
derecho del rostro. Los ojos tenían el color del oro maleable, y llevaba una armadura
plateada y una capa de eslabones de metal rojo festoneados que emitían un sonido
parecido a un repiqueteo lejano cuando se movía. Un oficial con armadura iba a su
lado llevando el casco de combate con cresta de Naud.
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Aunque los astartes habían ido con sus armaduras, el Señor de la Guerra había
elegido vestir ropas y pieles en lugar de su atavío de combate. Mostró un gran y cortés
interés mientras Naud los conducía a través de las profundas criptas, efectuando
comentarios sobre ciertos artefactos y también observaciones jubilosas cuando
algunas armas arcaicas revelaban un linaje compartido.
—Intentan impresionarnos —murmuró Aximand a sus hermanos—. ¿Un museo
de armas? Es como si nos dijeran que están tan avanzados… que han dejado tan atrás
la guerra…, que han podido jubilarla como si fuera una curiosidad. Se burlan de
nosotros.
—Nadie se burla de mí —gruñó Abaddon.
Entraban en aquellos momentos en una estancia donde, bajo la helada pantalla de
luz azul, los artefactos eran mucho más extraños que los anteriores.
—Aquí guardamos las armas de los kinebrachs —dijo Naud, con un
acompañamiento meturge—. A decir verdad, aquí conservamos ejemplos de las
armas utilizadas por muchas de las especies alienígenas con las que nos hemos
topado. Los kinebrachs han renunciado solemnemente a llevar armas como señal de
sumisión, excepto en aquellas circunstancias en las que les concedamos su uso en
tiempo de guerra. La tecnología kinebrach es sumamente avanzada, y muchas de sus
armas están consideradas demasiado letales para dejarlas sin custodia.
Naud presentó a un descomunal kinebrach, vestido con una túnica, llamado
Asherot, que ostentaba el rango de guardián de la Galería de los Artefactos, y era el
fiel conservador de la galería. Asherot hablaba el idioma de los humanos con un
ceceo, y por primera vez los imperiales agradecieron el acompañamiento meturge. El
aria consiguió que las cadencias desconcertantes del parlamento de Asherot quedaran
clarísimas.
La mayoría de las armas expuestas de los kinebrachs no lo parecían en absoluto.
Cajas, chucherías curiosas, anillos, aros. Era evidente que Naud esperaba que los
imperiales hicieran preguntas sobre los artefactos y traicionaran sus apetitos
belicistas, pero Horus y sus oficiales fingieron desinterés. En realidad, se sentían
incómodos en la compañía del alienígena.
Únicamente Sindermann mostró curiosidad. Muy pocas de las armas kinebrachs
parecían armas: dagas largas y espadas de diseño exótico.
—Sin duda, comandante general, una espada no es más que una espada —expuso
educadamente Sindermann—. Estas dagas de aquí, por ejemplo. ¿Cómo pueden ser
«demasiado letales para dejarlas sin custodia»?
—Son armas hechas a medida —respondió Naud—. Hojas de metal consciente,
fabricadas por los metalúrgicos de los kinebrachs, una técnica totalmente prohibida
ahora. Cuando se selecciona una de tales armas para utilizarla contra un blanco
específico, se convierte en la némesis del objetivo, totalmente hostil a la persona o ser
escogidos.
—¿Cómo? —instó Sindermann.
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Naud sonrió.
—Los kinebrachs nunca han sido capaces de explicárnoslo. Es un factor del
proceso de forja que desafía la evaluación técnica.
—¿Cómo una maldición? —apuntó Sindermann.
El aria generada por los intérpretes meturge que los rodeaban desafinó
ligeramente al interpretar la palabra. Ante la sorpresa de Sindermann, Naud
respondió:
—Supongo que así es como podría describirlo, iterador.
La visita siguió adelante. Sindermann se acercó a Loken y le susurró:
—Bromeaba, Garviel. Sobre la maldición, quiero decir, pero él me tomó en serio.
Disfrutan tratándonos como si fuéramos primos ingenuos, pero me pregunto si su
superioridad no estará equivocada. ¿No se detecta tal vez un atisbo de superstición
pagana?
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Tres
Punto muerto
Iluminación
El lobo y la luna
Todos se pusieron en pie cuando el Señor de la Guerra entró en la habitación. Era una
sala grande situada en el complejo habitacional donde los imperiales se reunían para
sus reuniones informativas regulares. Ventanas enormes de cristal blindado ofrecían
vistas a las terrazas escalonadas de la ciudad arbolada y al centelleante océano situado
más allá.
Horus aguardó en silencio mientras seis oficiales y servidores de la compañía del
maestre de las comunicaciones finalizaban su barrido rutinario en busca de material
espía, y solo empezó a hablar una vez que estos activaron el mecanismo portátil de
ocultación en la esquina de la habitación. Las distantes melodías del aria quedaron
suprimidas inmediatamente.
—Dos semanas sin un acuerdo consistente —dijo Horus—. Ni siquiera un plan
mutuamente aceptable sobre cómo continuar. Nos contemplan con una mezcla de
curiosidad y cautela, y guardan las distancias. ¿Algún comentario?
—Hemos agotado todas las posibilidades, señor —respondió Maloghurst—. Hasta
el punto que me temo que estamos perdiendo el tiempo. No admitirán nada que no
sea una voluntad de constituir lazos diplomáticos con vistas a intercambios
comerciales y culturales. No hay forma de llevarlos hacia el tema de una alianza.
—O un acatamiento —comentó Abaddon en voz baja.
—Un intento de imponer nuestra voluntad aquí no haría más que confirmar sus
peores opiniones sobre nosotros. No podemos obligarlos a un acatamiento —indicó
Horus.
—Podemos —dijo Abaddon.
—Entonces lo que yo digo es que no debemos —replicó Horus.
—¿Desde cuándo nos preocupamos por si herimos los sentimientos de la gente,
señor? —inquirió Abaddon—. Sean las que sean las diferencias, estos seres son
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humanos. Es su deber y su destino unirse a nosotros y permanecer a nuestro lado,
para la gloria primordial de Terra. Si no quieren hacerlo…
Dejó la frase en el aire. Horus frunció el entrecejo.
—¿Alguien más?
—Parece indudable que los interexianos no tienen ningún deseo de unirse a
nosotros en nuestra tarea —indicó Raldoron—. No se comprometerán a ir a la guerra,
ni tampoco comparten nuestros objetivos e ideales. Están satisfechos con perseguir su
propio destino.
Sanguinius no dijo nada, permitiendo que el señor de su capítulo ofreciera la
opinión de la Legión de los Ángeles Sangrientos, aunque guardó su propia y
considerable influencia solo para los oídos de Horus.
—A lo mejor temen que intentemos conquistarlos —sugirió Loken.
—Quizá tienen razón —dijo Abaddon—. Sus costumbres están descarriadas.
Demasiado descarriadas para que les demos acceso sin forzar cambios.
—No libraremos una guerra aquí —declaró Horus—. No podemos permitírnoslo.
No nos podemos permitir abrir un conflicto en este frente. No en este momento. No
en la gran escala que sojuzgar a los interexianos exigiría. Si es que necesitan que los
sojuzguen.
—Ezekyle tiene razón —dijo Erebus en voz baja—. Los interexianos, por buenas
razones, estoy seguro, han construido una sociedad que está demasiado reñida con el
modelo de cultura humana que el Emperador ha proclamado. A menos que muestren
una voluntad de adaptarse, se les debe contemplar necesariamente como enemigos de
nuestra causa.
—A lo mejor el modelo del Emperador es demasiado estricto —dijo el Señor de la
Guerra con rotundidad.
Se produjo un silencio. Varios de los presentes intercambiaron miradas de soslayo
con silenciosa inquietud.
