Leyendas la llorona

ade6512 4,172 views 5 slides Jan 14, 2011
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la llorona se aparece


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LA LLORONA.

Cuando se rebosaban los ríos, la ciudad se inundaba, llenándose las corrientes naturales que eran tres principales, la de
San Miguelito, la de San Sebastián y la llamada corriente; estos desbordamientos hacían intransitables las calles. Los
minerales de San Pedro eran traídos a la ciudad donde se beneficiaban (colaban). Los residuos o jales formaban
montículos en diferentes partes, esto hacía más problemática la inundación porque impedía el paso regular de las aguas,
agregando a esto, la circunstancia de que por entonces no había drenajes.
Los minerales de Cerro de San Pedro estaban en auge y como llegaban muchos buscadores de oro, el comercio era
próspero. Las autoridades dispusieron el arreglo de dos principales corrientes, una de ellas venía por el suroeste y formaba
permanentemente lo que se llamaba Los Charcos de Santana.
Por aquellos tiempos llegó a San Luis una bella mujer, se decía que procedente del Real de Charcas, a quien sus padres
habían querido educar en la mejor escuela del lugar; que era de muy buenos modales; dada su singular belleza y su bien
formada educación pronto fue cortejada por muchos galanes, de tal manera que pronto contrajo matrimonio con el hijo de
un próspero minero. No obstante su nuevo estado, seguía siendo cortejado por hombres que no dejaban de admirar su
belleza, y así un día cedió a las propuestas de un apuesto galán.
Cuando el esposo se enteró quiso vengar la afrenta y con ese propósito llegó a su casa en el momento en el que se
encontraban juntos los amantes, pero ella en un momento decisivo mató a su esposo y al amante deshaciéndose de los
dos.
Huyendo de la justicia llegó a San Luis donde se dedicó a la vida galante. Poco tiempo después le nacieron dos bellos
gemelitos, que ella cuidó con esmero hasta la edad de un año, tiempo en que se dio cuenta que mucho le estorbaban y en
más de una ocasión pensó en deshacerse de los pequeños.
Por fin un día en que el calor era sofocante, se fue a bañar a Los Charcos de Santana llevando consigo a los dos niños; una
vez dentro del agua los soltó, llevándoselos la corriente, inmediatamente se arrepintió y quiso salvarlos pero ya no le fue
posible y ella misma estuvo a punto de ahogarse; gritaba pidiendo salvaran a sus hijos pero sólo pudieron salvarla a ella, a
quien sin sentido se la llevaron al hospital.
Cuando volvió en sí, pedía a gritos, desesperada, como loca, le salvaran a sus hijos; por fin, ya restablecida se pasó el resto
de sus años buscando en Los Charcos de Santana, en las corrientes, en el río de Santiago a donde desembocan todas las
corrientes de San Luis, siempre buscando a sus hijos, culpándose de haberlos ahogado. Esto dice la historia, y la leyenda
sigue.
Tiempo después, por calles estrechas de la ciudad, apareció una mujer con albo (blanco) vestido y manto; al caminar
dejaba una estela que emanaba reflejos luminosos.
Deambulada generalmente después de las doce de la noche, aunque no siempre como fantasma, porque cuando se dejaba
ver, normalmente tenía todo el aspecto de una persona común y corriente, si bien no era usual que una dama caminara sola
a esas horas.
Los caballeros noctámbulos la saludaban y ella contestaba con gracia, siguiendo apresurada su camino. Dicen los que
dicen que conocieron a los que dicen haber hablado con los que la conocieron, que tenía un rostro hermoso y melancólico.
Tiempo después, se llegó la conclusión de que ella era una persona conocida en ciertos círculos sociales con el nombre de
Lucía, ya que de día visitaba a personas amigos que sospechaban que era la Llorona.
Ocurría la coincidencia de que siempre que esta mujer paseaba por las calles hacia al rio Santiago en las orillas de la
Ciudad, se oía el prolongado y lastimado grito de ¡Aaaayyy mis hiiijooos…! Una y otra vez.
Al día siguiente la gente comentaba: ” Que cosa más curiosa y casual, anoche encontré por una estrecha calle del rumbo de
Santiago a Lucía y al perderla de vista escuché un llanto semejante al que dicen que hace la Llorona”- Y otras personas
comentaban – “Yo también escuché un lamento”- , – “Yo también…”- esto sucedía con bastante frecuencia.






