J . J . B e n i t e z C a b a l l o d e T r o y a 7 N a h u m
w w w . f o r m a r s e . c o m . a r
Yla Señora, con el niño, se unió al abrazo, repitiendo:
—¡Yesúac!... ¡Has vuelto!...
Era, en efecto, Miriam o María —la Señora—, la madre de Jesús de Nazaret.
La encontré más delgada. En ese setiembre del 25 podía contar unos cuarenta y cinco años de edad.
Conservaba parte de su belleza. Los ojos rasgados, verde hierba, ahora humedecidos, y los cabellos
negros, lacios, peinados con raya en medio y recogidos en la nuca, me trajeron gratos recuerdos...
—¡Decían que había muerto! —aseguró uno de los vecinos.
—¡No —terció otro—, la familia mantenía que se hallaba en Alejandría, estudiando!
Empecé a comprender.
El Maestro había permanecido ausente durante casi cuatro años, con dos o tres breves y esporádicas
visitas a los suyos. Fue el tiempo de los grandes viajes, como ya referí. Una etapa «secreta» —la única—,
que jamás fue desvelada. Y corrió el rumor, efectivamente, de que el tektón (carpintero y herrero) de
Nazaret estaba muerto o desaparecido. La Señora hacía cinco meses que lo había visto por última vez.
No supe explicarlo en esos instantes, pero noté algo raro. Aquel abrazo, el de la Señora, no fue tan
efusivo como el de la pelirroja. ¿Por qué?
Y la joven Ruth, alborozada, siguió besando y abrazando a su hermano mayor, al tiempo que
gritaba el nombre de Jesús. El Galileo, emocionado, acarició una y otra vez los rojizos cabellos de la
«pequeña ardilla» y, tímidamente, los de su madre.
Necesité un tiempo, pero, al final, caí en la cuenta. La muchacha que colgaba del cuello de Jesús era
la pequeña de la familia, la hija póstuma de José, nacida en la noche del 17 de abril del año 9 de nuestra
era. Hacía cinco meses que había cumplido dieciséis años. Me estremecí al reconocerla. Era más atractiva
que en el año 30. Los ojos, igualmente almendrados y verdes —herencia de la Señora—, y el cutis
transparente, de porcelana, levemente emborronado por un puñado de pecas, le proporcionaban una
belleza casi enigmática. Vestía el clásico chaluk, la túnica hasta los tobillos; en ese momento de un azul
claro, luminoso, con un ceñidor ancho que realzaba el hermoso pecho.
El «incidente» empezó a esclarecerse. Se trataba, sencillamente, del retorno de un hijo. Así lo
vieron y lo entendieron los vecinos y curiosos y, una vez despejada la incógnita de los gritos, dieron
media vuelta y desaparecieron. Y Eliseo y quien esto escribe, al fin, pudimos avanzar sobre aquel patio a
cielo abierto. Un patio común, típico en Nahum, al que daban las diferentes estancias que integraban la
casa. Era largo y relativamente estrecho. Calculé quince por seis metros. Al fondo, alegrando el negro de
las paredes, se abría un granado joven cargado de frutos. Aunque nos hallábamos en el final del verano, la
copa verde y redondeada presentaba todavía algunos manojos de flores rojas, muy vivas. Ésa, diría yo, era
la característica que distinguía aquella casa: las flores. Las había por todas partes. En los muros, en las
azoteas y en los parterres practicados al pie de las paredes. Recuerdo, sobre todo, los lirios negros, las
rosas encendidas de Sharón (en realidad, un tipo de tulipanes), las delicadas coronas de Salomón, las
voluntariosas margaritas blancas y amarillas, la tulipa de montaña cantada por Isaías, los narcisos de mar,
precursores de la lluvia, con las flores blancas como la nieve, y la menta, con sus variedades de
hierbabuena y «piperita», suavizando los ásperos aromas de los fogones.
Fue en esos momentos, al situarnos en el umbral, cuando reparamos en la tercera mujer. Permanecía
inmóvil, a nuestra derecha, casi pegada a una de aquellas bajas e incomodas puertas. Estaba embarazada.
A su lado agarrada a la túnica marrón, una niña de unos cuatro años, con la cabeza, rapada, asistía curiosa
a la escena de Ruth y la Señora, abrazando a aquel Hombre de 1,81 metros de altura. Era Esta, la esposa
de Santiago, hermano del Maestro. Supuse que la niña, Raquel, la hija mayor del matrimonio, a la que
conocí en Nazaret, no recordaba a su tío. Y me extrañó la actitud de Esta. Parecía huidiza. ¿Por qué no
había corrido al encuentro de Jesús?
El Maestro se percató también de la presencia de la tímida (?) cuñada y, liberándose dulcemente del
abrazo de la Señora, caminó hacia la embarazada. Ruth no permitió que su hermano mayor la soltase y,
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