Libro de lecturas

Jeycob1001 1,704 views 50 slides Dec 22, 2017
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About This Presentation

LECTURAS


Slide Content

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LIBRO DE
LECTURAS

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Presentación:
La certeza de que la programación sistematizada de la lectura en todos los
cursos de Secundaria contribuye a consolidar el hábito lector y a conseguir otras
destrezas fundamentales para el proceso de aprendizaje del alumnado es la razón
que nos mueve a presentar este Cuaderno para el Profesorado. Forman parte, pues,
de nuestro Plan Lector, al que hemos denominado “Leer más para leer mejor”,
porque estamos convencidos de que sólo a través de la frecuentación del acto de leer
se consigue aumentar “el intertexto lector” del alumnado, es decir, ese bagaje
imprescindible para acceder al conocimiento y, por ende, alcanzar la competencia
comunicativa y lingüística. Se trata, en esencia, de una medida de atención a la
diversidad lectora de un aula.

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Índice:
1. LAS CUALIDADES DE ISH -HA
2. LA AVENTURA DE LA CUEVA DE LAS SERPIENTES
3. UN ÍDOLO DE ORO
4. EL CAMINO DE SANTIAGO
5. EL CANTO DEL GRILLO
6. UN HOMBRE MUY RICO
7. LA NAVAJA DEL VISIR
8. EL DESTINO DE LA CARCOMA
9. EL REIDOR
10. UNA NUEVA REALIDAD
11. POR LOS CAMINOS DEL ARTE
12. ASNOS ESTÚPIDOS
13. TE APUESTO LA CABEZA
14. TRES AMIGOS
15. LOS VERSOS MÁS TRISTES
16. LA PASTORA Y EL PRÍNCIPE
17. LA MARCHA POR LA LIBERTAD
18. LA MURALLA
19. LA PRINCESA Y EL GUISANTE
20. LAS HADAS
21. ROMPECABEZAS
22. EL ESCARABAJO
23. EL LAGARTO VERDE
24. LA LEYENDA DEL CRISANTEMO
25. EL PEZ DE ORO
26. EL ZAPATERO Y LOS DUENDES
27. EL REY SABIO
28. CIRUELAS POR BASURA
29. EL CAMINANTE INTELIGENTE
30. PAJARITO REMENDADO
31. EL ÁGUILA Y LA TORTUGA

Prologo:

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“Lo fundamental, lo esencial es leer y escribir, cualquiera que sea el modo. Mientras que la
persona conserve el disfrute placentero por la lectura y la escritura, cualesquiera que sean
las circunstancias que la rodean, conservará a la vez lo mejor de su condición humana”.
Mariano Baquero Goyanes

A través de estas páginas, queremos reflexionar no sólo sobre el valor educativo,
didáctico y formativo que tiene la lectura, sino convocar a todo el profesorado en
torno a una idea insoslayable: la comunidad educativa debe liderar la reivindicación
de la lectura en el aula en todos los niveles del sistema educativo, porque el
aprendizaje de la lectura no acaba en Primaria, ni Secundaria, ni siquiera en el
Bachillerato.
Asimismo, queremos compartir otra idea esencial: la lectura también sirve para
crecer como personas. Debe asumirse que la promoción lectora no tiene edad. El
descubrimiento de la lectura es azaroso, circunstancial, y depende de encontrar el
libro adecuado en el momento justo. Por eso no hay que desfallecer. Nuestra labor
será mostrarles variadas obras a los alumnos: la libertad de elección es el camino
para atender a la rica diversidad lectora del alumnado. No habrá, por otra parte, que
desilusionarse si los resultados no se corresponden con los objetivos perseguidos: el
entusiasmo es el camino para el aprendizaje del hábito lector.

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LAS CUALIDADES DE ISH-HA

Es-ha era un tonto. Era el hombre más tonto de toda la historia. Era tan tonto que,
un día, mientras estaba sentado en la rama de un árbol, se puso a serrarla por el
tronco. Al poco, pasó un hombre y le dijo que se iba a caer. Conque Ish-ha acabó
de serrar la rama y se cayó al suelo con ella. Luego salió corriendo detrás del
hombre que le había dicho que se iba a caer, gritando que debía de tratarse de un
gran profeta, un vidente sin parangón en adivinar el futuro, por haber profetizado
tan infaliblemente que él estaba a punto de caerse, solo por haberlo visto serrando
sentado en la rama. Era un tonto de tal calibre que el Sultán se lo llevó a vivir a su
Corte, y le ofrecía grandes sumas de dinero en recompensa de sus muchas
tonterías. Era tan tonto que, cuando murió, se puso su nombre a un barrio entero
de la ciudad, para que una estupidez como la suya jamás fuese olvidada. En los
tiempos de Ish-ha el Tonto, vivían en la ciudad de Fez quince hermanos que eran
ladrones. Uno de ellos se metió una noche en la casa de Ish-ha el Tonto y, como al
dueño de la casa se le tildaba de ser el mayor tonto del reino, no le importó hacer
ruido. Después de forzar la puerta de entrada, anduvo por allí tropezando y dando
golpes sin ningún cuidado, como si estuviese en su propia casa. Pero, en una
habitación interior, estaba Ish-ha en la cama con su mujer y, al oír cómo forzaban la
puerta, ella lo despertó: –¡Levántate! Hay un ladrón en casa. Pero Ish-ha solo gruñó,
y le dijo que no lo molestara. Al poco, ella oyó cómo el ladrón volcaba una pila de
platos en la cocina, armando mucho jaleo, así que despertó a Ish-ha otra vez: –
¡Levántate! Hay un ladrón y se está llevando todo lo que tenemos. –¡No me
molestes, mujer! –dijo Ish-ha muy alto, para que el ladrón le oyese–. ¡Qué más da
que haya un ladrón! He metido todo mi dinero en una bolsa de cuero que he
escondido en el fondo del pozo de la cocina. Nunca se le ocurrirá buscar allí. El
ladrón, al escuchar eso, se quitó toda la ropa y bajó al pozo. Entonces, Ish-ha salió

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sin hacer ruido, cogió la ropa del ladrón y se volvió a la cama. No había ninguna
bolsa de cuero en el fondo del pozo, y el agua estaba fría. Y cuando el ladrón salió
de allí, su ropa había desaparecido. Sabía de sobra que Ish-ha se la había llevado,
conque esperó tiritando a que Ish-ha se volviese a dormir, para poder deslizarse en
la habitación de dentro y recuperarla. Pero Ish-ha estaba ahora muy despejado y,
cada vez que el ladrón ponía la mano sobre el pomo de la puerta, empezaba a toser,
que era tanto como decirle: «Estoy despierto. Te oigo». Así continuó la cosa hasta
el amanecer, y el ladrón perdió la esperanza de recuperar su ropa. Si no quería que
se lo encontrasen de día paseando desnudo por las calles de Fez, tenía que irse
inmediatamente; y eso fue lo que decidió hacer. Pero, mientras estaba saliendo,
Ish-ha lo oyó y le llamó en voz alta: –Por favor, cierre la puerta al salir. –Si consigues
un traje nuevo por cada uno que intenta robar tu casa –le contestó el ladrón–, creo
que sería mejor que la dejaras abierta.
LA AVENTURA DE LA CUEVA DE LAS SERPIENTES

En mi segundo viaje a África Occidental conocí a bordo del barco a un hombre que
se dirigía hacia aquellas tierras para trabajar en una plantación de plátanos. Me
confesó que solo tenía miedo a las serpientes. Yo le dije que generalmente las
serpientes estaban muy preocupadas por quitarse de en medio, y que era
improbable que viera muchas. Esta información pareció animarle, y prometió que
me avisaría si conseguía ver algún ejemplar mientras yo estuviera por el norte del
país. Le di las gracias y olvidé todo al respecto. La noche anterior a mi regreso, mi
joven amigo se presentó en su coche, muy excitado. Me contó que había
descubierto un foso lleno de serpientes en la plantación de plátanos donde
trabajaba, y me dijo que todas eran mías, ¡con tal de que fuera y las sacara! Yo
acepté, sin preguntarle cómo era aquel foso, y partimos en su coche hacia la
plantación. Para mi consternación, descubrí que el foso parecía una sepultura
grande, de cuatro metros de largo, uno de ancho y unos tres de hondo,
aproximadamente. Mi amigo había decidido que la única forma en que podía bajar
era descolgándome con una cuerda. Le expliqué apresuradamente que para cazar
serpientes en un foso como aquel necesitaba una linterna. Mi amigo entonces ató
una gran lámpara de parafina al extremo de una larga cuerda. Cuando llegamos al
borde del foso y descolgamos la lámpara, vi que el interior estaba lleno de pequeñas
víboras del Gabón, una de las serpientes más mortíferas de África Occidental, y
todas ellas parecían muy irritadas y trastornadas, y alzaban sus cabezas en forma
de pala y nos silbaban. Como no había pensado que tendría que meterme en el foso

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con las serpientes, llevaba puestas unas ropas inadecuadas. Unos pantalones finos
y un par de zapatillas de goma no ofrecen protección contra los colmillos de dos
centímetros y medio de longitud de una víbora del Gabón. Expliqué esto a mi amigo
y él me cedió con toda amabilidad sus pantalones y sus zapatos, que eran bastante
gruesos y fuertes. Así pues, en vista de que no podía encontrar más excusas, me
até la cuerda a la cintura y empecé a descender al foso. Poco antes de llegar al
fondo, la lámpara se apagó y uno de los zapatos que me había prestado mi amigo,
y que me estaban demasiado grandes, se me cayó. Así que allí estaba yo, en el
fondo de un foso de tres metros de profundidad, sin luz y con un pie descalzo,
rodeado de siete u ocho mortíferas y extremadamente irritadas víboras del Gabón.
Nunca había estado más asustado. Tuve que esperar en la oscuridad, sin atreverme
a moverme, mientras mi amigo sacaba la lámpara, la llenaba, la volvía a encender
y la bajaba de nuevo al foso. Solo entonces pude recuperar mi zapato. Con luz
abundante y ambos zapatos puestos me sentí mucho más valiente, y emprendí la
tarea de atrapar las víboras. En realidad era bastante sencillo. Con un bastón
ahorquillado en la mano me aproximaba a cada reptil, lo sujetaba con la horquilla y
luego lo cogía por el dorso del cuello y lo metía en mi saco de serpientes. Había que
tener cuidado de que, mientras estaba cogiendo una serpiente, alguna otra no se
acercara serpenteando por detrás. Sin embargo, todo transcurrió sin incidentes, y
media hora después había cogido ocho de las pequeñas víboras del Gabón. Pensé
que ya era suficiente como para seguir adelante, así que mi amigo me sacó del foso.
Después de aquella noche llegué a la conclusión de que capturar animales solo es
peligroso si corres riesgos tontos.
UN ÍDOLO DE ORO

Tres meses después de salir de Egipto, los israelitas llegaron al monte Sinaí
conducidos por Moisés. Desde la cima del monte, Dios llamó a Moisés y le dijo: –

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Yo soy Yahvé, tu Dios, que te sacó de Egipto y te liberó de la esclavitud. No tendrás
más dioses que yo. No harás ídolos ni te postrarás ante ellos. Baja y di esto a tu
pueblo. Regresa después a este monte y te daré dos losas de piedra con los
preceptos que tu pueblo habrá de cumplir. Moisés volvió al poblado de los israelitas,
convocó a su pueblo y le expuso lo que había ordenado el Señor. Todo el pueblo
respondió a una: –Haremos todo cuanto ha dicho Yahvé. Moisés ordenó a los
jóvenes que hicieran penitencia y regresó a la cumbre del monte Sinaí, donde
permaneció durante cuarenta días. Impacientados por la tardanza de Moisés, los
israelitas acudieron ante Aarón: –Moisés ha desaparecido –le dijeron–, y Yahvé no
da muestras de existencia. Queremos un nuevo dios que reemplace al antiguo. Un
dios en torno al cual podamos beber y danzar. Aarón meditó cómo podía crear el
dios que todos le solicitaban y respondió: –Id por el poblado, recoged todas las joyas
que encontréis y traédmelas. Los israelitas reunieron entonces una montaña de
objetos de oro. Aarón mandó fundirlos y hacer con ellos una escultura en forma de
becerro. La puso sobre un altar y proclamó: –Este es el Dios de Israel. ¡A él
adoraremos! Al día siguiente, organizó una gran fiesta en torno al ídolo de oro y los
israelitas acudieron a ofrecerle sacrificios, mientras bebían y bailaban. Al ver esto,
Yahvé dijo a Moisés: –¡Tu pueblo se ha pervertido! Ha olvidado la promesa que hizo
a su Dios. Durante tu ausencia, ha construido un becerro de oro, se postra ante él,
le ofrece sacrificios y proclama: «Este es nuestro Dios, el que nos sacó de Egipto».
¡Mi ira se desencadenará sobre todos ellos hasta aniquilarlos! Al escuchar estas
palabras, Moisés regresó velozmente al campamento, indignado arrojó al suelo las
losas donde Dios había grabado sus preceptos y ordenó que cesasen
inmediatamente los festejos. Luego tomó el becerro, lo quemó y lo redujo a polvo.
A continuación, disolvió aquel polvo en agua y ordenó que todos los israelitas
bebieran la mezcla en señal de penitencia. Al día siguiente, Moisés reunió de nuevo
a los israelitas y les dijo: –Habéis pecado gravemente al romper vuestra promesa
de obedecer a Dios. Subiré de nuevo al monte Sinaí para interceder por vosotros.
Moisés regresó entonces hasta donde estaba Yahvé y le dijo: –El pueblo de Israel
ha destruido el ídolo que reverenciaba y ha cumplido severas penitencias. Te ruego
que seas misericordioso y no lo destruyas. Yahvé, que había estado a punto de
exterminar a los israelitas, contestó finalmente: –No destruiré a tu pueblo de Israel.
Pero quien haya pecado contra mí rendirá cuentas de su pecado. Continúa tu
marcha por el desierto hacia la tierra que prometí a vuestros antepasados. Yo
mandaré por delante un ángel que os guiará y abrirá vuestro camino.