EL CALLEJON DE LAS MANITAS.
Por allá, por aquellos lejanos años de 1780, llegó a la ciudad de San Luis Potosí, un sacerdote, que tal vez enterado de lo
benigno del clima, de la bondad de la gente, del auge de sus minas y de tanto y tanto como se decía de aquí, porque esta
tierra, desde su fundación allá cuando Fray Diego de la Magdalena la bautizó con el nombre de San Luis, en memoria de su
muy amado Rey de Francia, había gozado y goza de buena fama y señalado prestigio como una ciudad de grandes
posibilidades, de cuantiosos bienes, en sus minerales, y sobre todo de la piedad y cristianas maneras de su gente; en
verdad esta fama ha sido conquistada sin esfuerzo, sin prisa, sin desearlo si quiera sino que simple y sencillamente porque
la gente de esta noble tierra es eso, noble y tal vez el cura de marras fue atraído por esas circunstancias y llegó para
radicarse ahí.
Al clérigo le fue fácil encontrar colocación como maestro en uno de los mejores colegios de aquel entonces, y aunque se le
proporcionaba la manera de vivir en el mismo, y de hecho aceptó a vivir ahí, aun así alquiló una casa en uno de los barrios
más desolados de la Ciudad, como era el de la Alfalfa.
Un buen día dejó el colegio, donde impartía latín entre otras materias, salió con rumbo desconocido y regresó tiempo
después para ser asesinado, se dice que por sus mismos acompañantes, dos mozos que él mismo había invitado a su
recorrido. Sucedió de la siguiente manera, aunque podríamos contar tres o cuatro formas de cómo ocurrieron los hechos.
Al efectuar el Sacerdote su recorrido por los pueblos cercanos, reunió algunos dineros que traía consigo destinados en una
parte a comprarse algunas cosas que necesitaba y, la otra parte, a socorrer a los pobres más indigentes; casi todos sus
honorarios los gastaba en ellos.
Luego de su arribo a la ciudad se dirigió a su casa situada en el antiguo callejón de la Alfalfa. Una vez instalado ahí, dejó
que sus ayudantes cumplieran con su obligación: desensillar los caballos, desaparejar las mulas y llevar los animales al
pesebre. Los dos mozalbetes ejecutaron sus labores con toda calma y después fueron a tomar sus alimentos. Mientras
tanto, el Sacerdote, que ya estaba muy cansado, prefirió ir directamente a la cama, no sin antes rezar sus oraciones.
Entraba la noche; en aquella época no había luz eléctrica, sino unos cuantos faroles con mechones de brea y trementina,

muy distantes unos de otros; tampoco había clubs nocturnos, ni cines, ni teatros, solamente una que otra tertulia ocasional,
algún sarao en una zona determinada. Pero a ninguna de estas partes irían los jóvenes acompañantes del Padre, pues eran