—¡Por favor! —exclamó Sanguinius, rompiendo el silencio—. ¿Qué son esas
expresiones que veo? ¿Realmente abrigáis la idea de que nuestro Señor de la Guerra
tiene intención de desafiar al Emperador? ¿A su padre?
Lanzó una sonora carcajada ante la simple idea, y obligó a varias sonrisas a
aflorar.
Abaddon no sonreía.
—El Emperador, amado por todos —empezó—, nos concedió autoridad para
llevar a cabo sus órdenes y hacer que el espacio conocido fuera seguro para los
asentamientos humanos. Sus edictos son inequívocos. No debemos tolerar al
alienígena, ni al psíquico incontrolado, hemos de salvaguardarnos contra la oscuridad
de la disformidad y unificar los focos desplazados de la humanidad. Esa es nuestra
tarea. Cualquier otra cosa es un sacrilegio contra sus deseos.
—Y uno de sus deseos —dijo Horus— fue que yo fuera Señor de la Guerra, su
único regente, y me esforzara por convertir en realidad sus sueños. La cruzada nació
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de la Era de los Conflictos, Ezekyle. Nació de la guerra. Nuestro enfoque despiadado
de la conquista y la limpieza se formuló en un momento en que cada forma alienígena
que encontrábamos se oponía profundamente a nosotros. La guerra era la única
respuesta. No existía espacio para la sutileza. Pero han transcurrido dos siglos y nos
enfrentamos a problemas diferentes. El grueso de la guerra ha finalizado. Es por eso
que el Emperador regresó a Terra y nos dejó para que termináramos el trabajo.
Ezekyle, es evidente que los interexianos no son monstruos, ni adversarios enconados.
Creo que si el Emperador estuviera aquí hoy, abrazaría de inmediato la necesidad de
adaptarse. No querría que destruyéramos de un modo caprichoso aquello que no
tiene por qué ser destruido. Es precisamente para efectuar tales elecciones que ha
depositado su confianza en mí.
Paseó la mirada por todos ellos.
—Confía en mí para que tome las decisiones que él tomaría. Confía en que no
cometa errores. Se me debe permitir la libertad de interpretar la política a seguir en su
nombre. No dejaré que se me obligue a actuar con violencia simplemente para
satisfacer una expectativa servil.
Una tarde helada había cubierto las gradas de la ciudad, y bajo capas de follaje
agitadas por la brisa del océano, las calzadas y aceras estaban iluminadas con farolas
de un blanco gélido.
Los deberes de Loken para aquella parte de la noche eran como escolta del
perímetro. El comandante cenaba con Jephta Naud y otros personajes ilustres en la
casa palaciega del comandante general. Horus había confiado al Mournival que
esperaba usar la oportunidad para presionar informalmente a Naud en busca de unos
compromisos más sustanciales, incluyendo la posibilidad de que los interexianos
podrían, al menos por el momento, reconocer al Emperador como la verdadera
autoridad humana. Tal sugerencia no se había aventurado todavía en conversaciones
formales, ya que los iteradores habían pronosticado que sería rechazada de plano. El
Señor de la Guerra quería poner a prueba los sentimientos del comandante general
sobre el tema en una atmósfera en la que cualquier ofensa podía dejarse de lado como
simple conjetura. A Loken no le gustó demasiado la idea, pero confió en que su
comandante la formularía con delicadeza. Era un momento incómodo, bien entrada
la tercera semana de su visita cada vez más infructuosa. Dos días antes, el primarca
Sanguinius se había despedido y regresado a territorio imperial con sus Ángeles
Sangrientos.
Estaba muy claro que a Horus no le gustó nada verlo marchar, pero era una
medida prudente, y Sanguinius había elegido llevarla a cabo simplemente para
conceder más tiempo a su hermano con los interexianos. Sanguinius regresaba para
ocuparse directamente de algunas de las cuestiones que requerían con mayor
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urgencia la atención del Señor de la Guerra, y calmar así las muchas voces que
suplicaban su inmediato regreso.
La casa de Naud era una construcción notoriamente enorme situada cerca del
centro de la ciudad. Con seis pisos de altura, sobresalía de una de las gradas cívicas
más espléndidas y estaba construida a partir de un gran armazón de hierro negro
relleno de mosaicos de madera barnizada y cristales de colores. Los interexianos no
permitían que extranjeros armados se movieran por su ciudad, pero se autorizó un
pequeño destacamento para un personaje tan augusto como el Señor de la Guerra. La
mayor parte del considerable contingente imperial estaba aislado en el complejo
habitacional del Extranus hasta la mañana siguiente. Torgaddon y diez hombres de su
compañía seleccionados cuidadosamente se encontraban en el interior del comedor,
actuando como guardia de proximidad, en tanto que Loken, con diez de sus hombres,
deambulaban por los alrededores de la casa.
Loken había elegido la Sexta Escuadra de la Décima Compañía, la Escuadra
Táctica Walkure, para que montaran guardia con él. Mediante su veterano jefe, el
hermano sargento Karus, había desplegado a los hombres alrededor de las zonas de
acceso a la sala y concebido un sencillo ciclo de patrulla.
La casa estaba tranquila, y también la ciudad. Se escuchaba el sonido de la suave
brisa procedente del océano, el siseo de la exuberante vegetación, el chapoteo y
campanilleo de las fuentes decorativas, y el murmullo del aria en un segundo plano.
Loken paseó de estancia en estancia, de sombra a luz. La mayor parte de los espacios
públicos de la casa estaban iluminados mediante fuentes de luz situadas dentro de las
paredes, de modo que formaban matrices de sombra y color en el interior,
proyectadas por los paneles de soberbia madera y el precioso cristal coloreado
insertado en las paredes. De vez en cuando se topaba con uno de los walkure que
realizaba un circuito de patrulla, e intercambiaban un saludo con la cabeza y unas
pocas palabras en voz baja. Con menos frecuencia, veía sirvientes apresurados que
entraban y salían del comedor llevando platos, o se cruzaba en el camino de los
propios centinelas de Naud, en su mayoría gleves con armadura, que no decían nada
pero lo saludaban como respuesta a su saludo.
La casa de Naud contenía toda una colección de tesoros artísticos, algunos
desconcertantemente fuera de la capacidad de comprensión de Loken. Las obras de
arte estaban expuestas con elegancia en nichos iluminados y sobre pedestales que
disponían de su propia pantalla de protección. Algunas cosas las comprendía.
Retratos y bustos, pinturas y esculturas de luz, cuadros de nobles interexianos y sus
familias, estudios de animales o flores silvestres, escenas de montaña, maquetas
detalladas e ingeniosas de mundos no identificados abiertas en un mecánico corte
transversal como las capas de una cebolla.
En un pasillo inferior del ala oriental de la casa, Loken tropezó con una obra de
arte que atrajo especialmente su atención. Era un libro, un libro viejo, grande,
arrugado, iluminado y guardado dentro de su propia pantalla estuche. Las chillonas
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ilustraciones hechas con planchas de madera fueron lo primero que llamaron su
atención, con sus imágenes de demonios y espectros, ángeles y querubines. Luego vio
que estaba escrito en la antigua escritura de Terra, el idioma y la forma que había
sobrevivido desde la prehistoria hasta Las crónicas de Ursh, que descansaban, todavía
sin terminar, en su sala de armas. Lo miró con atención. Un movimiento de la mano
sobre la estática de la pantalla hizo girar las páginas. Las pasó hacia atrás hasta llegar a
la primera y leyó la portada con su nítida letra estampada mediante un bloque de
madera.
«Una maravillosa historia del mal; siendo una advertencia a la humana especie
sobre los abusos de la hechicería y la seducción del demonio».
—Eso ha llamado su atención, ¿verdad?
