La leyendadeladamadelmediodia

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About This Presentation

Novela corta. Trata la imposibilidad de la inmortalidad terrenal, el poder, el amor y el deseo de la eterna juventud.


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La Leyenda de la Dama
del Mediodía





A Iris, por todas las tardes de ausencia




Derechos de autor reservados para Francisco Javier Padilla García

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I


Un hombre encorvado, velludo y animalesco, atisbó una estela
fulgurante sobre la negrura del cielo, y al intentar enderezarse fue apresado en la
mandíbula de un saurio grande cuya cabeza surgió por entre la maleza. Desde
mucho antes, con insinuaciones fugaces de luciérnagas a las que se pide un
deseo, iba aconteciendo, parsimoniosa, la muerte de las estrellas.
Una tormenta de fósforos en ignición, un preludio de dracónidas,
llegó como un anuncio aciago de los cambios portentosos que estaban a punto
de ocurrir. Ineluctablemente, constelaciones enteras con apellidos zodiacales
habían empezado a palidecer, faltas de gracia, como damas traspasadas por un
mal presagio, y desfallecían deshaciéndose en un resplandor intenso que
dejaba hilachas de incandescencias pedregosas del tamaño de una cereza,
infinitas semillas brillantes dispersándose hacia la inmensidad del cosmos para,
probablemente, originar nuevos ecosistemas, cambiantes y enigmáticos, en los
que se repetirían cataclismos idénticos, con sus mismos retardos en
manifestarse, sus mismas polvaredas astronómicas y su incoherencia con las
reglas del raciocinio. La ciencia manejaba fluidamente el Principio de exclusión
de Pauli, para describir los poderes vencidos durante el colapso de los cuerpos
celestes en su proceso degenerativo, pero la pandemia que devastó el semillero
astral, quedaría catalogada en los manuales eruditos como una contingencia
reacia al entendimiento humano, un desajuste en la sincronía de los engranajes,
con circunferencias dentadas, que rotan sobre un eje incierto y dan movimiento a
la tramoya infinita del universo.

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Durante aquel tiempo astronómico, los pescadores con más oficio,
acostumbrados al trato natural con las mareas, el cielo y los vientos, se
desorientaban para perderse en la infinitud sin la bitácora estelar. Los
matrimonios pobres y recién avenidos, que necesitaban compartir habitáculos
para liliputienses con toda la parentela política y sanguínea, salían a la
intemperie buscando desfogar su amor carnal en la intimidad de los zaguanes,
en la glorieta, bajo los puentes; tras remansarse en un lecho de repleción bajo
las miradas de las vecinas que habían salido a tender al balcón y de vez en
cuando vociferaban alguna desaprobación o alabanza referida a la longitud y
volumen de los órganos sexuales masculinos recién descubiertos, los amantes
propensos al cliché romántico, entre veredictos dispersos y esporádicos de
"pichilla" o "chulapo", podían señalar tan sólo un vacío lejano, obscuro e
inquietante. La alteración del orden social arrasó el agiotaje de los mercados de
astros sin dueño, donde los trueques se sucedían vertiginosamente y eran
anunciados a gritos por los mercaderes, que recibían moneda autentica a
cambio de extender por esa causa un certificado con validez notarial donde
quedaba acreditada la designación de la parcela recién adscrita, llámela Patricia,
como mi nieta, es por su cumpleaños, sabe usted; completándose el registro con
las coordenadas espaciales y otras cifras y datos administrativos. Incluso los
astrólogos tuvieron que reinventar la estrellería condensada por la que todos los
nacidos en noviembre conocerán una sanación repentina y los auspiciados por
el planeta Venus les restañaran las heridas. Los periódicos del lunes venían con
el horóscopo de Ofiuco tachado con una cruz de San Andrés.
La señora sonrió al hojear la prensa. "¡Qué sola se quedó la luna!",
poetizó, acomodada en la cadencia cotidiana de las primeras horas del día:

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ladridos de celo en la lejanía, bisbiseos del aire limpio entre los chopos, la
actividad cotidiana de lavanderas, camareros, limpiadoras, mozos, pinches y
cocineros, criadas; cuyo ajetreo apenas transcendía hacia el mundo exterior.
Acababan de servirle un desayuno equilibrado con frutas licuadas, cereales
caramelizados y té de agracejo. Tras un primer sorbo meramente orientativo,
cuya finalidad no era otra que analizar la sensación térmica y el punto de dulzor
de la infusión, oyó llegar, desde el fondo del corredor flanqueado por maceteros
hechos de troncos seccionados longitudinalmente, un tropel mezclando voces
broncas y botas militares, que pasó entre los estragos de la flora carnívora y los
pelargonios opalescentes, rozó la pelambre de los gatos siameses amodorrados
sobre los poyos e irrumpió en el recinto monacal del patio, disputándole el
sosiego a la amapola líquida del surtidor de aguas milagrosas, que rebosaban en
una pila bautismal y caían sobre un rebalse salpicado de hierbas acuáticas
enraizadas en el fondo de la alberca y de nenúfares flotantes cuyas simientes
habían logrado germinar tras varios siglos de letargo. La comensal quedó con el
brazo flexionado, la mirada fija, sujetando la taza humeante cerca de sus labios
entreabiertos, en una actitud expectante, convencida por la experiencia de que el
caudal de acontecimientos diarios donde se desenvolvía jamás le deparaba dos
veces la misma contingencia.
Entraron, con la venia mi señora, dos escoltas como dos bisontes
provocando un ligero temblor sísmico con su mole corporal. Llevaban en
volandas a una persona joven. Tenía los tirabuzones del cabello rubio
embrollados; las cejas adelgazadas por una meticulosa depilación, las pestañas
nutridas y arqueadas mediante rímel, las facciones suaves y los ojos de mujer;
por lo que durante un primer intento era difícil identificar su sexo con certeza.

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Pataleaba sin convicción, removiendo unas sandalias espartanas y las telas de
un sayo originariamente blanco, y desperdigando un clima propio de carbonilla.
Al voltearlo le mostraron unas incipientes alas de pavipollo que sobresalían en su
espalda. Desde esa perspectiva, le pareció un ángel primerizo, calcado de las
ilustraciones religiosas del catecismo que aún recordaba de la escuela primaria.
“Ha caído por la chimenea del salón principal”, aclaró el más recio de los
escoltas, señalando con el mentón al intruso, que continuaba suspendido ante
un rastro de tizne oleaginoso. Aquella frase reavivó un rescoldo que había sido
cubierto por un sedimento natural de olvidos y le hizo acordarse de Lucrecia, su
madre, la rememoró enunciándole casi a gritos el fundamento de la teoría
económica más conocida e incontrovertible: "El dinero no cae por la chimenea";
pero por primera vez desde aquellos domingos sin ropa nueva, acertó a captar el
desencanto con que Lucrecia pronunciaba su particular visión microeconómica;
así que, aceptando una empatía que le llegaba con varios años de retraso le
replicó mentalmente: "sí madre, y tampoco los ángeles".
Acostumbrada a manejar con antojo la corriente de eventualidades
que el cauce, en ocasiones inverosímil, de la realidad, le iba proponiendo, la
señora se hizo con las riendas de la situación. Modulando una voz maternal,
dulcemente autoritaria, como si hablara a un niño travieso, envolvió al extraño en
un complejo sedal de preguntas y requerimientos amables, pero tuvo que
renunciar a sus métodos diplomáticos pues no logró nada distinto a la
mansedumbre de una respuesta formulada mediante una expresión pura de
inocencia. Así que consideró improcedente perseverar en una indagación sin
porvenir y dispuso, todavía con la paciencia intacta, que hagan el favor de
registrarle hasta debajo de los parpados y ponerlo a remojo, que está dejando

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todo perdido de pringue. Al verlo alejarse por el corredor, sometido, sucio, con
adminículos postizos, le pareció un pobre hombre, pero más tarde, cuando dejó
de verlo y analizaba el suceso se planteó seriamente si no podría ser un nuncio,
enviado por alguna entidad bíblica para anunciarle un embarazo mesiánico. Se
perdió momentáneamente en un enredo de suposiciones y ocurrencias
disparatadas, que evidenciaban los trastornos de una megalomanía que nunca
llegó a tratar clínicamente. Había perdido el apetito y permaneció ante un
desayuno sin concluir, queriendo dilucidar el siguiente movimiento de un destino
que era como un tablero ajedrezado de incontables escaques formados a su vez
por otros tableros, repetidos hasta el infinito en una lógica cuyo conocimiento
profundo escapaba al magisterio de su poder terrenal.
El proceso de limpieza fue riguroso e incluyó una refriega con
piedra pómez, pues el tizne tenía una consistencia tan pegajosa que se había
adherido como un tatuaje sobre la piel del visitante. De ese modo, apareció con
la cabellera resplandeciente, la sotana impoluta y hasta las alas parecían
crecidas con nuevas plumas; una de las cuales se desprendió y quedó a la deriva
sobre las baldosas bruñidas de la sala de lectura. Una camarera con movimientos
de lince, siguiendo un gesto, la recogió para colocarla, sin seguir ningún criterio
organizativo, dentro de un libro igual a otros muchos que formaban una
biblioteca cuya lectura requeriría cien años de soledad. La dueña estaba en pie,
planificando su agenda semanal y al volverse encontró, entre un halo seráfico,
la hermosura híbrida más menesterosa y diáfana que su corta imaginación de
mujer pragmática pudiera concebir, con una lágrima gruesa, parecida a un
diamante a punto de resbalar hacia su mejilla, y el semblante iluminado por una
pena excesiva para un ser humano. Al verla, intuyo el desamparo que debía

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causarle su condición de arcángel desterrado, la vergüenza de peregrinar sin
descanso entre dedos que le señalaban allí donde fuese; se acordó de los
escarnios y mofas que una amiga estuvo soportando, por su imagen varonil y
sus dos padres homosexuales que la criaron como si en realidad fueran un
hombre y una mujer; así que cedió a la conmiseración, y en parte también
porque pensó que tendría una mascota original para sorprender a sus visitantes,
e hizo saber a todos que formalmente quedaba bajo su custodia y mandó
hospedarla en régimen de adopción. Esa magnanimidad, en una mujer
aparentemente imposibilitada para la ternura, anteriormente se había presentido
cuando dispuso los cuidados para una cigüeña que por un golpe de viento se
estampó contra las cristaleras de un ventanal y entró rodando al comedor entre
un estropicio de plumas y vidrios; para unos gatos siameses recibidos por
donación, que tenían la costumbre de tomar por asalto su cama durante el alba y
despertarla mordisqueándole el lóbulo de las orejas y para el recién nacido con el
cordón umbilical enroscado al cuello, que había sido encontrado en un
estercolero donde los cerdos estaban a punto de enfangarse, aunque poco
después fue reclamado por los servicios sociales del municipio. La señora, tras
amoldar el futuro inmediato a su voluntad con frases concisas, siguió
interrogando a la criatura con forma celestial, hasta concluir que pertenecía a
una especie asexuada y carente de todo entendimiento, confirmando la
evidencia de que estaba imposibilitada para reaccionar a los estímulos verbales e
interpretar el castellano moderno, por tanto sería imposible establecer una
comunicación eficaz en un tiempo prudente, así que renunció pronto a dilatar un
acto estéril y ordenó dejarla estar a su libre albedrío por la mansión, que había
sido ampliada durante el último otoño a ciento cuatro habitaciones y catorce

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cuartos de baños romanos, turcos, termales y otros con vaporarios o fangos
volcánicos, tras las reformas en las caballerizas, la cochera y las casetas para los
alanos, el ensanche del patio interior con forma ungular, los lunetos afianzados
en la capilla palatina, el entelar de los asientos aterciopelados en la sala
cinematográfica con aforo para medio centenar de espectadores y la
diversificación de su galería de arte por salas temáticas. También estaba
cumplido el encargo de vitrificar los ascensores exteriores, desde los que podía
otear el océano artificial con su propia playa y su delfín juerguista y la pretina del
bosque abigarrado de alerces y terebintos que envolvía la heredad hasta
convertirse en una quimera para el alcance sensorial.
Desde la concesión del salvoconducto misericordioso, el doncel
silencioso, aparentemente imposibilitado para el manejo del habla, la seguía a
una distancia respetuosa, dentro y fuera de la mansión, mostrando un
comportamiento sumiso más propio de un lazarillo domesticado que de un
emisario celestial. Conforme se fue haciendo familiar ver su figura alada y
misteriosa, aumentaron también los momentos en que solía quedarse embobado,
mirándola con una expresión de ternura, irradiando la misma calma de los
atardeceres tibios en septiembre. Pacientemente conquistó la confianza de su
anfitriona, hasta el extremo de conseguir dormir junto a su cama, acurrucado en
el suelo como un perro cuyos ojos luminosos ahuyentaban el espanto que
producen las leyes físicas con ruidos apenas perceptibles y crujidos turbadores
durante las noches interminables de invierno. Aunque durante el desenlace
inesperado y sorprendente de aquella convivencia habían adquirido una
fosforescencia perversa y daban la impresión de penetrar hasta el envés de los
pensamientos más recónditos. "Lee mi mente", pensó la señora, cuando, por un

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desajuste en la planificación de tareas entre sus empleadas, se encontró
desasistida y valiéndose únicamente de sus propios recursos para bañarse, en
una tina inmensa sujeta al suelo por bronces que antiguamente fueron
cincelados artesanalmente hasta formar garras de león; entre las burbujas
multicolores de geles medicinales y la bruma onírica del vapor de agua, apareció
sorpresivamente el ente angelical, descalzo y envuelto en su hábito religioso,
para permanecer inmóvil bajo los raudales de luz que descendían desde las
claraboyas, sigiloso e incierto, como un espejismo sobrenatural. La dama se
incorporó movida por un acto reflejo, para mostrar sin malicia su desnudez,
arrastrando arambeles espumeantes y corolas de caléndula con un chapoteo
brusco y tras erguirse empezó a percibir un abultamiento progresivo en la
sotana eclesiástica, una protuberancia bajo la cintura que iba creciendo y
haciéndose amenazante como un arma descomunal. Sólo entonces la señora
enarcó las cejas mientras reclamaba su guardia áulica, y levantando la vestidura
talar que estaba al alcance de su mano exclamó: “No sabía que los ángeles la
tenían de burro”.
El descubrimiento de la actividad eréctil de su paje le hizo pasar por
varios estados anímicos consecutivos, ansiedad, miedo, curiosidad, sorpresa,
excitación y finalmente se sintió desilusionada porque todas las creencias que le
habían inculcado durante la catequesis, las mismas que dieron pábulo a la
certidumbre de la existencia del paraíso, parecían resumirse en aquella infamia
torpemente ejecutada. Tras destaparse el fraude, sus detectives y criminólogos
comenzaron a investigar y tirando del dogal de las confesiones arrancadas
mediante la tortura, determinaron que la epifanía de pelo aurífero no se había
despeñado desde un cirro, quedando descartada la opinión más aceptada en un

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principio, ni era el guardián de los sueños de la dama, como comentaba la
servidumbre, sino que había surgido mediante artimañas sabiamente urdidas por
un admirador cuya filiación carecía de ancestros divinos, que se quejaba de vivir
atormentado por la saña de un romance platónico. “Soy un absoluto don nadie
que nunca hubiera podido conocerte”, confesó sin ambages, compartiendo la
misma desilusión que su musa, pero por motivos diferentes, porque tantos
esfuerzos y renuncias, tanto artificio para alcanzar una cercanía que finalmente
le dejó una sensación de brevedad en las entrañas. Sus quejas estaban
fundadas. Durante años, mediante las malas artes de la hibridación, se convirtió
en una cobaya sin voluntad propia, hasta que lograron implantarle alas de garza
pesquera; tuvo que privarse del beneficio de los baños solares, para conseguir
una piel albariza y se instiló un colirio irreversible que iluminaba su mirada en la
penumbra. Una triquiñuela quirúrgica sirvió para disimular sus atributos
masculinos; así completó una metamorfosis dolorosa, cuyo propósito temerario
consistía en burlar centinelas, superar murallas, eludir baluartes y bordear fosos
hasta acceder a un palacio de ensueño donde una condesa anhela la eternidad
bajo un firmamento de estrellas acharoladas, hecho con papeles, celofán y
globos traslúcidos, que soltaron en la inmensidad de la noche para espantarle la
aflicción del cielo claro y la luna huérfana.
"Qué hombre más triste", suspiró la dama, al repasar mentalmente
aquel episodio esperpéntico y darse cuenta cómo los deseos mal encauzados
podían pervertir el sentido del decoro y resabiar la voluntad más honesta; con
esa decepción en el ánimo, dirigió un gesto a los subalternos para que
desahuciarán al impostor y le despidió con un consejo de uso común: “Cuídate”;
sobre la palma de la mano sopló un beso envenenado que voló sobre la fragancia

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de marisco hervido del anochecer hasta la mejilla de su pretendiente, pero le
llegó con una devastación de nudillos óseos e impronta aurífera, convertido en un
puñetazo de boxeador, que instantáneamente le derribó hacia una negrura
donde no existía el ardor ni la tragedia, hasta que Salvio Morales recuperó los
sentidos y se vio a sí mismo transformado en una aberración, que andaba
maltrecha y tambaleándose por los golpes de la mala vida, por un camino
sinuoso cuya prolongación alcanzaba una enorme puesta de sol en el horizonte,
murmurando que qué pena, madre, podrías haber cerrado las piernas antes de
traerme a esta zahúrda donde te muelen a hostias simplemente por ser un
idealista que no pisa con los pies en la tierra.
Otra mañana, durante el desayuno, la señora leyó que ese ángel de
andrómina había irrumpido en una iglesia durante unas exequias, en plena
homilía encajó el cargador a un rifle de asalto con una palmada seca y sin
mediar palabra, cuando los asistentes se volvieron para ver quién entra con
tanta arrogancia, virgen santísima, que ya no respetan ni la casa de dios,
empezó a desperdigar un rosario de munición, cuyo repiqueteo, seco, metálico,
ensordecedor, se duplicaba en la reverberación del templo y terminó
deformándose en un solo traquido caótico que aturdía los sentidos, pero le dejó
suficiente rabia para sanar definitivamente sus devaneos mediante una plegaria
a quemarropa.
¡Pobre diablo enamorado!, musitó la señora, con una sensibilidad
impropia de la psicología femenina ante las tragedias. Tenía los sentimientos
amarrados por un cordel de indolencia y no le llegaba para amar honradamente
pero tampoco para complacerse en la desdicha que, sin proponérselo, causaba
a los pretendientes menos cautelosos; desde que un antiguo novio, Teobaldo

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Montero, se marchó a pastorear olvidos y correr a la suerte como antes había
hecho con los toros, abandonándola al desconsuelo de saber que los separaba
un malentendido; de manera que la muerte de Salvio Morales apenas alteró su
hábitos matinales. Manteniendo el propósito de conseguir una digestión sin
perturbaciones, desayunaba muy despacio, demorándose en masticar
escrupulosamente cada pequeño bocado, a la vez, hojeaba los titulares en la
prensa y descendía al detalle textual sólo en las noticias más relevantes o
llamativas; se dejaba entretener con los pormenores de una actualidad
abigarrada, efímera, a veces insólita, que apenas transcurre antes de quedar
desfasada en el vértigo de sucesos inexorables que con frecuencia le parecían
inventados para una obra del entretenimiento.
Priscila, una mujer sin fervor hasta el miércoles negro de la
matanza, había entrado por desesperación a la parroquia, alentada por el
propósito de negociar una promesa con el santo, virgen o mártir más resuelto en
terapias de adelgazamiento, pero al ir a santiguarse con los dedos humedecidos
en agua bendita, uno de los proyectiles usados por Salvio Morales para espantar
la cizaña de los amores malogrados, le perforó el cráneo y en ese preciso
instante sus deseos atrasados comenzaron a cumplirse.

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II


El detritus cósmico generado por lejanas catástrofes siderales -una
polvareda primigenia que al contacto con la mesosfera parecía una lava de soles
pulverizados-, viajó desde una distancia inconmensurable, eludiendo asteroides,
resbalando por la superficie de planetas ignorados, flotando al lado de cometas
hechos por lagos congelados de aguas primigenias, que parecían de fuego desde
lejos e iban dejando una estela brillante de trizas de hielo; siguiendo una
torrentera inextricable, para terminar posándose lentamente sobre la cubierta del
mundo, con la apariencia de una nevada sucia de purpurinas cenicientas pero a
veces refulgentes.
La rareza atmosférica sorprendió a la madrina en el jardín babilónico
de tres microclimas, empezando a sofocarse por los vapores olorosos de la
rosaleda estival, contenida con esfuerzo sobre armazones y parras a punto de
ceder. Le llamaban la madrina porque asistió el bautizo de todos los hijos y
nietos y bisnietos de su servicio doméstico, con la misma espontaneidad que le
movía a refugiarse en la mansión, mientras desanudaba una pañoleta e
improvisaba un paraguas alzando las manos sobre su cabeza. Entró con pasos
ligeros en el espacio protegido de la sala de lectura, haciéndose invulnerable a
las inclemencias meteorológicas. Se revisó el peinado: una melena corta
trenzada en dos partes y recogida hacia dentro, como dos manos de múltiples
dedos entrelazados, y un flequillo juvenil que le cubría la frente. Y sólo después,
quedó pensativa, conmovida repentinamente por una honda sensación de
desamparo frente a las veleidades del destino, contemplando a través de la

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cristalera aquel atardecer con arreboles apocalípticos.
Andando por su biblioteca interminable con la parsimonia de una
bisabuela, escogió, según los impulsos del capricho, un tomo con tapas de
duramen y esquinas reforzadas por bordes cobrizos de latón. En incursiones
como aquella, podía tropezar en las añagazas de la nostalgia, descubrir entre
las páginas aleatorias retratos de antiguos pretendientes repeinados, pétalos
desecados que una vez perfumaron la fugacidad de los placeres infieles sobre
Lucila, alas momificadas de mariposas gigantes, sellos triangulares desdentados
con primores del libertador Felipe I, billetes de curso legal durante los tiempos en
que Adalberto huía de los cristales del arco iris. Hojeando un volumen entre la
obra inconclusa de Apodoloro el Gramático, encontró un plumón aplanado de
ave blanca, cuya consistencia hacía que se desmigajara al intentar despegarlo
del prolegómeno de letras itálicas.
Según los memorialistas menos especulativos, la dama ilustrada
había superado los rigores de la longevidad centenaria con el privilegio de poseer
la apariencia de una muchacha en flor por causas biológicas. Otros más audaces
aseguraban que logró cerrar un trato ventajoso con el demonio, mediante la
convicción irresistible que confería una riqueza personal tan magnífica. Así que
parecía una colegiala, por los frunces en su falda de internado y la mano púdica
sujetando un ejemplar añoso, frotando sus dedos índice y pulgar entre sí para
eliminar los restos de una pluma decrépita, y haciendo creer que cumplía una
edad sin precisar entre diecisiete y veintidós advientos.
Durante el progreso anómalo de su juventud, que seguía un orden
inverso al establecido para la biología humana, los cronistas, historiadores, y
editoriales la presentaron con un sobrenombre, que a pesar de su artificiosidad,

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tenía un trasfondo que lo justificaba plenamente, originado en el clima
sofocante de los autobuses que cubrían la línea regular entre San Fernando y
Chiclana, donde un cantaor gitano se ganaba la vida entonando coplas y
prodigando versos de arte mayor:
"Regresa encaramada al estío, mujer voluble
a esta tierra sufrida y noble,
hermosea tu boda entre payos y calés
quimera fugitiva en los albores,
tu dulzura desadormece la luz,
capricho del mediodía andaluz,
ungida por la gracia de un espíritu embrujador,
siempre dama serás, virgen preñada de amor."
En esos días, la mujer, aún sin sobrenombre, recorría una ruta
gastronómica por España. Llegó al sur. Se abandonó al torbellino de una
juerga flamenca, entrando y saliendo de casetas bulliciosas, aspirando el clima
ardiente de un verano prematuro, cortejada mediante arrumacos y lisonjas por un
novillero a punto de recibir la alternativa; encontró gentes amables, de trato fácil,
generosas. Se movía bajo los latidos de un sol poderoso cuya calidez llegaba sin
esfuerzo a su alma como los vinos amontillados a las copas. Vio animales
hermosos, épicos, perfectos, en el desfile del Paseo de Caballistas y Enganches,
caballos jerezanos con movimientos majestuosos. Bailó sevillanas, entre mujeres
que llevaban trajes folclóricos de lunares rojo bandera y vuelos de faralá sinuosa.
En las barracas servían frituras de pescado y gazpachos, tortilla de patatas y
pimientos fritos. Faltaba poco para ver torear a Manuel Díaz y Finito de
Córdoba. Durante esa fiesta grande, el ambiente había logrado flecharla, con

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caricias templadas y besos como claveles, la enceló con un olor espeso y
complicado, cuyos matices cambiaban constantemente al caminar, pues era el
resultado de una combinación formada por fragancias que iban añadiéndose a
otra esencial y huidiza; así que, entre la agitación popular, súbitamente se sintió
viva, intensa, radiante, alterada por un sentimiento confuso que mezclaba
felicidad y desasosiego, e iba derritiendo sus reparos como una llama hace con
la cera; quería reír pero también quería llorar, tembló brevemente, le estorbaba
su propio cuerpo, la carne, el efluvio imperceptible desde su piel, la reacción
levemente humectante en su oscuridad vaginal. Perdió por momentos la
certidumbre de ser inmune a la melancolía y se encontró a sí misma extraviada,
frágil, vulnerable a las inclemencias de su condición humana; primero creyó que
estaba ligeramente embriagada, por tantos aperitivos con caldos tintos, rosados,
blancos, que servían acompañados de jamón serrano y queso curado, pero
enseguida comprendió que acababa de claudicar a la vehemencia de un
enamoramiento inesperado. De manera que buscó la parroquia más cercana,
tirando del brazo del novillero. En la sacristía encontró a don Críspulo, un cura
con melena, ropa de cuero, botas camperas y un guitarra eléctrica colgada del
hombro, que daba las misas dominicales al aire libre, mediante conciertos de
rock duro. "Es una opción para atraer a las nuevas generaciones", le
argumentaba al obispo cada vez que intentaba reconducirlo a la liturgia
convencional. Al verlo, ni siquiera reparo en la quincalla de chapas que llevaba
prendidas en la cazadora, con frases que ensalzaban el amor y la paz, y sólo le
dijo: "Padre, quiero casarme ahora con el mediodía". Don Críspulo, por sus ideas
extravagantes y su absoluta falta de convencionalismo, le respondió: "Veré lo que
puedo hacer, quilla".

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No hay constancia de que llegara a formalizar la unión mediante un
protocolo religioso, pero desde aquel viaje quedó enredada entre los cendales de
una querencia inmutable y aunque admiró otras tierras profundas, con sus
habitantes cálidos y sus costumbres insólitas, únicamente permitió amar, como
una mujer a un hombre, el mediodía ardiente de Andalucía.
Así que, intentando enfatizar su aura de personaje fantástico, o
quizá por motivos más prosaicos basados en estrategias comerciales, aquella
mujer, a veces juerguista y mundana, quedó relacionada con la dama del
mediodía. En el ambiente familiar, habitualmente no le llamaron Beatriz, porque
el uso reiterado de Dulce había terminado desplazando su nombre de pila,
desde que, recién afianzada su capacidad ambulatoria pero todavía con
dificultades para controlar sus micciones nocturnas, en un descuido de Lucrecia,
su madre, durante el receso de la siesta se levantó sigilosamente y avanzó en la
penumbra. Nadie percibió a la muñeca descalza que había logrado llegar hasta la
despensa, balanceando su abultado pañal, y alcanzar el anaquel donde se
alineaban unos enormes tarros de cristal tapados con trozos de una tela que,
antes de caer en desuso, cubría con sus cuadros rojos y blancos la mesa
durante los almuerzos. Ninguno de aquellos panales cristalinos resistió el
entusiasmo asolador de una diminutas manos blancas que extraían su miel para
lanzarla al aire, exprimirla, llenarle la boca de dulzor, se agitaban para embarrar
el mundo circundante, en un saqueo explosivo, finalizado abruptamente cuando
la pequeña depredadora quedó bajo un chorro ambarino de esencias libadas en
las flores, que caía desde los panales. Confundida y restregándose los ojos,
salió desde la fresquera y llegó hasta el patio trasero, dejando tras de sí un goteo
de melaza. Cuando Lucrecia dio la voz de alarma y empezaron a buscarla,

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Desiderio, su esposo, un hombre poco dado a la expresión verbal, la cogió del
brazo para sugerirle seguir un rastro de migas que se perdía en el huerto de
limoneros. Allí la vieron asomarse por detrás de una higuera añosa donde se
había acurrucado, pringosa y refulgente, sitiada por una horda de hormigas
soldado a punto de iniciar el asalto final hacia su cuerpo trémulo y azucarado.
Décadas después, demasiadas para contarlas usando los dedos,
revivió el sabor y la consistencia de la melaza, aquella tarde inolvidable había
terminado con empacho. Lucrecia pensó ponerle compresas calientes sobre el
vientre, para intentar aliviarle los retortijones y Desiderio pretendía encontrarle un
sentido premonitorio al suceso abriendo al azar una biblia. El atracón le dejó
incapacitada durante el resto de su dilatada existencia para ver, oler o
meramente evocar la miel sin sentir un calambre en las tripas. Así que tuvo que
hacer un esfuerzo para timonear sus pensamientos y encajarse en el presente.
Precisamente entonces se percató de lo grande que era la sala donde
transcurrían sus pasos erráticos y del teléfono que empezaba a esparcir una
melodía antigua de pianos bucólicos: Liszt. La tecnología moderna aplicada a los
teléfonos había traído la facilidad de conocer por adelantado una parte del futuro,
mediante el recurso simple de asociar un acorde diferente a cada llamante, de
manera que antes de alcanzar el artilugio musical pudo reconocer a Blesila.
Las generaciones se suceden imbricándose como las estaciones
anuales. La nieta de su difunta amiga Blesila, había heredado el carácter
turbulento y las ambiciones desmesuradas de la abuela, también el nombre.
- ¡Qué tormenta más surrealista! ¿Verdad? Tenía la voz aniñada por la
excitación.
- Sí, es verdad, es como aquella erupción de un volcán en Java. Lucila y yo

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tuvimos que correr hasta las embarcaciones del puerto, nos asustamos mucho
porque llovía tierra caliente y el ambiente era sobrecogedor.
- Dijeron en el telediario que los flashes de anoche son supernovas. Creo que
se quedan sin hidrógeno o algo así y explotan. Es un fenómeno tan infrecuente
como el paso de un cometa…
- Entonces ayer se adelantaron todas, dijo la señora acomodándose el cabello
teñido con un color de mieles oscuras.
- Ese montón de cenizas cayendo del cielo…nadie se lo explica, lo único que
han dicho es que no son tóxicas.
- Esperemos que amaine pronto, aconsejó, dando a entender a Blesila que la
paciencia vale como recurso contra la adversidad.
Se despidieron, quedando para el jueves a la hora habitual, como
siempre desde varios años antes, con la única pretensión de estar juntas y
charlar y dejarse mover por el torrente incesante de lo cotidiano.
Una polifonía de Schubert identificaba a otra amiga, la última
descendiente que heredó la simplicidad de carácter, los rasgos nórdicos y la
rémora de la mala suerte de una madre que también había recibido esos
atributos genéticamente desde un familiar anterior. Las tres mujeres tenían el
mismo nombre: Niceta. Apenas podía reprimir el nerviosismo, farfulló: "¿Viste la
que está cayendo?". Sí, cómo no verlo. "Da miedo, es como el fin del mundo",
volvió a farfullar, mientras la voz se le deformaba por las interferencias
electromagnéticas y parecía llegar desde otra dimensión. La dama contrarrestó
la excesiva carga dramática de Niceta: “Será que dios mandó deshollinar los
cielos”, pero después tuvo un destello nihilista y se preguntó seriamente si
podría existir algo mínimamente coherente tras el berenjenal sin pies ni cabeza

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en el que se perdía la vida. La conversación fue escueta, sin otra finalidad que
satisfacer la necesidad diaria de comunicación que las vinculaba en una relación
de afectividad mutua; terminaron con un intercambio de besos onomatopéyicos,
refrendando su reunión del sábado a la hora del café, como antiguamente hizo
con la madre de Niceta, y en un tiempo todavía más remoto, con la mujer
homónima que de niña le acompañaba a la catequesis.
El humor sombrío del atardecer empezaba a filtrarse desde el
pórtico, por las rendijas imperceptibles, como una gelatina que resbala hacia el
ánimo y lo inquieta. Desconectó el auricular con la orden expresa de que no
estoy para nadie, repito, no estoy para nadie. Se contradijo al momento y revocó
la orden incontrovertible. “Cada vez me parezco más a los electoralistas”, pensó,
siguiendo la costumbre nacional de quejarse con frecuencia de los males propios,
y atribuirlos a la irresponsabilidad de la clase política o funcionarial.
La lluvia de polvo estelar tapizaba las góndolas de las campánulas y
entorpecía el vuelo de las libélulas. Encajó sin esfuerzo el ejemplar en el único
hueco del anaquel y se detuvo frente a un retrato, cuyo marco con maderas
enroscadas parecía un mechón largo y oscuro de cabello mitológico. Examinó,
en una inflexión del devenir de los tiempos, a una bailarina de ballet bajo los
álveos estriados de la acuarela, eran como arroyos que recorrían la postura de
brazos alzados tras la cabeza apoteósica, recibiendo las alevillas volanderas de
la ovación final y que terminaban ramificándose hasta afluir sobre la pierna
derecha doblegada a ras de suelo y el alerón izquierdo equilibrando la estampa
de arco triunfante al concluir una danza gloriosa. Era su amiga Priscila,
enfundada en una malla que ceñía las ondulaciones de los aros de tocino sobre
el tutú, deliberadamente omitidas junto con el edema que le hinchaba los pies y

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empezaba a descoser las zapatillas de punteras cuadradas. Al rozar levemente
con la yema de los dedos la composición de colores mates, produjo un
encantamiento que dejó salir desde los mechones entallados una risa
estruendosa y revivir el momento en que la gracia delicada con posares
femeninos solicitaba un descanso, pues empiezan a dolerme las corvas, le oyó
quejarse cuando alzaba un pincel embadurnado de una mixtura rosa e intentaba
recrear el halo de unas candilejas que mucho después parecían aluzar los
recuerdos.
La nuca seguía doliéndole; con una frecuencia intermitente padecía
una especie de garrotazo, a pesar de haber duplicado la posología analgésica
que hubiera servido para calmar a una yegua. Despedazó sobre la tabla una
telaraña invisible en la distancia, con un pañuelo desechable, y después no pudo
evitar un remordimiento pueril, al pensar que tal vez acababa de sentenciar a un
hombre, alguien que se distraería intentando espantar una mariposa blanca que
se le posaría en la frente mientras conducía un coche excesivamente veloz, pues
con ese gesto sencillo había borrado, en una hogar de sedas radiales, las
previsiones alimenticias solucionadas laboriosamente por un insecto que no
podría alimentar a una prole a punto de eclosionar, perdiéndose para siempre la
esperanza de vida del depredador que un domingo de septiembre atraparía una
mariposa blanca, la misma usada por el destino para provocar la muerte de un
conductor desprevenido. Miraba el rostro de Priscila, su amiga gorda y triste,
pero en un plano más espiritual tiraba del ñandutí de acontecimientos que se
deshilachaban, rotos, vueltos a juntar por los nudos de la suerte, enredados o
dispersos en la superficie farragosa de la memoria, y en su reverso también, en
el ajetreo subterráneo de los termitas voraces con las tablas agrietadas y el tamo

