Ituto

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About This Presentation

Osha Ifa
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ITUTU
Cuando muere una persona que tiene hecho santo, se tira una sola vez el obbi, esto es el “Itutu”.
Luego, a los nueve días, se hace una misa en la iglesia católica, y terminada ésta, todos los
acompañantes regresan a la casa familiar para darle coco y saber su conformidad. Al año, se le
hace una nueva misa en la iglesia, y posteriormente realizan la santera, a la que llaman
“levantamiento del plato.” El objetivo del Itutu es el lograr que los seres queridos ya muertos,
descansen en paz. Esta costumbre es muy respetada en esta religión, en la cual se cuenta
siempre con los muertos.
Antes de hacer cualquier cosa en el santo, se cuenta primero con los muertos mayores; prueba
de ello es que si van a darle una ofrenda a Elegguá, primero tendrán que moyugbar a los
muertos mayores, y muchas veces encenderle velas, ponerle vasos con agua, y flores. Los egguns
comen antes que Elegguá, separado de los orishas, y en toda ceremonia o fiesta de Osha
primero tienen que cumplir con ellos y pedirles permiso para todo lo que se va a hacer.
Es costumbre en Cuba, que toda persona que vaya a hacer Osha, o sea, hacerse santo, tiene que
estar bautizado en lo católico. Así, cuando en un registro o Itá el santo hable de dar una misa, se
refiere a la católica, por cuanto ésta fue "la que conocieron los antecesores." A la misa en la
iglesia le llaman: Oro-ilé-Olofi.
Cuando muere el que hizo Osha, se celebra la ceremonia del Itutu el mismo día en que este
fallece. Se reunen en la casa mortuoria un grupo de santeros para conocer y cumplir su voluntad
y la de su orisha tutelar; se les pregunta por medio de los caracoles a qué manos han de pasar
las piedras del santo patrón y las de los demás santos que ha adorado en vida, así como otros
objetos sagrados que le han pertenecido pues, a su muerte, muchas veces los orishas prefieren
irse con su hijo, o este quiere llevárselos a la tumba.
Uno de los Babaloshas, nunca el padrino o la madrina de su asiento funge de Oriaté, o sea, dirige
la ceremonia. Todos permanecen sentados en ruedo, y el Oriaté interroga a los orishas
empleando los caracoles que le pertenecen a cada uno. Así, el orisha tutelar, y los demás,
declaran con qué persona de la misma sangre del difunto o pariente en el santo, desean
permanecer. Hecha la elección dentro de la familia natural o espiritual del finado, unos santos se
quedan en la tierra, otros se marchan, se quieren ir con él. En ocasiones, es sólo su ángel u osha
principal quien le sigue al mundo de las sombras; o se da el caso, sobre todo cuando se trata de
oloshas viejos, que todos quieran marcharse. El muerto se los lleva si juzga que no hay nadie
entre los suyos digno de poseerlos. El que hereda una de esas piedras en que se materializa un
orisha, celebrará más adelante otro rito, para quitar del otán “las manos del muerto”.
Los dieciocho caracoles pertenecientes al orisha que ha expresado su voluntad de acompañar al
santero fallecido, son guardados en una bolsita de tela con unos pedacitos de pescado ahumado,
jutía, granos de maíz, que es colocada sobre el corazón del cadáver. El otán, la piedra de santo,
se arroja al río, se echa en la fosa mortuoria abierta, o se pone dentro del ataúd. Se rompe luego
la sopera del orisha, un plato y uno de sus collares. Se envuelve una jícara con una tela blanca y