Loken se irguió y se dio la vuelta. Un oficial real interexiano estaba de pie a poca
distancia, observándolo. Loken conocía al hombre, era uno de los comandantes
subalternos de Naud. Se llamaba Mithras Tull. Lo que no se explicó fue cómo Tull
había conseguido acercarse tanto sin que él se diera cuenta.
—Es un objeto curioso, comandante —dijo.
Tull asintió y sonrió. Era un gleve, y su lanza lastrada estaba apoyada contra un
pilar detrás de él. Se había quitado el visor para dejar al descubierto su rostro
agradable y honesto.
—Una similitud.
—¿Una qué?
—Perdone, esa es la palabra que nos hemos acostumbrado a usar para referirnos a
cosas que son lo bastante antiguas como para mostrar nuestro linaje común. Una
similitud. Ese libro significa tanto para ustedes como para nosotros. Estoy seguro.
—Es curioso, ciertamente —admitió Loken, que, por cortesía, se desabrochó el
casco y se lo quitó—. ¿Hay algún problema, comandante?
Tull efectuó un gesto tranquilizador.
—No, en absoluto. Mis deberes son similares a los suyos esta noche, capitán.
Seguridad. Estoy a cargo de las patrullas de la casa.
Loken asintió y volvió a señalar con la mano el antiguo libro que se exhibía allí.
—Hábleme de esta pieza. Si dispone de tiempo.
—Es una noche tranquila.
Tull volvió a sonreír. Se adelantó y rozó la pantalla de protección con los dedos
enfundados en metal para pasar las hojas.
—Mi señor Jephta adora este libro. Lo redactaron durante los primeros años de
nuestra historia, antes de que el estado interexiano se fundara debidamente, durante
nuestra expansión hacia el exterior desde Terra. Quedan muy pocas copias. Es un
tratado contra la práctica de la hechicería.
—¿Naud lo adora? —preguntó Loken.
—Como un… ¿cuál es la palabra que utilizan? ¿Una curiosidad?
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Había algo extraño en la voz de Tull, y Loken finalmente se dio cuenta de qué era.
Aquella era la primera conversación que tenía con un representante interexiano sin
que intérpretes meturge entonaran el aria como telón de fondo.
—Es una obra de una era oscura llena de tribulaciones —continuó Tull—.
Terrible y apocalíptica. Imagine, capitán…, hombres de Terra viajando a las estrellas,
equipados con tecnología sensacional y maravillosa, y temiendo tanto a la oscuridad
que tenían que redactar tratados sobre demonios.
—¿Demonios?
—Ya lo creo. Esto nos previene contra brujas, prácticas obscenas, espíritus
familiares y las artes mediante las cuales un hombre podría transformarse en un
demonio y atacar a los suyos.
«Algunos se convirtieron en demonios y se volvieron contra los suyos».
—Así que… ¿lo consideran una broma? ¿Una curiosa reversión a los tiempos de la
ignorancia?
—No una broma, capitán —respondió Tull encogiéndose de hombros—, sino un
enfoque anticuado y alarmista. Los interexianos son una sociedad madura.
Comprendemos la amenaza del Kaos muy bien, y la colocamos en el lugar que le
corresponde.
—¿Caos?
Tull frunció el entrecejo.
—Sí, capitán. Kaos. Pronuncia la palabra como si no la hubiera oído nunca antes.
—Conozco la palabra, pero usted la pronuncia como si tuviera una connotación
específica.
—Claro, desde luego que la tiene. Ninguna raza que efectúe viajes interestelares
por el cosmos puede operar sin comprender la naturaleza del Kaos. Damos las gracias
a los eldars por enseñarnos sus rudimentos, pero no habríamos tardado en
reconocerlo sin su ayuda. Sin duda, no se puede utilizar el immaterium durante un
tiempo prolongado sin aceptar el Kaos como un… —Su voz se apagó—. ¡Bendito sea
el cielo! No lo saben, ¿verdad?
—¿No sabemos qué? —le espetó Loken.
Tull empezó a reír, pero no era una burla.
—Todo este tiempo hemos estado dándole largas al asunto y su Señor de la
Guerra temiendo lo peor…
—Comandante —dijo Loken, dando un paso al frente—, reconoceré mi
ignorancia y abrazaré la iluminación, pero no permitiré que se rían de mí.
—Perdone.
—Dígame por qué debería hacerlo. Ilumíneme.
Tull dejó de reír y miró a Loken a la cara fijamente. Sus ojos azules eran
terriblemente fríos y penetrantes.
—El Kaos es la condenación de toda la humanidad, Loken. El Kaos nos
sobrevivirá y bailará sobre nuestras cenizas. Todo lo que podemos hacer, todo lo que
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podemos esforzarnos por conseguir, es reconocer su amenaza y mantenerla a raya
mientras subsistamos.
—No es suficiente —dijo Loken.
—Estábamos tan equivocados —siguió Tull negando con la cabeza.
—¿Sobre qué?
—Sobre ustedes. Sobre el Imperio. Tengo que ir a ver a Naud inmediatamente y
explicarle esto. Si al menos la naturaleza de esto hubiera salido antes…
—Explíquemelo primero. Ahora. Aquí.
Tull contempló a Loken durante un largo y silencioso momento, como si
calculara sus opciones. Finalmente, se encogió de hombros y dijo:
—El Kaos es una fuerza primitiva del cosmos. Reside en el interior del
immaterium…, lo que ustedes llaman la disformidad. Es una fuente de las más
malévolas y totales de las corrupciones y maldades. Es el mayor enemigo de la
humanidad: tanto interexiana como imperial, porque destruye desde el interior como
un cáncer. Es insidioso. No se parece a una forma alienígena hostil que se puede
derrotar o suprimir. Se extiende como una enfermedad. Está en la base de toda
hechicería y magia. Es…
Vaciló y miró a Loken con una expresión de pena.
—Es el motivo por el que les hemos dado largas. Tiene que comprender que la
primera vez que establecimos contacto, nos sentíamos llenos de júbilo, rebosantes de
alegría. Por fin. ¡Por fin! Contacto con nuestros parientes perdidos, contacto con
Terra, después de tantísimas generaciones. Era un sueño que todos habíamos
abrigado, pero debíamos tener cuidado. En los siglos transcurridos desde la última
vez que tuvimos contacto con Terra, las cosas podrían haber cambiado. Había
transcurrido una era de conflictos y condenación. No había ninguna garantía de que
los hombres, que tenían aspecto de hombres y afirmaban provenir de Terra en
nombre de un nuevo emperador terrano, no fueran agentes del Kaos bajo la
apariencia apropiada. No existía ninguna garantía de que mientras que los hombres
interexianos habían permanecido puros, el Kaos no hubiera contaminado y
transformado a los de Terra.
—No estamos…
—Deje que termine, Loken. El Kaos, cuando se manifiesta, es brutal, codicioso,
belicoso. Es una fuerza de insaciable destrucción. Eso es lo que nos han enseñado los
eldars y los kinebrachs, y por lo tanto los hombres puros interexianos han estado
siempre preparados para frenar al Kaos en cualquier parte donde alce su rostro
belicoso. Dígame, capitán, ¿hasta qué punto no parecen ustedes belicosos? Enormes y
corpulentos, criados para combatir, impelidos a destruir, conducidos por un hombre
al que llaman alegremente «Señor de la Guerra». ¿Señor de la Guerra? ¿Qué clase de
rango es ese? No Emperador, ni comandante, ni general, sino Señor de la Guerra. La
contundencia del término apesta a Kaos. Queremos abrazarlos, ansiamos poder
hacerlo, unirnos a ustedes, estar hombro con hombro a su lado, pero les tememos,
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Loken. Se asemejan al enemigo que hemos sido educados para prevenir desde el
momento mismo de nacer. El irresistible e implacable demonio de la guerra del Kaos.