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EL CAMINO DE SANTIAGO

Esta noche ha pasado Santiago su camino de luz en el cielo. Lo comentan los niños
jugando con el agua de un cauce sereno. ¿Dónde va el peregrino celeste por el
claro infinito sendero? Va a la aurora que brilla en el fondo en caballo blanco como
el hielo. ¡Niños chicos, cantad en el prado, horadando con risas al viento! Dice un
hombre que ha visto a Santiago en tropel con doscientos guerreros; iban todos
cubiertos de luces, con guirnaldas de verdes luceros, y el caballo que monta
Santiago era un astro de brillos intensos. Dice el hombre que cuenta la historia que
en la noche dormida se oyeron tremolar plateado de alas que en sus ondas llevose
el silencio. ¿Qué sería que el río parose? Eran ángeles los caballeros. ¡Niños chicos,
cantad en el prado, horadando con risas al viento! Es la noche de luna menguante.
¡Escuchad! ¿Qué se siente en el cielo, que los grillos refuerzan sus cuerdas y dan
voces los perros vegueros? –Madre abuela, ¿cuál es el camino, madre abuela, que
yo no lo veo? –Mira bien y verás una cinta de polvillo harinoso y espeso, un borrón
que parece de plata o de nácar. ¿Lo ves? o de nácar. ¿Lo ves?–Ya lo veo. –Madre
abuela, ¿dónde está Santiago? –Por allí marcha con su cortejo, la cabeza llena de
plumajes y de perlas muy finas el cuerpo, con la luna rendida a sus plantas, con el
sol escondido en el pecho. Esta noche en la vega se escuchan los relatos brumosos
del cuento. ¡Niños chicos, cantad en el prado, horadando con risas al viento!

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EL CANTO DEL GRILLO

Érase una vez un indio que abandonó la reserva y fue a visitar a un hombre blanco
al que le unía una vieja amistad. Una ciudad grande, con todo ese ruido, esos
coches y tantas personas que tienen toda tanta prisa, era algo nuevo y
desconcertante para el indio. El piel roja y el rostro pálido paseaban por la calle
cuando, de repente, el indio le dio un ligero toque a su amigo en el hombro y le dijo:
–¡Párate un momento! ¿Oyes lo que yo estoy oyendo? El hombre blanco contestó:
–Lo único que oigo es el claxon de los coches y el traqueteo de los autobuses. Y
también las voces y el ruido de los pasos de los hombres. ¿Qué es lo que te ha
llamado la atención? –Ninguna de esas cosas. Oigo que en los alrededores hay un
grillo cantando. El hombre blanco aguzó el oído. Después sacudió la cabeza. –Te
estás equivocando, amigo –dijo–. Aquí no hay grillos. Además, aunque hubiese un
grillo por aquí, en alguna parte, sería imposible oír su canto con todo este ruido de
fondo. El indio dio unos cuantos pasos. Se quedó parado ante la pared de una casa.
Por esa pared crecía una vid silvestre. Corrió unas hojas hacia un lado, y ¡vaya
asombro para el hombre blanco! Allí había, en efecto, un grillo, que cantaba con
todas sus fuerzas. Y, cuando el hombre blanco vio el grillo, también pudo percibir el
sonido que emitía. Siguieron andando, y después de un rato dijo el hombre blanco:
–Está claro que eras tú quien podía oír el grillo. Tu oído está mucho mejor entrenado
que el mío. Además, los indios tienen el oído más desarrollado que los blancos. El
indio sonrió, negó con la cabeza y respondió: –Te equivocas, amigo. El oído de un
indio no es mejor ni peor que el de un blanco. Atiende, que te lo voy a demostrar.
Metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda de 50 céntimos y la dejó caer sobre
la acera. La moneda tintineó al chocar con el asfalto, y las personas que se
encontraban a varios metros de los dos amigos se apercibieron del sonido y miraron
hacia todos los lados. Finalmente, uno la encontró, la recogió y se la guardó.
Después siguió andando. – ¿Ves? –Dijo el indio–. El tintineo de la moneda no era
un sonido más fuerte que el canto del grillo, y a pesar de ello lo han oído muchas
mujeres y hombres blancos y se han dado la vuelta al instante, mientras que el canto
del grillo nadie lo oyó más que yo. No es cierto que el oído de los indios sea mejor
que el de los blancos. Es simplemente que cada uno oye bien solo aquello a lo que
está acostumbrado a atender.

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UN HOMBRE MUY RICO

El señor Puk era muy rico. Supe riquísimo. Tenía depósitos llenos de monedas.
Monedas de oro, de plata, de níquel. Monedas de quinientas, de cien, de cincuenta.
Quintales y toneladas de monedas y billetes de todas clases y de todos los países.
El señor Puk decidió hacerse una casa. –La haré en el desierto, lejos de todo y de
todos. La construiré con mi dinero. Usaré mis monedas en vez de piedras, ladrillos,
madera y mármol. Llamó a un arquitecto para que le diseñara la casa. –Quiero
trescientas sesenta y cinco habitaciones –dijo el señor Punk–, una para cada día
del año. La casa debe tener doce pisos, uno por cada mes del año. Y quiero
cincuenta y dos escaleras, una por cada semana del año. Hay que hacerlo todo con
las monedas, ¿comprendido? –Harán falta algunos clavos… –Nada de eso. Si
necesita clavos, coja mis monedas de oro, fúndalas y haga clavos de oro. –Harán
falta tejas para el techo… –Nada de tejas. Utilizará mis monedas de plata; obtendrá
una cobertura muy sólida. El arquitecto hizo el diseño y se inició la construcción.
Todas las noches, el señor Punk registraba a los alba- miles para asegurarse de
que no se llevaban algún dinero en el bolsillo o dentro de un zapato. También les
hacía sacar la lengua por si escondían alguna moneda en la boca. Cuando se
terminó la construcción, el señor Punk se quedó solo en su inmensa casa en medio
del desierto, en su gran palacio hecho de dinero. Había dinero bajo sus pies, dinero
sobre su cabeza, dinero a diestra y siniestra, delante y detrás, y adonde fuera, a
cualquier parte que mirara, no veía más que dinero. Hasta los marcos y los cuadros
estaban hechos con monedas. Cuando el señor Punk subía las escaleras, reconocía
las monedas que pisaba sin mirarlas, por el roce que producían sobre la suela de
los zapatos. Y mientras subía con los ojos cerrados, murmuraba: «De Rumanía, de
la India, de Indonesia, de Islandia, de Ghana, de Japón, de Sudáfrica…». Para
dormirse, el señor Punk hojeaba libros con billetes de banco de los cinco
continentes, cuidadosamente encuadernados. El señor Punk no se cansaba de
hojear esos volúmenes, pues era una persona muy instruida. Una noche,
precisamente cuando hojeaba un volumen del Banco del Estado australiano, el
señor Punk encontró un billete falso. – ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? ¿Habrá
más? El señor Punk se puso a hojear rabiosamente todos los volúmenes de su
biblioteca y encontró una docena de billetes falsos. – ¿No habrá también monedas

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falsas rodando por la casa? Tengo que mirar. Y así empezó a deshacer toda la casa,
en busca de monedas falsas. Empezó por el tejado y luego siguió hacia abajo, un
piso tras otro. Cuando encontraba una moneda falsa, gritaba: –La reconozco, me la
dio aquel bribón. Poco a poco, el señor Punk desmontó toda su casa. Luego se
sentó en medio del desierto, sobre un montón de ruinas. Ya no tenía ganas de
reconstruir la casa. Pero como tampoco le apetecía abandonar su dinero, se quedó
allí arriba, furioso. Y de estar siempre encima de su montón de monedas se fue
haciendo cada vez más pequeño, hasta que se convirtió en una moneda, en una
moneda falsa. Y aún hoy, cuando la gente acude a apoderarse de las monedas, a
él lo tiran en medio del desierto
LA NAVAJA DEL VISIR

Había una vez un pobre hombre que, debido a la perfección de su trabajo, llegó a
ser barbero del sultán de Fez, quien le tenía cariño y confiaba en él. Pero el sultán
tenía un visir que estaba celoso del barbero. «Aun tratándose de un barbero», se
decía a sí mismo el visir, «el sultán le demuestra más aprecio que a mí. ¿Qué impide
que un buen día me mande a paseo y ponga al barbero en mi lugar?» Semejante
cosa no le hacía ninguna gracia al visir, quien aspiraba a ser nombrado sultán a la
muerte de su señor. Así pues, un día, cuando el barbero abandonaba el palacio lo
llamó: –Nunca he tenido ocasión de ver la navaja y las tijeras que utilizas. Supongo
que no usarás las mismas con Su Majestad que con el resto de la gente. –No, claro
que no –contestó el barbero–. Me reservo una navaja y unas tijeras especiales para
el sultán: las mejores que tengo. –Y abrió su estuche para enseñárselas al visir. El
visir miró la navaja con rostro ceñudo. – ¿No te da vergüenza utilizar una navaja tan
corriente para la cabeza de Su Majestad? – ¡Ay de mí! –Sollozó el barbero–. Soy un
hombre pobre. Pero es una buena navaja, la mejor que tengo… El visir le puso las
manos sobre los hombros en actitud amistosa: –Amigo mío, toma esta hermosa
navaja con mango de oro y piedras incrustadas: es más digna de afeitar la cabeza
de Su Majestad. El barbero desbordaba gratitud. Al día siguiente, el sultán se fijó en
la magnífica navaja nueva. En cambio, al barbero le llamaron la atención las
palabras bordadas en la toalla que el sultán tenía sobre los hombros: «Nunca actúes
con precipitación, piensa primero». Y empezó a rumiarlas mientras sus dedos

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friccionaban la cabeza de Su Majestad. Luego, dejó adrede la navaja nueva y cogió
la vieja para afeitar a su señor. – ¿Por qué no usas esa hermosa navaja nueva? –
le preguntó el sultán. –Esperad un momento –respondió el barbero. Y concluyó en
silencio el afeitado del sultán–. Es verdad que traje esa navaja nueva para afeitar
vuestro cráneo, pero entonces leí las palabras bordadas en la toalla y pensé: «
¿Para qué voy a cambiar de navaja, si sé que la antigua va bien y, en cambio, no
sé cómo va la nueva?». – ¿Cómo llegó a tus manos? –preguntó el sultán. Y el
barbero le contó toda la historia. El sultán, mesándose su recién rizada barba,
mandó llamar al visir. –Me parece… –dijo el sultán mirando atentamente el rostro
del visir–, me parece, amigo mío, que te hace falta un afeitado. –Digáis lo que digáis,
siempre tenéis razón, señor –le contestó el visir–. Pero me han afeitado esta misma
mañana. –No importa –insistió el sultán–. Sigo pensando que necesitáis un afeitado.
Mi amigo te lo hará. El visir se sentó y el barbero le enjabonó la cabeza. Luego cogió
su vieja navaja para afeitarlo. – ¡No! –Exclamó el sultán–. Esa vieja navaja no es
digna de afeitar la cabeza de un súbdito tan leal. Coge la navaja nueva. El barbero
obedeció; pero, al afeitar al visir, le hizo un pequeño rasguño en el cuero cabelludo.
Al instante, el visir fue víctima de temblores y paroxismos y, al poco, expiró. El filo
de la navaja estaba envenenado. Poco después, el sultán nombró visir al barbero
EL DESTINO DE LA CARCOMA

En un madero del entramado de un tejado vivían una vez cinco carcomas. Su vida
consistía en carcomer, carcomer y carcomer. Cuando no carcomían, dormían, y eso
era todo. Puede uno imaginarse que la vida de estas carcomas no era demasiado
emocionante. Desde el punto de vista culinario tampoco había mucha novedad: en
definitiva, el madero que carcomían era siempre el mismo. Bueno, de vez en
cuando, alguna de las carcomas tropezaba con una vena de resina, y durante un

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rato variaba el menú. Pero eso sucedía pocas veces. Un día, las cinco carcomas
conversaron durante un descanso sobre qué aspecto tendría el mundo fuera del
madero. – ¡Yo conozco el camino que conduce fuera de este madero! –Dijo la mayor
de las carcomas–. Una hormiga que me encontré una vez me lo describió con
exactitud. – ¡Bah! –Replicó otra carcoma–. En mi opinión, solo existe este mundo.
Todo eso no son más que fantasías. El mundo está hecho solo de madera: esa es
la realidad de la vida, querida, ¡te guste o no! –Bueno –murmuró la tercera carcoma–
, es posible que haya algo más que la madera. Pero ¡no penséis más en ello! Puede
resultar muy peligroso. ¿Quién sabe qué hay fuera de la madera? Eso no puede
saberlo ningún gusano. – ¡Tonterías! –Musitó la cuarta carcoma–. A mí eso no me
interesa. Mientras pueda saciarme todos los días, todo va de maravilla. ¿0 no? La
quinta carcoma había escuchado con gran interés. Ella había pensado a menudo
en qué habría fuera del madero. – ¿Quién sabe? –aventuró–. Tal vez haya otras
clases de madera. ¿Por qué no? Quizá comamos la madera de peor calidad y no lo
sabemos. Posiblemente haya muy cerca de aquí madera dulce o qué sé yo. – ¡Qué
loca! –dijeron las otras carcomas riéndose. Y la carcoma más vieja añadió irónica:
– ¡Si tan curiosa eres, sal a mirar el otro mundo! El camino de salida es sencillísimo:
solo tienes que carcomer siempre en dirección sur. Eso me dijo la hormiga. ¡Vamos,
nadie te retiene! – ¡No tenéis por qué reíros! –Exclamó la quinta carcoma–. ¡Me voy
a arriesgar! ¡Por mi parte, vosotras podéis enmoheceros aquí! Y desde ese
momento solo carcomió en dirección sur. Ponía mucho empeño en el trabajo, y en
su fantasía se imaginaba un nuevo mundo maravilloso. Estaba convencida de que
al final del camino había un auténtico paraíso para carcomas. Pero la carcoma más
vieja la había enviado por pura maldad en la dirección falsa. La hormiga, en efecto,
había dicho «oeste» en lugar de «sur»; de modo que ella carcomía en dirección
equivocada, siempre a lo largo del madero. Después de seis años de trabajo
ininterrumpido, la carcoma sintió que estaba muy débil y que pronto moriría. « ¡Qué
lástima! Creo que voy a morir sin haberlo conseguido», pensó. « ¡Pero al menos lo
he intentado!» Y al pensar esto, parecía muy satisfecha.
EL REIDOR

