despoja de las restricciones del vestido. Barre con el brazo los
adornos de la mesa y estrella la botella de vino, ya vacía, contra la
pared.
Las esquirlas de cristal se le clavan en la mano, y el dolor es
agudo y real, como el repentino escozor de una quemadura pero sin
que quede cicatriz, aunque a Addie le da igual. En pocos segundos,
sus cortes se cierran y las copas y la botella vuelven a
recomponerse. Hubo un tiempo en el que consideraba esta
imposibilidad de romper cosas una bendición, pero ahora la
impotencia le resulta enloquecedora.
Lo hace todo añicos, solo para ver los objetos estremecerse,
burlarse de ella y volver a descansar intactos, como al principio de la
velada.
Y Addie grita.
La ira se enciende en su interior, abrasadora y brillante; una ira
dirigida a Luc, y a sí misma, pero esta deja paso al miedo, a la pena
y al terror, porque debe afrontar otro año sola, un año sin oír su
nombre, sin verse reflejada en los ojos de nadie, sin poder
descansar una noche de la maldición; un año, o cinco, o diez, y
entonces se da cuenta de lo mucho que contaba con su visita, con
la promesa de su presencia, porque sin ella, Addie se desmorona.
Se hunde en el suelo, rodeada de los restos de su solitaria noche.
Pasarán años antes de que vea el mar, las olas chocando contra
los blancos y escarpados acantilados, y entonces recordará las
provocadoras palabras de Luc.
Incluso las piedras se erosionan hasta desaparecer.
Addie se duerme justo después del alba, pero es un reposo
agitado, breve y lleno de pesadillas, y cuando se despierta y atisba
el sol brillando en el cielo de París, no se atreve a levantarse.
Duerme durante todo el día y parte de la noche, y al despertarse de
nuevo, su espíritu quebrado se ha recompuesto, igual que un hueso
roto que se endurece tras una fractura.
«Ya basta», se dice a sí misma, poniéndose de pie.
«Ya basta», repite, dándose un festín con el pan, que ya está
duro, y el queso, que se ha ablandado por el calor.
Ya basta.