El dios sanguinario de la aniquilación.
—Ese no somos nosotros —dijo Loken, horrorizado.
—Lo sé —indicó Tull, asintiendo con vehemencia—. Lo veo ahora. De verdad.
Hemos cometido una equivocación con nuestras dilaciones. No existe mácula en
ustedes. Únicamente hay la más sorprendente inocencia.
—Intentaré no sentirme ofendido.
Tull lanzó una carcajada y cerró las manos sobre el puño derecho de Loken.
—No es necesario, no es necesario. Podemos mostrarles los peligros que hay que
esperar. Podemos ser hermanos y…
Se interrumpió de pronto, y apartó las manos.
—¿Qué sucede? —preguntó Loken.
Tull escuchaba su transmisor de comunicaciones y su rostro se oscurecía.
—Comprendido —respondió a través del micrófono del cuello—. Acción
inmediata.
Volvió a mirar a Loken.
—Bloqueo de seguridad, capitán. Le importaría… Lo siento. Esto parece muy
brusco después de lo que hemos estado hablando…, pero ¿podría entregarme sus
armas?
—¿Mis armas?
—Sí, capitán.
—Lo siento, comandante, pero no puedo hacer eso. No mientras mi comandante
esté en el edificio.
Tull carraspeó y encajó con cuidado el visor blindado a la armadura. Alargó la
mano y agarró con cautela su lanza.
—Capitán Loken —dijo. La voz surgía ahora de su equipo de comunicación—,
exijo que me entregue sus armas ahora mismo.
—¿Por qué motivo? —inquirió él, dando un paso atrás.
—¡No tengo por qué dar una razón, maldita sea! Soy oficial de guardia en
territorio interexiano. ¡Entrégueme sus armas!
Loken se encajó su propio casco. Las pantallas del visor aparecieron
alarmantemente en blanco. Comprobó el subcomunicador y los canales de seguridad,
intentando comunicar con Kairus, Torgaddon o cualquier miembro del destacamento
de escolta. Los sistemas de su traje estaban siendo bloqueados exhaustivamente.
—¿Me está neutralizando? —preguntó.
—Los sistemas de la ciudad lo están neutralizando. Entrégueme el arma que lleva
al costado, Loken.
—Me temo que no puedo. Mi prioridad es defender a mi comandante.
—Vaya, es listo —dijo Tull negando con la cabeza acorazada—. Muy listo. Casi
me convence. Casi consiguió que creyera que era inocente.
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—Tull, no sé qué sucede.
—Por supuesto que no lo sabe.
—Comandante Tull, habíamos alcanzado un acuerdo, hombre a hombre. ¿Por
qué hace esto?
—Seducción. Casi me convence. Estuvo genial, pero no lo calcularon bien.
Mostraron su juego demasiado pronto.
—¿Juego? ¿Qué juego?
—No finja. La Galería de los Artefactos está ardiendo. Ustedes han movido ficha.
Ahora los interexianos responden.
—Tull —le advirtió Loken posando la mano con firmeza sobre el pomo de su
espada—, no me obligue a pelear.
Con un rugido de rabia, el gleve blandió su lanza contra Loken.
El oficial interexiano se movió con una velocidad pasmosa, e incluso con la mano
apoyada en la espada, Loken no tuvo tiempo de sacarla. Se las arregló para alzar los
brazos recubiertos por la armadura y desviar el golpe, y los dos que siguieron. La
armadura ligera de las tropas interexianas parecía facilitar una movilidad y destreza
impresionantes, quizá incrementando incluso las habilidades naturales del usuario. El
ataque de Tull fue fluido y profesional, rebanando el aire con la hoja de la larga lanza
en ataques diseñados para obligar a Loken a retroceder y rendirse.
—¡Tull! ¡Deténgase!
—¡Ríndase a mí, ahora!
Loken no deseaba luchar, y se podía decir que tampoco tenía ni idea de qué había
hecho cambiar a Tull de un modo tan repentino y total, pero desde luego no tenía
intención de rendirse. El Señor de la Guerra estaba allí, desprotegido, y por lo que
Loken sabía, se había privado a todos los agentes imperiales de la zona de los enlaces
sensoriales y de comunicación. No tenía conexión con el grupo del Señor de la
Guerra, ni con el complejo del Extranus, y desde luego, ninguna con la flota. Sabía
que su prioridad era muy sencilla. Él era una arma, un instrumento, y tenía un
propósito simple y definido: proteger la vida del Señor de la Guerra. Todas las demás
cuestiones eran totalmente secundarias y discutibles.
Se concentró. Sintió el poder en sus miembros, en la flexibilidad repentinamente
más cálida y activa de los músculos de polímero del revestimiento interno de su traje.
Notó la vibración de la unidad de energía sobre la región baja de la espalda a medida
que esta obedecía a sus instintos y aportaba todo su poder. Hasta entonces había
apartado a manotazos los ataques de la lanza, permitiendo que Tull le estropeara la
armadura.
Aquello se había acabado.
Lanzó el brazo, detuvo el siguiente golpe y apartó violentamente el arma a un lado
con el puño. Tull se dejó llevar por el retroceso con suma pericia, girando a la vez que
utilizaba el impulso para lanzar un ataque directamente al pecho de Loken. Nunca
alcanzó su objetivo. Loken agarró la lanza por la base de la hoja con la mano
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izquierda, moviéndose con una rapidez tan impresionante como la del oficial
interexiano, y la detuvo en seco. Antes de que Tull pudiera liberarla, Loken asestó un
puñetazo con la derecha a la zona plana de la hoja y descabezó totalmente la lanza. La
hoja salió despedida dando vueltas sobre sí misma.
Tull no se amilanó, e hizo girar el arma rota para atacar a Loken con el extremo
lastrado del arma como si se tratara de un garrote largo. El lobo lunar se protegió de
dos violentos golpes de la bola con los bordes de sus guanteletes. Tull movió las
manos sobre el asta y la lanza se cargó de repente de danzantes chispas azuladas de
electricidad. Descargó otra vez la bola chisporroteante sobre Loken y se oyó un
potente estallido. La potencia de la descarga de la lanza fue tal que Loken se vio
lanzado al otro lado de la estancia. Aterrizó sobre el pulido suelo y patinó unos
cuantos metros mientras unas moribundas telarañas eléctricas parpadeaban por las
placas blindadas del pecho. Notó el sabor de la sangre en la boca, y sintió el breve
dolor, rápidamente aliviado, de magulladuras de importancia en el torso.
Efectuó una tijereta con la espalda y las piernas, y se incorporó de un salto
mientras Tull se aproximaba. Desenvainó entonces su espada y, bajo la luz multicolor,
la hoja de acero blanco del arma brilló como una púa de hielo en su puño.
No ofreció a Tull ninguna oportunidad de renovar el asalto como agresor; se
abalanzó sobre el hombre que lo atacaba y empezó a golpearlo violentamente con la
espada, como si fuera un martillo. Tull retrocedió, obligado a usar los restos de la
lanza como herramienta para detener los golpes mientras la espada imperial
arrancaba pedacitos al asta.
El oficial dio un salto atrás y desenvainó su propia espada por encima de la
cabeza, sacándola de la funda que llevaba a la espalda. Sujetó la larga arma plateada —
unos buenos diez dedos más larga que la de Loken— con la mano derecha, y la lanza
garrote con la izquierda. Cuando volvió a atacar, asestaba golpes con las dos.
Los sentidos de astartes de Loken previeron y respondieron a todos los ataques. Su
espada se movió como una exhalación a derecha e izquierda, obligando a retroceder al
bastón y deteniendo la espada con dos sonoros repiqueteos metálicos. Se abrió paso al
interior de la guardia de la línea corporal de Tull y le apartó la espada a un lado el
tiempo suficiente para empujar con el hombro al oficial real en el pecho. Este
trastabilló hacia atrás y Loken no le dio tregua. Volvió a blandir la espada y arrancó el
bastón de la mano izquierda de su oponente. El arma rebotó por el suelo entre
centelleos y descargas de energía.
