neoconservadores en transformar el mapa medioriental y la "política errática" de la Casa
Blanca de corte electoralista que ignora la complejidad regional, donde se puede empantanar
aún más con "perspectivas de serios reveses". El veterano analista británico Patrick Seale,
confidente del nepotismo dinástico del totalitarismo sirio de la familia Assad -minoría
esotérica del Islam: los alawitas (7 por ciento de su poblacióna marina sunita)- captura con
propiedad el "considerable significado geoestratégico" de la visita del presidente sirio a
Turquía, con la bendición de la teocracia chiíta de Irán, sin perder de vista que Turquía es
todavía aliado militar estratégico de Israel. (Gulf News, 9-1-04). Más allá de las filias y
fobias, Siria y, más que nadie, Irán, son exageradamente hábiles para los juegos de mil
bandas, y los kurdos pueden volver a ser sacrificados en el altar geopolítico por trueques
multidimensionales. Nada está escrito: el "gran juego" se escenifica en las arenas movedizas
del complejo desierto medioriental.
La disolución del imperio otomano después de su derrota en la Primera Guerra Mundial, y
con el aliento de la política wilsoniana de "autodeterminación de los pueblos", llevó al
Tratado de Sèvres, firmado en 1920, a conceder la independencia al Kurdistán, sumado de
Mosul (la provincia bajo ocupación británica). La resurrección militar de Turquía bajo Kamal
Ataturk impidió la ratificación del tratado, que fue sustituido por el Tratado de Lausana, de
1923, donde los británicos vendieron tras bambalinas la independencia del Kurdistán a
Turquía y a Irak, lo cual fue estipulado en el Tratado de Ankara, de 1926. Kurdistán pereció
y desapareció del mapa en solamente seis años gracias a la perfidia petrolera británica. Suena
paradójico que de todos los países que absorbieron a Kurdistán, el gobierno baasista de
Saddam haya sido el que más concedió autonomía a los kurdos.
El legendario asentamiento asirio de Kirkuk se encuentra 233 kilómetros al noreste de
Bagdad, en la región montañosa del Kurdistán, y cuenta con una mayoría kurda. Sería más
apropiado describirla como una ciudad comercial y petrolera cosmopolita de medio millón
de habitantes, donde cohabitan con los kurdos importantes minorías de árabes (tanto
islámicos sunnitas como católicos caldeos) y turkomenos (de origen turco-mongol), que se
encuentra conectada con dos oleoductos a Trípoli (Líbano) y Yumurtalik (la costa turca), y
mantiene uno cerrado que se conecta al puerto israelí de Haifa. Es evidente que Turquía no
va a abandonar a sus filiales turkomenas. Al noroeste de Irak, Mosul, la tercera ciudad en
importancia (después de Bagdad y Basora), donde existe una importante refinería, refleja,
igual que la composición de Kirkuk, su complejo mosaico etnoreligioso (un micro-Líbano).
Se podría decir que, más que en Kirkuk y Mosul, es en las montañas norteñas donde se
despliega la población kurda que constituye una genuina nación pero sin territorio formal,
que se traslapa primordialmente al este de Turquía, donde radica la mayoría de su población,
de un total de 30 millones, que también controla las fuentes de los vitales ríos Tigris y
Eufrates, de suma relevancia en una región sedienta de agua y paz. Otros países donde existen
importantes poblaciones kurdas son el oeste de Irán (que incluso tiene una provincia con el
nombre persa de Kordestán), el noreste de Siria y hasta la cristiana ortodoxa Armenia. No se
necesita ser genio ni "catastrofista" para vislumbrar que las recientes conflagraciones
multiétnicas en Kirkuk son susceptibles de desencadenar "limpiezas étnicas" de los católicos
caldeos, los sunnitas árabes y los turkomenos, sino que además involucrarían en una guerra
regional a Turquía, Irán y Siria (y de paso a Israel), y en un descuido hasta a los "grandes"
de Eurasia. Kirkuk es asunto muy delicado que por sus ramificaciones energéticas,
demográficas y geopolíticas puede desembocar en una tercera guerra mundial. ¿Es real la