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Cuando me preguntan la profesión, me entra timidez: me ruborizo, tartamudeo, yo,
de quien todo el mundo suele decir que soy un hombre seguro de mí mismo. Envidio
a la gente que puede decir: «Soy albañil». A los peluqueros, contables y escritores
les envidio la sencillez de sus declaraciones, porque todos esos oficios se explican
por sí mismos y no exigen largas aclaraciones. En cambio, yo estoy obligado a
contestar a esas preguntas diciendo: «Soy reidor». Semejante declaración exige
otras, ya que a la segunda pregunta de «Y ¿vive de eso?», tengo que contestar
«Sí», ateniéndome a la verdad. Vivo, efectivamente, de mi risa, y vivo bien, porque
mi risa es –en términos comerciales– muy rentable. Para evitar explicaciones
bochornosas, me califiqué durante mucho tiempo de actor; pero me gusta la verdad,
y la verdad es que soy un reidor. No soy payaso ni actor cómico, no trato de alegrar
a la gente, sino que exhibo alegría: me río como un emperador romano o como un
sensible estudiante de bachillerato; la risa del siglo XVII me es tan familiar como la
del siglo XIX y, si no hay más remedio, paso revista con mi risa a todos los siglos, a
todas las clases sociales y a todas las edades. Ni que decir tiene que este oficio es
cansado, sobre todo porque domino la risa contagiosa; así que me he hecho
imprescindible para los cómicos de tercero y cuarto orden que, con razón, temen
por sus momentos culminantes y me tienen a mí, casi cada noche, en los locales de
varietés, como una especie sutil de claque, para reír de manera contagiosa cuando
el programa decae. El trabajo tiene que estar cronometrado: mi risa, bonachona o
alocada, no puede estallar demasiado pronto ni tampoco demasiado tarde, sino en
el momento oportuno. Entonces me echo a reír a carcajadas, según estaba previsto,
y todo el público alborota conmigo, con lo que queda salvado el bache. Todo el
mundo comprenderá que, después del trabajo o durante las vacaciones, tengo poca
tendencia a reírme. El que ordeña vacas se siente feliz cuando las pierde de vista,
y el albañil desea olvidar el mortero; los carpinteros suelen tener en su casa puertas
que no funcionan o cajones que solo se abren con gran dificultad; los toreros

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acostumbran a tener afición a las palomas y palidecen cuando a sus hijos les
sangran las narices. Lo comprendo perfectamente, porque en los días de asueto yo
no me río nunca. Soy un hombre mortalmente serio y la gente me considera –quizás
con razón– un pesimista. Al principio de casados, mi mujer me decía a veces: «
¡Ríete un poco!»; pero con los años se ha ido dando cuenta de que no la puedo
complacer en ese deseo. Me siento feliz cuando puedo distender los cansados
músculos de mi rostro, o reposar con profunda seriedad mi agitado ánimo. Incluso
me pone nervioso que se rían los demás, porque me recuerda excesivamente mi
oficio. Llevamos, pues, una vida silenciosa y pacífica, porque mi mujer ha olvidado
también la risa; de vez en cuando, descubro en ella una leve sonrisa y entonces
sonrío yo también. Los que no me conocen me creen reservado. Tal vez lo sea,
porque con demasiada frecuencia tengo que abrir la boca para reír.
UNA NUEVA REALIDAD

Mi hermana y yo teníamos una cocina de juguete bastante grande, uno de los
últimos regalos de antes de la guerra. Se enchufaba y se hacían comidas en un
hornillo de verdad. Nos la envidiaban todas las niñas. Aunque a las casitas como se
jugaba mejor era en verano, al aire libre, con niños del campo que no tenían juguetes
y se las tenían que ingeniar para construírselos con frutos, piedras y palitos, y que,
precisamente por eso, nunca se aburrían. Yo lo sentía así; pero, cuando llegaba el
invierno, me olvidaba y sucumbía a las exigencias de una industria que fomentaba
el descontento y el afán de consumo. Total, que se nos fueron rompiendo los
cacharros de la cocinita eléctrica y estábamos tristes porque nadie nos los reponía.
Una tarde, al volver del Instituto, vi en el escaparate de una cacharrería una vajilla
de porcelana que me pareció maravillosa, de juguete, claro, pero igual que las de
verdad, con salsera, platos de postre y sopera panzuda. Todas las piezas tenían un
dibujo de niños montando en bicicleta. Me entró un capricho horrible. Mi padre dijo
que era muy cara, que ya veríamos en Reyes; pero estábamos en marzo y tenía
miedo de que se la vendieran a otro niño. Me daba mucho consuelo cada vez que
volvía a pasar por el escaparate y seguía allí con el precio encima; costaba siete
cincuenta… Una tarde, al salir de clase, le hablé de la vajilla a una amiga y le pedí
que viniera conmigo a verla. Ella iba callada, mirando de frente, con las manos en
los bolsillos y yo me sentía un poco a disgusto porque no hallaba eco ninguno al
entusiasmo con que se la describía. «Estará esperando a verla», pensé. Pero
cuando llegamos delante del escaparate y se la seo- jalé con el dedo, siguió igual:

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ni decía nada ni yo me atrevía a preguntarle; me había entrado vergüenza. Tras un
rato de estar allí parada, dijo: –Bueno, vamos, ¿no?, que hace mucho frío. –Y
echamos a andar hacia la Plaza Mayor. Fue cuando me empezó a hablar de
Robinson Crusoe. Me dijo que a ella los juguetes comprados la aburrían, que
prefería jugar de otra manera. – ¿De qué manera? –Inventando. Cuando todo se
pone en contra de uno, lo mejor es inventar, como hizo Robinson. Yo no había leído
todavía el libro. Me había parecido un poco aburrido las veces que lo empecé; a lo
de la isla no había llegado. Ella, en cambio, se lo sabía de memoria. Nos pusimos
a dar vueltas a la Plaza Mayor. Me contó con muchos detalles cómo se las había
arreglado Robinson para sacar partido de su mala suerte, todo lo que había
inventado para resistir. –Sí, es muy bonito –dije yo–, pero nosotras no tenemos una
isla donde inventar cosas. –Pero podemos inventar la isla entre las dos. Me pareció
una idea luminosa, y así fundamos Berga. Esa misma noche, cuando nos
separamos, ya le habíamos puesto el nombre, aunque quedaban muchos detalles.
Pero se había hecho tardísimo. Ella nunca tenía prisa porque no la podía reñir nadie;
yo, en cambio, tenía miedo de que me riñeran. –Si te riñen, te vas a Berga –dijo
ella–; ya existe. Es para eso, para refugiarse. –Y luego dijo también que existiría
siempre, hasta después de que nos murió- ramos, y que nadie nos podría quitar
nunca aquel refugio porque era secreto. Fue la primera vez en mi vida que una riña
de mis padres no me afectó. Estábamos cenando y yo seguía imperturbable, los
miraba como desde otro sitio… Al día siguiente, inauguramos las anotaciones de
Berga en nuestros diarios, con dibujos y planos; esos cuadernos los teníamos muy
escondidos, solo nos los enseñábamos una a otra. Y la isla de Berga se fue
perfilando como una tierra marginal: existía mucho más que las cosas que veíamos
de verdad, tenía la fuerza y la consistencia de los sueños. Ya no volví a disgustarme
por los juguetes que se me rompían, y siempre que me negaban algún permiso o
me reprendían por algo, me iba a Berga. Todo podía convertirse en otra cosa;
dependía de la imaginación. Mi amiga me lo había enseñado, me había descubierto
el placer de la evasión solitaria, esa capacidad de invención que nos hace sentirnos
a salvo de la muerte.
POR LOS CAMINOS DEL ARTE

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Long no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se
apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Había crecido en una casa donde
la riqueza proporcionaba seguridad. Aquella existencia, cuidadosamente
resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y
del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una
esposa, y la eligió muy bella. Después de la boda, los padres de Long llevaron su
discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en compañía de su
joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada
primavera. Una noche, en una fiesta, Long tuvo por compañero de mesa a un
anciano pintor llamado Wang-Fe. Aquella noche, Wang hablaba como si el silencio
fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadurnarla. Gracias a
él, Long conoció la belleza que reflejaban las caras de los invitados, difuminadas
por el humo de las bebidas calientes, el exquisito color de rosa de las manchas de
vino esparcidas por los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento
abrió la ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fo se agachó para
que Ling admirase la lívida veta del rayo, y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a
las tormentas. Como Wang-Fo no tenía ni dinero ni morada, Ling le ofreció
humildemente un refugio. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los
muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una
naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fo advirtió la forma delicada de
un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una
mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar
vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling
sentía por aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-
Fo acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó
respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

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Hacía años que Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño
tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para
servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más tarde,
Wang-Fo habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un cedro.
Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero
Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Wang-Fo pintó a la joven
vestida de hada entre las nubes de Poniente. Y ella lloró, pues aquello era un
presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fo a
ella misma, su rostro se marchitaba como la flor que lucha con el viento o con las
lluvias de verano. Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces
de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían de
Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon; y Ling abandonó todo,
cerrando tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansado de una ciudad
en donde las caras ya no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad.
Y ambos, maestro y discípulo, vagaron juntos por los caminos del reino de Han.
ASNOS ESTÚPIDOS

El anciano Naron, de la longeva raza rigeliana1, era el cuarto de su estirpe que
llevaba los registros galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista
de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la
inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a
la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el
primer libro habían tachado algunos nombres anotados anteriormente: los de las
razas que, por el motivo que fuera, habían fracasado. La mala fortuna, las
deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su
tributo. Sin embargo, en el libro pequeño no había habido que tachar jamás ninguno
de los nombres anotados. En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e
increíblemente anciano, levantaba la vista, notando que se acercaba un mensajero.
–Naron –saludó el mensajero–. ¡Gran señor! –Bueno, bueno, menos ceremonias.
¿Qué hay? –Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez. –Estupendo.

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Estupendo. Actualmente ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un
grupo nuevo. ¿Quiénes son esos? El mensajero dio el número clave de la galaxia y
las coordenadas del mundo en cuestión. –Ah, sí –dijo Naron–. Lo conozco. Y con
buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del
planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era
conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
Escribió, pues: la Tierra. –Estas criaturas nuevas –dijo luego– han establecido un
récord. Ningún otro grupo ha pasado de la inteligencia a la madurez tan
rápidamente. No será una equivocación, espero. –De ningún modo, señor –
respondió el mensajero. –Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear,
¿no es cierto? –Sí, señor. –Bien, ese es el requisito –Naron soltó una risita–. Sus
naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación. –
En realidad, señor –dijo el mensajero con alguna reserva–, los observadores nos
comunican que todavía no han penetrado en el espacio. Naron se quedó atónito. –
¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial? –Todavía no, señor.
–Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las
explosiones? –En su propio planeta, señor. Naron se irguió en sus seis metros de
estatura y tronó: –¿En su propio planeta? –Sí, señor. Con gesto pausado, Naron
sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro peque- ño. Era un
hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable
como nadie en la galaxia. –¡Asnos estúpidos! –murmuró.
TE APUESTO LA CABEZA

(Un despacho con puertas laterales.) FEDERICO. (Entrando por la derecha.)
¿Molesto? CARLOS. (Mientras escribe.) ¡Adelante! ¡Adelante! FEDERICO. ¿Qué
escribes? CARLOS. La factura semanal para Edmundo, por el alquiler de una
cabeza. FEDERICO. ¿Qué dices? ¿Por el alquiler de qué? CARLOS. ¡Ah!, ¿pero
no sabes que ahora alquilo cabezas? FEDERICO. ¡Vamos, déjate de bromas!
CARLOS. Escucha: como Edmundo tiene la manía de hacer apuestas, me propuse
curarlo de una vez por todas cobrándole una especie de alquiler por el uso de su
propia cabeza. FEDERICO. Perdóname, pero no te entiendo… CARLOS. Hace un
mes, Edmundo y yo tuvimos una acalorada discusión, y él, sin saber ya qué decirme,
salió con su consabido «¡Te apuesto la cabeza!». Yo hubiera podido responderle,

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como otras veces, «¡claro, tú apuestas la cabeza porque… para lo que te sirve!».
Pero decidí curarlo, y le acepté su disparatada apuesta. ¡Y se la gané! Desde hace
un mes, soy el legítimo propietario de la cabeza de Edmundo. FEDERICO. ¡Eso sí
que no me lo hubiera imaginado nunca! CARLOS. Edmundo, como hombre honrado
que es, quiso entregármela inmediatamente, pero ¿para qué iba a aceptársela? ¡No
la iba a guisar! ¡Ni a exponerla en una vitrina! Entonces, resolví permitirle que
siguiera utilizándola, mediante el pago, eso sí, de una cuota semanal que él me
satisface puntualmente. FEDERICO. ¿Y cuánto le cobras? CARLOS. (Entregándole
la factura.) Lee. FEDERICO. (Leyendo.) «Don Edmundo Valenzuela debe al señor
Carlos Márquez, por una semana de servicios de un par de ojos, diez pesos; de una
boca, veinticinco pesos; de dos oídos, quince pesos; de una cabellera, cinco pesos;
y de un cerebro, cero pesos.» ¿Cómo? ¿Nada por el cerebro? CARLOS. Y le sale
caro… FEDERICO. (Leyendo.) «Total: cincuenta y cinco pesos.» Jamás he visto
nada tan extraordinario. ¿Y crees que seguirá abonándote el alquiler toda su vida?
CARLOS. Que te lo diga él; aquí llega. ¡Hola, Edmundo! EDMUNDO. (Entrando por
la derecha.) Buenos días. FEDERICO. Buenos días, querido Edmundo. CARLOS.
¿Traes el dinero? EDMUNDO. Discúlpame, pero esta semana… CARLOS. ¿Qué
ocurre esta semana? EDMUNDO. Esta semana yo también tengo que presentarte
una factura. CARLOS. ¡Ah, sí!, y ¿de qué? EDMUNDO. (Entregándosela.) Entérate.
CARLOS. (Leyendo.) «Don Carlos Márquez debe al señor Edmundo Valenzuela,
por un sombrero para la cabeza que le alquila, treinta pesos; por servicios de
peluquería durante cuatro semanas, veinte pesos; por una consulta al oculista,
veinte pesos; por un diente de oro, cincuenta pesos. Total: ciento veinte pesos.»
FEDERICO. ¡Jua! ¡Jua! ¡Jua! ¡Se acabó el negocio! CARLOS. Sí, sí; confieso que
negocios de esta clase no me convienen. ¡Liquido y cierro! EDMUNDO. Pero, antes,
págame lo que me debes. CARLOS. Toma los ciento veinte pesos. Y toma también
estos cien. Así te devuelvo todo lo que me pagaste por el alquiler de tu cabeza.
EDMUNDO. ¡Ah, gracias, gracias! ¿Cómo podré demostrarte mi agradecimiento?
CARLOS. No haciendo más apuestas. EDMUNDO. Te lo prometo. FEDERICO.
Discúlpame, pero no te creo capaz de cumplir esa promesa. EDMUNDO. ¿Por qué
no he de ser capaz? CARLOS y FEDERICO. Porque no tienes voluntad.
EDMUNDO. ¡Cómo que no! CARLOS y FEDERICO. ¿Qué apuestas? EDMUNDO.
¡Apuesto la cabeza!
TRES AMIGOS

