—¿Y cómo es que acabaste entre los delincuentes?
—¡Preguntas como un juez de cargo! —bufó, torciendo el gesto en forma grotesca
—. Entre delincuentes, ¡fuuu! ¡Desde el camino de la virtú, puf!
Regruñó un poco, se rebuscó en el seno, sacó algo que el brujo no pudo ver con
claridad.
—El tuerto de Fulko —dijo pronunciando indistintamente, frotándose algo con
fuerza en la encía y respirando hondo por la nariz— es, de todos modos, un tío legal. Lo
que se llevó se lo llevó, pero el polvo me lo dejó. ¿Una pizca, brujo?
—No. Y preferiría que tú tampoco lo tomaras.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Cahir?
—No tomo fisstech.
—Pues no me han tocado dos santurrones —agitó la cabeza—. Ahora seguro que me
vais a salir con moralinas, que si los polvos te dejan ciego, sordo y calvo. Que si voy
parir crios retrasados.
—Déjalo, Angouléme. Y termina de contar la historia.
La muchacha estornudó con fuerza.
—Vale, como quieras. En qué estaba yo... Ah. Estalló la guerra, sabes, con
Nilfgaard, los parientes perdieron todo su patrimonio, tuvieron que dejar su casa. Tenían
tres hijos propios, y yo me convertí en un peso para ellos, así que me dieron a un
orfanatorio. Lo llevaban unos sacerdotes de no sé qué santuario. Un sitio alegre, resultó
ser. Un lupanar común y corriente, un burdel, ni más ni menos, para los que les gustan
las frutas acidas con pipas blancas, ¿entiendes? Muchachillas jóvenes. Y muchachos
también. Yo, cuando llegué, estaba ya demasiado desarrollada, crecida, no tenía
aficionados...
Inesperadamente, se cubrió de rubor, que era visible incluso a la luz del fuego.
—Casi no tenía —añadió entre dientes.
—¿Cuántos años tenías entonces?
—Quince. Conocí allí una muchacha y cinco muchachos, de mi edad y un poco
mayores. Y nos pusimos de acuerdo al punto. Conocíamos, por supuesto, las leyendas y
los cuentos. Del Loco Dei, de Barbanegra, de los hermanos Cassini... ¡Nos tiraba el
camino, la libertad, el bandolerismo! Qué es eso, nos dijimos, sólo porque nos dan aquí
de comer dos veces al día tenemos que ponerle el culo a placer a unos mariconazos...
—Cuida tu lenguaje, Angouléme. Sabes que lo mucho empalaga.
La muchacha gargajeó estruendosamente, escupió al fuego.
—¡Vaya santurrones! Vale, voy al grano, que no tengo ganas de hablar. En la cocina
del orfanatorio se encontraron cuchillos, bastaba afilarlos bien con una piedra y
esconderlos al cinto. De las patas de una silla de roble nos salieron buenos palos. Sólo
nos eran necesarios caballos y dinero, así que esperamos a que vinieran dos depravados,
clientes asiduos, unos vejestorios, puf, lo menos cuarentones. Vinieron, se sentaron, se
tomaron su vinillo, esperaron hasta que los sacerdotes, como era costumbre, les ataran a
la mozuela elegida a un curioso mueble especial... ¡Mas aquel día no encularon a nadie,
no!
—Angouléme.
—Vale, vale. En pocas palabras: degüellamos y apaleamos a ambos dos viejos
depravados, a tres sacerdotes y a un paje, el único que no salió corriendo y defendió los
caballos. Al dispensador del santuario, que no quería soltar la llave del cofre, le pusimos
al fuego hasta que la soltó, pero le perdonamos la vida, porque era un viejo amable,
siempre bueno y generoso. Y nos echamos al monte, al camino. Nuestra suerte posterior
fue muy variada, a veces bien, a veces mal, a veces nos dieron, a veces nosotros les
dimos. A veces hartos, a veces hambrientos. Ja, hambrientos las más de las veces. De lo
que se arrastra he comido en mi vida todo lo que se dejara, su puta madre, cazar. Y de lo
que vuela hasta una cometa que me comí una vez, porque estaba pegada con harina.
Se calló, se restregó con brusquedad sus cabellos claritos como la paja.
—Ah, lo que pasó, pasó. Esto te diré: de los que huyeron conmigo del orfanatorio, no
vive ya ninguno. A los dos últimos, Owen y Abel, se los cargaron hace unos días los
infantes de don Fulko. Abel se entregó, como yo, mas lo rajaron igual, por mucho que
había arrojado la espada. A mí no me mataron. No pienses que por bondad de corazón.
Ya me estaban tirando de espaldas y me abrían de patas, mas se allegó un oficial y no
La Torre de la Golondrina – Andrezj Sapkowsky 102