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en las escarpias ocultas y la herrumbre devorando los hierros de celosías que
nadie podía saber a ciencia cierta cuándo se abrieron por última vez.
Su amiga Blesila, antes de cumplir veinticinco años, había
contraído el vicio de imponer su opinión a los demás en todas las cuestiones
de dominio público, discutidas en los mentideros, resolviendo qué debían hacer
los gobernantes para arreglar la crisis económica o planteando los
razonamientos éticos que justificaban los abortos adolescentes sin anuencia
paterna; ese triunfalismo con que zanjaba cualquier controversia dialéctica, se le
había ido consolidando en el temperamento desde que acabó su formación
universitaria y tuvo que bregar ante los tribunales populares durante los juicios
orales, para hacerles entender la petición de inocencia que reclamo ante este
distinguido jurado, para mi cliente, el acusado Don Caspio Villegas, presunto
asesino de la ahora fallecida, Doña Engracia Mazón, qué dios tenga en su santa
gloria, porque aquel jueves fatídico los efectos turbadores del coñac le
convirtieron en una marioneta sin intencionalidad, premeditación, ensañamiento
o alevosía, al ejecutar doce veces consecutivas un apuñalamiento, con el mismo
cuchillo que suele utilizar por las mañanas para descuartizar corderos en la
carnicería; ustedes posiblemente sean artesanos, panaderos, mecánicos,
arquitectos; gente de bien elegida por sorteo para decidir un veredicto,
plenamente responsables de una tarea en la que los magistrados profesionales
quedan relegados a la mera dispensa de auxilio, son por tanto jueces con poder
decisorio, pero como hombres y mujeres que desempeñan un oficio y aman su
trabajo, ¿creen factible que alguien se sirva de las mismas herramientas que le
dan de comer para consumar un delito tan atroz?. Blesila desplegó su estrategia
persuasiva y absolvieron a Don Caspio Villegas de unos hechos incardinados en

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el concepto jurídico de asesinato, aunque no consiguió librarle de otra condena
más blanda por homicidio. Era una mujer impetuosa, que parecía movida por
corrientes eléctricas bajo sus trajes de ejecutiva y su pelo excesivamente corto,
como si el tiempo no le alcanzara para colmar su curiosidad innata y su avidez de
conocimientos, que apaciguó en parte reteniendo mementos de jurisprudencia y
doctrina consolidada en todas las ramas del derecho. Entre el buen
aprovechamiento que hizo del estudio y el solivianto por los misérrimos pagos del
turno de oficio concedido a la justicia de los pobres y la despiadada competencia
profesional, por la que apenas captaba clientela, se inscribió en unas pruebas
selectivas y obtuvo la mejor nota entre las tres mejores notas históricas de las
oposiciones para abogados estatales, aunque, como efecto colateral, esa
erudición le acrecentaría la soberbia intelectual y le confirió una irritante
velocidad a su modo habitual de expresarse
Durante la tertulia del martes, entre amigas cuyo roce había
hecho estañar trabazones afectuosas, más duraderas, resistentes a la
mezquindad e inmunes al deterioro que las establecidos por cada una de las
mujeres con sus maridos, novios o amantes, la señora se puso en pie y solicitó
un momento de atención por favor, niñas, quiero enseñaros algo, he conseguido
expresarme con naturalidad. Mostró una tela mediana, dispuesta con una
proporción exacta entre los bordes de un marco provisional, que fue cambiado
por otro más vistoso de maderas trenzadas días antes de colgar el cuadro. Por
su peculiar impaciencia a la hora de enseñar sus pinturas casi lo arrebata entre
los guantes sin mácula de un mozo cuyo cuerpo parecía esculpido a cincel.
Entró a la sala como un robot, desnudo en el atavío de la pajarita y el delantal
exiguo, anunciando la nueva obra: "Bailarina sobre fondo rosa". Provocó tal

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revuelo que la anfitriona tuvo que esforzar la voz varias veces hasta conseguir
apaciguar el ambiente tribal que se había extendido entre las mujeres: silbaban,
reían a carcajadas, improvisaban piropos y propuestas obscenas, con bailoteos y
chillidos guturales, que dejaron afónica a Niceta. "Chicas, luego vendrá Simón
para daros caña", repetía. Sólo cuando se calmaron y la reunión transcurría con
su ritmo ordinario, levantó el cuadro, con una actitud candorosa pero a la vez
altiva, en una contradicción producida entre su mirada y su gesto facial, y
estirando los brazos ante sus invitadas lo guió por el aire en un movimiento
oscilante, deliberadamente lentificado para que pudieran apreciar la grandeza de
su talento, parecía decir: "Admiradme, soy excepcional". Era una vanidad
común en los artistas al divulgar sus creaciones o de las madres primerizas
cuando permiten ver a su extraordinario bebé, y que en la señora únicamente
afloraba en el ámbito doméstico, con sus amigas, porque mantuvo durante años
la costumbre de rematar sus bocetos, tras someterlos a tantos
perfeccionamientos, retoques, ampliaciones y borrados que nunca reflejaban la
idea inicial, y sólo después exhibirlos públicamente durante aquellas veladas
informales, sin otra pretensión que escuchar las valoraciones de sus invitadas,
que en esos momentos casi no podían reprimir la excitación de ver nuevamente a
Simón, el guapo. Así que, por esa expectativa, la corriente de críticas
espontáneas se condensó en un "me gusta, es muy bonito". Blesila, erudita en
leyes y mujer de mundo, se contuvo haciendo una pausa premeditada y, como si
fuera una apreciación tan evidente y simple que ridiculizaba la inteligencia del
resto de tertulianas, pronunció su parecer, seria, transcendental,
compadeciéndose de la torpeza ajena: “Es una alegoría sobre la sociedad
burguesa y su mediocridad”. Niceta, aunque espabilada para resolver

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cuestiones prácticas, no había rebasado el último curso de la educación
primaria, y se quedó pensando qué podría significar la palabra alegoría. La
pintora, para azuzar la intriga sobre el mensaje del cuadro, agitó una campanilla
y se entretuvo en pedir moscatel y galletas de la suerte, cuyo interior podía
ocultar un diamante o una pepita de oro; se dejó caer en un asiento de felpa
escarlata, cuyo espaldar formaba una ese, y esperó la atención de todas sus
amigas, con una sonrisa triunfante, la misma que mostraría si poseyera una
verdad absoluta y universal. Recién, usando palabras llanas, comenzó a insuflar
un soplo de romanticismo a Priscila, la que existió antes que las aspiraciones se
atoraran en la desilusión, fúlgida diva, rutilante, la del cuerpo flexible y ligero que
parecía gravitar desafiando las leyes telúricas. Tenía el carácter templado por
una disciplina casi castrense, mantenida desde la pubertad; en muchas
sesiones de espontaneidad natural y técnica forzosa había rozado una perfección
que le llevaría a la compañía nacional de danza. Pude verla en la barahúnda de
unos ensayos generales, durante los preparativos de una ceremonia para
agasajar la visita de un Papa cristiano. Desde el anfiteatro contemplé a todos los
partiquinos y danzarines dando trompicones por los nervios, pero Priscila, la
bailadora principal, seguía imperturbable, inventando paraísos perdidos en el
aire, proponiendo figuras fugaces con los gestos de una metáfora perfectamente
armonizada en las sugerencias de los astrágalos entre las manos expresivas y
los basamentos de las piernas elevándose sobre las hiedras sinfónicas de una
lírica en la que giraba, para fabricar cornisamentos con frisos de acanto y
capiteles coronados con volutas y obeliscos con mosaicos quiméricos, que
finalmente se desmoronaron ante el leve aleteo de ese hado burlón que preña
de fatalidad las esperanzas y balda esfuerzos y consigue que una glándula

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tiroides se vuelva cicatera en una mujer. De manera que un desbarajuste
hormonal desencadenó la obesidad patológica de una espiga que se fue
convirtiendo en tronco y después en una musa oronda con dificultades
deambulatorias. Priscila no pudo sorprender al mundo en aquella celebración que
daría la bienvenida al sumo pontífice, dilapidó sus ahorros en dietas milagrosas y
métodos de adelgazamiento carentes de eficacia terapéutica y mucho después,
con el humor atribulado y la economía malparada, tuvo que aceptar un empleo a
tiempo parcial de costurera, para zurcir los mismos atuendos con los que antaño
le entronizaron en la leyenda del hada de los movimientos.
El resto de su vida soportó sin resignación el calvario de llevar
encima una vaina sebosa que le entorpecía los actos más elementales. Mantuvo
intacta la tozudez por recuperar su figura esbelta. Cada día renegaba de aquella
mole, con la que siguió perseverando en sus entrenamientos de danza,
intentando convencer a su amiga pintora que la gracia no está en las carnes
sino en el movimiento.
Un sábado, llegó a la ciudad el circo de Ángel Cristo. En el pase de
las cuatro, un tigre manso, que hacia genuflexiones y acrobacias al restallar un
látigo, recuperó sus instintos atávicos y saltó a las gradas, convertido en un
demonio de cuchillas vertiginosas y quijadas titánicas, entre la desbandada de
una multitud disgregándose en turbas menores al paso del proyectil atigrado, que
reclamó su reino mediante zarpazos acerados y dentelladas raudas. Cuando la
carpa se vació, un arlequín oculto hizo el ademán de iniciar el recuento de
heridos, pero encontró solamente un peluche grande y cansado de orejas
gachas, que no había causado siquiera un rasguño entre la clientela despavorida.
Esa tarde, la danzadora estaba intentando hacer una cabriola clásica y se

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desparramó en el suelo, donde estuvo agonizando como un manatí encallado en
los arrecifes, ahogándose bajo la gravedad aplastante de su propio lastre.
Habíamos acordado que pasaría a recogerla, para conocer las
fantasías trashumantes de los saltimbanquis y la mujer cuya dentadura
cercenaba los hierros. Así que pulsé el timbre con dos toques cortos y uno largo,
como seña convenida para identificarnos, pero nadie contestó. Subí hasta el
tercer piso, y pude percibir la fatiga de su respiración y el hilo de lástima que
reclamaba socorro inmediato desde un barrizal que no le dejaba levantarse. Pedí
ayuda, y fue necesario el concurso sincronizado de la fuerza de cuatro hombres
para voltearla. Tenía el rostro congestionado, los labios amoratados. “Solamente
quería bailar”, musitó.
Desde aquel rescate providencial, Priscila demostraría una gratitud
tan pertinaz que llegó a parecer una devoción, gracias por salvarme pero te
quedaste sin ir al circo, le sonreía; no sólo por sacarla de una agonía
previsiblemente fatal, sino también por todas las veces que le escuchó
desperdigar la sarta de sus descreimientos, infundiéndole ánimos para seguir
empujando sus carnes paquidérmicas y los sueños atascados entre las grasas
del desencanto. Aun casada, madre de tres niños y con limitaciones funcionales
para la bipedestación, mantuvo la costumbre de peregrinar hasta la hacienda de
su redentora, cada viernes, ofreciéndole un ramillete de hortensias y una efusión
de besos ligeramente ensalivados. La dueña terminó aquella hermenéutica del
retrato buscando la mirada de Blesila y remató: “Representa la voluntad
inquebrantable”.
La dama se parecía a Priscila en la obstinación por seguir su propio
instinto y a Blesila en la misma incapacidad para soportar los aplazamientos del

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destino. La ventolera de ser pintora fina le llegó prematuramente, incluso antes
que la menarquía. Una vocación excesiva por retener a pinceladas el devenir de
las cosas, tan acuciante que se llegó a pensar que padecía alguna perturbación
nerviosa, conque siempre andaba ensimismada sobre una libreta
descuajaringada, trazando bosquejos nerviosos de todo cuanto fuera perceptible.
Después de una comida dominical, anunció el verdadero motivo de sus
alteraciones: “Voy a ser pintora de cuadros famosos”. Con la voz aún ondulante,
parecía que sus padres, su hermana y hasta la mascota flautista, con la
exhibición de solfeo a medio terminar, se hubiesen solidificado bajo un cemento
de estupefacción; nadie se movía, el mundo se contuvo hasta que dos puños de
trueno golpearon la mesa y una inclemencia marcial increpó: “Tú harás lo que se
te diga”. A continuación su tutor descerrajó una ráfaga de moralina a gritos; los
artistas son gente de mal vivir, bohemios, degenerados que suelen encontrar
una muerte miserable; piensa en Poe, ese borracho, Ernest Hemingway
suicidándose, Van Gogh, Bécquer tísico, Modigliani vicioso, Lorca acribillado a
balazos. En ese momento su padrastro hizo una pausa, dando a entender que
hubiera podido extenderse interminablemente, cuando en realidad no sabía bien
cómo proseguir, pues tenía ese obituario, disponible para la metralla dialéctica,
por un artículo sobre genios malogrados que había leído en la prensa matutina.
Virginia Woolf, Salvador Dalí, Robert Schuman..., tal vez la creatividad sea una
forma de locura –su hermana divagó para sus adentros-, porque los dementes y
los artistas establecen las mismas conexiones extrañas y originales en sus
pensamientos...
Arsenio era un militar de baja graduación, jubilado prematuramente
por una hernia mal curada, que por temperamento ejercía sobre toda la familia

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una dictadura dentro de esa otra dictadura nacional que solamente existía en su
añoranza. El orden jerárquico instaurado en el ámbito doméstico no requería
razonamientos, conformidad o negociaciones para imponerse. Su madre,
Lucrecia, comenzó un llanto callado mientras aferraba un pañuelo con las dos
manos, en una reacción previsible. Tenía una disposición innata para llorar por
cualquier suceso, aunque fuese trivial. Elisenda, su hermana, seguía mirándola
sin meter baza, aunque prudentemente expresó su congratulación guiñándole
dos veces el ojo izquierdo, que en su semiótica pactada significaba felicidades,
pero también un “este ñiquiñaque me pone de los nervios”.
Poco después de aquel domingo de choques generacionales, por la
primavera en que vivía con naturalidad su primera juventud, al volver de la
inauguración del semestre académico, la estudiante con las manos llenas de
pinceles, se quedó atónita contemplando el nuevo diseño de su propia habitación.
Había sido empapelada con unos pliegos satinados que previamente sirvieron a
un conferenciante matemático para explicar sus teorías. Era el castigo taimado a
unos suspensos escolares, pero que fueron justificados por Arsenio con una
confusa argumentación de mediciones pifiadas, rollos de papel floreado
imprevisiblemente cortos y un presupuesto agotado. De manera que despertaba
envuelta por las trepaderas de los logaritmos, en el álgebra del amanecer
newtoniano, entre las conjeturas de Fermat; viendo un fárrago de ecuaciones y
teoremas crípticos y el planteamiento del número pi hasta donde alcanzaba la
incógnita de su alcoba.
El causante de ese embrollo alfanumérico había sido un matemático
itinerante llamado Manuel Rey, quien se entretuvo en armar un modelo
especulativo mezclando nociones pertenecientes a la segunda ley de la

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termodinámica y una formulación inspirada en la teoría del control óptimo que
permite a los ingenieros orbitar satélites. Paradójicamente, el estudio medía la
resistencia a la ruptura de las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres.
Su aridez inicial, escondía cierta retórica, en pasajes plagados de integrales
dispuestas como numerador para la división con raíces cuadradas contenidas
en una derivada, con la que establecía un símil entre la convivencia en pareja y
una cacerola cuyas aguas hirvientes, al retirarla del fuego, se enfriarán
ineluctablemente si no recibe suficientes atenciones en forma de acercamiento a
un foco cálido; como síntesis enunciaba una sola fórmula: la duración del amor
es directamente proporcional al esmero aplicado. Elisenda descubrió por
casualidad la manera de interpretar correctamente la simbología; al tirar de la
esquina sin adherencia de uno entre muchos folios punitivos, dejó visible una
tabla que aclaraba las incógnitas. Pero las abstracciones de Manuel Rey, a pesar
de su impecable razonamiento, fracasaban al descender del nivel especulativo y
aplicarse al mundo real.
Tendría que haber conocido a nuestros padres, aseveró Elisenda,
tomando como muestra la actitud servil de su madre frente a un esposo
habituado a tratarla con aspereza, y a pesar de esos desaires el matrimonio
duró lo suficiente para contrariar las inferencias numerológicas que empapelaban
la alcoba de la pintora.
Lucrecia, desde que, en una ceremonia civil, firmó el acta
matrimonial, había asumido las desatenciones diarias y el temperamento hosco
de Arsenio, su segundo marido, como una carga que debía soportar por su
condición femenina, de la misma naturaleza que la menstruación o el
alumbramiento. Ni siquiera las ofensas a puño cerrado consiguieron resentir el

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candor con que trataba a su macho, le lavaba entre las nalgas para ahorrarle la
afrenta de obligarle a recrearse en el albañal de sus propias incontinencias
fecales en la cama, "mi tormento, tan grandote y aún con el culillo suelto", con
una dedicación encomiable le espolvoreaba talco perfumado, tras secarle y
cambiar las sábanas, y se acercaba a su oído para susurrarle que a dormir,
machote, mañana será otro día si dios quiere, dándole dos cachetes blandos en
los glúteos, como si aquel hombre desabrido y viejo fuera un bebé grande y
poco antes no hubiese propiciado con sus modales furibundos un accidente
domestico al zarandear a Lucrecia, hasta desequilibrarla en una caída contra el
borde de la bañera, comenzó a sangrar a borbotones y se quejó una sola vez,
no por la contundencia del golpe sino por el quebranto en su orgullo; Arsenio,
muerto de miedo, tuvo que llevarla al ambulatorio para que le cegaran la herida
en la frente con varios puntos de sutura.
Durante otra sobremesa propia de los domingos, porque el resto de
la semana Dulce y Elisenda salían corriendo a sus habitaciones antes de
concluir el postre, el hombre sexagenario deshacía el nudo de mariposa en una
cinta violeta que facilitaba el transporte de las bandejas desde la confitería, y
mostrando los avance irreversibles de su perfidia machista, declaró con un
convencimiento pleno de estar poniendo las cosas en su sitio: “Las mujeres sois
inferiores a los hombres, por eso la naturaleza os ha dado menos dientes",
como si hubiera aclarado definitivamente una entropía que abrumara a la familia,
pero era el modo con que la cultura entallece nuevos idearios mientras todavía
se nutre por rizomas inmemoriales que obligan a una mujer a casarse con su
violador o causan una obcecación aristotélica que impidió a Arsenio corroborar
empíricamente su hipótesis odontológica.

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Con esa torpeza de miras y el talante de un militar espartano,
convirtió la tutela de Beatriz en un asedio permanente. Para persuadirla de que
su inclinación por la pintura únicamente le depararía una existencia apurada, se
limpiaba el culo con los lienzos que había logrado confiscarle, de manera que
los refulgentes amaneceres, los claros tulipanes, las desvaídas ninfas, acababan
embarradas de mierda. Desplegó una táctica lenta e implacable para desgastar
la moral de una hijastra que apretaba los labios, encogía los hombros y cerraba
los puños, conteniéndose para no derramar todo el caldo hirviendo de la ira
cocinada a fuego lento en los anafes del rencor, por tantos malos ratos y
berrinches y tantas llantinas sin porvenir en la rebeldía propiciada por
interminables causas que estaban perdidas, incluso antes que pudieran
convertirse en una petición formal: “¿A las once en casa?”, porque le llegaba
desde el otro lado de la casa un bramido de sargento acuartelado: “No quiero
que vuelvas después de las diez”.
Durante los días lectivos, acompañada por Griselda, amiga desde
el parvulario, asistía a las aulas de un liceo público, sin vocación ni interés,
simplemente para acatar los constreñimientos de Arsenio y evitarle a su madre el
apuro de tener que mediar en otro conflicto doméstico. Apenas le dispensaba
atención a los asuntos académicos y permanecía en el pupitre cariacontecida,
oyendo chispazos que no existían en el ambiente porque eran signos de la
energía irresistible que su alma generaba en la pugna por atraerla hacia los
atolones del arte pintado, hacia los trazos de colores y las colinas sinuosas y las
cruces para las golondrinas y la nube verde sobre el palote marrón, acabados en
los bosquejos que con disimulo apoyaba sobre sus rodillas durante las
asignaturas más tediosas.

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Su compañera de estudios, Griselda, había sido concebida a las
bravas durante el arrebato de un padre al que nunca llegó a conocer, Abundio,
quien había sucumbido a la actitud deliberadamente provocativa de María, su
propia cuñada. La pareja, tras la primera falta menstrual, eludió la ignominia
familiar mediante el recurso simple pero efectivo de colocar una faja elástica
alrededor de la barriga cada vez más prominente de María. Parió en el retrete de
un tren que llegaba con retraso a Barcelona y, con ojos vidriosos y un
remordimiento que le martirizaría el resto de su vida, abandonó a la diminuta
Griselda en el lavabo, envuelta en un aderezo de papel higiénico y con una
estampa piadosa de Santa Gema, para que tuviera a bien otorgarle protección
frente al desamparo.
En el liceo, cada curso escolar se inauguraba mediante un protocolo
de cortesía en las aulas, así que cada alumno debía levantarse y contestar
sucintamente a un cuestionario sobre su procedencia, identidad y filiación sólo
cuando fuese señalado por la batuta de doña Consuelo, la maestra. La varita
que marcaba el turno apuntó a Griselda y le obligó a ponerse en pie. Estaba
tensa, la yuxtaposición de sus manos, formando una uve ante la saya plisada,
denotaba una actitud psicológicamente defensiva, pues presintió el amargor
que le depararía el futuro inmediato.
- ¿Cómo se llama tu padre?
- Hugo
- ¿Y tu madre?
- Rafael
- Querrás decir, Rafaela
- No, se llama Rafael, también es un hombre.

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Había conseguido desarrollar una habilidad específica para no
reaccionar desproporcionadamente ante las burlas ajenas, así que permaneció
erguida, impasible, envuelta por una bullanga que mezclaba risas, cuchicheos e
insultos esporádicos cuyo único propósito era infligirle un daño deliberado y
traumático. Doña Consuelo, que tenía una hija miope y envidió la salud ocular, el
color entre azul y verde y la viveza expresiva en la mirada de Griselda, participó
en el oprobio con una actitud pasiva y una sonrisa satisfecha. Dulce le cogió la
mano para transmitirle aliento y en ese momento la alumna volvió a sentarse, sin
mirar a nadie pero pensando: “Ya ajustaremos cuentas, hijos de puta”.
Griselda era una mujer que encerraba una emotividad frágil en un
carácter áspero, como muchos hombres; tenía una constitución robusta y la
suficiente fuerza para zanjar el acoso de dos bachilleres a los que vapuleó y llevó
arrastrando hasta el patio tras una discusión en los lavabos del instituto.
Durante su adolescencia, contuvo su propensión lesbiana, por la
simple acumulación de rencores atrasados, y se distrajo casándose con un
pretendiente masculino y forzando un maridaje imperfecto hasta que conoció a la
bella y frágil Lucila: labios afrutados, ojos de zafiro, suave en los modales, que
se movía en un ámbito propio de frescura. Instantáneamente padeció una
sensación ardiente en las entrañas, que siguió sintiendo cada vez que la
encontraba por un impulso de la casualidad y creía percibir el olor limpio de su
cuerpo claro, para después abandonarse a su ausencia, como un satélite a la
deriva expulsado de la órbita de un planeta mítico.
Un día sin presagios, no pudo sujetar por más tiempo el celo del
animal atormentado que le hacía mirar como un macho a otra mujer y salió del
matrimonio con lo puesto, la tarde que la biblioteca municipal quedaba

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convertida en un cepo llameante por la mala saña de un pirómano que había
originado un incendio en dos focos estratégicos. Entre la humareda encontró a
Lucila, inmóvil, aferrada a un poemario de Gustavo Adolfo Bécquer y con la
decisión quebrada por el pánico. La tomó en volandas y casi a ciegas encontró
una branquia de ventilación por donde escaparon milagrosamente.
Años después, Griselda se abandonó al adormecimiento en la
suite de un hotel embellecido por ornatos cingaleses, con las venas del antebrazo
abiertas por tres tajos perpendiculares, porque no pudo sobreponerse a la
angustia de una infidelidad. Aunque antes había iniciado una parranda
desenfrenada, durante la que dejó inconsciente a puñetazos a un camionero,
cató todas las razas de prostitutas accesibles en los lupanares, vació botellas
de ron y ginebra hasta caer en un paroxismo etílico que no le dejaba sentir una
luxación en la muñeca tras participar en un torneo de pulsos incruentos, y
terminó encontrándose a sí misma en los reflejos infinitos de una alcoba realenga
llena de espejos, goteando adioses a nadie en la resaca de una vida difícil y con
la incertidumbre de no saber si realmente había eludido las llamas aquella tarde
en la biblioteca o, tal vez, el amor es como el fuego y te consume y duele tanto,
Lucila.
Aquellos remates inesperados de la adversidad todavía eran meros
pespuntes en la urdimbre de una bordadura donde los porvenires quedarían
entretejidos y hasta entonces el presente se dejaba hilar con la rebeldía de una
muchacha que pintaba infrutescencias en la clandestinidad, porque Arsenio
había promulgado un decreto por el cual tengo a bien disponer la prohibición
absoluta de toda actividad ejecutada por acción u omisión o por encomienda a
terceros, de la que pudiera obtenerse sin nueva manipulación o sirva como

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materia prima para otras composiciones, cualquier logro susceptible de ser
considerado como una realización estética del talento, y declaro a los artistas
personas no bienvenidas en estos lares. Así que Dulce, último bastión del arte
en una casa donde se publican edictos en cuartillas sujetas al espejo del
recibidor, escondía sus carboncillos bajo el colchón y cruzaba el pasillo para
acceder al cuarto de su hermana menor, Elisenda, en un santuario, desmontado
en segundos, donde veía cómo clavaba con chinchetas carteles para idolatrar a
Xavi, Iniesta, Villa: un ramillete de atletas sincronizados sabiamente en un ansia
incansable por humillar al adversario, tan vehemente que llevó a la selección
nacional de futbol a señorear en el campeonato del mundo. Entre una galería de
ídolos, miró el rostro fiero de Rafael Nadal, un gladiador olímpico del tenis, cuya
fortaleza mental podría pulverizar montañas y solo después intentó animar la
sublevación pidiendo a su hermana la connivencia de posar para un icono de las
clases oprimidas.
En verano, al encenderse las primeras luces callejeras, las
hermanas Villanueva salían al balcón para intercambiar confidencias, golosear
orozuz o refinar la semántica de su lenguaje gesticular. Un tema usual de
conversación era internet. Una red de computadoras cuyos cables se
desgreñaban sobre la bola terrestre, bajo los océanos, descolgándose desde
zepelines, socavando la tierra, tan tupida que desde cualquier lugar se podía
estirar uno de aquellos cordones eléctricos y enchufarlo al ordenador personal.
Había minimizado las distancias geográficas hasta hacerlas triviales y sus
ramificaciones permitían transmitir cualquier información estructurada que fuera
susceptible de traducirse a un dialecto binario o a una disgregación molecular
acompañada de la lógica de sus enlaces químicos. De manera que facilitaba un

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trapicheo profuso de literatura, música, películas, fotografías, frutas de
temporada; que eludía controles gubernativos y fronteras tributarias.
Elisenda le contaba anécdotas relacionadas con internet. Imagina
una pareja mal avenida, que para soportar su convivencia recurre a los flirteos
con personas lejanas, a través de mensajes intercambiados entre computadoras.
Todos los días repiten las mismas discusiones, los mismos portazos, incluso el
plato que lanzan contra los estucados parece siempre el mismo. En esa
acrimonia mutua, acabaron por encapricharse a la vez de sus pertinentes
contactos, que también estaban emparejados, se aborrecían y mintieron
mutuamente para poder reunirse con discreción en el vestíbulo de un hostal. En
la fecha acordada, el hombre con la gardenia en el ojal y la mujer del vestido
azul asistieron al encuentro y repentinamente, asombrados y boquiabiertos,
comprendieron que habían terminado por amartelarse a distancia con el
mismo enemigo insoportable de su coyunda diaria.
En aquella enredadera planetaria, su hermana Elisenda, dotada de
una aptitud singular para desenvolverse con buen tino entre los embrollos
computacionales, inició un noviazgo virtual con un quinto que debía
incorporarse al servicio militar obligatorio en un batallón de Mérida. Estaba
convencida de haber encontrado un amor sincero , entre los cuatro a seis que
estadísticamente aparecen en una vida común, así que mediante una epístola,
en cuyos márgenes dispuso tréboles y huellas labiales de carmín, le permitió
columbrar que anhelaba casarse y tener hijos.
El mozo, por su voluntad indecisa y su torpeza para la composición
lírica, se embrolló durante semanas con una declaración formal para solicitarle
matrimonio. Ensayó: “Amada Elisenda”, releía el avance conseguido y

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nerviosamente lo sepultaba bajo un alud de tachones. Permaneció agitado por
las dificultades del género epistolar, hasta que una corriente de aire le refrescaba
la inspiración y se inclinó para caligrafiar un introito diferente: “Cumbre imposible”.
Hizo una pausa. Se retiró del folio para enfocarlo desde la lejanía. Ponderaba el
posible efecto conquistador sobre su pretendida, vaciló, por momentos le parecía
increíble que la misma luna envuelta en los andrajos de unas nubes viejas,
pudiera estar alumbrando la quietud de su novia distante, y acabó rompiendo
las declaraciones estériles en fragmentos ilegibles y arrojando al viento sus
penas de recluta; pero un giro inesperado las llevó hacia el rostro de un cabo
furriel; agraviado, dio traslado al sargento, que informó a un alférez, quien a su
vez notificó al teniente, así que la indisciplina quedó incluida en el parte que
revisaba el capitán todas las semanas y el testigo regreso por el conducto de la
cadena de mando, convertido en una sanción que le negaba cualquier permiso y
pase de pernocta hasta la jura de bandera, pero que en realidad sirvió a la
malaventura para accionar el gatillo de un subfusil durante la última imaginaria
del recluta. Cayó de espaldas, con la expresión de los enamorados al despedirse
y los ojos abiertos hacia un planeta luminiscente que a esa hora clareaba la tez
de Elisenda. Estaba asomada al anochecer y preguntándose qué habrá sido de
ese soldadito que tanto extraño.
Elisenda entendió la falta de respuesta como una negativa. Arrancó
todos los pósters de su cuarto y los despedazó en un arranque de cólera a la que
siguió una sensación de pérdida irreparable, tan intensa y persistente que
estuvo a punto de ingresar en una congregación de clarisas, siguiendo el
consejo de su compañera Viridiana, pero entre Dulce y Niceta, una amiga del
pueblo, le hicieron desistir y la convencieron que un clavo saca a otro, niña, así

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que nada de quedarse a verlas venir y anda arreglándote que nos vamos de
fiesta. Pusieron tanto empeño en sacarla de su confinamiento que incluso le
vistieron como si fuera una muñeca grande, le atusaron la melena y le acicalaron
la expresión mediante unos toques de colorete y una sugerencia rosada de
carmín. De esa manera empezaron a desclavarse de su alma los recuerdos y
se fueron enroscando los tirafondos que sujetarían los goznes de la esperanza,
cuyas articulaciones permiten que corra el aire y se muevan los avatares de lo
cotidiano, entre los que llegó una atracción súbita hacia un hombre de modales
amables que por la edad hubiera podido ser su padre. Tenía los cabellos
entrecanos y el porte distinguido y una dicción de raigambre argentina que le
embelesó al escucharle contar sus reparos de pedagogo sobre esa manía que
tienen los políticos de hacer cambios experimentales tan impactantes en el
sistema educativo siempre que llegan al poder. Desde el primer abrazo habían
convenido reencontrarse cada viernes, junto al pedestal con la escultura
descabezada de la ninfa pimplea. Aunque en la siguiente cita, el profesor no pudo
completar el paseo hasta la estatua, porque a mitad de camino apenas pudo
discernir el automóvil que frenaba súbitamente y las sombras violentas que con
una fuerza superior a su voluntad le cegaron con una bolsa de oscuridad. Había
sido secuestrado en un relámpago dirigido desde un despacho ministerial,
porque un informe de los servicios de inteligencia le señalaron como ideólogo de
una facción terrorista. Durante un tiempo excesivo para la paciencia, quedó
imposibilitado para comunicar el cambio rocambolesco de su situación personal,
por lo que Elisenda, viendo caer lo que sería hojarasca en el parque, padeció
una nueva decepción, ignorando que, desde su cautiverio, el maestro no podía
rondarla y se desesperaba por salir de aquel otro encierro más tortuoso en que

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se había convertido su enamoramiento tardío. Un atardecer, cuando una
gigantesca bandada de estorninos causó un oscurecimiento súbito y los
recuerdos dolían como cuchilladas, el caballero conservó la compostura
distinguida y el semblante impasible al colocar un taburete bajo sus pies y
colgarse a una agonía con la soga de una sábana retorcida, sujeta por una
alcayata al techo y amarrada en el otro extremo a su cuello, desconcertado por
un pájaro de plumaje iridiscente que se había encaramado al reborde del único
ventano de la celda. Lo vislumbró alzar el vuelo y unirse al eclipse bullicioso.
Con un batir de alas incesante se posaría después sobre los maceteros con
geranios mustios de un alfeizar perdido en la barriada obrera de la ciudad.
Elisenda, consumida en una espera infructuosa, se alisaba la cabellera trigueña
frente al tocador y estiró la vista hasta más allá de los reflejos cambiantes del ave
multicolor en la ventana y suspiró: “Se marchó sin despedirse”.
El tercer pretendiente, traído por el infortunio hasta el pantanal de
los amores malogrados, fue un capataz de obra, fornido, de piel aceitunada y ojos
vegetales, por el que sintió un flechazo vehemente. La suerte de Elisenda
parecía anclada en los mismos agravios y los mismos encuentros irrepetibles del
pasado, pues su amigo, laborando entre el encofrado del esqueleto de una
construcción, abstraído en las expectativas de la siguiente cita, resbaló por un
terraplén hasta chocar con un puntal que le desmoronó encima un andamio mal
atarugado. Sobrevivió milagrosamente en una unidad de cuidados intensivos,
atormentándose por la imposibilidad de transmitir a su cortejada la justificación
de lo que todavía consideraba una falta de puntualidad. Permanecía aferrado a
la supervivencia por respiradores artificiales y cableados que registraban hasta el
ritmo de sus pensamientos y por un fuelle mecánico que le suplantaba el