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En un bolsillo llevé a casa un mochuelito y, con cierta zozobra, lo presenté a la
familia. En contra de lo esperado, halló una aprobación sin reservas y nadie se
opuso a que se quedara. Fijó su residencia en un cestillo colocado en mi estudio y,
tras mucha discusión, le impusimos el nombre de Ulises. Desde el primer momento
dio muestras de ser un ave de mucho carácter, que no admitía bromas. Aunque
cabía cómodamente en una taza, no se dejaba amilanar y parecía dispuesto a
atacar a cualquiera, sin distinción de tamaño. Ya que teníamos que compartir la
misma habitación, pensé que estaría bien que él y Roger hicieran buenas migas.
Para ello, y tan pronto como Ulises estuvo instalado, llevé a cabo la presentación:
puse al ave en el suelo y mandé al perro que se acercara y fuera amigo suyo. Roger
tomaba con filosofía la obligación de confraternizar con mis diversos protegidos, así
que imitando los andares de un mochuelo, echó a andar. Meneando el rabo en señal
de buena voluntad, se aproximó a Ulises, que le aguardaba encogido con cara de
pocos amigos y mirada furibunda. El avance de Roger se hizo más cauteloso. Ulises
siguió mirándolo como si quisiera hipnotizarlo. Roger se detuvo, dejó caer las orejas,
trocó su meneo de rabo por una débil oscilación y se volvió hacia mí pidiendo
consejo. Yo le ordené severamente que insistiera en sus propuestas de amistad.
Roger miró con nerviosismo al pájaro y luego, haciéndose el despistado, pasó de
largo, con la intención de acercársele por la espalda. Pero también Ulises giró la
cabeza, sin apartar la vista del perro. Roger, que no conocía animal alguno capaz
de mirar hacia atrás sin cambiar de postura, se quedó perplejo. Después de
pensarlo un momento, decidió emplear la técnica del retozo juguetón. Echó la tripa
al suelo, metió la cabeza entre las patas y reptó lentamente hacia el autillo, gimiendo
bajito y moviendo el rabo con indolencia. Ulises permanecía como disecado. Roger,
que había logrado avanzar bastante tumbado sobre la tripa, cometió entonces un
error fatal: estirando la cara peluda, olisqueó enérgicamente al ave. La paciencia de
Ulises no llegaba al extremo de dejarse olfatear por un perro cubierto de greñas.
Consideró, pues, llegado el momento de leerle la cartilla a aquel adefesio sin alas.
Bajó los párpados, chascó el pico, brincó en el aire y aterrizó limpiamente en el
hocico del perro, clavando sus garras afiladas en la negra nariz. Roger, con un
alarido de dolor, se sacudió el pájaro y corrió a refugiarse debajo de la mesa, de

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donde no hubo fuerza humana capaz de sacarlo hasta ver a Ulises confinado en su
cestillo. Una vez demostrada su capacidad de combate, Ulises hizo amistad con
Roger y, si a la caída de la tarde salíamos a darnos un chapuzón, accedía a veces
a honrarnos con su compañía. Iba montado sobre el lomo de Roger, agarrándose
bien a sus lanas negras. Si, como sucedía en ocasiones, Roger se olvidaba de su
pasajero y aceleraba demasiado o pasaba las piedras de un salto, los ojos de Ulises
centelleaban, agitaba las alas haciendo esfuerzos frenéticos por mantener el
equilibrio y chascaba ruidosa y airadamente el pico hasta que yo reprendía a Roger
por su descuido. Ya en la playa, Ulises se posaba sobre mi ropa, mientras Roger y
yo retozábamos por el agua templada de la orilla. Ulises contemplaba nuestras
extravagancias con ojos redondos y gesto de desaprobación. De vez en cuando
abandonaba su puesto para planear casi rozándonos, chascar el pico y volver a
tierra. Si pasábamos mucho rato en el agua, se aburría y salía volando sobre el
monte hasta el jardín, chillando «¡tiuu!» a modo de despedida.
LOS VERSOS MÁS TRISTES

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Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: «La noche
está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos». El viento de la noche gira en
el cielo y canta. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a
veces ella también me quiso. En las noches como esta la tuve entre mis brazos. La
besé tantas veces bajo el cielo infinito. Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos. Puedo escribir los versos más tristes
esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. Oír la noche inmensa,
más inmensa sin ella. Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. Qué importa
que mi amor no pudiera guardarla. La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. Mi alma no se contenta con haberla
perdido. Como para acercarla, mi mirada la busca. Mi corazón la busca, y ella no
está conmigo. La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros,
los de entonces, ya no somos los mismos. Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la
quise. Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. De otro. Será de otro. Como
antes de mis besos. Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. Ya no la quiero, es
cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. Porque
en noches como esta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla
perdido. Aunque este sea el último dolor que ella me causa, y estos sean los últimos
versos que yo le escribo.
LA PASTORA Y EL PRÍNCIPE

El príncipe Juan fue llamado por su padre, el rey, que le dijo: –Hijo mío, has llegado
a esa edad en que los príncipes se deben lanzar al campo a enamorarse de las
pastoras, para luego hacerlas princesas. Tú no puedes ser una excepción: es tu
hora de partir. El príncipe Juan quedó muy disgustado; realmente no sentía grandes
deseos de correr por el campo en busca de pastoras. –¿No podría elegir esposa
entre las hijas de tus chambelanes? –preguntó al padre. –No, hijo mío; la tradición
ordena que sea entre las pastoras. ¿No lo has visto así en todos los cuentos que
leíste de niño? –Es cierto, padre; mas lo que me molesta es tener que lanzarme al
campo en su busca. ¿No podríamos valernos de algún medio para atraer aquí a las
pastoras? –Para atraer a las pastoras, hijo mío, solo podemos hacer un nacimiento.
Pero temo que por ser verano no se dejen engañar: están acostumbradas a que eso
suceda en diciembre. –¡Qué remedio! Partiré. Y el príncipe, escoltado por su lacayo,
montó sobre su jaca blanca y partió al trote. Lucinda, la hija del leñador, había
recibido aquel día la orden de su padre de ir al prado con unas vacas, pues tal vez

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así hallase a un príncipe que la tomase por esposa. –Hija, ve y toma ejemplo de
todas tus vecinas: la hija de Blas, la hija de Roque, la hija de Rufo, todas ellas de
humilde condición, casaron con príncipes que las encontraron cuidando rebaños.
Lucinda hubiera preferido quedarse en su casa, mas hubo de obedecer. Y en el
prado estaba, cuando la encontró el príncipe Juan. –¿Sois el príncipe? –¿Sois la
pastora? Los dos jóvenes se saludaron y Juan descendió del caballo y vino a
tomarla por la mano. –No perdamos tiempo –le dijo–; sé que debía recitaros una
endecha, pero mi mala memoria me impide librarme a esos juegos. En resumen,
¿queréis ser mi esposa? –y el príncipe dijo esto con un gesto desolado. Lucinda,
hermosa como la libertad, bajó los ojos y contestó: –¡No! El príncipe sintió cómo la
alegría le posaba la mano en la cabeza. –¿No queréis ser princesa? –le insistió por
cumplido. –No, no, señor. Temo que lleguéis a reinar: no quiero ser reina; es una
vida demasiado agitada. De hospital en hospital, de asilo en asilo, de primera piedra
en primera piedra… No quiero reinar; es demasiado cansado. Además, si mi esposo
fuera inglés tendría que vestirse de vez en cuando de escocés con las rodillas a la
intemperie y unas falditas a cuadros; nunca podría soportar tamaña desilusión.
Cuando la joven hubo terminado sus razones, el caballero emprendió el regreso y
puso a su padre al corriente de la cuestión. Nuevamente tornó a viajar el príncipe
por indicación de su padre. Pero esta vez, por otro camino distinto. Y al poco de
andar, pudo ver ante sus ojos un espectáculo encantador. En un valle, y en las
márgenes de un pequeño río, unas deliciosas pastoras apacentaban a unos mansos
corderos. Todos ellos llevaban al cuello un lazo de seda de color y unas diminutas
campanillas de plata. Cuando las pastoras vieron al príncipe Juan, fueron a su
encuentro. El caballero las saludó y ellas le miraron de la manera más seductora
que supieron; luego le ofrecieron una taza de té… El príncipe Juan escogió a la más
bella, y se fue a su castillo, donde matrimonió. Y cuando tuvo una hija, imitó el
ejemplo de los otros reyes de la Tierra que enviaban a las suyas a pastorear,
sabiendo que este era el único medio de que hicieran un enlace de sangre real. Y
la hija del príncipe Juan halló de este modo un esposo, que luego fue rey

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LA MARCHA POR LA LIBERTAD

El 28 de agosto de 1963, Washington fue invadido por personas que marchaban
solemne y pacíficamente. Acudieron blancos de todas las clases sociales, desde
obreros a importantes dignatarios y celebridades. También se sumaron las Iglesias
blancas, los sindicatos internacionales y locales y las organizaciones judías. Pero el
verdadero tono lo dio la muchedumbre de negros humildes. Vinieron de casi todos
los Estados de la Unión valiéndose de todos los medios de transporte. La ingente
multitud era el corazón vivo, latente, de un movimiento infinitamente noble. Era
aquel un ejército sin fusiles, pero no sin fuerza. Era blanco y negro, y de todas las
edades. Contaba con partidarios de todas las convicciones, con miembros de todas
las clases, todas las profesiones, todos los partidos políticos, unidos por un solo
ideal común. Era un ejército luchador, cuya arma más contundente era el amor.
Martin Luther King había llegado a Washington la víspera y pasó la noche en vela
preparando su discurso para el día siguiente. Ni los más optimistas podían
sospechar que la Marcha llegaría a convocar ese cuarto de millón de personas.
Entraron en la ciudad cantando y se congregaron en la gran avenida frente al
Capitolio. Y cuando Martin Luther se presentó para dirigirles la palabra,
suspendieron el espiritual que entonaban, un canto que habla de la lucha de John
Brown por los derechos de los negros, de la muerte de dos de sus hijos en el
empeño, y de su captura y muerte en la horca el 2 de diciembre de 1859. Su nombre
se convirtió en leyenda y, en algunos Estados, el aniversario de su muerte es un día
de rogativas. Martin Luther contempló con emoción la masa de rostros que se
extendía a sus pies como un océano y dijo: «Yo sueño que un día, en las rojas
montañas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos
dueños de esclavos se sentarán juntos a la mesa de la hermandad. »Yo quiero
soñar que un día el Estado de Mississippi, un Estado destrozado por las injusticias
y deshecho por la opresión, se convertirá en un oasis de libertad y de justicia. »Yo
quiero soñar que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el que no serán
juzgados por el color de su piel, sino por lo que atesore su personalidad. »Yo quiero

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soñar que un día todo valle será elevado, todo cerro y toda montaña serán
aplanados; los sitios ásperos serán alisados, los torcidos serán enderezados. Esta
es la esperanza con que retorno al Sur. Con una fe semejante podemos extraer de
las montañas de desesperación la piedra de la esperanza, luchar juntos, ir a la
cárcel juntos, defender juntos la libertad, convencidos de que, un día, seremos
libres. »Este será el día en que todos los hijos de Dios podremos cantar con un
nuevo significado: “Resuene la libertad”. Resuene la libertad desde las prodigiosas
cumbres de New Hampshire. Resuene la libertad desde las majestuosas montañas
de Nueva York. Resuene la libertad desde la montaña de piedra de Georgia.
Resuene la libertad desde cada colina y cada cerro de Mississippi, desde cada
ladera. »Cuando hagamos que la libertad resuene en cada poblado y en cada aldea,
en cada Estado y en cada ciudad, podremos acelerar la llegada del día en que todos
los hijos de Dios, blancos y negros, judíos y gentiles, protestantes y católicos,
podamos estrecharnos las manos y cantar con las palabras del viejo espiritual
negro: ¡Libres al fin! ¡Libres al fin! ¡Gran Dios todopoderoso, al fin somos libres!».
RAMIR
LA MURALLA

Para hacer esta muralla tráiganme todas las manos: los negros, sus manos negras,
los blancos, sus blancas manos. Ay, una muralla que vaya desde la playa hasta el
monte, desde el monte hasta la playa, bien, allá sobre el horizonte. –¡Tun, tun! –
¿Quién es? –Una rosa y un clavel… –¡Abre la muralla! –¡Tun, tun! –¿Quién es? –El
sable del coronel… –¡Cierra la muralla! –¡Tun, tun! –¿Quién es? –La paloma y el
laurel… –¡Abre la muralla! –¡Tun, tun! – ¿Quién es? –El alacrán y el ciempiés… –
¡Cierra la muralla! Al corazón del amigo, abre la muralla; al veneno y al puñal, cierra
la muralla; al mirto y la yerbabuena, abre la muralla; al diente de la serpiente, cierra
la muralla; al ruiseñor en la flor, abre la muralla… Alcemos una muralla juntando
todas las manos; los negros, sus manos negras, los blancos, sus blancas manos.
Una muralla que vaya desde la playa hasta el monte, desde el monte hasta la playa,
bien, allá sobre el horizonte…
LA PRINCESA Y EL GUISANTE

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Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa; pero había de ser
princesa de verdad. Atravesó, pues, el mundo entero para encontrar una; pero
siempre había algún inconveniente. Verdad es que princesas había bastantes, pero
no podía averiguar nunca si eran verdaderas princesas, siempre había algo
sospechoso. Volvió muy afligido porque le hubiera gustado tanto tener una
verdadera princesa... Una noche se levantó una terrible tempestad, relampagueaba
y tronaba, la lluvia caía a torrentes, era verdaderamente espantoso. Llamaron
entonces a la puerta del castillo, y el anciano rey fue a abrirla. Era una princesa.
¡Pero, Dios mío, cómo la habían puesto la lluvia y la tormenta! El agua chorreaba
por sus cabellos y vestidos y la entraba por la punta de los zapatos y le salía por los
talones, y ella decía que era una verdadera princesa. — ¡Bueno, eso pronto lo
sabremos!— pensó la vieja reina, y sin decir nada, fue al dormitorio, sacó todos los
colchones de la cama y puso un guisante sobre el tablado. Luego tomó veinte
colchones y los colocó sobre el guisante. Y además veinte edredones encima de los
colchones. Era esta la cama en la que debía dormir la princesa. A la mañana
siguiente le preguntaron cómo había pasado la noche. — ¡0h. Malísimamente!—dijo
la princesa, — apenas he podido cerrar los ojos en toda la noche! Dios sabe lo que
había en mi cama. ¡He estado acostada sobre una cosa dura que tengo todo el
cuerpo lleno de cardenales! ¡Es verdaderamente una desdicha! Eso probaba que
era una verdadera princesa, puesto que a través de veinte colchones y de veinte
edredones había sentido el guisante. Solo una verdadera princesa podía ser tan
delicada. Entonces el príncipe la tomó por esposa, porque sabía ahora que tenía
una princesa de verdad, y el guisante lo llevaron al museo, en donde se puede ver
todavía, a no ser que alguien se lo haya llevado. He aquí una historia verdadera.
LAS HADAS

