LAS DESGRACIAS DE SOFÍA (1858) Condesa de Ségur

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About This Presentation

El libro infantil más brutal, cruel, de la historia.


Slide Content

LAS DESGRACIAS DE SOFÍA
(1858)























Condesa de Ségur


Traducción:

Delia Piquérez

Edición:

Julio Pollino Tamayo

[email protected]

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INTROITO























Se puede llegar a la moralidad por dos caminos, por el directo del bien, y por el
indirecto, y mucho más divertido, del mal. Los buenos van al cielo, los malos a
todas partes. El perfeccionamiento moral tiene mayor sentido, valor, cuanto más
lejos te encuentres de la virtud, de la excelencia. Sin camino sembrado de minas,
de espinas, no hay trofeo, redención, final. Para que vuelva el hijo pródigo
primeramente tiene que haberse ido. Supuestamente “Las desgracias de Sofía” es
un libro moralista, pedagógico, un manual de estilo a la inversa, todo lo que no
hay que hacer para ser un desgraciado en la vida, pero mientras tanto a la infeliz
salvaje Sofía que la quiten lo bailao. La moraleja no es tanto hacer el cabra es
malo como hacer el cabra es necesario para aprender, para crecer. La Condesa de
Segur no escatima en crueldad, en brutalidad, no omite detalles escabrosos, no
hay la menor elipsis, las aventuras, más bien desventuras, de Sofía te dejan
boquiabierto, descolocado, por su gratuidad, en la actualidad ninguna editorial se
atrevería a publicarlo. Y lo mejor de todo es que se nota que no son fábulas, sus
desgracias son autobiográficas. La Condesa de Segur tuvo una estricta educación
aristocrática, lo que provocó que por contraste, contrapunto, sus travesuras,
rebeldías, fueran más extremas, irracionales. Lo maravilloso es que no es un
inconsciente libro de juventud, la Condesa de Segur comenzó a escribir con 58
años, 8 hijos y una invalidez a sus espaldas, para educar a sus nietos, vamos que
sabía lo que hacía, y cómo lo hacía, a pesar de ser su primera novela. Hay
maestría en la contundencia, precisión, de su escritura, sin ninguna retórica, ni
psicología, es pura acción, presente, desarrollado en capítulos extremadamente
cortos y ágiles. El libro ha sido llevado a la pantalla varias veces, y en todos los
casos de manera muy mediocre, convencional. En la actualidad sigue siendo uno
de los libros infantiles más leídos en Francia, y el más popular de los suyos en
España, su ritmo cinematográfico no ha envejecido nada.

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“Mis pobres niños, es siempre así en el mundo; el Buen Dios envía penas,
dolores, sufrimientos, para impedirnos amar demasiado la vida y para
habituarnos al pensamiento de dejarla.”




La crueldad salvajemente inocente, suicida y sin maldad, de Sofía es
inigualable, es un genio del mal por el mal, por puro capricho, diversión,
aburrimiento. Su capacidad para sobreponerse a los castigos, y al recuerdo de sus
fechorías, es insuperable, cada nueva maldad estrena la maldad, es inconsciencia
al desnudo, en crudo, infancia destilada, poseída. La perplejidad de la madre de
Sofía es la perplejidad del lector, su infinita capacidad de perdonar sus diabluras
también. A pesar de todo Sofía cae bien, su maldad resulta entrañable,
reivindicable. Si de los errores, de las caídas, se aprende, Sofía es sabia nivel
Dios. Abstenerse animalistas, puede herir su sensibilidad, y la de sus animales.



Julio Pollino Tamayo

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A MI NIETA

ELISABETH FRESNEAU



Querida niña: A menudo me dices "¡Oh, abuela, cuánto te amo!
¡Eres tan buena!" Has de saber que tu abuela no ha sido siempre
buena, como también hay muchos niños que han sido malos y que se
han corregido igual que ella.

He aquí la verdadera historia de una niñita que tu abuela ha
conocido mucho en su infancia. Tenía mal genio, y se volvió amable;
era glotona, y dejó de serlo; era mentirosa, y se volvió sincera; era
ladrona, y se volvió honrada. En fin, que era mala y se volvió buena.
Tu abuela ha hecha lo mismo, Imitadla, mis queridos nietecitos; os
será fácil, a vosotros que no tenéis los defectos de Sofía.



CONDESA DE SÉGUR,

nacida Rostopchine.

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CAPITULO PRIMERO

LA MUÑECA DE CERA



—María, María —dijo un día Sofía mientras entraba corriendo en su
cuarto—, ven pronto para abrir el cajón que papá me ha enviado desde
París. Creo que contiene una muñeca de cera, pues me prometió
mandarme una.

—¿Dónde está el cajón? — preguntó la niñera.
—En la antesala. Ven pronto, María, ¡te lo ruego! — insistió la
chiquilla.

La niñera dejó su costura y siguió a la niña a la antesala. Sobre
una silla se hallaba un cajón de madera que la niñera abrió. Sofía
divisó la cabeza rubia y rizada de una linda muñeca de cera. Lanzó un
grito de alegría y quiso coger en brazos a la muñeca que estaba aún
cubierta por los papeles del embalaje.

—¡Cuidado! ¡No tires! —le advirtió la niñera—. ¡Vas a romperlo
todo! La muñeca está sujeta por cordeles.

—¡Rómpelos! ¡Arráncalos! ¡Pronto, María! ¡Quiero mi muñeca en
seguida!

La niñera, en lugar de romper y arrancar, tomó les tijeras, cortó las
cuerdas, y quitó los papeles, y Sofía pudo entonces coger en sus
brazos a la muñeca más hermosa que había visto hasta entonces.
Mostraba las mejillas rosadas y con hoyuelos; los ojos azules y
brillantes. El cuello, el pecho y los brazos eran de cera, regordetes y
encantadores. Lucía un sencillo vestidito de percal festoneado, con
cinturón azul, medias de algodón y zapatitos negros de charol.

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Sofía la abrazó más de veinte veces, y teniéndola siempre en

brazos comenzó a saltar y bailar. Su primito Pablo, que contaba
cinco años, y se hallaba de visita en casa de la niña, llegó corriendo,
atraído por los gritos de alegría lanzados por Sofía.

—Pablo, ¡mira qué hermosa muñeca me mandó papá! — exclamó la
niña.

—Dámela para que la vea mejor — pidió Pablo.
Pero Sofía volvió a negarse:
—No; podrías romperla.
—Te aseguro que tendré cuidado —indicó el niño—. Te la devolveré
en seguida.

Sofía pasó la muñeca a su primo, recomendándole de nuevo que no
la dejara caer. Pablo le dio vueltas y más vueltas, mirándola por todos
lados, hasta que finalmente, la devolvió a su prima meneando la
cabeza.

—¿Por qué mueves la cabeza? — le preguntó la chiquilla.
—Porque esta muñeca no es fuerte. Creo que la romperás.
—Oh, pierde cuidado —declaró Sofía—. Voy a cuidarla tanto, tanto,
que jamás la romperé. Ahora voy a pedirle a mamá que convide a
almorzar con nosotros a Camila y a Magdalena para enseñarles así mi
linda muñeca.

—Te ta romperán — advirtió Pablo.
—No. Son demasiado buenas para causarme pena rompiendo mi
muñeca.

Al día siguiente, Sofía peinó y vistió su muñeca, porque debían venir
sus amiguitas. Mientras la vestía, la encontró sumamente pálida.

—Tal vez sea porque tiene frío —se dijo—. Sus piececitos están
helados. La voy a poner un rato al sol para que mis amigas vean que la
cuido bien y la tengo al calorcito.

Sofía llevó, pues, su muñeca a la ventana de la sala donde daba el
sol.

—¿Qué haces en la ventana, Sofía? — le preguntó su mamá.

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—Pongo a calentar mi muñeca, mamá. Tiene mucho frío.

—Ten cuidado. Se te derretirá — le dijo la mamá.
—Oh no, mamá, no temas. Está dura como si fuese de madera
—afirmó Sofía muy convencida.
—Pero el calor la ablandará. Verás como le sucederá algo.
Sofía no quiso hacer caso a su mamá y colocó la muñeca tendida al
sol, que en aquel momento quemaba.

En ese mismo instante oyó el ruido de un coche. Eran sus amigas
que llegaban, conque corrió al encuentro de las niñas.

Pablo estaba ya esperándolas en la escalinata. Entraron en la sala
corriendo y charlando todas a la vez. A pesar de la impaciencia que
tenían por ver la muñeca, las niñas fueron antes a saludar a la señora
de Rean, que así se llamaba la mamá de Sofía. Luego se volvieron
hacia su amiguita, la cual tenía en brazos su muñeca, a la que miraba
consternada.

—¡Está ciega! ¡Esa muñeca no tiene ojos! — exclamó una de las
niñas que se llamaba Magdalena, en cuanto miró a la muñeca.

—¡Qué lástima! ¡Con lo linda que es! — se dolió Camila, la otra
amiguita.

—Pero ¿cómo se ha vuelto ciega? —quiso saber Magdalena—.
Debía tener ojos...

Sofía no decía nada. Miraba a su muñeca y lloraba.
—Ya, te había advertido, Sofía, que sucedería algún percance a tu
muñeca si te obstinabas en ponerla al sol —recordó la mamá—.
Felizmente el rostro y los brazos no tuvieron tiempo de derretirse.

Vamos, no llores: soy un médico hábil y podré devolverle los ojos.
—¡Es imposible, mamá! ¡No los tiene! — se dolió Sofía, llorando.
Su madre tomó la muñeca sonriendo y la sacudió. Se oyó un ruido
de algo que se movía dentro de la cabeza

—Son los ojos los que hacen ese ruido que oís —dijo la señora—.
La cera se ha derretido a su alrededor y se han caído. Pero trataré de
sacarlos. Desnudad a la muñeca, niñas, mientras yo preparo mis
instrumentos.

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Sin perder un instante, Pablo y las tres niñitas se precipitaron a
desnudar la muñeca. Sofía no lloraba ya; aguardaba con impaciencia
lo que iba a suceder.

La mamá volvió, tomó sus tijeras, descosió el cuerpo que estaba
sujeto a la altura del pecho, y los ojos, que se hallaban sueltos en la
cabeza, cayeron sobre sus rodillas. Los tomó con una pinza, los colocó
en el lugar que les correspondía, y, a fin de impedir que volvieran a
caerse, echó dentro de la cabeza y en el lugar donde estaban los ojos,
un poco de cera derretida que había traído en una cacerolita. Esperó
unos instantes a que la cara se enfriara, y luego volvió a coser el
cuerpo a la cabeza.

Los niños no se habían movido. Sofía observaba con temor todas
estas operaciones. Tenía miedo de que algo no estuviese bien; pero,
cuando vio su muñeca compuesta y tan linda como antes, saltó al
cuello de su madre y la besó diez veces.

—¡Gracias, mamita querida! —dijo—. ¡Gracias! ¡Otra vez te haré
caso!

Volvieron a vestir rápidamente la muñeca y la sentaron sobre un
silloncito, llevándola a pasear en triunfo, mientras iban cantando:


—¡Viva mamá!

Mil besos le damos.
¡Viva mamá!
Es nuestro buen ángel.

La muñeca vivió mucho tiempo muy bien cuidada y muy querida,
pero poco a poco fue perdiendo sus encantos. He aquí cómo sucedió:

Un día, se le ocurrió a Sofía que era conveniente lavar a las muñecas
puesto que se lavaba a los niños. Tomó agua, una esponja y jabón y se
puso a lavar su muñeca. La lavó tan bien, que le quitó todos sus
colores: sus mejillas y sus labios se tornaron pálidos como si estuviese
enferma, quedando para siempre sin color. Sofía, al ver esto, lloró
mucho; pero la muñeca continuó pálida.

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Otro día, pensando Sofía que había que rizarle el cabello, a su

muñeca le puso rizadores. Para que el pelo quedara mejor rizado,
les pasó encima la plancha caliente. Cuando quitó los rizadores, el
cabello quedó dentro de éstos: la plancha estaba demasiado caliente y
Sofía había quemado el pelo de su muñeca, de modo que se quedó
calva. Sofía lloró, pero a la muñeca no por eso le salió el pelo.

Días más tarde, Sofía, que se ocupaba mucho de la educación de su
muñeca, quiso enseñarle a hacer gimnasia. La colgó por los brazos de
una cuerda: la muñeca, mal sostenida, se cayó rompiéndose un brazo.
La mamá de Sofía trató de componerla, pero como faltaban pedazos,
hubo que calentar mucho la cera, y el brazo le quedó más corto que el
otro. Sofía lloró otra vez, pero el brazo siguió siendo más corto.

Otra vez, Sofía pensó que un baño de pies sería muy bueno para su
muñeca, puesto que las personas mayores solían tomarlos. Echó agua
hirviendo en un baldecito y metió dentro los pies de su muñeca.
Cuando los retiró, los pies se habían derretido y se hallaban dentro del
balde. Sofía lloró, pero la muñeca se quedó sin pies.

Después de todos estos percances, Sofía dejó de querer a su muñeca
que se había vuelto horrible y de quien se burlaban sus amiguitas.

Por último, un día Sofía quiso enseñar a la muñeca a trepar a los
árboles. La hizo subir sobre una rama y la hizo sentar allí. Pero la
muñeca no guardó el equilibrio y se cayó: su cabeza dio contra las
piedras y se rompió en cien pedazos. Sofía lloró, pero invitó a su
amiguitas al entierro de su muñeca.

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CAPITULO II


EL ENTIERRO



Camila y Magdalena llegaron una mañana para asistir al entierro de
la muñeca: estaban encantadas. Sofía y Pablo no lo estaban menos.

—Venid pronto, amigas mías —dijo Sofía en cuanto las vio—. Os
esperábamos para hacer el ataúd de la muñeca.
—Pero ¿dónde la meteremos? — preguntó Camila.
—En una vieja caja de juguetes —explicó Sofía—. Mi niñera la ha
forrado de percal rosa. Quedó muy bonita, venid a verla.

Los niños corrieron a la salita de la señora de Rean, donde la
niñera terminaba la almohadita y el colchón que debía colocarse
dentro de la caja. Los niños admiraron mucho aquel ataúd encantador.
Colocaron en él a la muñeca, y, para que no se le viera la cabeza rota,
los pies derretidos y el brazo estropeado, la cubrieron con una pequeña
colcha de tafetán rosado.

Colocaron luego la caja sobre una camilla que la madre les había
hecho. Todas querían llevarla, lo que resultaba imposible, puesto que
sólo había lugar para dos. Después que hubieron reñido y disputado
durante un momento, decidieron que los dos más pequeños, es decir,
Sofía y Pablo, llevarían la camilla y que Camila y Magdalena
marcharían una detrás y otra delante, llevando un canasto con flores y
hojas para derramar sobre la tumba.

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Cuando la procesión llegó al jardincito de Sofía, bajaron a tierra la
camilla con la caja que contenía los restos de la desgraciada muñeca.
Los niños comenzaron a cavar un hueco; bajaron allí la caja, arrojaron
encima las flores y las hojas y luego la tierra que habían retirado.
Pasaron luego el rastrillo y plantaron dos plantaron dos plantas de
lilas. Para terminar la fiesta, corrieron al estanque de la quinta para
llenar allí sus regaderitas de agua a fin de regar las lilas. Esto dio
ocasión para nuevos juegos y nuevas risas, pues se mojaban las
piernas unos a otros, y se perseguían gritando y riendo. Jamás se había
visto un entierro más alegre. Es verdad que la muerta era una muñeca
vieja, sin color, sin cabello, sin pies y sin cabeza, y que nadie la quería
ya ni sentía su pérdida. El día se terminó alegremente, tanto, que
cuando Camila y Magdalena hubieron de marcharse, pidieron a Pablo
y a Sofía que rompieran pronto otra muñeca para poder volver a
repetir un entierro tan divertido.

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CAPITULO III


LA CAL



La pequeña Sofía no era obediente. Su mamá le había prohibido que
fuera sola al patio donde los albañiles construían una casita para las
gallinas, los pavos reales y las pintadas. A Sofía le agradaba mucho ir
a mirar cómo trabajaban los albañiles; cuando su mamá iba allí,
siempre la llevaba consigo, pero le ordenaba que permaneciese cerca
de ella. Sofía, a quien le hubiera gustado correr de un lado para otro,
le preguntó un día:

—Mamá, ¿por qué no quieres que vaya a ver a los albañiles sin ti? Y
cuando vamos juntas, ¿por qué quieres que permanezca a tu lado?

—Porque los albañiles arrojan piedras y ladrillos que podrían
alcanzarte, y porque hay arena y cal que podrían hacerte resbalar y
causarte daño.

—¡Oh, mamá!—dijo Sofía—. Ya tendré mucho cuidado… Además,
la arena y la cal no pueden causar daño.

Pero la mamá explicó:
—Eso lo crees tú que eres una niñita, pero yo, que soy mayor, sé que
la cal quema.

—Pero mamá... — insistió Sofía.
—Vamos, cállate. Sé mejor que tú lo que puede hacerte daño o no.
No quiero que vayas al patio sin mí.

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Sofía bajó la cabeza y no dijo nada más. Pero puso cara de resentida
y se dijo Por lo bajo:

—Iré a pesar de todo. Me divierte ir; por lo tanto, iré.
No tuvo que aguardar mucho tiempo la oportunidad para
desobedecer. Una hora más tarde, el jardinero vino en busca de la

señora de Rean para que eligiera unos geranios que traían para vender.
En cuanto Sofía se quedó sota miró a todos lados por si la niñera o la
doncella podían verla, y viendo que estaba sola, corrió a la puerta, la
abrió y salió al patio. Los obreros trabajaban sin pensar en Sofía, que
se divertía mirándolo y examinándolo todo. De pronto, se encontró
cerca de un estanque lleno de cal, blanca y lisa como si fuese crema.

—¡Qué linda y blanca es esta cal! —se dijo—. Jamás la había visto
tan bien como ahora. Mamá nunca me deja acercarme aquí... Qué lisa
está... Qué suave y agradable debe ser el andar por encima de ella. Voy
a atravesar el estanque deslizándome sobre ella como si fuese hielo.

Y Sofía colocó su pie sobre la cal, pensando que ésta era sólida
como la tierra. Pero su pie se hundió y para no caerse, metió también
el otro pie, hundiéndose hasta media pierna. Dio entonces un grito; al
oírla acudió uno de los albañiles que la sacó rápidamente de la cal.

—Quítate pronto los zapatos y los calcetines, niña —le aconsejó—;
están ya todos quemados. Si no te los quitas, la cal te quemará las
piernas.

Sofía miró sus piernas: a pesar de la cal que tenían vio que sus
zapatos y calcetines estaban negros como si hubieran salido del fuego.
Comenzó a gritar más fuerte, tanto más cuanto que empezaba ya a
sentir el ardor de la cal que le quemaba las piernas.

Por suerte, la niñera, que se encontraba cerca del lugar, llegó
corriendo. Inmediatamente se dio cuenta de lo que acababa de suceder
y con gesto vivo arrancó los zapatos y los calcetines de Sofía,
secándole los pies y las piernas con su delantal.

Luego, cogiéndola en brazos, la llevó a la casa. En el mismo
momento en que la niñera llegaba con Sofía a su cuarto, entraba la
señora de Rean para pagar al vendedor de flores.

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—¿Qué sucede? —preguntó la señora, inquieta—. ¿Te has hecho
daño? ¿Por qué estás descalza?

Avergonzada, Sofía no contestó. La niñera contó entonces a la
señora lo que había sucedido y lo poco que había faltado para que
Sofía se quemase las piernas con la cal.
—Si yo no me hubiese encontrado cerca del patio, y si no hubiese
llegado a tiempo, la niña tendría las piernas en el mismo estado que mi
delantal. Vea la señora cómo ha quedado de agujereado y quemado
por la cal.

La señora de Rean vio que, en efecto, el delantal de la niñera estaba
destrozado. Volviéndose hacia Sofía, le dijo:

—Debería azotarte por tu desobediencia, pero Dios te ha castigado
ya bastante con el susto que has pasado. por lo tanto no te impondré
otro castigo que el de que me des la moneda de cinco francos que
tienes en tu portamonedas y que guardabas para divertirte en la fiesta
del pueblo. Servirá para comprar un delantal nuevo a tu niñera.

Por más que lloró Sofía para que le permitieran conservar su
moneda de cinco francos, su mamá se la quitó. Toda llorosa, Sofía

se dijo que otra vez haría caso a lo que su mamá le dijera y que nunca
más iría adonde no debía ir.

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CAPITULO IV


LOS PECECILLOS



Sofía era atolondrada; a menudo hacía cosas malas sin pensarlo. He
aquí lo que le sucedió un día:

Su mamá tenía unos pececillos que no eran más largos que un alfiler
y más gruesos que el canuto de una pluma de pichón. La señora de
Rean quería mucho a sus pececillos, que vivían en una cubeta llena de
agua en el fondo de la cual había arena para que los pececillos
pudieran hundirse en ella y ocultarse. Todas las mañanas, la dama
llevaba miguitas de pan a sus pececillos; Sofía se divertía en mirarlos
mientras se precipitaban sobre las miguitas de pan y disputaban entre
ellos para atraparlas.

Hete aquí que un día, el papá regaló a Sofía un lindo cuchillo con
mango de carey. Sofía, encantada con su cuchillo, cortaba con él su
pan, sus manzanas, bizcochos, flores y lo que fuere.

Una mañana, Sofía jugaba; su niñera le había dado pan que la niña
cortaba en pedacitos, almendras que cortaba en rebanaditas, y algunas
hojas de ensalada. Pidió a la niñera aceite y vinagre para hacer una
ensalada.

—No —le contestó la niñera—. Te daré sal, si quieres; pero aceite y
vinagre, no, pues muy fácilmente podrías ensuciarte el vestido.

Sofía tomó la sal y la puso sobre la ensalada, pero aún le sobraba
mucha.

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—Si al menos tuviera yo otra cosa que salar —se dijo—. No quiero
salar el pan... Necesitaría carne o pescado... Ah, ¡tengo una idea! ¡Voy
a salar los pececillos de mamá! Cortaré algunos en tajadas con mi
cuchillo y los otros los salaré enteros. ¡Qué divertido será! ¡Qué plato
tan bueno va a resultar!

Y he aquí que Sofía ni siquiera pensó en que su mamá no tendría
más sus lindos pececillos que tanto quería, que esos pobres animalitos
sufrirían mucho al ser salados vivos y ser cortados a trozos. Corrió a la
sala donde se hallaban los pececillos, se acercó a la cubeta, los pescó
todos, los colocó sobre un plato de su jueguecito de muñecas, volvió a
su mesita, tomó algunos de los pobres pececillos y los puso sobre una
fuentecita. Pero los pescados, que no se sentían bien fuera del agua, se
movían y saltaban tanto como podían. Para que se estuviesen
tranquilos, Sofía les echó sal sobre el lomo, la cabeza, y la cola. En
efecto, pronto se quedaron inmóviles: los pobres pececillos estaban
muertos. Cuando tuvo su fuente llena, tomó otros y comenzó a
cortarlos a trozos. En cuanto les hincaba el cuchillo los pobres
animalitos se retorcían desesperados, pero no tardaban en quedarse
también inmóviles al morirse. Al segundo pescado, Sofía notó que los
mataba al cortarlos en pedazos; miró con inquietud los que estaban
con sal: al ver que no se movían los examiné con más atención y vio
que estaban todos muertos.

La niña se puso roja como una cereza.
—¿Qué dirá mamá? —pensó—. ¿Qué será de mí, pobre
desgraciada? ¿Qué haré para ocultar todo esto?

Reflexionó durante un momento. De pronto su rostro se iluminó:
acababa de encontrar un medio excelente para que su mamá no se
enterara de nada.

Recogió con rapidez todos los pececillos salados y cortados, los
volvió a colocar sobre un platito, salió sin hacer ruido del cuarto
y fue a llevarlos de nuevo a su cubeta.

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—Mamá creerá que han reñido —se dijo—, y que se han destrozado
y matado mutuamente. Voy a secar mis platitos y mi cuchillo y a
quitar la sal. Por suerte, María no se dio cuenta de que he ido a buscar
los pececillos: está tan ocupada con su costura que no piensa en mí,

Sofía volvió a entrar sin ruido en su cuarto se acercó a su mesita y
siguió jugando con sus platitos. Después de algún tiempo fue a buscar
un libro y comenzó a mirar los dibujos. Pero se sentía intranquila y no
prestaba atención a las figuras, creyendo a cada momento oír los pasos
de su mamá que llegaba.

De pronto, Sofía se estremeció, enrojeciendo violentamente:
acababa de oír la voz de la señora de Rean que llamaba a los criados.
La oyó hablar en alta voz, como si estuviese enojada. Los criados iban
de un lado para otro. Sofía se puso a temblar, temerosa de que su
madre llamara a su niñera o la llamara a ella misma, pero poco a poco
todo volvió a la tranquilidad y no se oyó nada más.

La niñera, que también había oído el alboroto y que era muy curiosa,
dejó su trabajo y salió de la habitación.

Un cuarto de hora después, al regresar al cuarto, dijo a Sofía:
—Es una suerte que hayamos estado ambas en este cuarto sin salir
de él. Figúrate que tu mamá acaba de ir a ver sus pececillos y los ha
encontrado muertos a todos, algunos enteros y otros cortados en
trozos. Hizo comparecer a todos los criados para preguntarles quién ha
sido el malvado que ha hecho morir a esos pobres animalitos. Nadie
pudo o no quiso decir nada. Acabo de encontrar a la señora; me
preguntó si habías estado en la sala. Le contesté que no te habías
movido de aquí y que te habías divertido toda la tarde haciendo la
comidita en tus platitos. «Es extraño —me contestó—. Hubiera
apostado cualquier cosa a que fue Sofía quien hizo esto.» «Oh, señora
—le contesté—; Sofía no es capaz de una maldad tan grande.» «Tanto
mejor —me contestó tu mamá—, pues la hubiera castigado
severamente. Tiene la suerte de que usted no la haya dejado ni un
momento y que me pueda asegurar de que no fue ella quien hizo morir
a mis pobres pececillos.» «En cuanto a eso, señora, estoy
completamente segura», le contesté.

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Sofía se callaba; permanecía inmóvil, con las mejillas rojas, la

cabeza gacha y los ojos llenos de lágrimas. Un instante tuvo deseos
de confesar a su niñera que era ella la culpable, pero le faltó valor.
La niñera, viéndola triste, creyó que lo que la afligía era la muerte
de los pobres pececillos.
—Estaba segura —dijo— que te sentirías tan triste como tu mamá
por la desgracia ocurrida a esos pobres animalitos. Pero debemos
pensar que esos pececillos no eran muy felices en su prisión, porque,
después de todo, esa cubeta era para ellos una prisión. Ahora que están
muertos, no sufrirán más. Por lo tanto, no pienses más en ellos, y ven
a que te vista para bajar a la sala, pues pronto llegará la hora de la
cena.

