Vivía en una casita cerca de Castro Urdiales una mocita. Era guapísima y presumida; no hablaba con nadie y siempre llevaba la barbilla bien alta. Le encantaba saltar entre las rocas, de las que arrancaba las mejores almejas, erizos y percebes, que luego vendía en la plaza del pueblo. Su marido era un pescador que pasaba la mayor parte del tiempo en el mar. Estaba enamorado de su mujer y siempre que volvía, traía algún regalo para ella. Aunque la gente hablaba sobre la actitud de superioridad de la muchacha, los mas discretos creían que era por las diferencias culturales, pues se decía que la había traído de otras tierras y en general ella no estaba enamorada de él ni lo podía estar. Aquella mujer era una sirena. Como es bien sabido, un pescador que consigue capturar una sirena, tiene el derecho a casarse con ella. Para conseguir que pueda convertirse en su mujer, necesita besarla enseguida, convirtiéndosele entonces la cola en dos piernas. Además, la sirena debe darle su espejo para que él lo esconda sin que ella pueda encontrarlo, porque, si ella se mira en él, termina el hechizo: vuelve a transformarse en sirena y regresa al mar. El de nuestra historia lo hizo todo bien para merecerla. Un amanecer en que navegaba con otros dos barcos, sintieron el aire fresco de la aurora. Enseguida se dieron cuenta de que estaban delante de un fenómeno: el canto de las sirenas. En efecto, allí estaban un grupo de ellas entre dos olas. -¡Cuidado! gritó - el pescador – no las escuchéis o estáis perdidos. Las sirenas no cantan para atraer el peligro a los marineros, no; cantan para deleitar y atraer a sus queridos tritones. En realidad son los marineros quienes por disfrutar, dejan aparte el timón y el gobierno del barco. En esta ocasión lo que hicieron fue perderse. El, no conformándose con oírlas, cogió las redes y hasta que no tuvo una en su poder, no paró. Consiguió a una mujer rubia con los ojos del color turquesa. La beso y, al punto, se trasformó ella en mujer entera. Le entregó su espejo y volvieron a tierra, donde desde entonces fue su esposa. Para estar seguro de que nunca la perdería, metió el espejo en una bolsita de cuero y la guardó en una rendija de su barco, al que ella nunca subía.