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corazón, en un estado letárgico. Esporádicamente emergía a la lucidez, sólo
para acordarse, cada vez con más nitidez, de la loba temblorosa que se había
acurrucado en su pecho impregnándole con un aroma puro a tierra tras la lluvia.
En uno de los despertares, se exasperó al verse enredado en una maraña de
cánulas y electrodos y vendas, y arrancó a manotazos aquella parafernalia,
exánime, para lanzarse desde la yacija y fue arrastrando su pesadumbre por el
suelo, convencido de que encontraría una salida, mientras iba dejando un
reguero sangriento y el zumbido del electrocardiograma se metía en su cabeza y
acababa confundiéndose con el silbido de una cafetera en ebullición, que en
esos momentos retiraba Elisenda de los fogones. Había terminado por
resignarse ante aquellas muestras de informalidad e interpretó la ausencia del
albañil como un vilipendio definitivo, aunque la repetición de tantos
desencuentros terminó por inmunizarla contra el hastío.
“Te quedarás para vestir santos”, le auguraba su madre. Era una
verdad a medias. Había puesto una estatuilla de San Valentín en su habitación, y
le tejía ropita y la vestía y desvestía solicitándole el favor de encontrar al amor de
su vida. Al comprobar que no daba resultado colocó a San Judas Tadeo, patrón
de las causas imposibles, con lo que ahora cosía el doble de ropa. Lentamente
su habitación se fue convirtiendo en un santuario de estampillas de vírgenes y
beatos, palmatorias con candelas desiderativas, lamparillas sobre el velador, un
lábaro de cartón con sus peticiones, las cuentas de un rosario mortificante hecho
mediante colmillos de tiburón blanco, ingeniosas manualidades sobre alambres
doblegados hasta modelar la forma de la cruz; incluso, camuflado contra
miradas inquisitivas bajo un sifonier, el santo Don Cipote, adquirido en el
mercado de los desencantos con la creencia de que el tocamiento frecuente de

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su enorme virilidad de madera atraería la fertilidad y por tanto a los futuros padres
de familia numerosa.
Una noche soñó que flotaba en un mar de mercurio, y en lontananza
se aproximaba un guerrero sobre un caballo cuya gualdrapa bordada con piedras
preciosas y borlas doradas refulgía en un horizonte diáfano. Soñó que el adalid
descendió de la montura, sin más atuendo que un taparrabos púdico, y la besó a
bocajarro pero con ternura. Sintió una descarga de minúsculas descargas
eléctricas hirviendo por su columna y un aleteo cálido de pétalos sedosos
disolviéndose en su vientre, que le hicieron abrir los ojos y asirse al tafetán del
colchón, mientras se le arqueaba la espalda y comenzaba la sucesión
extenuante de eclosiones en un punto impreciso bajo su pubis, en las que una
ringlera de crisálidas se deshizo en gotas líquidas formando un aguazal cegado,
que la mataba y al instante le hacía renacer siempre; entre un temblor de tierras
movedizas separó las piernas y no pudo gritar, porque una alfaguara salada salió
a propulsión por entre las grietas de su feminidad inexplorada, atravesó sus
bragas, y le caló el camisón duro recosido con hilaza, dejándola derrengada y
preguntándose de qué color eran los ojos del gladiador mítico que habita en los
humedales de los sueños.
A la mañana siguiente, la acuarelista tuvo que esconder
apresuradamente bajo la camisola un boceto, ante la revista sorpresiva de una
virgulilla hirsuta sobre una boca admonitoria, que las había petrificado con un
quién avisa no es traidor, y que también dejó un tufo enervante a coñac. Tras el
paso del censor, abanicaron la estancia con las hojas de la ventana y sólo
después de renovarse la atmósfera, intentó explicar a su hermana menor que la
experiencia de anoche no había sido una argucia santoral para colocar un

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marbete sobre el candidato idóneo que debería servirle como referencia durante
su singladura casamentera, sino que la contención sexual, cuando se prolonga
en exceso, puede alterar la fisiología y el sosiego de las personas saludables.
Aunque la soñadora siguió empecinada en orientarse por las ráfagas radiantes
de un fanal que alumbraba el rumbo de sus devaneos hacia un galán físicamente
idéntico al de sus fantasías eróticas.
Dulce logró convencerla para que visitaran a una amiga, que con
sus astucias de arúspice y su esoterismo clarividente, les ayudaría a interpretar
la jerigonza equívoca de los sueños.
Secundina, la pitonisa, podía anticiparse a los desarreglos del
porvenir removiendo los posos del café, emparejando las runas o con cualquier
artimaña propia de las prácticas adivinatorias, incluso aseguraba que con sólo
poner la mano en la barriga de una embarazada podía pronosticar el sexo del
neonato. Sus facultades también incluían la mediumnidad, pues la atrofia de su
sentido del oído le permitía escuchar a los espíritus en pena que, según declaró,
se fugaban del purgatorio y le pedían el favor de darles aposento en su casa;
afirmando oírles lamentarse de que estaban deslomados por tantas jornadas
donde nunca ocurría nada distinto a contar gotas para los aguaceros, lijar
centellas, imprimir tinte durante las puestas de sol y amoldar los corpúsculos de
las nevadas; así que Secundina aparentemente hablaba sola todos los días,
pero en el fondo se dedicaba a negociar las condiciones del asilo humanitario que
le solicitaban unos parloteos inaudibles. Empero, aquella prognosis infalible para
cuestiones ajenas de Secundina no le previno de su propia suerte: ingresará en
una secta, perderá el patrimonio y la capacidad de gobernarse a sí misma y
terminará sumida en una devoción servil que le obligará a mantener

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ayuntamiento carnal con niños varones para ofrendar la perversión de una
deidad abominable.
Aquella tarde, entre la bruma de los incensarios y el resplandor
mortecino de una lámpara amortajada con un velo, la sibila, ataviada como si
fuera a ejecutar una danza del vientre, colocó un escorpión en su muslo izquierdo
y entró en trance, al entornar los ojos, bisbiseando al ritmo de los signos
locomotores del alacrán, “Cándida deberá cuidarse del iceberg”, “Obdulia alzará
un cáliz con licores dulces pero ardientes”, "Niceta vive en un oasis ilusorio"; no
pudo concluir porque se le liaron los presagios, distraída por dos espectros
lenguaraces que preguntaban cómo encontrar algún puterío cercano. Un
aguijonazo la despertó de su arrobamiento mientras espoleaba la curiosidad de
las consultantes con un pronóstico lapidario: “Enfermarás soltera”.
Secundina, lazando una bata celeste con que acababa de
cubrirse, despidió a las hermanas desde el rellano, presintiendo el escrutinio
implacable de una vecina a través de la mirilla, quien chismorreaba qué
desvergüenza, se terminó la decencia, sí señor, ¡Paco, si levantaras la cabeza!.
La quiromante, como si atravesara una racha de viento frío, hizo el ademán de
abrazarse y encogió el cuerpo: "A ver si pasa pronto la otoñada", deseó,
refiriéndose al cambio estacional pero también a esa generación de hombres y
mujeres atrasados e incapaces de adaptarse al presente histórico, aunque
solamente dijo: "Cuidaos chicas, nos vemos pronto".
Dulce y Elisenda regresaron a sus tribulaciones, que no sólo
permanecían irresueltas, sino que además se complicaron con las profecías
espontáneas del oráculo animal. La pitonisa les señaló las muescas ocultas en
los anversos de un azar aparentemente imprevisible y arbitrario, desde una

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ronda similar a otras en los avatares de un juego sin reglas ni segundas
oportunidades, pero ese conocimiento precoz no confería también la facultad
para detener o alterar la cadena continua de encartes inexorables, propiciados
por la fatalidad, la ternura o el desamor, en la baraja inmensa de acontecimientos
que asignaría a Obdulia una ingesta de adversidad en estado líquido, a Cándida
un cerro de aguas en estado sólido y a Niceta otorgaba la tranquilidad de asumir
como cierta la fantasía de lo cotidiano, tan resistente como el humo.
Cándida, con su nariz respingona y menuda, sus ojos almendrados
y sus labios con forma acorazonada, además de su aversión a los baños, sus
rutinas de higiene corporal mediante un cepillo exfoliante y su gusto exagerado
por el atún y los mimos, parecía el resultado evolutivo de un espécimen felino.
El aura exótica de Cándida, que producía una atracción física
ineluctable, desconcertaba sobre la verdadera naturaleza espiritual de aquella
mujer. El año que aprendió a leer y escribir, tropezó con la soledad una mañana
que su familia había salido a un oficio de difuntos. Estuvo hojeando un
diccionario grueso, extrañada en una sucesión de hallazgos donde reconocía
vocablos susceptibles de tener varios significados, y terminó preguntándose si
no sería posible inventar un nombre propio para cada objeto; le chocó la
sinonimia, por la que varias entradas designan un trozo idéntico de realidad,
pensando que esas coincidencias fomentaban un despilfarro de tiempo
durante la tesitura de tener que escoger entre pena o tristeza para decir ese algo
que te duele cuando la casa está vacía y añoras la presencia de quienes se
marcharon para siempre. A la hora del almuerzo, seguía deslumbrada por el
descubrimiento del diccionario, esforzándose, entre risas, por imaginar un
contexto adecuado al uso de pernituerto o desporrondingarse.

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Intuyó las infinitas posibilidades que ofrecía aquel compendio del
idioma, cuyo manejo frecuente le desarrolló una facilidad practica para designar
las cosas mediante precisiones léxicas, que en ocasiones apuntaba en un folio,
factótum, céfiro, tachuela; formando un breviario que siempre llevaba encima,
doblado y sujeto con un imperdible al pololo. Otro día empezó a garabatear
impulsivamente en una libreta, primero con trazos ilegibles, después formando
una caligrafía parcialmente coherente y acabó haciendo florituras a una serie de
rimas que, consideradas en su totalidad, caracterizaban una estructura de
sonetos. De esa manera comenzó su vida secreta de poetisa.
Poco después de superar el estallido biológico de la pubertad,
descubrió el cuento literario, durante una feria itinerante de las letras que se
había instalado en las afueras del pueblo, donde los juglares voceaban florilegios
a los curiosos o se celebraban competiciones para medir la rapidez en la
propuesta de anagramas o la localización de una entrada en una enciclopedia.
Envueltos por un aire surrealista, los orfebres mostraban la maestría de entallar
fábulas y parábolas y brevedades rioplatenses en los camafeos de las
gargantillas, antecedían, en la hilera de feriantes, a dos miniaturistas que, con
sus lupas monoculares apresadas mediante un guiño, escudriñaban la
maquinaria intrincada de unos instrumentos similares a relojes, que permiten a
los hombres medir la belleza. Remataba el gremio, un artesano diestro en la
joyería que, inclinado ante su bigornia, se dedicaba a pulir, tras un repetido
martilleo, triadas de alhajas similares a huevos dorados de algún ave mítica, a
las que ninguna persona entre la concurrencia les otorgó un valor utilitario más
allá del esfuerzo estético, hasta que un candil recién encendido iluminaba el
resquebrajamiento repentino de las cáscaras de estaño, se abrían por el instinto

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de unas crías diminutas que se desperezaban contra las fárfaras hasta
romperlas y asomaba al mundo una extirpe nueva de pensamientos.
Cándida, aturdida por aquella fantasía múltiple, zanqueaba entre
los tenderetes, dejándose llevar por el baqueo de su impaciencia hasta que
encontró una barraca que parecía fondeada en una época anterior, de la que
conservaba su olor propio, su penumbra, sus misterios no resueltos. Anunciaba
a Zacarías el profeta, un cuentero estrambótico cuyos evangelios, por razones
inespecíficas, únicamente podían ser entendidos por personas ambidiestras o
con un determinado montante en su economía, que daba noticia de una
hermandad universal entre los hombres y la revelación de los misterios
atemporales de la muerte, el amor y la soledad.
Voceando atrajo a Cándida, acercaos, tened a bien conocer el
origen del universo, os contare cómo un gobernante venusiano, entre bostezos,
mandó reunir a sus consiliarios y les solicitó que tuvieran a bien inventar un
juego, un divertimento; animándoles la listeza para que discurrieran un método
capaz de espantarle el tedio, con el acicate de que el más meritorio podría
desposar a su única prímula. Un erudito concibió la tierra, las bestias y las
plantas; otro ideó la poesía, los enigmas y el agua; el último, imaginó al hombre,
más al verlo solo, añadió a la mujer, preferentemente para la cópula y la
perpetuación mecánica de la especie. He aquí que vengo a redimirte de tu
condición, acepta acompañarme por senderos de esperanza, te ayudaré a
conocer la valía de tu misión, tu cometido en esta tierra, tu mensaje al mundo. No
importa cuántos llegaron antes. No te detengas. Si tienes un anhelo, cada
momento es un paso, cada paso es un logro y cada logro te acerca a ti misma.

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Zacarías pretendía convertirla en su acólita, pero Cándida
malinterpreto la propuesta y entendió que debía comenzar a escribir sin
pretensiones poéticas. Desde ese encuentro, se hizo el propósito de plasmar su
mensaje al mundo en forma prosaica y abandonó sobre un escaño del parque
las resmillas con sus poemarios, que alguien cogió y lanzó a un contenedor de
papeles, para venderlas después a peso en una chatarrería. Se quedaba
enfrascada en la escritura de sus ocurrencias hasta que casi amanecía,
alumbrándose bajo las sábanas con el haz de una linterna para no ser
descubierta por sus padres. Cuando regresó la feria de abril, había terminado un
cuento que le pareció a la novela lo que una fotografía era para las animaciones
cinematográficas, pero no pudo dejárselo leer al maestro Zacarías ni que le
aclarara que ese símil lo había planteado antiguamente el platero de las triadas.
Según la rumorología del lugar, el profeta se había disuelto en el fuego tras
incinerarse en mitad de la calle, para manifestar públicamente el descontento
que le causó el abandono de su esposa.
Cándida, anualmente, estuvo presentando su relato a un certamen
municipal cuyas cláusulas de participación no permitían declararlo desierto, pero
nunca había conseguido la unanimidad del jurado. Hasta la anualidad que, por
costumbre más que por convicción, volvió a presentar la sombría venganza del
avaro cabildante de Cabrales, al que habían mezclado churras con merinas en la
dote de su primogénita, tarda al casamiento por estar separando ovejas;
Cándida en esa tentativa, consiguió ganar el laurel dorado. Intrigada, requirió a
los jueces y entre cuchicheos y sonrisas socarronas le respondieron: ·”Fuiste la
única que concursó”.

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Junto a Cándida, los designios del alacrán señalaron también a
Obdulia. Era una mujer con una inclinación connatural a los modales refinados, a
la que se podía ver descascarando gambas y langostinos mediante cuchillo y
tenedor, mientras el resto de la familia se embarraba las manos y dejaba las
servilletas llenas de churretes. Al andar se movía con un porte majestuoso,
practicado con una biblia sobre la cabeza por los pasillos de un internado
católico, porque siendo niña anunció que llegaría a casarse con un caballero de
sangre azul. Obdulia, previniendo que debería desenvolverse entre los
estamentos nobles, aprendió cuestiones diversas sobre conflictos
internacionales, nociones de política y economía, reglas que rigen el golf, el tenis
y la hípica, protocolo diplomático, náutica elemental; eligiendo las materias por
instinto, pues no encontró la manera de conocer qué temáticas se manejaban en
las conversaciones informales de los príncipes y los duques. Así que estudió, en
sus ratos libres, una miscelánea que incluía a Euclides, el Almagesto o las
catástrofes naturales, sin que nadie advirtiera ese esfuerzo autodidacta, porque
Obdulia estaba dotada de una claridad intelectual que excedía la media
estadística de la población y le facilitó terminar la carrera dos años antes que el
resto de sus compañeras. Tras licenciarse, su padre le cedió la gerencia de los
negocios familiares, a los que, mediante estrategias empresariales conjugadas,
hizo triplicar los beneficios en el primer semestre. Su padre, al revisar las
cuentas exclamo: “Es lista para los negocios”. Sí, muy lista, pero en asuntos
sentimentales se desenvolvía con torpeza y al primer envite sucumbió a la
fascinación de los ojos opalinos y las manos virtuosas y las facciones cinceladas
de un aristócrata que había perdido su fortuna por el vicio incorregible de las
partidas de naipes.

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De esa manera vivió su primer y único noviazgo, que después
recordaría como un suceso idílico, por el galanteo de los serventesios
improvisados en una servilleta de papel, los bailes de salón, las conversaciones
íntimas a través del teléfono, por las que presintió la inminencia de un destino
que conocía de antemano y para el que se había educado a sí misma, aunque a
última hora, tuvo un retraso inesperado.
Las ocurrencias de Antonina y Priscila hicieron que planearan una
boda multitudinaria, con un solo acto sacramental que sería magnificado por el
esplendor de la catedral. En el momento crucial, cuando el tríptico ungido
estaba ante el obispo, se oyó un disparo dentro del templo y la ceremonia se
disolvió en una estampida frenética. Un mes después se casó sin ruido en una
capilla sobria que olía a lugar cerrado y alcanfor. Durante el crucero de recién
casados, hechizada por un vals en la cubierta del transoceánico, no captó el
verdadero sentido de las palabras del esposo cuando le susurró con dulzura:
“Disfruta de tu luna de miel, ya que será la única que tengas en tu vida”, bajo la
hilada de gladiolos rutilantes, que dejaba reverberaciones argénteas en su
vestido de glasé. Meses después el dictamen consecutivo de tres ginecólogos
diagnosticó y verificó que Obdulia padecía un estrangulamiento de conductos
internos imprescindibles para la procreación y que por tanto era estéril. Fue el
bacilo que terminó de agriar el carácter de un marido cada vez más distante y al
que le ausentaban repentinas negociaciones con magnates desconocidos. En
esos días comenzó a sentirse indispuesta, con un sabor metálico persistente que
ni siquiera las gárgaras con resolí le aclaraban, y padecía ataques de hipo que le
dejaban el costillar magullado, con moraduras que terminaron extendiéndose por
su anatomía con andares de reina reclinada por la fatiga. Dejaba caer los

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inventarios encuadernados, pues las manos se le perdían tras los muñones de
una insensibilidad repentina y reaparecían para sujetar los pañuelos bordados
con el anagrama comercial intentando cegar la tremenda hemorragia desde los
desaguaderos de su nariz helénica. Su padre le acompañó en un interminable
peregrinaje por los gabinetes clínicos donde habían analizado sus humores, la
fragua de los riñones, el tamiz de su hígado, el tuétano de la osamenta, el
arborescente ventalle de sus pulmones, y siempre los despedían emplazándoles
a un próximo chequeo para la semana entrante a esta misma hora, omitiendo el
perjuicio de reconocer que la medicina actual carecía de tratamiento para una
enfermedad con tanta perfidia.
Secundina intervino a favor de Obdulia, porque en esos tiempos
había empezado a favorecer y acendrar sus dotes de curandera. Le diagnosticó
mal de ojo, una dolencia infligida por personas corrientes, que son capaces de
hacer daño con una mirada. Hubieras podido prevenirlo simplemente escupiendo
a una embarazada o pisando los zapatos nuevos de un pariente, le dijo, tras
completar un ritual clarificador, durante el que vertió aceite en un mechón del
pelo de Obdulia, dispuesto sobre un vaso de agua. Pero no fueron suficientes las
imposiciones de manos ni las cruces de Caravaca para devolverle la salud a una
amiga cada vez más trastocada.
Elisenda seguía con el empeño de resolver su soltería, por lo que,
desalentada ante la ineficacia de las oraciones hagiográficas, visitó la trápala
ambulante que llegaba todos los sábados por la mañana. En un rincón, con su
propio ambiente de olores profusos, encontró el puesto de los sanaciones, donde
un cíngaro vociferante dispensaba linimentos revitalizantes, pócimas sagradas y
cocimientos herbales removidos sabiamente para someter cualquier dolencia del

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cuerpo o del espíritu. Le preparó un conjuro infalible para espantar los desastres
del celibato, que también servía para las hemorroides.
De manera que, una noche de luna creciente, puso una jofaina con
agua bendecida bajo la cama, con un fragmento de nidal de colibrí y siete gotas
de siete perfumes distintos, sobre un anillo de compromiso, y respetando la
advertencia expresa de no tocar el sortilegio durante la menstruación. No sabe
bien si fueron los filtros amatorios o la repetición obsesiva del devocionario,
porque antes de acabar la lunación encontró un nuevo galanteador. Aunque esa
vez desplegó una táctica agresiva con la finalidad de prevenir eventuales
deserciones y le visitaba directamente en las señas donde se alojaba.
En el primer encuentro, venciendo su pundonor, le pidió formalizar
su relación como pareja de hecho, siguiendo la moda de banalizar el amor y
disponer todo para la ruptura, lo que choca con la grandeza y la durabilidad de un
sentimiento que nace para morir con la persona misma. Así que un mes después
se marchó a vivir con un montañero, sin estar segura de conocerlo ni quererlo
pero pensando “yo soltera no me quedo”. Fue un error supino, que sólo admitió
tras cohabitar durante meses con un hombre jugador y pendenciero, proclive al
malhumor y a los celos. Al año, desengañada y con un ojo amoratado, volvió con
su madre. Al verla aparecer con las maletas aseveró: “Es lo que tienen las
decisiones apresuradas”.
Tras el descalabro se volvió recelosa ante los desconocidos y
desarrolló una índole reflexiva para las cuestiones maritales. Por esas fechas no
pudo desahogar su lástima de recental en el pecho de Beatriz, pues Arsenio
había ido endureciendo su tutela despótica en los dominios domésticos y la
extendió incluso a las vicisitudes sentimentales de su hijastra, que no pudo

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aguantar más el desastre íntimo de su alma y terminó buscando el olvido en la
tranquilidad lluviosa de un pueblo donde compartiría la lumbre y las veleidades de
la suerte con su tía Dorotea y su primo Romualdo. Así que Elisenda buscó la
compañía de Niceta, para aliviarse el incordio de haber errado tantas veces en la
elección de los novios, mediante el remedio simple de charlar durante horas con
alguna amiga. En el decurso de la visita, le aceptó una infusión de hierbas
relajantes, hablándole de Secundina y sus previsiones agoreras. Pero aquella
mujer taheña y de piel lechosa, descreía de todo aquello que no fuera tangible o
escapara al sentido común, porque el trasiego de gobernar una familia numerosa
le consolidó una mentalidad mundana y un juicio centrado en soluciones factibles.
Niceta pariría diez hijos y unas anomalías abortivas frustrarían
otros tres. Esa fecundidad no era el resultado de un propósito deliberado sino
una rebeldía de la naturaleza, porque todas las prevenciones contraceptivas que
ensayaba por recomendación de su ginecólogo, terminaban convertidas en un
cedazo que dejaba pasar las simientes extraordinarias de un esposo
permanentemente erotizado, pero aportando la compensación de ser infatigable
en el trabajo, diligente en las tareas auxiliares del hogar y puntual para traer
manduca a la despensa y que no faltase ropa en los armarios ni caprichos para
su prole y su princesa desde siempre, Niceta Morales Medina, a quien coronó
reina vitalicia con la diadema de papel gualdo que venía en la caja de un roscón
comprado durante unas navidades antiguas, que al rememorarlas, le hicieron
hablar de cómo pasa el tiempo, parece ayer mismo cuando me hicieron tan feliz
con un simple trozo de cartón. La vida es cambiante, musitó Elisenda, que
permanecía en la memoria de su amiga como un cogollo pubescente de piel
saludable y ojos vivaces que atraía el interés procreativo de todos los mozos

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durante el último guateque, y llegó desde el pasado convertida en una
manifestación despeluchada de mejillas hundidas y con los estigmas del
desamor bajo los ojos, así que al verla tan desmejorada sólo atinó a preguntarle:
“¿Pero qué te ha pasado, mi amor?”.
Niceta, siendo casi una niña según la veía su madre, regresó de
festejar con el novio, a una hora que rebasaba ampliamente el límite fijado por
su padre. La estaba esperando en el quicio de la entrada. Sin mediar palabra le
estampó una bofetada con el envés de la mano abierta y únicamente después le
espetó: “Márchate por dónde has venido”.
Así que, esa expulsión moralizante, le llevó a dejar los estudios
prematuramente y a casarse con prisas, para evitarle a su madre el disgusto de
una deshonra pública, a pesar de jurarle, con la mano en la biblia y los ojos llenos
de lágrimas, que su virginidad seguía intacta. Aunque al menos no se equivocó al
aceptar al hombre que sería el padre de todos sus hijos. Que no fueron pocos. Le
hacían bregar desde las primeras luces del alba, intentando contener los bultos
de ropa sucia, planificando presupuestos, confeccionando el menú semanal; con
un quehacer abnegado y multifuncional, que incluía cocinar, planchar, limpiar,
tender, comprar, contratar, fregar, ordenar, criar, copular, atender, servir; y en
abril tejía palmas religiosas para las procesiones de semana santa. Por lo que
llegaba al término de la jornada para caer sobre la cama con un lamento de
huesos y un suspiro profundo. Vivía en un oasis ilusorio, como había previsto
Secundina, bebiendo las aguas de una felicidad propiciada por unos familiares
cuyas ocupaciones subrepticias formaban las arenas de un desierto escondido
por la hipocresía.

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Un lunes equinoccial, con tanto polen suspendido en el aire que
costaba trabajo respirar, la pintora cerró la habitación de los enigmas
algebraicos, el balcón con olor a regaliz, la gaveta donde se revolvía duendes y
unicornios; comprobó los herrajes que repujaban una maleta abarrotada de
brochas y baratijas, que eran valiosas e irremplazables porque estaban
impregnadas de un tiempo finito en que habitaron sus seres más queridos. En la
cocina, lanzó unas palabras a su madre, como dardos envenenados por un
reproche sedimentado por los años. Sólo entonces percibió un brillo inusitado
en la luz del atardecer, que daba a las cosas una consistencia y una delimitación
propia de los despertares tras el sueño y en ese momento fue plenamente
consciente de haber dado el primer paso hacia la emancipación, el siguiente
sería reunir a todas sus amigas para la despedida y terminaría viajando hacia un
destino ordenado por leyes extrañas a la comprensión humana.
Salió al advenimiento de la primavera con Elisenda, para encontrar
comercios, trasiego, gente, la cuadrícula del callejero urbano. Se dejaban
envolver por un pueblo con ínfulas cosmopolitas, que había crecido deprisa, sin
ningún criterio urbanístico, mezclando callejones empedrados e hileras chatas de
arquitecturas castellanas populares y una plaza mayor que permanecía sin
reformas desde cuatro siglos antes, y aparecía en las guías turísticas como el
corazón mismo del casco antiguo, pero no mencionaban que un lumbreras,
elegido democráticamente por los parroquianos, había obtenido el voto
mayoritario en un pleno para levantar un inmenso edificio acristalado y
modernista donde instalaron la casa consistorial, entre iglesias y santuarios,
en una ciudad que tenía la nostalgia de haber sido pueblo y que se dejaba

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callejear con una sensación de que el pasado, el presente y el futuro estaban
revueltos y confundidos en esa urdimbre de la realidad.
Viridiana tenía la sonrisa fácil y el ánimo alborozado por una
predisposición natural del carácter, como si su alma generará una alegría
intrínseca, que no necesitaba estímulos ambientales para hinchar dos
promontorios saludables de pubescencia bajo sus ojos e iluminarle el semblante
mientras andaba con pasos ligeros, algo pensativa, como intentado dejar atrás
las cosas tristes.
A esa edad, había estado a punto de asumir los votos de castidad,
acercándose hasta un claustro de monjas marianas, pero cuando el torno giró
sobre sí mismo, exhalando un aroma tibio de tahona, y una novicia desde las
tinieblas le saludaba reverencialmente, reconoció que a veces miraba a los
pimpollos uniformados de un colegio cercano y en la cama, antes de dormirse, no
impedía sentir un hormiguillo cálido en el vientre al apretar los muslos
recordándolos. De manera que ese conflicto, donde el pudor y la libido
guerreaban sin tregua, le encenagó en un tremedal de indecisión, inspirándole la
ocurrencia de mortificarse con un alfiler cada noche que se azaraba sintiendo el
rocío secreto de su feminidad. Con el tiempo, la sensación aflictiva de los
aguijonazos se incorporó al anhelo de placer, por lo que decidió cambiar el
método de inhibición y hacerse incisiones superficiales en la planta de los pies
con una navaja. Las lesiones dejadas por la pasión volvían a exudar una savia
doliente, conque el acto simple de ir caminando hacía desconchar las postillas y
ese dolor servía para refrescarle sus ideales de pureza e imprimir a sus pasos un
ritmo inusitado. Así que dobló un recodo del camino y sin presentirlo fue a
tropezar blandamente con una mañana de su infancia en el patio de la escuela y

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las dos niñas que le proponían jugar a la rayuela. La casualidad les hizo reírse
bajo el haz de una farola mal encendida, que parpadeaba con un chisporroteo
electrizado, haciendo cintilar una cruz colgada del cuello de Viridiana. Sería la
primera, entre doce amigas, en morir, señalada por un destino tan imprevisto que
ni siquiera las entrañas palpitantes y sanguinolentas de una liebre despanzurrada
por Secundina con sus ciencias herméticas consiguieron desvelar.
A Viridiana le gustaba llevar adornos con florecitas de muselina
ensartadas en una horquilla, entre el pelo lacio y un vestido de colores vivos, sin
escote, que concluía en una falda ondulante y amplia. Así la recordaban en el
taller ocupacional donde había estado toda la tarde moldeando fantasías de
escayola con sus manos delicadas. Era un miércoles de cuaresma. El cielo
estaba sucio. Se quedó esperando bajo una marquesina, ¡ojalá llegué pronto el
autobús!, mamá estará intranquila, había pensado mientras miraba un
todoterreno que paró bruscamente y daba marcha atrás hasta detenerse frente
a los anuncios de sostenes que parapetaban a la muchacha del vestido
estampado. No pudo discernir a los viajeros que le preguntaban por un bulevar
desde la atmosfera de cieno del cubículo, que dejaba salir una humareda espesa
por la ventanilla entreabierta, y antes que el instinto de supervivencia le alertara
del peligro inminente, se encontró al otro lado de la realidad, en una pesadilla con
olor a tabaco y brazos que le inmovilizaban y besuqueos insistentes de unos
golfos que acababan de secuestrarla.
En un andurrial desolado, sin poder repetir un ruego que sonaba
como una jaculatoria, no me hagáis daño, dejadme marchar, por favor, quiero
irme a casa, la sacaron del habitáculo y una tempestad furibunda de puñetazos
abatió a Viridiana a un aturdimiento que no le dejaba ver con claridad cómo la

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manada de lobos lampiños, capitaneados por un líder aún menor de edad, se
abalanzaba sobre su cuerpo para arrancarle a empellones la madreperla
indehiscente de su inocencia. La sangre enloqueció a la jauría. Vapuleó a una
muñeca exánime, desnuda, sucia de cardenales y tierra seca, hasta cansarse de
su propio ensañamiento y creerla muerta; por lo que Nemesio y sus secuaces
volvieron al fumadero de hachís del jeep.
Viridiana tembló débilmente en un conato por incorporarse al mundo
que se marchaba para siempre con su madre, y sólo entonces oyó el rugido de
una bestia apocalíptica cuyos metales la embistieron una vez, dos, tres;
partiéndole huesos y la esperanza de encontrar a dios en los hombres, llevándola
a una agonía que le dejó tiempo para pensar por última vez en su madre. A esa
hora estaba trajinando por la cocina, con la receta de la misma cena que había
preparado siempre para el miércoles de ceniza, y encomendándoles a todos los
santos que hicieran el favor de amparar a su pequeña, para que volviera pronto
a la casa, porque la vida está muy revuelta y nadie se puede fiar, con tanto
degenerado que anda suelto y mi Viridiana es una niña muy buena, buenísima,
sí señor, con decir que nunca me hizo pasar una mala noche; murmuraba
mientras seguía redondeando las croquetas e impacientándose por una hija
que en ese instante se dejaba encantar por la estela de un colibrí fulgurante,
durante un arrobamiento, una alucinación, un sentimiento de calma tan intensa e
imperturbable que solamente podía significar que estaba al borde de la muerte.
Apenas percibió a los cuatro muchachos que habían degenerado hasta
convertirse en un monstruo de ocho brazos, cruel, demoniaco, y satisfecho de
regar con queroseno el odio entre los semejantes y hacer arder la infamia sobre
una mujer cuyo único pecado había sido moldear vírgenes de escayola

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imperfectas, pero según lo entendía Manuel Rey, el matemático, por el primer
principio de la termodinámica, el monstruo estaba encendiendo una vida
nueva, en otro tiempo, en otro lugar, considerando la energía que mueve los
gestos y los parpadeos, la defecación y los estornudos, una entelequia incapaz
de nacer o morir, de manera que la esencia de Viridiana insufló la ilusión de la
eternidad en una estrella espectacular, que mucho después sería vista por un
troglodita al principio de los tiempos.
Un estudio sociológico afirmaba que el ejército y la monarquía
constitucional eran las dos instituciones más confiables para la sociedad, y
situaba en el nivel más bajo de esa medida al gobierno y los partidos políticos.
Las encuestas relegaron a la policía, quizá porque en el turno de noche algunos
patrulleros ejercían el proxenetismo entre las putas callejeras, o por las
arremetidas de los antidisturbios contra las manifestaciones de ciudadanos libres
que reclamaban democracia, o tal vez por el hedor de las letrinas portátiles
instaladas a los alrededores de las oficinas de extranjería, donde hay una cola
de espera perpetua que da la vuelta a la manzana y mantiene a los inmigrantes
durmiendo en el suelo para no perder el turno y así lograr un trámite burocrático.
No obstante su exclusión en el reconocimiento popular, sus
envilecimientos y flaquezas, la policía también dispone de un puñado de
hombres y mujeres honrados, eficientes y con una cualificación extraordinaria
para descubrir y erradicar todas las formas imaginables de la delincuencia
perpetrada por estafadores, asesinos, traficantes, pederastas; incluso
demostraron una celeridad encomiable para resolver el truculento crimen de
Viridiana y concluir la investigación con un sumario que finalmente fue absorbido
por la maquinaria judicial. Un sistema enrevesado de trámites y formalismos,

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donde los expedientes van de un lado para otro, alimentándose durante el
trasiego con más papeles de oficio rubricados por sus señorías, por los
secretarios, por una verdulera que se hacía cargo de una citación del vecino;
para volver otra vez a manos del alguacil que debería portearlos hasta la mesa
de un fiscal con dificultades para refinanciar su hipoteca. Aquella dinámica había
terminado convirtiendo los juzgados en un maremagno agobiante de sumarios y
papeles sueltos, donde los funcionarios se desesperaban porque será posible,
¿alguien ha visto la carpeta azul de las comparecencias?, y tenían que esquivar
las goteras propiciadas por el mal tiempo que calaban los oficios recién
proveídos.
En ese ambiente caótico, parecía un milagro de la providencia que
hubieran podido concluirse todos los trámites preceptivos y se consiguiera dictar
públicamente una sentencia absolutoria de los delitos de violación y asesinato
para los imputados, en atención a su minoría de edad, sirviendo la presente como
recordatorio de los derechos inalienables a la plena reinserción social que
orienta las penas privativas de libertad y del interés por la protección de la
infancia, disponiendo la reclusión por tiempo no superior a cuatro años y un día
de los declarados inocentes.
La tarde de los encuentros fortuitos, cuando las cosas aún eran
simples y el porvenir carecía de mezquindad, una cáfila jovial fue entrando a la
vivienda de Leticia, quien desde el vano de la puerta iba saludando a cada amiga
con dos besos. Durante esas fechas, Leticia se había encerrado en la
elaboración de un ensayo propio de su curiosidad filológica, desoyendo los
consejos de unos padres que le animaban todos los sábados, debes salir más,

