y Baleares por Aragón y Andalucía y Murcia por Castilla.
Estos centros urbanos mercantiles rivalizaron, no obstante, con las grandes ciudades políticas y
administrativas, como París, Londres, etc. Sin embargo, estas últimas generaron igualmente un
potencial comercial que hizo de las mismas un conjunto armónico de ciudad protegida por la
realeza y a su vez abierta a la actividad lucrativa de la artesanía desarrollada y del comercio
regional. Situación que se reprodujo, también a menor escala, en otras ciudades que mantuvieron un
potente soporte financiero-mercantil suficiente pare eludir la estricta dependencia del realengo o del
señorío, ejercido estrechamente en muchas poblaciones de gran rango político pero de escasa
capacidad de maniobra (Toledo, Burgos, etc.). En conjunto, incluso en las pequeñas ciudades
preservadas por derechos especiales que las diferenciaban de las simples aldeas, la presencia de
mercaderes, tiendas y reducidos negocios de artesanía e intercambio alimentaron un comercio y
hasta algún mercado periódico de acuerdo con el entorno y las condiciones propias de dicha ciudad.
De ahí la gran diversidad que presenta el fenómeno urbano-comercial en el panorama de una época
indefinida todavía en cuanto a fronteras políticas pero interrelacionada por la producción, la
distribución y el consumo de bienes y servicios. En buena parte de las ciudades europeas era
frecuente encontrar lo necesario pare el consumo cotidiano del entorno, y salvo los artículos de lujo,
el resto era producido in situ. La mayor o menor disponibilidad de medios fue mejorando el nivel y
la calidad de vida de las gentes de ciudad, y el mercader sustituyó en buena medida al noble en
cuanto al reconocimiento de su actividad como beneficiosa y protectora, pues proporcionaba desde
medicinas hasta alimentos variados que mejoraban y enriquecían la dieta habitualmente monótona.
En resumen, la democratización del consumo en la ciudad era posible por el estímulo provocado por
los mercaderes en la producción de calidad y adecuación a un bienestar al que no se había podido
aspirar hasta entonces. Si las grandes ciudades se hacían eco de los resultados y ventajas del gran
comercio internacional, el resto empezaron a contar con manufacturas propias que satisfacían el
consumo interior y rivalizaban con algunos productos que ofrecían como genuinamente
representativos del lugar. Es el caso, por ejemplo, del fustán (tejido de lana y algodón) de Cremona,
los brocados de seda de Lucca, los paños de lana de muchas localidades flamencas, inglesas,
italianas o españolas. Asimismo, la demanda de materia prima privilegiaba la lana británica o la
seda oriental que se exportaba desde países musulmanes, bizantinos y extremo-orientales. La
demanda de colorantes y mordientes pare fijar los tonos completaba el panorama de lo que
empezaba a constituir lo que podríamos denominar como la industria pesada de la Baja Edad
Media: los textiles en las grandes áreas de concentración económica y los modestos paños en
cualquiera de los telares de los múltiples puntos de producción del viejo continente.
De igual forma el comercio de alimentos como el trigo, el pescado o el vino, junto con el de los
minerales utilizados para diversos fabricados, completan el amplio espectro de productos que las
ciudades y los mercaderes traficaban continuamente, generando una actividad inusitada hasta
entonces y descontrolada por el poder feudal.
La ciudad-mercado fue, por tanto, la gran novedad de estos siglos, ya fuera el caso desarrollado de
ciudad-estado italiano o alemán, ya fuera el ejemplo de ciudad-burguesa de Francia o de Castilla y
Aragón. La regulación foral o la propiamente mercantil se convirtió, además, en el instrumento
protector del intercambio y de quienes vivían profesionalmente de ello.