menores de edad, frisaban entre los dieciséis y dieciocho años; además eran gente humilde e ignorante. Así que regresaron
a la casa.
Gran sorpresa, espanto, terror y rabia, sintieron cuando al llegar vieron al Padre tendido en medio del cuarto, bañado en
sangre; muerto. Salieron rápidamente, pidieron auxilio gritando como locos. La gente se reunió, y alguno de los que
acudieron tuvo el acierto de ir a dar parte a la autoridad, siendo la más cercana la que se encontraba en el Hospital, que era
militar; de este lugar salieron médicos, enfermos, y soldados, y todos se dieron cuenta que por desgracia era verdad lo que
decían los muchachos: el Padre había sido cruelmente asesinado.
Las autoridades se avocaron desde luego al esclarecimiento de aquel hecho, buscaron y rebuscaron en todos los
alrededores de la Ciudad y en los con tornos de la región; se detuvieron algunos sospechosos, pero todos fueron liberados.
Los muchachos acompañantes del Padre ayudaron a la búsqueda de los asesinos, pero no hubo éxito.
Los ayudantes del Padre eran compadecidos por mucha gente y hasta por las autoridades, quienes, en tanto conseguían
trabajo, les ayudaron en su sostenimiento.
Un miembro de la autoridad jurídica, quien siempre sospechó de los dos muchachos, pidió que se les internara en el
Hospital Militar en calidad de presos. Ordenó luego que se pusieran en cuartos separados e incomunicados, sujetándolos a
intensos interrogatorios. Por fin logró que se culparan mutuamente y uno de ellos dijo que su primo, que era el más grande
de los dos, era el que había asesinado al Padre y que ambos ocultaron el producto del robo que consistía en unas cuantas
monedas. Las autoridades y los reos se trasladaron al sitio de los hechos, donde fueron encontradas las monedas así como
el cuerpo del delito que fue un puñal.
Aseguraban los jóvenes que no fue el robo el móvil del crimen, sino vengarse por el mal trato que les daba el Sacerdote.
Sea esto lo que fuere, el caso que se aclaró que ellos eran los asesinos y tras de seguirles proceso fueron sentenciados a
la horca y a cortarles las manos.
El juicio interrumpido varias veces por los recursos que apelaron los defensores, duró cinco años, al término se confirmó la
sentencia de muerte y el de cortar a los cuerpos las manos, para exhibirlas en el lugar del crimen.
Las manos criminales se colgaron del muro exterior de la sombría casa del callejón solitario y triste por el día, y fúnebre y
tenebroso por la noche, desde entonces se le llamó el Callejón de las Manitas. Cuando la gente tenía que pasar por este
callejón empezaba a rezar y no cesaba de hacerlo hasta que salía de él.
Por fin alguien descolgó las manos de aquel sitio, pero pasados unos días volvían a estar colgadas. Así fue en forma
sucesiva durante mucho tiempo; hasta se reformó el barrio y el callejón fue atravesado por una calle ancha.
Sin embargo, en ese mismo lugar donde estuvo la casa lúgubre, en algunas noches del mes de noviembre todavía se ven
flotar en el espacio unas manos esqueléticas que buscan acomodo en un sitio. También se aparece un sacerdote menudito,
esmirriado, de sotana rabona, que cruza la calle y se pierde al voltear la esquina.
Tengo que mencionar que este callejón actualmente existe, se encuentra justo atrás del hospital militar de la ciudad, yo he
pasado por ahí en la noche y efectivamente, se siente raro el lugar, hace frío y por si fuera poco es una calle bastante larga
y poco alumbrada, sólo espero nunca poder ver las manos colgadas en la pared.


LA CRUZ DEL MILAGRO.
Hay en la Iglesia del Milagro, en Corrientes, una rústica cruz que es venerada con el nombre de "Cruz de los Milagros". Una
curiosa leyenda justifica ese nombre.

Cuenta la tradición que los españoles, cuando fundaron San Juan de Vera de las Siete Corrientes, llamado hoy Corrientes,
después de elegir el lugar y antes de levantar el fuerte, decidieron erigir una gran cruz, símbolo de su fe cristiana.

La construyeron con una rama seca del bosque vecino, la plantaron luego, y a su alrededor edificaron el fuerte, con ramas y
troncos de la selva.

Construido el fuerte y encerrados en él, los españoles se defendían de los asaltos que, desde el día siguiente, les llevaban
sin cesar las tribus de los guaraníes, a los cuales derrotaban diariamente, con tanta astucia como denuedo. Los indios, de
un natural impresionable, atribuían sus desastres a la cruz, por lo que decidieron quemarla, para destruir su maleficio. Se
retiraron a sus selvas, en espera de una ocasión favorable, la cual se les presentó un día en que los españoles, por exceso
de confianza, dejaron el fuerte casi abandonado.

La indiada, en gran número, rodeó la población, en tanto que huían los pocos españoles de la guardia, escondiéndose entre
los matorrales.

Con ramas de quebracho hicieron los indios una gran hoguera, al pie de la cruz que se levantaba en medio del fuerte. las
llamas lamían la madera sin quemarla; un indio tomó una rama encendida y la acercó a los brazos del madero; entonces, en
el cielo límpido, fue vista de pronto una nube, de la cual partió un rayo que dio muerte al salvaje.

Cuando los otros guaraníes lo vieron caer fulminado a los pies de la cruz, huyeron despavoridos a sus selvas, convencidos
de que el mismo cielo protegía a los hombres blancos. Los españoles, que escondidos entre la maleza presenciaban tan
asombrosa escena, divulgaron luego este suceso, que no cayó, por cierto en el olvido. En la Iglesia del Milagro, en
Corrientes, se encuentra hoy la Cruz de los Milagros: se la guarda en una caja de cristal de roca, donada por la colectividad
española.

