Melburn McBroom era un jefe autoritario y
dominante que tenía atemorizados a todos
sus subordinados, un hecho que tal vez no
hubiera tenido mayor trascendencia si su
trabajo se hubiera desempeñado en una
oficina o en una fábrica. Pero el caso es que
McBroom era piloto de avión.
Un día de 1978, su avión se estaba
aproximando al aeropuerto de Portland,
Oregón, cuando de pronto se dio cuenta de
que tenía problemas con el tren de aterrizaje.
Ante aquella situación, McBroom comenzó a
dar vueltas en torno a la pista de aterrizaje,
perdiendo un tiempo precioso mientras
trataba de solucionar el problema.
Tanto se obsesionó que consumió toda la
gasolina del depósito mientras los copilotos,
temerosos de su ira, permanecían en silencio
hasta el último momento. Finalmente el avión
terminó estrellándose y en el accidente
murieron diez personas
Hoy en día, la historia de este accidente constituye uno de
los ejemplos que se estudia en los programas de
entrenamiento de los pilotos de aviación.’ La causa del 80%
de los accidentes de aviación radica en errores del piloto,
errores que, en muchos de los casos, podrían haberse evitado
si la tripulación hubiera trabajado en equipo. En la actualidad,
el adiestramiento de los pilotos de aviación no sólo gira en
torno a la competencia técnica sino que también presta
atención a los rudimentos mismos de la inteligencia social (la
importancia del trabajo en equipo, la apertura de vías de
comunicación, la colaboración, la escucha y el diálogo interno
con uno mismo).
La cabina de un avión constituye un microcosmos de
cualquier tipo de organización laboral. Pero, aunque no
dispongamos de la evidencia dramática que supone un
accidente de aviación, no deberíamos pensar que una moral
mezquina, unos trabajadores atemorizados, un jefe tiránico
y, en suma, cualquiera de las muchas posibles
combinaciones de deficiencias emocionales en el puesto de
trabajo, carezca de consecuencias destructivas
En realidad, los costes
de esta situación se
traducen en un
descenso de la
productividad, un
aumento de los
accidentes laborales,
omisiones y errores que
no llegan a tener
consecuencias mortales
y el éxodo de los
empleados a otros
entornos laborales más
agradables.
Este es, a fin de cuentas, el precio inevitable que hay que
pagar por un bajo nivel de inteligencia emocional en el
mundo laboral, un precio que puede terminar
conduciendo a la quiebra de la empresa.