Sofía se dejó lavar y peinar sin decir una palabra. Cuando entró en la
sala, su mamá ya se encontraba en ella.

—Sofía —le dijo—, ¿te contó tu niñera lo que ha sucedido a mis
pececillos?

—Sí, mamá.
—Si María no me hubiese asegurado que estuviste con ella en tu
cuarto desde que me dejaste, hubiera pensado que eras tú la que

los había hecho morir. Todos los criados dicen que no fueron ellos.
Pero creo que Simón, el criado encargado de cambiar todas las
mañanas el agua y la arena de la cubeta, ha querido desembarazarse

de ese trabajo, y ha dado muerte a mis pececillos para no tener que
cuidarlos. Por lo tanto, pienso despedirlo mañana sin pensarlo más.

Tal noticia dejó a Sofía muy asustada.
—¡Oh, mamá! ¡Pobre hombre! —exclamó—. ¿Qué será de su mujer
y de sus niños?

—Tanto peor para él —declaró la madre—. No hubiera debido
matar a mis pececillos, que no le hacían mal alguno, y a los que hizo
sufrir cortándolos en pedazos.

—¡Pero si no ha sido él, mamá! —dijo Sofía—. ¡Te aseguro que no
ha sido él!

—¿Y cómo sabes que no fue él? —preguntó la mamá—. Yo creo
que ha sido él, porque no puede ser otra persona. Mañana lo
despediré.

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Sofía no pudo resistir más. Llorando y juntando las manos, confesó:

—¡Oh, mamá! ¡No hagas eso! ¡Fui yo quien cogió los pececillos y
los maté!

—¿Tú?... —exclamó la señora de Rean, con sorpresa—. ¡Qué
disparate! ¿Tú, que querías tanto a esos pececillos? ¡No los habrías
hecho sufrir y matado! ¡Creo que dices eso para excusar a Simón...!

Pero una vez empezada, Sofía no podía dominar su ansia de decir la
verdad:

—No; mamá; te aseguro que fui yo. Sí, yo. No quería matarlos,
quería simplemente salarlos, y nunca pensé que la sal les haría daño.
Tampoco creí que les haría daño cortarlos, pues no gritaban. Pero
cuando los vi muertos, los volví a llevar a la cubeta sin que María, que
estaba ocupada trabajando, me viera salir ni volver a entrar en el
cuarto.

La señora de Rean permaneció durante unos instantes tan asombrada
por la confesión de Sofía, que no contestó. Sofía elevó tímidamente
los ojos y vio los de su madre fijos en ella, pero sin enojo ni severidad.

—Sofía —dijo por fin la mamá—, si me hubiese enterado por
casualidad, es decir, por la voluntad de Dios, que siempre castiga a los
malos, de lo que acabas de contarme, te hubiera castigado con
severidad. Pero el buen sentimiento que te ha hecho confesar tu falta
por disculpar a Simón, te ha hecho merecedora de mi perdón. Por lo
tanto, no te haré reproches, pues estoy segura de que comprendes lo
cruel que has sido para con esos pobres pececillos, al no reflexionar en
primer término que la sal debía matarlos, y luego que es imposible
cortar o matar cualquier animal sin hacerlo sufrir.

Viendo que Sofía lloraba, añadió:
—No llores, Sofía, y no te olvides que el confesar tus faltas te las
hará perdonar.

Sofía secó sus ojos y dio las gracias a su mamá, pero permaneció
triste durante el resto del día, por haber causado la muerte de sus
amiguitos, los pececillos.

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CAPITULO V


EL POLLITO NEGRO



Sofía iba todas las mañanas con su mamá al gallinero, donde había
hermosas gallinas de distintas razas. La señora de Rean les había
hecho empollar huevos, de los cuales debían salir magníficas gallinas
moñudas. Todos los días iba a ver con Sofía si los pollitos habían
salido del cascarón. Sofía llevaba en un canastito un poco de pan que
echaba en migajas a las gallinas. En cuanto aparecía, todas las gallinas
y todos los gallos corrían hacia ella y saltaban a su alrededor
picoteando el pan casi en sus propias manos y en el canastito. Sofía
reía, saltaba y corría, y las gallinas la seguían siempre, lo que la
divertía muchísimo.

Mientras tanto, su mamá entraba en una galería grande y espaciosa,
donde anidaban las gallinas, las cuales estaban alojadas como
princesas. Una vez que terminaba de arrojar todo el pan a las

gallinas, Sofía iba a reunírsele. Miraba cómo salían los pollitos del
cascarón y los que eran demasiado pequeñuelos para correr por el
gallinero.

Una mañana, cuando Sofía entraba en el gallinero', vio que su
mamá tenía en la mano un magnífico pollito nacido apenas una hora
antes.

—¡Qué lindo pollito, mamá! —exclamó la niña—. ¡Tiene las
plumitas negras como las de un cuervo!

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—Y fíjate también qué lindo moñito tiene sobre la cabeza; será un
Pollo magnífico.

La señora de Rean volvió a colocar el animalito cerca de la gallina
clueca. Apenas lo había puesto a su lado cuando la gallina dio un gran
picotazo al pobre pollito, La señora de Rean pegó sobre el pico a la
gallina mala y enderezó al pollito que se había caído piando,
volviendo a colocarlo cerca de la gallina. Esta vez, la clueca, furiosa,
dio al pobre animalito dos o tres picotazos, persiguiéndolo cuando
trataba de acercársele.

La señora de Rean volvió a tomar vivamente al pollito que la
madre iba a matar a fuerza de picotazos, y le hizo tragar una gota de
agua para reanimarlo.

—¿Qué haremos con este pollito? —dijo—. Es imposible dejarlo
con esa mala madre, pues lo mataría. Sin embargo, es tan hermoso que
quisiera criarlo.

—¿Y si lo pusiéramos en una canasta grande en mi cuarto de
juguetes? —propuso Sofía—. Allí le daríamos de comer, y cuando sea
grande volveremos a ponerlo en el gallinero.

—Creo que tu idea es buena —admitió la señora de Rean—. Llévalo
en tu canastito y le arreglaremos un nidito.

—¡Oh, mamá! ¡Mira su cuello!—se dolió Sofía—. ¡Está sangrando!
Y su lomo también.

—Son los picotazos de la gallina. Cuando lo hayas llevado a casa,
pedirás a tu niñera un poco de cerato y se lo pondrás sobre las heridas.

Sofía, por supuesto, no estaba contenta de que el pollo estuviese
herido, pero estaba encantada de tener que poner cerato sobre sus
heridas. Se adelantó, pues, a su mamá y corrió hasta la casa,
enseñándole el pollito a su niñera y pidiéndole le diera el cerato. Le
puso un montón de pomada sobre cada herida que sangraba y luego le
preparó una papilla de huevos, pan y leche, que aplastó y mezcló
durante una hora. El pollo sufría y estaba triste, y no quiso comer,
pero tomó varias veces agua fresca.

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Al cabo de tres días, las heridas del pollito ya se habían curado

y el animalito se paseaba delante de la escalinata en el jardín. Un
mes más tarde, se había convertido en un pollo de una belleza
notable y muy grande para su edad: fácilmente se le hubiese calculado
por lo menos tres meses. Sus plumas eran de un color negro azulado
muy raro, lisas y brillantes como si saliera del agua. Tenía la cabeza
cubierta por un moño enorme de plumas negras, anaranjadas, azules,
rojas y blancas. Su pico y sus patas eran rosados. Su porte era altivo y
sus ojos vivos y brillantes: jamás se había visto pollo más hermoso.

Sofía era la encargada de cuidarlo; ella era la que le llevaba la
comida, la que lo cuidaba cuando se paseaba delante de la casa.
Dentro de unos días debían reintegrarlo al gallinero, porque cada

vez resultaba más difícil cuidarlo, y a veces Sofía se veía obligada
a correr tras él durante media hora sin conseguir alcanzarlo. Una vez
el animalito casi se ahogó al arrojarse dentro de un estanque que no
había visto al correr demasiado aprisa para escaparse de Sofía.

La niña había tratado de atarle una cinta a la pata, pero el pollito se
había debatido tanto que hubo que quitársela por temor a que se
rompiera la pata. La mamá le prohibió entonces dejarlo salir fuera del
gallinero.

—Hay muchos buitres por los alrededores que podrían atraparlo, por
lo tanto, hay que aguardar a que sea más grande para dejarlo en
libertad — dijo la señora de Rean.

Pero Sofía, que no era obediente, continuó haciéndolo a escondidas
de su mamá, y un día, sabiendo que su mamá estaba ocupada
escribiendo, trajo el pollito delante de la casa, donde el animalito se
divertía buscando insectos y gusanitos en la arena y en la hierba. Sofía
peinaba a su muñeca a pocos pasos del pollo, a quien miraba a
menudo para evitar que se alejara. En cierto momento, al levantar la
vista, vio con sorpresa un gran pájaro con pico encorvado que estaba
parado a tres pasos del pollo. Miraba al animalito con aire feroz y a
Sofía con temor. El pollito no se movía: se hallaba todo acurrucado y
temblando.

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—¡Qué pájaro tan extraño! —se dijo Sofía—. Es hermoso, pero ¡qué
aspecto tan singular tiene! Cuando me mira parece como si sintiese
miedo, pero cuando mira al pollo parece furioso. ¡Ja, ja, ja, qué
gracioso es!

En ese mismo instante el pájaro emitió un graznido agudo y salvaje
y se arrojó sobre el pollo, que contestó con un chillido plañidero, lo
agarró con sus garras y se lo llevó, elevándose en el aire.

Sofía quedó estupefacta. Su mamá, que acababa de acudir atraída
por los gritos del pájaro, preguntó a la niña qué había ocurrido. Sofía
le contó que un pájaro acababa de llevarse al pollo y que no
comprendía lo que aquello significaba.

—Eso significa que eres una pequeña desobediente, que el pájaro
era un buitre y que has dejado se llevase mi hermoso pollo, que en
este momento ya estará muerto y devorado por ese pájaro malo, y que
vas a volver a tu cuarto donde cenarás y donde permanecerás hasta
que yo te diga, para que aprendas a ser más obediente otra vez.

Sofía bajó la cabeza y se dirigió tristemente a su dormitorio; cenó la
sopa y el plato de carne que le trajo su niñera, que la quería mucho y
que lloró al verla llorar. Porque Sofía lloró por su pobre pollo, al cual
echó de menos durante mucho tiempo.

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CAPITULO VI


LA ABEJA



Sofía y su primo Pablo jugaban un día en su cuarto. Se divertían
cazando las moscas que se paseaban por los vidrios de la ventana. A
medida que las cazaban, las metían en una cajita de papel que les
había hecho el papá de Sofía.

Cuando hubieron cazado muchas, Pablo quiso ver lo que hacían
dentro de la caja.
—Dame la caja —le dijo a Sofía que la tenía—. Vamos a mirar lo
que hacen las moscas.

Sofía se la dio; la entreabrieron con muchas precauciones y Pablo
aplicó su ojo a la abertura.

—¡Ah, qué divertido! ¡Cómo so mueven! ¡Cómo se pelean! ¡He
aquí une que arranca una pata a su amiga!... Las otras están furiosas...
¡Oh, cómo se pelean! Algunas acaban de caerse… Vuelven a
levantarse...

—Déjame mirar ahora a mí, Pablo — dijo Sofía.
Pablo no contestó y continuó mirando y contando lo que veía.
Sofía se impacientaba; tomó una esquinita de la caja y comenzó a
tirar suavemente de ella; Pablo tiró por su lado; Sofía se enojó y tiró
un poco más fuerte; Pablo tiró más fuerte a su vez; Sofía dio un tirón
tal que la cajita se rompió. Todas las moscas se escaparon de ella y se
posaron sobre los ojos, las mejillas, y las narices de Pablo y de Sofía
que trataban de desembarazarse de ellas dándose grandes palmadas.

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—Es culpa tuya —decía Sofía a Pablo—; si hubieras sido más
complaciente me habrías dado la caja y no la habríamos roto.

—No, la culpa es tuya —le contestó Pablo—. Si hubieses sido
menos impaciente hubieras esperado a que te diera la caja y la
tendríamos aún.
—¡No eres más que un egoísta y sólo piensas en ti! — insistió la
niña.

—¡Y tú eres rabiosa como los pavos de la granja! — hizo saber
Pablo.

—No soy rabiosa —protestó Sofía—. Lo que me parece es que eres
muy malo.

—No soy malo —negó Pablo—; pero te digo la verdad, y por ello
enrojeces enfadada y te pareces a los pavos con sus crestas rojas.

—¡No quiero jugar más con un muchacho tan malo como tú!
—acabó Sofía.
Y, mohínos, se fueron cada cual a un rincón. Sofía no tardó en
aburrirse, pero quiso hacer creer a Pablo que se divertía mucho.
Comenzó, pues, a cantar y a cazar moscas, pero ya no quedaban
muchas y las pocas que había no se dejaban coger. De pronto, se

fijó con alegría en una gruesa abeja que permanecía tranquilita en un
rinconcito de la ventana. Sofía sabía que las abejas pican y, por lo
tanto, no trató de cogerla con los dedos sino que sacó el pañuelo de su
bolsillo, lo colocó sobre la abeja y la cogió antes de que el pobre
animalito hubiese tenido tiempo de escaparse de aquella cárcel.

Pablo, que se aburría por su lado, miraba a Sofía y la vio cazar la
abeja.

—¿Qué piensas hacer con ese bicho? — le preguntó.
—Déjame tranquila, malo —contestó Sofía, rudamente—. ¿Qué te
importa a ti lo que pienso hacer?

—Usted perdone, Doña Furia — dijo Pablo, con ironía—. Me había
olvidado que era usted una chica mal educada.

—Le diré a mamá, señor —respondió Sofía, haciendo una
reverencia burlona—, que usted me encuentra mal educada. Como es
ella quien me educa, le gustará saberlo.

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—¡No, Sofía, no le digas nada! ¡Me regañará! — exclamó Pablo,
inquieto ahora.

—¡Sí, sí! Se lo diré —amenazó la niña—. Y si te regañan, tanto
mejor. ¡Me alegraré!

—¡Mala! ¡No te hablaré nunca más!
Y Pablo dio vuelta a su silla para no ver a Sofía, la cual, encantada
de haber asustado al niño, volvió a ocuparse de su abeja. Levantó
despacito una punta de su pañuelo, apretando un poco la abeja entre
sus dedos a través del pañuelo para evitar que se escapara, y sacó de
su bolsillo su cuchillito.

—Le cortaré la cabeza —se dijo— para castigarla por todas las
picaduras que haya dado.

En efecto, Sofía colocó la abeja sobre el suelo sujetándola siempre
con el pañuelo y, de un cuchillazo, le cortó la cabeza; luego, como
encontró que era muy divertido, continuó cortándola en pedazos.

Estaba tan ocupada con la abeja, que no oyó entrar a su mamá, la
cual, viéndola arrodillada y casi inmóvil, se acercó a ella despacio
para ver lo que hacía. Así vio cómo la niña cortaba la última pata de la
abeja.

Indignada por la crueldad de Sofía, la señora de Rean le dio un
fuerte tirón de orejas.

Sofía lanzó un grito poniéndose en pie de un salto y se quedó
temblorosa delante de su madre.
—Eres una niña mala; has hecho sufrir a ese insecto a pesar de lo
que te dije cuando salaste y cortaste mis pobres pececillos...

—¡Ya no me acordaba, mamá! — gimió Sofía.
—Pues yo me encargaré de hacértelo recordar —aseguró la señora
de Rean—. Primeramente, te quitaré tu cuchillito y no te lo devolveré
hasta dentro de un año, y luego te obligaré a llevar colgados de tu
cuello los trozos de la abeja sujetos a una cinta, hasta que se
conviertan en polvo.

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Por más que Sofía lloró y suplicó a su mamá para que no le hiciera
llevar los pedazos de la abeja como collar, la señora llamó a la niñera,
se hizo traer una cinta negra y cosió en ella los trozos de la abeja,
anudando luego la cinta al cuello de Sofía.

Pablo, no se atrevía a chistar; estaba consternado. Cuando Sofía se
quedó sola, toda llorosa y avergonzada de su collar, el niño trató de
consolarla por todos los medios que se le ocurrieron. La besó, le pidió
perdón por haberla hecho enfadar, y le quiso hacer creer que los
colores amarillo, anaranjado, azul y negro de la abeja lucían muy
bonitos sobre la cinta negra y que su collar parecía de azabache y de
pedrerías.

Sofía se sintió algo consolada por el afecto de su primo, pero
permaneció triste a causa de su collar. Durante una semana se
mantuvieron enteros los pedazos de la abeja. Finalmente, un día,
Pablo, al jugar con ella, los aplastó quedando sólo la cinta. Corrió

a hacérselo saber a su tía, quien permitió entonces que Sofía se
quitara la cinta negra del cuello.
Desde aquel día la niña no hizo sufrir nunca más a ningún animal.

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CAPITULO VII


LOS CABELLOS MOJADOS



Sofía era coqueta. Le agradaba ir bien vestida y que la encontraran
bonita. Y, sin embargo, no era linda; tenía una carita gordita y fresca,
con expresión alegre y hermosísimos ojos grises, una nariz respingada
y algo gruesa; la boca grande y siempre lista para reír, y cabellos
rubios, lacios, y cortados bastante cortos, como los de un chico.

Le agradaba aparecer siempre elegante y, sin embargo, siempre
andaba mal vestida. Tanto en verano como en invierno, lucía un
vestido de percal blanco, escotado y con mangas cortas; calcetines
gruesos y zapatos de cabritilla negra. Y nunca usaba sombrero ni
guantes, pues su mamá pensaba que convenía acostumbrarla al sol, a
la lluvia, al viento y al frío.

Lo que Sofía deseaba ardientemente era tener el cabello rizado. Un
día había oído admirar los lindos bucles rubios de una de sus
amiguitas, Camila de Fleurville, y desde entonces siempre había
tratado de que los suyos se rizaran también. Entre otras invenciones
que se le ocurrieron para lograrlo he aquí la más desgraciada de todas:

Sucedió cierta tarde que llovía muy fuerte y hacía mucho calor. Las
ventanas y la puerta de la sala que daban a la galería habían quedado
abiertas. Sofía se hallaba en la puerta. La mamá le había prohibido
salir afuera, por lo que de cuando en cuando la niña alargaba el brazo
para recibir la lluvia sobre él. Después alargó un poco el cuello para
recibir algunas gotas sobre la cabeza. Al sacar su cabeza al exterior,
descubrió un caño de desagüe del cual caía un gran chorro de agua. En
ese mismo momento recordó que los cabellos de Camila se rizaban
más cuando estaban mojados.

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—Si mojara los míos —pensó—, tal vez se rizarían también.

Y he aquí que Sofía, a pesar de la lluvia, salió y colocó su cabeza
bajo el caño del desagüe, recibiendo, con gran alegría, toda el agua
sobre la cabeza, el cuello, los brazos y la espalda. Cuando estuvo
completamente mojada, volvió a entrar en la sala, secándose la cabeza
con su pañuelo, teniendo buen cuidado de levantar su cabello hacia
arriba para que se rizara.

En un instante et pañuelo estuvo empapado y Sofía quiso correr a su
cuarto para pedir otro a su niñera, pero cuando se disponía a salir de la
sala, se encontró cara a cara con su mamá.

Mojada, con los cabellos revueltos y con expresión asustada, la niña
se quedó inmóvil y temblorosa. La madre, extrañada primero, la
encontró luego tan ridícula que se echó a reír.

—¡Qué hermosa ocurrencia has tenido, niña! —te dijo—. Si
pudieses ver la figura que tienes, te reirías de ti misma como me río yo
en este momento. Te había prohibido salir, y tú me has desobedecido
como de costumbre: para castigarte quiero que permanezcas tal cual
estás para la cena, con los cabellos revueltos y el traje empapado, a fin
de que papá y el primo Pablo se enteren de tus hermosas invenciones.
Aquí tienes mi pañuelo para terminar de secarte la cara, el cuello y los
brazos.

En el mismo momento en que la señora de Rean terminaba de
hablar, entraron Pablo y el señor Rean; ambos se detuvieron
estupefactos ante la pobre Sofía, roja, avergonzada, desesperada y
ridícula, y ambos se echaron a reír.

Cuanto más enrojecía y bajaba la cabeza Sofía, más ridícula y
desgraciada parecía, y más sus cabellos revueltos y su vestido

mojado le daban un aspecto burlesco. Por fin el señor de Rean
preguntó lo que significaba aquella mascarada y si Sofía iba a cenar
disfrazada, como si estuviesen en Carnaval.

—Se trata probablemente de una invención suya para que se ricen
sus cabellos —explicó la mamá—. Quiere tenerlos rizados como los
de Camila, que moja los suyos para hacerse los bucles. Seguramente
que Sofía pensó que con los de ella podía hacer igual.

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—¡Mi pobre Sofía! —exclamó el papá—. Anda, ve pronto a secarte,
a peinarte y a cambiarte.

—No —dijo la mamá—. Va a cenar luciendo ese lindo peinado y el
vestido lleno de arena, y de agua.

—¡No, tía! —terció Pablo—. perdónela. ¡Pobre Sofía parece tan
desgraciada...

—Opino como Pablo, querida —añadió el señor de Rean—, y te
pido clemencia por esta vez. Si vuelve a hacerlo será distinto.

—Te aseguro, papá, que no volveré a hacerlo nunca más — exclamó
Sofía, llorando.

La señora de Rean accedió:
—Para complacer a papá, te dejo ir a cambiarte. Pero no cenarás con
nosotros; no volverás a la sala hasta después de la cena.

El papá fue a protestar, pero su esposa le atajó diciéndole:
—No; no me pidas nada más. Se hará como he dicho. Vete ya, Sofía.
Sofía cenó en su habitación, después que la hubieron peinado y
vestido. Pablo fue en su busca después de cenar y la llevó a jugar

al cuarto de los juguetes.
Desde ese día, Sofía no probó más a ponerse bajo la lluvia para que
sus cabellos se le rizasen.

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CAPITULO VIII


LAS CEJAS CORTADAS















Otra cosa que Sofía deseaba mucho, era tener las cejas espesas y
bien marcadas. Un día, habían afirmado ante ella que la pequeña Luisa
Berg sería bonita si tuviese las cejas más marcadas.

Las cejas de Sofía eran escasas y rubias, por lo tanto, no se las veía
mucho. Había oído decir también que, para hacer crecer con más
fuerza el cabello, había que cortarlo a menudo.

Mirándose un día al espejo, Sofía encontró que sus cejas eran
demasiado escasas.

—Ya que para que el pelo crezca con más fuerza hay que cortarlo
—se dijo—, lo mismo debe ocurrir con las cejas, puesto que son
pelitos chicos. Voy a cortarlas para que vuelvan a crecer con más
fuerza.

Y tomando un par de tijeras, comenzó a cortar sus cejas lo más corto
que le fue posible. Se miró luego al espejo y como encontró que tenía
una cara rara, no se atrevió a ir a la sala.

—Esperaré a que la cena esté servida —se dijo—, así todos estarán
ocupados y nadie pensará en mirarme.

Pero su mamá, si no vería llegar, pidió a su primito Pablo que fuera
a buscarla.

—Sofía, Sofía, ¿dónde estás? —exclamó Pablo, entrando—. ¿Qué
haces? Ven a cenar.

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—Sí, sí, voy en seguida — contestó Sofía, andando hacia atrás para
que Pablo no viera sus cejas cortadas.

Finalmente, la niña empujó la puerta y entró.
Apenas hubo puesto los pies en la sala todo el mundo se echó
a reír al verla.
—¡Qué cara! — exclamó el señor de Rean.
—¡Se ha cortado las cejas! — exclamó la mamá.
—¡Qué fea está! — exclamó Pablo.
—Es extraño cómo la cambian sus cejas cortadas — dijo el señor
d'Aubert, que así se llamaba el papá de Pablo.

—Jamás he visto rostro más singular — dijo su esposa.
Sofía permanecía inmóvil, con los brazos caídos y la cabeza
gacha, no sabiendo dónde ocultarse.
Por lo tanto, se sintió aliviada cuando su mamá le dijo:
—Vete a tu cuarto, niña; no haces más que disparates. Sal de aquí, y
que no vuelva a verte en toda la noche.

Sofía se marchó. La niñera se echó a reír, también, cuando la vio con
aquel rostro gordito, rojo y sin cejas. Y todos igual. Por más que Sofía
se enfadara, todos los que la veían se reían al verla, y le aconsejaban
dibujara con carbón las cejas que le faltaban.

Al otro día, Pablo le trajo un paquetito muy bien envuelto,
—Toma, Sofía —le dijo al dárselo—. Te lo envía mi papá.
—¿Qué es? — preguntó la niña, tomando impaciente el paquetito.
Cuando lo hubo abierto, encontró que contenía dos enormes cejas
negras y tupidas.

—Me ha dicho que son para que las pegues en lugar de las que no
tienes — le dijo Pablo.

Sofía se enfadó mucho y arrojó las cejas a Pablo, que huyó
riendo.
Las cejas de Sofía tardaron seis meses en volver a crecer, y
nunca salieron tan tupidas como lo deseaba la niña. Desde aquella vez,
Sofía no volvió a tratar de embellecer sus cejas.

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CAPITULO IX


EL PAN DE LOS CABALLOS



Ya hemos dicho que Sofía era golosa. Su mamá, que sabía que era
malo para la salud comer demasiado, le había prohibido que comiera
entre las comidas, pero Sofía, que siempre tenía apetito, comía todo lo
que encontraba.

Todos los días, después del almuerzo, a eso de las dos de la tarde, la
señora de Rean iba a dar pan y sal a los caballos del señor Rean, que
tenía más de un centenar.

Sofía seguía a su mamá con una canasta llena de pedazos de pan
negro, que le entregaba uno a uno al llegar a cada cuadra. La señora le
tenía prohibido seriamente que comiera de aquel pan, pues como era
negro y mal cocido, podía hacerle mal al estómago.

La señora siempre terminaba su recorrido por la cuadra de los
poneys. Sofía tenía un poney suyo que su papá le había regalado: era
un caballito negro, más pequeño que un asno, y la mamá le permitía
que ella misma presentara el pan al caballito. A menudo la niña daba
un mordisco al trozo de pan antes de dárselo al caballo.

Un día, que sentía más antojo por ese pan negro, que de costumbre,
tomó el pedazo entre sus dedos de modo que sólo sobresaliera un
pedacito de ellos.

—El poney comerá lo que sobresale de mis dedos, y yo comeré el
resto.

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Presentó el pan a su caballito, que lo cogió al mismo tiempo que la
punta del dedo de Sofía, mordiéndolo violentamente. Sofía no se
atrevió a gritar, pero el dolor le hizo soltar el pan, que cayó a tierra: el
caballo dejó entonces el dedo para comer el pan.