A continuación se enfrentaron otra vez, espada contra espada. El combate era
feroz. Loken no tenía dudas sobre su propia habilidad: la había puesto a prueba
demasiadas veces últimamente, y no lo había decepcionado. Pero era evidente que
Tull era un espadachín consumado y, lo que era más significativo, había aprendido su
arte de una escuela de esgrima totalmente distinta. No había un lenguaje común en su
combate, ni una base técnica compartida. Cada golpe, parada y estocada que
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intentaba uno, resultaba inexplicable y desconocido para el otro. Cada milisegundo
del intercambio era una curva potencialmente letal de aprendizaje.
Era casi placentero. Fascinante. Ingenioso. Esclarecedor. Loken pensó que a
Lucius le habría encantado un combate así, con tantas técnicas nuevas con las que
deleitarse.
Pero era una pérdida de tiempo. Loken detuvo el siguiente mandoble, atrapó la
muñeca derecha de su adversario con fuerza con la mano izquierda y golpeó el brazo
que empuñaba la espada a la altura del codo con un limpio y deliberado tajo.
Tull se balanceó hacia atrás mientras la sangre salía a chorros por el muñón.
Loken arrojó la espada y el miembro seccionado a un lado, y agarró a Tull por el
rostro, a punto de efectuar su golpe de gracia, el veloz movimiento de decapitación
descendente y ascendente, pero cambió de idea y en vez de ello golpeó la cabeza del
otro con la espada, usando la hoja plana.
Tull salió despedido por los aires. Su cuerpo dio torpes volteretas laterales por el
suelo y fue a detenerse contra la base de uno de los pedestales de exhibición. La sangre
goteó por el pedestal formando un charco.
—¡Aquí Loken, Loken, Loken! —aulló este por su transmisor.
No recibió otra cosa que silencio y estática. Pasando la espada a la mano
izquierda, sacó el bólter y corrió al frente; apenas había dado tres pasos cuando los
dos sagitares entraron de un salto en la estancia. Lo vieron, y sus arcos se tensaron al
instante para disparar.
Loken lanzó un disparo a la pared situada detrás de ellos y los hizo estremecerse.
—¡Soltad los arcos! —ordenó a través de los altavoces del casco.
El bólter que empuñaba les dejo bien claro que no debían discutir la orden.
Ambos dejaron caer a un lado los arcos y saetas con un repiqueteo metálico. Loken
señaló a Tull con la cabeza sin dejar de apuntarlos con el arma.
—No deseo verlo morir —dijo—. Vendad su brazo rápidamente antes de que se
desangre.
Titubearon y luego corrieron junto al herido. Cuando volvieron a alzar los ojos,
Loken había desaparecido.
Descendió por un pasillo hasta el interior de una columnata contigua, oyendo lo
que era con certeza un bólter que disparaba a lo lejos. Otro sagitar apareció por
delante y disparó lo que parecía un láser contra él. El disparo pasó muy desviado
junto a su hombro izquierdo. Loken apuntó su bólter y tumbó al guerrero de espaldas.
Otros dos soldados interexianos hicieron su aparición, otro sagitar y un gleve.
Loken, corriendo todavía, les disparó antes de que pudieran reaccionar. La potencia
de sus disparos, los dos dirigidos al torso, arrojó a los dos soldados de espaldas contra
la pared, desde donde resbalaron hasta el suelo. La armadura de los guerreros
interexianos era muy resistente, y sus proyectiles no habían atravesado el blindaje del
pecho de ninguno de los dos hombres, aunque la violenta fuerza del impacto los había
dejado fuera de combate, y probablemente había hecho papilla sus tripas.
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Oyó pasos y se volvió. Era Kairus y uno de sus hombres, Oltrentz. Ambos
empuñaban armas.
—¿Qué demonios sucede, capitán? —chilló Kairus.
—¡Venid conmigo! —ordenó Loken—. ¿Dónde está el resto del destacamento?
—No tengo ni la más mínima idea —se quejó Kairus—. ¡El comunicador no
funciona!
—Nos están neutralizando —añadió Oltrentz.
—La prioridad es el Señor de la Guerra —les aseguró Loken—. Seguidme y…
Se produjeron más destellos, como si fuera fuego láser. Proyectiles que se movían
con tanta rapidez que no eran más que líneas de luz, descendieron como una
exhalación por la columnata, tan deprisa que Loken no pudo seguirlas con la mirada.
Oltrentz cayó de rodillas con un fuerte estruendo metálico, atravesado por dos flechas
sin plumas que habían penetrado limpiamente a través de su blindaje modelo IV.
Penetrado limpiamente. Loken recordaba todavía la expresión divertida de
Torgaddon y la aseveración de Aximand: «Probablemente son ceremoniales».
Oltrentz cayó de bruces. Estaba muerto, y no había tiempo ni ningún apotecario
que convirtiera su muerte en algo provechoso.
Más saetas pasaron junto a ellos como una exhalación. Loken sintió un impacto.
Kairus se tambaleó cuando el dardo de un sagitar perforó totalmente su torso y se
incrustó en la pared detrás del guerrero.
—¡Kairus!
—¡Siga adelante, capitán! —respondió él, arrastrando las palabras debido al dolor
—. Un disparo demasiado limpio. ¡Curaré!
Kairus se puso en pie y abrió fuego con su bólter de asalto disparando en
automático. Roció la columnata situada frente a ellos, y Loken vio que tres sagitares
caían hechos un ovillo y explotaban bajo la atronadora descarga del arma. Su coraza
se rompía, ahora. Después de seis o siete impactos consecutivos de proyectiles
perforadores explosivos, sus armaduras cedían.
«Hasta qué punto los hemos subestimado», pensó Loken, y siguió adelante, con
Kairus cojeando tras él. El herido ya había dejado de sangrar. Su cuerpo
genéticamente mejorado había autocicatrizado las heridas de entrada y salida, y lo que
fuera que el dardo sagitar había ensartado entre aquellos dos puntos, sin duda las
mejoras incorporadas a la anatomía astartes lo compensaban ya.
Juntos, se abrieron paso violentamente hasta el interior del comedor principal. La
habitación era un caos. Torgaddon y el resto de su destacamento cubrían al Señor de
la Guerra mientras lo llevaban en dirección a la salida sur. No se veía ni rastro de
Naud, pero los soldados interexianos disparaban al grupo de Torgaddon desde una
entrada en el otro extremo de la sala. El fuego de bólter iluminaba el aire. Varios
cuerpos, incluido el de un lobo lunar, yacían retorcidos entre las sillas y las mesas de
banquete volcadas. Loken y Kairus dirigieron su fuego hacia la lejana entrada.
—¡Tarik!
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—¡Me alegro de verte, Garvi!
—¿Qué diablos es esto?
—¡Un error! —rugió Horus, su voz quebrándose de desesperación—. ¡Esto es una
equivocación! ¡Una equivocación!
Brillantes haces de luz azotaron la pared situada junto a ellos. Dardos sagitares
hendieron el aire cargado de humo. Uno de los hombres de Torgaddon se dobló hacia
adelante con el casco atravesado por un dardo.
—Equivocación o no, tenemos que salir de aquí. ¡Ahora! —aulló Loken.
—¡Zakias! ¡Cyclos! ¡Regold! —gritó Torgaddon sin dejar de disparar—. ¡Uníos al
capitán Loken y sacadnos de aquí!
—¡Conmigo! —gritó Loken.
—¡No! —rugió el Señor de la Guerra—. ¡No de este modo! No podemos…
—¡Fuera! —gritó a voz en cuello Loken a su comandante.