LA MÁSCARA.
Era una noche en la que mis padres se fueron de cena con unos amigos yo me quede contentísima porque podía subir al
ático y ver todos los objetos viejos que un día nos dejó mi abuela.
Seguido que se fueran mis padres subí al ático y buscando encontré una máscara preciosa de color verde la bajé a casa y
la colgué en la pared del salón me comí una pizza vi un poco el nuevo capítulo del internado y me metí a la cama y de
pronto una voz empezó:
- El vaso. - y se rompió un vaso...
- El plato. -y se rompió el plato...

Hasta que de repente oí:
-La niña...

Me encogí de sabanas y vi como una sombra se me acercaba, la golpeé con un cojín y llamé a mis padres, pero ahora cada
vez que me acuesto oigo la misma voz que dice:
-Me vengaré...

EL CALLEJÓN DEL BESO.
Se cuenta que Doña Carmen era hija única de un hombre intransigente y violento pero como suele suceder, siempre triunfa
el amor por infortunado que éste sea.

Doña Carmen era cortejada por su galán, Don Luis, en un templo cercano al hogar de la doncella, primero ofreciendo de su
mano a la de ella el agua bendita. Al ser descubierta sobrevinieron el encierro, la amenaza de enviarla a un convento, y lo
peor de todo, casarla en España con un viejo y rico noble, con lo que, además, acrecentaría el padre su mermada herencia.

La bella y sumisa criatura y su dama de compañía Doña Brígida lloraron e imploraron juntas. Así, antes de someterse al
sacrificio, resolvieron que doña Brígida llevaría una misiva a Don Luis con la infausta nueva.

Mil conjeturas se hizo el joven enamorado, pero de ella, hubo una que le pareció la más acertada.

Una ventana de la casa de Doña Carmen daba hacia un angosto callejón, tan estrecho que era posible, asomado a la
ventana, tocar con la mano la pared de enfrente.
Si lograba entrar a la casa frontera, podría hablar con su amada y, entre los dos, encontrar una solución a su problema.

Preguntó quién era el dueño de aquella casa y la adquirió a precio de oro.
Hay que imaginar cuál fue la sorpresa de Doña Carmen cuando, asomada a su balcón, se encontró a tan corta distancia
con el hombre de sus sueños.

Unos cuantos instantes habían transcurrido de aquel inenarrable coloquio amoroso, pues, cuando más abstraídos se
hallaban los dos amantes, del fondo de la pieza se escucharon frases violentas. Era el padre de Doña Carmen increpando a
Brígida, quien se jugaba la misma vida por impedir que su amo entrara a la alcoba de su señora.

El padre arrojó a la protectora de Doña Carmen, como era natural, y con una daga en la mano, de un solo golpe la clavó en
el pecho de su hija.

Don Luis enmudeció de espanto… la mano de Doña Carmen seguía entre las suyas, pero cada vez más fría.

Ante lo inevitable, Don Luis dejó un tierno beso sobre aquella mano tersa y pálida, ya sin vida.