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boba, y echarte un noviete, que la vida es muy corta; pero sobraban dedos en
las manos para contar cuántas veces accedió a divertirse con las amigas.
Tenía la capacidad de permanecer absorta en el silencio de
muchas noches con sus madrugadas, refrescándose de vez en cuando bajo el
chorro de un botijo, hasta que, años después, culminó un tratado exhaustivo
sobre la génesis de la escritura humana, por lo que estuvo riendo a carcajadas
por tanto sacrificio recién concluido. La euforia inicial se convirtió, en pocas
tardes, en desazón, al valorar la escasa atención crematística que había atraído
entre las editoriales. Sin dejarse amilanar por la adversidad, invirtió todos sus
ahorros para costear la imprenta, por lo que sólo pudo permitirse una tirada corta
con una encuadernación simple. Más tarde, su empeño pertinaz le llevó a
recorrer todas las librerías, arrastrando una maleta enorme con su s
pensamientos impresos, sudorosa, resoplando, pero con la suficiente integridad
para pedir al encargado que le hiciera el favor de divulgar aquella primicia entre
quienes aceptaran comprarla, piénsalo, hay que dar a conocer la ciencia.
Niceta, al ver las pilas de papeles manuscritos esparcidas por la
habitación, se le ocurrió preguntar cuántas palabras necesita un libro para
explicar las cosas, y Leticia, siempre didáctica por su bagaje enciclopédico,
respondió con humildad, aunque su interlocutora lo consideró un gesto de
pedantería: “Tantas como permitan cuarenta y ocho páginas, si son menos la
UNESCO dirá que es un folleto”.
Aquella tarde le alteraron el orden a su estilo de vida conventual,
mediante una insistencia llena de dulzura que incluso obtuvo la anuencia de su
madre, diciéndoles sí hijitas, llevársela un rato para que le dé el aire, que lleva
días sin pisar la calle. Le hicieron caminar deprisa, creando una algazara que

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hacía volver la cabeza a los transeúntes y a la que se fueron uniendo otras
mujeres, Niceta rezagada, de trenzas vikingas y cutis moteado; Lucila y
Griselda; Antonina llegó con el resto de la bullanga.
En la terminal de autobuses, el ramillete con la docena de amigas
se juntó para quedar encuadrado por la lente de una cámara, y pasaba por el
andén, después de estar deshollinando una barriada, cuando me pidieron el favor
de hacerles una fotografía. Secundina, Blesila y Leticia quedaron atrás, Priscila y
Cándida estaban colocadas a los lados y el resto se arremolinó en el centro; en
una imagen nítida revelada instantáneamente sobre una lámina cuché. Fue la
primera vez que estuvieron todas juntas. La segunda ocasión ocurrió durante
una festividad pascual. Entre las amigas, se produjo un intercambio masivo de
regalos pero nadie reparó en que la dama hubiera preferido una guitarra
española al autómata jugador de ajedrez, construido para una emperatriz
austriaca con el vicio de ganar siempre.
De manera que cuando alcanzó la emancipación por edad, con el
libre albedrío recién estrenado, avisó a su madre: “Yo me marcho”. Había
adoptado una actitud circunspecta y el brillo desafiante de sus ojos de félida
corroboraban que no claudicaría. La madre contestó: “Si coges esa puerta no
vuelvas, aún estas a tiempo de rectificar”. Y la muchacha, todavía con la tobera
del odio ventilando los rescoldos encendidos del resentimiento, contestó: “Sí, yo
todavía puedo hacerlo, pero tú te pudrirás en vida sin saber qué es la felicidad
junto a ese hombre”. Nada más terminar la frase llegó, descomponiendo el aire
oloroso a estofado, un palmetazo blando contra su mejilla. No le dolió más que la
incomprensión de verla enterrada en vida, con el sudario de una relación
mortificante, bajo la dominación de un militar que llegó a romperle el espinazo

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de un mal golpe, y que durante sus accesos atrabiliarios sometía a la familia
entera a un rigor innecesario y marcaba en la cara los cardenales de un amor
sin ternura.
Mucho después de aquella desavenencia con su madre, aún
le resonaba en los tímpanos el aleteo desesperado de dos palomas mensajeras y
el crujido de sus vértebras rompiéndose mientras Arsenio les retorcía el cuello y
luego mandó a Lucrecia hacerle un estofado, tras cuartearlas casi con sorna.
Fue la gota de hiel que colmó definitivamente la vasija benedictina de su
paciencia. Aquellas aves amaestradas le habían permitido, como carteros alados,
intercambiar mensajes con el mozo de un pueblo cercano, Teobaldo Montero, a
quien conoció durante unas fiestas populares donde soltaban toros por las calles
y la gente les corría delante. Había resbalado desde una valla hecha con
tablones de madera justo cuando llegaba el rebaño precedido de los bueyes
mansos, el mozo la levantó en volandas, con una fuerza que no parecía propia de
un ser humano, y la volvió a dejar sentada en la cima del vallado, mientras le
decía: “Lleva cuidado, por aquí los toros cornean a muerte”. Muchos años
después, durante una tormenta mineral, cuando su improvisado redentor estaba
muerto y todo lo demás no tenía importancia, le replicó: “Peores son las cornadas
del amor”. Aquella noche bailaron en la verbena, bajo guirnaldas de flores y
farolillos mecidos por una brisa mediterránea. Entre el bullicio de la celebración y
el olor de las parrillas de sardinas, se cuchichearon palabras que nadie escuchó,
cedieron en el umbral del enamoramiento con un primer beso y se desbarataron
como un castillo de naipes hacia una pasión que habría de tener consecuencias
trágicas.

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Entre los dos idearon el sistema de mensajería casi instantáneo de
las aves, para conjurar la distancia entre sus sentimientos entrelazados en una
laureola de promesas y celajes envolviendo la aparición de las alcahuetas
infalibles por el andarivel de su romance, que no les dejaba conciliar el sueño por
las noches ni centrarse en el plato de lentejas del almuerzo. En ese ir y venir de
palomas con el breviario de sus desvelos, Teobaldo se había declarado
formalmente y esperaba una contestación para liarse un pañuelo rojo al cuello y
casarse la semana próxima, “Si nos deja el párroco”, matizó. No llegó a saber
que el suboficial había matado a las recaderas, y la ausencia de las cruces
celestiales, trayendo una réplica afirmativa, fue interpretada como un desaire y a
medianoche, llevado por un arrebato pasional, se guadañó la yugular y murió
desangrado.
En la madrugada, la luz entró como una novicia asustada,
removiendo lentamente la oscuridad sobre las cosas. Le encontró su madre boca
arriba sobre un jergón junto a los cabestros, lívido, con la mirada inmóvil en la
techumbre, escarchado del relente que había entrado sin permiso de nadie, y
con una nota manuscrita aferrada en su puño: “Nunca olvides a quien tanto te
quiso”. Su pretendida, al enterarse de la tragedia, se mantuvo inexpresiva, sin
evidenciar signos del terrible duelo que se estaba gestando en su interior. Se
encerró en la alcoba durante tres días y tres noches y estuvo llorando sin
consuelo por Teobaldo Montero, por ella misma, y por todas las malas horas de
una vida que no había elegido ni soportado, que se fueron como un tren sin
parada con la humareda de los amores malogrados y el tremolar del pañuelo rojo
esparciendo saludos de lástima en la lejanía, para abandonarla con un rimero de
epístolas furtivas, dos plumas de palomo y un regusto amargo en el paladar.

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Un autocar decrepito la llevó por caminos cubiertos de verdín y
conchas marinas, hasta el pueblo de lloviznas perpetuas donde encontraría a su
tía Dorotea. Allí el tiempo se había estancado en los caseríos de piedra y
argamasa, en los establos con hedentina de animales, en el olor a leña quemada;
y el único asomo visible del progreso eran los redondeles metálicos de las
antenas parabólicas entre las chimeneas que expelían bocanadas de humo
lácteo.
Llegó en plena temporada de vendimia, así que, tras la víspera,
empezaría con la recogida de fruta. Después de instalarse en una habitación
espaciosa, abrió el fanal de sus desilusiones y desahogó sobre el regazo de la
tía Dorotea todos los rehiletes de las humillaciones diarias, la resignación
materna, las maniobras casamenteras de Elisenda, las doce amigas, el galanteo
de las notas crepusculares arrolladas al pernil de dos palomas amaestradas;
rememoró a un novio incierto, del que ya no sabía si en realidad había existido o
fue que se había colado en el limbo ilusorio de una aguada tras el lino blanco y
las sedas rojas y los ojos de aguamarina del rostro solar, que ahora no le dejaban
salir a respirar aire puro.
En las jornadas sucesivas terminaba desriñonada, llenando
cuévanos hasta el ocaso. Pero por primera vez se sintió parte de una nación, de
una oscura masa de trabajo que siembra y recolecta campos, levanta
edificaciones, estampa sellos entintados tras las ventanillas ministeriales; la
savia de la servidumbre en las casas endomingadas y de la cultura en las
probetas, en una democracia de todos donde trabajar es un obligación
constitucional para las multitudes de obreros, campesinos, picapedreros,
hilanderas, castradores, topógrafos, nodrizas, oficiantes y subasteros, que han

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de permanecer bajo el dominio jurídico de otra persona, con una autonomía
personal restringida durante un lapso temporal variable; así que el progreso
industrial ha conseguido refinar la esclavitud y por esa razón las leyes
fundamentales deberían servir para corroborar la libertad de los hombres, no
para negársela.
La tía Dorotea era grande, sólida, con andares mansos. Tenía el
pelo recogido en la nuca con un rodete grisáceo; sobre el luto estricto de sus
vestidos resaltaba una cadena de oro, con dos medallas cristianas, que
tintineaban al moverse. Por dentro, se le habían solidificado los rencores
atrasados, formando una costra pétrea, que le incapacitaba para el llanto.
Muchos años antes, un alzamiento militar urdido por dos generales rebeldes,
prendió una mecha desde un regimiento de legionarios, que fue quemándose
dejando un rastro que inflamaba la yesca de otros cuarteles nacionales; creyendo
que dinamitarían los cimientos del régimen republicano, con un efecto rápido, se
encontraron con un pabilo humeante en la mano y las mazorcas explosivas sin
detonar. Así se inició una guerra civil histórica que hizo partirse a la patria en dos,
enrarecida por una revolución popular dentro de la zona republicana y un turbión
de asesinatos, destrucciones y saqueos contra cualquiera que fuese rico,
conservador o religioso. El terror miliciano llegó un amanecer, mezclando
socialistas, comunistas, republicanos y anarquistas en un camión para transportar
ganado. Sacaron a rastras de la estancia al padre de Dorotea, confundido con un
alcalde pedáneo de ideales conservadores, junto a tres vecinos, que eran
acaudalados o falangistas. Mientras otros revolucionarios quemaban la pequeña
iglesia, cuyo párroco había logrado huir horas antes en un carromato. Les
colocaron unas tarjetas granates clavadas con imperdibles a la altura del

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corazón y los fusilaron al grito de “muerte a los fascistas”. Cuando se marchó la
turbamulta, los familiares corrían, lamentándose a gritos, para envolver en una
sábana al pariente y llevárselo, como un fardo rezumante, entre cuatro o cinco
porteadores. Pero la tía Dorotea había visto como su madre encinta no consiguió
ayuda de nadie, así que Aurora tuvo que arrastrar sola el cadáver de su marido
en una carretilla, de las que utilizaban para transportar estiércol, por un camino
bordeado de plantaciones con calabazas gigantes, mientras los vecinos
cuchicheaban y cerraban puertas y ventanas a su pas o y la viuda iba
murmurando: “Mal nacidos, nos abandonáis como a perros”.
Cuando acabó la guerra, la abuela Aurora y las lugareñas con un
cesto sobre la cabeza, acudían a cambiar pescado seco por alubias, verduras o
arroz en las aldeas limítrofes. Ante la carestía de las legumbres, se consumían
algarrobas, sumergidas en vinagre para espantarles los gorgojos, haciéndolas
pasar por lentejas. Para aliviar los retortijones, los más impacientes ingerían el
pienso con larvas del ganado y en pocas semanas se diseminó una plaga con
carretas que llegaban a los portales de los dispensarios para descargar recuas de
tísicos, desnutridos, moribundos con síndrome disentérico.
En los tiempos del hambre, la autocracia había repartido cartillas de
racionamiento entre la población civil, dándole una vitualla de alimentos básicos
que era imposible estirar hasta el mes siguiente. Aunque durante la noche salían
patrullas militares para requisar sacos de arroz, garrafas de aceite, todo cuanto
excediera de la ración de caridad estipulada en las papeletas, que Dorotea veía
agitarse como hojarasca entre una hilera de esperanzas famélicas, guardando
turno delante del negociado de abastos. De manera que, con las dietas
descompensadas y el orgullo escaldado, los compatriotas terminaron

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sobreviviendo con el estraperlo de harina y azúcar, de aceites y legumbres, de
tocino. Los contrabandistas seguían rutas escarpadas a través de la sierra,
ayudados por los venteros y los montañeses; las atravesaban tirando del ronzal
de sus jamelgos para burlar a los centinelas fronterizos, que en ocasiones
sobornaban y en otras les corrían delante entre el silbido de las balas.
Mucho después, la nación comenzó a levantar cabeza entre la
recolección de espárragos y tagarninas, y las recetas con cabrillas después del
carboneo, porque los arrecifes de una patria grande y libre habían atraído una
marea de turistas al despuntar el verano, que aparecieron como una invasión
bíblica de saltamontes por las playas. Devoraba el sol, los jamones y las
quisquillas, y se esfumaba dejando un rastro de moneda maciza sobre las costas.
También llegó un embajador plenipotenciario desde un continente poderoso,
para tender la mano al caudillo, entre el jolgorio de las castañuelas y las guitarras
y el taconeo de los bailadores durante la recepción oficial.
La tía Dorotea aún recordaba cuando desembalaron una caja
grande, cortando las maromas de esparto con una navaja, y tu tío Avelino sacó
de su interior un armatoste que era como otra caja, que colocó sobre un anaquel
del aparador; después de embarullarse con los cables y arrastrar el artilugio
accidentalmente hasta casi tirarlo mientras comenzaba a renegar de no sé cuáles
mercachifles alemanes, accionó un interruptor que hizo sonar como un eructo
desde las vísceras de la máquina -por el chorro de electrones a través del tubo
catódico-, y una imagen en movimiento se iluminó sobre la vidriera de la
televisión bicolor. Sólo entonces el tío Avelino, con un aura triunfante exclamó:
“Ya somos europeos”.

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Avelino era un caporal enjuto, intranquilo, que no podía pasar
mucho tiempo entre cuatro paredes, por lo que incluso algunas noches dormía a
la intemperie sobre el suelo y amanecía acribillado por las picaduras de los
mosquitos. La última vez que pernoctó fuera del lecho conyugal, junto a la
corraliza de las ocas, entreabrió los ojos para ver, entre la calima de la
somnolencia, un ascua diminuta destrizarse en el infinito y pensó: “Mañana
llueve”. Durante el desayuno, mientras rebanaba una hogaza caliente y troceaba
los chorizos, miró sobre el hule la cadenita con el colgante que había llevado
desde la primera comunión como amuleto, después resbaló la mirada por las
nalgas ajamonadas de Dorotea y dijo: ·”Tengo oro escondido bajo el comedero
de los pavos”. Pero aquella revelación apenas alteró el movimiento de caderas
abstraído de la mujer con las rodillas dobladas y apoyadas en un suelo a medio
fregar.
Avelino salió temprano, hacia la alquería de un terrateniente, por lo
que únicamente debería cruzar una dehesa con vacas tristes que añoraban una
vida anterior como reinas de la belleza. Había marchado sin su talismán amarillo
y nunca más regresó ni se supo sobre su paradero. Las malas lenguas
cotorreaban que estaba fugado con una pendona, otras más medrosas
aseguraron haber visto a la Doncella Barbuda arrastrando a un hombre que
parecía Avelino, las menos imaginativas proponían que el intrincado laberinto de
galerías de la antigua mina de oro y lapislázuli le hizo extraviarse. Pero entre
tantas versiones diferentes ninguna fue aceptada oficialmente para esclarecer la
ausencia del tío Avelino, y tras los primeros días de búsqueda infructuosa, su
expediente policial terminó revuelto entre otros muchos dosieres etiquetados con
una pegatina de letras encarnadas que los clasificaba como “desaparición

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inquietante”; apilado bajo el caso de Asunción García, una adolescente con
trastornos de melancolía, a la que sus padres internaron en una clínica de
reposo, donde toleraba una estrategia terapéutica que parecía prometedora,
hasta que una madrugada oscura, cuentan las enfermeras, escapó de la
habitación, atontada por los fármacos sedativos, descalza y desnuda bajo un
camisón de parturienta, y de una manera inexplicable consiguió eludir la
vigilancia de los conserjes, saltar fuera del edificio y escalar un muro sin
asideros para espantar sus tristezas en un lugar inaccesible a la imaginación, a
los perros rastreadores y al péndulo mágico que los videntes colocaron sobre un
mapa. El comisario intentaba infundir ánimos a la tía Dorotea, veamos, quizá
tuvo un ramalazo y se marchó por ahí a gastarse los cuartos: la denunciante
negaba con la cabeza. Mire, seguro que vuelve, tenemos otros casos que
lamentablemente son menos esperanzadores. El comisario, con un mamotreto en
la mano, empezaba a pasar carpetas. Sevilla: Joel, trece años, le vieron
pedaleando hacia la casa de un amigo donde nunca llegaría; durante la
investigación surgió un enigma dentro de ese misterio, ya que el padre de Joel
también desapareció sin dejar pistas. Somosierra: un niño se desintegra en un
limbo de conjeturas, tras un accidente del camión donde fallecieron sus padres.
Palencia: Inés y Virginia, Virginia e Inés, cenicientas a las que no les llegaba el
tiempo para seguir divirtiéndose en una discoteca y en el camino de regreso se
perdieron en un bosque tenebroso de iniquidad. Un pequeño, Gabriel, salió a
jugar cerca del portal y corrió tras la pelota y al levantar la vista encontró un
anochecer tenebroso que se lo llevó, dejando atrás un rastro de incertidumbres.
Señora, como puede ver hay mucha gente perdida, concluía el comisario, pero

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tenga fe, porque mas tarde o más temprano le devolveremos a su marido,
mientras tanto, procure descansar, se la ve desmejorada.
De esas fechas le había quedado la manía de asomarse al portal
todos los atardeceres, mientras se alisaba el pelo con las manos y se centraba el
delantal, a la hora imprecisa en que los recuerdos se hacen tangibles y vuelven
de una alquería, y alzaba la vista creyendo reconocer una silueta espigada
surgiendo de entre el dorondón del pasado. Tras unos instantes se volvía hacia el
hijo y con un gesto de resignación le decía: “No volverá hoy”.
En las veladas del balcón, con su hermana Elisenda, mentaban a
Romualdo con el apelativo genérico de “el primo”, sin posibilidades de confusión,
pues las ramas paralelas de su extirpe terminaban en el mayorazgo del hijo de
Dorotea. Había sido un niño callado y pensativo, que jugaba aislado con seres
imaginarios. Cuando rebasaba los siete años, con una expresión inquisitiva y
una voz grave, como si fuera una pregunta largamente meditada interpeló: ¿Y
papá?. Dorotea, cerrada en un luto que no abandonaría durante el resto de su
vida, contestó: “Quizá venga a cenar hoy”. El párvulo, movido por los cilios de la
curiosidad prosiguió indagando: ·”¿Dónde está?”, como si le hubiera leído el
pensamiento a una madre que obsesivamente se mortificaba, moviendo la manija
de un organillo que siempre desgranaría la misma tabarra de pistas desafinadas
y suposiciones chirriantes, así que improvisó una excusa y respondió: “Está
haciendo un viaje muy largo”. Romualdo se que dó rumiando sus dudas,
silencioso, convencido de que cualquier viaje, por largo que fuese, no podía
durar eternamente.
El primo se crió bajo el influjo delicado de su abuela, sus primas, la
madre, la tía Lucrecia, y una aya bondadosa que lo mimaba casi con devoción y

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que estuvo bañándolo como a un bebé hasta su pubertad, de manera que
terminó por exhibir unos modales afeminados. La tarde que soplaba ante
dieciocho velas enanas clavadas sobre una tarta de galletas y flan, durante el
festejo por su cumpleaños, se le ocurrió empezar a dejarse crecer un fino bigote
de galán cinematográfico, con el que se veía más seductor, y engominarse el
pelo y vestir blusas estampadas y pantalones de tergal ceñidos, andando sobre
unos zapatos con punteras alargadas y curvas como la proa de una góndola,
para convertirse así en un poeta cantor. Flirteaba con todo lo que llevara faldas
en el pueblo; enamoradizo, con una cítara comprada por correspondencia,
entonaba serenatas y cantinelas a cuanta muchacha pudiera estar en edad de
merecer, y siempre andaba como traspasado por una daga invisible;
improvisando sonatinas para desgranarlas al viento, bajo el ajimez de la hija del
notario, de la hija del charcutero, de todas las hijas de buen ver por las que había
empezado a enamoriscarse antes del almuerzo. Aparecía con un clavel sobre la
oreja, la camisa de bolero con chorreras y floripondios grabados y el instrumento
destemplado que aún no dominaba por completo. Maullaba: ¡Oh beldad! vivo
muriendo por vos, dulce aflicción, triste alegría, y voy envidioso del vuelo de la
alondra… Pero en ocasiones sus trovas tenían un desenlace abrupto, pues el
padre de la idolatrada, inquietado en su descanso, salía a la ventana: “Como baje
te piso el pescuezo, gandul”.
Antes que acabara la cosecha cayó enfermo, postrado en cama
con calenturas que le hacían delirar, pero sin dejar de asir la mano de su prima.
Le visitó el médico de guardia, que después de auscultarle, medirle la
temperatura y evaluar el címbalo de su garganta, le prescribió una terapia simple
con aspirinas. La prima, que conocía la devastación de los noviazgos rotos,

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interpeló al doctor: “¿Es mal de amores?”, y tuvo que poner los pies en el suelo y
contener el aliento para no reírse cuando le oyó decir: ·“No, es un catarro
común”. Sólo entonces se dio cuenta que la vida ordinaria carecía de
idealizaciones románticas, de trovadores heridos por el desengaño y musas
inaccesibles, que el arte, como la belleza, no dependía de sí mismo tanto como
del ojo que lo apreciase; así desechó una eventual insuficiencia de cordura en
su estrafalario pariente y también, con una mueca de convencimiento, apaciguo
la ventolera de renunciar a su propia vocación quimérica y desechó la
perspectiva de seguir despellejándose las manos entre los cañaverales, pues el
destino aunque torpe, no puede errar eternamente, concluyó.
Romualdo no había conocido el mar y consiguió convencerla, tras la
convalecencia, con un hostigamiento silencioso durante días, para que sellara
mediante un juramento solemne con la mano en la biblia, un pacto por el que
adquiriría el compromiso vitalicio e irrenunciable de mandar incinerar su cuerpo
insepulto y dispersar sus cenizas en la mar, que así sea pesado. Pero muchos
años después, cuando una jauría de perros salvajes despedazó al trovador en
mitad de una jarana y entró en vigor el testamento de últimas voluntades, todos
vieron, al sacar la bandeja del horno crematorio, que el cadáver se había
desmigajado en un médano de polvo gris, pero su corazón, milagrosamente,
estaba intacto. La señora conservó el órgano sumergido en formol en un tarro
precintado, que mucho después uno de sus biógrafos relacionó como causa
probable de su increíble longevidad. Mientras cumplía su promesa de esparcir
las limaduras de su cadáver sobre el vuelo de las gaviotas, recordó su última
conversación. Le había preguntado a qué huele el mar.

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- Buena pregunta… Diría que como pescado crudo revuelto con sal
gorda, como las algas mezcladas con arena mojada, a animal en celo, creo. Por
la noche es un poco a metal frío. Al mediodía se confunden las fragancias de los
bañistas, son dulzonas, de cremas solares, coco, aguacate. El atardecer está
impregnado con perfume a marisco y a hierbas húmedas.
Durante aquellos días de asedio taciturno recibió correo de una
antigua compañera del liceo, que le anunciaba su inminente partida hacia una
universidad norteamericana, donde iba a completar su formación en ciencias
exactas, y le brindaba un pasaje para emprender una travesía marítima hacia la
meca de los artistas; finalizaba con la golosina de que en ese continente los
cuadros se vendían desde dispensadores mecánicos, como latas de refrescos.
“Pero allá hablan inglés”, reparó. En su etapa escolar, los planes de
estudio incluían francés como asignatura obligatoria y posteriormente no había
necesitado desenvolverse entre hablantes anglosajones. De manera que empezó
las lecciones autodidactas de dicción, ·”hello, my name is...”, entrenándose para
solventar situaciones reales frente a su primo, quien la miraba perplejo, pues le
había ataviado con un aguamanil a modo de morrión, un saco de patatas para
dar presteza a la capa y una escoba como espingarda, nombrándole alguacil
traductor en el Condado de la Florida.
La causante de aquel repentino interés por la poliglotía se llamaba
Imelda. Una amiga invernal que llegaba con las nieves precoces de agosto,
llevándole los descubrimientos más rutilantes de la farmacopea internacional. Le
mostraba unos garbanzos azules y gelatinosos, mira lo que patentó un laboratorio
hindú, eliminan la exigencia fisiológica de dormir, sin los perjuicios del insomnio,
pues descubrieron que el estado normal para los hombres no es la vigilia, sino

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que cíclicamente unas enzimas hacen despertar al cerebro. Abría la palma de la
mano y enseñaba el prodigio del desvelo preguntando: ·” ¿Dirías que llevó seis
meses sin acostarme?”. Estaba convencida que una evolución fallida de la
especie humana causó la estulticia de tener que desperdiciar un tercio de la
existencia durmiendo, y animaba a su amiga a ponderar las infinitas
posibilidades prácticas que se perdían con los años de letargo. “Imagina un
cuarto de siglo completo dedicado a tus cuadros”.
Otro año, Imelda le llevó los gránulos que permiten soñar a
voluntad con cualquier deseo imaginable. Le explicó que en Ámsterdam, tras la
puesta de sol, se producía un éxodo de durmientes que huyen de sus
frustraciones diarias y fabulan sus propios sueños. Pero el consumo prolongado
de aquella medicina contra las desilusiones acarreaba un efecto indeseable al
trastornar la mente de los soñadores, que reproducía con exactitud y en el mismo
orden los hechos experimentados durante el día, de manera que terminaban
padeciendo dos veces la misma vida sin grandezas. Los casos más extremos
llevaban al viajero onírico a caer en una secuencia de sueños recursivos, pues
en sus elucubraciones repetía el acto de ingerir un antídoto contra la infelicidad
que fallidamente le despertaba en una realidad donde deshacía un fármaco bajo
la lengua para descender a otro sueño más profundo y así continuaba
indefinidamente hasta morir de inanición.
Entre los chapurreos con su primo, la recogida de fruta y las veladas
junto a la lumbre con Dorotea, apenas le quedó tiempo para pintar y por
aquellos días sólo pudo esbozar con lápiz la sombra de un maizal rodeando un
espantajo en cuya percha izquierda reposaba un cuervo.

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Durante la transición estival, con las palabras aprendidas y la
determinación fiera de los primeros días, se despidió de Dorotea y Romualdo.
Emigró con su vocación artística y sus ambiciones desmesuradas al paraíso de
las oportunidades de las Américas. Se llevó el atril de pino, los bocetos que
habían escapado a la censura escatológica y la maleta renqueante con ruedas
giratorias.
El trayecto, sobre un buque que parecía una ciudad flotante, se fue
lentificando mecánicamente hasta que una de las turbinas se partió en dos, en
una noche cerrada, sin luna ni estrellas, y se quedaron varados en mitad de un
océano fangoso, oyendo lamentos de criaturas equívocas que intentaban atraer a
los marineros. La emigrante, apoyada en la baranda de estribor, junto con una
multitud de pasajeros ociosos, vio un fogonazo en una distancia
inconmensurable y pidió un deseo, como hacía con las estrellas fugaces, aunque
no estaba segura de que surtiera el mismo efecto. Un viajero desgarbado, de piel
tostada, con gracejo andaluz, comentó: “A ellas también se les funden los
plomos”, señalando con el mentón hacia arriba. Tenía una labia seseante y un
repertorio de ingeniosas ocurrencias que siempre remataba con un “ya te digo”.
Se presentó a sí mismo con una reverencia teatral anunciándole
que se encontraba ante el increíble y nunca bien pagado ilusionista de las mil
magias, capaz de domesticar el acero, hacer salir dromedarios de una chistera o
aserrar el tronco de una sílfide para dar un tirón a la capa y dejar aparecer dos
ninfas idénticas, que volvía a seccionar con un sable y tras una detonación de
fanfarria, emergían cuatro amebas en minifalda, y continuaba la mitosis hasta
saturar el escenario de ilusiones calcadas en los alumbramientos de humo y

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dirigiéndose a la concurrencia con las brazos en cruz exclamaba: “Podría llenar el
mundo con estas beldades”.
El andaluz abandonó el apoyo del barandal, inclinando la cabeza
ligeramente como para tocarse el hombro con la mejilla, y con la mirada perdida
en el cenagal que había encallado los bríos de un barco inmenso, como un país
en miniatura, con sus guerras de secesión, su monarquía, sus índices
macroeconómicos deficitarios, sus jerarquías ministeriales por las que se
necesitaban seis mandos, ocho consejeros, tres secretarios, dos contratados
externos y un plantel de administrativos para accionar el pistolete que catapultó
una bengala dejando irradiar una claridad diurna sobre el mago, mientras
aseguraba que donde vamos quien trabaja duro puede conseguir algo en la vida,
pero en mi país quien trabaja duro solo hace ganar dinero a los demás, ya te
digo; hablaba sin resentimiento pero convencido de la veracidad de un lema
grabado a buril sobre una hojalata, soldada en el dintel de unas verjas que con
el brazo extendido fue tocando en cada uno de sus barrotes ásperos y
recalentados mientras pasaba por los umbrales de un cortijo el mediodía tórrido
que abandonaba su tierra y después pronunció con una pausa entre cada
palabra: “Homo homini lupus”. Su interlocutora asintió, sin saber ni importarle
conocer la interpretación de aquel latinismo inesperado. Sólo pregunto: “¿Tienes
más trucos?”.
El mago, volvió a trincarse un trago interminable desde la botella de
orujo que guardaba en el bolsillo de su americana. Sacó una cuchara metálica
de su bolsillo, se la mostró con una interrogación en el gesto de las cejas
levantadas y los ojos muy abiertos, iniciándose un arrebozar de los pasajeros

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que intentaban entretener el tedio bajo el entoldado con gallardetes de colores.
Hizo su pase de prestidigitación, frotó el metal con el pulgar y con una caricia
terminó doblegando el acero inoxidable de la sopera, que mostró exultante a la
concurrencia. La espectadora aplaudió blandamente, con una expresión amable.
El prestidigitador quedó a la deriva en la cubierta, mucho después
de que el graderío se hubiese retirado a los camarotes y la joven del vestido
amarillo llorara de risa con sus chistes y se tuviera que ausentar con un repente
mientras le decía: “dios, que me meo”, y el humorista creyó que era sólo un modo
coloquial de expresarse mientras le hacía la señal del adiós, pero la exhalación
ocre que bajo las escaleras, recorrió un pasillo angosto y tomó por asalto el
camarote casi se muere de vergüenza cuando encontró sus muslos con hilachas
deslizantes y las bragas encharcadas por la limonada tibia de su propio orín.
Por entonces el buque había reanudado la navegación con dos
silbatazos que rodaron por el ambiente de una negrura de vidrio en la que se
encajaba la noche para borrar los límites entre el cielo y el mar. El andaluz, que
había apurado el orujo, se asomó demasiado para ver el mascarón de proa y
acabó por despeñarse hacia una zambullida en un trampal frío, que le dejó sin
aliento mientras braceaba hacia ninguna parte, agobiado por respirar de nuevo,
hasta que ya no pudo más y la primera bocanada de oxígeno licuado inundó los
túneles ramificados de sus pulmones; desfalleció y tras breves convulsiones su
cuerpo empezó a hundirse en un elíseo de silencio, donde un enjambre de
arenques espantados cambió de rumbo al unísono, descendió a través de
pequeñas medusas y se deslizó sobre un navío con la arboladura recubierta de
caracoles, rozó una pilastra de bolas de munición cuyo calibre no correspondía a

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la artillería de cañones sin disparar, saludó a un almirante imperturbable atado a
la quilla y a un marinero ahorcado por sedición en una verga, y casi termina
enredado en un pendón desgarrado que había señoreado la Felicísima Armada.
Siguió hundiéndose, ahora como si fuera un ancla, ante el estupor de los
calamares y el alboroto de una excursión de gambas y arribó a una llanura abisal
donde nunca antes había llegado la civilización, levitó por sobre un campo de
mejillones burbujeantes hasta afondar en una cornisa y se quedó a punto de
despeñarse por un precipicio donde acababa el mundo, observado por peces
transparentes con un farolillo de luz en el lomo que los orientaba en las tinieblas;
en ese momento, el andaluz era el ahogado más solitario del mundo.
Entre los mentideros del pasaje regular surgió la fábula de las
fechorías del andaluz errante, un espectro marítimo que aborda las
embarcaciones sin ser descubierto, y va dejando un rastro de huellas acuosas
hasta elegir una víctima solitaria, que termina abrazando para llevársela hacia su
reino de pesadumbre en las profundidades de los océanos, donde podrá contarle
chascarrillos y hacerse compañía, pues no encuentra como aquietar el
desabrimiento de la soledad.
La emigrante no pudo ver al ilusionista espirituoso durante el
desembarco, pero Imelda le cogió la mano y tirando con un ronzal de ofertas
fascinantes le condujo hasta el taxi y concluía irónicamente:”No te preocupes,
habrá venido a nado”. Mientras se alejaban por una avenida interminable,
circundada de rascacielos cuyas azoteas carecían de oxígeno, iba observando
cómo se empequeñecía el transatlántico hasta convertirse en un barquito de
papel que transitaría por los riachuelos de su memoria muchos lustros después.