El combate para conseguir escapar de la casa de Naud duró diez minutos cargados
de furia. Loken y Kairus cerraron la retaguardia con los hermanos que Torgaddon les
había asignado, mientras el mismo Torgaddon transportaba al Señor de la Guerra al
exterior a través de los muelles de carga del sótano. Dos veces insistió Horus en
regresar, pues no quería dejar a nadie, en especial a Loken, atrás, pero, de algún
modo, usando palabras que Torgaddon jamás dijo a Loken, el guerrero consiguió
convencerlo de no hacerlo.
Cuando por fin salieron a la calle, el resto de la guardia exterior de Loken se había
agrupado ya junto a ellos, ampliando el muro de protección alrededor del Señor de la
Guerra, todos excepto Jaeldon, cuya suerte no conocieron jamás.
La retaguardia era un combate salvaje. Retrocediendo metro a metro por el
vestíbulo de salida y el muelle de carga, el grupo de Loken se encontró bajo un fuego
intenso, la mayor parte de él formado por dardos disparados por los sagitares, pero
también con algunos rayos de energía procedentes de armamento pesado. Campanas
y sirenas resonaban por todas partes. Zakias cayó en el muelle de carga, con la cabeza
arrancada por un rayo destructor de un blanco azulado que chamuscó las paredes.
Cyclos, con el cuerpo convertido en un alfiletero de dardos, cayó a las puertas del
vestíbulo de salida. Boca abajo, sangrando profusamente, intentó volver a disparar,
pero otros dos dardos le atravesaron el cráneo y lo clavaron a la puerta. Kairus fue
herido por otro dardo en el muslo izquierdo mientras cubría a Loken; a Regold lo
derribó una flecha que le perforó la abertura ocular derecha, y en cuanto se incorporó,
otra le atravesó el cuello y acabó con él.
Disparando desde detrás de él, Loken sacó a Kairus a rastras a través de la zona del
muelle hasta la calle.
La noche cubría la ciudad en el exterior, y el oscuro dosel de hojas siseaba bajo la
brisa sobre sus cabezas. Las farolas centelleaban. A lo lejos, un resplandor rojizo
iluminaba las nubes, brotando hacia lo alto desde un edificio situado en las
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profundidades más remotas de la ciudad escalonada. Las sirenas ululaban a su
alrededor.
—Estoy bien —dijo Kairus, a pesar de que era evidente que tenía problemas para
mantenerse en pie—. Esa estuvo cerca, capitán.
Alzó la mano y arrancó un asta sagitar que estaba clavada en la placa del hombro
derecho de Loken. Era el golpe que había notado en la columnata.
—No lo bastante cerca, hermano —respondió Loken.
—¡Vamos, si es que vais a venir! —gritó Torgaddon, acercándose a ellos al tiempo
que lanzaba una rociada de fuego de bólter muelle abajo.
—Esto es un desastre —dijo Loken.
—Como si no me hubiera dado cuenta —escupió Torgaddon, a la vez que
desenganchaba una carga explosiva del cinturón y la arrojaba al pasillo del
desembarcadero.
La explosión lanzó un remolino de humo y cascotes en su dirección.
—Hemos de poner a salvo al Señor de la Guerra —indicó Torgaddon—. Al
Extranus.
—Hemos de… —empezó Loken, asintiendo.
—No —dijo una voz.
Volvieron la mirada. Horus estaba de pie junto a ellos. El muelle que ardía
iluminaba lateralmente su rostro y sus ojos tenían una expresión feroz. Aquella noche
se había vestido para una cena, no para combatir, así que llevaba una túnica y una piel
de lobo; pero quedaba bien claro por su actitud que se moría de ganas por tener una
armadura y una buena espada.
—Con todo respeto, señor —dijo Torgaddon—. Somos la escolta designada. Está
bajo nuestra responsabilidad.
—No —repitió Horus—. Protegedme, por supuesto, pero no me iré en silencio.
Esta noche se ha cometido un error terrible. Todo aquello por lo que hemos trabajado
se ha ido a pique.
—Y por lo tanto, debemos sacarlo con vida —dijo Torgaddon.
—Tarik tiene razón, señor —añadió Loken—. Esta no es una situación que…
—Es suficiente, es suficiente, hijo —respondió Horus, y alzó los ojos hacia las
ramas negras que suspiraban sobre sus cabezas—. ¿Qué ha ido mal? Naud se sintió de
pronto tan ofendido. Dijo que habíamos infringido la ley.
—Hablé con un hombre —dijo Loken—; justo cuando las cosas se estropearon.
Me hablaba del Caos.
—¿Qué?
—Del Caos, y de que se trata de nuestro mayor enemigo común. Temía que
estuviera en nosotros. Dijo que ese era el motivo de que se mostraran tan cautelosos,
porque temían que podríamos haber traído al Caos con nosotros. Señor, ¿a qué se
refería?
Horus miró a Loken.
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—Se refería a Jubal. Se refería a las Cabezas Susurrantes. Se refería a la
disformidad. ¿Has traído a la disformidad aquí, Garviel Loken?
—No, señor.
—Entonces la imperfección está en ellos. La gran, gran imperfección que el
Emperador en persona, amado por todos, me dijo que vigilara ante todo. Dioses,
deseaba que este lugar estuviera libre de ella. Que estuviera puro. Que fueran primos
que pudiéramos abrazar contra nuestros pechos. Ahora conocemos la verdad.
Loken negó con la cabeza.
—Señor, no. No creo que fuera eso a lo que se refería. Creo que estas gentes
desprecian el Caos…, la disformidad…, tanto como nosotros. Creo que solo temen
que esté en nosotros, y esta noche, algo ha demostrado que su temor era justificado.
—¿Cómo qué? —inquirió Torgaddon con brusquedad.
—Tull dijo que la Galería de los Artefactos estaba en llamas.
—Esto es de lo que nos acusaron —indicó Horus, asintiendo—. Robo. Engaño.
Asesinato. Al parecer alguien asaltó la Galería de los Artefactos y asesinó al
conservador. Robaron armas.
—¿Qué armas, señor? —preguntó Loken.
Horus sacudió la cabeza.
—Naud no lo dijo. Estaba demasiado ocupado acusándome desde el otro extremo
de la mesa. Ahí es adonde deberíamos ir ahora.
Torgaddon lanzó una risa burlona.
—Ni hablar. Hemos de ponerlo a salvo, señor. Esa es nuestra prioridad.
El Señor de la Guerra miró a Loken.
—¿Tú también crees eso?
—Sí, señor.
—Entonces resulta que voy a tener que daros una contraorden. Respeto vuestros
esfuerzos por salvaguardarme. Tomo nota de vuestra lealtad acérrima. Ahora,
conducidme a la Galería de los Artefactos.
El edificio estaba en llamas. Las pantallas de contención estallaban en las
profundidades inferiores del lugar y proyectaban una cascada de llamas hacia las
galerías superiores. Un intérprete meturge, ennegrecido por el humo, salió cojeando a
su encuentro.
—¿Es que no han pecado suficiente? —preguntó, lleno de odio.
—¿Qué es lo que cree que hemos hecho? —preguntó Horus.
—Un asesinato despreciable. Asherot está muerto. La galería arde. Podrían haber
solicitado conocer nuestras armas. No era necesario matar para obtenerlas.
—Nosotros no hemos hecho nada —respondió Horus, negando con la cabeza.
El hombre se echó a reír y luego cayó al suelo.
—Ayudadlo —dijo Horus.
Montones de cenizas caían sobre ellos, lloviendo desde un cielo negro y asfixiante.