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Érase una viuda que tenía dos hijas. La mayor era intratable y orgullosa como su
madre mientras que la hija menor, tanto por su dulzura como por su buena
condición, era una de las más encantadoras niñas que el sol alumbra. La madre
quería a la hija mayor como a las niñas de sus ojos, al propio tiempo que sentía por
la menorcita una aversión horrible; tanto, que la obligaba a comer en la cocina y a
trabajar día y noche sin descanso. La pobre niña, tenía que ir por agua dos veces
al día, a más de media legua de distancia, y volver cargada con un gran cántaro
lleno. Un día, estando junto a la fuente, se le acercó una pobre vieja y le pidió de
beber. - De mil amores, señora abuela, contestó la niña. Y lavando el cántaro con
mucha gracia, sacó agua del lugar de la fuente en donde más cristalina estaba. Se
la ofreció a la vieja, y para que pudiese beber con más comodidad, sostenía el
cántaro con su linda mano. La buena mujer, así que hubo bebido, le dijo: - Eres tan
linda, tan amable, tan buena, que no puedo menos de concederte un don
especialísimo. Es de advertir que la supuesta vieja era nada menos que un hada, la
cual, deseando probar hasta dónde llegaría el buen corazón de la hermosa niña,
había tomado la figura de una pobre mujer del pueblo. -Te concedo - prosiguió el
hada - el don de que a cada palabra que pronuncies salga de tus labios una flor o
una piedra preciosa. Cuando la hermosa niña llegó a su casa, su madre la regañó
mucho, porque había tardado en volver de la fuente. - Perdone usted madre mía -
dijo la pobre niña - si he tardado tanto. Y al decir esto cayeron de sus labios dos
rosas y dos grandes diamantes. - ¿Qué es lo que veo, Dios de mi vida? - exclamó
su madre llena de admiración. La pobre niña refirió con singular candor todo lo
ocurrido, y al paso que hablaba, iban chorreando sus labios flores, perlas y
diamantes. - Por mi vida, que he de enviar allá a mi hija. Frasquita, ven: mira, mira
lo que sale de los labios de tu hermana cuando habla. Tienes que ir a la fuente y
cuando una vieja te pida agua, se la ofreces con mucha amabilidad y cariño. - ¿A la
fuente yo? ¡De ninguna manera! - dijo la gran bestia. - Pues yo te mando que vayas
- contestó la madre - y ahora mismo. Frasquita se fue refunfuñando a la fuente, pero
buen cuidado tuvo de llevar el más hermoso jarro de plata que había en casa. Al
mismo instante de llegar, vio salir del bosque a una dama magníficamente vestida,

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que le pidió de beber. Era la misma hada que quería probar hasta dónde llegaría el
mal corazón de esta muchacha. - ¿Piensa usted que he venido para darle de beber
a su señoría? - contestó la necia orgullosa - ¡Para eso habré traído sin duda este
hermoso jarro! ¿Tiene sed? Pues échese de bruces su merced y beba hasta que
reviente. - Malas entrañas tienes – contestó el hada sin alterarse - Ya que tan poco
amable eres, te concedo el don de que a cada palabra que profieras salga de tus
labios una víbora o un sapo. - ¿Qué tal, hija mía? – le preguntó su madre al regresar.
- ¿Qué tal? ¿Qué tal? - y ¡zape! escupió dos víboras y dos sapos. - ¡Válgame la
Virgen de las Angustias! - exclamó la madre santiguándose - Esto debe ser obra de
la pícara de tu hermana. Ante la ira de su madre, la pobre muchacha echó a correr
llena de pánico, y se refugió en el bosque cercano. Allí la encontró el hijo del rey,
que volvía de cazar, y como la viese tan hermosa, le preguntó qué hacía en aquel
lugar tan solita, y por qué lloraba. Entonces ella le refirió toda su historia, y el hijo
del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, se la
llevó al palacio y se casó con ella.
ROMPECABEZAS

Pues señor... digo que aquel día o aquella tarde, o pongamos noche, iban por los
llanos de Egipto, en la región que llaman Djebel Ezzrit , tres personas y un
borriquillo. Servía este de cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño en
brazos; a pie, junto a ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo, que así
le servía para fustigar al rucio como para sostener su paso fatigoso. Pronto se les
conocía que eran fugitivos, que buscaban en aquellas tierras refugio contra
perseguidores de otro país, pues sin detenerse más que lo preciso para reparar las
fuerzas, escogían para sus descansos lugares escondidos, huecos de peñas
solitarias, o bien matorros espesos, más frecuentados de fieras que de hombres. La
suerte les deparó, o por mejor decir, el Eterno Señor, un buen amigo, mercader
opulento, que volvía de Tebas con sinfín de servidores y una cáfila de camellos
cargados de riquezas. Contaron sus penas y trabajos los viajeros al generoso
traficante, y éste les albergó en una de sus mejores tiendas, les regaló con
excelentes manjares, y alentó sus abatidos ánimos con pláticas amenas y relatos
de viajes y aventuras, que el precioso niño escuchaba con gravedad sonriente,
como oyen los grandes a los pequeños, cuando los pequeños se saben la lección.
Al despedirse asegurándoles que en aquella provincia interna del Egipto debían
considerarse libres de persecución, entregó al anciano un puñado de monedas, y
en la mano del niño puso una de oro, con endiabladas leyendas por una y otra cara.

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No hay que decir que esto motivó una familiar disputa entre el varón grave y la
madre hermosa, pues aquel, obrando con prudencia y económica previsión, creía
que la moneda estaba más segura en su bolsa que en la mano del nene, y su
señora, apretando el puño de su hijito y besándolo una y otra vez, declaraba que
aquellos deditos eran arca segura para guardar todos los tesoros del mundo.
EL ESCARABAJO

Al caballo del Emperador le pusieron herraduras de oro, una en cada pata. Era un
animal hermosísimo, tenía esbeltas patas, ojos inteligentes y una crin que le colgaba
como un velo de seda a uno y otro lado del cuello. Había llevado a su señor entre
nubes de pólvora y bajo una lluvia de balas; había oído cantar y silbar los proyectiles.
Había mordido, pateado, peleado al arremeter el enemigo. Con su Emperador a
cuestas, había pasado de un salto por encima del caballo de su adversario caído,
había salvado la corona de oro de su soberano y también su vida, más valiosa aún
que la corona. Por todo eso le pusieron al caballo del Emperador herraduras de oro.
Y el escarabajo se adelantó: -Primero los grandes, después los pequeños -dijo. Y
alargó sus delgadas patas. -¿Qué quieres? -le preguntó el herrador. -Herraduras de
oro -respondió el escarabajo. -¡No estás bien de la cabeza! -replicó el otro-.
¿También tú pretendes llevar herraduras de oro? -¡Pues sí, señor! -insistió, terco, el
escarabajo-. ¿Acaso no valgo tanto como ese gran animal que ha de ser siempre
servido, atendido, y que recibe un buen pienso y buena agua? ¿No formo yo parte
de la cuadra del Emperador? -¿Es que no sabes por qué le ponen herraduras de
oro al caballo? -preguntó el herrador. -¿Que si lo sé? Lo que yo sé es que esto es
un desprecio que se me hace -observó el escarabajo-, es una ofensa; abandono el
servicio y me marcho a correr mundo. -¡Feliz viaje! -se rio el herrador. -¡Mal
educado! -gritó el escarabajo, y, saliendo por la puerta de la cuadra, con unos
aleteos se plantó en un bonito jardín que olía a rosas y espliego. -Bonito lugar,
¿verdad? -dijo una mariquita de escudo rojo punteado de negro, que volaba por allí.
-Estoy acostumbrado a cosas mejores -contestó el escarabajo-. ¿A esto llamáis
bonito? ¡Ni siquiera hay estercolero! Prosiguió su camino y llegó a la sombra de un

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alhelí, por el que trepaba una oruga. -¡Qué hermoso es el mundo! -exclamó la oruga-
. ¡Cómo calienta el sol! Todos están contentos y satisfechos. Y lo mejor es que uno
de estos días me dormiré y, cuando despierte, estaré convertida en mariposa. -¡Qué
te crees tú eso! -dijo el escarabajo-. Somos nosotros los que volamos como
mariposas. Ahora vas a ver cómo vuelo yo. Y diciendo esto, el escarabajo se echó
a volar, y por una ventana abierta entró en un gran edificio, para ir a caer, rendido
de fatiga, en la larga crin, fina y suave, del caballo del Emperador; pues sin darse
cuenta había vuelto a dar en el establo donde antes vivía. -¡Heme aquí montado en
el caballo del Emperador, como un jinete! ¿Qué digo? ¡Claro que sí! Ya me lo
preguntaba el herrador: « ¿Por qué le pusieron herraduras de oro al caballo?».
¡Naturalmente! Se las pusieron por mí: para hacerme honor, cuando me dignara
montarlo. Los rayos del sol caían directamente sobre él, y el sol le parecía hermoso.
-¡Pues no está tan mal el mundo! -dijo-. Sólo hay que sabérselo tomar. El mundo
volvía a ser hermoso, pues al caballo del Emperador le habían puesto herraduras
de oro porque el escarabajo debía montar en él. ¡Parecía mentira que tal honor
hubiese estado reservado para él!
EL LAGARTO VERDE

Un poco apartado, cerca de un rancho pobre, muy negro y ya de paja incolora, una
menor con la pollerita levantada y las rodillas al aire, parecía recoger huevos bajo
las totoras. Seguíala un mastín con paso tardo y paciente. Cuando ella se detenía
mucho en sus afanes, el perro se echaba. Luego, proseguían una y otro su marcha
de rodeos. Algo debía haber encontrado, aunque fuesen huevecitos de ratonas,
porque de vez en cuando se detenía como a contar lo que llevaba en el ahuchado
del vestido. El perro, por esta vez, se le había alejado un poco y olfateaba. De pronto
delante de la niña, de una mata espesa, salió corriendo un lagarto gris verdoso.
Cerca había una sombra de toro y a él se dirigió el reptil con su apéndice en alto.
Allí estaba la cueva. La menor dejó caer toda su carga, y se lanzó tras él con
pasmosa rapidez, pero no tanto que no llegara al mismo tiempo que el mastín, bulto
enorme a su lado. El lagarto, en un tropiezo sin duda perdió ventaja, pues aunque
ya con todo el cuerpo en el escondrijo, fue asido de la cola por la pequeña. El perro
coadyuvó sin pérdida de segundo, y mordió en el tronco. La criolla se quedó con el
apéndice en las manos, que se retorcía como una culebra. Fuese riendo, con las
greñas en las mejillas. El mastín la siguió breves pasos; se detuvo; volvió sobre

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ellos, como avergonzado; olió largo rato al pie del árbol; introdujo parte del hocico
en la covacha, movió de uno a otro lado la cola; y al fin se acostó frente a ella, con
la cabeza entre los remos y los ojos fijos en el mísero hogar de la presa mutilada y
perdida.
LA LEYENDA DEL CRISANTEMO

Hace muchos años, en un pueblecito del lejano Japón, vivía un humilde matrimonio
con su pequeño hijo. Los tres formaban una familia feliz hasta que un día el niño
cayó enfermo. Todas las mañanas se levantaba ardiendo de fiebre y con la carita
pálida como la luna en invierno, pero nadie sabía qué le pasaba ni cuál era el origen
de sus males.Los padres probaron todo tipo de pócimas y mejunjes, pero ninguno
de los tratamientos surtió efecto y el chiquillo no hacía más que empeorar.
Desesperados, pensaron que solo les quedaba una oportunidad: visitar al anciano
de barbas blancas que vivía en el bosque. Según se contaba por toda la región no
había hombre más sabio que él. Conocía todas las hierbas medicinales y los
remedios para cada enfermedad por rara que fuera ¡Quizá pudiera curar a su hijo!
– ¡Querido, tenemos que intentarlo! Quédate con el niño mientras yo voy a pedir
ayuda al anciano del bosque ¡Solo él puede salvar a nuestro chiquitín!
Derramando lágrimas como gotas de lluvia, la madre se puso una capa de lana y
se adentró entre la maleza. Caminó durante una hora hasta que por fin divisó una
cabaña de madera rodeada por un cercado. Se acercó a la entrada, llamó a la puerta
con el puño y un hombre muy arrugado con barba blanca hasta la cintura salió a
recibirla.
– ¿Qué buscas por aquí, mujer?
– ¡Perdone que le moleste pero necesito su ayuda!
– No te preocupes; percibo angustia en tus ojos y en tu voz… ¡Pasa y cuéntemelo
todo!
La mujer entró y se acomodó en un sencillo banco construido con un tronco. Con el
corazón encogido y los ojos hinchados de tanto llorar, explicó al anciano el motivo
de su visita.
– Señor, mi hijo de dos años está muy grave. Hace días que enfermó y no
conseguimos bajarle la temperatura ¡Tiene muchísima fiebre y el rostro blanco como
el mármol! No come nada y cada día está más débil. Si no encontramos una cura
para él me temo que…
– Lo siento, lo siento muchísimo…. Voy a ser muy sincero contigo: no conozco el
remedio para la enfermedad de tu hijo, pero puedo decirte cuántos días va a vivir.
– ¿Cómo dice? ¡¿Y sin son pocos?! …¡No sé si quiero saberlo!
– No pierdas la esperanza… ¡Nunca se sabe!
El anciano la miró con ternura y continuó hablando:

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– Escúchame con atención: ve al bosque y busca una planta que da unas flores
amarillas llamadas crisantemos. Elige una de esas flores, córtala y cuenta los
pétalos; el resultado que obtengas será el número de días que va a vivir tu pequeño,
o lo que es lo mismo, sabrás si se va a curar o no. La madre, rota de dolor, echó a
correr en busca de la planta que el anciano le había indicado. No tardó mucho en
encontrar un arbusto cubierto de preciosas flores amarillas. Se acercó, arrancó una
flor y contó sus pétalos.
– ¡Oh, no, no puede ser! Sólo tiene cuatro pétalos… ¡Eso significa que solo va a
vivir cuatro días más!
Se derrumbó sobre el suelo y gritó con amargura durante un largo rato para
desahogarse, pero no se resignó a ese cruel destino. Decidida a alargar la vida de
su hijo por muchos años trató de calmarse, se sentó en una piedra y, con mucha
delicadeza, comenzó a rasgar los pétalos del crisantemo en finísimas tiras hasta
que cada uno quedó dividido en miles de partes. Cuando terminó, regresó a la
cabaña del anciano y le mostró la flor. El hombre, con mucha paciencia, se puso a
contar los pétalos, pero eran infinitos y le resultó imposible. Se atusó su larga barba
blanca, suspiró y miró a la mujer con una sonrisa.
– Tengo buenas noticias para ti. Esta flor tiene miles y miles de pétalos, y eso
significa que tu hijito vivirá muchísimos años. Seguro que se casará y tendrá y
muchos hijos y muchos nietos, ya lo verás. Ahora, regresa junto a él y confía en su
recuperación.
– ¡Mil gracias, señor! Jamás olvidaré lo que ha hecho por mí y por mi familia.
La mujer, desbordante de felicidad, volvió a casa y entró en el cuarto de su hijo. El
chiquitín ya no estaba inmóvil en la cama, sino sentado sobre unos almohadones,
sonriente y comiendo un plato de sopa ¡Se estaba recuperando! Pocos días
después, el color sonrosado de sus mejillas indicó que había sanado por completo.
Cuenta la leyenda que desde entonces los crisantemos ya no tienen cuatro pétalos
sino muchísimos, tantos que nadie es capaz de contarlos todos ¡Puedes
comprobarlo cuando veas uno!

