Latidos
Ricardo Luis Plaul pág. 67
Infancia
“No vi un perro, no vi un pájaro. El silencio tenía color, era como
ceniza. Las vías, lejos, se juntaban al doblar un recodo. Y de pronto
me acometió una violenta necesidad de regresar.” Abelardo
Castillo
Árboles entristecidos, sucios de invierno y de ceniza, me acompañaron
durante todo aquel viaje de regreso a la costa, de regreso a un retazo
de mi infancia.
Recordé los verdes y rumorosos montes de eucaliptos donde iba a
cazar palomas con un rifle de bajo calibre que me prestaba mi tío
cuando estaba de buen humor. Entre los médanos, casi pude ver el
carro con ruedas de goma tirado por aquél caballo mañero, apodado
“El pobre”, que sólo obedecía la voz de su amo. A la madrugada
salíamos a cazar y a pescar. Sólo tres o cuatro vecinos de más edad
podían subir al carro, que además transportaba la red de pesca, de
casi cincuenta metros de largo, y las escopetas. Nosotros, “los chicos”
íbamos detrás, caminando, corriendo, jugando, con el incansable
entusiasmo de la aventura.
Al regresar, mi tío juntaba a todos en el patio trasero de la casa y
repartía el pescado en montones equitativos para cada familia. La
nuestra tenía ciertos privilegios en cuanto al tamaño y clase de
pescado a elegir por ser la poseedora de la red y del carro. En lo que
respecta a las liebres y perdices, cada uno se llevaba las piezas que
había cazado. A veces nosotros podíamos exhibir orgullosos las ranas
que atrapábamos en el arroyo. Ya nos tocaría, a los quince, recibir la
escopeta como rito iniciático de la adolescencia, para “ir a probar
unos tiros”. Hace poco quemé la única foto en blanco y negro
existente, en la que se me veía sosteniendo de las patas traseras
aquella mi primera liebre, como prueba evidente de mi joven etapa de
depredador , justificado por el hecho de ser la liebre considerada una
plaga rural.
Cuando regresé, aquella tarde de junio, no vi ni un pájaro, no ladraba
ni un perro. El bar donde íbamos a jugar al metegol y más tarde a
bailar, convertido en una inmobiliaria, estaba cerrado. En las playas
abandonadas, el único movimiento lo producía el viento del sur
murmurando por lo bajo, entre las rocas. Las olas golpeaban su enojo
contra los acantilados inmutables. El viejo hotel, cercano a la orilla, se
desmoronaba en gris, como uno de los zombis monstruosos de mis
siestas infantiles. En la desembocadura del arroyo que llega hasta el