135
tragaldabas inmenso y apocalíptico, capaz de redimir a los pobladores de una
tierra milenaria, llena de acertijos, inmersa en una edad recurrente. El emisario
bíblico enfanga el aire de conjeturas, va disipando la gravedad, ese estado
corporal de pesadez, empieza, con una prioridad inversamente proporcional al
lastre molecular, a remover las cosas; por las calles, en la intimidad de los
hogares, excita el vuelo de lo más liviano, la hojarasca, las briznas de hierba,
papeles, cabellos, la pimienta en un puesto de especias; con una devastación
que sigue una escala logarítmica, hace vibrar la materia, como si estuviera
endemoniada, levanta los manteles en las terrazas, desbarata los tendederos,
desnuda arboles, y deja flotando a la escribiente en el ámbito de la estancia,
junto a la silla donde estuvo sentada, el escritorio salmantino, sus dos peces de
colores agonizantes, en una situación estrambótica, donde una mujer atraída por
las alturas, transcribe frenéticamente, con letra de médico, un desenlace
trepidante para una realidad que tal vez se origina por el acto mismo de la
escritura y el concurso de quien ahora lea que Berenice paró de historiar, tenía
los dedos agarrotados, la cabeza aturdida, el corazón desbocado. Presentía al
devorador de mundos, un depredador invisible descuartizando lo cotidiano,
atracándose con las trivialidades que dan sentido a una vida que en ocasiones da
vueltas sobre sí misma. Conjeturó que hubiera podido cambiar el destino hasta
encajarlo en un final bienaventurado, mas los muros, maderas y vigas de acero
del edificio comenzaban a ceder con un estruendo apabullante, desquiciados por
la voracidad del monstruo cuyas fauces engullen universos. Apenas le alcanzó el
resuello para componer el último reglón de una paradoja donde el mundo
recomenzaría y un hombre inclinado, gutural y peludo, se alzaría para ver una
estrella fugaz despedazarse contra el infinito.