L.I. FLORES LÓPEZ ELVIS.
LA NACIÓN VS LAS REGIONES
Jorge ZEPEDA. La nación vs las regiones. México, 1992. 20-33.
El texto aborda la problemática de la dependencia entre el centro y la provincia en
relación con las decisiones político-administrativas en la conformación del Estado,
la nación y la región.
En sus principios el regionalismo jugó un papel de conciencia regional, que
desembocaría en el movimiento de independencia y al postre en una guerra civil, a
través de la cual se buscaba configurar un proyecto de nación, para consolidar el
Estado mexicano se tuvo que recurrir a la conjugación de los intereses locales con
los nacionales. En este proceso los dirigentes políticos apelaban a lo nacional
mientras que las élites locales hacían un reclamo y defensa histórica de la
participación regional.
LA NACIÓN VS. LAS REGIONES
Aunque existan delegaciones en las capitales de provincia, la verdadera capital
reside en México; los gobernantes estatales son cónsules enviados por la
federación y la política económica que rige los dineros y penurias de la población
se dicta desde las razones y las obras del ejecutivo federal.
La provincia ha sido un protagonista central en los grandes procesos nacionales. La
Independencia, la Reforma y la Revolución –– tres momentos constitutivos de la
nación mexicana –– tuvieron su origen en la provincia y, en cierta manera,
constituyeron una irrupción de regionalizad en la capital del país.
Historia de un ombligo
En México la formación de regiones es producto de la historia nacional y no al revés.
Esto es así porque el centro político nació antes que su territorio. A diferencia de los
casos europeos en que las regiones plenamente conformadas preexistían a la
nación y al Estado, acá la ciudad de México preexiste a su territorio: la manera en
que los articule y la precisión de sus límites será un proceso largo; pero su
centralidad fue indisputada.
El país no nació de la convergencia de una serie de regiones que poco a poco se
fueron dotando de un centro hegemónico y una unidad política mayor. Por el
contrario, la preeminencia de la ciudad de México ha sido una constante desde el
principio.
La historia nacional está cruzada por esta tensión permanente entre élites
regionales y los grupos dirigentes nacionales. Es decir, entre la dinámica específica
de las diferentes regiones que conforman al país y los requerimientos de unidad y
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dominación por parte de los grupos dirigentes a nivel nacional. La centralización de
la vida nacional ha sido una manera de organizar el territorio. Constituye la
imposición de una opción de organización social y política, entre otras posibles.
En el principio va el centro.
La ciudad de México nació grande y poderosa. El profundo centralismo de la
sociedad mexicana deriva en parte de este hecho. Su centralismo en un acto
fundante, pero también una determinación histórica.
Los orígenes del regionalismo.
La independencia desmontó la jerarquización de los circuitos comerciales
dominados por la ciudad de México y enfrentó dos proyectos antagónicos para su
redefinición. Por un lado de parte de las élites de la capital y de las corporaciones,
la necesidad de establecer dicha jerarquía. Del otro lado, la vehemencia por parte
de las oligarquías regionales para sacudirse el tutelaje y encontrar su propio espacio
comercial y económico.
La apelación a los sentimientos regionales con propósitos políticos no creó las
identidades regionales. Estas siempre han existido dadas las heterogeneidades del
paisaje mexicano y las peculiaridades culturales regionales. Pero la expresión
política de tales identidades está muy ligada al desarrollo de grupos de interés
regionales, en proceso de convertirse en actores políticos nacionales.
Don Porfirio y las élites regionales:
Un centralismo matizado
Porfirio Díaz entró con el pie derecho, y ahí se quedó durante tres décadas
haciendo rizas récords pasados y futuros. Sus dos competidores más cercanos en
el “salón de la fama” e la lucha por el poder en México, Santa Anna y Obregón, no
pudieron conservarlo aun uando dejaron pierna y brazo en el intento.
El último cuarto siglo experimenta la felizcoincidencia de dos procesos cuya
confluencia dará solidez al régimen. Por una parte la creciente complejidad de la
formación mexicana y las necesidades de acumulación y no de expansión,
demandaron cada vez más apremiante la unificación política y económica nacional.
Por otra parte, la expansión capitalista de los países metropolitanos y la
conformación de un mercado mundial, implicaron la necesidad de institucionalizar
la vida económica y política de los países periféricos, para hacer posible la
explotación y transferencia eficiente de los recursos naturales desde nuestros
países.
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Los centros gravitacionales de la economía comenzaron a desplazarse hacia el
norte y el sureste, en detrimento de las regiones tradicionalmente importantes como
el Bajío y Puebla. En lo esencial la estructura de la provincia mexicana
contemporánea se desarrolla en este periodo. Monterrey, Mérida, o el rosario de
ciudades sonorenses emergieron como centros articuladores de sus respectivas
regiones.
Ciertamente, la centralización de la sociedad mexicana fue un proceso lento
conflictivo, no exento de choques frontales. La creación de un espacio político y
económico unificado requirió, entre otras cosas, de la supresión de aduanas
interiores y del debilitamiento de ejércitos autónomos regionales ––ambas fuentes
de sustentación del poder regional.