EL PEZ DE ORO

Había una vez una pareja de ancianos muy pobres que vivía junto a la playa en una
humilde cabaña. El hombre era pescador, así que él y su mujer se alimentaban
básicamente de los peces que caían en sus redes. Un día, el pescador lanzó la red
al agua y tan sólo recogió un pequeño pez. Se quedó asombradísimo cuando vio
que se trataba de un pez de oro que además era capaz de hablar. – ¡Pescador, por
favor, déjame en libertad! Si lo haces te daré todo lo que me pidas. El anciano sabía
que si lo soltaba perdería la oportunidad de venderlo y ganar un buen dinero, pero
sintió tanta pena por él que desenmarañó la red y lo devolvió al mar.
– Vuelve a la vida que te corresponde, pescadito ¡Mereces ser libre!

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Cuando regresó a la cabaña su esposa se enfadó muchísimo al comprobar que se
presentaba con las manos vacías, pero su ira creció todavía más cuando el
pescador le contó que en realidad había pescado un pez de oro y lo había dejado
en libertad.
– No me puedo creer lo que me estás contando… ¿Tú sabes lo que vale un pez de
oro? ¡Nos habrían dado una fortuna por él! Al menos podías haberle pedido algo a
cambio, aunque fuera un poco de pan para comer.
El buen hombre recordó que el pez le había dicho que podía concederle sus deseos,
y ante las quejas continuas de su mujer, decidió regresar al a orilla.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
La cabecita dorada surgió de las aguas y se quedó mirando al anciano.
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Mi mujer quiere pan para comer porque hoy no tenemos nada que llevarnos a la
boca ¿Podrías conseguirme un poco?
– ¡Por supuesto! Vuelve con tu esposa y tendrás pan más que suficiente para varios
días.
El anciano llegó a su casa y se encontró la cocina llena de crujiente y humeante pan
por todas partes. Contra todo pronóstico, su mujer no estaba contenta en absoluto.
– Ya tienes el pan que pediste… ¿Por qué estás tan enfurruñada?
– Sí, pan ya tenemos, pero en esta cabaña no podemos seguir viviendo. Hay
goteras por todas partes y el frío se cuela por las rendijas. Dile a ese pez de oro
amigo tuyo que nos consiga una casa más decente ¡Es lo menos que puede hacer
por ti ya que le has salvado la vida!
Una vez más, el hombre caminó hasta la orilla del mar.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Mi mujer está disgustada porque nuestra cabaña se cae a pedazos. Quiere una
casa nueva más cómoda y confortable.
– Tranquilo, yo haré que ese deseo se cumpla.
– Muchísimas gracias.
Se dio la vuelta dejando al pez meciéndose entre las olas. Al llegar a su hogar, la
cabaña había desaparecido. Su lugar lo ocupaba una coqueta casita de piedra que
hasta tenía un pequeño huerto para cultivar hortalizas. Su mujer estaba peinándose
en la habitación principal.
– ¡Imagino que ahora estarás contenta! ¡Esta casa nueva es una monada y más
grande que la que teníamos!
– ¿Contenta? ¡Ni de broma! No has sabido aprovecharte de la situación ¡Ya que
pides, pide a lo grande! Vuelve ahora mismo y dile al pez de oro que quiero una
casa lujosa y con todas las comodidades que se merece una señora de mi edad.
– Pero…
– ¡Ah, y nada de huertos, que no pienso trabajar en lo que me queda de vida! ¡Dile
que prefiero un bonito jardín para dar largos paseos en primavera!
El hombre estaba harto y le parecía absurdo pedir cosas que no necesitaban, pero
por no oír los lamentos de su esposa, obedeció y acudió de nuevo a la orilla del mar.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Siento ser tan pesado pero mi mujer sueña con una casa y una vida más lujosa.

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– Amigo, no te preocupes. Hoy mismo tendrá una gran casa y todo lo que necesite
para vivir en ella ¡Incluso le pondré servicio doméstico para que ni siquiera tenga
que cocinar!
– Muchas gracias, amigo pez. Eso más de lo que nunca soñamos.
Casi se le salen los ojos de las órbitas al llegar a su casa y encontrarse una mansión
rodeada de jardines repletos de plantas exóticas y hermosas fuentes de agua.
– Madre mía… ¡qué barbaridad! Esto es digno de un rey y no de un pobre pescador
como yo.
Entró y el interior le pareció fastuoso: muebles de caoba, finísimos jarrones chinos,
cortinas de terciopelo, vajillas de plata… ¡Todo era tan deslumbrante que no sabía
ni a dónde mirar! Creía que lo había visto todo cuando su mujer apareció ataviada
con un vestido de tul rosa, y enjoyada de arriba abajo. No venía sola sino seguida
de tres doncellas y tres lacayos.
– ¡Esto es increíble! ¡Jamás había visto una casa tan grande y tan bonita! ¡Y tú,
querida, estás impresionantemente guapa y elegante!… Imagino que ahora sí
estarás satisfecha… ¡Hasta tenemos criados!
Con aires de emperatriz, la anciana contestó:
– ¡No, no es suficiente! ¿Todavía no te has dado cuenta de lo importante que sería
capturar ese pez y tenerlo siempre a nuestra disposición? Podríamos pedirle lo que
nos diera la gana a cualquier hora del día o de la noche ¡Lo tendríamos todo al
alcance de la mano! ¡La ambición de la mujer no tenía límites! Antes de que el pobre
pescador dijera algo, sacó a relucir el plan que había maquinado para hacerse con
el pececito de oro.
– Atraparlo es difícil, así que lo mejor será ir por las buenas. Ve al mar y dile al pez
de oro que quiero ser la reina del mar.
– ¿Tú… reina del mar? ¿Para qué?
– ¡Que no te enteras de nada, zoquete! Todos los seres que viven en el mar han de
obedecer a su reina sin rechistar. Yo, como reina, le obligaría a vivir aquí.
– ¡Pero yo no puedo pedirle eso!
– ¡Claro que puedes, así que lárgate a la playa ahora mismo! O consigues el cargo
de reina del mar para mí o no vuelves a entrar en esta casa ¿Te queda claro?
Dio tal portazo que el marido, atemorizado, salió corriendo y llegó hasta la orilla una
vez más. Con mucha vergüenza llamó al pez.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Mi mujer insiste en seguir pidiendo ¡Ahora quiere ser la reina del mar para
ordenarte que vivas en nuestra casa y trabajes para ella!
El pez se quedó en silencio ¡Esa mujer había llegado demasiado lejos! No sólo
estaba abusando de él sino que encima lo tomaba por tonto. Miró con pena al
anciano y de un salto se sumergió en las profundidades del mar.
– Pececito de oro, quiero hablar contigo ¡Sal a la superficie, por favor!
Desgraciadamente el pez había perdido la paciencia y no volvió a asomarse.El
hombre regresó a su casa y se quedó hundido cuando vio que todo se había
esfumado. Ya no había fuentes, ni jardines, ni palacete ni sirvientes. Frente a él
volvía a estar la pobre y solitaria cabaña de madera en la que siempre habían vivido.
Tampoco su mujer era ya una refinada dama envuelta en tules, sino la esposa de
un humilde pescador, vestida con una falda hecha de retales y zapatillas de cuerda.

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¡Adiós al sueño de tenerlo todo! Muy a su pesar los dos tuvieron que continuar con
su vida de trabajo y sin ningún tipo de lujos. Nunca volvieron a saber nada de aquel
pececito agradecido y generoso que les había dado tanto. La ambición sin límites
tuvo su castigo.
EL ZAPATERO Y LOS DUENDES

Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm
Érase una vez un zapatero al que no le iban muy bien las cosas y ya no sabía qué
hacer para salir de la pobreza.
Una noche la situación se volvió desesperada y le dijo a su mujer:
– Querida, ya no me queda más que un poco de cuero para fabricar un par de
zapatos. Mañana me pondré a trabajar e intentaré venderlo a ver si con lo que nos
den podemos comprar algo de comida.
– Está bien, cariño, tranquilo… ¡Ya sabes que yo confío en ti!
Colocó el trocito de cuero sobre la mesa de trabajo y fue a acostarse.
Se levantó muy pronto, antes del amanecer, para ponerse manos a la obra, pero
cuando entró en el taller se llevó una sorpresa increíble. Alguien, durante la noche,
había fabricado el par de zapatos.
Asombrado, los cogió y los observó detenidamente. Estaban muy bien rematados,
la suela era increíblemente flexible y el cuero tenía un lustre que daba gusto verlo
¡Sin duda eran unos zapatos perfectos, dignos de un ministro o algún otro caballero
importante!
– ¿Quién habrá hecho esta maravilla?… ¡Son los mejores zapatos que he visto en
mi vida! Voy a ponerlos en el escaparate del taller a ver si alguien los compra.
Afortunadamente, en cuanto los puso a la vista de todos, un señor muy distinguido
pasó por delante del cristal y se encaprichó de ellos inmediatamente. Tanto le
gustaron que no sólo pagó al zapatero el precio que pedía, sino que le dio unas
cuantas monedas más como propina.
¡El zapatero no cabía en sí de gozo! Con ese dinero pudo comprar alimentos y cuero
para fabricar no uno, sino dos pares de zapatos. Esa noche, hizo exactamente lo
mismo que la noche anterior. Entró al taller y dejó el cuero preparado junto a las
tijeras, las agujas y los hilos, para nada más levantarse, ponerse a trabajar. Se
despertó por la mañana con ganas de coser, pero su sorpresa fue mayúscula
cuando de nuevo, sobre la mesa, encontró dos pares de zapatos que alguien había
fabricado mientras él dormía. No sabía si era cuestión de magia o qué, pero el caso
es que se sintió tremendamente afortunado. Sin perder ni un minuto, los puso a la
venta. Estaban tan bien rematados y lucían tan bonitos en el escaparate, que se los
quitaron de las manos en menos de diez minutos. Con lo que ganó compró piel para
fabricar cuatro pares y como cada noche, la dejó sobre la mesa del taller. Una vez
más, por la mañana, los cuatro pares aparecieron bien colocaditos y perfectamente
hechos.

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Y así día tras día, noche tras noche, hasta el punto que el zapatero comenzó a salir
de la miseria y a ganar mucho dinero. En su casa ya no se pasaban necesidades y
tanto él como su esposa comenzaron sentir que la suerte estaba de su parte ¡Por
fin la vida les había dado una oportunidad! Pasaron las semanas y llegó la Navidad.
El matrimonio disfrutaba de la deliciosa y abundante cena de Nochebuena cuando
la mujer le dijo al zapatero:
– Querido ¡mira todo lo que tenemos ahora! Hemos pasado de ser muy pobres a
vivir cómodamente sin que nos falte de nada, pero todavía no sabemos quién nos
ayuda cada noche ¿Qué te parece si hoy nos quedamos espiando para descubrirlo?
– ¡Tienes razón! Yo también estoy muy intrigado y sobre todo, agradecido. Esta
noche nos esconderemos dentro del armario que tengo en el taller a ver qué
sucede.
Así lo hicieron. Esperaron durante un largo rato, agazapados en la oscuridad del
ropero, dejando la puerta un poco entreabierta. Cuando dieron las doce en el reloj,
vieron llegar a dos pequeños duendes completamente desnudos que, dando ágiles
saltitos, se subieron a la mesa donde estaba todo el material. En un periquete se
repartieron la tarea y comenzaron a coser sin parar. Cuando terminaron los zapatos,
untaron un trapo con grasa y los frotaron con brío hasta que quedaron bien
relucientes. A través de la rendija el matrimonio observaba la escena con la boca
abierta ¡Cómo iban a imaginarse que sus benefactores eran dos simpáticos
duendecillos! Esperaron a que se fueran y la mujer del zapatero exclamó:
– ¡Qué seres tan bondadosos! Gracias a su esfuerzo y dedicación hemos levantado
el negocio y vivimos dignamente. Creo que tenemos que recompensarles de alguna
manera y más siendo Navidad.
– Estoy de acuerdo, pero… ¿cómo podemos hacerlo?
– Está nevando y van desnudos ¡Seguro que los pobrecillos pasan mucho frío! Yo
podría hacerles algo de ropa para que se abriguen bien ¡Recuerda que soy una
magnífica costurera!
– ¡Qué buena idea! Seguro que les encantará.
La buena señora se pasó la mañana siguiente cortando pequeños pedazos de tela
de colores, hilvanando y cosiendo, hasta que terminó la última prenda. El resultado
fue fantástico: dos pantalones, dos camisas y dos chalequitos monísimos para que
los duendes mágicos pasaran el invierno calentitos. Al llegar la noche dejó sobre la
mesa del taller, bien planchadita, toda la ropa nueva, y después corrió a esconderse
en el ropero junto a su marido ¡Esta vez querían ver sus caritas al descubrir el
regalo! Los duendes llegaron puntuales, como siempre a las doce de la noche.
Dieron unos brincos por el taller, se subieron a la mesa del zapatero, y ¡qué felices
se pusieron cuando vieron esa ropa tan bonita y colorida! Alborozados y sin dejar
de reír, se vistieron en un santiamén y se miraron en un espejo que estaba colgado
en la pared ¡Se encontraron tan guapos que comenzaron a bailar y a abrazarse
locos de contento! Después, viendo que esa noche no había cuero sobre la mesa y
que por tanto ya no había zapatos que fabricar, salieron por la ventana para no
regresar jamás. El zapatero y su mujer fueron muy felices el resto de su vida pero
jamás olvidaron que todo se lo debían a dos duendecillos fisgones que un día
decidieron colarse en su taller para fabricar un par de hermosos zapatos.