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En la extensa metrópoli, formada por urbes que a su vez contenían
ciudades, no sabía por dónde continuar tras recorrer baldíamente todas las
galerías conocidas, hasta que se le ocurrió plantar un tenderete en el porche de
la estación de ferrocarriles, donde intentaría promocionar sus óleos florales,
junto al violinista lánguido de las cinco de la tarde, cuyo talento tampoco
convocaba multitudes. Al concluir su último concierto frente a un flujo de viajeros
que parecían hormigas frenéticas, reveló su verdadera identidad a la compañera.
Se llamaba Joshua Bell, un virtuoso endiosado por la crítica y por aclamaciones
de aplausos que duraban varias horas. Participaba en un experimento
sociológico ideado por el diario “The Washington Post”. Sin lástima abrió un
pañuelo para mostrarle varias rupias. “Es todo lo que recaudé”, que le habían
sido donadas por caridad y no como un acto de reconocimiento. La vendedora
de pinturas sacó un corolario de aquel ensayo: Si los genios musicales no llegan
a fin de mes, yo me moriré de hambre aquí. Era una verdad completa. El
presupuesto apenas le alcanzaba para sufragar los gastos esenciales de la
manutención, de manera que algunas noches se acostaba sin cenar o con la
frugalidad de un vaso de agua edulcorada y una magdalena, manteniéndose de
esa savia invisible con que los artistas fracasados o aún no reconocidos
alimentan sus almas mientras esperan los oropeles de los trofeos a una obra que
en ocasiones termina acartonándose en un desván que sólo se abre durante las
visitas de ocasión: “Mira, pintaba cuadros, pero lo dejé”. Empero, no cedió ante
la adversidad y buscó la sección de ofertas laborales en los periódicos. Leía: “Se
necesita trebejo para partida viviente de ajedrez”. Iba. La disfrazaban como un
peón de gomaespuma y la empujaban hasta un tablero enorme. Distinguió sobre
una atalaya a Karpov, con una inteligencia ciclópea capaz de resolver treinta

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partidas simultáneas a ojos cerrados, que intentaba jugar como Capablanca.
Reconoció a Kasparov, la increíble máquina analítica, desbaratando las defensas
de su adversario con una estratagema que emulaba el juego agresivo de
Fischer. En uno de los movimientos resbaló y cayó en un escaque ocupado por
un alfil. Se afanaba por levantarse como una morsa entre las risas del gentío y la
irritación estridente del árbitro a través del megáfono. Tuvo otras ocupaciones
precarias. En una entrevista laboral llegó, la contrataron mostrándole un
colgante de artesanía; su labor era contestar con monosílabos a un cuestionario
sucinto: “¿Te gusta?”, miró la oscilación de la minúscula herradura laminada con
aleación de plata e incrustaciones de migas de cornalina, dijo sí, e
instantáneamente se le extinguió el contrato y recibió la notificación del despido
con el consuelo de un “ya te llamaremos”.
En aquella etapa de penuria había depurado su destreza pictórica.
Tenía el albergue abarrotado de cartulinas con bodegones penumbrosos
mostrando presas de caza menor abatidas, payasos tristes en el pretil de un
viaducto, pomelos casándose con diosas hindúes, barcazas cargadas de ojivas
nucleares en un lecho con ramas de muérdago. Consiguió persuadir al dueño
de la fonda para que adquiriera una tela con la estampa de una escuadrilla de
jilgueros picoteando a un águila en pleno vuelo, por un precio simbólico, le
aseguró, pues conseguirás un fortuna cuando sea famosa. Así que con esos
recursos pudo subsistir hasta la llegada de un telegrama, que fue recibido como
el agua portentosa de los manantiales cristianos que refresca los ánimos y hace
enderezar definitivamente el rumbo a las caminatas más desorientadas, curando
la pelagra del hambre y el beriberi de la penuria y el asma de los suspiros frente a
los escaparates de una pastelería.

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El autor de aquel milagro se llamaba Salustiano Espíndola. Era el
nieto preferido de un benefactor que había tenido con el abuelo paterno de la
marchante una deuda indefinida, que traspasaba la gratitud con una traílla de
sentimientos más profundos incluso que la hermandad sanguínea. Aquella
avenencia entre dos hombres pudo comenzar una tarde remota, tras la escuela
primaria, cuando Sempronio Villanueva le rescató de una chiquillería furibunda
que estaba vapuleándole por un asunto de canicas. Desde entonces jugaban
juntos, compartían recreo, escondrijos y caza de grillos. Sus viviendas estaban
unidas por una pared medianera, en la que abrieron una brecha, tras obtener
autorización, y las dos familias pasaban de una casa a otra como si en realidad
fueran una sola. De mayores se disputaban las novias mediante competiciones
basadas en la rapidez para tumbar a un burro con llaves de lucha libre; aunque
frecuentemente también acababan compartiéndolas, pues por alguna inextricable
razón endocrina, las muchachas que intentaban cortejar, caían en un
enamoramiento simultáneo hacia Salustiano y su compadre. Como compañeros
de jolgorio, necesitaban juntar los días con las noches para saciarse de bebida
abrasadora, putas amorosas y carne de lechón en la ciudad principal, incluso
habían llegado a elaborar una ruta para jaraneros, trazada con tanto acierto, que
siempre ofrecía desde cualquier origen, la distancia más corta para ir recorriendo
–sin demoras innecesarias- todos los cabarés, mesones, prostíbulos y garitos
que tomaban por asalto una vez al año, pero con la precaución de haber dejado
medio convencidas a las esposas de sus tardanzas, pues así podremos esperar
la puja más generosa para nuestras vacas y cosechas en la lonja; de manera
que gastaban la mitad de los cuartos conseguidos en cerrar tabernas y
fumaderos y posiblemente durante aquellas subastas anuales no quedaron en la

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provincia mujeres de vida licenciosa que no compartieran, como hermanos de
leche, en la confusión de las resacas etílicas ni jugadores científicos de naipes a
los que no diezmaran el patrimonio, para prolongar la jarana, previsiblemente,
un día más.
En la aldea de cincuenta casas y trescientos parroquianos,
Salustiano, el abuelo, había sido elegido alcalde pedáneo por una asamblea
vecinal con ideología conservadora. Siempre mostró buen juicio en la
administración de los asuntos públicos y una empatía benevolente hacia quienes
concedía audiencia para conocer sus problemas reales. Así que inició un
programa bienal que no pudo culminar, durante el que construyó un abrevadero,
para que los toros sementales no llegaran con los belfos espumeantes por la sed
en el camino hacia el pradal. Encargó un gramola a unos comerciantes
diligentes que traían encomiendas desde la capital, para animar el baile a la
intemperie de los sábados, durante el que los parroquianos siempre quedaban
cabeceando sobre los asientos crujientes de esparto, porque el ciego ambulante
que los visitaba con sus pregones y chanzas y una bandurria sin templar,
aunque enternecedor, producía un sopor similar al del exceso de anís dulce, con
su cancionero inalterado desde los tiempos de María Sarmiento y su repertorio
anquilosado con pliegos de cordel y libros gruesos de caballería
Entre las mejoras, mandó sembrar plantas de badeas, para que los
zagales pudieran desfogarse el día grande de la fiesta local, con una batalla
fingida pero inclemente, en la que se lanzaban melones unos a otros.
Una madrugada sin presagios, mientras se caldeaba la guerra civil,
con el estallido de una revolución popular, vieron aproximarse los camiones
milicianos. El alcalde fue a casa de su compadre: “Vienen a por nosotros”. El

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camarada le tranquilizó: “Ya me encargo yo”, con la misma serenidad con que
años antes le había salvado de una linchamiento infantil y de perecer ahogado en
un pozo. Le ordenó: “Tú métete aquí”, abriendo un baúl que dejó escapar una
vaharada de lavándula. No consiguió salvar su propia vida, pues fue la última vez
que lo preservaría de las inclemencias de una marabunta sin control. El abuelo
de Salustiano estuvo escondido tres días, tiritando de hambre y miedo, bajo un
ropaje de pana. Al tercer día la viuda destapó el cubículo, levantó las ropas y le
dijo: “Sal, tenemos que ocuparnos de nuestros muertos”. Pero aún debieron
permanecer unas horas en la penumbra, porque llegó una patrulla de falangistas
y guardias civiles para quemar alguno de los edificios chatos y blancos que se
disgregaban sobre la plaza consistorial.
Cuando radiaron el último parte de guerra, la caballería dejó de
pisotear cosechas y destrozar aperos de labranza, los carros de combate pararon
la demolición de fábricas, y la infantería detuvo la clausura de molinos y talleres;
sólo después, la nación pudo empezar a recomponerse tras un trienio asolador.
No había para comer y el abuelo de quien mucho después enviaría un telegrama
a Beatriz, comenzó a beneficiarse, como tantos otros, con el estraperlo.
Manejaba tabaco y chocolate, harina y arroz. Comenzó con la cría de cerdos, a
los que cebaba con una combinación secreta de ingredientes naturales que los
hacía hincharse como sandías, y amplió sus actividades comerciales vendiendo
jamones curados a un socio americano que los adquiría sin regatear el precio.
Una tarde encontró su buen fario mientras cazaba liebres tras un chaparrón que
dejó alfombrada la arboleda de renacuajos. Su perro labrador había estado
espabilado y sin perder ni una sola presa, pero repentinamente pareció que lo
atravesaba un mal aire, y se quedó inmóvil, tenso, con las orejas erguidas tras

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un aullido quejumbroso, para terminar saltando a la sombra de una encina, como
impulsado por un dispositivo de muelles, para hozar y remover la tierra en un
frenesí de layas perforantes y ladridos ansiosos, formando una montonera térrea
hasta extraer con las tenazas de su dentadura una ciruela negra y achatada. El
cazador desconocía la verdadera transcendencia de aquel descubrimiento en su
patrimonio cuando dijo: “Parece mierda de cabra”. Pero era una trufa; y su lebrel
las olfateaba y las desenterraba en un santiamén, como perlas exquisitas en la
extensa concha de los encinares. Empezó llevándolas en el morral, después
utilizó un carretoncillo y finalmente las transportaba en furgones isotérmicos para
ponerlas a disposición de su socio americano, que nuevamente pagaba sin
objetar, con mazos de moneda corriente en su país.
Durante aquellas bienandanzas de Salustiano, el juguete grande y
viejo de la dictadura se quedó sin cuerda. Fue anunciado en un boletín
informativo conciso, a la hora del aperitivo, con el brazal doliente de un ministro
que se dirigía a la patria: “Hermanos, el caudillo ha muerto”. Tras el interregno,
se tuvo que hacer cargo del cetro del poder un descendiente de la monarquía
hispánica, en una gala fastuosa custodiada por paladines con uniformes
multicolores armados con alabardas. Carlos I, el Campechano, celebró su recién
adquirido caudillaje comiendo un par de huevos fritos y unas torrijas en una tasca
próxima, mientras los servicios de seguridad daban golpecitos en el audífono y
revisaban los vehículos aparcados y miraban hacia todas partes, con la
incertidumbre de tener al jefe tan expuesto y el aprieto de no haber asegurado al
menos el perímetro. Al concluir su siesta diaria, seguía con los pies en el suelo
aunque detentase el mando supremo de los tres ejércitos, la potestad exclusiva
de legislar por escrito o de viva voz, la facultad de juzgar y hacer ejecutar lo

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juzgado y el privilegio de administrar las arcas estatales sin rendir cuentas a
nadie. Ordenó que abrieran ventanales y compuertas y derribaran medianeras
para que empezara a ventilarse la casona del reino. Así llegó el aliento irresistible
de la democracia, pero que terminaría fragmentando el puzle nacional en piezas
autónomas, cada una con su propio gobierno, sus leyes, sus recaudadores de
impuestos.
El abuelo de Salustiano había muerto por causas naturales, pero su
primogénito tenía el mismo espíritu emprendedor y el mismo tino para los
negocios. Con los caudales heredados se marchó a una capital de provincias,
para multiplicar fortuna. Tardó meses en empezar a instalar las primeras
máquinas tragaperras en los establecimientos de ocio. Una empresa lucrativa
que le dejaba tiempo para pensar, entretenerse con la cetrería y dedicarse
personalmente a la educación de su único vástago. Moriría joven, mientras
cabalgaba al trote sobre un pura sangre cartujano que se encabritó por un
revoloteo de abejas encolerizadas, defenestrándolo hacia un crujir de cervicales
rotas.
Salustiano era el promotor de un telegrama inquietante. Tenía
confiado mediante una cadena de cláusulas testamentarias, que había iniciado
su abuelo, el encargo de cuidar bien del primer hijo de Sempronio Villanueva,
su compadre del alma, o en su defecto, por causa de muerte prematura, vida
licenciosa o desagradecimiento, asistiera con esmero al primer cabo de la
generación siguiente.
Con una facilidad prematura para convertir en oro todo lo que
tocaba, construyó cabinas donde los hombres podían echar monedas, para
depositar sin ser vistos, su ardentía por entre desagües que terminaban en un

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harem succionante. Importó celuloides prohibidos desde los lupanares
franceses. Inspirado en Edison, diseñó un aparato de diálogo con los espíritus,
basado en la manipulación de la energía eléctrica, pues dedujo que, tras el
genocidio judío, las familias tendrían interés por contactar con sus seres
queridos. Estuvo mercadeando un catalejo que tenía la virtud de acercar los
sucesos distantes en el tiempo. Pero el torrente de doblones empezaría a
desbordarse poco después, cuando abrió la quilla de un barco destartalado y con
un relámpago interior por el que veía nítido su futuro dijo: “Lo compro”. Tras las
reformas, comenzó a transportar bidones de bencina entre su país y un emirato
árabe. Así, con el tesón del abuelo y la sagacidad del padre, llegó a formar la
tercera mayor flota petrolera de todos los cuadrantes de la rosa náutica
En aquella época se había desposado con María Angélica, su novia
desde la pubertad, para empezar una luna de miel de seis meses en una isla
desierta, donde triscaban desnudos en cualquier parte, en las orillas del acuario
de fluidos transparentes que mecía colonias de sargazos y dejaba sobre la playa
un sembrado de migajas nacaradas, retozaban bajo los frutales, se besaban
revolcándose en las charcas de almíbar que los impregnaba con un dulzor que
después intentaban quitarse con lameduras mutuas, insaciables en un celo
permanente, cogían frutos carnosos y cálidos que se deshacían en jugos de
sabores exuberantes cuando la elipse de sus mordiscos hacía chocar las bocas
anegadas de ambrosía. Nunca declinaba el mediodía, con dos soles turnándose
en el cénit de un clima perfecto, les acariciaba el ánimo, les hacía abrazarse de
alegría cuando el macho edénico insertaba una langosta con un golpe de
tridente en el vivero, y caían rodando ante la mirada pávida de unicornios
mitológicos en una claridad donde comenzó a circunvolar un estallido de polen

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desde un estambre y se apretujó en la florescencia de pistilos prehistóricos y sólo
en ese instante se repitió el milagro de la vida.
De manera que entramos dos y salimos tres, decía Salustiano,
siempre que explicaba los orígenes del bombo de María Angélica. Meses
después de un parto sin complicaciones, dieron su primer paseo como familia.
Decidieron salir a mezclarse con la llegada de la primavera, entre los habitantes
anónimos de una ciudad que podrían comprar al completo, con sus recuerdos y
sus crónicas. Llevaban en el moisés a la muñeca balbuceante. Querían enseñarle
el mundo. Desde su nacimiento, durante muchas sesiones cronológicamente
ordenadas en un cuaderno, habían ido analizando las manifestaciones fonéticas
del recién nacido, llegando a la conclusión de que manejaba una jerga cuya
fonología era idónea para eludir la falta de adiestramiento mediante el apoyo en
la reiteración de sílabas, con una semántica sustentada en unos pocos pilares
polisémicos, y un nivel gramático basado en la carencia de tiempos o modos
verbales y en la simplicidad de omitir concordancias y pretensiones estilísticas.
Mira, princesa, un lago, césped. Extendieron un mantel, cerca de la
estatua viviente de un hombre con bombín, bigote grueso pero acortado y una
vara como bastón, inmóvil bajo un barniz que le daba una apariencia plateada,
junto a un tenderete de cotufas que esparcía un aroma festivo. Sacaron del
canastillo al pompón rosa envuelto en una mantilla y un cubrecabezas, que
solamente dejaba ver su tez rubicunda. Salustiano, como si manejara una
cristalería extraordinariamente delicada, dejó reposar al bebé y al desplegar la
envoltura de lana, salió un efluvio de minúsculas primaveras que revolotearon
como mariposas sobre sus cabezas, y se dispersaron por el ámbito del parque

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hasta estrellarse contra la hierba. Mucho después de que se marcharán del lago,
aún se podía percibir esa fragancia intensa y limpia.
Pasó un vehículo impulsado a pedales, con dos sillines y un solo
ciclista que parecía ir buscado entre el pedregal de cuerpos tumbados. Un turista
encendió un transistor y en ese instante el tiempo pareció cristalizarse, en el
susurro al oído de una esposa embellecida por la maternidad, en el ocio
intranscendente de los paseantes y el discurrir de las barcas con los remos
alzados y los murmullos de las almas errantes entre la frondosidad de los
cipreses; y durante esa pausa ondeó una piola esparciendo el eco de una
melodía antigua, como un roce, y se estancó el vuelo de los pájaros carpinteros
y las aves fluviales, en el tránsito imperceptible hacia el atardecer. Desde la
quietud, comenzó un chapoteo entre las aguas mansas del estanque, como un
redoble de tambores, un siseo, un rugido, y surgió el enorme reptil antediluviano
cubierto de escamas metálicas, rebufando, avanzó a cuatro patas tan rápido
como un mal pensamiento, provocando un retumbar de pezuñas sobre la caleta
de tierra dura, imparable, con las fauces de doble sierra entreabiertas para
atrapar la nubecita de algodón azucarado. El leviatán atenazó las promesas
bordadas en los lanares del lactante, apretó el mandril del hocico y giró
bruscamente apoyándose en sus patas traseras. Su cola de lagarto grande fue
desbaratando la cuna portátil con el neceser y la cesta de doble hoja con los
canapés de paté y los botes de refrescos efervescentes que soltaron un chorro
de burbujas, hasta restallar contra la pierna de una madre primeriza que
despertó de su embeleso para chillar hasta enronquecer. Sólo entonces, la vida
recomenzó su curso natural, en la cáfila explosiva de la bandada hacia el
horizonte, en el desequilibrio de un pedaleo que continuaba por inercia y una

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estatua de plata que gesticulaba y un equinoccio de primavera que se había
disipado para siempre en un remolino de esperanzas rotas y luces bucólicas y
ofrendas marchitas, dejando una señal de aguas revueltas. Salustiano corrió tras
la bestia y se lanzó al agua, pero casi perece ahogado mientras buceaba a
tientas entre la desesperación de un laberinto de tinieblas. María Angélica, con la
pierna sangrando, vencida, se mantuvo en silencio con la mirada perdida en la
ciénaga, y se despidió: ·”Cuida bien de mi rorro”.
La pesquisa policial determinó que un espécimen de cocodrilo había
sido abandonado a sus propios recursos entre los herbazales del lago,
probablemente por algún desaprensivo dado a la crianza de mascotas exóticas,
que al medrar se le convertían en un problema intratable.
El matrimonio no pudo soportar esa fatalidad de un destino al que a
veces se le enmarañan las coincidencias, y como un edificio decadente comenzó
a perder solidez, resquebrajándose en la dialéctica de un reproche mutuo que iba
desquiciando los cimientos y dejando grietas en el techo y desenladrillando los
muros. Eran dos habitantes huidizos, que solamente se encontraban tres veces
en cada uno de los días interminables de una soledad compartida, mientras se
desbarataba una construcción que parecía destinada a perdurar en la época que
espetaban langostas y se lamían de amor en la isla de los dos soles. Hasta que
las vigas de la entereza se partieron y las paredes de una ternura pérdida
comenzaron a caer a trozos y los muebles, los recuerdos, sucumbieron a la
pesadumbre, y toda la edificación se desplomó sobre sí misma, dejándoles a la
intemperie en un divorcio forzado.
María Angélica terminó tarareando canciones de cuna y meciendo a
una criatura imaginaria, inventándose el consuelo de una irrealidad que al menos

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le dejaba dormir, pero con un desarreglo mental tan severo que le impediría
gobernarse a sí misma durante el resto de su vida y que justificó su
internamiento en un sanatorio. Salustiano, tras la incapacitación judicial, regresó
hasta el casón para extraviarse en un aire inmenso y vacío, donde no podría
encontrar a la mujer radiante con el bebé de sus entrañas ni al compadre del
alma que nunca había tenido pero que ahora echaba en falta, pues quizá le
habría infundido ánimos para enfrentarse al vocerío de sus propios recuerdos y
aguantar los trastazos de una vida que siempre golpea donde más duele.
Así que mandó construir una bicicleta con tres sillines, hizo voto de
pobreza, dispuso su últimas voluntades, con valor jurídico vinculante, y
emprendió en solitario un viaje sin regreso, convertido en un vagabundo que
daría vueltas al mundo impulsado por la fuerza cinética, hasta que meses más
tarde desfallecería y cambió el rumbo para dejarse morir de amor y de hambre
bajo un puente mientras rememoraba una luna de miel remota junto a María
Angélica.

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III


El fideicomisario del terrateniente Salustiano Espíndola, había
descendido por los ramajes sucesorios de un árbol genealógico, confeccionado
en minutos con ordenador, hasta encontrar a quien sería la donataria única de su
fortuna, tras hacer balance de los macizos con cimas vertiginosas de metales
codiciados, cuyas aleaciones se protegían en ciudadelas inexpugnables, y reunir
el saldo de múltiples pagarés y desenrollar pergaminos que acreditaban el
señorío sobre industrias dispersas por el continente y contar las monedas
grandes con las que se podría levantar un castillo prodigioso; arregló un
inventario que relacionaba un cuaderno de bocetos de Nostradamus, el profeta y
cosmetólogo, junto a piezas de Dalí, Picasso y Miró, revueltos en una
pinacoteca alfombrada por papiros faraónicos que certificaban la propiedad
inmobiliaria de dos pirámides cuya ingeniería imposible aún se debatía. La
exhaustividad con que realizó el catálogo, le llevó a describir la calidad del pelo
de una camada de gatos siameses, aplicando el mismo esmero con que listaba
una distinción condal en la jurisdicción de Villa Eulalia y la fábula de una isla
encantada en el Jónico, donde en sus estancias veraniegas podría contemplar la
hostia madrugadora del sol, santificándola con la eucaristía de su aliento tibio y el
sacramento del mar en calma arrojándole los serenos corpúsculos de las
bendiciones salinas.
De manera que, sin saberlo, la posibilidad de aquellas riquezas
desconocidas le hicieron desembarcar en la capital, pagar un taxi y llegar hasta

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un distrito de la clase adinerada y a una avenida cuyo nombre no podía
pronunciar porque le recordaba a un antiguo novio.
Sólo después de entrar a un despacho con olor a mobiliario recién
estrenado y sentarse supo que estaba interviniendo en la aceptación formal de
una donación, puede firmar aquí y aquí. Un abogado afable, con anteojos de
medias lentes, le advirtió: “Tiene una condición”. La viajera frunció el entrecejo
una vez, haciendo acopio de la energía necesaria para desentrañar y retener la
oratoria del letrado, quien le explicó sin palabras rebuscadas, en tono coloquial,
que el código civil admite la llamada donación condicional entre personas físicas,
usted es una persona física, la miraba por sobre las gafas, veamos, su
benefactor ha decidido poner un gravamen, una obligación posible de hacer,
consistente en...; hizo una pausa al enfocar a través de unos cristales que le
remediaban la presbicia, y leo literalmente: “Salvad de una muerte cierta a un
cómputo de personas no inferior a cien”. Tras oír la aclaración y las cautelas
legales, respondió: "Acepto la propuesta", pero por dentro se decía: "¡Qué raro,
un idealista!".
La donataria, había terminado por dilucidar el sentido completo de
aquel mensaje pegado letra a letra en un cablegrama, que primero alborotó
una curiosidad ansiosa, y finalmente le sumió en un regocijo que casi no podía
disimular y le ahorraba el incordio de darse cuenta del petardeo y los
trompicones de un autobús que le devolvía hacia el barrio de los atardeceres
junto a Elisenda, mezclados en su memoria como una sola tarde inefable. Volvió
a su provincia, viendo deslizarse el paisaje de ciudades que anhelaban ser
países; cargada de quesos tiernos que había conseguido en un paradero y con
la valija repleta de buenaventura y aguadas que nadie había querido comprar. Se

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reconcilió con su madre y las dos se abrazaron con los ojos húmedos y un sabor
salado en el paladar. Apenas podía hablar por la emoción de contarle su odisea,
las malas horas, el hambre, los trabajos de pacotilla, y el abracadabrante
contenido del mensaje urgente: “Nombrada donataria única. Asista al despacho
de Don Celedonio Quiles sito en…”. Al enterarse su madre sólo dijo: “Aquí la
gente se muere sin avisar”.
Tienes más razón que una santa, pensó, desenmarañándose
repentinamente del enredo frívolo de las lianas de serpentinas y el chaparrón de
confeti propiciado por la exultación. En los días sucesivos lideraba una
expedición ruidosa, con su hermana Elisenda y un acompañamiento
desordenado de curiosos y testigos; convertida en una enfermera providencial,
que buscaba reanimar moribundos, persuadir a suicidas, abrigar ancianos
abandonados en el parque, rehabilitar sicarios, en una campaña sin resultados
que le dejó naufragando entre las aguas del desaliento. Así estuvo hasta que
una compañera de instituto, Leticia, le transmitió una idea simple pero efectiva,
pues podría arrimarse a los hervideros de la pobreza extrema, tal vez en el
continente africano, pues es un estado de inopia rigurosa, en el que no hay
alimento, agua potable, sanidad, y los pobres son pobres de verdad y se mueren.
Fue una fórmula oportuna. En unas semanas llegó a reunir el capital suficiente
para emprender un insólito apostolado contra las miserias humanas y la injusticia,
como una versión enrevesada donde la doncella errante sale a rescatar
caballeros cervantinos, le diría mucho después Cándida, la literata. Endeudada
hasta más allá de sus posibilidades de devolución en varios trienios, viajó por
tierra, mar y aire, sin un instante de cansancio, seguida siempre por tres notarios

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elegantes con sus cartapacios electrónicos y una secretaria políglota, que
entendía hasta el dialecto de los delfines.
Leticia, que había encauzado el rumbo a su desánimo, era
extraordinariamente alta, tanto que tenía que inclinarse para no chocar con el
quicial de las puertas. Con el tiempo se había convertido en una suerte de
mecenas que accedía a dispensarle préstamos dinerarios a fondo perdido; como
las finanzas de la pintora no mejoraban, el montante se iba acumulando, pero
Leticia ante las disculpas que escuchaba mascullar sólo respondía: ·”No te
preocupes, ya me lo devolverás con las carnes de tu novio”. Después del
arrebato de Teobaldo, tuvo que sustituir apresuradamente la irónica
contraprestación, pero siguió utilizando la misma frase, que ahora terminaba con
una referencia a sus futuros servicios domésticos. No necesitaba anotaciones
para llevar la contabilidad de los créditos, pues poseía una memoria portentosa,
con la que albergaba el vademécum farmacéutico más común de la época. Así
que los ratos que no estudiaba, ni inquiría sobre los rudimentos de la escritura,
pasaba por la apoteca de su padre, para ver si necesitaba algo.
Se había licenciado en filología hispánica y de lenguas clásicas,
extintas, moribundas y semíticas. “Una lengua humana expira cada dos semanas
con su último hablante”, le dijo con una expresión casi pesarosa, la tarde en que
sujetaba un manuscrito rancio, encuadernado en cañamazo con hilo basto de
anudar embutido, que no impedía ondularse las badanas y crujir como cáscaras
de huevo. La antigua deudora se lo acababa de entregar con una advertencia:
“Nadie ha conseguido descifrar el manuscrito Clementinum”.
Años antes, Leticia había comenzado su singladura como profesora
titular por oposición, en un instituto de bachilleres. Un infierno sin control ni

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respeto, con un embrollo de estupefacientes, de armas cortas, de prostitutas por
los pasillos, de ajustes de cuentas en los lavabos. Contrataron guardianes
armados para garantizar la integridad física del personal docente y auxiliar. Los
alumnos se mostraban displicentes, les daba igual ocho que ochenta. Un colega
portaba un doberman para reforzar su protección y al día siguiente el aula se
convirtió en un zoológico bullicioso por la diversidad de bestias que llevaron los
estudiantes, vindicando el derecho a la igualdad de todos y por tanto la
posibilidad de acompañarse de animales. En un cambio de guardia, varios
chavales apalearon a un historiador, mientras grababan en video la violencia
absurda de una generación sin valores que andaba al garete por el reborde de un
despeñadero de infinitos peligros.
Leticia recordaría sin emoción aquellos sucesos ingratos en las
últimas tardes de una existencia dilatada por la generosidad y el amor por la
ciencia del lenguaje, en la placidez del clima de veintidós grados constantes de
un asilo palaciego, donde recibía la visita entrañable cuya piel iba haciéndose
más tersa y luminosa conforme transcurrían los meses. Le llevaba regalos con
los que solazar el tedio de las dos de la madrugada y sin poder dormir, dios mío;
el pájaro instruido, que leía libros en siete idiomas y proponía refranes y
adivinanzas; el acuario que reproducía en miniatura la flora y la fauna del
Mediterráneo, sus tormentas, la ensaimada insular, y que dejaba escapar un olor
a marisco para ahorrarle la añoranza del mar. Hasta que una alborada
comenzaron a florecer los almendros y Leticia vio que el arrendajo locuaz dormía
y el acuario mediterráneo estaba en calma y no había novedades en el mundo,
salvo un chispazo fulgente e irrepetible que señalaba la extinción de un lucero
distante, entre un fragor de sedas que llegaba a la quietud, un llamamiento, una

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agitación, y sólo entonces las sanitarias intentaron una reanimación clínicamente
imposible.
La donataria, en su viaje de redención, conoció un continente
donde la calima escondía culebras voladoras y los depredadores reinaban en
sabanas interminables y el calor secaba los recuerdos más antiguos. Había
llegado a los arrabales sudaneses, para encontrarse con una turba de niños
famélicos envueltos permanentemente por un enjambre de moscardones. Le
costaba creer que aquellos entramados de huesos recubiertos con cuero
apergaminado pudieran andar. Entre los seres humanos al garete, divisó el
deambular tambaleante del vientre hinchado y la visión borrosa y el abatimiento
de una chiquilina, estaba postrada por el peso insostenible de su propio cuerpo,
y un buitre, engolado con un collar de plumillas, le seguía, gulusmeándole,
pimpante por la inminencia de un banquete al que finalmente no asistiría.
La misionera evaluó que los costes de un portaaviones militar
permitirían mitigar la hambruna de poblachos enteros con nativos cuyos hijos
tenían que espantarse los buitres, mientras la grandilocuente Organización de
Naciones Unidas despachaba cumbres, tras almuerzos de dieciséis platos, y
adoptaba la decisión referida como “Decálogo Marco de Objetivos Universales
para el Desarrollo de las Economías Insostenibles y la Erradicación de las
Pandemias en el Milenio”, que no evitó el reparto de arroz hervido y ampollas con
jarabes vitamínicos de una auxiliadora desconcertada por aquel remanso de
abandono en la civilización moderna. Poco antes de regresar, adoptó a una
anciana que físicamente era similar a su abuela Aurora, tras solicitar el parecer
de los fedatarios, quienes especificaron que técnicamente no podía considerarse

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sometida a una situación de riesgo mortal, pero sí podría fallecer por el azote de
los animales, el síncope solar o las rémoras de la nostalgia.
De esa manera la donataria completó sus labores redentoras, con
las que daba lícito cumplimiento a las condiciones interpuestas por un hombre del
que nadie se acordaba en casa. Y como en un pase de prestidigitación hecho por
el andaluz errante, su patrimonio personal se dilató tanto que no hubiera podido
gastarlo aunque su existencia se prolongara durante siglos. Aparcó sus ínfulas de
pintora célebre, dejó una saca de corolas violetas a su madre y dos a su
hermana, y se marchó a descubrir las infinitas bifurcaciones de la ilusión,
acompañada de la indígena taciturna que le espantaba el mal de ojo mediante
conjuros gestuales.
En la polvareda de anhelos que casi no le dejaba respirar, se
habría dejado envolver una vez más en el mismo abrazo confortante que seguía
a las caídas del triciclo, a la edad en que su padre se le perdió con la Semana
Santa. Su madre siempre contestaba con la misma solución ambigua cuando
preguntaban por su hombre: “Se marchó con la procesión”. Así que, en la
credulidad del cambalache de los cromos y la ventriloquia de las muñecas,
estuvo esperando el regreso del vozarrón tras el portazo y el zapateo de sus
botas reforzadas, que le impedían rebanarse un pie en la cerrajería, para repetir
la carrerilla por el pasillo hasta saltar al clima aherrumbrado de unas manos
levantándola sobre los percances de la gravedad; porque pensó que su padre
biológico se había unido corporalmente al séquito tras las carrozas y que estaba
buscado el camino de vuelta. Mucho después, su madre terminó aclarándole,
convocando también a Elisenda para aquel evento, el auténtico sentido de su
respuesta invariable.

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Un domingo de ramos aciago en que las calles brillaban,
engalanadas con luminarias formando blasones que se repetían
consecutivamente hasta desaparecer en las corvaduras de la noche y palmas
desecadas y ramas de olivo, sujetas con sedales a los cucharones doblados de
las farolas, donde se agitaban flecos de crespones alargados. Se oía el
tamborileo distante que se iba haciendo cada vez más sonoro hasta que el
inmenso dragón del que salían espirales de humo se dejaba ver y aparecían las
filas de nazarenos con capirotes, unidos por una soga en la cintura; llegaban los
mártires flagelándose con vergajos y una muchedumbre de peinetas y mantillas
portando cirios humeantes. El monstruo interminable hacía emerger un trono
magnífico sobre un carruaje descubierto, con la estatua de madera y trapo de la
Virgen del Rosario de todas las Penas, increíblemente embellecida por los
orífices y las bordadoras y los floristas, para una religión espectacular cuyo boato
apenas hizo prestar atención a los restos de estigmatizados que arrastraba el
desfile, mostraban las manos horadadas por una crucifixión incierta con un
agujero del que emanaba vino, ni a la letanía hebrea de ocho años que andando
de rodillas intentaba regurgitar al demonio.
Los pasos se sucedían como las tarjas luminosas de las bombillas,
trayendo fracciones de retablos y alegorías sobre lechos de claveles. Las
carrozas eran huecas y ocultaban entre sus pabellones el paso sincronizado de
dos báculos de costaleros, que las movían desde su interior. Dos devotos habían
pasado la tarde discutiendo acerca de cuál era la virgen mejor arreglada de todas
las cofradías. La discrepancia fue degenerando en una discusión hasta que, bajo
el entarimado con faldones, se originó una reyerta que hizo escorar la
imaginería un instante, con un lamento de maderas cansadas, se rindieron los

100
puntales con los hombros dislocados y el mamut dio un salto de gorrión y se
desplomó sobre la sementera de vidas confundidas que sólo pudo ver el torrente
de lirios y la estela de los blandones y el aluvión de pepitas y bisutería
cayéndoles encima. Vuestro padre murió con las manos llenas de oro, -hacía
una pausa- se marchó con la procesión para no volver nunca más.
La señora ahuyentó los anélidos de la nostalgia al plantearse si
los muertos no podrían ser más felices que los vivos y pensando “adiós padre,
habrá una cerrajería de la que sales, pero yo no estaré para esperarte” y se
encaminó entre el oquedal de sus esperanzas hacia la casa donde las artes
adivinatorias de su amiga Secundina podrían orientarle en aquella encrucijada
de múltiples sendas.
Encontró a la antigua hada de cuento convertida en una aparición
descachalandrada, con el cráneo afeitado y los ojos somnolientos. Según le
contó, había ingresado en una hermandad secreta, que le dejaría beber del grial
para rebasar el conocimiento mundano. He tenido que decir no a los actos
impuros y las ostentaciones, pues Zacarías, el iluminado, me ha advertido que
los vanidosos, los avaros, los hombres de conciencia turbia no encontraran los
linderos de la tierra prometida. Es un hombre con un alma sin impurezas, si lo
conocieras como yo, posiblemente también harías voto de pobreza y le
entregarías tus bienes, tu cuerpo, tu ser; desprende un magnetismo irresistible
con su barba de pelaje gatuno y su olor bondadoso. Estoy enamorada de
Zacarías. Secundina aguardó en silencio la aprobación de una visitante atónita,
que había agotado la paciencia y deseaba zarandearla, incluso darle un cachete,
para despabilarla y abrirle los ojos a la falacia, a la intoxicación del opio que le
hacían fumar en la homilía, tras pregonar las sagradas escrituras. No erró en su

101
desaprobación, pues el mesías se llamaba Federico Ortega y sus datos
personales constaban en la ficha policial de veintisiete comisarías
internacionales. La espiritista se extravió definitivamente entre los muros
carcelarios de la secta que le embaucó hasta convertirla en una acolita dócil y el
falso apóstol terminó desmantelando el cuartel general de sus fechorías para
reinaugurarlo en algún lugar indeterminado del orbe. Así que, mucho después,
cuando la señora decidió excarcelarla por voluntad propia, sólo encontró un solar
con un armazón de pilares y jácenas por donde transitaban las mariposas.