El periodo de marras se caracterizó por la fragmentación política regional y el
debilitamiento de la “centralidad” de la capital. Pero a partir del porfiriato, la ciudad
volvió por sus fueros en la medida en que las élites públicas y privadas de la capital
volvieron a controlar los procesos políticos y económicos del país.
La fórmula porfirista de la reelección del ejecutivo probó ser tan eficiente a nivel
regional como a escala nacional. Durante este periodo la mayor parte de las
entidades federativas experimentaron versiones locales de Porfirio Díaz2 Caciques
y sus familias que se apoltronaron en el poder con la misma perseverancia que Don
Porfirio. En algunos casos como en Chihuahua o en Chiapas el cacique político era
al mismo tiempo el empresario más importante de los grupos locales.
Regiones Revolucionadas.
puede decirse que algunas regiones fueron revolucionarias y otras revolucionadas.
Unas fueron polvorín de la rebelión y otras el conflicto simplemente les pasó de
noche. Existe una buena bibliografía para explicar los orígenes locales del
zapatismo, del villismo, de carrancismo y del obregonismo.
La revolución de 1910-1917 destruyó el sistema político porfirista central disolviendo
las redes de articulación que definían las relaciones entre los poderes locales y el
estado nacional. Pero no sólo eso. También sentó las bases para el
resquebrajamiento de las hegemonías terratenientes en muchas regiones del país,
abriendo la posibilidad de la irrupción al escenario político de una multitud de fuerzas
sociales y proyectos de sociedad, en busca de una redefinición del sistema político
nacional.
En las siguientes décadas las élites nacionales y la burguesía norteña compartieron
proyectos similares de lo que habría de ser el desarrollo de la sociedad mexicana.
Estas identidades facilitaron la conformación del sistema político regional sin
conflictos mayores entre los poderes locales y los nacionales. Quizá por ello el
Estado no se vio en la necesidad de movilizar sus propias bases sociales con la
misma intensidad que en aquellas regiones donde encontró resistencia de las
oligarquías locales.
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En otras regiones, aquellas cuyas estructuras políticas y económicas salieron
relativamente intactas del conflicto armado, la Revolución devino Estado. En tales
casos las dirigencias nacionales confrontaron a las oligarquías regionales buscando
redefinir las estructuras del poder local. A nivel económico el Estado debilitó la base
económica de los grupos locales. A nivel político las representaciones de estos
grupos fueron liquidadas, recompuestas en términos más modestos o simplemente
subsumidas al interior del partido oficial. Este proceso, obviamente no se dio sin
resistencia; en algunas regiones dicha resistencia dio lugar a insurrecciones de
amplia envergadura. Por lo general los grupos revolucionarios recurrieron a la
movilización popular para quebrar la base de poder de las élites locales.
El proceso de reconstrucción del sistema político nacional llevó al replanteamiento
de las relaciones entre la dirigencia nacional y los grupos de poder local. Desde
1917 hasta fines del cardenismo, la historia nacional recorrió veinte años de
ensayos y posibilidades finalmente cancelados o depurados por la centralización de
la vida nacional.
La nacionalización de la provincia.
A todo lo largo del siglo, pero con mayor intensidad a partir de la década de los
cuarenta, el país transita las vías del centralismo. En lo económico, mediante la
adopción de un modelo privilegiante de la gran empresa. En lo político con la
omnipresencia de la dirigencia que hace del sistema político un patrimonio gremial.
Gracias a ello, los regímenes posrevolucionarios han puesto su grano de arena en
la simplificación de la ciencia política: Nación, Estado y Gobierno no son, después
de todo, nociones distintas.
Esta relación está jaloneada por más de un conflicto: las burguesías regionales
pueden ser los personaros de las directrices del gran capital pero sin renunciar a la
promoción de sus propios intereses; el uso alternativo de los recursos locales
genera diferentes aproximaciones por parte del capital; la naturaleza de lo regional
presupone la urdimbre de intereses internos y externos, no necesariamente
conciliables. Por lo demás, los grupos subalternos no están mancos, ni son objetos
inermes del poder, muy por el contrario dejan en las estructuras políticas las huellas
de su acción.
El control y dirección de los impulsos políticos procedentes del centro reside, en
términos últimos, en el presidente y se ubican en el marco de la estrategia
económica y política nacional. Sin embargo, la interpretación e implementación de
tales políticas se desgrana en una constelación de grandes y pequeñas agencias
con diversos grados de interés sobre las distintas regiones del país. En tal sentido,
el presidente desempeña un papel indirecto e impersonal, excepto en coyunturas
específicas ya sea por la significación de un hecho político o por la magnitud de un
proyecto de inversión.