El dedo de Sofía sangraba tanto que la sangre corría por el suelo.
Sacó la niña su pañuelo del bolsillo y envolvió con él su dedo,
apretándolo muy fuerte, lo que detuvo la sangre, pero no antes de que
el pañuelo estuviese empapado. Sofía ocultó su mano envuelta bajo su
delantal y su mamá no se percató de nada.

Pero, cuando se pusieron a la mesa para cenar, Sofía no tuvo más
remedio que mostrar su mano, que no estaba aún lo suficiente
cicatrizada como para que la sangre dejara de correr. Sucedió, pues,
que al tomar su cuchara, su vaso o su pan, manchaba el mantel. Al
verlo, su mamá le preguntó:

—¿Qué tienes en las manos, Sofía? El mantel está lleno de manchas
de sangre alrededor de tu plato.

Sofía no contestó.
—¿No oyes lo que te pregunto? —insistió la señora de Rean—. ¿De
dónde sale esa sangre que mancha el mantel?

—Es... es... de mi dedo, mamá — confesó Sofía.
—¿Y qué tienes en el dedo? ¿Desde cuándo estás lastimada?
—Desde esta mañana, mamá, —continuó la niña—. Mi poney me
mordió.
—¿Cómo pudo morderte ese poney que es más manso que un
cordero? — dijo la mamá muy sorprendida.

—Fue al darle el pan, mamá — aclaró Sofía.
—¿Acaso no colocaste el pan en tu mano abierta como tantas veces
te lo he recomendado?

—No, mamá, lo tenía entre mis dedos — explicó la niña.
Tal respuesta hizo que la señora de Rean decidiera:
—Puesto que eres tan tonta, no darás más pan a tu caballo.
Sofía se guardó bien de contestar; pensó que tendría siempre la
canasta en la que llevaba el pan para los caballos, y que de cuando en
cuando podría tomar algún que otro pedazo.

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Al día siguiente, pues, siguió a su mamá a las cuadras, y mientras le
entregaba los pedazos de pan, tomó uno que ocultó en su bolsillo y
que comió mientras su mamá no la miraba.

Cuando llegaron al último caballo, no había nada para darle de
comer. El palafrenero aseguró que había puesto en el canasto tantos
pedazos de pan como caballos había. La mamá le hizo ver que faltaba
uno. Mientras hablaba, miró a Sofía, quien, con la boca llena, se
apresuraba a tragar el último bocado de su pan, sin siquiera tomarse el
tiempo suficiente para masticarlo. Su mamá vio que estaba comiendo
y que debía ser el pedazo que faltaba. El caballo aguardaba su pan, y
demostraba su impaciencia arañando la tierra con su pata y
relinchando.

—¡Golosa! —dijo la señora Rean—. Mientras yo no te miraba,
robaste el pan de mis pobres caballos y me desobedeciste, pues sabes
perfectamente que te he prohibido, muchas veces, que comieras de ese
pan. Vete ahora a tu cuarto, y sabe que no vendrás más conmigo a dar
de comer a los caballos. Además, esta noche, para cena, sólo te
enviaré pan y sopa de pan, puesto que tanto te agrada.

Sofía bajó tristemente la cabeza, y con pasos lentos se dirigió hasta
la casa y entró en su habitación.

—¿Cómo, cómo? —le dijo su niñera—. ¿Otra vez con el semblante
triste? ¿Estás otra vez castigada? ¿Qué nueva picardía has hecho?

—Sólo he comido el pan de los caballos —contestó Sofía, llorando—.
¡Me gusta tanto! El canasto estaba tan lleno que creí que mamá no
notaría nada. Esta noche no me darán otra cosa que sopa y pan para
cenar — añadió llorando más fuerte.

La niñera la miró con compasión y suspiró. Mimaba a Sofía y le
parecía que su mamá era a veces demasiado severa con ella, y trataba
de consolar a la niña y de hacer que sus castigos fuesen menos duros.
Por lo tanto, cuando el criado trajo la sopa, el pedazo de pan y el vaso
de agua que debía constituir la cena de Sofía, los tomó de mal modo,
los colocó sobre una mesa y fue a abrir un armario de donde sacó un
gran pedazo de queso y un tarro de dulce, y dijo a Sofía:

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—Toma, come primero el queso con tu pan, y luego el dulce.

Y viendo que Sofía vacilaba, añadió:
—Tu mamá no te ha mandado más que pan, pero no me ha
prohibido que le ponga algo encima.

—Pero cuando mamá me pregunte si me han dado otra cosa que
pan, tendré que decírselo, y entonces... — observó la niña, temerosa.

—Entonces... —repitió la niñera—. Entonces, dirás que yo te he
dado pan y dulce, y que te he ordenado comerlos. Yo me encargaré de
explicarle que no he querido dejarte comer tu pan solo, pues es malo
para el estómago, y que además, hasta a los prisioneros se les da otra
cosa que pan.

La niñera hacía mal al aconsejar a Sofía que comiera a escondidas lo
que su mamá le prohibía, pero la niña. que era muy pequeñita y tenía
grandes deseos de comer el queso que tanto le gustaba, y el dulce que
le gustaba aún más, obedeció a su niñera, e hizo una cena excelente.
La niñera añadió un poco de vino al agua, y para reemplazar al postre,
le dio un vaso de agua con vino azucarado, dentro del cual Sofía mojó
el pan que le quedaba.

—¿Sabes lo que tienes que hacer otra vez que estés castigada o que
tengas ganas de comer algo? Ven a decírmelo, y yo me encargaré de
encontrarte algo bueno para darte, y que será más rico que ese feo pan
negro que comen los caballos y los perros.

Sofía prometió a su niñera no olvidarse de su recomendación cada
vez que tuviera deseos de comer algo rico.

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CAPITULO X


LA CREMA Y EL PAN CALIENTE



Sofía era golosa, ya os lo hemos repetido. No se olvidó, pues, de lo
que su niñera le dijera, y un día que había almorzado poco porque
sabía que la granjera debía traerle algo bueno a su niñera, le dijo que
sentía apetito.

—Magnífico —contestó la niñera—, está muy bien, pues la granjera
acaba de regalarme un gran bote de crema y un pan negro fresquito.
Te voy a dar un poco, verás lo sabroso que resulta.

Y colocó sobre la mesa un pan aún caliente y un gran bote de
excelente crema espesa. Sofía se arrojó encima de él como si estuviese
realmente hambrienta. En el mismo momento en que la niñera le decía
que no comiera demasiado, oyó la voz de su mamá que la llamaba:
¡María! ¡María!

La niñera se dirigió al momento a la salita donde se hallaba la señora
de Rean para saber lo que ésta deseaba. La señora le dijo que
preparara un trabajo de costura para Sofía.

—Pronto tendrá cuatro años —dijo la señora de Rean—, y es tiempo
de que aprenda a coser.

—¿Y qué trabajo desea la señora que haga una niña tan pequeña?
—Prepárale una servilleta o un pañuelo para que haga los
dobladillos.

La niñera no contestó, y salió de la sala de bastante mal humor.

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Al regresar a la habitación donde se hallaba Sofía, vio que la niña
seguía comiendo. El bote de crema estaba casi vacío, y faltaba un
pedazo enorme de pan.

—¡Dios mío! —exclamó mientras preparaba el dobladillo para
Sofía—. ¡Te vas a poner enferma! ¿Es posible que te hayas comido
todo eso? ¿Qué dirá tu mamá si te pones mala? Vas a hacer que me
riñan.

—No temas, María —dijo Sofía—. Tenía mucho apetito y no me
pondré enferma. ¡Es tan rica la crema y el pan caliente! ¡Qué a gusto
lo comí!

—Sí; pero resulta pesado para el estómago —observó la niñera—.
¡Dios mío! ¡Qué enorme pedazo de pan te has comido! Mucho temo
que te pongas mala.

Sofía, besándola, aseguró:
—No, querida María, quédate tranquila, te aseguro que me siento
muy bien.

La niñera le dio un pañuelito para dobladillar y le dijo que se lo
llevara a su mamá, que deseaba enseñarle a coser.

Sofía corrió a la sala donde la esperaba su mamá, y le dio el
pañuelo. La mamá le enseñó cómo había que pinchar la aguja y
volverla a sacar; para comenzar, Sofía lo hizo muy mal, pero después
de todo le pareció que era muy divertido coser.

—¿Me dejas, mamá, que vaya a enseñar mi trabajo a mi niñera?
— preguntó.
—Sí, puedes ir, y luego vuelve para guardar tus cosas y jugar a mi
lado.

Sofía corrió al cuarto de la niñera, y ésta se extrañó mucho al
ver el dobladillo casi terminado y tan bien cosido. Inquieta, le
preguntó si no sentía dolor de estómago.

—No, María —contestó Sofía—, pero no tengo más apetito.
—¡Bueno fuera, después de lo que has comido! Pero, vuelve al lado
de tu mamá, pues la señora podría reñirte.

Sofía regresó a la sala, guardó sus útiles de costura y se puso a jugar.
Mientras jugaba, se sentía mal: la crema y el pan caliente le pesaban
en el estómago y tenía dolor de cabeza.

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Acabó por sentarse en su sillita y permanecer allí sin moverse y con
los ojos cerrados.

La mamá, no oyendo ruido, se volvió para mirarla, y vio a Sofía
pálida y que parecía enferma.
—¿Qué tienes, Sofía? —preguntó inquieta—. ¿Estás enferma?
—Me siento mal, mamá —contestó la niña—, me duele la cabeza.
—¿Desde cuándo?
—Desde que he terminado de coser.
—¿Has comido algo?
Sofía vaciló, y contestó en voz baja:
—No, mamá, nada.
—Veo que mientes. Voy a ir a preguntárselo a tu niñera, ella me lo
dirá.

La mamá salió y permaneció fuera algunos minutos. Cuando
regresó, parecía muy enojada.

—Has mentido, niña. Tu niñera me confesó que te había dado pan
caliente y crema y que tú habías comido como una glotona. Tanto peor
para ti, puesto que estarás enferma y no podrás acompañarnos mañana
a cenar a casa de tu tía Aubert ni jugar con tu primito Pablo. Allí te
hubieras encontrado además con Camila y Magdalena de Fleurville.
Pero en lugar de divertirte, de correr en el bosque en busca de fresas,
te quedarás sola en casa y no comerás otra cosa que sopa.

La señora de Rean tomó a Sofía de la mano, que le abrasaba, y la
llevó a su cuarto para hacerla acostar.

—Le prohíbo dar de comer a Sofía hasta mañana —le dijo a la
niñera—; hágale beber agua o infusión de hojas de naranjo, y si
vuelve usted a hacer lo que hizo esta mañana, la despediré
inmediatamente.

La niñera, que se sentía culpable, no contestó. Sofía que estaba
realmente enferma, se dejó acostar sin decir nada. Pasó una noche
muy mala y agitada; sufría mucho de la cabeza y del estómago; por
fin, al amanecer, se quedó dormida, cuando se despertó aún le dolía un
poco la cabeza, pero el aire fresco le sentó bien. Pasó el día muy triste
y aburrida, lamentando no poder asistir a la cena en casa de su tía.

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Estuvo enferma durante dos días más. Desde entonces, se

sintió tan asqueada de la crema y del pan caliente, que jamás los
volvió a probar.
A veces iba, con su primo y sus amigas, a las casas de los granjeros
de las cercanías. Todos a su alrededor comían con fruición crema y
pan negro; sólo Sofía no comía nada. La sola vista vista de aquella
deliciosa crema espesa y espumosa y del pan casero, le recordaba lo
que había tenido que sufrir por haber comido demasiado de ambas
cosas, y su sola evocación le daba náuseas. Desde entonces tampoco
volvió más a hacer caso de los consejos de su niñera, la cual no duró
mucho más tiempo en la casa. Como la señora de Rean ya no tenía
confianza en ella, tomó otra que era muy buena, pero que jamás
permitía que Sofía hiciera lo que su mamá le prohibía.

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CAPITULO XI


LA ARDILLA



Un día, Sofía se paseaba con su primo en un bosquecillo de robles
que no distaba mucho del castillo. Ambos buscaban y recogían
bellotas para hacer con ellas canastos, zuecos y barcos. De pronto
Sofía sintió que una bellota le caía sobre la espalda; mientras se
inclinaba para recogerla, otra bellota le cayó sobre la punta de la oreja.

—¡Pablo, Pablo! —dijo—. ¡Ven a ver estas bellotas que me han
caído encima, están roídas! ¿Quién puede haberlas roído allí arriba?
Los ratones no suben a los árboles, y los pájaros no comen las
bellotas.

Pablo cogió las bellotas y las miró, luego levantó la cabeza,
exclamando:

—¡Es una ardilla! ¡La estoy viendo! ¡Está en lo alto del árbol sobre
una rama! ¡Nos mira como si se burlara de nosotros! Fíjate bien.

Sofía miró también hacia arriba y vio una linda ardillita, con su
hermosa cola erguida que parecía un penacho. Se limpiaba el

hociquito con sus patitas delanteras; de cuando en cuando miraba a
Sofía y a Pablo, y saltaba de una rama a otra.

—¡Cómo me agradaría tener esa ardilla! —exclamó Sofía—. ¡Qué
linda es, y cómo me divertiría jugando con ella, paseándola y
cuidándola!

—No sería difícil cazarla —aseguró Pablo—. Pero papá dice que las
ardillas huelen muy mal en una habitación, y que, además, roen todo
lo que encuentran.

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—A mí no me estropearía nada —aseguró la niña—. Guardaría
todas mis cosas, tampoco dejaría que hiciese mal olor, pues limpiaría
su jaula dos veces por día. Pero ¿cómo harías para cogerla? — acabó
preguntando.

Pablo se lo explicó:
—Tomaría una jaula un poco grande; pondría en ella nueces,
avellanas y almendras, es decir, todo lo que agrada a las ardillas;
colocaría la jaula cerca de este roble, dejaría la puerta abierta y
ataría a ella una cuerda. Me ocultaría detrás de un árbol cercano y
cuando la ardilla entrara en la jaula para comer, tiraría de la cuerda
para cerrar la puerta,y la ardilla se encontraría cogida.

—Pero la ardilla no querrá entrar en la jaula; tendrá miedo.
—Nada de eso; las ardillas son golosas, y no resistirá a la tentación
de las almendras y de las nueces.

—¡Cázala, te lo ruego, mi querido Pablo! —pidió Sofía—. ¡Me
darías tal alegría!

—Pero ¿qué dirá tu mamá? —preguntó Pablo, inquieto—. Tal vez
no quiera tenerla.

—Sí, querrá —aseguró la niña—. Se lo pediremos tanto, tanto, que
consentirá.

Los dos niños regresaron corriendo a la casa. Pablo se encargó de
explicar el asunto a la señora de Rean, quien al principio se negó, pero
terminó por consentir, aunque advirtiendo a Sofía:

—Te prevengo que tu ardilla no tardará en fastidiarme: subirá por
todos lados, roerá tus libros y tus juguetes, producirá mal olor y será
insoportable.

—¡Oh, no, mamá! —exclamó la ilusionada chiquilla—. Te prometo
cuidarla tan bien que no estropeará nada.

—Que quede bien entendido que no quiero que tu ardilla entre
ni en la sala, ni en mi habitación. La guardarás siempre en la tuya.
—Sí, mamá, se quedará siempre allí, excepto cuando la lleve de
paseo.

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Sofía y Pablo corrieron, felices, a buscar una jaula. Encontraron una
en el desván que ya había servido para una ardilla. La bajaron, la
limpiaron ayudados por la niñera y pusieron dentro almendras frescas,
nueces y avellanas.

—Y ahora, vamos pronto a llevarla bajo el roble —dijo Sofía—.
¡Con tal que la ardilla esté aún allí!
—Aguarda un momento —pidió Pablo—. He de atar esta cuerda a la
puerta. La tengo que pasar entre los barrotes para que la puerta se
cierre en cuanto yo tire.

—Temo que la ardilla se haya ido.
—No, se quedará allí o por los alrededores hasta la noche —aseguró
el niño—. Ya está... he terminado. Tira de la cuerda para ver si
funciona bien.

Sofía tiró, y la puerta se cerró en seguida. Los niños, encantados,
fueron a llevar la jaula al bosquecito. Al llegar cerca del roble, miraron
si la ardilla estaba aún allí, pero no la vieron, y tampoco vieron
moverse las hojas y las tramas. Desesperados, los niños fueron
mirando por los demás árboles, cuando de pronto, Sofía recibió sobre
la frente una bellota roída como las de la mañana.

—¡Está ahí, está ahí! —exclamó—. ¡Le veo la punta de la cola que
pasa por detrás de esa rama tupida!

En efecto, la ardilla, al oír hablar, avanzó su cabecita a fin de
enterarse de lo que sucedía.

—Muy bien, muy bien, amiguita —dijo Pablo—. Ahí estás y pronto
estarás en prisión. Mira, he aquí provisiones que te hemos traído. Sé
golosa, amiga mía, sé golosa; verás cómo se castiga el ser golosa.

La pobre ardilla, que estaba muy lejos de suponer que en breve
se convertiría en una desgraciada prisionera, miraba todo con
expresión burlona, moviendo su cabecita de derecha a izquierda. Vio

la jaula que Pablo colocara en el suelo, y echó una mirada de deseo
sobre las almendras y las nueces.

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Cuando los niños se hubieron ocultado detrás del tronco del roble,
descendió dos o tres ramas más abajo; luego se detuvo, miró por todos
lados, bajó un poco más y continuó descendiendo en esa forma, poco a
poco, hasta que se encontró sobre la jaula.

Pasó una patita por entre los barrotes, luego otra, pero como no
podía coger nada y las almendras le parecían cada vez más apetitosas,
buscó la forma de entrar en la jaula, y no tardó mucho en encontrar la
puerta. Se detuvo a la entrada, miró la cuerda con cierta desconfianza,
alargó una patita para alcanzar las almendras o las nueces, pero no
pudiendo conseguirlo, se animó por fin a entrar en la jaula.

Apenas estuvo dentro, los niños, que miraban desde su escondite,
con el corazón palpitante, los movimientos de la ardilla, tiraron de la
cuerda y la ardilla se encontró cazada. Amedrentado, el animalito dejó
escapar la almendra que comenzaba a mordisquear y se puso a dar
vueltas y más vueltas en la jaula para huir. Pero ¡ay! La pobrecita
debía pagar caro se golosa.

Los niños se precipitaron sobre la jaula; Pablo cerró cuidadosamente
la puerta y llevó la jaula al cuarto de Sofía. Esta corría delante,
llamando a su niñera con aire de triunfo, para enseñarle su nuevo
amigo.

A la niñera no le hizo ninguna gracia aquel nuevo huésped.
—¿Qué haremos con este animal? —dijo—. Nos lo va a roer todo, y
hará un ruido insoportable. ¿Qué idea has tenido, Sofía, de traernos
este feo animal?

—Este animalito no es feo —contradijo Sofía—. La ardilla es un
animal precioso. Y además, no hará ningún ruido ni roerá nada. Y yo
me cuidaré de él.

—¿Sí? —se burló la niñera—. ¡Cuánto compadezco al pobre
animalito! No tardarás en dejarlo morir de hambre.

—¡Morir de hambre! —protestó Sofía, con indignación—. ¡Nada de
eso! Le daré avellanas, almendras, pan, azúcar y vino.

—¡Qué bien alimentada estará esta ardilla! —siguió la niñera,
siempre burlona—. Pero el azúcar hará que se le pique la dentadura y
el vino la emborrachará.

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Esto hizo reír a Pablo, quien dijo:

—¡Ja, ja, ja! ¡Una ardilla borracha! ¡Qué divertido será!
—Nada de eso, tonto —declaró su prima—. Mi ardilla no se
emborrachará. Será muy razonable.

—Veremos —acabó la niñera—. Mientras tanto, voy a traerle un
poco de paja para que pueda dormir. Parece muy asustada; no creo que
esté muy contenta de haberse dejado atrapar.

—La voy a acariciar para que se acostumbre a mí y para hacerle
comprender que no le haremos daño — dijo Sofía.
La niña metió su mano en la jaula; la ardilla, asustada, huyó a un
rincón. Sofía alargó la mano para cogerla; pero en el momento que la
iba a agarrar, el animalito le mordió un dedo, motivando que la
chiquilla se pusiera a gritar y retirase rápidamente su mano que tenía
llena de sangre. La puerta quedó abierta y la ardilla se precipitó fuera
de la jaula y se puso a correr por toda la habitación.

La niñera y Pablo corrieron tras ella, pero, en cuanto creían haberla
alcanzado, la ardilla daba un brinco y volvía a escaparse continuando
su carrera por el cuarto.

Sofía, olvidándose de su dedo que sangraba, quiso ayudarles.
Continuaron la caza durante casi media hora; la ardilla empezaba a
cansarse y no tardaría en ser capturada, cuando de pronto vio la
ventana que había quedado abierta: inmediatamente se abalanzó hacia
ella y trepó por el muro hasta el techo.

Sofía, Pablo y la niñera bajaron corriendo al jardín. Desde allí
pudieron ver a la ardilla encaramada sobre el techo, y medio muerta
de cansancio Y de miedo.

—¿Qué hacer? ¿Qué hacer? — exclamó Sofía.
—Nada; hay que dejar a ese animal —contestó la niñera—. ¿No ves
que ya te ha mordido?

—Es porque no me conoce aún, pero cuando vea que le doy de
comer, me querrá —afirmó la niña.

—Creo que no te querrá, porque es demasiado vieja para
acostumbrarse al cautiverio —declaro Pablo en tono de sábelotodo—.

Hubiera sido necesario atrapar una ardilla más joven.

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—¡Oh, Pablo! —le pidió su prima—. Arrójale tu pelota para
obligarla a bajar. Una vez abajo, la volveremos a capturar y la
encerraremos.

El niño re encogió de hombros, respondiendo:
—Como quieras, pero no creo que quiera bajar de nuevo.
Pablo se fue en busca de su gran pelota, que lanzó con toda destreza
contra la ardilla. La pelota volvió a caer al suelo, y detrás de ella cayó
la ardilla; la pelota siguió saltando sobre el suelo, pero la ardilla al
tocar tierra quedó muerta, con la cabeza ensangrentada y las patas
rotas. Sofía y Pablo se acercaron pare atraparla y permanecieron
estupefactos ante el pobre animalito destrozado.

—¡Malo, Pablo! —dijo Sofía—. ¡Has matado mi ardilla!
—Es culpa tuya —se defendió el chico—. ¿Por qué quisiste que la
hiciera bajar lanzándole mi pelota.

—Debías haberla asustado pero no matado — insistió Sofía.
—No quise matarla. Le di con mi pelota sin querer – afirmó Pablo.
—No eres diestro, sino malo —lloró la niña—. ¡Vete! ¡ No te quiero
más!

—Y yo te detesto —aseguró el niño—. Eres más tonta que la ardilla.
—¡Eres un muchacho malo! —pateó Sofía—. ¡Jamás volveré a
jugar contigo! ¡Nunca más te pediré nada!

—Tanto mejor, señorita —declaró Pablo—. Estaré más tranquilo y
no tendré que ayudarte a hacer tus fechorías.

La niñera decidió que era el momento de intervenir:
—¡Vamos, niños! En lugar de reñir, reconoced que ambos sois
culpables de la muerte de la ardilla. ¡Pobre animalito! Es más

feliz que si hubiese conservado la vida, pues al menos, ahora no sufre.
Voy a llamar a alguien para que lo recoja y lo arroje a alguna zanja. Y
tú, Sofía, sube a tu cuarto y baña tu dedo con agua fría. En seguida iré
a reunirme contigo.

Sofía se alejó seguida por Pablo. Este era un niño bueno, e incapaz
de guardar rencor. Así, en lugar de continuar enfadado con Sofía, le
ayudó a verter agua en una jofaina y a mojar su dedo en ella. Cuando
subió la niñera, envolvió el dedo de Sofía en algunas hojas de lechuga
y en un trapito. Cuando entraron en la sala los niños estaban algo
avergonzados por tener que contar el fin de su aventura con la ardilla.

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Los papás se burlaron de ellos. La jaula de la ardilla fue llevada de
nuevo al desván y el dedo de Sofía le dolió durante varios días.
Después, no pensó más en la ardilla sino para decirse que no quería
volver a tener ninguna.

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CAPITULO XII


EL TE



Era el 19 de julio, cumpleaños de Sofía: cumplía cuatro años. Ese
día su mamá siempre le hacía un bonito regalo, pero nunca le decía
antes lo que le regalaría. Sofía se había levantado más temprano que
de costumbre, y se daba prisa en vestirse para ir al cuarto de su madre,
deseosa de recibir su regalo.

—¡Pronto, pronto, María! —decía—. ¡Tengo tantos deseos de saber
lo que mamá me regalará para mi cumpleaños!

—¡Pero déjame tiempo para peinarte! —le pidió la niñera—. No
puedes ir con el cabello como lo tienes. ¡Vaya una manera bonita de
comenzar tus cuatro años!... ¡Quédate quieta, no te muevas más!

—¡Ay! ¡Ay! ¡Me estás arrancando el cabello, María! — gimió
la niña.
—Es porque mueves la cabeza hacia todos lados. ¿No ves? ¡Otra
vez! ¿Cómo puedo adivinar yo de qué lado se te antojará volver la
cabeza?

Por fin Sofía estuvo vestida y peinada y pudo correr a la habitación
de su mamá.

—Te has levantado muy temprano, Sofía —le dijo la mamá
sonriendo—. Veo que no te has olvidado de tus cuatro años y del
regalo que te debo. Toma, aquí tienes un libro, donde encontrarás
cómo divertirte.

Sofía, algo molesta, dio las gracias a su mamá y tomó el libro, que
estaba encuadernado en marroquí rojo.

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—¿Qué haré con este libro? —pensó—. No sé leer... ¿de qué me
servirá?

Su mamá la miraba y se reía.
—No pareces muy contenta con mi regalo —le dije—; sin embargo
es muy lindo. Encima dice: «Las Artes». Estoy segura de que te
divertirá mucho más de lo que supones.

—No sé, mamá... — dudó Sofía.
—Ábrelo y verás — le aconsejó su mamá.
Sofía quiso abrir el libro, pero con gran sorpresa, no pudo. Lo que le
extrañaba aún más era que al moverlo, hacía un ruido extraño, Sofía
miró extrañada a su mamá, y la señora de Rean, riendo más aún, le
dijo:

—Es un libro extraordinario, distinto de los demás que se abren
solos. Para, abrir éste hay que apoyar el pulgar sobre el medio del
canto.

La mamá apoyó ligeramente su pulgar en el lugar indicado, y la
parte superior del libro se levantó, y Sofía, llena de felicidad, vio que
no se trataba de un libro sino de una espléndida caja de pintura, con
sus pinceles, sus platillos y doce cuadernillos llenos de deliciosas
figuritas para pintar.

—¡Oh, gracias, gracias, mamita querida! — exclamó la niña—.
¡Qué contenta estoy! ¡Qué bonito es!