EL PADRE SIN CABEZA
Mito seguramente concebido en tiempos de la inquisición, durante la cual cortaban la cabeza a brujos, hechiceros, hombres
y mujeres de mal vivir.
Dice la tradición que se le aparece a los hombres y mujeres que trasnochaban debajo de un árbol frondoso en el cual se
puede ver una gran puerta de un templo.
La persona pasa la puerta y se encuentra una gran sala y al final un sacerdote cantando misa en latín.
Atraído y cargado de pecados la persona oye atentamente pero a la hora de la consagración al dar la cara el sacerdote se
le ve sin cabeza y está chorreando sangre entre sus manos.
Despavorido sale de aquel lugar y queda varias semanas sin habla, cambiando así su vida para siempre.
Eran aquellos tiempos del fusil de chispa, no tan distantes que digamos. Tiempos de oro y de alegrías en que nuestros
antepasados, libres del aprisionamiento fastuoso de la moderna civilización, vivían a su modo, pobre y humildemente, pero
siempre contentos y alegres.
Nuestro pueblo, de labriegos sencillos formado, conservó de los conquistadores gallegos que vinieron de la Madre España,
en busca de oro y de tierras para aumentar el poderío del León Ibero, su amor entrañable al hogar, su fe religiosa y la
sosería peculiar que lo hizo crédulo y credenciero.
A más de las fiestas de la iglesia, que formaban lista en el año, nuestros abuelos celebraban con menos pompa, pero sí con
más alegría, dos festivales cívicos: el 27 de abril y la independencia. Esto es, el aniversario del golpe de cuartel del general
don Tomás Guardia y el quince de septiembre, adoptado en Centroamérica como fecha de la emancipación política de
España.
El programa era corto: Bailes populares al aire libre y repartición de licor, estallido de cohetes y bombas; gritos y, de cuando
en cuando, algunos mojicones, por copa de más o de menos.
Y nuestros campesinos, todos guardaban su pala y el machete, limpiaban un poco sus manos; blanqueaban a fuerza de
"'eje" sus agrietados pies, y salían al anochecer a divertirse con sus respectivas familias, danzando al claror de la luz que
despedían los faroles de canfín o los reverberos de manteca. Y aquí entramos en nuestra relación, respecto al sucedido de
la Calle del Cura.
Ñor Juan Rafael Reyes era el viejo más alegre del distrito de Patarra y no perdía, por nada de este mundo, los festivales del
27 de abril y la independencia, que bastante tenía que sudar los demás días del año para atender a su manutención y la de
su familia, para no aprovechar la ocasión de echar una canita al aire.
En su caserío eran bastante recogidos, ajenos a todo, sólo pensaban en la quema de la piedra de cal que les daba,
entonces más que ahora, el sustento. Las fechas memorables pasaban casi inadvertidas, por lo que Ñor Juan Rafael se
veía obligado a ir hasta la villa para colmar sus ansias de fiesta. Allí era cosa de ver: Las taquillas permanecían abiertas la
noche entera: los vecinos principales iluminaban los frentes de sus casas. En la plaza pública el entusiasmo no decaía
hasta rayar el nuevo sol y la ilustre corporación municipal solía disponer el reparto de ''guaro" a todos los ciudadanos que
vitoreaban al ciudadano presidente. Y eso entusiasmaba a Ñor Reyes, que muy a pesar de sus años que ya eran carga,
gustaba de amanecer en vela, bailando a ratos, libando copas, mascullando su chircagre y enterándose de los corrillos de
cuanto ocurría en el gran mundo, y soltando de cuando en vez su graceja, para no quedarse atrás con los cuentos, enredos
y chistes que los contertulios iban enhebrando como para amenizar el rato.
Acertó caer la fecha de la independencia en domingo, y desde luego, la fiesta fue sábado en la noche. Por las vísperas se
saca el día, y para cumplir con el adagio popular, de antes y con antes comenzaba la alegría.
Ñor Reyes no prescindía de bajar a la "suida a mercar" su manutención, lo que hacía todos los sábados al amanecer, y
menos dejar pasar la parranda. Había que compaginar la obligación con la devoción. Verdad es que podía ajilar por la calle
de Dos Ríos y evadir así la atención de la villa, pero solo una vez se celebraba al año la independencia y para el siguiente
ya podía estar bajo tierra. Había que aprovechar la oportunidad, que algo la suele pintar calva. Ñor Reyes, - lo decía su
mujer - sería parrandero y bebedor, eso sí mi cumplido con sus obligaciones. Compraba el diario, y lo que quedaba libre era
lo que podía beberse en ron o guaro de la Fábrica Nacional. Y cayendo y levantando, podía llegar ya al anochecer a su
casa, pero con sus alforjas repletas, con provisión para la semana. También lo decía él: Los almadiados todo lo pierden,
menos la memoria.
Ella se lo perdonaba a su marido, porque en su alacena todo abundaba; porque nunca la hizo ayunar, excepto los viernes
de cuaresma - ya que era buen católico -, ni la obligó a solicitar prestado el puñadito de frijoles ni de sal, o la jarra de arroz,
como le sucedía a la Piedades, su vecina, que a más de la vigilia en que vivía eternamente por las largas y repetidas
parrandas de su hombre, que le duraban hasta ocho días larguitos, solía recibir un ajuste de azotes. Y todo se puede
aguantar, menos eso de que un "mángüela" alce la mano contra su mujer.
Pues Ñor Reyes salió aquel sábado muy temprano, caballero con su yegua rosilla, vistiendo los trapitos de dominguera, los
de coger misa. Lucía su banda tinta, de seda, que le daba varias vueltas en la cintura dejaba que las barbas salieran afuera
del ruedo del chaquetón; no faltaba el pañuelo floreado al cuello ni la realera de puño de hueso y plata, compañera de los
días de gran solemnidad.
Estuvo en la ciudad; hizo sus compras; provocó más de una risa sabrosota, con sus chistes y sus relatos, que salían de la
boca a borbotones; sorbió sus copas de guaro nacional, más sabroso y más claro que el de "charral", según su opinión de
buen bebedor, y al atardecer dispuso el regreso pasando por los "Samparados".
Ya preludiaban las marimbas y chisporroteaban los candiles, cuando hizo su entrada a la villa llevando sobre la al-barda sus
grandes alforjas bien repletas. En la casa del compadre, Ñor Pedro el matador, amarró su ruco, sin desensillarla; dejó a
buen recauda las alforjas y su ramita de espino, que le servía de espuela y la varillita de añono, que hacía de fuete y, tras
un saludo en que hacia recuento de la salud de todos los de la casa, se salió a comenzar la juerga, relamiéndose de gusto,
porque no había dejado de salir sin sorber la jícara de chocolate con sus bizcochos y embustes.
Bailó fandango y punto y sorbió copas. Tuvo más de una disputa y pudo regresar a casa del compadre, sano y salvo,
gracias a la intervención de algunos amigos. Allí lo montaron en su bestia y lo pusieron en camino, tocándole el corazón,
con el recuerdo de los suyos, que estarían en vela, deseosos de verlo llegar. Y la bestiecilla cogió el trote, calle arriba...
Era la madrugada oscura y fría. Mientras el jinete dormitaba, dejando floja la rienda, la ruca trotaba. Bien sabía Ñor Reyes
que montado en un animal manso, que conocía el trillo de la casa como de memoria, podría dejarse llevar confiado y
tranquilo.