El fuego se había extendido al bosque que discurría sobre sus cabezas, y la calle estaba
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iluminada por las llamas. En la atmósfera flotaba un olor fétido a vegetación
quemada, y en calles situadas en terrazas inferiores, cientos de figuras se reunían y
alzaban los ojos hacia el fuego. Un pánico y horror enormes se extendían por Xenobia
Principis.
—Nos temían desde el principio —dijo el Señor de la Guerra—. Sospechaban de
nosotros, y ahora esto. Creerán que no se equivocaban al hacerlo.
—Se están reuniendo guerreros enemigos en las escaleras de acceso —advirtió
Kairus.
—¿Enemigos? —rio Horus—. ¿Cuándo se convirtieron en el enemigo? Son
hombres como nosotros.
Elevó una mirada iracunda al cielo nocturno, echó la cabeza hacia atrás y profirió
un juramento dirigido a las estrellas. Luego, su voz descendió hasta convertirse en un
susurro, aunque Loken estaba lo bastante cerca para poder oír sus palabras.
—¿Por qué me has puesto esta prueba, padre? ¿Por qué me has abandonado? ¿Por
qué? Es demasiado cruel. Demasiado cruel. ¿Por qué me has dejado para que haga
esto yo solo?
Las formaciones interexianas se aproximaban. Loken escuchó cascos
repiqueteando sobre las losas, y vio las figuras de los sagitares montados recortadas
contra las llamas. Dardos, igual que lágrimas brillantes, empezaron a llover a través de
la noche, clavándose en el suelo y las paredes cercanas.
—Mi señor, no más demoras —instó Torgaddon.
También se concentraban los gleves, y sus lanzas en movimiento eran como tallos
negros recortándose en el resplandor anaranjado. Las chispas volaban como
oraciones perdidas hacia el cielo.
—¡Deteneos! —rugió Horus a los soldados que avanzaban—. ¡En nombre del
Emperador de la Humanidad! Exijo hablar con Naud. ¡Id a buscarlo ahora!
La única respuesta fue otra oleada de saetas. El lobo lunar situado junto a
Torgaddon cayó muerto, y otro se tambaleó hacia atrás, herido. Una flecha se
incrustó en el brazo izquierdo del Señor de la Guerra, quien, sin un gesto de dolor, se
la arrancó, y contempló cómo la sangre salpicaba las losas a sus pies. Fue hacia el
astartes caído, se inclinó y recogió el bólter y la espada del soldado.
—Fue su equivocación —dijo a Loken y a Torgaddon—. Su maldita equivocación.
No nuestra. Si van a temernos, entonces vamos a darles buenos motivos para ello. —
Alzó la espada que empuñaba.
—¡Por el Emperador! —aulló en cthónico—. ¡Iluminémoslos!
—¡Lupercal! ¡Lupercal! —respondió el puñado de guerreros que lo rodeaba.
Cayeron directamente sobre los sagitares que cargaban, proyectando haces de luz
cegadora en la estrecha calle con los disparos de sus bólters. Los corceles robots se
hicieron añicos y se desplomaron, con los hombres desprendiéndose de ellos con los
brazos extendidos. Horus avanzaba ya a su encuentro, lanzando mandobles con la
espada contra los flancos de acero y los pechos cubiertos de corazas. Su primer golpe
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lanzó a un hombre-caballo por los aires, los cascos pateando, que fue a estrellarse de
espaldas contra las filas situadas detrás de él.
—¡Lupercal! —aulló Loken, corriendo a colocarse al lado derecho del Señor de la
Guerra y balanceando la espada con las dos manos.
Torgaddon cubrió el lado izquierdo, eliminando a un trío de gleves. Luego utilizó
una lanza arrebatada a uno de ellos para golpear al grupo que apareció a
continuación. Los soldados interexianos, algunos chillando, se vieron obligados a
retroceder escaleras abajo o cayeron por encima de la barandilla de piedra de la calle y
fueron a parar a la terraza situada debajo.
De todas las batallas que Loken había librado junto a su comandante, aquella fue
la más feroz, la más triste, la más despiadada. Mostrando los dientes bajo la luz de las
llamas, blandiendo la espada contra el enemigo en todas direcciones, Horus parecía
más noble de lo que Loken lo había visto jamás. Recordaría aquel momento años
después, cuando el destino efectuó su cruel jugarreta y el sentido común se invirtió.
Recordaría a Horus, Señor de la Guerra, en aquella calle estrecha iluminada por las
llamas, defendiendo el honor y el valor inflexible del Imperio de la Humanidad.
Tendrían que haberse pintado frescos, escrito poemas, compuesto sinfonías, para
celebrar aquel instante en que Horus realizó su declaración más absoluta de devoción
al Trono.
Y a su padre.
No habría nada de eso. El odioso futuro engulló tales posibilidades, engulló
también el recuerdo, hasta que el hecho mismo de aquella nobleza se convirtió en algo
imposible de creer.
Los guerreros enemigos, y eran guerreros enemigos en aquellos momentos,
taponaron la calle, empujando al Señor de la Guerra y a los pocos escoltas que
quedaban a formar un círculo cerrado. Una última resistencia. Curiosamente era
como lo había imaginado, aquella noche en el jardín, al efectuar su juramento. Una
espléndida y postrera resistencia contra un enemigo desconocido, combatiendo al
lado de Horus.
Estaba cubierto de sangre, la armadura con agujeros y abolladuras en un centenar
de lugares. No vaciló. A través del humo que flotaba en lo alto, Loken vislumbró una
luna, una luna pequeña que brillaba en la esquina de aquel firmamento extraño.
De un modo muy apropiado, se reflejaba en el espejo reluciente del océano en
medio de la bahía.
—¡Lupercal! —gritó Loken.
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Cuatro
Últimos disparos
Los Hijos de Horus
Anatam
—¿Qué fue lo que se llevaron? —preguntó Mersadie Oliton.
—Un anatam, según afirman.
—¿Un arma?
—Nosotros no la cogimos —dijo Loken, despojándose del resto de su abollada
armadura—. No nos llevamos nada. La matanza fue por nada.
La joven se encogió de hombros y a continuación sacó un fajo de papeles de su
vestido. Eran las últimas creaciones de Karkasy, y ella había ido a la sala de armas con
el pretexto de entregarlas. En realidad, tenía la esperanza de averiguar qué había
sucedido en Xenobia.
—¿Me lo contará? —preguntó.
Loken alzó los ojos. Había sangre seca en su rostro y manos.
—Sí —contestó.
La batalla de Xenobia Principis duró hasta el amanecer, y sumió en ella a gran
parte de la ciudad. A la primera señal de disturbios, incapaz de establecer contacto ni
con el Señor de la Guerra ni con la flota, Abaddon y Aximand habían movilizado a las
dos compañías de Lobos Lunares acuarteladas en el Extranus. En las calles que
rodeaban la zona del complejo, los interexianos tuvieron su primera experiencia del
poder de los astartes imperiales. En los años venideros tendrían muchas más.
Abaddon estaba colérico, tanto, que Aximand tuvo que refrenarlo en varias ocasiones.
Las unidades de Aximand fueron las primeras que llegaron hasta el asediado
Señor de la Guerra en la terraza superior situada cerca de la Galería de los Artefactos,
y se abrieron paso hasta él a través de la flor y nata del ejército de Naud. Las fuerzas de
Abaddon atacaron varias de las estaciones de control de la ciudad y restablecieron las
comunicaciones. La flota se acercaba ya, en respuesta a la aparente amenaza sobre la
persona del Señor de la Guerra y los destacamentos imperiales en tierra. Mientras las
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naves interexianas se aproximaban para atacar, se iniciaron los desembarcos de las
tropas de asalto conducidas por Sedirae y Targost.
Una vez restablecidas las comunicaciones, se coordinó la extracción total, sacando
a todo el personal imperial del Extranus, y también de las zonas de combate en las
calles.