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EL REY SABIO

Hace muchos, muchos años en una ciudad de Irán llamada Wirani, hubo un rey que
gobernaba con firmeza su territorio. Había acumulado tanto poder que nadie se
atrevía a cuestionar ninguna de sus decisiones: si ordenaba alguna cosa, todo el
mundo obedecía sin rechistar ¡Llevarle la contraria podía tener consecuencias muy
desagradables! Podría decirse que todos le temían, pero como además era un
hombre sabio, en el fondo le respetaban y valoraban su manera de hacer las
cosas. En Wirani solo había un pozo pero era muy grande y servía para abastecer
a todos los habitantes de la ciudad. Cada día centenares de personas acudían a él
y llenaban sus tinajas para poder beber y asearse. De la misma manera, los
sirvientes del rey recogían allí el preciado líquido para llevar a palacio. Así pues, el
pobre y el rico, el rey y el aldeano, disfrutaban de la misma agua. Sucedió que una
noche de verano, mientras todos dormían, una horripilante bruja se dirigió
sigilosamente al pozo. Lo tocó y comenzó a reírse mostrando sus escasos dientes
negros e impregnando el aire de un aliento que olía a pedo de mofeta ¡Estaba a
punto de llevar a cabo una de sus maquiavélicas artimañas y eso le divertía mucho!
– ¡Ja, ja, ja! ¡Estos pueblerinos se van a enterar de quién soy yo!
Debajo de la falda llevaba una bolsita, y dentro de ella, había un pequeño frasco
que contenía un líquido amarillento y pegajoso. Lo cogió, desenroscó el pequeño
tapón, y dejó caer unas gotas en el interior del pozo mientras susurraba:
– Soy una bruja y como bruja me comporto ¡Quien beba de esta agua se volverá
completamente loco!
Dicho esto, desapareció en la oscuridad de la noche dejando una pequeña nebulosa
de humo como único rastro. Unas horas después los primeros rayos del sol
anunciaron la llegada del nuevo día. Como siempre, se escucharon los cantos del
gallo y la ciudad se llenó del ajetreo diario. ¡Esa mañana el calor era sofocante!
Todos los habitantes de Wirani, sudando como pollos, corrieron a buscar agua del
pozo para aplacar la sed y darse un baño de agua fría. Curiosamente, nadie se dio
cuenta de que el agua no era exactamente la misma y algunos hasta exclamaban:
– ¡Qué delicia!… ¡El agua del pozo está hoy más rica que nunca!
Todos la saborearon excepto el rey, que casualmente se encontraba de viaje fuera
de la ciudad. Pasó el caluroso día, pasó la noche, y el nuevo amanecer llegó como
siempre, pero lo cierto es que ya nada era igual en la ciudad ¡Todo el mundo había
cambiado! Por culpa del hechizo de la bruja, hombres, mujeres, niños y ancianos,
se levantaron nerviosos y haciendo cosas disparatadas. Unos deliraban y decían
cosas sin sentido; otros comenzaron a sufrir alucinaciones y a ver cosas raras por
todas partes. No había duda… ¡Todos sin excepción habían perdido el juicio! El rey,
ya de regreso, fue convenientemente informado de lo que estaba sucediendo y salió
a dar un paseo para comprobarlo con sus propios ojos. Los ciudadanos se
arremolinaron en torno a él, y al ver que no se comportaba como ellos, empezaron

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a pensar que se había vuelto loco de remate. Completamente trastornados salieron
corriendo en tropel hacia la plaza principal para decirse unos a otros:
– ¿Os habéis dado cuenta de que nuestro rey está rarísimo? ¡Yo creo que se ha
vuelto majareta!
– ¡Sí, sí, está como una cabra!
– ¡Tenemos que expulsarlo y que gobierne otro!
Imagínate un montón de personas fuera de control, totalmente enloquecidas, que
de repente se convencen de que las chifladas no son ellas, sino su rey. Tanto
revuelo se formó que el monarca puso el grito en el cielo.
– ¡¿Pero qué demonios está pasando?! ¡Todos mis súbditos han perdido el seso y
piensan que el que está loco soy yo! ¡Maldita sea!
A pesar de la difícil papeleta a la que tenía que enfrentarse, decidió mantener la
calma y reflexionar. Rápidamente, ató cabos y sacó una conclusión que dio en el
clavo:
– Ha tenido que ser por el agua del pozo… ¡Es la única explicación posible! Sí, está
claro que todos han bebido menos yo y por eso me he salvado… ¡Apuesto el
pescuezo a que esto es cosa de la malvada bruja!
Mientras cavilaba, vio de reojo a un alfarero que llevaba una jarra de barro en la
mano.
– ¡Caballero, présteme la jarra!
– ¡Aquí tiene, majestad, toda suya!
El monarca la agarró por el asa, apartó a la gente a codazos y dando grandes
zancadas se plantó frente al pozo de agua sin ningún tipo de temor. Los habitantes
de Wirani se apelotonaron tras él conteniendo la respiración.
– Así que pensáis que el loco soy yo ¿verdad? ¡Pues muy bien, ahora mismo voy a
poner solución a esta desquiciante situación!
El rey metió la jarra en el pozo y bebió unos cuantos sorbos del agua embrujada.
En cuestión de segundos, tal como había sentenciado la bruja, enloqueció como
los demás. Y… ¿sabes qué pasó? Pues que los perturbados ciudadanos
comenzaron a aplaudir porque pensaron que al fin el rey ya era como ellos, es
decir… ¡que había recobrado la razón!
CIRUELAS POR BASURA

Érase una vez un campesino que se ganaba la vida cultivando hortalizas y frutas
que luego vendía en el mercado. Con el dinero que obtenía, compraba todo lo
necesario para sacar adelante a su mujer y a su hijo. El hombre era muy feliz porque
tenía una esposa estupenda y se sentía muy orgulloso de su hijo, un chico fantástico
siempre dispuesto a ayudar en las duras labores del campo y a colaborar en todo
lo que hiciera falta. Además de trabajador, el joven era muy educado, sensible y
buena persona. Tenía 28 años y el matrimonio creía que ya era hora de que
conociese a la persona adecuada para casarse y formar su propia familia ¡Además,
los dos estaban deseando ser abuelos! Solo había un problemilla: el chico era muy

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tímido con las mujeres y todavía no se había enamorado nunca de ninguna. El padre
pensó que podía echarle una mano y se propuso encontrar una buena chica para
su amado hijo. Un buen día, sin decir nada a nadie, cogió un enorme saco y lo llenó
de jugosas ciruelas amarillas que él mismo había recogido la tarde anterior.
Después lo metió en un pequeño carruaje que enganchó a su viejo caballo y se fue
al pueblo más cercano. Se dirigió a la plaza donde estaba el mercado y vio que
estaba repleta de gente. Se situó en el centro y empezó a gritar como un descosido
para que se le escuchara bien:
– ¡Cambio ciruelas por basura! ¡Cambio ciruelas por basura!
Aparentemente el campesino proponía un intercambio genial, así que como es
lógico, todas las mujeres del pueblo empezaron a barrer y a limpiar sus casas para
acumular la mayor cantidad de basura posible y cambiarla por fruta. Imagínate la
extraña escena: las señoras se acercaban al campesino cargadas con las bolsas,
este las recogía, y a cambio les daba exquisitas ciruelas. Cuando terminaba, se
subía al caballo, se iba a otro pueblo, buscaba la plaza más concurrida y repetía la
operación.
– ¡Cambio ciruelas por basura! ¡Cambio ciruelas por basura!
La propuesta volvía a surtir el efecto deseado: todas las mujeres se ponían a
recoger la porquería que tenían desperdigada por la casa, llenaban varias bolsas y
se la llevaban al campesino, que muy generoso, les regalaba kilos de ciruelas ¡Para
ellas el trato no podía ser más ventajoso! Ocurrió que llegó a un pueblo en el que
nunca había estado, y al igual que en las ocasiones anteriores, buscó el lugar donde
estaba la muchedumbre y empezó a anunciar su oferta.
– ¡Cambio ciruelas por basura! ¡Cambio ciruelas por basura!
Una vez más las mujeres se pusieron a limpiar sus casas y salieron entusiasmadas
con las bolsas repletas de desperdicios. Todas, excepto una preciosa muchacha
que se acercó al campesino con una bolsita muy pequeña, más o menos del tamaño
de un monedero.
– ¡Vaya, jovencita, qué poca basura me traes!
La chica, un poco avergonzada, le explicó:
– Lo siento, pero es que yo barro y recojo todos los días la casa porque me gusta
tenerla bonita y aseada ¡Esto es lo único que he podido reunir!
El hombre intentó disimular su emoción.
– ¿Cómo te llamas?
– Mi nombre es Irina, señor.
– ¿Estás casada, Irina?
La chica se puso colorada como un tomate.
– No, no lo estoy; trabajo mucho y aún no he conocido a ningún chico que merezca
la pena, pero sé que algún día me casaré y formaré una familia numerosa porque
¡me encantan los niños!
El campesino se quedó encandilado por su dulzura y tuvo claro que era la chica
perfecta para su hijo, justo lo que estaba buscando ¡Su plan había funcionado!
Le cogió las manos con afecto, la miró a los ojos, y se lo confesó todo.
– Irina, tengo algo que decirte: he montado todo este tinglado de cambiar basura
por ciruelas con el fin de encontrar una mujer buena y hacendosa. Tú eres la única
que vino a mí con una bolsa pequeñita porque tu casa está siempre limpia y

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reluciente; en ella no hay basura acumulada y eso me demuestra que eres
trabajadora, cuidas tus cosas y te preocupas por lo que te rodea.
– Ya, pero… ¿para qué quiere encontrar una chica como yo?
– Pues porque tengo un hijo maravilloso que está deseando casarse y formar una
familia, pero el pobre trabaja tanto que nunca tiene tiempo para conocer muchachas
de su edad. Por lo que acabas de contarme a ti te pasa lo mismo, así que creo que
no sería mala idea que os conocierais.
– No, no sería mala idea…
– ¡Pues no se hable más! Te invito a merendar a mi casa ¡Me da en la nariz que os
vais a caer muy bien!
– ¡De acuerdo! Me vendrá bien tomarme una tarde libre y hacer un nuevo amigo.
El hijo del campesino estaba podando unas rosas en la entrada cuando vio aparecer
a su padre a caballo, acompañado de una mujer desconocida pero realmente
hermosa. Al llegar junto a él, ambos se bajaron del caballo.
– Hijo mío, esta es Irina, una nueva amiga que quiero presentarte. La he invitado a
merendar con nosotros para que la conozcas y de paso pruebe el riquísimo bizcocho
de naranja que prepara tu madre ¿Te parece bien?
Ni el joven ni Irina escucharon lo que el campesino estaba diciendo porque el
flechazo fue instantáneo y ambos se quedaron totalmente embobados mirándose a
los ojos, ajenos al resto del mundo. El campesino se dio cuenta y se alejó en silencio
con una sonrisa en los labios. Sabía que los jóvenes acababan de enamorarse y
todo gracias a la curiosa prueba de cambiar ciruelas por basura.
EL CAMINANTE INTELIGENTE

Tras varias horas caminando bajo el sol un hombre pasó por una pequeña granja,
la única que había en muchos kilómetros a la redonda. El olorcillo a cocido llegó
hasta su nariz y se dio cuenta de que tenía un hambre de lobo. Llamó a la puerta y
el dueño de la casa, bastante antipático, le abrió.
– Buenas tardes, señor.
– ¿Quién es usted y qué busca por estos lugares?
– No se asuste, soy un simple viajero que va de paso. Me preguntaba si podría
invitarme a un plato de comida. Estoy muerto de hambre y no hay por aquí ninguna
posada donde tomar algo caliente.
El granjero no se compadeció y para quitárselo de encima le dijo en un tono muy
despectivo:
– ¡Pues no, no puedo! Son las cinco y mi esposa y yo ya hemos comido ¡En esta
casa somos muy puntuales y estrictos con los horarios, así que no voy a hacer
ninguna excepción! ¡Váyase por donde vino!
El hombre se quedó chafado, pero en vez de venirse abajo, reaccionó con astucia;
justo cuando el granjero iba a darle con la puerta en las narices, sacó un billete de
cinco pesos del bolsillo de su pantalón y se lo dio a un niño que jugaba en la entrada.

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– ¡Toma, guapo, para que juegues! ¡Si quieres otro dímelo, que tengo muchos de
estos!
El granjero vio de reojo cómo el desconocido le regalaba un billete de los gordos a
su hijo y pensó:
– “Este tipo debe ser rico y eso cambia las cosas… ¡Le invitaré a entrar!”
Abrió la puerta de nuevo y con una gran sonrisa en la cara, le dijo muy
educadamente:
– ¡Está bien, pase! Mi mujer le preparará algo bueno que llevarse a la boca.
– ¡Oh, es usted muy amable, gracias!
Aguantando la risa, el viajero pasó al comedor y se sentó a la mesa ¡Había echado
el anzuelo y el pez había picado! Mientras, el granjero, un poco nervioso, entró en
la cocina para hablar con su mujer. En voz baja, le dijo:
– Creo que este desconocido está forrado de dinero porque le ha regalado a nuestro
hijo un billete de cinco pesos ¡y le escuché decir que tiene muchos más!
– ¿En serio?… Pues entonces no podemos dejarle escapar ¡Tenemos que
aprovecharnos de él como sea!
– ¡Sí! Vamos a intentar que esté lo más contento posible y ya se me ocurrirá algo.
El granjero y su mujer adornaron la mesa con flores y sirvieron la comida en platos
de porcelana fina que se sintiera como un rey, pero el viajero sabía que tanta
atención no era ni por caridad ni por amabilidad, sino que lo hacían por puro interés,
porque pensaban que era rico y querían quedarse con parte de su dinero ¡El plan
había surtido efecto porque era lo que él quería que pensaran!
– Señora, este es el mejor arroz con pollo que he comido en toda mi vida ¡Tiene
usted manos de oro para la cocina!
– ¡Muchas gracias, me alegro mucho de que le guste! ¿Le apetece un café con
bizcocho de manteca?
– Si no es molestia, acepto encantado su invitación.
– ¡Claro que no, ahora mismo se lo traigo!
El postre estaba para chuparse los dedos y el humeante café fue el colofón perfecto
a una comida espectacular.
– Muchas gracias, señores, todo estaba realmente delicioso. Y ahora si me
disculpan, necesito ir al servicio… ¿Podrían indicarme dónde está?
– ¡Claro, faltaría más! El retrete está junto al granero; salga que en seguida lo verá.
– Muchas gracias, caballero, ahora mismo vuelvo.
El astuto viajero salió de la casa con la intención de no volver. Afuera, junto a las
escaleras de la entrada, seguía jugando el niño; parecía muy entretenido haciendo
un avión de papel con el billete que un par de horas antes le había regalado. Se
acercó a él y de un tirón, se lo quitó.
– ¡Dame ese billete, chaval, que ya has jugado bastante!
Lo guardó en el bolsillo, rodeó la casa y echó a correr.
– ¡Tengo que largarme antes de que los muy tontos se den cuenta de que les he
engañado!
Y así, con el buche lleno y partiéndose de risa, el viajero se fue para siempre,
contento porque había conseguido burlar a quienes habían querido aprovecharse
de él.