102
IV


Sus biógrafos eran cuatro: Flavio, Rómulo, Pomponio y Remo.
Cuatro perspectivas paralelas y coincidentes de una lupa que había ido
examinando las grafías escogidas por la vida para relatar las crónicas de la
dama del mediodía. Pero divergían sobre las causas de su luenga juventud.
Flavio aseguraba que provenía de la salmuera del corazón de su primo
Romualdo. Remo sugería que una avezada nigromante le había conseguido los
favores del diablo tras un aquelarre. Rómulo proponía las cábalas de Paracelso y
Pomponio dejó dicho que la misma bondad de su naturaleza le liberaba de las
vilezas del envejecimiento.
En el inicio de su leyenda, trascendieron sus actividades
filantrópicas, durante las que visitaba la planta infantil de los hospitales donde
luchaban contra la progeria, cargada de marionetas, globos y golosinas, y
mandaba desplegar una atracción con el payaso que estampa falsas tartas de
merengue y después gesticula para besarse los codos. Entraba a los orfanatos
con un talonario de becas para los más aplicados, descargando en el patio una
juguetería completa por la que instantáneamente pasaba una marabunta de
huérfanos para dejar sólo alguna pieza desmembrada balanceándose en mitad
del recreo vacío.
Los folletines de aquella época la mentaban ineluctablemente con
los epítetos de rica y heredera, como si fueran una extensión natural de su
filiación. Los menos creativos le encontraron parangón con la caprichosa Milton o
con Atenea Bonassis; atribuyéndole un serial de conflictos sentimentales, filmes

103
obscenos, peloteras con los periodistas, baños impúdicos en una fontana pública
de Roma; chanchullos fiscales, actividades clandestinas con tráfico de
armamento o de narcóticos, mafia, pederastia, descompostura ante los reyes de
España; una sarta de ocurrencias sensacionalistas que la convertían en el vórtice
de un torbellino de paparazzi, como una abeja reina de apariciones sociales que
daban pábulo a un enjambre de zánganos libando los néctares recogidos por sus
cámaras fotográficas de corto y largo alcance, y allí donde fuese una instantánea
captaba la sonrisa afectada, el mohín premeditado o el descruce de piernas en el
aire de oro molido donde su figura comenzaba a idealizarse como una entelequia
que rejuvenecía cuanto más longeva se iba haciendo.
En esos tiempos, Obdulia, Niceta y Priscila habían conseguido
licencia obispal para celebrar la ceremonia de su enlace en la catedral, por lo
que se iban a desposar el mismo día y a la misma hora en un tresdoble de síes,
ante una concurrencia apretada que casi hizo reventar los vitrales, mientras la
invitada de honor permanecía inasequible a los enamoramientos y a las
estrecheces, encantada por la oscilación de un botafumeiro humoso que dejaba
flotando hilachas blanquecinas en el ámbito de la iglesia. En mitad del acto, la
puerta principal chirrió, y al volverse vieron contra la luminosidad de un mediodía
que entró a raudales evaporando las esquirlas de humo, cuatro funerarios que
transportaban un féretro, seguidos por un traje negro con una corbata carmesí y
un clavel lacio del hombre tras las gafas oscuras y la cicatriz facial en forma de
sonrisa invertida, que se acercó al obispo y le susurró unas advertencias,
entregándole una nota. El prelado leyó el mensaje. Mirando a los novios y
después al auditorio rogó silencio y aclaró que proseguiría la unión en santo
sacramento de las tres parejas, pero que deberían disculpar la presencia de

104
aquella caja mortuoria que, por causa de fuerza mayor, se había adelantado y
permanecería al lado del altar hasta la siguiente misa. Los funerarios y el
enterrador sombrío abandonaron el recinto y volvió a sucederse la cadencia
ceremoniosa de la liturgia, con el intercambio de las arras. El convidado forzoso
se llamaba Facundo Estrada. Tenía tatuado en la espalda el mapa con las
coordenadas exactas donde permanecía un botín obtenido en lo que se calificó
por los noticiarios como el robo del siglo. Cuando excarcelaron a Facundo, un
infarto letal de miocardio impidió que se reuniese con sus secuaces; como el
clan de los Estrada custodiaba el pórtico, los cómplices tuvieron la ocurrencia de
encargar marisco fresco para eludir la guardia, con la indicación expresa de que
debe ser entregado en estas señas, repito, aquí es donde podéis entrar sin
llamar.
En el momento de la consumación nupcial, irrumpió una
barahúnda de repartidores con las sacas de crustáceos y moluscos, ante la
expectación de los feligreses y la irritación de las parejas de contrayentes.
Durante el revuelo de la discusión con el arzobispo, al que le exigían el pago del
resto de la minuta, y la aglomeración de los asistentes, se infiltraron dos
compinches de Facundo Estrada, escabulléndose hasta el altar y comenzaron a
copiar frenéticamente el planisferio de tintas indelebles que la maña cartográfica
de un recluso había dejado impreso sobre las escapulas de un compañero de
celda. Los familiares del difunto entraron voceando y sucedió una escaramuza
bajo la mirada incrédula de los monaguillos y los llamamientos al orden de la
autoridad eclesiástica y el brote de histeria de las tres muñecas de merengue con
los anillos en el puño. Alguien explotó sin querer un globo que sonó como un
disparo y se produjo una estampida de pamelas y tules y pajaritas de los

105
invitados despavoridos, quienes no tuvieron tiempo de volver la vista hacia la
deflagración que había comenzado a flambear el cadáver de Facundo. Un
paseante se asomó bajo el ábside y vio una novia sentada en un escalón junto al
púlpito, con la cabeza apoyada en las manos, el féretro ardiendo y un pasillo con
los restos recientes de un naufragio que había tapizado el suelo de cigalas,
almejas, bogavantes, sombreros, gafas solares, rosetones y hasta una
dentadura postiza. Esa fecha nadie se casó en la catedral.
La dama del mediodía, semanas después de aquella boda
imposible, recibió la visita de Secundina, todavía enviciada con los aduladores del
falso mesías, y llegaba con una propuesta escueta. En un museo clausurado,
había conseguido extraer entre los escondrijos de maderos infames, usados
antiguamente por la Inquisición para las confesiones arrancadas mediante
tortura, un prontuario de encantamientos herméticos con que algunos
descendientes de las brujas de Zugarramurdi viajaban en el tiempo. “Llegarás a
conocer tus anteriores existencias”, le aseguró. Durante el trance provocado
mediante técnicas abstrusas de sugestión parecidas a la hipnosis, con una
resina untuosa que había extendido con fricciones de masajista sobre su cuerpo,
la anestesiada descubrió que podía recordar sucesos extraños, que una vez
miraba el mundo a través de los ojos del explorador Ponce de Tordesillas, quien
agobiado por la impotencia salió a descubrir en el Nuevo Mundo la utopía de
unos elixires curativos que proporcionaban vida sin término.
Desde aquellos ensueños reveladores padeció el azogue de
encontrar los manantiales cuyas aguas oxidan los rudimentos que hacen avanzar
las saetas de los relojes. Investigó. Fue a lugares fantásticos. Probó brebajes
medicamentosos. Estaba plenamente convencida que la vejez era una mera

106
artimaña de la naturaleza para renovarse y llegó a persuadir a Imelda para que
hallara un modo de manipular el transcurrir del tiempo. Ese invierno, la amiga
sólo pudo ofrecerle unas cápsulas para estimular la memoria, menos da una
piedra, arguyó, sin mencionarle que disponían de tanta efectividad contra la
amnesia que al ingerir el antídoto había logrado revivir su estancia intrauterina.
En el siguiente experimento tomó dos de golpe y se estremeció con la
certidumbre de saberse la descendiente directa de María la Judía, la mujer
que trescientos años después del advenimiento cristiano surgió como la primera
alquimista de la humanidad. Aparecía nítidamente en sus recuerdos, la
reprodujo en una realidad fantasmagórica mientras se afanaba por perfeccionar
un procedimiento basado en el agua, que imitaría las condiciones de la
naturaleza y haría posible calentar lentamente mezclas de varias sustancias y
así germinar metales preciosos, aunque el baño María terminó desvirtuado y en
la época moderna se utilizaba para fines gastronómicos y cosméticos, para
hacer dulce de leche y calentar cera depilatoria. El pasado se desvaneció en un
torbellino de vidas anteriores tan detalladas que Imelda tuvo que idear los
comprimidos de los olvidos selectivos para no sucumbir a la idiotez. Aquella
revelación genealógica le llevó a encerrarse en su gabinete de física y química
durante meses, persiguiendo una alquimia con la que logró transmutar átomos
de plomo mediante reacciones nucleares, pero eran isótopos tan inestables que
el oro recién creado apenas duraba cinco segundos antes de su desintegración.
De manera que abandonó la búsqueda de la piedra filosofal, pues no aspiraba a
pasar el resto de su vida extrayendo continuamente tres protones de cada átomo
de ochenta y dos para obtener otro de setenta y nueve, sabiamente convertido en

107
una molécula áurea, pues las cantidades microscópicas resultantes hacían poco
rentable el proceso de elaboración.
Un mediodía inundado por el orfeón de la ermita, en que la
aborigen silenciosa, traída desde una continente maldito, examinaba los objetos
asombrosos que iba sacando de un baúl inmenso, atinó a extraer los recetarios
inéditos de Atanasio, el Viejo, que resbalaron de las manos curiosas y el
cuaderno fabricado con hojas de palmera cayó abierto por las entrañas donde se
mencionaba el origen de un antídoto universal para perpetuar la salud humana.
Era un jarabe espeso con sabor a naranjas amargas que no pudo ser elaborado
exhaustivamente en la antigüedad, sencillamente porque no existían muchos de
los ingredientes necesarios para completar una fórmula que además nadie
conseguía entender, durante la era de Mesalina, la viciosa, quien había vencido
en una competición fornicatoria con las meretrices más lujuriosas del esplendor
de los césares romanos, y todavía le quedó lascivia para atender los
requerimientos de su esposo, el emperador Claudio.
La dama con el rostro arrebolado por el entusiasmo, casi
descompone el astrolabio que examinaba en la estancia repleta de reliquias,
entre los floretes de luz polvorienta que traspasaban las persianas, dando una
apariencia tétrica al gramófono cuyas barcarolas y romanzas alivian las penas de
amor, a los esencieros de sustancias dadoras del atributo de la invisibilidad, al
búho paralizado por la taxidermia que al tocarlo resucita súbitamente abriendo
unos grandes ojos de vidrio anaranjado, y al harpa cuyos arpegios pueden
convocar tempestades ruidosas. Besó las mejillas del retrato viviente de su
abuela paterna y sólo después el laboratorio de químicos, terapeutas y
cosmetólogos entró en ebullición.

108
Tuvo que recurrir primero a la sapiencia de su amiga filóloga, pues
la ecuación mágica estaba encriptada en un manuscrito. Siglos antes, un clérigo
renacentista había transcrito desde pergaminos hojaldrados, que se
desmigajaban con la simple presión de los dedos, un grimorio de conocimientos
vedados al dominio público, basado en un alfabeto ilegible que los criptógrafos
modernos no conseguían aclarar. Desde que Jacobus Sinapius aceptara dos
caprinos y una barragana, ofrecidos por un viajero extravagante con apellido
italiano que acabó llevándose el fajo caligrafiado de las obleas de bambú, hasta
que un anticuario húngaro lo adjudicara por subasta al ocultista Eufemiano
Fuentes, estuvo reposando en estanterías, mesas de disección universitarias,
expositores bibliófilos, se perdió en un lote de códices autógrafos de Lope de
Vega, en un secreter de Praga le cosieron unas tapas hechas con tela de
cáñamo, bajo un microscopio la primera página perdió un mordisco, pues un
botánico que examinaba sus ilustraciones intrigantes, descubrió que no eran
simples dibujos, sino muestras orgánicas de plantas cuyo hábitat natural no
pertenecía a este mundo.
Así que le entregó el manuscrito Clementinum a Leticia, con la
advertencia expresa de que se enfrentaría a un texto impenetrable que durante
lustros había resistido la interpretación de los hombres.
En sus tiempos, Salustiano Espíndola, coleccionista de
antigüedades, lo había dejado en barbecho en la oscuridad de un sótano, a la
espera de que el clima económico propiciara la inversión y pudiera ofrecerlo en
subasta al mejor postor, pero terminó olvidándose de unos rollos que contenían
las enseñanzas en clave de Atanasio, el ermitaño retirado en la montaña de la
Juratena, que vivió en una cueva alimentándose de serpientes y agua de lluvia,

109
evitando las distracciones mundanas y pretendiendo alcanzar la suficiente
calma y virtud para entregarse a la tarea de hallar la explicación del mundo.
Manejó las enseñanzas cabalísticas, el Pentateuco, los cinco primeros libros
de la Biblia, interpretados mediante los mecanismos de la Gematría, del
Notaricón y la Temurá bajo la progresión de Fibonacci. Estaba convencido de
que dios había creado las cosas mediante el lenguaje escrito, así que su tarea
inicial consistió en aislar ese alfabeto canónico, presentido por hermeneutas,
teólogos y taumaturgos, que permite infinitos acotamientos y permutaciones
cada uno con la cualidad de convertir las ideas en materia por el mero ejercicio
de la escritura, pues reproducen la magia usada durante la creación de la
pareja primigenia, los encantos, la astrología, las estaciones del año, los dones,
los fenómenos. En muchas jornadas agotadoras, consiguió romper
criptogramas enterrados en los libros históricos y alambicar el mismo abecedario
que produjo la génesis de los tiempos. No pasó de ahí, pues se quedó frustrado
al borde de la revelación cuando varios ensayos en forma de escritura precipitada
no le reportaron otra consecuencia que verse a sí mismo como un viejo chiflado
que se asomaba repetidas veces a la entrada de la cueva intentando ver cómo un
rayo incendiaba las zarzas. Estuvo pensativo. Más tarde, al observar una hilera
de hormigas se dio una palmada en la frente y exclamó: "Si es un lobo me come,
falta la sintaxis".
Así remató el diseño de un lenguaje artificial al que llamó Irino, pero
fue incapaz de activar su virtualidad creadora, sencillamente porque requería el
concurso de un lector, de la misma manera que la génesis del universo necesitó
a los hombres. Antes de morir de cansancio, todavía le alcanzó el impulso para
ordenar un vademécum cuya sabia administración paliaría cualquier dolencia del

110
cuerpo. Como no había dejado reconocidos a discípulos en quienes legar su
ministerio, cifró sus cábalas y se adentro por una floresta lúgubre, con la
inconveniencia de tener que ir apartando a manotazos un tendal de cadáveres
momificados por el clima benigno que colgaban de los árboles por sogas
crujientes. Y en mitad de ese cementerio, enterró el manuscrito Clementinum,
que siglos después una filóloga intentaba desentrañar, para obtener el código de
un herbario alquímico, cuyo infolio hecho con delgados mazapanes empezaba a
descascarillarse.
Leticia, la exégeta, tras decenios concentrados y silenciosos en su
laboratorio de las palabras, sufragó los gastos de imprenta de un tesauro sobre
los orígenes de la escritura humana en sus versiones mesopotámica, egipcia,
china y maya. Había analizado pictografías, ideogramas, silabarios, arcillas con
formas planas traídas por los conquistadores españoles, pellejos curtidos de
jaguar, papiros rescatados desde la humedad de cofres extraviados con los
galeones hundidos de Diego de Zumárraga, el Navegante. Descifró los glifos
olmecas, el sistema ñuiñe, las grafías mayas que permanecían sin resolver.
Pero cuando concluyó su labor hermeneuta, le avisaron que otros investigadores
se habían adelantado para divulgar las mismas teorías. Al enterarse sólo dijo:
“No importa, al menos tuve la misma experiencia que Cristóbal Colón”.
Las sucesoras de Leticia, primero su hija Leticia Rosamunda y
después Leticia Brígida, su nieta, concluyeron una tesis fácilmente controvertible,
justificada en las traducciones latinas del griego evangélico de Leticia, por la
que proponían un concilio ecuménico para reinterpretar la Biblia, pues
concluyeron que la humanidad había nacido a imagen y semejanza de una
civilización alienígena. No estaba formada por seres extraños con facultades

111
telepáticas, sino por mujeres, hombres, niños, ancianos; anatómicamente iguales
a la gente corriente: es la raza humana en el futuro, capaz de aislar células
esenciales de los organismos, que experimentalmente serán expulsadas al
espacio y permanecerán a la deriva durante generaciones, hasta que un planeta
recién formado les proporcionó las condiciones adecuadas para que ocurriera
nuevamente el portento de la vida.
Por la época que Brígida planteaba su perspectiva cosmogónica, la
señora había empezado a percibir enemigos misteriosos acechándole. Después
de recibir varios anónimos, con ristras de letras recortadas con diferentes
tipografías y colores, amenazándole de muerte, decidió ampliar los dispositivos
de seguridad, contratando una dotación de mercenarios feroces, adiestrados en
el lema de matar o morir y en las terrazas, en los parterres, cuando callejeaba,
le envolvía una hidra de miradas penetrantes tras las gafas opacas, con las
manos tensas y los dedos reposando en las pistoleras.
Pidió consejo para organizar su escolta personal a Antonina, piel de
clarisa, ojos como enigmas, pelo lacio y acampanado, blondo, esplendente;
manos intranquilas pero certeras para graduarla en la academia policial con
una mención honorífica por la puntería asombrosa en las pruebas de tiro, que le
permitía descabezar un alfiler a distancia. Aparentemente frágil, dominaba
golpes y movimientos precisos de pelea cuerpo a cuerpo con los que, en una
demostración ante el alcalde, tumbó a un luchador membrudo. Aunque su
habilidad más comentada era la desactivación de bombas. Adelantaba al robot
artificiero y extendía sus dedos sensitivos bajo el vehículo acordonado hasta
palpar la morfología de una lapa pegada en el aluminio de los bajos, buscaba la
espoleta del temporizador, el torzal verde, amarillo y rojo, que debería

112
discriminar para cortarle uno de los colores, pero había detectado un cuarto
filamento cetrino, en un artefacto novedoso, de fabricación casera, cuando la
cuenta atrás vertiginosa empezó a advertirle del inmenso cráter lunar que dejaría
la explosión, nueve, no sudaba, no veía los agentes dilatando el cerco de
curiosos y periodistas, ocho, le llegó un olor a purrusalda, a sopa de bacalao y
puerros y patatas, siete, comenzó a notar que no estaba sola pues su coraje
despertó tanta expectación que vinieron novecientas ánimas desde un
camposanto cercano, en el que poco antes también inutilizó una bomba, seis,
con los ojos entornados había elegido dos candidatos, intuyendo el color cetrino
y la hebra carmesí, sin abandonarse a la marea de la suerte, pues en ese
momento tenía a su disposición un sensorio común que le orientaba por entre
los juncales de la certeza, cinco, en la primera intervención de la jornada,
mientras se alejaban en la patrullera con el ingenio explosivo reducido a un
amasijo inofensivo de arcilla y fibras plastificadas, nos les alcanzó el viraje súbito
y el acelerón del vehículo para capturar a los dos transeúntes que habían
increpado al enterrador del municipio mientras cerraba el enrejado principal. Le
llamaron por su nombre de pila y le saludaron con un tiro errado en la pierna. El
sepulturero intentó escapar, pero tuvo que apoyarse en el muro para evitar caer.
Un pistolero le zarandea con ferocidad por los pelos, aprieta la desembocadura
del pistolete contra su sien y descarga una bala sin escapatoria. Cuando llegaron
los gendarmes precedidos por la estridencia de las bocinas, había un muerto que
no podría enterrarse a sí mismo, pero ninguna pista que permitiera aclarar el odio
dejado en la escena del crimen, flotando como una colonia basta e irritante.
Cuatro. Acariciaba la mezcla amarilla verdosa de una contingencia entre otras
muchas que había llevado ese color a las pintadas amenazantes en el lomo de

113
los caballos que tiraban del carro fúnebre durante los entierros locales. Tres. Hay
decisiones que transcienden a toda una vida, pensó, con una palpitación de sus
vísceras, desdeñando el ramal que únicamente existía durante su exploración
táctil, como el camino que se hace al andar. Dos. No atinó a explicarse por qué
en situaciones delicadas le venían imágenes del pasado sin ninguna relación con
el presente que estaba a punto de acabar, pues en ese lance recordó una
exhibición de puntería y la tribuna desde la que un edil de mirada ingenua y aire
desvalido le observaba. Días después aquel concejal fue secuestrado por una
cuadrilla de encapuchados que vindicaban un traslado de presos carcelarios,
aduciendo el argumento simple de ejecutar al rehén si no era atendida su
demanda. Mostraron tanta obstinación que llegó a intervenir Benedicto II, el
Piadoso, con una pastoral conmovedora para la liberación de los martirizados y el
perdón de quienes en la frondosidad de un boscaje arrodillaban a un muchacho
maniatado, le cubrían la cabeza con una talega negra y advertían que iban a
matarle ahí mismo, mientras en la iglesia del pueblo sonó el último badajazo del
anuncio de las cinco de la tarde y una desgajadura de un inmenso roble propició
un repentino aluvión de hojarasca sobre el reo, le descerrajaron dos balines sin
gracia para abandonarle a su tormenta de hojas amarilleadas por el automatismo
de la naturaleza, a una agonía durante la que soñó que aun quedaban
caracolas marinas por recoger, junto a su hermana, en la playa donde jugaban
desde siempre. Uno. Decidió cortar la brizna escarlata, pues al tentarla había
sentido una cola de lagartija entre los dedos y pensó: “Aquí está el problema”.

114
V


La condesa mandó construir un palacio legendario con cien
aposentos y una piscina conectada por galerías subterráneas al mar, donde
hacía volatines un delfín juguetón, e inició las sesiones terapéuticas para
alcanzar la taumaturgia de la mocedad. Por entonces reclamaba la destreza
sublime de la casta del doctor H. Stradivarius. Tenía nombre de instrumento
musical italiano pero era una eminencia brasileña. Soy un alfarero diestro que
moldea cuerpos y caras como si fueran de arcilla, había declarado durante un
simposio europeo de cirugía plástica. Estilizó su silueta hasta mantenerla en el
equilibrio de una proporcionalidad inalcanzable, le aclaraba la piel ennegrecida
por las máculas de la vejez, perfiló su nariz siguiendo la volubilidad de unos
deseos siempre insatisfechos, rebajaba los colgaderos bajo el mentón; hasta
realizarle cuarenta y siete operaciones de quirófano que le hicieron ocupar tres
ejemplares completos en las estanterías de los historiales médicos. De esa
manera una mujer de rasgos dulces, hábitos sencillos y apariencia natural se fue
transformando en una invención de sí misma, en un personaje artificial y
complicado, cuya belleza planificada meticulosamente le hizo aún más popular
que su caridad y atrajo una miríada de admiradoras y adeptas incondicionales,
que copiaban su manera de combinar un atuendo basado en leotardos de
colores, minifalda, camiseta blanca bajo blusa de malla y un mitón único.
Imitaban sus peinados, sus abalorios, incluso los movimientos y las poses de
sus bailes durante las funciones públicas en las que cantaba con la voz de otra
ante el auditorio de sus karaokes amañados.

115
Sus seguidoras más obsesivas y adineradas, se dejaron desfigurar
el rostro en varias intervenciones que las dejaban con un vendaje de momia
enrollado en la cabeza y al final de la convalecencia comenzaban a desliar la
tenia interminable de su mitomanía y se encontraban frente a su ídolo, en la
realidad pulida de los espejos azogados. De manera que no cesaba la
procreación espontánea de réplicas bulliciosas, que incluso plagiaban sus
menstruaciones de un día, y cuando recuperaban su antigua apariencia o
fallecían eran reemplazadas por otras calcomanías anhelantes, pero apenas
propiciaron el equívoco de la ubicuidad o la suplantación, pues nunca pudieron
plagiar el aura mítica y el fausto con fogonazos de soles efímeros y orangutanes
cuyas cachiporras mantenían a distancia una batahola de manos alzadas y
llantos histéricos y desvanecimientos en cadena cuando veían alejarse el vestido
de gasas empíreas con que la dama esparcía sales de oro y dejaba un suceso
extraordinario en la membranza de quienes mucho después lo narrarían con
una disimulada jactancia a sus descendientes.
La señora se movía entre las vetas inagotables de una minería
multidisciplinar que no paraba de acrecentar sus riquezas con nuevos beneficios
que a su vez eran el capital primario de otras inversiones, las cuales generaban
más lingotes, con tanta rapidez que ya no sabía donde guardarlos y les
encontraba utilidad como adoquines para empedrar las alcobas o para hacer
miríadas de fantasía triturándolos. Solía dirigir en persona y con una habilidad
propia de la ciencia infusa los comercios más alicaídos, no tanto por obligación
como por entretener los ratos de aburrimiento. Sus consejeros le advertían:
“Soplan vientos de recesión económica”. Sin vacilar les replicaba: “Compren oro
y plata, señores”, pues parecía que las catástrofes o las recesiones no pudieran

116
afectarla, y estuviese jugando con un tablero de pequeñas urbanizaciones de
plástico y billetes falsos y cárceles sin cerradura donde en tres turnos se podía
recobrar el privilegio de tirar dos dados y avanzar siete casillas para ahuyentar la
adversidad del presente.
En invierno, algunas mañanas entibiadas por un sol extemporáneo
le gustaba salir a solazarse por la finca y pasear en calesa con su amiga
científica. Ese año había aparecido verdecida por un lustre que le daba una
apariencia extraterrestre, sonriendo, pues tuvo arrestos para someter a
evaluación empírica la efectividad de un revolucionario ungüento que bronceaba
temporalmente y sin necesidad de exponerse a los perjuicios solares, pero
descubrió que provocaba una tinción imposible de corregir durante meses. La
anfitriona al verla con esas extravagancias epidérmicas bromeó: “Verde que te
quiero, verde”. Había llegado en un estado de exaltación a pesar del verdor
deslumbrante, cuya consecuencia moral le ayudó a comprender que la
arrogancia científica no podía resolver los problemas esenciales de los hombres,
porque, a pesar de los adelantos en medicina y del progreso tecnológico, la
expectativa de vida del ser humano no había aumentado paralelamente. “Sigue
siendo de ochenta años en países desarrollados”, puntualizó con cierto
desencanto. Nada ha cambiado en casi tres mil años desde que este pasaje de la
Biblia fue sentenciado, y recitó como si estuviera inventándolo en ese momento:
“Salmos 90 10 Los días de nuestra edad son setenta años; Que si en los más
robustos son ochenta años, Con todo su fortaleza es molestia y trabajo”. Al
terminar su disertación, el entusiasmo le hizo demudar. Aquí está, exclamó, el
logro de años batallando sin subvenciones. Le mostró una especie de moneda
fosforescente en miniatura: “Son las pastillas de la felicidad. Quien las toma

117
destierra la melancolía de su corazón”. Lo dijo con tanta convicción que por un
momento aquellas lentejuelas adquirieron un brillo filantrópico pues iban a
redimir al género humano de su tristeza secular. Aunque semanas después, una
batida, ejecutada con precisión por un comando militar, desmanteló el
laboratorio donde elaboraban los remedios contra la desdicha, porque se
habían incluido en el catálogo de legumbres embriagantes publicado por la
Organización Mundial de la Salud, y por tanto su comercio, tenencia y consumo
quedaron proscritos.
Imelda murió el invierno caluroso en que se había extendido la
plaga de la gripe inmunodeficiente y el cambio climático era un fenómeno sin
vuelta atrás. Por un error al contar los corpúsculos precisos entre mil fracciones
iguales de cada uno de los principios activos que mezcló en un tubo, trituró en un
mortero, calentó en el matraz y dejó decantar en un embudo, hasta que llenó un
frasco cuentagotas con un líquido sin olor con el que pensaba acabar con la
pandemia. Dejó gotear siete lágrimas del medicamento sobre su boca, creyendo
que debilitaría las huestes de sanguijuelas microscópicas que le trituraban los
huesos, pero en realidad estaba alimentando un virus invencible y acabó
consumida por una septicemia delirante.
Con ese oficio viejo que el destino emplea para colocar las bisagras
de lo cotidiano, mucho después del funeral de Imelda, llegó a la mansión el
alcalde de la ciudad, acompañado por un secretario inexpresivo, que estuvo
todo el tiempo rebuscando en un maletín atestado de documentos. El alcalde era
simiesco, por la corpulencia, la excesiva largura de sus brazos y el vello
abundante. Hablaba con voz ronca de fumador compulsivo.

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Los votantes sabían sin poder demostrarlo que el regidor sufragaba
con el erario municipal sus farras. Se hacía traer azafates con láminas
superpuestas de hojaldre y estratos de faisanes trufados, barriles sellados por
monjes cerveceros que conseguían una fermentación exquisita de lúpulos e
ingredientes secretos, canastillos con un sedimento de granizo y florituras
herbáceas aderezando una mariscada cuya digestión podría colapsar un
estómago común, canéforas con caviar de beluga desde regiones de ensueño, y
lo comía directamente del recipiente con los dedos. Contrataba para sus
saturnales privados remesas de geishas auténticas, que bajaban del tren
abriendo las sombrillas de papel de arroz, y se movían como pingüinos
femeninos dentro de sus kimonos ceñidos.
Con el cutis enarbolado por alguna anomalía hepática, se
presentaba para proponer un negocio de expansión inmobiliaria, una operación
que traerá prosperidad a la comarca y trabajo para muchos, le aseguró. Te
damos licencia de obra, digamos para treinta edificaciones y construyes cuarenta,
las vendes todas y la diferencia la ingresas directamente a mi cuenta bancaria,
así todos salimos ganando.
En un plan de urbanismo sin precedentes, plantaron miles de casas
prefabricadas, de madera barata y tejados rojos, que le disputaban el terreno al
mar invadiendo los predios de la playa. Un anochecer subió la marea con tanta
fuerza que entraron las aguas hacia el litoral, arrojando una sopa de cangrejos
gigantes, bivalvos extraviados y hasta una sirena cuyas escamas imbricadas
refulgían en la relumbre lunar, aunque en realidad era una figurante que había
caído desde una embarcación donde se rodaba una película y llegó arrastrada

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por el oleaje, desesperándose por intentar salir de la cola de pez mientras sus
senos temblaban como si fuesen flanes.
Las construcciones de tabla se desperdigaron por el horizonte y
flotaron a la deriva durante años. Tras los desahucios, una multitud de
navegantes, llevados por la mala sangre, secuestraron al corregidor, para
confinarlo en un féretro, y lo dejaron a merced de los ciclones en alta mar,
gritándole: “Para que sepas lo que es vivir en un ataúd”, aunque las protestas no
llegaron hasta el cascarón de terciopelo donde el gobernador municipal iba
proyectando cómo urbanizar el cielo. Nunca le volvieron a ver por la comarca.
En la época de las casas marinas, la señora después de atender
correspondencia, especular en bolsa, realizar donaciones, contratar con
apoderados, almorzar con algún estadista, comprar baratijas, volvía extenuada.
Entraba al silencio abacial como un soplo fragante, moviendo sus manos de
pintora preciosista para dejar atrás los pedazos de una corteza inflexible que
cubría su existencia con escoltas y secretariado y eunucos que arreglaban las
cutículas de sus pies, hasta acceder al vestíbulo y saludar la armadura completa
de un guerrero medieval inexistente. Elige la bifurcación izquierda de la doble
escalinata, recordando la consunción de Elisenda, las ínfulas de Cándida, los
desatinos de Imelda, la ambición de Blesila, el empeño de Priscila; hasta rozar el
rosetón de marfil del pasamano. Andando deshoja su cuerpo y va dejando tras
de sí un reguero de pétalos con la guayabera traslúcida y la halda minúscula y
los escarpines charolados y la hoja de hiedra, con la misma facilidad que una
gacela sucumbiendo a su predador; antes de entregarse a la purificación con las
emulsiones amnióticas y la sapidez amarga y las algabas de placentas humanas
durante sus baños vivificantes.