—Pero antes te sentiste decepcionada cuando creíste que te regalaba
un libro de verdad —observó su madre—. Podrás divertirte hoy
pintando con tu primo Pablo y tus amiguitas Camila y Magdalena, a
las que he invitado a que vengan a pasar el día contigo: llegarán a las
dos. Tu tía Aubert me encargó darte de parte suya este pequeño juego
de té. No podrá venir hasta las tres y quiso que tuvieras su regalo
desde por la mañana.

Llena de felicidad, Sofía tomó la bandeja con las seis tazas, la tetera,
el azucarero, y la jarrita para la leche. Pidió permiso para ofrecer el té
a sus amiguitas en aquel jueguecito.

—No —le dijo la señora de Rean—; os ensuciaríais con la leche, y
os quemaríais con el té. Haced como si lo tomarais y os divertiréis lo
mismo.

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Sofía no dijo nada, pero no estaba contenta.

—¿De qué me sirve ese juego de té —se dijo—, si no puedo ponerle
nada adentro? Mis amigas se burlarán de mí. ¡Tengo que buscar algo
para llenarlo! Voy a pedir consejo a mi niñera.

Sofía dijo a su mamá que deseaba enseñar sus juguetes a su niñera, y
se alejó con su caja de pinturas y su juego de té.

—Mira, María, los lindos regalos que acaban de hacerme mamá y tía
D'Aubert — le dijo en cuanto la vio.

—¡Qué juego de té más bonito ! —comentó la niñera—. ¡Cómo te
divertirás con él ! Pero el libro no me agrada mucho; ¿de qué te
servirá, puesto que no sabes leer?

—¡Bravo! —exclamó Sofía, riendo—. ¡Te he engañado como me
engañaron a mí! ¡No es un libro sino una caja de pinturas!

Y Sofía abrió la caja, que la niñera encontró preciosa. Después de
charlar sobre lo que haría durante el día, Sofía le dijo que le hubiera
gustado ofrecer el té a sus amiguitas, pero que su mamá no se lo
permitía.

—¿Qué pondré dentro de mi tetera, mi azucarero y mi jarrita para la
leche? ¿No podrías tú, mi querida María, ayudarme un poco y darme
algo para que se lo pudiera ofrecer a mis amigas?

—No, mi pobre niña —contestó la niñera—. Es absolutamente
imposible. Recuerda que tu mamá me dijo que me despediría si te
daba algo de comer cuando ella lo prohibía.

Sofía suspiró y permaneció pensativa; poco a poco su rostro se
iluminó: acababa de tener una idea. Ya veremos si aquella idea era
buena o no. Sofía jugó toda la mañana y luego almorzó; al regresar de
paseo con su mamá, dijo que iba a preparar todo para la llegada de sus
amiguitas. Colocó la caja de pinturas sobre una mesita, y sobre otra,
arregló las seis tazas y en el medio puso el azucarero, la tetera y la
jarrita.

—Ahora —se dijo— voy a preparar el té.

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Tomó la tetera y se fue al jardín a recoger algunas hojas de trébol
que metió dentro de la tetera; luego fue a tomar el agua del plato
donde le daban de beber al perrito de su madre y la vertió dentro de la
tetera.

—Ya está hecho el té —se dijo encantada—; ahora haré la leche.
Fue a buscar un pedazo de yeso que servía para limpiar la plata.
Raspó un poco con su cuchillito y lo echó dentro de la jarrita que
luego llenó con el agua del perro, mezclando todo bien con una
cucharita. Cuando el agua estuvo bien lechosa, volvió a colocar la
jarrita sobre la mesa. Ahora no le quedaba más que el azucarero para
llenar. Volvió a tomar más yeso y lo cortó en pedacitos con su
cuchillo, llenando con ellos el azucarero, que también volvió a colocar
en su lugar sobre la mesa, y luego miró su obra con aire satisfecho.

—¡Ya está! —se dijo frotándose las manos—. ¡Prepararé un té
magnífico! ¡Qué lista soy! ¡Apuesto a que Pablo o mis amigas nunca
hubieran tenido una idea tan magnífica!

Sofía tuvo que esperar a sus amigas media hora aún, pero no se
aburrió: se sentía tan satisfecha de su té que no quería alejarse, y se
paseaba en derredor de la mesa, mirándolo todo con aspecto feliz y
frotándose las manos mientras repetía:

—¡Dios mío! ¡Qué lista soy! ¡Qué lista soy!
Por fin llegaron Pablo y sus amiguitas. Sofía corrió a su encuentro,
las besó y las llevó sin perder un minuto a la salita para enseñarles sus
lindos regalos. Las engañó con su caja de pinturas como su mamá la
había engañado a ella y ella a su niñera. Todos encontraron el juego de
té precioso y querían comenzar en seguida la merienda, pero Sofía les
dijo que esperaran hasta las tres. Se pusieron, pues, a pintar las
figuritas de los libritos: cada cual tenía el suyo. Cuando hubieron
terminado de divertirse con la caja de pinturas, volvieron a guardar
todo con mucho cuidado y Pablo exclamó:

—¡Y ahora, tomemos el té!
—Eso es, tomemos el té — contestaron las tres niñitas a la vez.

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—Vamos, Sofía, haz los honores — pidió Camila.

—Tomad asiento todos alrededor de la mesa... Así, está bien…
Pasadme vuestras tazas para que les ponga azúcar... Ahora el té...

y la leche.. . Bebed ahora.
—Es extraño... este azúcar no se derrite — comentó Magdalena.
—Revuelve mejor y se derretirá — aconsejó Sofía.
—Pero el té está frío — observó Pablo.
—Es porque hace mucho que está hecho — le contestó su prima.
—¡Qué horror! ¿Qué es esto? ¡No es té! — chilló Camila,
probándolo y rechazándolo con asco.

—¡Es horrible! ¡Tiene gusto a yeso! — añadió Magdalena.
—¿Qué nos diste de beber, Sofía? — preguntó Pablo, escupiendo a
su vez—. Es horroroso, asqueroso...

—¿Os parece? — dijo Sofía molesta.
—¿Que si nos parece? —le gritó su primo—. ¡Merecerías que te
hiciéramos tragar tu horrible mejunje!

Sofía, alterándose ahora, contestó:
—¡Sois tan exigentes de contentar que nací os parece bueno!
—Confiesa, Sofía, que aun sin ser muy exigente, se puede decir
que tu té no está bueno — manifestó Camila, sonriendo.
—Lo que es yo, jamás he probado nada peor — declaró Magdalena.
Pablo, presentando la tetera a Sofía, la desafió.
—Trágalo, trágalo... ¡Verás si somos exigentes o no!
Sofía, debatiéndose de su primo, se negaba a beber.
—¡Déjame! ¡Déjame! — gritaba.
—¿No dices que somos exigentes? — gritaba Pablo insistiendo—.
¿Encuentras rico tu té? ¡Bébelo pues, lo mismo que tu leche!
Y Pablo, cogiendo a Sofía por el cuello, le vertió el té en la boca; se
disponía a hacer lo mismo con la pretendida leche, a pesar de los
gritos de Sofía, cuando Camila y Magdalena, que eran muy buenas y
tenían compasión de su amiga, se precipitaron sobre Pablo para
quitarle la jarrita. Pablo, furioso, las rechazó; Sofía aprovechó para
libertarse y las emprendió a golpes. Camila y Magdalena trataron
entonces de contener a Sofía; Pablo chillaba, Sofía gritaba, Camita y
Magdalena pedían socorro. Era una batahola ensordecedora.

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Las mamás, asustadas, llegaron corriendo. Al verlas aparecer los
niños se inmovilizaron.

—¿Qué sucede? — inquirió la señora de Rean, con severidad.
Nadie contestó.
—Camila, explícanos el motivo de esta batalla — ordenó a su hija la
señora de Fleurville.

Camila balbució:
—Mamá... Magdalena y yo no nos peleábamos con nadie.
—¿Cómo? ¿Que no os peleabais? Cuando entramos tú tenías a Sofía
de un brazo y Magdalena a Pablo de una pierna.

—Era para... impedirles que jugasen demasiado — explicó la pobre
Camila.

—¡Jugar! ¿Llamas a eso jugar?
Adivinando la verdad, la señora Rean afirmó:
—Deben ser Sofía y Pablo que han peleado como de costumbre; y
Camila y Magdalena habrán querido impedirlo. ¿No es así, Camila?

—Sí señora — reconoció Camila en voz baja y ruborizándose.
—¿No te da vergüenza de tu conducta, Pablo? —riñó la señora
D'Aubert—. Te encolerizas por cualquier cosa, y siempre estás
dispuesto a pelear.

—No fue por cualquier cosa, mamá —protestó Pablo—. Sofía quiso
hacernos beber un té tan horroroso que todos sentimos náuseas al
probarlo, y cuando nos quejamos, nos dijo que éramos muy exigentes
de contentar.

La señora de Rean tomó la jarrita de la leche y la olió, probando
luego su contenido con la punta de los labios. Hizo una mueca de asco
y dijo a Sofía:

—¿De dónde has sacado esta pretendida leche, señorita?
—La hice yo, mamá — respondió Sofía con la cabeza gacha y
avergonzada.

—¡Que tú la hiciste! ¿Y con qué? ¡Contesta!
Sofía del mismo modo añadió:

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—Con el yeso de limpiar la plata y et agua del perro.

—¿Y el té? — quiso saber la señora de Rean.
—Con hojas de trébol y el agua del perro — contestó la niña.
—¡Qué buen festín para tus amiguitas! ¡Agua sucia y yeso!
Comienzas bien tus cuatro años, desobedeciéndome cuando yo te

he prohibido preparar el té, y queriendo hacer tragar a tus amigas
un mejunje asqueroso y peleándote con tu primo. Para que esto no se
vuelva a producir, te quitaré tu juego de té, y te mandaría a cenar sola
en tu cuarto si no temiera estropear el placer de tus amiguitas.

Las mamás se alejaron, riéndose del ridículo festín inventado por
Sofía.

Los niños se quedaron solos; Pablo y Sofía avergonzados de su
pelea, no se atrevían a mirarse. Camila y Magdalena los abrazaron y
consolaron, tratando de reconciliarlos. Sofía besó a Pablo y pidió
perdón a todos, y todo fue olvidado. Corrieron al jardín donde cazaron
ocho hermosas mariposas que Pablo colocó en una caja con tapa de
vidrio. Pasaron el resto de la tarde arreglando la caja, para que las
mariposas estuviesen bien alojadas. Les pusieron hierbas, flotes, unas
gotas de agua azucarada, fresas y cerezas. Cuando llegó la noche,
Pablo se llevó la caja con las mariposas, pues Sofía, Camila y
Magdalena así se lo propusieron, comprendiendo el deseo que tenía de
conservarla él.

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CAPÍTULO XIII


LOS LOBOS



Sofía no era obediente, ya lo hemos visto en las historias que
acabamos de leer. Debía haberse corregido ya, pero aún no lo había
hecho, por lo que le sucedieron muchos otros percances.

Al día siguiente de cumplir sus cuatro años, su mamá la llamó y le
dijo:

—Sofía, te prometí que cuando tuvieras cuatro años me
acompañarías en mis largos paseos de la tarde. Hoy voy a ir a visitar
la granja de Esvitine, pasando por el bosque, y tú me acompañarás.
Sólo te pido que tengas cuidado de no quedarte rezagada, ya sabes que
ando de prisa y que, si te detienes, podrías quedarte muy lejos antes de
que yo lo advierta.

Sofía, encantada de realizar este largo paseo, prometió a su mamá
que la seguiría de cerca y que no se perdería en el bosque.

Pablo, que llegó en ese mismo momento, pidió permiso para
acompañarlas, llenando a Sofía de alegría.

Durante algún tiempo caminaron muy juiciosamente detrás de la
señora de Rean. Se divertían mirando correr y saltar los grandes perros
que la señora siempre llevaba consigo.

Llegados al bosque, los niños cogieron algunas flores que estaban a
su paso, pero sin detenerse.

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A poca distancia del camino Sofía advirtió un hermoso fresal
cargado de fresas,

—¡Qué hermosas fresas! —exclamó—. ¡Qué lástima no poder
comerlas!

La señora de Rean oyó la exclamación, y volviéndose, le prohibió de
nuevo que se detuviera.

Sofía suspiró y echó una mirada de pesar sobre las hermosas fresas
que tanto le hubiera gustado comer.

—No las mires —le dijo Pablo— y no te acordarás más de ellas.
—Es que son tan rojas, tan bellas y tan maduras... —contestó su
prima—. ¡Deben estar riquísimas!

—Cuanto más las mires, más deseos tendrás de ellas. Ya que la tía te
ha prohibido recogerlas, ¿de qué te sirve mirarlas?

—Quisiera comer una sola... —insistió Sofía—. Eso no me
retrasaría mucho. Quédate conmigo y las comeremos juntos.

—No; no quiero desobedecer a la tía, y no quiero perderme en el
bosque — manifestó Pablo, siempre juicioso.

—No hay peligro —volvió a insistir su prima—. ¿No comprendes
que mamá ha dicho eso para meternos miedo? Siempre seríamos

capaces de volver a encontrar nuestro camino si nos quedábamos
rezagados.
—No; el bosque es muy tupido, y es muy posible que no pudiéramos
encontrarlo.

—Haz como quieras, miedoso. En cuanto a mí, al primer fresal que
vea, me detengo para comer algunas fresas.

—No soy ningún miedoso, señorita —protestó Pablo, indignado—.
Lo que sí eres tú es una desobediente y una golosa: Piérdete en el
bosque si te agrada; yo prefiero obedecer a la tía.

Y Pablo continuó siguiendo a la señora de Rean, quien andaba
bastante aprisa y sin volverse. Sus perros la rodeaban y caminaban
delante y detrás de ella.

Sofía no tardó en divisar un nuevo fresal tan hermoso como el
primero. Cogió una fresa y la comió, encontrándola deliciosa. Luego
tomó una segunda y una tercera. Después se arrodilló para cogerlas
con mayor comodidad y rapidez; de cuando en cuando echaba un
vistazo hacia su mamá y Pablo que se alejaban.

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Los perros parecían inquietos, iban hacia el bosque y luego
regresaban. Terminaron por acercarse tanto a la señora de Rean que

ésta se detuvo para ver lo que les causaba temor, y a través de las
hojas del bosque vio unos ojos brillantes y feroces. En el mismo
instante oyó un ruido de ramas rotas y de hojas secas.

Se volvió para recomendar a los niños que marcharan delante de
ella, y ¡cuál no fue su horror al ver solamente a Pablo!

—¿Dónde está Sofía? — exclamó.
—Quiso quedarse a comer fresas, tía — contestó Pablo.
—¡Desgraciada! ¡Qué ha hecho! ¡Los lobos nos siguen! ¡Corramos a
salvarla!

La señora de Rean corrió, seguida por sus perros y por el pobre
Pablo aterrado, hacia el lugar en que debía haberse quedado Sofía. La
divisó a lo lejos, sentada en medio de las fresas que seguía comiendo
tranquilamente.

De pronto, dos de los perros lanzaron unos aullidos lastimeros y
avanzaron a toda velocidad hacia Sofía. En el mismo instante, un lobo
enorme, con los ojos que parecían echar chispas y con la boca abierta,
sacó su cabeza con precaución por entre las ramas.

Al ver acercarse a los perros, vaciló un instante, pero creyendo
tener tiempo, antes de su llegada, de alcanzar a Sofía y llevársela al
bosque para devorarla, dio un brinco prodigioso y se lanzó sobre

ella. Los perros, viendo el peligro que corría su amita, y
envalentonados por los gritos de la señora de Rean y de Pablo,
redoblaron su velocidad y cayeron sobre el lobo en el mismo
momento en que éste asía las faldas de Sofía para arrastrarla al
bosque.

El lobo, sintiéndose mordido por los perros, soltó a Sofía y comenzó
con ellos una terrible lucha que se hizo muy peligrosa con la llegada
de los otros dos lobos que habían seguido a la señora de Rean. Pero
los perros se batían con tanta valentía, que pronto los tres lobos se
vieron obligados a huir. Los canes, cubiertos de sangre y heridas, se
acercaron para lamer las manos de la señora y de los niños, que habían
presenciado temblorosos el combate.

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La dama les devolvió sus caricias, y reanudó, luego, el camino

llevando a un niño de cada mano y rodeada por sus valientes
defensores.

—La señora de Rean no decía nada a Sofía. La niña casi no podía
andar: tanto le temblaban las piernas a causa del susto que se había
llevado. El pobre Pablo estaba casi tan pálido y tembloroso como su
prima. Salieron por fin del bosque y llegaron cerca de un arroyuelo.

—Detengámonos aquí —dijo la señora de Rean—, y bebamos todos
un poco de esta agua fresca, que nos hará bien para reponernos de
nuestro susto.

E inclinándose sobre el arroyuelo, la señora de Rean bebió algunos
sorbos y bañó su rostro y sus manos con el agua fresca. Los niños la
imitaron, y la señora de Rean les hizo meter la cabeza dentro del agua.
Pronto se sintieron reanimados y su temblor se calmó.

Los pobres perros se habían echado todos al agua, y salieron de su
baño limpitos y frescos.

Al cabo de un cuarto de hora, la señora de Rean se puso de pie para
continuar su camino. Los niños caminaban cerca de ella.

—Sofía —dijo—, ¿crees que tenía razón cuando te prohibí que te
detuvieras?

—Oh, sí, mamá —reconoció la niña, arrepentida—. Y te pido
perdón por haberte desobedecido. Y a ti, mi buen Pablo, quiero decirte
lo dolida que estoy por haberte llamado miedoso.

—¡Miedoso! ¿Lo llamaste miedoso? —exclamó su madre—. ¿No
sabes que cuando corrimos hacia ti, él fue quien corría delante?

¿No viste que cuando los demás lobos llegaron a socorrer a su
compañero, Pablo, armado con un garrote que había recogido al
correr, se abalanzó sobre ellos para impedirles el paso, y que tuve que
retenerlo para que no fuera en ayuda de los perros? ¿No viste también
que durante todo el combate siempre se mantuvo delante de ti para
impedir que los lobos llegasen hasta nosotros? ¿Así que Pablo es
miedoso?…

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Sofía se echó al cuello de su primo y lo besó diez veces, diciéndole:

—Gracias, gracias, mi buen Pablo, mi querido Pablo, ¡te quiero y te
querré siempre de todo corazón!

Cuando llegaron a casa, todos se extrañaron de sus semblantes
pálidos y del vestido de Sofía, desgarrado por los dientes del lobo.
La señora de Rean contó su terrible aventura, y todos elogiaron a
Pablo por su obediencia y por su valor, mientras censuraban la
desobediencia de Sofía y su glotonería. También fue muy admirado el
valor de los perros, los cuales fueron muy acariciados y tuvieron una
excelente cena de huesos y restos de carne.

Al día siguiente, la señora de Rean obsequió a Pablo con un
uniforme completo de soldado zuavo. Este, loco de alegría, se lo puso
en seguida y fue a ver a Sofía. La niña lanzó un grito de terror al ver
entrar en su cuarto a un turco con turbante, sable y dos pistolas en la
cintura. Pero como Pablo se echó a reír y comenzó a brincar, Sofía lo
reconoció y lo encontró muy hermoso con su nuevo uniforme,

Sofía no fue castigada por su desobediencia. Su mamá pensó que ya
había sido bastante castigada con el susto que se había llevado, y que
no volvería a las andadas.

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CAPITULO XIV


LA MEJILLA ARAÑADA



Sofía era muy colérica. Era éste un defecto del cual no hemos
hablado aún. Cierto día, se divertía pintando en uno de sus
cuadernillos, mientras Pablo recortaba cartoncitos para fabricar
mesitas y bancos. Estaban ambos sentados ante una mesita, uno frente
al otro; Pablo, al balancear sus piernas, hacía mover la mesa.

—Ten cuidado —le dijo Sofía con impaciencia—, mueves la mesa y
no puedo pintar.

Pablo se quedó quieto durante unos minutos y luego se olvidó,
volviendo a hacer temblar la mesa.

—¡Eres insoportable, Pablo! —exclamó Sofía—. ¡Ya te he dicho
que me impedías pintar!

—¡Bah, para las preciosas cosas que pintas, no vale la pena que me
moleste! — comentó su primo.

—Ya sé que tú no te molestas nunca, pero, como me molestas a mí,
te vuelvo a repetir que dejes quietas tus piernas.

—A mis piernas no les agrada permanecer quietas —afirmó Pablo,
burlón—. Se mueven a pesar mío.

La niña, muy enojada, le advirtió:
—¡Te ataré con una cuerda esas piernas fastidiosas! Y si continúas
moviéndolas, te echaré de aquí.

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—Prueba a hacerlo y verás lo que saben hacer los pies que están al
extremo de mis piernas — le contestó el niño también enfadado.

—¿Piensas darme puntapiés, malo?
—Desde luego, si tú me das de puñetazos.
Sofía, completamente encolerizada, arrojó el agua de las pinturas al
rostro de Pablo, quien, enojándose a su vez, dio un puntapié a la mesa
haciéndola caer con todo lo que se hallaba encima.

Sofía se abalanzó entonces sobre su primo y le arañó la mejilla de tal
modo, que la sangre comenzó a correr.

Pablo se puso a gritar, y Sofía, fuera de sí, siguió dándole golpes. El
niño, a quien no le agradaba pegar a Sofía, terminó por huir a un
gabinete, donde se encerró.

Por más que la enfadada niña golpeó en la puerta, Pablo no la abrió,
y ella terminó por calmarse. Cuando su ira hubo pasado, empezó a
arrepentirse de lo que acababa de hacer, recordando que su primo
había arriesgado su vida para defenderla de los lobos.

—Pobre Pablo —se dijo—. ¡Qué mala he sido con él! ¿Qué hacer
para que no esté más enfadado conmigo? No quisiera pedirle perdón...
Es tan fastidioso decir: «Perdóname...» Sin embargo —añadió,
después de haber reflexionado algo—, es mucho más vergonzoso ser
malo. ¿Y cómo me perdonaría Pablo si no le pido que lo haga?

Después de haber reflexionado un rato más, Sofía fue a llamar a la
puerta del gabinete donde el muchacho acababa de encerrarse, pero
esta vez lo hizo sin cólera y sin dar grandes puñetazos, sino
suavemente, mientras llamaba con una voz silente y llena de
humildad:

—¡Pablo, Pablo!
Pero el niño no contestó.
—Pablo —insistió Sofía, siempre con voz suave—, mi querido
Pablo, perdóname. Siento mucho haber sido tan mala. Te aseguro que
no volveré a hacerlo más.

La puerta se entreabrió lentamente, y apareció la cabeza de Pablo.
Miró a Sofía con desconfianza.

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—¿No estás ya encolerizada?

—Oh, no, no, querido Pablo —contestó su primita—. Estoy muy
triste por haber sido tan mala.
Pablo abrió del todo la puerta, y Sofía, levantando la vista, vio que
su rostro estaba todo arañado. Esto le hizo proferir un grito y que se
echara al cuello de Pablo.

—¡Oh, mi pobre Pablo, cuánto daño te hice! ¡Cómo te arañé! ¿Qué
hacer para curarte?

—No será nada —contestó su primo—. Se curará solo. Busquemos
una jofaina y agua para lavarme. Cuando se haya ido la sangre, no se
verá nada.

Sofía fue con Pablo en busca de una jofaina llena de agua, pero por
más que el niño bañó su rostro, lo frotó y lo secó las marcas de los
arañazos permanecieron en las mejillas. Sofía estaba desesperada.

—¿Qué dirá mamá? —decía—. Se enojará mucho conmigo y me
castigará.

Pablo, que era muy bueno, también se desesperaba. No sabía qué
imaginar para que Sofía no fuese castigada.

—No puedo decir que me he caído entre los espinos, pues no sería
verdad... Pero, sí..., aguarda un poco y verás.

Y Pablo salió corriendo seguido de Sofía, y ambos entraron en el
bosquecillo cercano a la casa. Pablo se dirigió hacia un espino,
echándose en medio de él, moviéndose de modo que su rostro fuese
arañado por las púas y ramas del arbusto y su cara apareciese
ensangrentada.

Cuando Sofía vio su pobre rostro ensangrentado, comenzó a llorar
desconsolada.

—Yo tengo la culpa de todo lo que sufres, mi pobre Pablo —dijo—.
Para que no me castiguen te has hecho arañar más de lo que yo te
había arañado en mi cólera. ¡Oh, querido! ¡Cuán bueno eres, cómo te
quiero!

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—Vamos pronto a casa para lavarme de nuevo la cara —dijo Pablo—.
Y no estés triste. Te aseguro que sufro muy poco, y que mañana todo
habrá terminado. Lo único que te pido es que no digas que me has
arañado tú, pues si lo haces me apenarás mucho y no tendré la
recompensa de las heridas que me produje con el espino. ¿Me lo
prometes?

—Sí —contestó Sofía, besándolo—; haré todo lo que quieras.
Regresaron a su cuarto, y Pablo volvió a bañar su rostro con agua.
Cuando bajaron a la sala, las mamás dieron gritos de sorpresa al ver
el rostro lastimado e hinchado del pobre Pablo.

—¿Qué hiciste para ponerte en ese estado, Pablo? — preguntó su
madre, la señora D'Aubert—. Se diría que te has revolcado entre

las espinas.
—Es precisamente lo que ha sucedido, mamá. Corriendo, me caí
en medio de un espino, y al tratar de levantarme, me lastimé el rostro
y las manos.

—Has sido bastante torpe para caerte sobre ese espino —observó su
madre—. Y no hubieras debido debatirte para levantarte, sino hacerlo
con todo cuidado.

—¿Y dónde estabas tú, Sofía? —dijo la señora de Rean. Hubieras
debido ayudar a tu primo a levantarse.

—Corría a mi lado, tía —intervino Pablo—. No tuvo tiempo de
ayudarme, pues cuando llegó junto a mí ya me había puesto

de pie.
La señora D'Aubert llevó a Pablo para ponerle en los arañazos una
pomada.

Sofía permaneció con su mamá, quien la examinaba con atención.
—¿Por qué estás triste, Sofía? — le preguntó.
—No estoy triste, mamá — contestó Sofía, ruborizándose.
—Sí, lo estás; triste e inquieta, como si algo te atormentara.

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Sofía, con los ojos llenos de lágrimas y la voz temblorosa, volvió a
decir:

—No tengo nada, mamá. No tengo nada.
—¿Ves? Aun diciéndome que no tienes nada, estás a punto de
llorar... — observó su madre.

Al fin, Sofía, estallando en sollozos, tartamudeó:
—No puedo... decírtelo... He... he prometido... a Pablo.
La señora de Rean, acercando a la niña hacia ella, le dijo:
—Escucha, Sofía: si Pablo ha hecho algo malo, no debes mantener
tu promesa de no decírmelo. Te prometo que no le regañaré, y que no
se lo diré a su mamá pero quiero saber por qué estás tan triste y por
qué tienes tantos deseos de llorar, y tú debes decírmelo.

