La sal, que proporciona sabor a los alimentos, es el símbolo de los hijos de Dios, cuya vida y
testimonio deben ser llenos de sabor y atractivo.
Jesucristo estaba llamando a sus verdaderos discípulos de entonces, y por extensión a todos
los de ahora: “Sal de la tierra”. Por lo tanto debemos en un principio ser sal para nosotros
mismos, y así lo seremos hacia los demás.
En ese sentido, leemos en Marcos 9: 50:
“Buena es la sal; mas si la sal se hace insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened sal en vosotros
mismos; y tened paz los unos con los otros.”
Es evidente que todo parte, antes de un “hacer”, de un “ser”. Debemos ser sal, y esto implica
un carácter suficientemente santificado. Notemos que el sentido de ser santificados, es el de
ser apartados del pecado y vivir para Dios; así como la sal preserva los alimentos de la
corrupción, si en el sentido espiritual somos sal, seremos preservados de la corrupción del
pecado. En eso también debemos ser sal.
A. Veamos algunas características de la sal y su aplicación a lo espiritual en nosotros
Lo que hace la sal:
En lo natural, la sal preserva (aparta de la corrupción). Por lo tanto en lo espiritual, si somos
sal significará que viviremos vidas apartadas del mal, es decir, santificadas.
En lo natural, la sal detiene el avance de la destrucción de la putrefacción. Por lo tanto, en lo
espiritual, si somos sal, significará que en relación a los que nos rodean, nuestra influencia
ayudará a la detención del progreso de lo inmoral o pecaminoso. Leemos lo siguiente:
(Colosenses 4: 5, 6) “Andad sabiamente para con los de afuera, redimiendo el tiempo. Sea
vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder
a cada uno.”