Pasó por San Antonio sin novedad. Todo mundo dormía. Uno que otro perro ladró a su paso y vino a ahuyentar el sueño.
Cuando cruzó Río Damas y entró en su jurisdicción, apuró la yegua el trote, porque ya estaba próximo el momento de
probar bocado y quedar libre del aparejo, el jinete y la carga.
Próximo al recodo llamado la "Calle del Cura sin Cabeza", se bifurca el camino y dan sombra los altos higuerones. Era un
sitio temido, porque decía el rumor popular que asustaban. Muchas historietas de aparecidos circulaban de boca en boca.
Pero Ñor Reyes ni era hombre de miedo ni padecía de nervios, más bien se envalentonaba cuando sorbía sus copas.
Frente a la plazuela, donde solamente se levantaba una casa de peones de la finca, vio una ermita. Se restregó bien los
ojos, porque no tenía memoria de que allí hubiera existido esa construcción. Pero como para desvanecer sus dudas, replicó
campana llamando a misa. Y deseoso de enterarse por sus propios ojos de que no eran visiones ni cosas de! otro mundo,
se desmontó y entró al templo, que estaba iluminado a media luz. Se hincó a cantar el "DominusVobiscwn " y se dio cuenta
de que al padre le faltaba la cabeza. La impresión lo levantó como con resortes y lo hizo abrirse en estampida. Al pasar bajo
el coro, oyó un ruido infernal y sintió que la campana le seguía repicando su badajo... ¡No supo más!
Allí cerca, sobre el zacate, fue encontrado, sin sentido, por los carreteros madrugadores, que llevaban carga a !a ciudad. Lo
recogieron y lo trasladaron a su residencia, donde pasó muy malito algunos días. Costó que volviera en sí. Hasta la
pronuncia había perdido. Tenía que ser cosa mala la que vio, comentaban los familiares.
Pronto cundió la noticia del aparecido de la "Calle del Cura sin Cabeza". Los curiosos llegaban a adquirir detalles del suceso
y se tejían los más variados y fantásticos comentarios. El tío Melitón, que era muy ladino, definió el asunto: "Acechanzas del
demonio". Ñor Reyes había asistido a sus propios funerales, en castigo de sus pecados. Naturalmente, nunca más volvió a
pasar en '"deshoras" por ese camino. Si iba a la ciudad, regresaba tempranito y por si tenía que viajar en carreta, para evitar
que los bueyes se asolearan, madrugaba, pero siempre esperaba a otros compañeros. Que dos hombres se valen mejor
que uno.
La moralidad pública habría ganado mucho, ya que se consumía menos licor nacional en la villa, si no se le ocurre a un vivo
llevar al barrio licor clandestino de Agua Caliente, evitando así e! viaje a la villa, pasando por la "Calle del Cura sin Cabeza"
en horas de la noche.
Han pasado muchos años y el suceso apenas si se recuerda. El trecho de camino conserva el nombre de la "Calle del Cura
sin Cabeza". Y la conseja del aparecido sigue siendo como una lección de moral, pero nadie escarmienta en cabeza ajena...