Sofía ocultó su rostro en la falda de la señora de Rean, sollozando
tan fuerte que no pudo hablar.

La señora de Rean trató de tranquilizarla, y por fin Sofía le dijo:
—Pablo no hizo nada malo, mamá, al contrario, es muy bueno y ha
hecho algo muy hermoso. Yo sola he sido mala, y para evitar que me
castigaran Pablo se arrojó en aquel espino.

Cada vez más sorprendida, la mamá siguió interrogando a Sofía,
quien le contó todo lo que había sucedido entre ella y Pablo.

—¡Qué bueno es Pablito! —exclamó la señora de Rean—. ¡Qué
valor y qué bondad! Y qué diferencia existe entre tú y tu primo. Fíjate
cómo te dejas llevar por tu cólera y qué ingrata eres con ese pobre
Pablo que siempre te perdona y olvida tus injusticias, y que hoy,
nuevamente, ha sido tan generoso para contigo.

—Es verdad, mamá, ahora lo comprendo —reconoció Sofía, ya
aliviada por su confesión—. De aquí en adelante, jamás volveré a
reñir con Pablo.

—No añadiré ninguna reprimenda a lo que te hace sufrir tu corazón
—le dijo la señora de Rean—. Estás apenada por el sufrimiento de
Pablo, y ése es tu castigo: te aprovechará más que cualquier otro que
te pudiese infligir yo. Por otra parte, has sido sincera, me has
confesado tu falta a pesar de que la hubieras podido ocultar, y eso está
muy bien. Te perdono por tu franqueza.

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CAPÍTULO XV


ISABEL



Un día, Sofía se hallaba sentada en su silloncito, pensativa y sin
hacer nada. Su mamá le preguntó:

—¿En qué piensas?
—Pienso en Isabel, mamá — contestó la niña.
—¿Y por qué piensas en ella?
Sofía contestó:
—Es que ayer noté que tenía un gran arañazo en un brazo, y cuando
le pregunté cómo se lo había hecho, se ruborizó, y ocultando su brazo
me dijo en voz baja: «Cállate, es para castigarme.» Trato de
comprender lo que ha querido decirme.

—Yo te lo voy a explicar —dijo la señora de Rean—. También yo
noté ese arañazo y su mamá me contó cómo se lo había hecho.
Escúchame con atención, pues es un lindo rasgo de Isabel.

Sofía, encantada de escuchar una historia, acercó su silloncito cerca
de su mamá para oír mejor.

—Como ya lo sabes —empezó la señora de Rean—, Isabel es muy
buena, pero desgraciadamente se enfada con facilidad. (Sofía bajó los
ojos.) A veces, llega a pegar a su niñera en un acceso de cólera. Luego
se desespera, pero sólo reflexiona después, en lugar de reflexionar
antes. Anteayer, estaba planchando los vestiditos y la ropita de su

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muñeca. Su niñera colocaba las planchas al fuego por temor de que
Isabel se quemara. A Isabel le enfadaba que no le dejaran calentar a
ella misma sus planchitas, pero su niñera se lo prohibía, y cada vez
que la niña quería colocar la plancha sobre el fuego, la detenía, sin
decirle nada. Por fin Isabel consiguió llegar hasta la hornilla e iba a
colocar su plancha sobre el fuego, cuando la niñera la vio, y
retirándole la planchita le dijo: «Ya que no quieres hacerme caso,
Isabel, no plancharás más. Voy a guardar las planchitas en el armario.»

«¡Quiero mis planchitas! —gritó Isabel—. ¡Quiero mis planchitas!
«No, señorita —repuso su niñera—, no las tendrás.» «¡Luisa mala!
¡Devuélveme las planchas!», exclamó Isabel iracunda. «No te las daré.
Ya está; están encerradas», terminó diciendo Luisa, dando media
vuelta a la llave del armario y sacándola de la cerradura. Furiosa,
Isabel, quiso arrancar las llaves de las manos de su niñera, pero no lo
consiguió. Entonces, en su ira, la arañó con tal fuerza, que lastimó el
brazo de Luisa haciéndoselo sangrar. Cuando Isabel vio la sangre, se
desesperó; pidió perdón a Luisa, le besó el brazo, y se lo baño con
agua fresca. Luisa, que es muy buena mujer, al verla tan afligida, le
aseguraba que su brazo no le dolía. —«No, no —decía Isabel
llorando— merezco sufrir como te he hecho sufrir a ti. Anda, aráñame
el brazo como te arañé el tuyo, Luisa; quiero sufrir como tú.» Como te
lo puedes figurar, la criada no quiso hacer lo que le pedía Isabel, y ésta
no insistió. Fue muy buena todo el resto del día y se dejó acostar con
toda docilidad. A la mañana siguiente, cuando su niñera fue para
vestirla, vio sangre en su sábana, y mirando su brazo lo vio
horriblemente arañado. «¿Quién te ha herido de esta forma?»,
exclamó. «Yo misma, Luisa —contestó Isabel—, para castigarme por

haberte arañado ayer. Cuando me acosté, pensé que era justo que yo
sufriese lo que te había hecho sufrir a ti, y me arañé el brazo hasta
hacerlo sangrar.» La niñera, emocionada, besó a Isabel, quien
prometió ser siempre muy buena. ¿Comprendes ahora lo que te dijo

Isabel y por qué se ruborizó?

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—Sí, mamá, lo comprendo muy bien. Es muy hermoso lo que ha
hecho Isabel. Supongo que no se dejará llevar nunca más por la cólera,
puesto que sabe lo feo que es.

—¿Acaso tú no haces nunca lo que sabes que está mal? — preguntó
la señora de Rean, sonriendo.

Sofía, molesta, contestó:
—Pero yo, mamá, soy más pequeña que ella. Tengo cuatro años e
Isabel tiene cinco.

—No es una diferencia muy grande. Recuerda tu cólera de hace
ocho días contra el pobre Pablo, que es tan bueno.

—Es verdad, mamá —admitió la niña—. Pero creo que no volveré a
empezar, y que nunca más haré una cosa que esté mal hecha.

—Así lo espero por ti, Sofía, pero ten cuidado de no creerte mejor
de lo que eres. Eso se llama orgullo, y ya sabes que el orgullo es un
defecto muy feo.

La niña no contestó, pero se sonrió con aire satisfecho que quería
decir que estaba segura de que siempre sería buena.

La pobre Sofía no tardó en quedar profundamente humillada, pues
he aquí lo que sucedió, dos días después.

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CAPITULO XVI


LA FRUTA CONFITADA



Sofía regresaba de paseo con su primo Pablo. En el vestíbulo
aguardaba un hombre que parecía ser un conductor de diligencia y que
llevaba un paquete bajo el brazo.

—¿A quién espera usted, señor? —le preguntó muy amablemente
Pablo.

—A la señora de Rean —respondió el hombre—. Tengo un paquete
para entregarle.

—¿De parte de quién? — quiso saber Sofía.
—No lo sé, señorita —declaró el hombre—. Acabo de llegar en la
diligencia; el paquete viene de París.

Sofía insistió:
—Pero, ¿qué contiene el Paquete?
—Supongo que son frutas confitadas y pasteles de albaricoque. Al
menos es eso lo que han anotado en el libro de la diligencia.

Los ojos de Sofía brillaron; pasó su lengua sobre sus labios.
—Vayamos pronto a avisar a mamá —le dijo a Pablo y salió
corriendo.

Algunos instantes después llegó la mamá, pagó los portes del
paquete y lo llevó a la sala adonde la siguieron Sofía y Pablo. Los
niños se sintieron profundamente decepcionados al ver que la señora
de Rean colocaba el paquete sobre la mesa y regresaba a su escritorio
donde se puso a escribir.

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Sofía y Pablo se miraron tristemente.

—Pide a mamá que lo abra — dijo Sofía por lo bajo a Pablo.
—No me atrevo —le contestó el niño en voz baja—. A la tía no le
agrada que seamos impacientes y curiosos.

Sofía, también en voz baja, le insistió:
—Pídele si quiere que le ahorremos el trabajo de abrir el paquete,
abriéndolo nosotros mismos.

La mamá observó en este momento:
—Oigo muy bien lo que estás diciendo, Sofía. Y está mal ser falsa y
querer parecer servicial y ahorrame un trabajo, cuando en realidad es
por curiosidad y por golosa que quieres abrir ese paquete. Si me
hubieras dicho francamente: «Mamá, desearía ver las frutas
confitadas, permíteme abrir el paquete», te lo hubiera permitido. Pero
ahora, te prohíbo que lo toques.

Sofía, confusa y descontenta, se fue a su cuarto seguida por Pablo.
—He ahí lo que te ganaste con tus tonterías —le dijo Pablo—.
Siempre haces to mismo y, sin embargo, sabes que la tía odia la
falsedad.

—¿Y por qué no has pedido tú permiso para abrirlo cuando te lo
dije? —le contestó Sofía—. Siempre quieres hacerte pasar por
obediente, y lo único que haces son estupideces.

—No hago estupideces ni quiero hacerme pasar por obediente.
Dices eso porque estás furiosa por no haber podido ver las frutas
confitadas.

—Nada de eso, señor —exclamó la niña—. Sólo estoy furiosa
contra ti, porque siempre haces que me regañen.

—Como el día que me arañaste, por ejemplo — recordó Pablo.
Avergonzada, Sofía se ruborizó y se calló. Permanecieron largo
tiempo sin hablar. La niña hubiera querido pedir perdón a su primo,
pero su amor propio le impedía hablar la primera.

Pablo, que era muy bueno, no sentía rencor contra Sofía, pero no
sabía cómo iniciar la conversación. Al fin encontró un medio: se
balanceó en su silla y se inclinó tanto hacia atrás que se cayó. Sofía se
precipitó para ayudarlo a levantarse.

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—¿Te hiciste daño, Pablo? — preguntó.

—No; al contrario — aseguró el chico.
Esta respuesta hizo reír a Sofía.
—¡Al contrario! ¡Qué gracioso!
—Sí, puesto que con mi caída ha terminado nuestra disputa.
—¡Mi querido Pablo, qué bueno eres! —exclamó la niña besándolo—.
¿Entonces te has caído a propósito? Hubieras podido hacerte daño.

—¿Cómo quieres que me hiciera daño cayéndome de una silla tan
baja? —dijo el chiquillo—. Y ahora que somos amigos de nuevo,
vayamos a jugar.

Y se fueron ambos corriendo. Al atravesar la sala, vieron el paquete
siempre envuelto. Pablo arrastró a Sofía, que sentía grandes deseos de
detenerse, y no volvieron a pensar más en él.

Después de la cena, la señora de Rean llamó a los niños:
—Vamos a abrir por fin el famoso paquete —dijo—, y probaremos
las frutas confitadas. Pablo, ve a buscar un cuchillo para cortar el
cordel.

El niño fue como un rayo y volvió casi al mismo instante con el
cuchillo pedido, que entregó a su tía.

La señora de Rean cortó el cordel, abrió los papeles que envolvían
las frutas y aparecieron doce cajas de frutas confitadas y de pasteles de
albaricoque.

—Probémoslas para saber si son buenas —dijo abriendo una de las
cajas—. Sírvete dos frutas, Sofía; elige las que más te agraden. He
aquí peras, ciruelas, nueces, albaricoques, cidra y angélica.

Sofía vaciló un instante. Observó cuáles eran las más grandes y, por
fin, se decidió por una pera y un albaricoque. Pablo eligió una ciruela
y un pedazo de angélica. Cuando todos se hubieron servido, la mamá
cerró la caja, llena aún casi por la mitad, la llevó a su habitación y la
colocó en lo alto de un estante. Sofía la había seguido hasta la puerta.

Al volver, la señora Rean dijo a Sofía y a Pablo que no podría
llevarlos a paseo porque debía hacer una visita a los alrededores.

—Divertíos durante mi ausencia, hijos míos —les dijo—, pasead o
jugad delante de la casa, como gustéis.

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Y besándolos, subió en coche con su marido y los señores D'Aubert.

Los niños permanecieron solos y jugaron largo rato en el jardín ante
la casa. Sofía no dejaba de hablar de las frutas confitadas.

—Siento no haber tomado un pedazo de angélica y una ciruela;
deben ser muy buenos.

—Sí; muy buenos —contestó Pablo—, pero podrás probarlos
mañana.

Volvieron e reanudar un juego, que Pablo habla inventado; habían
cavado un estanquito y lo llenaban de agua, pero debían seguir
echándole agua siempre, pues la tierra la bebía a medida que la
echaban. Finalmente, Pablo resbaló sobre la tierra barrosa y se le
volcó una regadera llena de agua sobre las piernas.

—¡Ay, ay! —exclamó—. ¡Qué fría está el agua! ¡Estoy empapado!
Tengo que ir a cambiarme de zapatos, de calcetines y de pantalón.
Espérame aquí, volveré en seguida.

Sofía se quedó cerca del estanquito, jugando distraídamente con su
palita en el agua, pero sin pensar ni en el agua, ni en la pala ni en
Pablo. ¿En qué pensaba entonces? ¡Ay! Sofía recordaba las frutas
confitadas, en la angélica y en las ciruelas. Lamentaba no poder seguir
comiéndolas y no haberlas probado todas.

—Mañana —se dijo—, mamá me ofrecerá otras, y no tendré tiempo
de elegirlas bien. Si pudiera mirarlas ahora, podría elegir las que voy a
tomar mañana... ¿Y por qué no he de mirarlas? Con solo abrir la caja...

Y he aquí que Sofía, contentísima con su idea, salió corriendo hacia
la habitación de su mamá y trató de alcanzar la caja de frutas. Pero por
más que saltaba y alargaba el brazo, no llegaba hasta el estante. ¿Qué
hacer? Miró a su alrededor buscando un palo, una pinza o cualquier
otra cosa, hasta que de pronto se dio un golpecito en la frente con la
mano, diciéndose:

—¡Qué tonta soy! No tengo más que acercar un sillón y subir
encima.

Sofía arrastró y empujó un pesado sillón cerca del estante, subió
encima, y alcanzando la caja la abrió mirando con envidia las
hermosas frutas confitadas.

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—¿Cuál tomaré mañana? — se preguntó.

Pero no lograba decidirse: primero le parecía que ésta, luego que
esta otra. El tiempo pasaba y Pablo podía regresar de un momento a
otro.

—¿Qué dirá si me ve aquí? —pensó—. Creerá que robo las frutas
confitadas y, sin embargo, sólo las miro... ¡Tengo una idea! ¿Si
probara un pedacito de cada fruta para saber el gusto que tienen? Así
sabré cuál me agrada más y nadie se enterará de nada, pues morderé
un pedacito chiquitito que ni siquiera se verá.

Y Sofía mordisqueó un pedazo de angélica, luego un albaricoque,
después una ciruela, una nuez, una pera y un trozo de cidra, pero a
pesar de ello estaba tan indecisa como al principio.

—Debo volver a empezar — se dijo.
Y volvió a mordisquear las frutas tantas veces, que finalmente quedó
la caja casi vacía. Cuando se dio cuenta, se quedó aterrada.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? —se dijo—. Sólo quería
probarlas y me las he comido casi todas. En cuanto abra la caja, mamá
se dará cuenta, y adivinará que he sido yo. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
Podría decir que no soy yo, pero mamá no me creerá... ¿Si dijera que
son los ratones? Precisamente he visto correr uno esta mañana por el
pasillo. Se lo diré a mamá. Pero será mejor que diga que era una rata,
porque una rata es más grande que un ratón, y come más, y, como me
comí casi todo lo que había en la caja es mejor que diga que fue una
rata y no un ratón.

Encantada con su idea, Sofía cerró la caja, la volvió a colocar en su
lugar, bajó del sillón y regresó al jardín. Apenas tuvo tiempo de coger
su pala, cuando llegó Pablo.

—He tardado mucho, ¿verdad? —comentó el niño—. Es que no
encontraba mis zapatos; se los habían llevado para limpiarlos y los he
buscado por todos lados antes de pedirlos a Bautista. ¿Qué hiciste
mientras yo no estaba?

—Nada. Te esperaba. Estaba jugando con el agua.

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—Pero has dejado que se vaciara el estanque: no hay ni una gota de
agua adentro. Dame tu pala, apisonaré el fondo para que quede más
sólido, y tú mientras tanto, ve a buscar agua en el cubito.

Sofía fue a buscar el agua mientras Pablo trabajaba en el estanque.
Cuando volvió, Pablo le devolvió la pala, diciéndole:

—Tu pala está pegajosa. ¿Qué hiciste con ella?
—Nada —le contestó Sofía—. No comprendo cómo puede estar
pegajosa.

Y vivamente introdujo sus manos en la regadera llena de agua,
dándose cuenta que estaban pegajosas.

—¿Por qué pones tus manos en la regadera? — le preguntó Pablo.
—Para saber si está fría — respondió la niña, molesta.
—Qué rara estás desde que he vuelto. Se diría que has hecho algo
malo.

Sofía, turbada, contestó:
—¿Y qué quieres que haya hecho? Mira por todos lados, no
encontrarás nada malo. No sé por qué dices eso: siempre tienes ideas
ridículas.

—¡Cómo te enfadas! —dijo Pablo, sorprendido—. Hablaba en
broma. Te aseguro que no creo que hayas hecho ninguna mala acción,
y no tienes por qué mirarme enojada.

Sofía se encogió de hombros, volvió a tomar su regadera y vertió el
agua en el estanque, que la absorbió toda. Los niños siguieron jugando
de ese modo hasta las ocho, que fue cuando vinieron las niñeras a
buscarlos, pues era hora de acotarse.

Sofía pasó una noche algo agitada; soñó que estaba cerca de un
jardín del que la separaba una cerca. Ese jardín estaba lleno de flores y
de frutas que parecían exquisitas. Ella trataba de entrar en él, pero su
Buen Ángel la arrastraba de una mano, diciéndole con voz triste: «No
entres, Sofía, no pruebes esas frutas que parecen tan buenas y que son
amargas y están envenenadas; no huelas esas flores tan hermosas, pero
que exhalan un olor infecto y emponzoñado.» «Pero —dijo Sofía—, el
camino para ir allí es áspero y lleno de piedras, mientras que el otro
está cubierto de fina arena, y debe ser suave al andar.» «Sí —contestó
el Ángel—, pero el camino áspero te llevará a un delicioso jardín,

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mientras que el otro te conducirá a un lugar de sufrimientos y de
tristezas. Todo allí es malo; los seres que lo habitan son malos y
crueles. En lugar de consolarte, se reirán de tus sufrimientos y los
aumentarán atormentándote.» Sofía vaciló; miró el hermoso jardín
lleno de flores y de frutas, los senderos enarenados y llenos de
sombras, y luego echó un vistazo sobre el camino áspero y árido que
parecía no tener fin. Se volvió hacia la barrera que se abrió ante ella, y

soltando la mano del Ángel Bueno, entró en el jardín. El Ángel le
gritó: «Vuelve, vuelve, Sofía, te esperaré en la verja. Te esperaré en
ella hasta tu muerte, y si alguna vez vuelves a mí, te llevaré al Jardín
de las Delicias, por el camino áspero que se suavizará y embellecerá a
medida que avances por él.» Sofía no escuchó la voz de su Ángel
Bueno. Hermosos niños le hacían señas de que avanzara. Corrió a
ellos y éstos la rodearon riendo, y unos comenzaron a pellizcarla,
otros a golpearla y otros a arrojarle arena en los ojos.

Sofía se libró de ellos con trabajo, y, alejándose, cogió una flor de
apariencia espléndida y la olió, pero inmediatamente la arrojó lejos de
sí, pues su olor era horrible. Siguió avanzando y, viendo los árboles
cargados con las más hermosas frutas, cogió una, y la probó, pero la
arrojó con más horror aún que la flor: su sabor era amargo y
detestable.

Sofía, algo entristecida, continuó su paseo, pero por todos lados se
vio engañada como lo había sido por las flores y las frutas. Cuando
hubo permanecido algún tiempo en ese jardín donde todo era malo,
pensó en su Buen Ángel, y, a pesar de las promesas y los gritos de los
niños malos, corrió hacia la barrera donde su Buen Ángel la aguardaba
tendiéndole los brazos. Rechazando a los niños malos, se arrojó en
brazos del Ángel, quien la condujo por el camino áspero. Los
primeros pasos le parecieron difíciles, pero cuanto más avanzaba, más
suave se tornaba el camino, y más hermoso le parecía el paisaje. Se
disponía a entrar en el Jardín del Bien, cuando se despertó agitada y
bañada en sudor. Largo tiempo se quedó pensando en ese sueño.

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—Tendré que pedirle a mamá —se dijo—, que lo explique
detalladamente.

Luego volvió a dormirse hasta la mañana siguiente.
Al día siguiente, cuando fue al cuarto de su mamá, la encontró con el
semblante algo severo, pero el sueño que había tenido le había hecho
olvidar las frutas confitadas, y Sofía comenzó en seguida a contárselo
a su mamá.

Esta le explicó:
—¿Sabes lo que puede significar, Sofía? Que Dios ve que no eres
buena y te previene por medio de este sueño, que si continúas
haciendo todo lo que está mal y te parece agradable, recogerás pesares
en lugar de alegría. Ese Jardín Engañoso es el Infierno; el Jardín del
Bien representa el Paraíso; para llegar a él es necesario seguir por el
camino áspero, es decir, privándonos de cosas agradables, pero que
nos están prohibidas. A medida que avanzamos, el camino se toma
más fácil, es decir, que a fuerza de ser obedientes y buenos, nos
acostumbramos tanto a ello que ya no nos cuesta ni la obediencia ni la
bondad, y no sufrimos más por no dejarnos llevar de todos nuestros
deseos.

Sofía se agitaba nerviosa sobre su silla, ruborizándose al mirar a su
mamá. Quería hablar, pero no podía decidirse a hacerlo. Por fin, la
señora de Rean, notando su turbación, vino en su ayuda, diciéndole:

—Tienes algo que confesar, Sofía, y no te atreves a hacerlo porque
siempre es muy duro confesar una falta. Es precisamente el camino
áspero por el cual tu Ángel Bueno te quiere guiar y que te asusta.
Vamos, Sofía, escucha a tu Buen Ángel, y salta con valor por entre las
piedras del camino que te indica.

Sofía se ruborizó aún más, ocultó su rostro entre sus manos y con
voz temblorosa confesó a su mamá que había comido, el día anterior,
casi toda la caja de frutas confitadas.

—¿Y cómo esperabas ocultármelo? — preguntó la señora de Rean.
—Quería decirte que eran las ratas las que se las habían comido.

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—Y yo jamás lo hubiera creído, como te lo puedes figurar, puesto
que las ratas no hubieran podido levantar la tapa de la caja y volverla
luego a colocar. Ellas hubieran comenzado por devorar y romper la
caja hasta llegar a las frutas confitadas. Además, las ratas no hubieran
tenido necesidad de acercar el sillón para alcanzar el estante.

Sofía, sorprendida, exclamó:
—¿Cómo? ¿Viste que acerqué el sillón?
—Sí, puesto que te olvidaste de volver a colocarlo en su lugar. Es la
primera cosa que vi al entrar en mi cuarto. En seguida comprendí que
eras tú la que lo hablas colocado allí, especialmente cuando miré
dentro de la caja y la encontré casi vacía. Ya ves cómo hiciste bien en
confesarme tu falta. Tus mentiras no hubieran hecho más que
aumentarla y te hubieran acarreado un castigo más severo. Para
recompensarte del esfuerzo que hiciste confesándomelo todo, no
tendrás otro castigo que la prohibición de comer esas frutas confitadas
mientras duren.

Sofía besó la mano de su mamá, quien la abrazó a su vez. Volvió
luego a su cuarto donde Pablo la aguardaba para desayunar.

—¿Qué tienes, Sofía, que tus ojos están rojos? — le preguntó Pablo,
extrañado.

—Es que he llorado.
—¿Y por qué? ¿Te regañó la tía?
—No, pero me dio vergüenza el confesarle algo malo que hice
ayer.
—¿Algo malo? ¿Y qué fue? Yo no vi nada — aseguró Pablo.
Sofía contó a su primo cómo se había comido las frutas confitadas,
cuando sólo era su intención mirarlas y elegir las mejores para el día
siguiente.

—¿Y cómo tuviste el valor para hacerlo y confesarlo todo a tu
mamá? — preguntó.
La niña le contó entonces su sueño, y cómo su mamá se lo había
explicado. Desde ese día, Pablo y Sofía hablaron a menudo de aquel
sueño, el cual les ayudó mucho para ser obedientes y buenos.

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CAPITULO XVII


EL GATO Y EL MIRLO



Un día, Sofía y Pablo se paseaban con su niñera. Regresaban de casa
de una pobre mujer a quien habían ido a llevar dinero. Volvían
lentamente, divirtiéndose en trepar a algún árbol, u ocultándose detrás
de los arbustos. Sofía acababa de esconderse y Pablo la buscaba,
cuando de pronto se oyó un miau muy débil y lastimero. La niña se
asustó y salió de su escondite.

—Pablo —dijo—, llamemos a la niñera; he oído un gritito como el
de un gato, muy cerca de mí, en ese arbusto.

—¿Y por qué necesitamos llamar a tu niñera para eso? —preguntó
su primo—. Veamos nosotros mismos de qué se trata.

—¡Oh, no! ¡Tengo miedo! — dijo Sofía.
Pablo, riendo, exclamó:
—¡Miedo! ¿Y de qué? Tu misma dices que era un gritito. Por lo
menos no debe ser el de un animal muy grande.

—No sé; puede ser tal vez una serpiente o un lobezno.
—¡Ja, ja, ja! —se burló Pablo—. ¡Una serpiente que grita! ¡Y un
lobezno que grita tan débilmente, que yo estaba a tu lado y no lo he
oído!

—¡Escucha! —saltó la niña—. Ahí se oye otra vez el mismo gritito.
Pablo prestó oídos y oyó, en efecto, un pequeño miau muy débil que
provenía del arbusto. A pesar de los ruegos de Sofía, corrió para ver lo
que era.

—Es un pobre gatito que parece enfermo —exclamó después de
haber buscado durante algunos instantes—. Ven a ver lo desgraciado
que parece.

Sofía se acercó a su vez, y vio a un gatito blanco chiquitito, mojado
por el rocío y sucio de barro, qué estaba echado cerca del lugar donde
ella habla estado oculta.

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—Hay que llamar a la niñera para que lo lleve —dijo Sofía—. Pobre
animalito, ¡cómo tiembla!

—¡Y qué flaco está! — añadió Pablo.
Llamaron a la niñera, que los seguía de lejos, y cuando se acercó le
enseñaron el gatito pidiéndole que lo llevara.

—Pero, ¿cómo vamos a hacerlo? —dijo la niñera—. El pobrecito
está tan mojado y sucio que no puedo llevarlo en mis brazos.

—Colócalo encima de algunas hojas, María — sugirió Sofía.
—O más bien, dentro de mi pañuelo —apuntó Pablo—. Estará
mejor.