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Por lo general, los gobernadores en una instancia de adecuación entre los
directrices de la sociedad nacional y la trama de intereses locales. La mayor o menor
eficiencia con que los gobiernos estatales cumplen esta función depende de su
capacidad para implementar los designios políticos y económicos del centro, sin
violentar, o mejor aún, canalizando los intereses locales. En parte por ello, el
gobernador tiene la posibilidad de mediatizar la magnitud y las modalidades con que
se implementa y canaliza el poder público dentro su entidad.
Por una parte, el contraste reside en la importancia económica de la región y el
grado de articulación de los grupos que regentean la acumulación regional. A ese
respecto destacan aquellas zonas vinculadas a la exportación o a los intereses del
capital transnacional, sin pasar por la mediación e las élites nacionales. Por otra
parte, la fuerza de una región, y de sus dirigencias locales, frente al centro se
encuentra en el grado de cohesión de la propia regionalizad.
Por lo general en las zonas de agricultura de riego el poder se negocia como un
cruce de intereses entre las agencias federales y las organizaciones de productos
locales. Las empresas agroindustriales importantes pueden ser un actor adicional,
sobre todo en situaciones límite que afectan su control sobre los recursos locales.
El problema de la construcción de sujetos regionales.
Hacer de las burguesías locales los únicos interlocutores regionales, fue parte
esencial de este proceso. Creemos que la importancia de este hecho no ha sido
suficientemente aquilatada en los análisis sobre la estabilidad del sistema político
nacional. Los regímenes postrevolucionarios desalentaron la formación de
organizaciones de trabajadores regionales, mediante su incorporación a las grandes
centrales nacionales. Cárdenas sistematizó esta estrategia al incorporar dentro de
las instituciones oficiales a los sectores populares, convirtiéndolos súbitamente en
actores políticos nacionales. Durante su régimen presidencial, incluso, dio el tiro de
gracia a las poderosas organizaciones populares que había creado en Michoacán
durante su gestión como gobernador y permitió fuesen diluidas en las
organizaciones nacionales.
La despolitización de los escenarios regionales se acentuó en la medida en que los
conflictos locales invariablemente han sido canalizados hacia instancias federales.
El que controla los recursos controla el poder. El Estado federal se reserva las
principales instancias de decisión agraria, laboral, de política económica, de
designación de cuadros, etcétera. Ello permite atenuar la carga política de los
escenarios locales, lo cual en buena parte explica la ausencia en las últimas
décadas de explosiones regionales más o menos radicales tan frecuentes en la
historia de México.
El horizonte político regional revela hasta qué punto la premisas sigue siendo
vigente: la pobreza de escenarios de confrontación explica en parte la ausencia de
actores organizados de los grupos subordinados. Todo conflicto pasa pro el Estado
y no por la confrontación diametral de los grupos locales. Con su enorme
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constelación de recursos el Estado central es capaz de mediatizar, postergar,
cooptar, atomizar y eventualmente reprimir las demandas e impugnaciones.
Límites y posibilidades de un regionalismo contestatario.
La región es, pues, pobre en cruces horizontales de orden político, la constitución
de sujetos políticos regionales es reducida y la existencia de escenarios de
confrontación muy escasa. Y pese a todo, la provincia sigue dando sorpresas.
Supuestamente el desarrollo del Estado nacional conllevaría a la homogeneización
del territorio y al emergencia de una conciencia nacional por encima de las
identidades regionales. Pero, literalmente, esto no ha sido así ni aquí ni en China.
Tampoco en Europa, en donde las relaciones entre los poderes regionales y el
gobierno central constituyen uno de los principales conflictos hoy en día.
Toda proporción guardada, las identidades regionales son en México un factor
político. Lo han sido en el pasado y podrían serlo en el inmediato futuro. Y no tanto
por la intensidad de un supuesto regionalismo de fuerte raigambre histórica ––como
podría ser el caso europeo–– como por la creciente incapacidad del Estado nacional
para responder a las necesidades de las comunidades regionales.
El problema de estas políticas es de origen. Por una parte la dirigencia nacional
busca desembarazarse de servicios y obra pública de difícil administración, sin
replantear las relaciones de poder entre los grupos locales y los nacionales. Por otra
parte, mediante estas políticas, el Estado central ha buscado un mayor
involucramiento e incorporación de las élites regionales a la política oficial, pero se
ha visto maniatado por su profunda desconfianza en la fidelidad política y en la
capacidad técnica de los grupos locales.
Ciertamente, las reinvidicaciones regionalistas están cruzadas por los deseos de las
burguesías locales de arrancar a los poderes centrales mayores espacios de
autonomía. No obstante, creemos que en esta actualización de lo regional existen
componentes sociales y culturales que pueden ir en el sentido de la agrupación
popular democrática y transformarla.
La premisa “nación vs regiones” es en el fondo una falsa oposición. Pero
políticamente tendrá sentido en tanto que una parte de los grupos regionales
perciban en la sociedad nacional una amenaza secular a sus intereses. En menos
una crisis de nacionalidad que de liderazgo de la comunidad nacional. En todo caso
lo que está en discusión es la relación de los miembros de esta comunidad y el
papel del Estado central como articulador de la misma.