Horus envió un último comunicado a los interexianos. No esperaba respuesta y
no recibió ninguna. Se había derramado demasiada sangre y la destrucción provocada
era demasiado grande para que las relaciones se suavizaran mediante la diplomacia.
Sin embargo, Horus expresó su amargo pesar ante el giro de los acontecimientos, y
desmintió categóricamente una y otra vez que el Imperio hubiera cometido ninguno
de los crímenes de los que se le acusaba.
Cuando las naves de la expedición regresaron al espacio imperial, algunas
semanas más tarde, el Señor de la Guerra proclamó un decreto. Dijo al Mournival
que, tras reflexionar, había reconsiderado la importancia de definir su papel y la
relación de la XVI Legión con ese papel. En adelante, a los Lobos Lunares se los
conocería como la Legión de los Hijos de Horus.
La noticia fue bien recibida. En los silenciosos rincones de los archivos de la nave
insignia, uno de sus iteradores se lo contó a Kyril Sindermann, y este aprobó la
decisión antes de devolver su atención a unos libros que era la primera persona que
los leía en mil años. En el bullicio del Refugio, los rememoradores —muchos de los
cuales pudieron abandonar el Extranus gracias a los astartes— aclamaron el nuevo
nombre y bebieron a su salud. Ignace Karkasy dedicó un trago al honor de la legión y
al capitán Loken en particular, y luego tomó otro solo para asegurarse.
En su habitación, Euphrati Keeler se arrodilló ante su santuario secreto y dio las
gracias a su dios, el Emperador de la Humanidad, siguiendo los sencillos términos del
Lectio Divinitatus, alabándolo por darles hombres fuertes y honorables para
protegerlos. Hijos de Horus, todos.
El aire zumbaba por los oxidados conductos y salidas de humos. La oscuridad se
acumulaba en las criptas del vientre de la Espíritu Vengativo, en las sentinas donde
apenas entraban ni los marineros ni los protoservidores de categoría más ínfima.
Solamente las alimañas vivían allí, piojos y ratas, que mantenían una existencia
asquerosa royendo las entrañas corroídas de la vieja nave.
A la luz de una única vela, el hombre sostenía una extraña espada en alto y
contemplaba como el resplandor centelleaba en el filo. La hoja era ondulada en los
bordes, gris como pedernal pulido, y reflejaba la luz con un destello que recordaba al
diamante. Un objeto magnífico. Un objeto hermoso. Un objeto que podía cambiar el
cosmos.
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Percibía cómo respiraba en su interior la promesa que contenía. La promesa y la
maldición.
Poco a poco, Erebus bajó el anatam, lo colocó en su cofre y cerró la tapa.
—¿Y eso es todo?
—Lo intentamos —dijo Loken—. Intentamos establecer un vínculo con ellos. Fue
un intento valiente, noble. La guerra habría sido más fácil. Pero fracasó. Sí —añadió.
Loken había cogido el polvo de pulir y un paño y trabajaba en los arañazos y
muescas del peto de su armadura, a pesar de saber perfectamente que las marcas eran
demasiado profundas en esta ocasión y que tendría que llamar a los armeros.
—¿De modo que fue una tragedia? —preguntó ella.
—Sí —dijo él—, pero no fue culpa nuestra. Jamás… jamás me había sentido tan
seguro.
—¿De qué?
—Horus, como Señor de la Guerra. Como representante del Emperador. Jamás lo
puse en duda; pero al verlo allí, al ver lo que intentaba hacer, jamás estuve tan seguro
de que el Emperador efectuó la elección correcta.
—¿Qué sucederá ahora?
—¿Con los interexianos? Imagino que se harán intentos de obtener la paz. La
prioridad será baja, ya que esas gentes son algo marginal y no muestran ninguna
inclinación a involucrarse en nuestros asuntos. Si la paz fracasa, con el tiempo se
preparará una expedición militar.
—¿Y en cuanto a nosotros? ¿Se le permite decirme cuáles son las órdenes de la
expedición?
Loken sonrió y se encogió de hombros.
—Hemos de encontrarnos con la 203.ª Flota dentro de un mes, en Sardis, antes de
iniciar una campaña de acatamiento en el sistema Caiades, pero por el camino
efectuaremos un breve rodeo. Tenemos que resolver una pequeña disputa. Una vieja
cuenta, si lo prefiere. El primer capellán Erebus ha pedido al Señor de la Guerra que
interceda. Llegaremos allí y nos marcharemos en una semana aproximadamente.
—¿Interceder dónde? —preguntó ella.
—En una luna pequeña —respondió Loken—. En el sistema Davin.
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DAN ABNETT (12 de octubre de 1965) es un escritor y guionista de cómic británico.
Es conocido por sus trabajos en el mundo del cómic desde principios de los 90 tanto
para Marvel Comics y su filial en el Reino Unido, Marvel UK, como para DC
Comics, medio este en el que son frecuentes sus colaboraciones con su compañero
escritor Andy Lanning.
Probablemente la faceta de su obra más conocida sean sus novelas y novelas gráficas
ambientadas en el universo de Warhammer y Warhammer 40 000 para la editorial
Black Library, filial de Games Workshop, que incluyen varias sagas y docenas de
títulos y de las que se habían vendido unas 1 150 000 copias hasta mayo de 2008.
En 2009 publicó su primera novela de ficción original de nombre Angry Robot a
través de la editorial HarperCollins. Abnett es uno de los autores más prolíficos en el
famoso cómic de ciencia ficción 2000 AD, siendo responsable de la creación de una
de sus series más conocidas y de mayor duración, Sinister Dexter.
Otras creaciones originales incluyen Black Light, Badlands, Atavar, Downlode Tales,
Sancho Panzer, Roadkill y Wardog. Abnett también ha aportado historias a algunas
de los series más importantes de 2000 AD incluyendo Juez Dredd, Durham Red y
Rogue Trooper.
Su trabajo para Marvel incluye arcos argumentales y números en Death’s Head 2,
Battletide, Los Caballeros de Pendragon (todas ellas series creadas por Abnett en
colaboración con otros autores), Punisher, Máquina de Guerra, Aniquilación: Nova y
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varios títulos de la franquicia de los X-Men. En DC es reconocido por su
relanzamiento en el año 2000 de la Legión de Super-Héroes mediante la serie
limitada Legion Lost y la posterior serie de larga duración The Legion. A partir de
estas obras en DC sus colaboraciones con Andy Lanning se vuelven habituales, sobre
todo en trabajos para cómic, pasando dicho dúo a ser conocido en la industria como
DnA.
También ha escrito novelas enmarcadas en el universo de Warhammer 40 000 (dentro
del género de la ciencia ficción militar) que incluyen la serie Fantasmas de Gaunt, las
trilogías sobre la Inquisición Eisenhorn y Ravenor y más recientemente algunos de
los títulos de la serie La Herejía de Horus incluyendo el primero de la colección,
Horus, señor de la guerra. También ha escrito varias novelas ambientadas en el
mundo de Warhammer Fantasy, la mayoría pertenecientes a la saga de Las Crónicas
de Malus Darkblade.
Su obra incluye también una novela en 2007 para la secuela de Doctor Who,
Torchwood, llamada Border Princess. En 1994, escribió un cómic promocional para
la inauguración de la montaña rusa Nemesis en Alton Towers.
Durante la última década su carrera ha estado cada vez más orientada al mundo del
cómic sin dejar de lado su producción como escritor. Aparte de participar en algunas
de las series de 2000 AD, comenzó Black Atlantic en la Judge Dredd Megazine,
publicación hermana de la mencionada 2000 AD y ya en 2008 tomó el control de The
Authority como parte del relanzamiento de los títulos centrales de la editorial
Wildstorm mediante el evento World’s End. Además, Abnett ha trabajado mucho en
los personajes «cósmicos» de Marvel.
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