—Eso es —aplaudió Sofía—. Sequémosle con mi pañuelo y
acostémosle en el tuyo. María lo llevará.

La niñera los ayudó a arreglar el gatito, que no tenía ni siquiera
fuerzas para moverse. Cuando estuvo bien envuelto en el pañuelo, la
niñera lo tomó y todos se apresuraron a llegar a la casa para darle
leche caliente.

Como no se hallaban muy lejos, no tardaron en llegar. Sofía y Pablo
corrieron adelante y fueron a la cocina.

—Danos pronto una taza de leche caliente — dijo Sofía a Juan, el
cocinero.

—¿Y para qué la quieres, niña? — preguntó Juan.
—Para un pobre gatito que acabamos de encontrar cerca de un
arbusto y que está casi muerto de hambre. Mi niñera lo trae en un
pañuelo.

La niñera colocó el pañuelo en el suelo y el cocinero trajo un plato
de leche caliente para el gatito, quien se precipitó a ella, bebiéndola
toda sin dejar una sola gota.

—Espero que estará satisfecho —dijo la niñera—; acaba de beberse
casi dos vasos de leche.

—¡Mirad! ¡Se está levantando!... —advirtió Sofía—. Se relame las
patas...

—¿Y si lo llevamos a nuestro cuarto? — sugirió Pablo.
—Yo os aconsejaría, niños —dijo el cocinero—, que lo dejarais en
la cocina. En primer lugar porque se secará mejor entre las cenizas
calientes, y luego porque aquí tendrá de comer todo lo que quiera, y
finalmente porque podrá salir cuando lo necesite y aprenderá así a ser
limpio.

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—Es cierto —declaró Pablo—. Dejémosle entonces en la cocina,
Sofía.

La niña, antes de consentir, quiso saber:
—¿Pero siempre será nuestro, y podré venir a verlo cuando quiera?
El cocinero respondió, solemne:
—Naturalmente; podrás venir a verlo cuando gustes, puesto que es
tuyo.

Tomó el gato y lo colocó sobre la ceniza caliente debajo de las
hornillas. Los niños lo dejaron dormir, recomendando al cocinero que
le pusiera leche cerca de él para que pudiera beber siempre que tuviese
ganas.

—¿Cómo llamaremos a nuestro gato? — preguntó luego Sofía.
—Llamémosle Querido — apuntó Pablo.
—¡Oh no! —rechazó la niña—. Es demasiado común. Llamémosle
más bien Encantador.

—¿Y si al crecer se vuelve feo? — preguntó su primo.
—Es cierto. ¿Cómo llamarlo entonces? Sin embargo es necesario
darle un nombre.

Pablo Pensó un poco y dijo:
—¿Sabes cuál sería un nombre muy bonito? Monono.
—Sí; como en el cuento de «Blondina» [uno de los relatos de «cuentos
de hadas», de la misma autora]
—aplaudió Sofía—. Eso es: llamémosle
Monono. Pediré a mamá que le haga un collarcito y que le borde
encima el nombre de Monono.

Y los niños corrieron a la salita donde se hallaba la señora de Rean,
para contarle la historia del gatito y para pedirle les hiciera un
collarcito.

La mamá fue a ver al gatito y le tomó la medida del cuello.
—No sé si ese pobre gatito vivirá —dije—, está tan flaco y tan débil
que no se sostiene sobre sus patas.

—¿Cómo puede haberse encontrado bajo ese arbusto? —preguntó
Pablo—. Los gatos no viven en los bosques.

—Tal vez lo hayan llevado allí algunos niños malos —opinó la
señora de Rean—, y lo hayan dejado pensando que sabría encontrar
solo el camino de regreso a su casa.

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—¿Y por qué no regresó? —dijo Sofía—. Es culpa suya si ha sido tan
desgraciado.

La mamá explicó:
—Es demasiado pequeño para haber podido encontrar solo el
camino. Y además, tal vez viene de muy lejos. Si unos hombres malos
te llevaran a ti muy lejos y te dejaran en un rincón del bosque ¿qué
harías? ¿Crees que podrías encontrar sola tu camino?

—Eso no me preocuparía —contestó la niña con suficiencia—.
Caminaría hasta encontrar a alguien o a alguna casa habitada,
entonces diría mi nombre y pediría que me condujeran de nuevo a
casa.

—En primer lugar —observó la mamá—, podrías encontrarte con
personas malas que no estuvieran dispuestas a dejar su camino o su
trabajo para conducirte a tu casa. Y luego, tú puedes hablar y te puedes
hacer comprender, pero el pobre gatito, ¿crees que si hubiera entrado
en una casa, hubieran comprendido lo que quería o dónde estaba su
casa? Lo más probable es que lo hubieran arrojado fuera a palos o
matado tal vez.

—Pero ¿por qué se habrá ocultado en ese arbusto? — quiso saber
Sofía—. ¿Para morirse allí de hambre?
—Tal vez los niños malos lo han arrojado allí después de haberle
castigado. Por otra parte, no ha sido tan tonto al haber permanecido
allí, puesto que vosotros habéis pasado a su lado y lo habéis salvado.

—En cuanto a eso, tía —dijo Pablo—, no podía adivinar que íbamos
a pasar por allí.

—Él no —acabó la señora de Rean—; pero Dios que lo sabía, lo ha
permitido a fin de daros a vosotros la ocasión de ser caritativos con un
animal.

Sofía y Pablo, que estaban impacientes por volver a ver a su gato, no
contestaron y regresaron a la cocina, donde encontraron a Monono
profundamente dormido sobre la ceniza caliente. El cocinero había
puesto a su lado un cacharrito con leche, por lo tanto no quedaba nada
más que hacer por el animalito, y los niños se fueron a jugar a su
jardincito.

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Monono no se murió. Pocos días después había recuperado sus

fuerzas y estaba alegre y contento. A medida que crecía se ponía más
lindo. Sus largos pelos blancos eran suaves y sedosos; sus ojazos
negros brillaban como soles; su nariz rosada le daba un aspecto
infantil y agradable. Era un verdadero gato de Angora de la mejor
especie.

Sofía lo quería mucho, y Pablo, que venía muy a menudo a pasar
algunos días con Sofía, también le quería mucho. Monono era el más
feliz de los gatos.

Sólo tenía un defecto que desesperaba a Sofía: era cruel con los
pájaros. En cuanto estaa afuera, trepaba a los árboles en busca de
nidos, y para comerse los pequeñuelos que encontraba en ellos. A
veces había llegado a comer hasta a las mamás de esos pequeñuelos,
que trataban de detenderlos contra el cruel Monono.

Cuando Sofía y Pablo lo veían trepar a los árboles, hacían todo lo
que podían para obligarlo a bajar, pero Monono no les hacía caso y
continuaba trepando y comiendo los pajaritos. Se oía entonces los cuic
cuic lastimeros de las pobres víctimas.

Cuando Monono bajaba del árbol, Sofía le pegaba con una larga
vara, pero el animal encontró el medio de eludir ese castigo,
quedándose largo tiempo en lo alto del árbol, donde Sofía no podía

alcanzarlo. Otras veces, cuando llegaba a media altura del árbol,
saltaba a tierra y huía con tal rapidez que Sofía no lograba atraparlo.

—Ten cuidado, Monono —le decían los niños—. Dios te castigará
por tu crueldad. Algún día te sucederá un percance.

Pero Monono no les hacía caso.
Cierto día, la señora de Rean trajo a la sala un hermoso pájaro en
una linda jaula dorada.

—Mirad, niños, qué lindo mirlo me ha enviado uno de mis amigos.
Canta perfectamente.

—¡Oh, cómo nos gustaría oírlo! — exclamaron los dos niños.
—Le voy a hacer cantar, pero no os acerquéis demasiado para no
asustarlo… Pequeño, pequeño —continuó la señora de Rean hablando
al mirlo—, canta, canta, amiguito.

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El mirlo comenzó a balancearse, inclinando su cabecita de un lado
para otro, y luego se puso a silbar varias canciones.

Los niños lo escuchaban sin moverse. No se atrevían siquiera a
respirar por temor de asustar al mirlo.
Cuando hubo terminado, Pablo exclamó:
—¡Oh, tía! ¡Qué bien canta! Quisiera estar escuchándolo siempre...
siempre.

—Volveremos a hacerle cantar después de la cena —dijo la señora
de Rean—, pues ahora está cansado, ya que acaba de llegar de viaje.
Démosle de comer. Id al jardín, hijos míos, y traedme un poco de
anagálidas; el jardinero os indicará dónde encontrarla.

Los niños corrieron a la huerta y trajeron tal cantidad de anagálidas
que se hubiera podido cubrir con ella toda la jaula. Su mamá les dijo
que la próxima vez no trajeran más que un puñadito. La pusieron en la
jaula del mismo, que comenzó en seguida a comer.

—Vayamos ahora a cenar, hijos míos —dijo la señora de Rean—;
los papás nos esperan.

Durante la cena, se habló mucho del lindo mirlo.
—Qué hermosa cabecita negra tiene — dijo Sofía.
—Y qué pecho más brillante — repuso Pablo.
—Y qué bien canta — dijo, a su vez, la señora de Rean.
—Habrá que hacerle cantar todas sus canciones — propuso su
marido.

En cuanto hubo terminado la cena, regresaron todos a la sala; yendo
los niños corriendo delante. En el momento de entrar en la habitación,
la señora oyó un grito horrible y vio a los dos niños inmovilizados por
el terror, que señalaban con el dedo la jaula del mirlo. Varios barrotes
de la jaula estaban rotos y torcidos y de ella dio un brinco Monono
llevando en su boca al pobre mirlo que aún batía las alas.

La señora de Rean lanzó un grito a su vez, y corrió detrás de
Monono para hacerle soltar el pájaro. Monono se ocultó bajo un sillón.
El papá de Sofía, que entraba en ese momento, cogió las pinzas del
fuego y quiso golpear con ellas a Monono, pero el gato, que estaba
preparado para huir, se abalanzó hacia la puerta que se hallaba
entreabierta. El señor de Rean lo persiguió de cuarto en cuarto, y de
pasillo en pasillo. El pobre pájaro no gritaba ya ni tampoco se debatía.

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Por fin el señor de Rean consiguió alcanzar a Monono con las
pinzas. El golpe que le dio fue tan fuerte que le hizo abrir le boca,

de la que cayó el pájaro. Mientras el mirlo caía a un lado, Monono
caía del otro. Tuvo dos o tres convulsiones y no volvió a moverse:
la pinza de hierro lo había alcanzado en la cabeza y estaba muerto.
La señora de Rean y los niños, que corrían detrás del señor de Rean
mientras éste corría tras el gato y tras el mirlo, llegaron en el momento
de la última convulsión de Monono.

—¡Monono! ¡Mi pobre Monono! — exclamó Sofía.
—¡El mirlo, el pobre mirlo! — se lamentó Pablo.
—¿Qué has hecho? — exclamó la señora de Rean.
—He castigado al culpable, pero no pude salvar al inocente
—contestó su esposo—. El mirlo ha muerto ahogado por el cruel
Monono, pero éste no matará a nadie más, puesto que yo, sin querer,
acabo de matarlo.

Sofía no se atrevió a decir nada, pero lloró amargamente a su pobre
gato, a quien quería a pesar de sus defectos.

—Ya le había avisado —dijo Pablo— que Dios lo castigaría por
su maldad para con los pájaros. ¡Ay! Mi pobre Monono, ahora estás
muerto, y ha sido por tu culpa.

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CAPÍTULO XVIII


LA CAJA DE COSTURA



Cuando Sofía veía alguna cosa que se le antojaba, lo pedía. Si su
mamá se lo negaba, volvía a pedirlo una y más veces hasta que su
mamá, cansada, la enviaba a su cuarto. Entonces en lugar de no pensar
más en aquella cosa, continuaba siempre con el pensamiento fijo en
ella, repitiéndose:

—¿Cómo podría hacer para conseguir lo que quiero? ¡Me agrada
tanto! ¡Es necesario que lo obtenga!

A menudo se hacía castigar por su insistencia, pero no se corregía
nunca.

Un día, su mamá la llamó para enseñarle una preciosa cajita de
costura que el señor Rean acababa de enviar desde París. La caja era
de carey con adornos de oro y el interior estaba forrado con terciopelo
azul. Dentro de la caja había lo necesario para coser, y todo era de oro.
Había un dedal, tijeras, alfiletero, un punzón, carretes de hilo, un
cuchillito, unas pincitas y un pasacintas. En otro compartimiento había
una caja con agujas, otra con alfileres dorados, sedas de todos colores,
hilos de diferente grueso, cordones, cintas, en fin, de todo.

Sofía se extasió ante la hermosura de aquella caja.
—¡Qué bonito es todo! —exclamó—. ¡Y qué cómodo debe ser tener
todo lo necesario para coser! ¿Para quién es esa linda caja mamá? —
preguntó sonriendo, como si estuviese segura de que su mamá le
contestaría: «Es para ti.»

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—Tu papá la ha enviado para mí — contestó la señora de Rean.

—¡Qué lástima! ¡Me hubiera gustado tanto tenerla!
La mamá comentó:
—¿Entonces estás disgustada porque esta linda caja sea para
mí? Muchas gracias Sofía, pero eres un poco egoísta.
—¡Oh, mamá! Dámela, te lo ruego — insistió Sofía, sorda a todo lo
que no fuera su deseo.

—No coses bastante bien aún para poseer una caja tan linda
—dijo la señora de Rean—. Además, no tienes suficiente orden.
Dejarías todo tirado por un lado y otro y a buen seguro perderías todas
las cosas.

—¡Oh, mamá! Te aseguro que la cuidaré muy bien.
—No, Sofía, no pienses más en ella. Eres aún demasiado pequeña.
—Ya coso muy bien, mamá —tornó Sofía—, y me agrada mucho la
costura.

—¿Sí? —preguntó su madre—. ¿Y por qué entonces te enfadas
tanto cuando te obligo a coser?

—Es que... que... —decía Sofía, vacilante—, que no tengo lo
necesario para coser. Pero si tuviese esta linda caja, cosería con
placer... ¡con un placer enorme!

—Trata de coser con placer sin la caja; es el medio más seguro de
llegar a tener una.

—¡Oh, mamá! Dámela, te lo ruego — volvió a insistir la niña.
—Basta, Sofía, me aburres —acabó la señora de Rean—. Te pido
que no vuelvas a pensar más en esa caja.

Sofía calló por un instante, pero continuó mirando la caja, y luego,
volvió a pedírsela a su mamá como diez veces seguidas. La señora,
enfadada, la mandó al jardín.

Pero Sofía no tenía deseos de jugar; permaneció sentada sobre un
banco pensando siempre en aquella caja y en cómo podría
arreglárselas para conseguirla.

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—Si supiera escribir —se dijo—, escribiría a papá para que me
enviara otra igual, pero... no sé escribir. Y, si dicto la carta a mamá, me
regañará y no querrá escribirla... Podría aguardar a que papá regresara,
pero tendría que esperar demasiado y yo quisiera esa caja en seguida.

Sofía caviló largo tiempo sobre el asunto; por fin dio un brinco de
alegría y se frotó las manos, exclamando:

—¡Ya sé cómo! ¡Ya sé cómo! ¡La caja será mía!
La niña volvió a entrar en la sala. La caja estaba sobre la mesa, y la
señora de Rean no se hallaba en la habitación.

Sofia se adelantó con precaución, abrió la caja y quitó de ella todas
las cosas que la llenaban. Su corazón latía con fuerza, pues iba a robar,
como los ladrones que meten en las cárceles. Temía que alguien
entrara antes de que ella hubiese terminado. Pero nadie vino; Sofía
pudo coger todo lo que había en la caja. Cuando hubo terminado, la
cerró suavemente, la volvió a colocar en el centro de la mesa y se
dirigió al cuarto de sus juguetes. Abrió uno de los cajoncitos de su
mesita, y encerró en él todo lo que había cogido de la caja de su
mamá.

—Cuando mamá vea que sólo tiene una caja vacía —pensó—,
consentirá en dármela, y entonces, volveré a colocar todas las cosas
adentro y la linda caja de costura será mía.

Sofía, encantada con aquella esperanza, no pensó siquiera en
reprocharse lo que acababa de hacer, ni en preguntarse: «¿Qué
contestaré cuando me pregunten si fui yo?» Sofía sólo pensaba en

la felicidad de poseer aquella caja.
Transcurrió toda la mañana sin que la mamá se diera cuenta del robo
de Sofía. Pero a la hora de la comida, cuando todo el mundo se reunió
en la sala, la señora de Rean dijo a las personas que había invitado a
comer, que les iba a enseñar una lindísima caja de costura que el señor
Rean acababa de enviarle de París.

—Verán ustedes lo completa que es —dijo—. Hay en ella todo lo
necesario para coser. Ante todo, admiren lo bonita que es la caja en sí.

—Es verdaderamente preciosa — le contestaron, admirándola.

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La señora de Rean la abrió, y cuál no fue su sorpresa y la de las

personas presentes, al comprobar que la caja estaba vacía.
—¿Qué significa esto? —dijo—. Esta mañana estaba completa, y
desde entonces no la he tocado.

—¿La dejó usted en la sala? — preguntó una de las señoras
presentes.

—Sí, y sin el menor reparo —dijo la dueña de la casa—, pues todos
mis criados son honrados e incapaces de robarme.

—Y, sin embargo, su linda caja está vacía, amiga mía —observé su
interlocutora—. Es indudable que alguien la ha vaciado.

El corazón de Sofía latía con violencia durante esta conversación. La
niña se mantenía, oculta detrás de todo el mundo, roja como un rábano
y toda temblorosa.

La señora de Rean la buscó con la mirada, y, al no verla, llamó:
—¡Sofía, Sofía! ¿Dónde estás?
Como la niña no contestara, las señoras detrás de las cuales se había
ocultado, se apartaron, apareciendo Sofía tan ruborizada y tan turbada,
que todos adivinaron sin dificultad que ella era la ladrona.

—Acércate, Sofía — ordenó la señora de Rean.
La niña adelantó lentamente, pues sus piernas temblaban de miedo.
—¿Dónde has puesto las cosas que estaban en mi caja? — preguntó
su mamá.

Sofía, temblorosa, contestó:
—No he cogido nada, mamá. No he escondido nada.
—Es inútil que mientas, Sofía. Tráeme todo en seguida, si no
quieres ser castigada como te mereces.

Llorando, ta niña insistió:
—Pero mamá; ¡te aseguro que no he tocado nada!
—Sígueme, Sofía — decidió su madre.
Y como Sofía permanecía inmóvil, la señora de Rean la cogió de la
mano y la arrastró, a pesar de su resistencia, al cuarto de los juguetes.
Empezó a buscar en los cajones de la cómoda, luego en los del ropero
de la muñeca, y como no encontraba nada, temió por un instante haber
sido injusta con Sofía. Se dirigió luego hacia la mesita, y Sofía
comenzó a temblar más fuerte aún, cuando su mamá, al abrir el
cajoncito, descubrió todos los objetos de su caja de costura, que ella
había ocultado allí.

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Sin decir una palabra, la mamá tomó a Sofía y le dio una paliza
como jamás le había dado en su vida. Por más que Sofía gritó
pidiendo clemencia, su mamá le pegó sin compasión, y debemos
confesar que lo merecía.

La señora de Rean cogió luego todo lo que había encontrado en el
cajoncito para volverlo a guardar en su caja, dejando a Sofía que
llorara sola en el cuarto de los juguetes.

La niña estaba tan avergonzada, que no se atrevía a regresar para la
comida, e hizo muy bien, pues la señora de Rean le envió la niñera
para que la llevase a su dormitorio, donde debía comer y pasar el resto
del día. Sofía lloró mucho y durante largo tiempo; la niñera, a pesar de
sus mimos habituales, estaba indignada y la llamaba ladrona.

—Tendré que guardar todo bajo llave —decía—, por temor a que
me robes. Si algo desaparece en casa, ya sabremos dónde encontrar al
ladrón, e iremos en seguida a registrar tus cajones.

Al día siguiente, la señora de Rean hizo llamar a Sofía.
—Escucha, señorita, lo que me escribió tu papá cuando me envió la
caja de costura: «Querida esposa: Acabo de comprar un precioso
costurero, que te envío. Es para Sofía, pero no se lo digas aún ni se lo
des. Quiero que sea la recompensa de toda una semana de buen
comportamiento. Enséñale la caja, pero no le digas que es para ella.
No quiero que se porte bien por interés, para conseguir un regalo, sino
que lo haga por el deseo de ser buena...» Ya ves —prosiguió la señora
de Rean—, al robarme, te robaste a ti misma. Después de lo que has
hecho, aunque te portaras bien durante un mes entero, no te daría la
caja. Espero que la lección te será provechosa y que no volverás a
repetir una acción tan mala y tan vergonzosa.

Sofía volvió a llorar, suplicando a su mamá que la perdonara. La
mamá consintió por fin, pero no quiso entregarle la caja; más tarde, se
la regaló a la pequeña Isabel Cheneau, que cosía a las mil maravillas y
que era sumamente juiciosa.

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Cuando el bueno de Pablito se enteró de lo que había hecho Sofía, se
mostró tan indignado, que pasó ocho días sin querer ir a jugar con ella.
Pero cuando supo cuán afligida y arrepentida estaba y cuán
avergonzada se sentía al oírse llamar ladrona, su buen corazón sufrió
por ella.

Fue a verla, y en lugar de regañarla, la consoló diciéndole:
—¿Sabes, mi pobre Sofía, cómo puedes hacer olvidar tu robo?
Siendo muy honrada, tanto, que jamás se pueda sospechar en lo más
mínimo de ti.

Sofía le prometió serlo, y mantuvo su palabra.

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CAPÍTULO XIX


EL BURRO



Hacía quince días que Sofía se portaba bien; no había cometido ni
una sola falta grave. Pablo decía que no se había encolerizado ni una
vez; la niñera aseguraba que se había vuelto obediente, y la mamá
encontraba que la niña ya no era ni golosa, ni mentirosa, ni perezosa, y
quería recompensarla, pero no sabía lo que más le complacería.

Un día, que cosía frente a su ventana abierta mientras Sofía y Pablo
jugaban delante de la casa, oyó una conversación que le reveló lo que
deseaba Sofía.

El niño, secándose el rostro, estaba diciendo:
—¡Qué calor tengo! ¡Estoy todo lleno de sudor!
—¡Y yo también! —dijo Sofía—. Y, sin embargo, no hemos
adelantado mucho nuestro trabajo.

—Es que nuestras carretillas son tan pequeñas... — observó Pablo.
—Si cogiésemos las carretillas de la huerta, iríamos más rápidos
— apuntó Sofía.
Su primito comentó:
—Pero no tendríamos la fuerza necesaria para moverlas. Un día
quise tomar una, pero apenas si pude levantarla. Y cuando quise
empujarla, el peso de la carretilla me arrastró y dejé caer toda la
tierra que contenía.

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—Pero a este paso, nuestro jardín nunca estará terminado. Antes de
empezar a plantarlo, tendremos que traer aquí más de cien carretillas
de buena tierra. ¡Y está tan lejos donde debemos ir a buscarla!

—¿Qué le vamos a hacer? —dijo Pablo—. Será largo, pero
terminaremos por hacerlo.

Sofía suspiró:
—¡Ah, si tuviésemos un burro como tienen Camila y Magdalena y,
además, un carretón! Entonces sí que haríamos mucho trabajo en poco
tiempo.

—Es verdad. Pero como no lo tenemos, será necesario que hagamos
el trabajo de burro.

—Escucha, Pablo, tengo una idea — apuntó la niña.
—Oh, si tienes una idea, es seguro que vamos a hacer algún
disparate. Tus ideas no son muy felices.

Sofía exclamó con impaciencia:
—Escúchame, antes de burlarte. Mi idea es excelente. ¿Cuánto
dinero te da mi tía por semana?

—Un franco —contestó Pablo, poniéndose serio—. Pero parte de
ese dinero debo darlo a los pobres.

—Bien; yo también tengo un franco por semana, lo que hacen dos.
En lugar de gastar nuestro dinero, guardémoslo hasta que podamos
comprar un burro y un carretón.

Su primo se encogió de hombros:
—Tu idea sería buena, si en lugar de dos francos tuviésemos veinte.
Pero con dos francos, no podríamos dar nada a los pobres, lo que
estaría mal, y luego tendríamos que aguardar unos dos años para
reunir lo suficiente para comprar un burro y un carro.

—¿Cuánto hace por mes dos francos por semana? — insistió la niña.
—No lo sé exactamente, pero sé que es muy poco.
Estuvo Sofía reflexionando un poco y luego propuso:
—Pues bien, ¡tengo otra idea! ¿Si pidiéramos a mamá y a tía que
nos den en seguida el dinero de nuestros regalos de fin de año?

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—No querrán — declaró el niño, muy convencido.

—Siempre podemos pedirlo.
—Pídelo tú, si quieres; yo prefiero esperar a ver lo que dice la tía. Si
consiente, lo pediré a mi vez.

Sofía corrió hasta donde se encontraba su mamá, la cual hizo como
si no hubiera oído nada.

—Mamá —le dijo—, ¿quieres darme ahora mi regalo de fin de año?
—¿Tu regalo de fin de año? Pero no lo puedo comprar aquí. Lo
eligiré a nuestro regreso a París.
—Oh, mamá... —dijo Sofía—. Es que quisiera que me dieras el
dinero. Lo necesito.

—¿Cómo puedes tener necesidad de tanto dinero? Si es para los
pobres, dímelo, y te daré lo que necesites. Ya sabes que nunca te niego
el dinero para los pobres.

—Es que no es para los pobres, mamá... es para comprar un burro.
—¿Y para qué quieres un burro? — preguntó la señora de Rean.
—Oh, mamá, ¡nos hace tanta falta a Pablo y a mí! Mira qué
acalorada estoy... —aseguró Sofía—. Y Pablo tiene aún más calor que
yo. Es porque hemos estado llevando tierra en nuestras carretillas para
nuestro jardín.

La señora de Rean, riendo, comentó:
—¿Y crees que un burro podrá llevar la tierra en las carretillas en
lugar de vosotros?

—No, mamá. Ya sé que un burro no puede empujar una carretilla.
No he terminado de decírtelo todo: con el burro necesitaríamos un
carretón, y así podríamos hacerle acarrear la tierra sin cansarnos.

—Confieso que tu idea es buena... — admitió la mamá.
Sofía, batiendo palmas, gritó:
—¡Ya sabía yo que era buena!... ¡Pablo, Pablo! — añadió,
llamándolo por la ventana.

—Espera un poco antes de regocijarte tanto. Tu idea es buena, pero
no quiero darte el dinero de tu regalo de fin de año.

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La niña quedó consternada.

—Pero entonces... ¿qué haremos? — preguntó.
—Os quedaréis muy tranquilitos y continuarás siendo muy juiciosa
para merecer el burro y el cochecito, que te compraré lo más pronto
posible.