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Con los últimos badajazos en la ermita, se demoraba bautizándose
en los nacimientos continuos bajo las caldas insondables de una lozanía espuria;
dejándose agasajar con las restregaduras de las esponjas gelatinosas
desprendidas en las maternidades ajenas, placía adormilada en la lenta liturgia
de la sumersión termal que corregía el tiempo y enderezaba el estambre de su
condición humana; acercando su pasado a medida que la edad iba venciéndole
por dentro. Su compleja terapia incluía los métodos de la cirugía plástica y el
bebistrajo del manuscrito Clementinum, perfeccionado por sus ingenieros, bajo
juramento de silencio, y que según el prospecto, tenía un potente efecto
regenerante celular y espiritual. De manera que ni siquiera sus biógrafos más
cercanos y perspicaces podían determinar la longevidad precisa de la anciana
de veinte años y un día, que se dejaba atender con beneplácito por una plantilla
de doncellas exóticas, embriagada por la insoportable levedad de su peso
corporal y por el tránsito incesante ralentizado en los lunarios y las rapsodias sin
término nacidas de los cincuenta y tres instrumentos de cuerda y viento de los
cincuenta y dos músicos con los ojos vendados de su orquesta sinfónica de
alquiler. Se quedaba meditativa, entre los pastizales sangrientos donde hacía
girar una y otra vez la flecha caprichosa de la brújula que le permitiría establecer
el norte y el sur de la certidumbre, en ese olor a nenúfares donde encalló el
mediodía con los artificios de la imaginación. Terminaba en el balneario,
reconfortada con los masajes aromáticos del mentol y la bergamota, bajo unas
manos aceitosas que le amasaban el ánimo y le dejaban meciéndose en un
remanso de placidez.
Por esas fechas comenzó a padecer el azote del insomnio, pues el
calor sofocante urdía triquiñuelas para mantenerla despierta, sujetándole los

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párpados con pinzas, enredándole la franela del picardías para que se
desesperara en el fangal de la cama imperial de doble cuerpo, mirando a través
de los tules del dosel cómo se ablandaban los espirales de cera sobre los
candelabros y nacían duendes bajo los chorros de los ventiladores. Se quedó
quieta, recordando el olor del cine donde había estado tras el tráfago diario, las
filas de butacas, la enorme vitrina que se encendió para convertir la vida en una
espectadora de sí misma. Rememoró el cuento visual de la trama. Introducción:
París, años veinte. Un marido celoso contrata las pesquisas de un detective,
para que aclare su sospecha de infidelidad. Nudo: esposa leal e investigador
romántico inician una relación ardorosa. Desenlace: un escarceo prolongado,
regreso de la burguesa a la comodidad matrimonial, el amante lastimado. En la
escena final, neblina, un puente de piedra, amanece. La pena andante se
levanta las solapas de su gabardina. Suenan acordeones lánguidos durante la
separación.
- Si te preguntase ese hombre que desconfía tanto….
- ¿Qué?
- Nunca digas que te amé.
Lentamente las imágenes comenzaron a difuminarse en la
oscuridad del cine irreal de sus recuerdos y la noctámbula, casi al despuntar el
día, se dejó llevar por un bajel incorpóreo hasta que cruzó el río de los sueños y
naufragó en una inconsciencia sin formas ni colores.
El torno imparable que modelaba los barros del desvelo, volvió a
dar otro giro a medianoche, salpicando las cortinas de tréboles bordados, en la
brisa que traía el silencio de los durmientes. La plantilla dormía entre los cuartos
contiguos, los diecisiete dogos cazadores de osos diseminados por la geometría

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de los jardines, la indígena nocturna con la posición del loto frente a la aldaba
de la bola en la mano, incluso el gallo colombiano, que habían puesto en el
soportal para alertar la llegada de extraños, también reposaba soñando corretear
detrás de las gallinitas viciosas. “Todos duermen”, pensó. Sacó un arma de
sheriff desde el fondo del cajón de la cómoda victoriana, introdujo una sola bala,
giró con la palma de la mano el tambor del revólver. Se introdujo el ápice del
cañón en la boca y después de un breve titubeo, en que el conteo de los
minuteros se hizo más lento dentro de esa lentitud que le enfangaba la voluntad,
resolvió apretar el gatillo. Sintió, al cerrar los ojos con tanta fuerza, chispazos de
colores, creyendo que salía el perdigón solitario desde el interior de la ruleta,
atravesaba el túnel angosto y era expelido por el orificio con una detonación de
petardo festivo, pero su inquietud se desvaneció al oír el clic metálico de los
resortes de la pistola, en el arco iris intenso de un indulto sin dolor, pero
percatándose también que la emoción de sus entretenimientos insomnes le
había alborotado un hambre acuciante, y en ese momento, terminaba de
corroborar que era inmune a los delirios de la muerte.
La tercera vigilia consecutiva se levantó empapada en la calima de
los tisúes tórridos y salió al palco de la terraza. Los canes enormes se
alimentaban con una comida especial –inventada por un catalán- que hacía brillar
sus heces para evitar pisarlas. De manera que la señora, apoyada en la
balaustrada, desnuda, veía la extensión del campo y los hitos de boñigas
fosforescentes en el olor a trementina de las cuatro de la madrugada. Le
sorprendió la simetría de los setos en calma, el jadeo de la arboleda, el cenador
con la orquestina espectral. “Todo igual que siempre como siempre”, pensó en
voz alta. Oteó sombras saltando sobre la muralla que cercaba la hacienda,

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reptando sigilosas. No oía sonar las cornetas del enredo de vigías electrónicos
que detectaban hasta las invasiones de los tábanos y creyó que simplemente
estaba viendo el gradiente de una noche con tonalidades misteriosas,
desenvolviéndose desde el claroscuro de su imaginación.
Un clamor súbito le hizo enderezarse. Vio la andanada de
guerrilleros, embozados, que comenzaban un asalto implacable. Llevaban fusiles
y tiraban de cadenas en cuyos extremos rugían gatos enormes amaestrados en
la iniquidad de matar por encargo. Se arredró con el respingar de la terrible fiera
ubicua con botas militares que le estaba machucando el semillero de los rosales
y hacía caer las ánforas dejadas en el borde de los senderos y mellaba los setos,
en una riada que iba llegando hasta la cenefa de las columnatas alabastrinas y
las cariátides marmóreas; empezó a retroceder durante el relumbrón con que se
había iluminado todo el palacio, oyendo el canto del gallo centinela y el estrépito
del zafarrancho y las fornituras. La señora saltó al dormitorio. Desenrolló con el
tirador la persiana de listones, unió la doble compuerta, pasó el cerrojo y
chapaleando en la incertidumbre alcanzaría el batel de la cama, para arrastrar un
envoltorio de papel crujiente y desenvolver una escopeta para jabalíes.
Pertrechada para las contingencias bélicas, se dejó caer en la hamaca, atenta al
bullicio amortiguado del saqueo y los ladridos fieros que se convertían en aullidos
lastimeros. “Al que pase por esa puerta le reviento el alma”, pensó, con la misma
determinación con que años antes le había dicho a su madre que se marchaba
de casa y con una firmeza que a ella misma le sorprendió.
Rodeada por un aura de serenidad, se concentró, oyendo la refriega
retumbar en la planta baja y cómo un taconeo se desgajaba del estruendo, subía
las escalinatas y avanzaba por el corredor donde la aborigen removía una rama

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humeante para amedrentar a los sicarios. Sin perder la impavidez, observó el
pomo girar lentamente y los pernios de una puerta que se abrió ante el
pasamontañas blanco y el jersey con cuello vuelto y la metralleta nerviosa de un
forastero sobre el que descargó instantáneamente un ventarrón de postas, que
impactó en el pecho del agresor, le alzó sobre el suelo y le hizo derrumbarse
varios metros hacia atrás.
La señora siguió impertérrita; en la greguería pudo percibir un rugir
atávico, que se fue perfilando como un ronroneo áspero hasta convertirse en
una inminencia de gruñidos cercanos; sólo entonces el silencio parecía
agazapado para no delatar una presencia maligna, con un pelaje de oscuridad
refulgente y unas ascuas esmeraldas y un vaho abrasador en que se desenvolvía
la pantera negra asomada por la puerta. La señora contuvo la respiración, con el
dedo obsesionado sobre el gatillo, pues una cacería confusa estaba a punto de
comenzar y ambas eran presa y depredador al mismo tiempo. El leopardo
unicolor avanzó cautelosamente hacia un combate donde las dos especies
medían el poder del rival, pero al llegar al ámbito tenso del doble cañón trémulo,
perdió la actitud desafiante y se deshizo en un glaseado de carantoñas,
restregándose contra las piernas de la dama guerrera. “Estaba tan desvalida y
muerta de miedo como yo”, les aclaraba a las amigas cuando veían la
impresionante mascota sentada a su lado.
En la exasperación de sus desvelos intermitentes, deploraba el
antidotario de su amiga Imelda, a quien vio por última vez de cuerpo presente en
un velatorio concurrido y sofocante, tan aciago que la gripe inmunodeficiente
había conseguido hospedarse en la fecunda Niceta. Sus hijos crecieron,
haciéndose juristas, curas o linotipistas. Una familia unida por los platos de

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cocido y las bandejas de pasteles de las comida dominicales, sirviendo los
cucharones de sopa con fideos y albóndigas, en los enredos de una felicidad
propiciada por la ignorancia que no le dejaba ver el punzón clavándose en las
caras desconocidas que previamente había señalado un cliente que pagaba en el
acto a su hijo orfebre, ni atinaba a hojear los álbumes obscenos que su marido
intercambiaba en los mercados pederastas. No se movía con el teatro itinerante
de comediantes que le saludaban con besos cada fin de semana, para contarle
que la vida iba bien, pues están viniendo muchos turistas para probar las milhojas
de la pastelería, sin terminar de explicarle que en la trastienda despachaban una
harina blanca cuya ingestión producía treinta segundos de placer
inconmensurable y una adicción de la que solamente se podía salir con la
muerte; la farándula llegaba con el linotipista que se travestía para amenizar las
fiestas alocadas de los hermafroditas, la recatada estudiante universitaria que
se costeaba caprichos exorbitantes prostituyéndose con anuncios en la prensa, el
párroco que vaciaba las alcancías para sufragar las líneas eróticas que le hacían
más soportable el voto de castidad. Niceta fue ajena a esas dobleces de una
familia que terminó llevando a su entierro una corona de flores artificiales.
La insomne, tras la zozobra de las ruletas, llegaba tanteando hasta
el ambiente aséptico de la cocina, con los mostradores de aluminio
escrupulosamente limpios y las placas futuristas de vitrocerámica y los hornos
donde cabía un cordero entero, para engullir con desesperación todo cuanto
alcanzaba su impulso voraz, y devastaba los expositores con la repostería que
había dejado en su punto de azúcar los pestiños y los buñuelos de viento, la
patena con los hexaedros de turrón blando, las delicias castellanas enjoyadas
mediante ajonjolí; apenas masticaba con los carrillos abultados porque engullía

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los espárragos trigueros enlodados en mahonesa, las cucharadas rebosantes
de paella valenciana, las rosquillas de Santa Clara; como si estuviese calmando
una polifagia atrasada de semanas. Frenéticamente, con las dos manos,
alcanzaba coronas de alcachofas tudelanas rellenas por angulas y rematadas
con una anchoa cántabra, gambas rojas y langostinos del Mar menor, terneza del
solomillo de mamón traído desde el Valles del Esla, mojama de Almadraba, y casi
al borde del ahogo se atracaba de agua lluviosa embotellada en Tasmania.
Todavía con las migajas prendidas alrededor de la boca y los lamparones
resbalando en la sinuosidad del busto, iniciaba una purga curativa de obesidades
por llegar, mediante el acto simple de introducirse los dedos hasta la campanilla
de la garganta. Le seguían interminables periodos de ayuno que le dejaban al
borde de la anemia, pues cuanto más se le estilizaban las carnes, con mayor
nitidez se veía convertida en una mujer rechoncha en la imagen de los espejos
imperiales, y terminaba con un llanto desconsolado por ella misma, por el padre
ausente, por las fantasías trastornadas de una juventud que no la dejaba dormir y
por Lucila.
Desde la muerte de las palomas celestinas, no había vuelto a
despeñarse por precipicio del amor. De sus viajes asiáticos aprendió recursos
amatorios y caricias enrevesadas que hacían perder en los varones el sosiego
del olvido y tras el desierto de sus incontables amantes ocasionales no le quedó
un poso amargo en el corazón o una evocación grata en la piel, pues los
despedía sin importarle que terminaran escuchimizados, sin porvenir, con una
margarita en la mano bajo la llovizna de abril y suplicando ver a la condesa,
pobres hombres.
Solamente se había asomado al abismo de un amorío remiso, no

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con un varón sino junto a la amiga de infancia con la descubrió un vergel de
senderos que se bifurcan entre sus muslos, por los que resbalaban hontanares
de llantos mitológicos, tempestades y derrelictos; le colocaba ostras vivas,
dejaba chorrear un limón crudo y después succionaba con labios de libido los
fragmentos de un océano puro pero ligeramente ácido.
Lucila sucumbió a la taumaturgia de las deidades húmedas que
nacían entre los dedos de la amante tras una cena sin su compañera Griselda,
sin el lazo de promesas intercambiadas para hacer la fidelidad sagrada y el amor
incondicional. Durante el postre la anfitriona le preguntó: "¿No fumas?" y la
comensal, sabiendo que era una muestra de ingratitud hacia Griselda, pero sin
poder evitar la efervescencia de burbujas doradas que empezaban a chispear en
su estómago y las insinuaciones con los pies descalzos que habían estado
correteando por sus entrepiernas desde el otro lado de la mesa, le contestó:
"Déjame aspirar desde tus labios". Las filigranas heladas terminaron derritiéndose
en los boles cristalinos, pues tras un primer beso con las bocas llenas de humo
llegó un trasiego de peces que les hurtaba la respiración y terminaron
chapoteando en un piélago del que no encontraban la orilla.
Durante el novilunio de febrero, volvieron a brindar con cava
barcelonés y a formar siluetas etéreas bajo la luminosidad lunar. Griselda le
había visitado para aliviarse la carga de una conjetura que estaba
atormentándola: “Lucila tiene una querida” y la mentora le disipaba las dudas,
haciéndole creer que los celos son la otra cara del amor verdadero y hacen ver
molinos donde solamente había una mujer incapaz de fabricar mentiras, créeme
si te digo que Lucila es buena.

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De manera que la mantuvieron en el equívoco hasta que un
hematoma en el cuello del cisne infiel, hizo que Griselda acorralara a Lucila con
un interrogatorio tenaz. Detecté la mentira porque al responderme miró hacia la
derecha y al techo, buscando imágenes mentales, lo que delataba un esfuerzo
por imaginar, reprochó telefónicamente a la misma mujer que había propiciado la
felonía, mientras se desangraba de aflicción, entre los laberintos visuales de los
espejos cortesanos donde veía multiplicarse el drama de su propia muerte.
Lucila, al conocer las consecuencias de su felonía, compró un pasaje para
embarcarse hacia un destino incierto y se perdió para siempre entre los
vericuetos de la vida buscando la forma de mitigar el báratro de sus
remordimientos. Antes de marchar le clavó a su amante una frase breve en el
recuerdo: “Estoy embarazada”.
En un encuentro casual con su amiga Cándida, le desmenuzó la
trágica y luctuosa historia de Griselda y Lucila, con pormenores escabrosos,
intentado conjurar la misma compunción que mucho después la llevaría a
celebrar una fiesta multitudinaria con ilustres invitados de toda la geografía del
atlas mundial. Llegó el embajador de Isla Tormento, con la piel de tigre sobre los
hombros y el gorro ruso, señora, es un placer; el ministro de Defensa
discretamente acompañado de su esposa; terratenientes, banqueros,
diplomáticos, próceres intachables con abolengo regio; se dispersaron por la
campiña residencial, en la que se diluía un tintinar de cristales de Bohemia
sobre un murmullo propio de estandartes exquisitamente educados. Los
mayordomos de librea recorrían los corrillos ofreciendo el cóctel refrescante
elaborado con vino, agua, limón, azúcar y frutas. Una mano enguantada había
vertido disimuladamente suficiente dosis de acido lisérgico en la ponchera como

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para tumbar a un regimiento de legionarios. La potencia alucinógena de la droga
se revolvió en el brindis de las copas elevadas por la dama ilustre que tanto
progreso ha traído a esta nuestra patria, y afluyó hasta los torrentes sanguíneos
de los selectos invitados. Sólo entonces se desató una pesadilla colectiva donde
la realidad tangible se derretía y el presidente de un oligopolio tabaquero se coló
en la caseta de los perros y le descuartizaron mientras creía que eran becerros,
la distinguida marquesa de Aspavientos, que solía refunfuñar qué servicio tan
antipático, se disparó accidentalmente una bazuca estratégicamente enterrada
junto al cenador, haciéndose un agujero a la altura del ombligo por el que cabía
una sandía. El secretario de las Naciones Unidas escaló el asta de la bandera
con el emblema de las doce rosas y la tórtola, se enredó en la driza y quedó
colgado del cuello como un títere esperpéntico; su eminencia reverendísima el
cardenal Roncesvalles se encajó dentro de la panoplia medieval que decoraba
una escalinata, cerró el yelmo y avanzó con trancos briosos mientras el penacho
iba dejando un rastro de plumas de pavo real hasta que surgió en su trayectoria
un estanque insondable, donde cayó para descender como una piedra hasta los
fondos insondables que proporcionan morada a mitologías bicéfalas, pataleando
por la rabia de no saber cómo había podido llegar a esa coyuntura mientras
intentaba deshebillar las trinchas. Se le declaró oficialmente desaparecido y
meses después encontraron el caparazón de hojalata recubierto de algas y
amayuelas y con un esqueleto en su interior.
La tarde que conversaba con Cándida en un café, no escatimó
detalles al confesarle el drama lésbico que había causado con su hedonismo
incorregible. Se explayó en un monólogo con que intentaba arrancarse todas
las esquirlas desmigadas durante la tolvanera de un pasado que no tenía

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remedio; miraba a su amiga asentir con la cabeza, sin interrumpirla, y sólo
después de acabar su acto de contrición le oyó decir: “Querida, en todos
lados cuecen habas”.
Cándida reconocía la consternación producida al descortezar una
fruta prohibida que resbala de las manos y se pierde, pues atravesaba un idilio
con seres que únicamente existían en su imaginación. Antes de la despedida,
con un abrazo, que era físico pero les apretaba las almas bajo una albarda de
reminiscencias y dilecciones compartidas, Beatriz le inquirió sobre el rumbo de
sus últimos proyectos.
Cándida, la leedora insaciable, había encontrado una novela entre
las antologías de cuentos que compraba los domingos en el rastro. Empezó a
desgranarla, sin curiosidad al principio, pero con una falta absoluta de paciencia
en el reconcomio de las últimas páginas. Ante ella iba apareciendo un desfile de
individuos sorprendentes y acontecimientos insólitos, en la soledad secular de un
pueblo irrepetible. Antes de acabarla, llegó hasta una taquilla y pidió a su través:
“Deme un billete para Alden”; el ferroviario, que conocía la obra, con un guiño, le
contestó: “Ningún tren hace parada en ese pueblo”. Desconcertada, porque
aquella sacudida de realismo le dejó con la misma zozobra que se experimenta
al despertar de un sueño maravilloso e irrepetible, cayó en un paroxismo de
anhelo y esa misma tarde remató el libro; convencida de que podría encontrar
alguna pista para elaborar un mapa que le permitiera llegar hasta el destino
geográfico de una quimera llamada Alden. Finalmente, ante la blancura de la
contraportada, pensó: “Se lo llevó el viento”.
Había descubierto que los novelistas podían mezclar arbitrariamente
sucesos imaginarios y hechos basados en la realidad, pero en ocasiones con

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una destreza que no deja discernir si la escena donde un padre decapita a su hijo
y sale al balcón vociferando "el demonio está aquí" es una mera ocurrencia o
una reproducción de los noticiarios.
El conocimiento de esa permisividad hacia la fantasía, fue para
Cándida una revelación simple, pero sorprendente. Le estimuló para iniciarse a
los avatares de la literatura novelada. De manera que durante siete años
apenas salió a la calle, enfebrecida por la ventolera de manejar el castellano
antiguo para elaborar un ingenio novelesco. En pocas ocasiones visitó a la
señora, le contaba por carta el discurrir de su rutina cotidiana, su profunda
obsesión por el mundo paralelo que estaba surgiendo desde su fantasía, con
habitantes que empezaban a vivir con ella, a dormir a su lado, a compartir su
mesa. Les hablaba como a personas de carne y hueso. Vivía entre hidalgos de
lanza y escuderos tragaldabas, entre doncellas imposibles y enemigos ubicuos,
en el tamborileo continuo del tecleado de su máquina de escribir. Hasta que
mucho después, una mañana donde la claridad especular del sol hacía que las
cosas pareciesen sumergidas en un acuario, llegó a la hacienda intentando
contener su exaltación. Mostraba una resma voluminosa de cuartillas que había
unido con un par de cintas perpendiculares. Aquí está, le anunció, se traducirá a
veinte idiomas. La señora sopesó el tocho con un gesto de aprobación, lo
depositó sobre el tresillo, deshizo con facilidad dos lazadas sedosas y concentró
su atención en la letra impresa: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre…”.
Tuvo que avanzar varios capítulos con incredulidad para corroborar su análisis.
“Es un plagio perfecto de Cervantes”, concluyó. Por alguna conjunción azarosa
de las infinitas posibilidades de la escritura y la imaginación, Cándida, sin saberlo,
había llegado a reproducir meticulosamente las desventuras de Don Quijote de la

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Mancha. La novelista se quedó lívida, con la mirada extraviada y los ojos
humedecidos de lástima. “Era mi obra maestra”, musitó. La dama, que conocía la
tribulación de los sueños pasados por agua intentó consolarla: “Tolstoi tuvo que
reescribir siete veces Guerra y Paz”.
Con los primeros calores de noviembre, desencantada por sus
novelerías, por la inexistencia de Alden, por la hija cuya custodia había perdido
definitivamente tras agotar todos los recursos judiciales disponibles, se extravió
en un laberinto de pensamientos circulares hasta el alba que extrajo del interior
de sus bragas una hoja de papel devastada por la maldad del tiempo; lo desdobló
y anotó una última palabra, para la que nunca había encontrado un contexto
adecuado: "Tedéum". Al terminar, arrastró un enorme pedestal de agua maciza,
que fue dejando un rastro de suspiros y gotas doradas parecidas a las que
delataron a Beatriz durante un diluvio de miel, y con un cerrojazo de puertas y
ventanas aseguró un cadalso, afianzó la soga en la lámpara y se encaramó para
saltar en un vuelo torpe hacia el deshielo de sus ilusiones líricas, de las que sólo
quedaría el charco con los reflejos deformados de los tejados en una ciudad que
no se dejaba amanecer.
Las sucesoras de aquellas mujeres predestinadas a la
malaventuranza crecían deprisa, para perpetuar los mismos errores en el
carácter y sucumbir a las mismas trampas de la vida que sus antecesoras.
Berenice heredó la vocación de comunicar ideas que había tenido
su madre, y antes, la madre de su madre, Cándida. De manera que buscó oficio
como periodista, pues aunque carecía de formación universitaria, su soltura con
los entresijos del vocabulario, su estilo llano y su precisión descriptiva le
otorgaron la dispensa de no incurrir en el menosprecio del intrusismo.

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Durante ese año, había aprendido la urdimbre del idioma Irino, cuya
sencillez le permitía ir trazando un relato histórico con que desmenuzaba los
problemas sociales de la época, las obsesiones por la belleza física, las
idolatrías, la tendencia a sobrevalorar los intereses materiales; con un afán
historiográfico que le hacía callejear continuamente, buscando el momento en
que nacían los sucesos o quedándose expectante mientras algún testigo
presencial le refería que una vecina había apuñalado a su marido, después bañó
el cadáver, le puso ropa limpia y lo sacó al balcón para dejarle asolear. De
manera que Cándida Berenice vivía un azoramiento permanente y en cada
lance de ámbito local, la veían sujetando un cartapacio donde transcribía, sin
apenas elaboración, la atingencia de un argumento que se inspiraba en el mundo
real y en las biografías de sus amigas. Dejó constancia de una mujer que le pisa
los talones a la inmortalidad, que tiene doce amigas, una hermana flaca, un
padre muerto, un padrastro insoportable, una madre buena. Describió el apogeo
y la decadencia de Blesila, su muerte entre basuras. Relató los noviazgos
efímeros de Elisenda, la suerte aciaga tras la primera cita de quienes la
cortejaban y la desazón por una soltería que había terminado por dolerle menos
que la viudez prematura y que le hizo cambiar los amuletos para atraer esposos
por otros para consérvalos con vida a su lado; abandonó a Elisenda en la
incuria, en una penumbra voluntaria, entre los efluvios de las cocciones de
eucalipto que su madre le llevaba a la habitación, consumiéndose por un ayuno
inflexible que la convirtió en un esqueleto temblequeante envuelto apenas por un
tegumento grueso de carne y piel. En un capítulo, movió a su amiga Priscila
hasta una parroquia y le hizo cruzarse con una bala perdida durante una
masacre. Sólo cuando reseñó las vicisitudes de Viridiana, deformando el

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testimonio histórico con la licencia de anunciar el nacimiento de un coloso
sideral, y más tarde se enteró que un astrónomo alemán había conseguido
ubicar la estrella más grande el universo, empezó a rondarle la incertidumbre
sobre la verdadera esencia del lenguaje que manejaba, pues le parecía un utillaje
predictivo, incluso taumatúrgico.
Una tarde que nevaba ceniza, su trabajo de historia, con rigor
cronológico, caligrafiado mediante los artificios del irino, se transformó
súbitamente en una efeméride que iba reteniendo el pasado durante un
presente al que llegaba el futuro con demasiada precipitación, por lo que
comenzó a manejar un tiempo intrincado, desconcertada por la misma perplejidad
de quien ahora lee estas líneas de las crónicas de Berenice, quien se mueve en
una dimensión exuberante, inabarcable, contradictoria, que discurre únicamente
en una sucesión de páginas impresas y encuadernadas del libro triste y puro de
la vida, cuyo argumento muestra tantas incoherencias, arbitrariedades y
acontecimientos no creíbles, que una crítica apresurada lo podría incardinar en
el género fantástico, pero esa turbulencia caótica permite los vaticinios, los
ósculos o las desapariciones inexplicables, permite el infortunio, los
cementerios o la frigidez; de manera que Berenice es literatura, respira a través
de los pulmones de quien entienda y reproduzca estas palabras que no son
casuales, tampoco proféticas, y en esa tautología donde cada suceso acontece
en el preciso instante de ser narrado, Berenice se inventa a sí misma, mediante
signos que son percibidos sensorialmente y se transforman en conceptos, se
convierten en una transparencia aciaga de velos mortuorios deslizándose ante el
sol, en hombres y animales inquietados por la sensación de una ingravidez
que se va extendiendo como un gas, lento, implacable; anuncia la llegada de un

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tragaldabas inmenso y apocalíptico, capaz de redimir a los pobladores de una
tierra milenaria, llena de acertijos, inmersa en una edad recurrente. El emisario
bíblico enfanga el aire de conjeturas, va disipando la gravedad, ese estado
corporal de pesadez, empieza, con una prioridad inversamente proporcional al
lastre molecular, a remover las cosas; por las calles, en la intimidad de los
hogares, excita el vuelo de lo más liviano, la hojarasca, las briznas de hierba,
papeles, cabellos, la pimienta en un puesto de especias; con una devastación
que sigue una escala logarítmica, hace vibrar la materia, como si estuviera
endemoniada, levanta los manteles en las terrazas, desbarata los tendederos,
desnuda arboles, y deja flotando a la escribiente en el ámbito de la estancia,
junto a la silla donde estuvo sentada, el escritorio salmantino, sus dos peces de
colores agonizantes, en una situación estrambótica, donde una mujer atraída por
las alturas, transcribe frenéticamente, con letra de médico, un desenlace
trepidante para una realidad que tal vez se origina por el acto mismo de la
escritura y el concurso de quien ahora lea que Berenice paró de historiar, tenía
los dedos agarrotados, la cabeza aturdida, el corazón desbocado. Presentía al
devorador de mundos, un depredador invisible descuartizando lo cotidiano,
atracándose con las trivialidades que dan sentido a una vida que en ocasiones da
vueltas sobre sí misma. Conjeturó que hubiera podido cambiar el destino hasta
encajarlo en un final bienaventurado, mas los muros, maderas y vigas de acero
del edificio comenzaban a ceder con un estruendo apabullante, desquiciados por
la voracidad del monstruo cuyas fauces engullen universos. Apenas le alcanzó el
resuello para componer el último reglón de una paradoja donde el mundo
recomenzaría y un hombre inclinado, gutural y peludo, se alzaría para ver una
estrella fugaz despedazarse contra el infinito.

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VI


Una mañana de diciembre, que parecía de agosto por el cambio
climático propiciado por un progreso industrial que había diezmado selvas y
bosques y extinguido especies, hasta convertir el mar Mediterráneo en una
sopa de caldo maloliente de medusas y bacterias, en el bochorno que empezaba
a languidecer las vides, llegaron a la hacienda dos apoderados, quienes, por
sus modales comedidos, sus trajes elegantes de sastrería, sus manos pulcras y
el lustre de laca en sus cabellos aplastados hacia la nuca, lograron disipar la
reticencia inicial de la señora y que les concediera la venia de permitirles entrar al
salón. A su paso dejaron disperso un aroma de colonia de algalia por el que se
les hubiera podido encontrar con los ojos cerrados. Traían el ofrecimiento de
unas revolucionarias técnicas de embalsamamiento que permiten resucitar en
esta vida y no en la otra. Representamos una fundación cuyo objetivo estatutario
es cubrir un segmento de las actividades funerarias, para facilitar a nuestros
potenciales beneficiarios el privilegio de poder elegir sobre la congelación de su
propio cuerpo cuando fallezcan, y tocamos madera para que dios permita que
la señora viva muchos años. Ofrecemos una estancia controlada en la institución
que nos honra presentarle, por un periodo indefinido, hasta que la ciencia
progrese y disponga de una panacea adecuada para reanimar sus restos
mortales y traerla de nuevo a este mundo. El setenta y cinco por ciento del
cuerpo humano está formado por agua, que previsiblemente aumenta de

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volumen durante el proceso, lo que hace estallar las células, con un daño
irreversible. Por lo tanto, nuestra taxidermia necesita un orden riguroso. Primero
se extraen los fluidos corporales, y se invaden las venas y capilares con un
remedio para la coagulación; después hacemos descender la temperatura del
organismo hasta cero grados centígrados, introducimos al paciente en un
ambiente de nitrógeno líquido, en una cisterna con un aislamiento térmico
perfecto. Finalmente, el ataúd es trasladado a un depósito donde permanecerá
hasta que proceda la resucitación.
La paciente oncena, aun con la certidumbre de ser refractaria a las
centellas de la muerte, firmó de inmediato el contrato de diez pliegos sin leerlo,
pensando, por si alguna vez se confunde el destino y me muero. Aquella jornada
calurosa terminó enredada en una lujuria de cuatro piernas y un doble resuello
de garañón encelado. Al día siguiente, según Flavio, y una semana después,
considerando la versión de Pomponio y el resto de biógrafos, solicitó la
asistencia de su amiga letrada, para conocer las consecuencias jurídicas del
embalsamamiento moderno.
Blesila, había solicitado una excedencia en su puesto de
jurisperita, para ejercer la presidencia de un banco con sucursales en todas las
provincias, pues su carisma y su ámbito de influencias imantaron la predilección
de todos los accionistas durante una asamblea extraordinaria, que renovaría los
cargos directivos.
En la autoridad de aquel mandato, capitaneó un progreso
financiero que impresionó a la plutocracia. La prensa internacional le encumbró
como la reina Midas, la banquera que se había parido a sí misma. El prestigio de
su inteligencia productiva se hizo tan popular que hasta el Papa, León II, el

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Trotamundos, de quien se dijo que tenía una afición desmedida hacia las virtudes
terapéuticas del vino Mariani, le concedió audiencia, para sermonear las
virtudes de la caridad a la mujer que sembraba monedas y cosechaba racimos
de billetes; casi convertida en el símbolo viviente de la mujer contemporánea.
Hasta la mañana aciaga que vio aparcar una fila india con tres furgones, de la
que salió un comando de interventores, cartularios, contables y algún inspector,
que tomó por asalto las oficinas y desplegó una auditoría tan exhaustiva que
incluso consideraba la improductividad generada durante el sumatorio de
bostezos del personal. Tras la operación analítica, se hizo evidente que la fábrica
de monedas, técnicamente, estaba en bancarrota, descubrieron un boquete
camuflado en sus cámaras acorazadas por donde sacaban capazos de dinero,
y que había sido realizado mediante artificios de albañilería por su honorable
presidenta. Cuando la señora, sorprendida por aquel ardid, le amonestó
recordándole que la avaricia rompe el saco, Blesila sólo respondió: “Pensé que
cabría un yate como el tuyo”.
El escándalo de la avaricia banquera, cuyas consecuencias
diseminaron la ruina en un sembradío de economías modestas, deslució el aura
de una personalidad arrolladora y derrumbó la efigie que había sido idolatrada
por la misma sociedad que después la sumió en el ostracismo. El fiscal obtuvo
una condena ejemplarizante para Blesila. Perdió la libertad ambulatoria, en una
prisión donde las reclusas fornicaban con los funcionarios a cambio de
prebendas, y fue suficiente un quinquenio para quebrantarle la soberbia. El
zaherimiento carcelario, la mala vida y la nostalgia provocaron que su
metabolismo se atrofiara hacia llevarla a un envejecimiento acelerado e
imparable; también su salud patrimonial estaba resentida por el esfuerzo de

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liquidar indemnizaciones y multas, de manera que se abandonó a la zozobra de
lo cotidiano y a los platos de fideos sin calentar, en un vecindario donde
construyó una caricatura de sí misma bajo un síndrome maniático que le
impulsaba a recoger, organizar y acumular sistemáticamente un desiderátum de
basurero infinito, por el que transformó su hogar en una bahorrina cuya atmosfera
producía nauseas y obligaba a defenderse de los zancudos y las ratas, a las que
trataba de manera tan natural que incluso llegó a bautizarles con nombres
familiares: Damián, Isabel, y aquella más arisca del fondo es Arsenio; y apuntaba
con el índice mientras le clarificaba el registro onomástico a su amiga Beatriz,
quien había llegado para sacarla de aquel muladar pero tuvo que claudicar al
desaliento, pues acabó rendida por el complejo entramado de pretextos y
negativas que iba construyendo Blesila.
En las postrimerías de su reinado de podredumbre, un corte
superficial en el dedo meñique, infligido por unos papeles resecos, inició una
leve infección que degeneraría, en un entorno sin asepsia, hasta convertirse en
gangrena e invadir el torrente sanguíneo de una mujer elegida por los desatinos
de la ventura para reafirmar un refranero popular cuya sapiencia, en boca de
Beatriz, advertía que la avaricia rompe el saco.
La tarde corpuscular donde los nenúfares aparecían cubiertos de
ceniza, la dama rememoró una Nochebuena. Había recibido la esquela luctuosa,
rubricada por los familiares de Blesila, rogándole una oración por el descanso
eterno y la salvación del alma de la abogada en casos difíciles. Pero no rezó,
pues estaba decidida a celebrar un memorial suntuoso con un banquete de
setenta y dos platos en honor de Blesila, Viridiana, Griselda, en honor de todas
las amigas que se extraviaron entre los despeñaderos del inmenso barrancal de

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la vida, pero que al menos le dejaron el consuelo de una descendencia
confortante de hijas y nietas. Empezó a recorrer la lista de su agenda.
Telefoneaba. “No podré ir, vienen mis hijos desde el extranjero”. Siguiente. “He
quedado con Lucila y su familia política”. Agotó doce posibilidades numéricas en
la iniciativa por convocar a sus amistades, que eran reposiciones exactas de
madres cuya designación en el santoral había sido copiada por otras
ascendientes con onomásticas idénticas, las mismas que, durante una primavera
que doblaba las esquinas, habían posado para una añoranza de papel durante
una despedida por un viaje que le llevó años atrás hacia la emancipación.
Al final de su desatino, encontró la soledumbre dentro de la
opulencia, quedó extraviada en el devenir de una estación sin nieve y sin nadie
con quien conversar. No importa, pensó, cenaré sola. Se vistió con tejanos y
camisa de leñador. Miró al espejo, giró sobre sí misma. No es apropiado,
concluyó con un mohín. Se enfundó el traje de gala que lució una noche para
asistir a la ópera de María Callas. Pestañeó y durante un instante revivió a la
soprano que tensaba el aire con los dedos invisibles de unas notas rápidas, como
si manejara un recital de dulcémeles, violas y clavicordios cuyas cadencias no
estaban sometidas a los preceptos acústicos, pues flotaban convirtiéndose en
adornos florales de colores luminosos. También rememoró al galán sentando a
su diestra, Heriberto Amador. Le había oído suplicar formalmente la dicha de
aceptarle como esposo, aunque al rechazarlo tuvo una reacción
desproporcionada. Saltó por sobre el palco mientras le gritaba una despedida
ininteligible. La señora apenas se alteró. Un escolta asegura que ordenó
rematarlo si aún está vivo; no porque sintiera lástima por las secuelas de la
caída, sino por haberle estropeado la velada con aquellas florituras de romántico.