otra negra, se deposita ésta en el suelo, y dentro colocan las pinturas con que se dibujó la cabeza
del difunto al ser consagrado.
El Oriaté introduce en la jícara, después de partirlo, el peine que llevó al río antes de
consagrarse, y que una vez asentado, al cumplirse el sexto día de la iniciación, en su presencia la
Oyugbona o segunda madrina le entregó a la Iyaré o primera madrina; con las pinturas, navaja,
tijera, la trenza o mechón pelo que se le cortó para hacerlo santo y los cuatro géneros de tela,
blanca, roja, azul y amarilla con que se le hizo como un palio en su cabeza para recibir los santos.
Yse pone todo dentro del ataúd. El cadáver es vestido con el mismo traje de iniciación, que
guardan cuidadosamente para el día de la “entrega” a la muerte.
Todos los que están en la ceremonia, desmenuzam pajas de maíz, y parten pedacitos de
quimbombó seco para echar dentro de la jícara, así como ceniza de carbón vegetal. Al terminar
esta operación, con lo cual se significa que al muerto se le desliga de todo y puede marcharse
tranquilo, los presentes se vuelven de espaldas, y el Oriaté toma un pollo negro, lo mata y lo
coloca en la jícara. Esta vasija, que contiene el ebbó del Itutu, se lleva a la cámara mortuoria y se
deposita junto al cadáver hasta poco antes de salir el entierro, pues deberá entrar en el
cementerio primero que el cadáver y ser arrojada en la fosa abierta, en el lugar que corresponde
a la cabecera del ataúd.
El Itutu se practica a puerta cerrada en la habitación más alejada de la casa. Después, todos los
santeros presentes, dirigidos por el Oriaté que marca el paso golpeando el suelo con un bastón
encintado, cantan y bailan en torno al cadáver, ya metido en el féretro. Se le llama por su
nombre secreto, se canta para los muertos, familiares y antecesores en la religión. Luego se hace
“oro”, se canta para cada Orisha, y éstos “bajan” purificando el cadáver, limpiando el ataúd con
pañuelos de colores. Forzosamente, entre los presentes se ha de encontrar un hijo o una hija de
Oyá, que se posesiona enseguida, limpia con su iruke negro, y preside la ceremonia fúnebre.
Para despedir a los santos se colocan a los posesos de espaldas contra la pared, y se descarga
sobre ésta, tres fuertes golpes dados con el puño. Al partir el entierro, detrás del coche fúnebre
se rompe una tinaja chica, y se arroja bastante agua para que el muerto vaya fresco al reino de
Yanzá. Al cumplirse los nueve días del deceso, después de la misa en la iglesia, se reunen de
nuevo para darle coco a su espíritu. Al año tiene lugar el levantamiento del plato, ceremonia que
consiste en el sacrificio de un cerdo, o según el orisha tutelar del difunto un carnero o un chivo,
ya que, si el finado era Babalawo, no se puede matar cerdo. También se da un toque de tambor
que durará toda la noche, en su honor y de todos sus antepasados.
Para realizar esta delicada y trascendental ceremonia, cubren una mesa, que hará las veces de
altar, con una sábana blanca; y sobre ésta se coloca el plato en el que comía el desaparecido; y
otro plato con sal, velas, y un frasco de agua de Florida, donde una estampa de San Pedro y otra
de Santa Teresa suelen ser de rigor. Y nada de flores, ni una sola. Las flores quedan para las misas
espirituales porque; en La Regla de Osha, ni a los santos ni a los egguns se les ponen.
Detrás de la mesa, en la pared, cuelgan otra sábana blanca con una cruz de tela negra aplicada