Sofía, saltando de alegría y besando repetidamente a su mamá,
exclamó:
—¡Qué suerte! ¡Qué suerte! ¡Gracias, querida mamá! ¡Pablo,
Pablo! ¡Tenemos un burro y tenemos un coche! Ven pronto, ven.
Pablo llegó corriendo.
—¿Dónde? ¿Dónde están?
—Mamá nos lo regalará. Los hará comprar en seguida.
—Sí; os lo regalo a ambos: a ti, Pablo, para recompensarte por
tu bondad, tu obediencia y tu juicio. A ti, Sofía, para animarte a imitar
a tu primo y a continuar siendo tan buena, obediente y trabajadora
como lo eres desde hace quince días. Venid conmigo a ver a Lambert,
el cochero, y le explicaremos lo que queremos y él comprará el burro
y el cochecito.

Los niños no se lo hicieron repetir dos veces y salieron corriendo
adelante. Encontraron a Lambert en el patio de las cuadras, donde se
hallaba midiendo la avena que acababan de comprar. Los niños
comenzaron a explicarle con tanta animación y tal vivacidad lo que
querían, que Lambert no comprendió nada.

Por fin, la señora de Rean tomó la palabra y en un instante le explicó
lo que deseaban.

—Vaya en seguida, Lambert, se lo ruego —le pidió Sofía—.
Necesitamos nuestro burro antes de la cena.

—Un burro no se encuentra así como así, niña —observó Lambert,
riendo—. Tengo que enterarme dónde hay alguno para vender.
Recorreré los alrededores para tratar de conseguir uno muy dócil que
no cocee, ni muerda, ni sea testarudo, y que tampoco sea ni muy viejo
ni muy joven.

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—¡Dios mío! ¡Cuántas cosas para un burro! Compre el primero que
encuentre, Lambert, así terminará más pronto.

—No, niña, no compraré el primero que encuentre —se negó el
cochero—. Te expondrías a ser mordida, tal vez, o a recibir una coz.

—¡Bah! Pablo lo sabrá manejar — aseguró Sofía.
—Nada de eso —se negó Pablo—. No quiero manejar un burro que
muerda o que cocee

La señora de Rean intervino.
—Dejad que Lambert haga las cosas a su manera, hijos míos, y
veréis cómo hará lo más conveniente.

—¿Y el cochecito, tía? —preguntó Pablo—. ¿Encontraremos alguno
lo suficientemente pequeño para poder engancharle el burro?

Sofía, impaciente como siempre, negó:
—Pues yo creo lo contrario: que llegará de un otro.
—Esperemos, si quieres, pero... — y aquí Pablo bostezó de nuevo—
es bastante aburrido.

—Vete si te aburres —le dijo la niña—. No te pido que te quedes.
Puedo muy bien quedarme sola.

El chiquillo, después de vacilar ligeramente, decidió:
—Pues bien, me voy. Es demasiado tonto perder el día esperando. Si
Lambert vuelve con el burro, lo sabremos en seguida; como te puedes
figurar, vendrán a decírnoslo a nuestro jardincito. Y si no lo trae, ¿de
qué servirá el habernos aburrido?

—Vete si quieres, nadie te lo impedirá — insistió Sofía.
—Bah, ya te enfadaste sin saber por qué. Hasta luego, a la hora de
cenar, señorita gruñona.

—Hasta luego, señor mal educado, aburrido, desagradable e
impertinente.

—Hasta luego, suave, paciente y amable Sofía — saludó Pablo,
haciendo una mueca burlona.

La niña se abalanzó sobre Pablo para darle una bofetada, pero éste,
adivinando lo que iba a suceder, ya había huido. Se volvió para ver si
Sofía lo perseguía y la vio con un palo que había recogido del suelo.
Pablo corrió más rápidamente y se ocultó en el bosque. No viéndolo
más, Sofía regresó a la casa.

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—¡Qué suerte —pensó— que Pablo se haya escapado y que yo no
haya podido alcanzarlo! Pues le hubiera dado un golpe con el palo y le
hubiera hecho daño, y mamá se hubiera enterado y no habría querido
darme el burro ni el coche. Cuando Pablo regrese, iré a abrazarlo... Es
muy bueno... pero no cabe duda de que es algo fastidioso.

Sofía siguió aguardando a Lambert hasta que la campana anunció la
hora de la cena.

Entró en la casa fastidiada por haber aguardado tanto tiempo en
vano. Pablo, a quien encontró en su cuarto, la miró con un airecillo un
poco burlón.

—¿Te diviertes mucho? — le preguntó.
—No; me aburrí horriblemente, y tenías razón al querer irte. Ese
Lambert no regresa nunca. ¡Qué fastidio!

—Ya te lo había dicho.
—Sí, ya lo sé. Pero sea como sea, es muy fastidioso.
Llamaron a la puerta y la niñera gritó: «Adelante.» La puerta se
abrió, apareciendo en ella Lambert.

Sofía y Pablo dieron un grito de alegría.
—¿Y el burro, y el burro? — preguntaron.
—No hay ningún burro para vender en toda la región. No he dejado
de andar desde que me fui de aquí. Entré en todos lados donde creí
poder encontrar un burro, pero no encontré nada.

Esto hizo que Sofía se echase a llorar:
—¡Qué desgracia, qué desgracia, Dios mío! ¿Qué haremos ahora?
—No tienes por qué desesperarte, niña —dijo Lambert—.
Conseguiremos uno, con toda seguridad. Solamente habrá que esperar.

—¿Cuánto tiempo? — preguntó Pablo.
—Tal vez una semana, tal vez quince días, depende —respondió el
hombre—. Mañana iré a la feria del pueblo. Tal vez encontremos allí
un borrico.

—¿Un borrico? ¿Y qué es un borrico? — exclamó el niño.
—¿Cómo? ¿Tú que eres tan sabio, no sabes lo que es un borrico?
Pues, un burro.

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—¡Es gracioso! ¡Un borrico! —rió Sofía—. Yo tampoco lo conocía
por ese nombre.

—Ahí está, niña —observó Lambert—. A medida que se crece se
vuelve uno más sabio. Ahora me voy a ver a la señora para decirle que
mañana a primera hora partiré para la feria a fin de comprar el borrico.
Hasta mañana, niños.

Y el cochero salió, dejando a los niños tristes por no tener aún su tan
deseado burro.

—Tal vez tengamos que esperarlo mucho tiempo — dijeron
suspirando.

La mañana del día siguiente se les pasó esperando el burro. Por más
que la señora de Rean les decía que casi siempre sucede así, y que es
imposible conseguir todo lo que se desea en el mismo instante en que
uno lo quiere y que hay que acostumbrarse a esperar y, a veces, hasta
conformarse a no conseguirlo nunca, los niños suspiraban, y seguían
mirando con impaciencia si Lambert regresaba con el burro.

Por fin, Pablo, que se hallaba en la ventana, creyó oír a lo lejos, un
«hi-han» que no podía provenir más que de un asno.

—¡Sofía, Sofía! —exclamó. ¿No oyes rebuznar a un burro? Tal vez
sea el que trae Lambert.

—O algún asno de los alrededores que pasa por la carretera
—advirtió la señora de Rean.
—Déjame que vaya a ver si es Lambert con el borrico, mamá
—pidió Sofía.
—¿El borrico? ¿Qué modo de hablar es ése? —exclamó su madre—.
Sólo la gente del campo llama borrico a un asno.

—Fue Lambert quien nos dijo que un asno se llamaba borrico, tía
—dijo Pablo—. Hasta se extrañó mucho de que no lo supiéramos.
—Lambert habla como la gente del campo —hizo saber la señora—.
Pero vosotros, que vivís entre personas más instruidas, debéis hablar
mejor.

—¡Oh, mamá! —interrumpió Sofía—. Oigo de nuevo el rebuzno del
asno. ¿Podemos ir a ver?

—Id, hijos míos, pero no salgáis a la carretera. No paséis de la
puerta.

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Sofía y Pablo se lanzaron como flechas. Corrieron a través del
bosque para llegar más pronto. La señora de Rean les gritaba:

«No corráis por la hierba, está demasiado alta; no crucéis por el
bosque, hay muchas espinas.» Los niños no oían nada y seguían

corriendo y saltando como verdaderos cabritillos.
No tardaron en llegar a la puerta y lo primero que vieron sobre la
carretera fue a Lambert conduciendo a un hermoso burro atado de un
cabestro.

—¡Un burro, un burro! ¡Gracias, Lambert, gracias! ¡Qué felicidad!
— exclamaron ambos.

—¡Qué hermoso es! — dijo Pablo.
—¡Qué bueno parece! —añadió Sofía—. Vayamos a decírselo a
mamá.

—Sube, señorito Pablo, y colocaré a la señorita Sofía detrás de ti. Yo
llevaré el animal por el cabestro.

—¿Y si nos caemos? — dijo Sofía.
—No hay peligro. Yo iré cerca de los dos. Además, me lo vendieron
como un borrico muy manso.

Lambert ayudó a Pablo y a Sofía a subir al burro, y caminó a su
lado. Llegaron así hasta las ventanas donde se hallaba la señora de
Rean, quién viéndolos llegar, salió para poder admirar mejor al
animal.

Luego lo llevaron a las cuadras. Sofía y Pablo le dieron avena,
y Lambert le preparó una buena cama de paja. Los niños querían
permanecer allí para verlo comer, pero la hora de la cena se acercaba y
debían ir a lavarse las manos y peinarse; por lo tanto dejaron al burro
en compañía de los caballos, en espera de otro día.

Al día siguiente, engancharon el burro al carrito de los perros,
mientras esperaban que el cochero hiciera un lindo cochecito para
pasear a los niños y un carrito para acarrear la tierra, las macetas, la
arena, y demás cosas que necesitaban para su jardincito. Pablo
aprendió pronto a engancharlo y desengancharlo, también lo sabía

cepillar, peinar, prepararle la cama y darle de comer y beber. Sofía le
ayudaba en todos esos menesteres y casi lo hacía tan bien como él.

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La señora de Rean les había comprado una albarda y una linda silla
para que pudieran montar sobre el asno. Los primeros días, la niñera
los seguía, pero cuando vieron que el asno era manso como un
cordero, la señora les permitió que anduvieran solos, siempre que no
salieran del parque.

Un día, Sofía estaba montada en el burro: Pablo lo hacía avanzar
dándole latigazos con una vara. Sofía le dijo:

—No le pegues; le haces daño.
—Es que si no le pego, no adelanta. Además, mi vara es muy
delgada y no puede hacerle daño.

—¡Tengo una idea! —saltó Sofía—. ¿Y si, en lugar de pegarle, le
pinchara con unas espuelas?

—Tu idea es algo rara. Primeramente porque no tienes espuelas, y
luego porque la piel del asno es tan dura que no sentiría la espuela.

—Probemos. Tanto mejor si la espuela no le hace daño.
—Es que no tengo espuelas para darte — declaró Pablo.
Sofía no se apuraba por eso. Dijo:
—Haremos una con un alfiler grueso que pincharé en el zapato,
poniendo la cabeza por dentro y dejando pasar la punta afuera.

—Es una buena idea —admitió su primo—. ¿Tienes un alfiler?
—No —declaró la niña—. Pero podemos volver a casa y pediré uno
en la cocina, pues allí siempre tienen unos muy gruesos.

Pablo montó en las ancas del burro y llegaron al galope frente a la
cocina. El cocinero les dio dos alfileres, creyendo que Sofía los
necesitaba para arreglar algún desgarrón de su vestido. Sofía no quiso
arreglar su espuela delante de la casa, pues algo le decía que estaba
haciendo un disparate, y no quería que su mamá la viera y la regañara.

—Es mejor que arreglemos eso en el bosque —dijo—, podremos
sentarnos sobre la hierba, y mientras nosotros trabajamos, el burro
comerá. Pareceremos dos viajeros que descansan.

Llegados al bosque, Sofía y Pablo se apearon. El burro, contento por
estar libre, comenzó a comer la hierba al borde del camino. Sofía y
Pablo se sentaron sobre el suelo y comenzaron su trabajo.

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El primer alfiler atravesó el zapato, pero se dobló tanto que no pudo
servir. Por suerte tenían otro. Este entró con facilidad en el agujero
hecho por el primer alfiler. Sofía volvió a ponerse el zapato y se lo
abrochó.

Pablo volvió a coger el burro, ayudó a Sofía a subir, y ésta comenzó
a dar golpecitos con su talón para pinchar al animal con el alfiler. El
burro empezó a trotar; Sofía, encantada, volvió a pincharlo una y otra
vez; el burro comenzó a galopar, pero tan aprisa que la niña tuvo
miedo y se agarró fuertemente de la brida.

En medio de su susto, Sofía apretaba inconscientemente su talón
contra el animal. Cuanto más lo apretaba, más lo pinchaba. El burro
empezó entonces a cocear y a brincar, arrojando a Sofía a diez pasos
de él. La niña se quedó inmóvil sobre la arena, atontada por la caída.
Pablo, que se había quedado atrás, se acercó corriendo y asustado.

Ayudó a Sofía, que tenía el rostro y las manos ensangrentadas, a
levantarse.

—¿Qué dirá mamá? —dijo a su primo—. ¿Qué le diremos cuando
nos pregunte cómo me pude caer?

—Le diremos la verdad.
—¡Oh, Pablo! Nada de eso. ¡No hables del alfiler!
—¿Y qué quieres que diga? — preguntó Pablo.
—Que el burro ha comenzado a dar coces y que yo me caí
— sugirió Sofía.
—¡Pero ese asno es tan dócil! —protestó Pablo—. Jamás hubiese
dado una sola coz si no hubiese sido atormentado por tu maldito
alfiler.

La niña insistió:
—Si hablas del alfiler, mamá nos regañará y nos quitará el burro.
—A mí me parece que siempre vale más decir la verdad. Siempre
que has querido ocultar algo a la tía, llegó a saberlo lo mismo, y te
castigaron más que si hubieras dicho la verdad.

—Pero ¿por qué quieres que hable del alfiler? —dijo Sofía—. No
estoy obligada a mentir por eso. Diré la verdad: que el burro empezó a
cocear y que me caí.

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—Haz como quieras —consintió Pablo—. Pero a mí me parece que
haces mal.

—Tú no digas nada, Pablo —recomendó la niña—. No hables del
alfiler.

—Pierde cuidado. Ya sabes lo poco que me agrada que te castiguen.
Pablo y Sofía buscaron al burro que debía estar cerca de ellos, pero
no lo encontraron,

—Ha debido regresar a casa — dijo Pablo.
Sofía y Pablo hicieron como el burro: tomaron el camino de regreso.
Se hallaban en un bosquecillo que se encontraba cerca del castillo,
cuando oyeron que los llamaban y vieron a sus mamás que llegaban
corriendo.

—¿Qué ha sucedido, niños? ¿Estáis heridos? Hemos visto regresar
al asno al galope con la cincha rota. Parecía asustado y costó trabajo el
cogerle. Temíamos que os hubiese sucedido un accidente.

—¿Te caíste? ¿Y cómo fue eso? — preguntó su madre.
—Estaba sobre el burro —dijo la niña—, y no sé por qué, empezó a
dar saltos y coces. Me caí sobre la arena y me lastimé un poco la nariz
y las manos, pero no fue nada.

—¿Por qué coceó ese burro, Pablo? —preguntó la señora D'Aubert—.
¡Lo creíamos tan manso!

Pablo, molesto por no poder decir la verdad, explicó:
—Sofía era quien lo montaba, mamá. Fue ella con quien coceó.
—Perfectamente; ya comprendo —dijo su madre—. Pero ¿qué es lo
que ha podido hacerle cocear?

—¡Oh, tía! ¡Supongo que será porque tenía ganas! — dijo Sofía.
—Ya me imagino que no es porque deseaba quedarse quieto. Pero
sea como sea, es singular.

Llegaban a la casa cuando la señora D'Aubert terminaba de
pronunciar las últimas palabras. Sofía subió a su cuarto para lavarse la
cara y las manos que estaban sucias de tierra, y para cambiar su
vestido sucio y roto. Su madre entró en la habitación cuando la niña
terminaba de vestirse, y examinó el vestido desgarrado.

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—Has tenido que caerte con fuerza para que tu vestido esté tan sucio
y roto como lo está — dijo.

—¡Ay! — se dolió en este momento la niñera.
—¿Qué te sucede? ¿Se ha hecho daño? — preguntó la señora.
—¡Ja, ja, ja! —se rió la niñera—. ¡Qué buena idea! ¡Bonita
invención! ¡Mire, señora!

Y enseñó a la señora de Rean el alfiler grueso con el cual se acababa
de pinchar y que Sofía se había olvidado después de su caída.

—¿Qué significa esto? —preguntó la mamá—. ¿Cómo es posible
que se encuentre ese alfiler en tu zapato, Sofía?

—No habrá venido solo, por cierto —comentó la niñera—; pues el
cuero es bastante duro de pinchar.

—Habla, Sofía, explícate. ¿Cómo es que ese alfiler se encuentra
allí?

Sofía, muy turbada, no sabía qué decir.
—No lo sé, mamá. No lo sé absolutamente.
—¿Que no lo sabes? —insistió la señora de Rean—. ¿Quieres decir
que te has puesto tus zapatos con ese alfiler y que no te has fijado?

—Eso es, mamá; no he visto nada.
—Eso no, Sofía; eso no es verdad —terció la niñera—. Fui yo
misma quien te puso tus zapatos, y estoy segura que no había alfiler
alguno en ellos. Vas a hacer creer a tu mamá que soy una negligente.
Eso no está bien.

Sofía no contestó, y su rostro se tornaba cada vez más rojo. La
señora le ordenó que hablara.

—Si no me confiesas la verdad, Sofía, iré a preguntársela a Pablo,
pues él no miente nunca.

Sofía estalló en sollozos, pero se empeñó en no confesar nada. La
mamá fue a las habitaciones de su hermana, la señora D'Aubert, y
encontró allí a Pablo a quien preguntó lo que significaba aquel alfiler
en el zapato de Sofía.

Pablo, creyendo que su tía estaba muy enfadada y pensando que
Sofía había dicho la verdad, contestó:

—Era para hacer una espuela, tía.

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—¿Y para qué queríais la espuela?

—Para hacer galopar al burro.
—¡Ah! ¡Ahora comprendo por qué el burro ha dado coces y ha
arrojado a Sofía al suelo. El alfiler pinchaba al pobre animal y trató de
desembarazarse de él como pudo.

La señora de Rean se dirigió de nuevo al cuarto de Sofía.
—Lo sé todo, señorita —le dijo—. Eres una mentirosa. Si me
hubieras dicho la verdad, te hubiera regañado un poco, pero no te
hubiera castigado; en cambio, ahora, te quedarás un mes sin volver a
montar en tu burro, para enseñarte a mentir como lo has hecho.

La mamá dejó a Sofía llorando.
Cuando Pablo volvió a verla, no pudo menos de decirle:
—Ya te lo había dicho, Sofía. Si hubieras confesado la verdad,
tendríamos nuestro burro y tú no tendrías la pena que tienes.
La señora de Rean mantuvo su palabra y no permitió que los niños
montaran en el burro, a pesar de las reiteradas súplicas de Sofía.

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CAPITULO XX


EL COCHECITO



Viendo que su mamá no la dejaba montar en el burro, Sofía dijo un
día a su primo Pablo:

—Ya que no podemos montar más en nuestro burro, enganchémosle
a nuestro cochecito y guiaremos los dos turnándonos.

—Por mí, no deseo otra cosa —contestó su primo—. Pero ¿crees
que tía lo permitirá?

Ve a preguntárselo, yo no me atrevo — repuso la niña.
Pablo fue corriendo a la sala donde se hallaba su tía y le pidió
permiso para enganchar el burro al cochecito.
La señora de Rean consintió, pero a condición de que la niñera fuera
de Paseo con ellos.

Cuando Pablo se lo dijo a Sofía, ésta refunfuñó:
—Es fastidioso eso de que la niñera tenga que venir con nosotros.
Todo la asusta; no nos dejará ir al galope.

—Es que no debemos ir al galope —observó el niño—. Ya sabes que
tía lo prohíbe.

Sofía no contestó y se quedó mohína mientras Pablo corría en busca
de la niñera y se ocupaba de que engancharan el burro. Medía hora
más tarde el burro estaba ante la puerta con el cochecito.

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Sofía subió a él siempre mohína, y estuvo de mal humor durante
todo el paseo, a pesar de los esfuerzos de Pablo por alegrarla. Al fin,
su primo le dijo:

—¡Me aburres, con tu mal humor! ¡Me vuelvo a casa! Estoy
cansado de hablar solo, de jugar solo y de mirar tu rostro
malhumorado.

Y Pablo dirigió al burro hacia la casa, mientras Sofía seguía de mal
temple. Cuando llegaron, la niña quiso bajar, pero se enganchó un
piececito en el estribo y se cayó. El bueno de Pablo saltó a tierra y la
ayudó a levantarse. Sofía no se había hecho daño, pero la bondad de
Pablo la emocionó y se echó a llorar.

—¿Te hiciste daño, mi pobre Sofía? —preguntó Pablo, besándola—.
Apóyate sobre mí, no temas nada, yo te sostendré. Tengo fuerzas.

—No, querido Pablo —contestó Sofía sollozando—, no me hice
daño. Lloro de arrepentimiento, porque he sido mala contigo, que
siempre eres tan bueno para mí.

—No debes llorar por eso, pobrecita Sofía —dijo su primo—. No
tengo ningún mérito al ser bueno contigo, pues como te quiero mucho,
al ser bueno contigo me complazco a mí mismo.

Sofía arrojó sus bracitos al cuello de Pablo y lo abrazó llorando más
fuerte aún. El niño ya no sabía cómo consolarla; finalmente le dijo:

—Escucha, Sofía, si sigues llorando, también lloraré yo. Me apena
mucho verte triste.

La niña se secó sus ojos y le prometió, siempre sollozando, que no
lloraría más.

—¡Oh, Pablo! —le dijo—. Déjame llorar, me sienta bien. Noto que
me vuelvo mejor.

Pero cuando vio que los ojos de su primo empezaban también a
llenarse de lágrimas, secó los suyos, y tomando una expresión alegre,
subieron juntos a su cuarto donde jugaron, hasta la hora de la comida.

Al día siguiente, Sofía propuso otro paseo en cochecito. La niñera le
dijo que tenía que poner una ropa en jabón y que no podría
acompañarlos. La mamá y la tía estaban comprometidas para hacer
una visita a casa de la señora de Fleurville, a una legua de distancia.

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—¿Qué haremos? — dijo Sofía con expresión desesperada.

—Si estuviera segura de que os ibais a portar bien —contestó la
mamá de Sofía—, os permitiría ir solos. Pero tú, Sofía, siempre tienes
ideas tan singulares que siempre temo un accidente causado por una
de tales ideas.

—¡Oh, no, mamá, pierde cuidado! —aseguró la niña—. Te prometo
no tener ninguna idea. Permítenos que vayamos solos a pasear. ¡El
burro es tan manso!

—El burro es manso cuando no se le atormenta, pero si comienzas a
pincharlo como hiciste el otro día, es capaz de volcar el cochecito.

—¡Oh, tía! —intervino Pablo—. Sofía no volverá a hacerlo... ni yo
tampoco. He merecido ser regañado tanto como ella, puesto que le
ayudé a clavar el alfiler en su zapato.

Finalmente la señora de Rean consintió y dijo:
—Bien, os permitiré que vayáis solos, pero no quiero que salgáis del
jardín. No vayáis a la carretera, y sobre todo, no le hagas andar
demasiado aprisa.

—¡Gracias, mamá! ¡Gracias, tía! — exclamaron los niños, y
corrieron a las cuadras para enganchar su burro.

Cuando estuvo listo, vieron llegar a dos niños del granjero que
volvían de la escuela.

—¿Vais a pasearos? — preguntó el mayor, llamado Andrés.
—Sí; ¿quieres venir con nosotros? — preguntó Pablo.
—No puedo dejar a mi hermano — manifestó Andrés.
—Pues que suba tu hermano contigo.
—Gracias, muchas gracias — agradeció el mayor de los hermanos.
—Veamos, ¿quién sube al pescante para conducir? — preguntó
Sofía un momento después.

—Si quieres empezar tú... Aquí tienes el látigo — le contestó Pablo.
—No; prefiero guiar más tarde, cuando el burro esté un poco
cansado y no ande tan vivo.

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Los cuatro niños subieron al cochecito. Se pasearon durante dos
horas, unas veces al paso y otras al trote. Guiaban por turno, pero el
pobre burro comenzaba ya a fatigarse, y ya no hacía mucho caso al
latiguito con el cual los niños lo castigaban, y por lo tanto caminaba
cada vez más despacio a pesar de los latigazos y de los ico, ico, de
Sofía, que era quien guiaba en aquel momento.

—¡Ah, señorita! —dijo Andrés—. Si quieres hacerlo correr, voy a
buscarte una vara de acebo. Castigándolo con ella, estoy seguro

de que irá aprisa.
—Es una buena idea. ¡ya verá este perezoso! — exclamó Sofía.
Detuvo el cochecito y bajó Andrés, y fue a cortar una gruesa rama
de acebo que estaba al borde del camino.

—Ten cuidado, Sofía —le dijo Pablo—, ya sabes que la tía ha
prohibido que pinchemos al burro.

—¿Y crees que el acebo lo va a pinchar como el alfiler del otro día?
Bah, ni siquiera lo sentirá.

—Y entonces, ¿por qué dejaste que Andrés te la fuera a buscar?
—Porque es más gruesa que nuestro látigo — aclaró Sofía.
Y Sofía pegó con fuerza sobre el lomo del burro, que comenzó a
trotar. La niña, encantada con su éxito, le dio un segundo golpe y un
tercero; el burro trotaba cada vez más aprisa.

Sofía se reía y los dos niños de la granja también, pero Pablo no:
estaba intranquilo y temía que sucediese algo y que regañaran y
castigaran otra vez a su prima.

Llegaron a una pendiente bastante larga y pronunciada. Sofía
continuó pegando al animal; el burro, dolorido, partió a galope
tendido. Sofía quiso detenerlo, pero ya era demasiado tarde: el burro,
arrastrado por la pendiente, corría a todo correr. Los niños empezaron
a gritar todos juntos, lo que asustó más al burro, haciéndolo correr aún
más. Finalmente, pasó sobre un montículo de tierra y el cochecito se
volcó. Los niños cayeron en medio del camino mientras el burro
siguió galopando y arrastrando el cochecito volcado hasta destrozarlo.

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Como el cochecito era muy bajo, los niños no se habían hecho
mucho daño, pero tenían lastimados los rostros y las manos. Se
levantaron tristemente; los niños del granjero volvieron a la granja y
Sofía y Pablo regresaron a su casa.

Sofía se sentía avergonzada e inquieta; Pablo estaba triste. Después
de haber andado algún tiempo sin decir palabra, la niña dijo a su
primo:

—Oh, Pablo, ¡tengo miedo de mamá! ¿Qué me dirá?
Pablo, tristemente, respondió:
—Cuando cogiste esa rama de acebo, pensé que harías daño al
burro. Hubiera debido decírtelo con más energía; tal vez me hubieses
hecho caso.