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Sin acordarse de aquellos desastres propiciados por su displicencia
hacia los hombres que la pretendían, continuaba seleccionando entre su extenso
vestuario hasta revolver todo el guardarropa. Mucho después, se decidió por
una túnica de emperatriz romana y una diadema con tres botones de coral. Esa
noche, habían traído la máquina de hacer estrellas níveas, que eran guindas de
algodón blanco flotando alrededor de su palacio esmeralda, y doce maniquíes
rescatados desde los escaparates de las sastrerías, para que hicieran bulto en
los asientos de los comensales, donde permanecieron con el gesto afligido y la
mirada imprecisa. Encontró bajo el abeto, la caja empacada en papel
polícromo con una escarapela de sedas rojas, que contenía una guitarra
española de seis cuerdas. Se sintió retroceder hacia su niñez, pero cuando
intentó reproducir las evocaciones del Concierto de Aranjuez, oyó únicamente
una ristra inarmónica de arpegios y después de varias tentativas, exasperada
por sus fracasos musicales, despedazó la guitarra martilleándola contra el
suelo, en la reverberación de maderas cascadas y desafino espontáneos de
la virulencia de sus arrebatos de ira. Malditas navidades, bramó, necesito un
macho, valiéndose de la altivez para conjurar una soledad tan persistente que le
pesaba como una presencia apelmazada.
Horas antes de aquella conjura de la torpeza, en el decurso de una
tarde similar a otras muchas de incierta espera, su tía Dorotea vislumbró la
silueta de un hombre que se acercaba desde la lejanía. Con lágrimas en los ojos
por la alegría súbita, entre sollozos, reconoció que era Avelino y que aún
conservaba intacta la misma gallardía con que se había marchado a laborar años
antes.
- ¿Donde andabas?

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- Por ahí, con la fresca... arañando el oro de las minas abandonadas.
- Romualdo preguntó por su padre cada día, hasta que se volvió músico y se
olvidó de seguir preguntando. Se ha hecho un mozo de buen plante. Vamos a
donde las vacas para que te vea.
- Mujer, no he venido para quedarme, sino para que nos vayamos juntos.
Dorotea se santiguó, enrolló sobre sí mismo el delantal que llevaba
puesto y aferró la mano de su esposo, dejándose llevar por entre los callizos de
una niebla espesa que al atravesarla le cosquilleó la cara y en ese preciso
momento empezó a sonreír.
La señora, todavía ajena a los percances que producían las esperas
prolongadas, salió a recorrer una ciudad bulliciosa, con calles historiadas con
diademas de bombillas intermitentes y árboles rodeados por cintas de colores, y
gentes que hormigueaban entre los comercios y los vendedores callejeros de
lotería. Contemplaba el trasiego mundano como si fuera una película muda,
desde la cabina sellada acústicamente de su carricoche de seis ruedas y vidrios
tintados, haciendo el ademán del signo de la victoria con los dedos a unos
transeúntes que no podían verla, hasta que una corazonada le cambió el ánimo
travieso al presentir que un familiar acababa de fallecer. Sólo entones tuvo un
antojo, de los muchos que reflotaban desde su veleidad. En un cementerio le
descerrajaron la verja principal, que se abrió con un lamento lúgubre. Entró sola
para pasear sola por entre los callejones del pasado y el resplandor sobrenatural
de las noctilucas que parecían transportar ánimas errantes; con la respiración
sofocada por el hedor vegetal de los crisantemos abandonados a la s
asechanzas de la corrupción, al lado de daguerrotipos que mostraban
difuntos arcaicos, militares adustos, infantes de piel sonriente, mujeronas con

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las marcas del desencanto en la sonrisa. Preguntó al aire porqué los muertos nos
dejan tan solos, preguntó porqué a veces parece como si en realidad no
hubiesen muerto sino que simplemente salieron a pasear y en cualquier momento
pueden volver, y siguió haciéndose preguntas retóricas hasta que una sombra
huidiza, apenas un balandrán andrajoso al final del largo y angosto pasillo de
mármoles funerarios, se escondió al saberse descubierta. La visitante se crispó
tras un escalofrío, levantó las cejas y las contrajo, elevó los párpados superiores
e inferiores y tensó la boca entreabierta por el pánico. Contuvo la respiración. Le
vinieron a la memoria retazos de su infancia. Su madre, por la noche, para que
no se levantara de la cama, le hablaba del Hombre del Saco, la Fiera Corrupia y
también de la Doncella Barbuda. Una terrible criatura hermafrodita, con cuerpo
pálido de sílfide y cabeza atezada de hombre barbado, tan feo que se espantaba
de su propio reflejo en el agua, a cuyo paso languidecían las flores en los tiestos
y los pájaros enjaulados se suicidaban zambulléndose en sus bebederos e iba
dejando un tufo a quesos agrios. Poseía la extraña facultad de provocar lluvias de
fuego, como la que convocó sobre un cura que le mostraba una cruz trémula
mientras gotas incandescentes le agujereaban la sotana. No se encontraba
clasificada en ningún bestiario impreso, pues el conocimiento de su existencia se
transmitía oralmente, contado por los padres a los hijos desobedientes, como una
variante suave de chantaje para que conciliaran el sueño, comieran con
normalidad o se atuviesen a las normas impartidas por los mayores en asuntos
diversos. Se sonrió nerviosamente mientras la cadencia de su respiración volvía
a un ritmo regular. Un pretendiente del que no recordaba su cara ni su nombre,
había muerto literalmente de miedo por una apuesta que hizo con los amigos. Se
trataba de adentrarse por la noche en un cementerio cerrado y permanecer

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durante un lapso predeterminado. El apostante estaba batiendo todos los récords
cuando creyó atisbar un bulto acercándose, de manera que empezó a correr,
saltó y pudo encaramarse a la verja, pero con tan mala suerte que el gabán se le
quedó enganchado entre las puntas de lanza, y durante ese agobio creyó que le
estaban reteniendo las viscosidades espectrales que habitan las tumbas. Con el
rostro demacrado, su pelo encaneció y una cuchillada en el pecho le paró el
corazón irreversiblemente.
“He venido a follar, no a morirme de miedo”, sentenció la dama,
como si el uso de una expresión soez pudiera infundirle suficiente valor para
superar sus propios terrores atávicos. Utilizó un teléfono, cuya melodía tenía la
portentosa virtud de hacer crecer los senos a las mujeres fértiles durante los
novilunios, para que se presentara, sin dilación ni excusas, uno de sus
innumerables amantes interinos, un efebo oriental entrenado en la habilidad
tántrica de producir desmayos placenteros y continuados, sin el riesgo de la
precocidad, con quien desfogó, sobre las inscripciones de un sepulcro anónimo,
todo el ardor de la rosa inmemorial y las hondonadas húmedas y las colinas
coronadas de cerezos de su femineidad inconsolable; pues la dama disoluta
dejaba sin riendas a su libídine, en una concupiscencia que no parecía propia de
una sola mujer sino de un gineceo con doce deseos repitiéndose en un ansia
permanente.
Durante la extenuación de los amores por encargo, en una galería
de epitafios orlados por flores secas, encontró, sin buscar, reminiscencias de
su amiga Obdulia, entre el óvalo de un portarretrato que al tocarlo se
desconchaba perdiendo cascarillas doradas de bisutería, en una reliquia
fotografiada donde percibió el aquietar de una mocedad complacida y el cutis de

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talco y el carmín sonriente y la mirada iluminativa de muchos años antes, del día
que había celebrado los esponsales con el mismo hombre que terminaría siendo
su verdugo.
El deterioro progresivo de Obdulia había sido lento e inexorable. En
la fase terminal de la dolencia su estado mental vacilaba entre la soñera
intempestiva y la excitación descontrolada, mientras cátedras, especialistas,
eminencias, se devanaban sin encontrar antecedentes similares ni juicio clínico ni
terapias ciertas con que atajar el enflaquecimiento de carnes y el sangrado
profuso y la náusea de vivir ese verano de nieves perpetuas acordándose del
internado de señoritas, donde formaban conciliábulos tras el toque de queda,
para comer onzas de chocolate y hojear revistas especializadas en alta costura.
Se dejaba cuidar por un marido que se había ido haciendo cada vez más
distante, hasta que empezó a percibirlo como una visita más entre la
aglomeración que diariamente intentaba aligerarle los suplicios de sus
perturbaciones; pacientemente le servía un cuenco rebosante con jugos de
melocotones y uvas, se lo daba a beber despacio, como si en realidad fuera un
padre solícito, secándole la comisura de los labios con el babero de una servilleta
y calmándole las arcadas con la voz acariciante: “mi gorrioncito se va curar
pronto”, para después deshacerse en el eco de unos paso apresurados que se
alejaban hasta que la moribunda sólo podía oír las zancadas de los marabúes a
su alrededor y la materia circundante se le deformaba en una ciénaga de
alucinaciones.
La señora le visitó en pleno mes de agosto, entre una tormenta
siberiana que solidificaba el aliento. Acompañada de un querube hembra de bata
blanca y acento cubano, que al ver la postración de Obdulia admitió: “Suponía

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que era un mal terrible, pero no tan devastador” y después preguntó: “¿Cómo
estuviste mi amor?”. El marido hablaba por su esposa, sometida a una diálisis y
a un tratamiento severo de apoyo para la convalecencia de un ataque de
insuficiencia renal aguda. Tiene un trastorno metabólico de origen incierto,
explicó, porque los análisis y los chequeos no detectan impurezas ni
desproporciones en mi gorrioncito.
La doctora caribeña reunió suficientes premisas para elaborar una
teoría sorprendente por cuanto que hay trastorno si se producen reacciones
químicas anormales, que entorpecen el metabolismo, apuntó, es posible que su
esposa tenga demasiada cantidad de algunas sustancias o carencia de otras
necesarias para mantenerse saludable. Usted, por ejemplo, podría desarrollar un
trastorno metabólico, porque algunos órganos, el hígado, el páncreas, enfermen
o contraigan anomalías funcionales; la diabetes sería una muestra de lo que le
digo. Las analíticas demuestran que todos los canales y las vejigas dentro de la
paciente funcionarían sin quebrantos si no fuera porque terminaron encenagados
por una ponzoña que les había llegado desde fuera. “¿Sabe a qué me refiero?”,
increpó al marido. Poco antes, en el garaje descubrió una garrafa con un líquido
meloso, al descender del coche y abrirse casualmente un trastero, que relacionó
con un comentario que le había hecho la señora durante el trayecto hacia las
señas de la moribunda. Le había contado una predicción de Secundina, por la
que Obdulia bebería de un cáliz de vinos dulces pero ardientes.
El aristócrata, imperturbable hasta entonces, se derrumbó en una
confesión sin pundonor mientras oían el alboroto de sirenas de una patrulla
policial que estaba llegando. Su artería en la ejecución de lo que había creído el
asesinato perfecto consistió en disolver glicol de etileno en los zumos que daba a

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beber a Obdulia, de esa manera fue envenenándola, mediante un bebedizo
sintético de sabor melifluo que absorbe agua y se usa para fabricar
anticongelantes. En el organismo es excretado sin apenas alteraciones, aunque
una porción se degrada completamente, con tanta eficacia que no había podido
detectarse en las pruebas médicas, y fue alimentado un criadero de litófagos que
sólo dejan intacta la piel del enfermo. Terminaron por carcomerla desde dentro,
lentamente en los inicios de la enfermedad y con el frenesí de una rehala de
pirañas furibundas en la fase terminal. Sólo cuando el asesino concluyó la
revelación, vieron sobre la piltra cómo Obdulia se convertía en una pepona
hueca de membrana casi traslúcida, que se fue deformando hasta dejar una
mondadura de pellejos humanos deslavazados.
La gente se muere sin avisar, rememoró a su madre, y muchos
años después encontró la réplica perfecta: “Yo sí te advierto que nunca moriré”,
plenamente convencida que, por su destino preternatural, asistiría sin pasmo a
los devenires de la eternidad. Estaba poetizada por el anacronismo primaveral de
una vitalidad inmarcesible, le crecían amapolas en los eriales de su mirada y
camelias en el ceño, desprendía un efluvio desde los tallos arracimados en los
juncales de sus párpados y su voz colgaba hiedras y madreselvas y le caían
guedejas alborotadas sobre la cara al despertar, como un trigal aventado durante
el alba. Su fisiología excepcional le convirtió en un entretiempo andante que iba
dispersando partículas de rocío imperceptibles sobre los acónitos y añiles de una
longevidad en continua acrescencia; aunque desde la época que derrocó a un
gobierno militar, cuyo dictador abominable se alimentaba de carne humana,
debía tomar las píldoras de su amiga Imelda, con propiedades efectivas para
evitar que los recuerdos empezaran a migrar de su cabeza como pájaros

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inasibles y se le enredasen las serpentinas con que amarraba los festejos de
las donaciones insólitas y el desorden del vestuario en las navidades solitarias y
los placeres de la cuenta del rosario de amantes y los desmanes improvisados
de su adolescencia tardía, porque empezaba a flaquear su capacidad de
remembranza y durante sus accesos de rebeldía extemporánea se imitaba a sí
misma convocando una granizada milagrosa de pétalos malva, con una flota de
aviones arrendados, y la población atónita veía la tormenta púrpura de billetes
de curso legal cayendo sobre el mundo, "madre, ahora sí que cae el dinero
por la chimenea", rebatió. Se copiaba como el reflejo infinito de dos espejos
enfrentados, en el acto contumaz de pedir una entrevista personal con el
todopoderoso, uno y trino, creador del cielo y de la tierra, contraviniendo el
criterio de unos edecanes que mucho antes habían escudriñado el cosmos con
ingenios ópticos, dándole la vuelta a los astros errantes y a los planetas
inalcanzables y no pudieron encontrar ni siquiera un indicio mínimo del pedestal
desde donde los iconos bíblicos envían su juguetería de huracanes y epidemias
y desamores y Pablo Neruda y los extravíos en el torrente incontenible de la
realidad. Se quedaba como una gata erizada sin saber para dónde tirar tras las
rabietas de sus síndromes premenstruales, que en ocasiones parecían corajinas
existenciales pero en el fondo seguían siendo la manifestación de su
megalomanía incurable.
Antes de aquellos repentes de olvidos ingratos y desenlaces
iracundos, le llegó el instinto de ser madre. Su amiga Niceta, quien había tenido
diez hijos y tres abortos, le dijo que dejarse embarazar, parir y criar hijos era una
inclinación tan arraigada en todas las mujeres que evitaba a la raza humana la
torpeza de su propia extinción. Así que la señora quedó encinta, aunque

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desconocía la verdadera identidad del donante de semen, pues había estado
humedeciéndose en un fontanal de promiscuidad, con machos a los que ni
siquiera les preguntaba su nombre. Durante siete meses preparó el ajuar con
una devoción abadenga, la cuna, la bañera en miniatura, los sonajeros; antes de
que pudiera terminar sus previsiones, estaba nadando entre el oleaje de las
aguas salinas de su piélago artificial, seguida del júbilo ronroneante de su delfín
amaestrado. Llegó una brisa ligera, rozó su frente y le hizo estornudar, y en ese
momento parió en un vaciamiento instantáneo de su vientre, alcanzando a ver
cómo se desleía un caldo rojizo entre las crestas de espuma y quedaba a la
deriva la medusa inerte de su placenta; sólo después emergió el bebé
sietemesino de entre los humores marinos: flotaba boca arriba, mirándola
fijamente con sus grandes ojos de anfibio subacuático. Debería llamarse Aquiles,
infirió la parturienta, porque quizá sea perfecto en todos los sentidos, pero tiene
el único punto débil de llegar demasiado temprano a los sitios.
Fue una apreciación clarividente. Treinta y tres años después de
aquel parto indoloro, su hijo Adalberto, casado civilmente con una reina
provincial de los concursos de belleza, Brunilda Zorrilla, volvió temprano
desde sus lecciones de esgrima y al acceder al ámbito de la casa encontró un
hogar inundado de tanto silencio que le recordó la tranquilidad de los cementerios
al atardecer, pero mientras ascendía las escaleras tropezó con un murmullo de
gemidos y elocuencias lascivas, que delataba un probable desliz de su esposa
con un comerciante de arco iris embotellados. Adalberto, un hombre sensible a
las fluctuaciones amorosas, no atinó a corroborar experimentalmente lo que
entendía una evidencia indubitable y abandonó a Brunilda sin despedirse, para
zascandilear permanentemente por la nación. De esa manera se mantuvo en la

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contumacia de ignorar para siempre que su esposa no había olvidado sus
deberes conyugales en un escarceo fornicatorio, sino que en realidad estaba
simulando delante de un dictáfono, para una broma maliciosa que después
quería reproducir, a la hora que habitualmente regresaba su marido.
Adalberto, en las costas norteñas, resbaló accidentalmente o quizá
se lanzó deliberadamente desde un acantilado y a principios de verano,
arrastrado por las corrientes transatlánticas, flotaba en una playa caribeña,
propiciando una visión tremebunda a unos turistas alemanes: hinchado,
ennegrecido por las inclemencias del sol, picoteado por las gaviotas, cubierto de
urchillas y sargazos, pero con la sonrisa feliz por haber muerto en el mismo
elemento que le había ayudado a nacer.
Mucho antes de aquellas carambolas con que la adversidad se
había ensañado en un hombre impulsivo, la señora conoció la noticia del
homicidio casual de su amiga Priscila. Esa tarde, por su tendencia histriónica a
teatralizar las emociones, se le vio bajo una pamela de la que colgaba un cerco
de gasa traslúcida, en un plaustro empujado por dos percherones, desde el que
intentaba arrancarse las vorticelas de la melancolía. Iba desmenuzando el
cartonaje de los recuerdos en trozos cada vez más insignificantes que salían
arrojados por entre las muselinas del carruaje para formar un vestigio de tardes
distantes, que prometían mostrar las ilusiones circenses con Priscila pero que
le dejaron brujuleando hasta las señas de Antonina, la amiga geográficamente
más cercana, pues la tristeza compartida le parecía menos hiriente y por tanto
más soportable.
Antonina, la artificiera, se había casado con un hombre de carácter
sencillo, nariz prominente y mirada vivaz, que ejercía sin vocación el oficio de

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afinador de violines. Prolongaban sin sobresaltos una convivencia armónica, que
les permitía entenderse con un simple cruce de miradas; pero bajo la superficie
de esa relación sustentada en la simpleza del amor, permanecía sumergido un
misterio de la personalidad de cada uno, como el encuentro de dos icebergs que
presienten el oscurantismo en las conversaciones telefónicas bruscamente
interrumpidas, en las ausencias amparadas en pretextos no creíbles, tras las
cerraduras de alacenas que nunca compartieron.
Durante aquella tolerancia mutua, una tarde se produjo una redada
tumultuaria en el centro de la ciudad. Los malhechores, sorprendidos por una
delación, estaban intentado repeler el asalto con ráfagas de artillería que
sonaban como truenos; entre esa balacera, la sargento realizó un solo disparo,
tan certero que alcanzó a un terrorista. La contundencia ofensiva forzó en pocos
minutos la rendición. En el suelo había un hombre abatido, a quien remangaron
un pasamontañas, para que Antonina descubriera, con un vuelco del corazón, el
rostro de un afinador de violines. Era su marido, la miraba con el cálido anhelo
de un reencuentro que ya no sería posible. Antonina se arrodilló, sus puños
enguantados golpearon blandamente la bahía de un pecho que se quedaba sin
aliento; con los ojos acuosos dejó que su alma se llenara de gaviotas inasibles
y que su cuerpo se debatiera por salir corriendo, como todos los días a esa
misma hora, para encontrarle en la casa, con su aire infantil, y repetir juntos el
acto de medir el transcurso del tiempo por la duración de los cálamos de sándalo,
que se consumían despacio y por los asteriscos de vaho desteñido en los
espejos y la clepsidra, que siempre había querido obliterar, de los placeres
maritales descubiertos en el ponto de una bañera. Le desesperaban los
refinamientos de la fatalidad, cómo las coincidencias, los desencuentros, los

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retrasos, las esperas en un semáforo, las inabarcables piezas de la casualidad
habían ido encajando de manera que pudo empuñar el armamento reglamentario,
apuntar sin titubeos y dirigir un balazo certero en el único y preciso instante en
que el capitán de sus ilusiones se alzaba desde el parapeto de una furgoneta,
para reconocer con asombro, entre las huestes uniformadas a la secretaria con
aladares dorados y labios inclementes, que le había puesto en orden todos los
asuntos del corazón, pero que terminó destrozándoselo con una mirada de ave
rapaz.
Por las mismas fechas que Antonina favorecía su propia viudedad,
Arsenio había tullido con un mal golpe a Lucrecia, una esposa tan sufrida y
abnegada que sólo dejó escapar un quejido cuando le chascaron los huesos de
la espalda. Elisenda atravesaba un marasmo que le hacía parecer una
resucitada entre las sombras de una soltería devastadora. “Este hombre es tan
nefasto que trae las desgracias de dos en dos”, concluyó Dulce, mientras el
maltratador tiritaba de amor físico en brazos de su querida, Hermenegilda, la
panadera cuyas torrijas tenían fama nacional. La señora frunció el ceño una vez,
con una mirada que atravesaba el enlosado de porcelana. Estuvo días flotando
en un éxtasis meditativo, casi sin probar alimento ni dormir. Se levantaba con las
primeras luces del alba, rumiando sus tormentos, estorbada por sus seis gatos
siameses que le seguían a todas partes, restregándose en sus pies. Estaba tan
reconcentrada que mandó regalarlos a un hospicio, para que los maullidos no
estorbasen el rumbo a sus pensamientos. Después de tres días y tres noche,
pensó: “Tomarás de tu propio jarabe de palo, gallito”.
Fue un secuestro tan rápido que pareció una operación militar. Al
sargento le dieron un somnífero para dormir caballos y en muchas horas de

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quirófano las manos magistrales de la tercera generación de H. Stradivarius
realizaron una cirugía portentosa.

154
VII


Los días previos a la tormenta estelar, la duquesa creyó que una
maraña de polillas voladoras le envolvía sin compasión, cuando la realidad
microscópica mostraba que eran grumos ínfimos y gelatinosos moviéndose
como boyas por sus humores ácueos, pero al percibirlos por primera vez en la
entrada de las Cuevas de Altamira, sintió que atravesaba una desbandada de
murciélagos. “Envejecimiento del nervio óptico”, diagnosticó su cuidador
personal. Posiblemente ese fue el único estrago de una decrepitud que nunca
llegó a manifestarse plenamente. “Seré la novia de Matusalén”, cantaba bajo las
afusiones, aromatizando sus senos desafiantes con una mixtura de esencias
cautivadoras. En cualquier lugar, surgía un enjambre de insectos imaginarios,
que la muchacha senil apartaba a manotazos, aunque en el arrebol de ciertos
atardeceres le parecieron un oscuro vuelo de golondrinas distantes. Siempre
tormentas pasajeras, pues les seguía una visión limpia de las cosas, nítida,
como si el mundo acabará de ser inventado y el tiempo anunciado por los
calendarios no hubiese empezado aún a transcurrir hacia la eternidad.
La extinción de las estrellas visibles trajo un clima de noticias
confusas, rumores aciagos, turbamultas tomando las calles sin saber bien porqué
ni para qué, científicos abstraídos en sus cálculos trigonométricos, astrólogos
trazando un nuevo orden zodiacal, evangelistas que armaban una tarima con un
cubo de basura y vociferaban una proclama apocalíptica, y un hervidero de
almas humanas apelotonadas en una gabarra esférica intentado cruzar el
estrecho hacia ninguna parte a una velocidad de navegación constante; ajenos a

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la metralla de gases incandescentes, cuarzo, silicio y fierros que seguía
descendiendo como una catarata silenciosa y lenta, en la que, tras varias
centurias, uno de los soles moribundos, revuelto en el pandemónium sideral,
reventaría con una explosión que lo hizo hincharse como una barriga de
embarazada hasta un límite extremo en que comenzó a colapsarse y a menguar
en una reacción implosiva, y toda su materia y su energía se reducirían a un solo
lunar microscópico, cuya etiqueta, puesta por los cosmólogos en el planetario,
dejaba leer: “Agujeros negros”, los devoradores de mundos, como tornados a la
deriva engullen todo lo que encuentran en su itinerario, en una hambruna
insaciable. Se zamparía a Venus y Marte, mientras hacía la digestión de tres
estrellas raquíticas, un asteroide chiflado y un cometa confundido que pasaba a
su lado por desavenencias con el campo gravitatorio de Plutón y que terminaría
su festín pantagruélico con el postre exquisito de la pastaflora y las natas
exuberantes y los licores anisados del globo terráqueo.
La tarde de la maravilla lluviosa, sintió la nuca irremediablemente
adolorida. Se quedó trastornada en un duermevela donde percibía la realidad
sensible como parte de un sueño en el que creyó estar despierta, meciéndose en
su poltrona presidencial, al compás del ritmo pendular de una antigualla del
salón. Las siete, todos los relojes se habían parado. Abrió los ojos. Vio la luz
cenicienta entre el drama de los jazmines agónicos y la frazada de antiguos
meteoritos triturados que recubría la heredad, el dédalo del jardín, los lilos
deshojados, las farolas acorazonadas, el caballito de madera junto al estanque
en el que parió sin sufrimiento a su único vástago. Se levantó renovada, como si
hubiera dormido durante muchas horas. Vio a su ama de llaves, Marianela,
avanzar con andares vacunos desde el fondo del salón. Sonriéndole, articuló

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palabras blandas -su habla era casi un ruego-, proponía que pusieran en hora el
reloj de pulsera, cuya esfera diamantina atrapaba las lunaciones y torcía el ciclo
de las mareas; el carillón de campanas tubulares que removía el aire con la
sonoridad de sus ocho badajazos musicales; el cronómetro de arena brillante en
el que por cada gránulo caído transcurría un lustro sobre la piel tersa de la
tatarabuela que susurraba órdenes precisas, para que el querubín cantor volviera
a salir del reloj de cucú con el anuncio de las siete en punto y sin novedad, mi
señora, para que prendieran el mediodía en las lucernas de corales que
brotaban desde un edén de frescos florentinos y cornucopias y corceles alados.
Pero su repentina exaltación se transformó en un presentimiento sombrío, pues la
sirvienta se había llevado las manos a la cabeza, compungida, ajena a sus
peticiones y ruegos. Parecía un juguete grande al que le hubiesen dado cuerda,
mientras iniciaba una marcha frenética pasando a través de la condesa, con un
bamboleo de sus enormes tetas que hacía peligrar su estabilidad corporal. Sólo
después la señora giró la cabeza y se encontró a sí misma en la mecedora regia,
con las manos en el regazo y adormecida para siempre oyendo el hálito entre el
follaje de las alamedas.
Con la extenuación de sus constantes vitales, en la ausencia de
latidos registrados por una nomeolvides electrónica, se activó el protocolo de
actuación de los centinelas funerarios, con el encargo perentorio de rescatar a la
paciente número once de las insidias de la podredumbre. Así que irrumpió en la
mansión una tropa de guardapolvos blancos, liderada por un galeno que se
manejaba con fluidez con un estetoscopio y que firmó un certificado legal
mediante un garabato finalizado en un signo cuyo punteo sonó como un
aldabonazo para abrir los portones de la perpetuidad. Desde cestas herméticas

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desataron un pedrisco instantáneo y un aguacero con aceites de silicio, porque
el plan inicial consistía en provocar un enfriamiento progresivo de la difunta, cuyo
espectro no sabía dónde ponerse para no estorbar, aunque nadie pudo percibir
su presencia. Para el transporte hasta la clínica de hibernación, colocaron el
cuerpo perfecto de la dama en un ataúd terapéutico, sumergiéndola en la
atmósfera de hidrógeno líquido de un oasis humeante. Aparentemente estaba
dormida, pues su semblante desprendía esa paz interior de quien ha trabajado
con intensidad y se sosiega después en una siesta reparadora.
Un autobús cargado de escolares, en viaje de fin de curso, llegó
hasta una curva angosta con exceso de velocidad. Iba en la misma trayectoria
pero en sentido contrario al coche fúnebre, porque en un cruce el conductor
confundió el rumbo hacia la Alhambra de Granada y torció hacia la capital del
país. Antes de darse cuenta de su error, el chofer del ómnibus amonestaba a dos
estudiantes que acababan de explotar un preservativo inflado con agua y le
había empapado la camisa. Así que para corregir la fuerza centrífuga que los
engullía en una curva, movió bruscamente el volante, y en ese preciso momento
fue como si el autocar cobrara vida propia, pues empezó a girar sobre sí mismo
mientras la frenada de urgencia dejaba una estela humeante en el asfalto y
esparcía un tufo a caucho quemado por sobre el campo de girasoles que
bordeaba un flanco de la carretera; rebufaba cada vez que alguno de sus cuartos
traseros de animal asilvestrado soportaba una detonación seca de neumáticos
cansados, bamboleó una vez y cayó de costado, arrastrándose en un remolino de
cristales gruesos despedazados, revueltos con maletas, ropas, libros; la mole
inmensa de la guagua parecía de barro blando mientras iba deformándose en
cada pirueta, pero la calzada quedaba arañada para siempre en la estridencia de

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hierros revueltos y huesos rotos del accidente de treinta y siete estudiantes de
primaria y un funcionario a punto de jubilarse, con los que se encontró
repentinamente el piloto de la limusina pávida. Circulaba con su propio ámbito
tétrico, con una comitiva de cinco carricoches taciturnos, rebosantes de
admiradoras compungidas, amigas íntimas, gemelas artificiales atribuladas, que
discutían epitafios conmovedores. No tuvo tiempo de esquivar al coloso de metal
que avanzaba hacia ellos. El impacto provocó una cabriola del automóvil e hizo
que se abrieran sus compuertas posteriores mientras se le achataba el morro
como un acordeón y le estallaba el parabrisas y la luneta, esparciendo una ráfaga
de perdigones vidriados. La madrina era ajena al caos y parecía continuar
reposando en un acuario gélido, con una orquídea entre las manos, bañada por
la sustancia ártica que la preservaría durante los siglos venideros de la putridez.
El golpe desquició el féretro de cristales religiosos y acero templado, sus goznes
claudicaron, y terminó abriéndose con una vaharada hibernal. La durmiente se
revolvió entre los efluvios, como intentando acomodarse, pero acabó proyectada
hacia un vuelo de aguilucha hasta el camino asfaltado y al tocar la dureza del
mundo se despedazó como un jarrón de alabastro en un estrago de fragmentos
minúsculos de materia orgánica congelada y paraísos mantenidos con ilusiones
anteriores a la humanidad, con el estruendo de un pedrusco de arcilla seca, junto
con su abalorio pétreo y los lustros imperturbables de una juventud inventada; la
muñeca de caolín, cuarzo y feldespato quedó diseminada en migas que parecían
gotas de escarcha sobre los mirabeles, y se convirtieron en alimento para los
estorninos, abono en la tierra, tributos para la hormiga reina, estorbos para las
escolopendras y canicas de vidrio en los juegos del hijo de algún viajero que paró
para ver el teatro de la vida representándose a sí misma. Una instancia

159
sobrenatural asió el ánima de la señora y lo desfondó hasta un páramo albarizo,
donde resoplaban vientos esteparios, alcanzando a dilucidar, en una última
ráfaga de entendimiento, que había salido indemne de todas las batallas
cotidianas para terminar perdiendo esa otra guerra sin tregua contra el embate
inexorable de condición mortal. En esa fugaz lucidez, durante la descomposición
infinitesimal del transcurso de la eternidad, que le otorgó un último segundo
cronológico, vislumbró que su especie estaba predestinada biológicamente para
sobrevivir pero también, en una contradicción, dolorosa a veces e indefectible
siempre, para anhelar la muerte; descubrió que la inmortalidad era sólo un
porvenir que nunca llega, que nunca se transforma en presente para un animal
que vuela, nada, bucea, corre, depreda, fornica y pinta ensoñaciones y viste
hopalandas y adorna con bambolla las miserias de una raza expulsada de un
huerto edénico, una raza que desaparecería entre las fauces de una negrura
nómada hasta transmutarse y fundar otro mundo en otros universos, como
antiguamente ocurrió con los dragones y los minotauros, con los seres arenosos
y los microbios del azufre, también con unas criaturas habladoras y fantasiosas
que se asustaban de la noche y se escondían para ventosear o desnudarse,
pues eran melindrosas y sociables, organizadas y con ímpetus conquistadores,
que penetrarían hasta lo extraordinariamente pequeño y alcanzaron a columbrar
brillos infinitamente lejanos, tras abarcar continentes y mares y construir inventos
que simplificaban las guerras o la manipulación de la materia. Se hacían llamar
seres humanos, adoraban el oro y a ídolos increíbles, y discutían frecuentemente
sobre una mujer cuya existencia fue revelada por cuatro amanuenses
anacrónicos, con testimonios, recogidos en un pasado, sobre sucesos
pertenecientes a otro pasado aún más ancestral, pluscuamperfecto, inspirándose

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en la gracia divina, cuya recopilación pasó por traducciones y censuras,
traspapeleos, exégesis, tardanzas y omisiones, hasta completar unas crónicas
con un albur sugerido por un interlocutor casual, que había oído comentar a un
paisano que andando por el mercado se enteró de las murmuraciones entre dos
selenitas, a quienes un testigo presencial les dijo haber visto cómo la dama se
pulverizaba en la pizarra de alquitrán y alcatifa del suelo macizo, y que en aquel
momento, cuando los presentes voltearon la urna vacía, con la última hilaza
gaseosa serpenteando como un áspid, la más fiel de sus gemelas artificiales
aseguró estar viéndola entera, ascender como un mesías, en cuerpo y alma,
hacia los cúmulos amontonados donde esperaba una criatura sonriente y
menuda, que permanecía suspendida por un alear de plumas luminosas, y que
le guiaría hasta rebasar los límites de la visión humana, posiblemente para
alcanzar una entrevista física, tantas veces aplazada, con el todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra, uno y trino; que a su manera también había
repartido albalás de racionamiento, para dejar comer piltrafas de felicidad y beber
aguardientes destilados por la soledad. Aunque esa versión de los hechos
pertenece a su biografía apócrifa y a la manera simple con que las leyendas
nacen y se enredan y perduran en la memoria de los hombres.



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