en el centro. En el suelo, delante de la mesa, se coloca una jícara de barro cocido en las que
todos los asistentes irán dejando caer alguna cantidad de dinero con que ayudar a los gastos que
esta ceremonia origina. Debajo de la mesa se colocará la sangre y la cabeza del animal
sacrificado, que ha de permanecer así hasta que concluya el rito, desde que tuvo lugar la
matanza, hasta la madrugada siguiente.
A todos los que asisten a la ceremonia se les traza en las mejillas, con las consabidas cascarillas
unas rayas, contraseñas contra Ikú. Rezos y cantos para los egguns acompañan el sacrificio. Fuera
de la casa, un santero mayor, ya que de esto no pueden ocuparse las mujeres, señala en un palo,
con un trazo de cascarilla, el número de muertos de la familia que son indispensables de invocar
y rogar. Cada vez que se nombre uno, el santero mayor da un golpe en el suelo con el bastón, y
pide por el descanso y la paz de su alma.
Terminado el sacrificio y se haya depositado la sangre y la cabeza del animal debajo de la mesa
altar, a las doce de la noche, la hora en que anda suelta la gente del otro mundo, comienza el
tambor y el baile, donde los cantos son tristes, diferentes a los güemileres, ya que esta ocasión
es sólo para los muertos; porque a excepción de Oyá y Elegguá, no suelen bajar los santos.
A media noche, se les envía a los difuntos su comida al cementerio, a la manigua, o al monte. Si
es difícil penetrar en el cementerio, se les dejará en una de las esquinas. Para ellos se cocina un
plato de ajiaco, lo más parecido a la olla podrida andaluza, pero elaborado con las patas, costillas
y vísceras del animal sacrificado. La carne se fríe, y la consumen con arroz blanco, sin sal, todos
los que asisten al velatorio. Sobre las tres de la madrugada, lo que se había colocado debajo de
la mesa, se saca misteriosamente de la casa, y se le envía al finado a su tumba, o bajo una ceiba
Pero el tambor, los cantos y el baile, continúan. Al amanecer todos asisten a la misa en la iglesia
católica, y de regreso comienzan las labores de limpieza y baldeos eliminatorios en la casa. No
debe quedar ni una partícula de la fúnebre comida. Por último, se descuelga la sábana de la
pared. Cuatro Oloshas levantan por cada esquina del mantel lo que queda en la mesa, y la
depositan con el plato, en el suelo. Inmediatamente, se lleva el plato fuera de la casa y se rompe.
Un toque de tambor batá, con sus sacrificios de aves y otros animales, una misa con su responso
en la iglesia católica aplacará al eggun, ayudándole a marchar; a la vez que se realiza una misa
espiritual.
LEYENDA
Gobernando Obbatalá, ocurrió que Ikú, Ano –la enfermedad-, Ofó –la vergüenza-, y Eyé o Arafé
(Iñá) –la tragedia, el crimen-, tuvieron mucha hambre. Porque nadie moría; porque nadie
enfermaba, ni peleaba ni se abochornaba. Resultado de esta felicidad fue que el bien de unos se
tornó en mal de otros, y que Ikú, Ano, Ofó, Iñá y Eyé, para subsistir, decidieron atacar a los
súbditos de Obbatalá. Éste aconsejó a su pueblo que nadie saliese a la calle, ni tan siquiera se
asomase a las ventanas. Y para calmar a Ikú, Ano, Ofó, Iñá y Eyé, Obbatalá les dijo que
esperasen, que tuvieran un poco de paciencia.

Pero el hambre que sufrían ya era atroz, e Ikú, Ano, Ofó y Eyé, salieron a las doce en punto del
día con palos y latas moviendo un gran estruendo, y las gentes curiosas, se asomaron sin pensar
a las ventanas. Ikú cortó un número crecido de cabezas. A las doce de la noche volvió a
escucharse otro ruido ensordecedor; los imprudentes, unos salieron y otros corrieron a las
ventanas a ver qué sucedía, e Ikú hizo otra buena siega de cabezas. Desde entonces, a las doce
del día y de la noche, tienen por costumbre rondar las calles Ikú, Ano, Ofó y Arafé; y las personas
juiciosas por eso se recogen.
ANECDOTA
José M. era un hombre de luces; aunque el alcohol a veces se las enturbiase, no creía en
apariciones. Al morir cierta Iyalosha, éste fue a su velorio en el cabildo de Santa Bárbara, porque
ella había sido madrina de su mujer. Y cuando los que dirigían la ceremonia mortuoria
exclamaban:
-¡Abran! ¡Abran! -para que la concurrencia dejara libre la puerta, José vio a la muerta parada a
su lado.
Ya habían colocado el féretro en el carro fúnebre y volvió a verla de pie en mitad de la puerta
abierta de par en par del cabildo, sonriendo satisfecha. En esta ocasión, la aparición tuvo muy
felices consecuencias. José, quien era muy aficionado a la bebida, y cada vez que empinaba el
codo más de lo debido no le ahorraba a su mujer chichones ni cardenales; después del velorio
de la Iyalosha bastaba con que lo amenazase con invocar el alma de su madrina para que José se
convirtiera en una seda. Tenía terror de aquella santera pues la había visto, con sus propios ojos
y en pleno juicio, asistir a su propio entierro.
(Narración oral.)