Pero Sofía declaró noblemente:
—No, Pablo, no te hubiese hecho caso porque creía que las púas del
acebo no podían atravesar el cuero duro del burro. Pero ¿qué dirá
mamá?

—¡Ay! Sofía, ¿por qué eres desobediente? —suspiró su primo—. Si
escucharas a mi tía, no te regañarían ni castigarían tan a menudo.

—Trataré de corregirme, te lo aseguro. Pero... ¡es tan fastidioso
obedecer!

—Pero es mucho más fastidioso ser castigado —observó Pablo con
lógica—. Y luego, he observado que las cosas que nos prohíben son
peligrosas. Cuando las hacemos, siempre nos sucede algún percance, y
después, no nos atrevemos a presentarnos ante mi tía y mi mamá.

—Es verdad... ¡Ay, Dios mío! —exclamó Sofía, asustada—. ¡Aquí
llega mamá! ¿Oyes el coche? ¡Corramos pronto, para entrar en casa
antes de que ella nos vea!

Pero por más que corrieron, el coche avanzaba más aprisa que ellos,
y se detuvo ante la escalinata en el mismo momento en que llegaban
los niños.

La señora de Rean y la señora D'Aubert notaron en el acto las
lastimaduras del rostro y las despellejadas manos de los niños.

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—¡Otra vez os ha sucedido algo! —exclamó la mamá de Sofía—.
¿Qué fue lo que os pasó?

—Fue el burro, mamá, — respondió la niña.
—¡Estaba segura de que algo os sucedería! A tal punto que estuve
intranquila durante toda la visita. ¿Estará rabioso ese burro? ¿Qué hizo
para que estéis vosotros lastimados en esa forma?

—Nos hizo volcar, mamá, y creo que el cochecito debe estar algo
dañado, pues siguió arrastrándolo...

La señora D'Aubert, mamá de Pablo, observó:
—Estoy segura de que habréis inventado alguna cosa para fastidiar a
ese pobre burro.

Sofía bajó la cabeza sin contestar, y su primito también permaneció
silencioso, ruborizándose violentamente.

—Sofía —dijo la señora de Rean—, veo por vuestra actitud que tu
tía ha adivinado lo sucedido. Dime la verdad y cuéntanos lo que ha
sucedido.

Sofía vaciló un instante, pero se decidió a decir la verdad, y lo contó
todo a su mamá y a su tía.

—Mis queridos niños —dijo la señora de Rean—, desde que poseéis
ese burro, no os suceden más que percances, y a Sofía se le ocurren
continuamente ideas que carecen de sentido común. Por lo tanto, voy
a ordenar se venda ese animal, causa de tantas desgracias.

Al momento Sofía y Pablo imploraron juntos:
—¡Oh, mamá! ¡Oh, tía! ¡No lo vendas! ¡No volveremos a hacerlo
nunca más !

—No volveréis a repetir ese disparate —admitió la madre de la
traviesa niña—; pero Sofía inventará otros tal vez más peligrosos aún.

—No, mamá; te aseguro que únicamente haré lo que me permitas.
Seré obediente, te lo prometo.

Finalmente, la señora de Rean accedió, diciendo:
—Consiento en aguardar algunos días aún, pero os prevengo que a
la primera idea de Sofía, no tendréis más burro.

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Los niños dieron las gracias a la mamá de Sofía, quien les preguntó
qué se había hecho del animal. Recordaron entonces que había
seguido corriendo, arrastrando tras de sí el cochecito volcado.

La señora de Rean llamó a Lambert, le refirió lo sucedido y le
ordenó fuese en busca del burro. El cochero regresó cerca de una hora
después: los niños lo aguardaban impacientes.

—¿Qué, Lambert? — preguntaron juntos.
—Pues que habéis de saber, señorito Pablo y señorita Sofía, que ha
sucedido una desgracia a vuestro burro.

—¿Qué? ¿Qué desgracia? — preguntaron ambos primos.
Lambert explicó:
—Según parece, al pobre animal le entró miedo y siguió corriendo
hacia la carretera. La puerta estaba abierta y salió al camino en el
preciso instante en que llegaba la diligencia. El conductor no pudo
detener a tiempo los caballos, los cuales tropezaron con el burro y el
cochecito, cayéndose todos juntos y poco faltó para que hicieran
volcar la diligencia. Cuando hubieron levantado y desenganchado los
caballos, se vio que el burro estaba muerto, aplastado. No se movía,
parecía una piedra.

A las expresiones de dolor que lanzaron los niños, acudieron las
mamás y todos los criados.

Lambert volvió a contar la desgracia sucedida al pobre burro. Las
mamás llevaron a Sofía y a Pablo para tratar de consolarlos, pero les
costó mucho, pues los niños estaban verdaderamente muy afligidos.

Sofía se reprochaba haber sido la causa de la muerte de su burro; y
Pablo el haber permitido a Sofía que hiciera lo que quisiera. El día se
terminó muy tristemente.

—Durante mucho tiempo, la niña lloraba cada vez que veía un burro
que se parecía al suyo. No quiso que le compraran otro, e hizo bien,
pues su mamá tampoco hubiera consentido en comprárselo.

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CAPÍTULO XXI


LA TORTUGA



Sofía amaba a los animales. Ya había sido dueña de un pollo, una
ardilla, un gato, y un burro. Su mamá no quería que tuviese un perro
por temor a que se volviese rabioso, lo que sucede bastante a menudo.

—¿Qué animal podría tener? —preguntó un día a su mamá—.
Quisiera uno que no pudiera hacerme daño, que no pudiera escaparse
y que no fuese difícil de cuidar.

La señora de Rean observó riendo:
—Entonces no veo más que la tortuga que pueda convenirte.
—Es verdad —admitió la niña—. Las tortugas son muy bonitas, y
no hay peligro de que se escapen.

—Y si por casualidad tuviera la intención de escaparse, siempre
llegarías a tiempo para cogerla de nuevo — añadió burlonamente la
mamá.

Conque Sofía pidió, ilusionada:
—¡Cómprame una tortuga, mamá! ¡Cómprame una tortuga!
—¡Qué locura! Te hablé de la tortuga en broma. Es un animal
horrible, pesado y fastidioso. No creo que pudieses llegar a querer a
un animal tan tonto como ése.

—Oh, mamá, ¡te lo ruego! —insistió la niña—. ¡Me divertirá
mucho! Seré muy juiciosa para merecerla.

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—Ya que tienes tantos deseos de poseer un animal tan feo, te lo
regalaré, pero bajo dos condiciones. La primera es que no lo dejarás
morir de hambre, y la segunda, que a la primer falta grave o
desobediencia de parte tuya, te la quitaré.

—Acepto las condiciones, mamá. ¿Cuándo tendré mi tortuga?
—Pasado mañana —prometió la señora—. Voy a escribir esta
misma mañana a tu padre que está en París para que la compre. La
enviará mañana por la noche por la diligencia y la tendrás pasado
mañana temprano.

—Te doy mil veces gracias, mamá. Pablo llegará precisamente
mañana, y se quedará quince días con nosotros. Tendrá pues tiempo de
divertirse con la tortuga.

Al día siguiente llegó Pablo, con gran alegría de Sofía. Cuando ésta
le anunció que esperaba una tortuga, el niño se burló de ella y le
preguntó qué haría con un animal tan horrible.

—Le daremos ensalada, le haremos una camita con paja, la
llevaremos sobre la hierba. Verás como nos divertiremos mucho con
ella.

A la mañana siguiente, llegó la tortuga: era del tamaño de un plato y
gruesa como las campanas de alambre que sirven para cubrir los
platos. Su color era feo y parecía sucio; había metido su cabeza y sus
patas bajo su caparazón.

—¡Dios mío! ¡Qué fea es! — exclamó Pablo.
—Yo la encuentro bastante bonita — repuso Sofía algo ofendida.
Su primo observó, burlón:
—Sobre todo, tiene una lindísima fisonomía y una sonrisa graciosa.
—Déjanos tranquilas; tú te burlas siempre de todo.
—Lo que me agrada en ella es su esbeltez y su andar ligero.
Sofía, enfadándose, ordenó dando una patada al suelo:
—¡Cállate, te he dicho! Me llevo mi tortuga, para que no te burles
de ella.

—Llévatela, llévatela, te lo ruego —aceptó Pablo—. ¡No será su
gracia la que echaré de menos!

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Sofía tuvo deseos de arrojarse sobre Pablo y de darle una bofetada,
pero se acordó de su promesa y de la amenaza de su mamá, y se
contentó con lanzar una mirada furibunda a su primo.

Quiso alzar la tortuga para llevarla sobre el césped, pero era
demasiado pesada y la dejó caer. Pablo, que ya estaba arrepentido de
haber hecho rabiar a su prima, se acercó para ayudarla. Le dio la idea
de colocar la tortuga dentro de un pañuelo y llevarla entre los dos,
teniendo cada uno una punta del pañuelo. Sofía, asustada por la caída
de la tortuga, consintió en dejarse ayudar por Pablo.

Cuando la tortuga olió la hierba fresca, sacó sus patas y su cabeza.
Sofía y Pablo la miraron extrañados.

—¿Ves como mi tortuga no es tan tonta ni tan fastidiosa? —observó
la niña.

—Es cierto —contestó Pablo—; pero es bastante fea.
—Eso sí —dijo Sofía—. Convengo en que es fea. Tiene una cabeza
horrible.

—Y unas patas horrorosas — añadió el chico.
Los niños continuaron cuidando a la tortuga durante diez días sin
que sucediese nada de extraordinario. La tortuga dormía en un
pequeño gabinete, sobre un montón de paja seca; comía ensalada y
hierba, y parecía feliz.

Un día, Sofía tuvo una idea; pensó que hacía calor y que la tortuga
debía tener necesidad de refrescarse y que un baño en el estanque no
le vendría mal. Llamó a Pablo y le propuso bañar a la tortuga.

—¿Bañarla? ¿Y en dónde? — preguntó el chiquillo.
—En el estanque de la huerta; el agua allí está fresca y clara.
—Pero temo que le haga daño — dijo Pablo.
—Al contrario; a las tortugas les agrada mucho bañarse. Estará
encantada.

—¿Y cómo sabes que a las tortugas les agrada bañarse? Yo creo que
no les gusta el agua.

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—Estoy segura de que les gusta muchísimo. ¿Acaso a los cangrejos
no les gusta el agua? ¿Acaso a las ostras no les gusta el agua? Esos
animales se parecen un poco a la tortuga.

—Es verdad. De todos modos, podemos probar — consintió el
chico.

Y fueron a buscar a la tortuga que se calentaba tranquilamente al sol
sobre la hierba. La llevaron al estanque y la metieron en el agua. En
cuanto la tortuga sintió el agua, sacó precipitadamente la cabeza y las
patas para tratar de salirse del estanque. Pero, Sofía y Pablo, al sentir
el contacto de aquellas patas pegajosas, soltaron la tortuga, que fue a
parar al fondo del estanque.

Los niños, asustados, corrieron en busca del jardinero para pedirle
sacara a la tortuga del agua. El jardinero, que sabía que el agua
mataría al pobre animal, corrió hacia el estanque y después de haberse
quitado los zapatos y levantado las perneras de su pantalón, se metió
dentro. Podía ver muy bien a la tortuga que se debatía en el fondo del
estanque, y la sacó vivamente. La llevó luego cerca del fuego para que
se secara. El pobre animal había vuelto a meter su cabeza y sus patas y
no se movía. Cuando se hubo calentado bien, los niños quisieron
volver a llevarla sobre la hierba al sol.

—Yo la llevaré, niños —dijo el jardinero—. Pero no creo que coma
mucho.

—¿Te parece que el baño le habrá hecho daño? — preguntó Sofía.
—Desde luego. El agua no conviene a las tortugas.
—¿Crees que se pondrá enferma? — añadió Pablo.
El jardinero se encogió de hombros:
—No sé si se pondrá enferma o no... Lo que creo es que se va a
morir.

—¡Ay, Dios mío! — exclamó Sofía.
Pablo en voz baja se apresuró a consolarla:
—No te asustes: no sabe lo que dice. Cree que las tortugas son como
los gatos, a los que no les gusta el agua.

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Habían llegado sobre el césped. El jardinero colocó sobre él a la
tortuga con todo cuidado y regresó a su trabajo. Los niños siguieron
mirando por largo tiempo a la tortuga, pero ésta permanecía inmóvil,
sin dejar ver sus patas ni su cabeza. Sofía se sentía inquieta, pero
Pablo la tranquilizaba:

—Debemos dejarla que haga lo que quiera. Mañana comerá y se
paseará.

A la noche, la llevaron sobre su cama de hierba seca y le pusieron
unas hojas de lechuga fresca a su lado. Al día siguiente, cuando fueron
a verla, las hojas de lechuga estaban intactas: la tortuga no las había
tocado.

—Es extraño —dijo Sofía—; acostumbra a comérsela toda durante
la noche.

—Llevémosla sobre el césped —contestó Pablo—. Tal vez no le
agrade la ensalada.

El niño, que estaba intranquilo pero que no deseaba dejarlo ver a
Sofía, examinaba atentamente a la tortuga inmóvil.

—Dejémosla —dijo a su prima—; el sol va a calentarla y hacerle
bien.

—¿Crees que está enferma? — preguntó la niña.
—Me parece que sí — declaró Pablo.
No quiso añadir: Creo que está muerta, como empezaba a temerlo.
Duranle dos días, Pablo y Sofía continuaron llevando la tortuga
sobre el césped, pero ésta seguía inmóvil, y siempre volvían a
encontrarla tal como la habían dejado, y las hojas de lechuga que le
ponían por la noche, amanecían intactas. Por fin un día, al ponerla
sobre el césped, se dieron cuenta de que despedía mal olor.

—Está muerta —dijo Pablo—. Ya huele mal.
Estaban ambos cerca de la tortuga, desesperados y sin saber qué
hacer con ella, cuando llegó la señora de Rean.
—¿Qué hacéis ahí, niños? Estáis inmóviles como estatuas cerca de
esa tortuga... que también está inmóvil como vosotros — añadió
inclinándose para cogerla.

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Al examinarla, la señora de Rean se dio cuenta de que olía mal.

—Pero... ¡está muerta! —exclamó dejándola caer al suelo—. Huele
mal.

—Sí, tía, creo que está muerta — admitió Pablo.
—¿Cómo habrá podido morirse? No es de hambre, puesto que todos
los días la colocabais sobre la hierba. Es extraño, que se haya muerto
sin saber de qué.

—Creo, mamá, que es el baño lo que la hizo morir — dijo Sofía.
—¿Un baño? ¿Y a quién se le ocurrió darle un baño? — preguntó la
señora de Rean.

—A mí, mamá. —La niña, avergonzada, confesó—: Creí que a las
tortugas les gustaba el agua fresca, y la fui a bañar en el estanque de la
huerta, pero se cayó al fondo y no pudimos sacarla. Tuvo que venir el
jardinero para sacarla del agua, y temo que haya quedado demasiado
tiempo en el fondo del estanque.

—¡Entonces se trata de una de tus ideas! —dijo la mamá—. Te has
castigado a ti misma, Sofía, y no tengo nada que añadir. Únicamente
te quiero decir que sepas bien que de hoy en adelante, no tendrás
ningún animal para cuidar o criar. Tú y Pablo los matáis o los dejáis
morir a todos. Hay que tirar ahora esta tortuga —añadió la señora de
Rean—. Lambert, venga a llevarse este animal que está muerto y
arrójelo en cualquier pozo.

Así terminó la pobre tortuga, que fue el último animal que tuvo
Sofía. Algunos días más tarde, pidió a su mamá si le permitía tener
unos conejillos de la India que había visto en una granja, pero la
señora de Rean se negó a ello, y Sofía tuvo que obedecer, y siguió
viviendo sola con Pablo, que venía a menudo a pasar algunos días con
ella.

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CAPÍTULO XXII


LA PARTIDA



—Pablo —dijo un día Sofía—, ¿por qué la tía y mamá hablan
siempre en voz baja? Mamá llora y la tía también. ¿Sabes por qué?

Pablo negó y dijo:
—No, no lo sé; sin embargo, el otro día he oído que mamá decía a la
tía: «Será terrible el abandonar nuestros parientes, nuestros amigos,
nuestra patria», y la tía le contestó: «sobre todo, por un país como
América.»

—¿Y qué querrá decir eso?
—Creo que quiere decir que mamá y la tía quieren ir a América.
—¡Pero no sería nada terrible eso! —exclamó Sofía—. Al contrario:
¡sería divertidísimo! En América veríamos tortugas.

—Y pájaros magníficos; cuervos negros, anaranjados, azules,
violetas y rosados... muy distintos de nuestros horribles cuervos
negros.

—Y papagayos y colibríes. Mamá me dijo que había muchos en
América

—Y hombres salvajes, negros, amarillos y rojos.
—Oh, en cuanto a los salvajes, les tendría miedo —exclamó Sofía,
ya menos contenta—. Tal vez nos comerían.

—Pero no iríamos a vivir donde ellos están —afirmó Pablo en tono
de superioridad—. Sólo los veríamos cuando vienen a pasearse a las
ciudades.

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La niña observó ahora:

—Pero ¿para qué iríamos a América? Estamos muy bien aquí.
—¡Ya lo creo! —admitió su primo—. Te veo muy a menudo;
nuestro castillo está cerca del tuyo. Lo que sería mejor es si
viviéramos juntos en América. ¡Oh, ¡entonces sí que me agradaría
América!

—Mira: ahí está mamá paseándose con la tía. Están llorando de
nuevo. Me entristece verlas llorar.. . Se sientan sobre aquel banco,
¡vayamos a consolarlas!

—¿Pero cómo haremos para consolarlas? — preguntó su primo.
—No lo sé, pero probemos.
Los niños corrieron hacia donde se hallaban sus mamás.
—Mamita querida —dijo Sofía—, ¿por qué lloras?
—Por algo que me da mucha pena, hijita querida, y que tú no puedes
comprender.

—Sí, mamá —afirmó Sofía—; comprendo muy bien que tienes
mucha pena por tener que ir a América, porque crees que a mí no me
agradará. Pero, en primer lugar, ya que la tía y Pablo vendrán con
nosotros, seremos muy felices, y luego me gusta mucho América; es
un país muy bonito.

La señora de Rean miró primeramente a su hermana, la señora
D'Aubert, con expresión extrañada y luego no pudo menos de sonreír
al oír hablar a Sofía de América, que no conocía.

—¿Y quién te dijo que iríamos a América? —preguntó—. ¿Y por
qué crees que es lo que me entristece?

—Es que te hemos oído hablar de ir a América, tía, y llorabas
explicó Pablo—. Pero te aseguro que Sofía tiene razón y que seremos
muy felices allí, si vivimos todos juntos.

—Sí, mis queridos niños; habéis adivinado —intervino la señora
D'Aubert, la madre de Pablo—. Debemos partir para América.

—¿Y por qué, mamá? — preguntó el niño.

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—Porque uno de nuestros amigos, el señor Fichini, que vivía en
América, acaba de morir: no tenía parientes, y nos ha dejado toda su
fortuna. Tu padre y el de Sofía se ven obligados a ir a América para
tomar posesión de esta fortuna. Tu tía y yo no queremos dejarlos partir
solos, y sin embargo estamos tristes por tener que dejar nuestros
parientes, nuestros amigos y nuestras tierras.

—Pero no será para siempre, ¿verdad? — quiso saber Sofía.
—No; pero tal vez por un año o dos — respondió su madre.
—Pues bueno, mamá. No tienes que llorar por eso. Piensa que la tía
y Pablo estarán con nosotros todo ese tiempo. Y que papá y el tío
estarán muy contentos de no hallarse solos.

—¡Tienen razón estos niños! —dijo la señora de Rean a su hermana—.
Estaremos juntas, y dos años pasan pronto.

Desde ese día no lloraron más.
—¿Ves? —dijo Sofía a Pablo—. ¡Las hemos consolado! He notado
que los hijos consuelan muy fácilmente a sus mamás.

—Es porque los quieren — contestó Pablo.
Pocos días más tarde, los niños fueron con sus mamás a despedirse
de sus amiguitas Camila y Magdalena de Fleurville, las cuales se
extrañaron mucho al enterarse de que Sofía y Pablo iban a partir para
América.

—¿Cuánto tiempo os quedaréis allí? — preguntó Camila.
—Dos años, creo. ¡Es tan lejos! — declaró Sofía con aire de
suficiencia.

—Cuando volvamos, Sofía tendrá seis años y yo ocho — añadió
Pablo.

—Y yo también tendré ocho años, y Camila nueve — observó
Magdalena, que no quería tener menos importancia.

—¡Qué vieja serás, Camila —exclamó Sofía—. ¡Nueve años!
—Traednos cosas bonitas de América —pidió Camila—. Cosas
curiosas.

—¿Quieres que te traiga una tortuga? — preguntó Sofía.
—¡Qué horror! ¡Una tortuga! —exclamó Magdalena—. ¡Es un
animal tan estúpido y feo!

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Pablo no pudo menos de reírse.

—¿Por qué te ríes? — preguntó Camila.
—Porque Sofía tenía una tortuga, y se enojó conmigo un día porque
le decía absolutamente lo mismo que tú acabas de decirle.

—¿Y qué le ocurrió a esa tortuga? — quiso saber Camila.
—Se murió después de un baño que le dimos en el estanque
—explicó Pablo.
Sofía, a quien no le agradaba que se hablara de su tortuga, propuso ir
a recoger flores en los campos. Camila sugirió en cambio, que fuesen
a recoger fresas en el bosque.

Aceptaron todos con placer, y encontraron mucha fruta, que fueron
comiendo a medida que la recogían. Se divirtieron todos juntos
durante dos horas, luego de lo cual hubo que separarse. Sofía y Pablo
prometieron traer de América frutas, flores, colibríes y papagayos.
Sofía también prometió traer un niño de los salvajes, si es que querían
venderle uno.

Durante los días que siguieron, continuaron haciendo visitas de
despedida, y luego empezaron a hacer el equipaje. El señor de Rean y
el señor D'Aubert esperaban en París a sus esposas e hijos.

El día de la partida fue un día triste. Sofía y hasta Pablo, lloraron al
dejar el castillo, los criados y la gente del pueblo.

—Tal vez —pensaban— ya no volveremos.
Toda aquella pobre gente tenía el mismo pensamiento, y todos
estaban tristes.

Las mamás y los niños subieron al coche enganchado con cuatro
caballos: las niñeras y las doncellas seguían en una calesa con tres
caballos. Sobre cada pescante, había un criado. Después de haberse
detenido una hora en el camino, para almorzar, llegaron a París a la
hora de la cena. Debían permanecer allí ocho días a fin de comprar
todo lo que era necesario para el viaje y el tiempo que creían pasar en
América.

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Durante esos ocho días, los niños se divirtieron mucho. Fueron con
sus mamás a pasearse al Bosque de Bolonia, a las Tullerías, al Jardín
Zoológico.

Por fin llegó el día tan deseado de la partida para El Havre, puerto
donde debían tomar el barco que los llevaría a América.

Al llegar al puerto, supieron que su navío, que se llamaba «La
Sibila», no partiría hasta dentro de tres días. Aprovecharon aquellos
tres días para pasearse por la ciudad: el ruido, el movimiento de las
calles, los diques llenos de buques y los muelles colmados de
mercaderes, de papagayos, de monos y de toda clase de cosas
procedentes de América, divirtieron muchísimo a los niños. Si la
señora de Rean hubiera escuchado a Sofía, le hubiera comprado una
decena de monos, otros tantos papagayos, cotorras y demás animales.
Pero se negó terminantemente, a pesar de los ruegos de Sofía.

Los tres días pasaron como habían pasado los ocho de París, como
habían transcurrido los cuatro años de la vida de Sofía y los seis de la
vida de Pablo: pasaron para no volver más.

Las mamás lloraron al dejar su querida y bella Francia. Los maridos
estaban tristes y trataban de consolar a sus esposas, prometiéndoles
volverlas a traer lo más pronto posible. Sofía y Pablo, en cambio,
estaban encantados; su único pesar era ver llorar a sus mamás.

Subieron al navío que debía llevarlos tan lejos, en medio de las
tempestades y peligros del mar. Algunas horas después, estaban ya
instalados en sus camarotes, que parecían cuartitos chiquitos, con dos
camas cada uno, y donde habían puesto sus baúles y sus cosas para el
tocador. Sofía debía dormir con su mamá y Pablo con la suya, y los
dos señores juntos. Comían todos en la mesa del capitán, quien quería
mucho a Sofía, pues la niña le hacía recordar a su hijita Margarita, que
se había quedado en Francia. El capitán jugaba a menudo con Pablo y
Sofía: les explicaba todo lo que les extrañaba en el barco, cómo
andaba sobre el agua, cómo se le ayudaba a avanzar abriendo las
velas, y muchas cosas más.

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Pablo decía siempre:

—Cuando sea mayor, seré marino: viajaré con el capitán.
—Nada de eso —le contestaba Sofía—. No quiero que seas marino:
te quedarás siempre conmigo.

—¿Y por qué no ibas a venir tú también conmigo en el barco del
capitán?

—Porque no quiero dejar a mamá —explicó Sofía—. Me quedaré
siempre con ella, y tú te quedarás conmigo ¿me oyes?

—Te oigo, y me quedaré, ya que así lo deseas — se conformó Pablo.
El viaje fue largo: duró muchos días. Si deseáis saber lo que fue de
Sofía, leed «Las Niñitas Modelo», donde volveréis a encontrar a
Sofía. Si queréis saber lo que fue de Pablo, lo sabréis leyendo

«Las Vacaciones», donde también volveréis a encontrarlo.



FIN

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ÍNDICE


Ilustraciones de Horace Castelli



INTROITO (Julio Pollino Tamayo)…...…………………..………….3



I- La muñeca de cera……………………………………………..…...7


II- El entierro…………………………………………………….…..15


III- La cal……………………………………………………..……...17


IV- Los pececillos………………………………………………...….23


V- El pollito negro…………………………………………………...31


VI- La abeja………………………………………………………….39


VII- Los cabellos mojados………………………………………......47


VIII- Las cejas cortadas………………………………..………….....53


IX- El pan de los caballos…………………………………………...57


X- La crema y el pan caliente………………………………….…….63


XI- La ardilla..……………………………………………...………..69


XII- El t酅………………………………………………………..79

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XIII- Los lobos……………………………………………………....89


XIV- La mejilla arañada…………….…………….………...……….97


XV- Isabel…..…..…………………..……………………………....105


XVI- La fruta confitada……………………………………..……...109


XVII- El gato y el mirlo……………………………………….…...121


XVIII- La caja de costura…………………………………...……...131


XIX- El burro…………….…………………..……………...……..139


XX- El cochecito…………………………………………………...155


XXI- La tortuga..………………………………..………..….……..165


XXII- La partida….………………………………………………...173

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