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PAJARITO REMENDADO

En un recóndito bosque cientos de pajaritos diferentes entonaban cada día sus más
lindas melodías. Los había de toda clase y condición. Algunos, por ejemplo, tenían
el trino grave y elegante, mientras que otros cantaban en un tono tan dulce como el
de un flautín. También había mucha variedad según el color: pajaritos marrones,
pajaritos blanquiazules, pajaritos verdes con el pico moteado… Entre ellos había
uno que era muy popular porque había tenido la suerte de nacer con un plumaje
espectacular, con más colores que el mismísimo arco iris. Era el pájaro más bello,
pero también el que más envidias despertaba. Un día, una urraca negra que se
moría de celos, le gritó con su característica voz rota y desagradable:
– ¡Cra cre cri, Pajarito Remendado, cri cro cru! ¡Cra cre cri, Pajarito Remendado, cri
cro cru!
El pajarito ni la miró, pero la urraca siguió burlándose de él.
– A partir de ahora te llamaré Pajarito Remendado ¿sabes por qué?… Pues porque
tienes una pluma de cada color y parece que llevas un traje viejo lleno de remiendos
¡Cri cro cru!
Al pajarito no le importó y con el mote de Pajarito Remendado se quedó. Una
mañana de sol, Pajarito Remendado se posó en la rama de uno de los árboles más
altos del bosque. Estaba cantando alegremente cuando, de repente, un águila
siniestra planeó sobre él, lo agarró por sorpresa con su fuerte pico y se lo llevó
volando. El pobre Pajarito Remendado sintió cómo suelo se alejaba y se difuminaba
cada vez más. Temblaba como un flan y pensaba que era el fin de su vida.
– ¡Oh, no! Me temo que esta noche las crías del águila van a cenar un suculento
pajarillo de colores… ¡Y yo soy esa cena!
Mientras tanto abajo en el bosque se montó un tremendo revuelo. Todos los
pajaritos, que apreciaban mucho a Pajarito Remendado, comenzaron a chillar y a
llorar cuando vieron que el águila se llevaba a su querido amigo.
– ¡El águila ha raptado a Pajarito Remendado!
– ¡Tenemos que hacer algo!
– ¡Pobre Pajarito Remendado, no se lo merece!
– ¡Conseguiremos que esa ladrona lo libere!
Pajarito Remendado, que tenía muy buen oído, escuchaba los llantos desesperados
de sus amigos mientras notaba la insoportable presión del pico del águila sobre su
frágil cuerpecillo. Le quedaba poco tiempo y tenía que encontrar una manera rápida
y eficaz de zafarse de la situación ¡Era cuestión de vida o muerte! Pensó a toda
velocidad y se dio cuenta de algo muy importante: la única oportunidad que tenía
de salvar su vida era consiguiendo que el águila abriera el pico, así que fue a por
todas.
– Señora águila ¿está oyendo lo que dicen esos pájaros ahí abajo? ¡La están
insultando! ¡La están llamando ladrona! ¿Acaso no va a contestarles?
El águila siguió batiendo las alas haciendo como que no escuchaba los abucheos.

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– ¡Devuélvenos a nuestro amigo!
– ¡Esto es vergonzoso! ¡Abusadora!
– ¡Maldita águila, suéltalo de una vez!
Pajarito Remendado se iba quedando sin fuerzas y poco faltaba para llegar al nido
donde esperaban los aguiluchos hambrientos ¡Tenía que seguir intentándolo!
– Señora águila… ¿No los oye? ¡Pero dígales algo! Si yo fuera la reina de las aves
no consentiría que me insultaran ¡Por favor, hágase valer!
Ahora sí que el águila se sintió herida en su orgullo ¡Ella era la reina del cielo, la
más respetada y admirada de todas las aves del mundo y no podía consentir que la
criticaran! Su paciencia se terminó. Harta de insultos y de que la llamaran de todo
menos bonita, pegó un grito que hizo temblar a las nubes:
– ¡Idos a freír espárragos y meteos en vuestros asuntos, panda de cotillas! ¡Yo soy
el águila real y hago lo que me da la real gana!
¡El águila cayó en la trampa! Para responder la muy insensata abrió el pico y Pajarito
Remendado quedó libre. Durante unos segundos el frágil pajarillo se balanceó a
merced del viento pero enseguida se enderezó, abrió sus alitas y voló hacia dónde
estaban sus amigos, que emocionados, corrieron a abrazarlo. Pajarito Remendado
había conseguido salvarse gracias a su ingenio y ahora estaba de nuevo con sus
compañeros del bosque, riéndose y cantando como siempre. A partir de ese día
Pajarito Remendado no sólo fue famoso por su plumaje de mil colores y por su
peculiar mote, sino también por su valentía y capacidad para salir de situaciones
difíciles.
EL ÁGUILA Y LA TORTUGA

Érase una vez una tortuga que vivía muy cerca de donde un águila tenía su nido.
Cada mañana observaba a la reina de las aves y se moría de envidia al verla volar.
– ¡Qué suerte tiene el águila! Mientras yo me desplazo por tierra y tardo horas en
llegar a cualquier lugar, ella puede ir de un sitio a otro en cuestión de segundos
¡Cuánto me gustaría tener sus magníficas alas!

El águila, desde arriba, se daba cuenta de que una tortuga siempre la seguía con la
mirada, así que un día se posó a su lado.
– ¡Hola, amiga tortuga! Todos los días te quedas pasmada contemplando lo que
hago ¿Puedes explicarme a qué se debe tanto interés?
– Perdona, espero no haberte parecido indiscreta… Es tan sólo que me encanta
verte volar ¡Ay, ojalá yo fuera como tú!
El águila la miró con dulzura e intentó animarla.
– Bueno, es cierto que yo puedo volar, pero tú tienes otras ventajas; ese caparazón,
por ejemplo, te protege de los enemigos mientras que yo voy a cuerpo descubierto.
La tortuga respondió con poco convencimiento.
– Si tú lo dices… Verás, no es que me queje de mi caparazón pero no se puede
comparar con volar ¡Tiene que ser alucinante contemplar el paisaje desde el cielo,

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subir hasta las nubes, sentir el aire fresco en la cara y escuchar de cerca el sonido
del viento justo antes de las tormentas!
La tortuga tenía los ojos cerrados mientras imaginaba todos esos placeres, pero de
repente los abrió y en su cara se dibujó una enorme sonrisa ¡Ya sabía cómo cumplir
su gran sueño!
– Escucha, amiga águila ¡se me ocurre una idea! ¿Qué te parece si me enseñas a
volar?
El águila no daba crédito a lo que estaba escuchando.
– ¿Estás de broma?
– ¡Claro que no! ¡Estoy hablando completamente en serio! Eres el ave más
respetada del cielo y no hay vuelo más estiloso y elegante que el tuyo ¡Sin duda
eres la profesora perfecta para mí!
El águila no hacía más que negar con la cabeza mientras escuchaba los desvaríos
de la tortuga ¡Pensaba que estaba completamente loca!
– A ver, amiga, déjate de tonterías… ¿Cómo voy a enseñarte a volar? ¡Tú nunca
podrás conseguirlo! ¿Acaso no lo entiendes?… ¡La naturaleza no te ha regalado
dos alas y tienes que aceptarlo!
La testaruda tortuga se puso tan triste que de sus ojos redondos como lentejitas
brotaron unas lágrimas que daban fe de que su sufrimiento era verdadero.
Con la voz rota de pena continuó suplicando al águila que la ayudara.
– ¡Por favor, hazlo por mí! No quiero dejar este mundo sin haberlo intentado. No
tengo alas pero estoy segura de que al menos podré planear como un avión de
papel ¡Por favor, por favor!
El águila ya no podía hacer nada más por convencerla. Sabía que la tortuga era una
insensata pero se lo pedía con tantas ganas que al final, cedió.
– ¡Está bien, no insistas más que me vas a desquiciar! Te ayudaré a subir pero tú
serás la única responsable de lo que te pase ¿Te queda claro?
– ¡Muy claro! ¡Gracias, gracias, amiga mía!
El águila abrió sus grandes y potentes garras y la enganchó por el caparazón. Nada
más remontar el vuelo, la tortuga se volvió loca de felicidad.
– ¡Sube!… ¡Sube más que esto es muy divertido!
El águila ascendió más alto, muy por encima de las copas de los árboles y dejando
tras de sí los picos de las montañas.
¡La tortuga estaba disfrutando como nunca! Cuando se vio lo suficientemente arriba,
le gritó:
– ¡Ya puedes soltarme! ¡Quiero planear surcando la brisa!
El águila no quiso saber nada pero obedeció.
– ¡Allá tú! ¡Que la suerte te acompañe!
Abrió las garras y, como era de esperar, la tortuga cayó imparable a toda velocidad
contra el suelo ¡El tortazo fue mayúsculo!
– ¡Ay, qué dolor! ¡Ay, qué dolor! No puedo ni moverme…
El águila bajó en picado y comprobó el estado lamentable en que su amiga había
quedado. El caparazón estaba lleno de grietas, tenía las cuatro patitas rotas y su
cara ya no era verde, sino morada. Había sobrevivido de milagro pero tardaría
meses en recuperarse de las heridas.
El águila la incorporó y se puso muy seria con ella.

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– ¡Traté de avisarte del peligro y no me hiciste caso, así que aquí tienes el resultado
de tu estúpida idea!
La tortuga, muy dolorida, admitió su error.
– ¡Ay, ay, tienes razón, amiga mía! Me dejé llevar por la absurda ilusión de que las
tortugas también podíamos volar y me equivoqué. Lamento no haberte escuchado.
Así fue cómo la tortuga comprendió que era tortuga y no ave, y que como todos los
seres vivos, tenía sus propias limitaciones. Al menos el porrazo le sirvió de
escarmiento y, a partir de ese día, aprendió a escuchar los buenos consejos de sus
amigos cada vez que se le pasaba por la cabeza cometer alguna nueva locura.
Moraleja: La tortuga despreció la advertencia de su prudente amiga y las
consecuencias fueron desastrosas. Esta fábula nos enseña que en la vida, antes de
actuar, debemos valorar los consejos de la gente buena y sensata que nos quiere.
EL REY CONFIADO

Hace muchos años, en un reino pequeño pero muy próspero, gobernaba un rey
justo y bondadoso que era muy querido por su pueblo. El monarca estaba muy
orgulloso de que las cosas fueran bien por su territorio pero había una cuestión que
le tenía constantemente preocupado: era consciente de que tenía un carácter
demasiado confiado y le abrumaba pensar que en cualquier momento podía
aparecer un desalmado que se aprovechara de su bondad.
Un día, durante la cena, le dijo a su esposa:
– Me considero buena persona y tengo miedo de que alguien me traicione ¿Qué
puedo hacer, amor mío, para solucionar este tema que tanto me agobia?
– Querido, si te sientes inseguro, deja que alguien te ayude y te aconseje en las
situaciones difíciles.
– ¡Tienes toda la razón! Ya sé lo que haré: nombraré un consejero para que me
avise cuando alguien intente hacerme una jugarreta ¡Será mi mejor colaborador y
amigo!
– ¡Eso está muy bien!
– Sí, pero debo tener cuidado a la hora de elegir a la persona adecuada. Ha de ser
el hombre más inteligente del reino para que nadie pueda engañarle tampoco a él.
Dicho esto, el rey abandonó el comedor y reunió a cincuenta mensajeros reales en
el salón del trono.
– Os he mandado llamar porque quiero que recorráis todas las ciudades, pueblos y
aldeas anunciando a mis súbditos que busco a la persona más inteligente del reino.
Entre todos los que acudan a mi llamada elegiré a mi futuro consejero, a mi hombre
de confianza. Decidles que yo, el rey, les espero en esta misma sala dentro de una
semana.
¡No había tiempo que perder! Todos los mensajeros montaron en sus caballos y
difundieron la noticia por los lugares más remotos. Siete días después, decenas de
candidatos se reunieron en torno al monarca deseando escuchar lo que tenía que
decirles.

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Había aspirantes para todos los gustos: jóvenes, ancianos, comerciantes, médicos,
orfebres, pescadores… Todos muy ilusionados por conseguir un cargo tan
importante.
El rey, sentado en su trono dorado, les habló en voz alta y firme:
– Imagino que cada uno de vosotros sois personas realmente inteligentes, pero
como sabéis, sólo puedo quedarme con uno. Quien logre superar el reto que voy a
plantear, será nombrado consejero real.
El silencio en la sala era tal que podía escucharse el zumbido de una mosca. El rey
continuó con su discurso.
– La prueba es la siguiente: yo estoy sentado en mi trono y no pienso levantarme
mientras vosotros estéis en la sala, pero el que consiga convencerme de que lo
haga, el que consiga que me ponga en pie, se quedará con el cargo.
Durante un par de horas los aspirantes al puesto, utilizando todas las tretas posibles,
intentaron persuadir al rey. Ninguno consiguió que levantara sus reales posaderas
del trono. Cuando parecía que el desafío del rey no había servido para nada, un
tímido muchacho que todavía no había dicho ni mu apareció de entre las sombras
y se le acercó.
– Me presento, alteza. Mi nombre es Yeshi.
– Te escucho, Yeshi.
– Quiero hacerle una pregunta: ¿Cree usted que alguien puede obligarle a cruzar la
puerta y salir de este salón?
El rey se quedó atónito.
– ¡¿Cómo va a obligarme alguien a salir de aquí?! ¡Soy el rey y sobre mí no manda
nadie!
Para su sorpresa y la de todos los allí reunidos, Yeshi le replicó con absoluta
tranquilidad:
– ¡Yo sí puedo!
El rey apretó los puños intentando contener la rabia, pero le podía tanto la curiosidad
que siguió escuchando el razonamiento del chico.
Yeshi señaló la puerta de entrada al salón.
– Señor, ahora imagine que usted y yo ya estamos fuera de este salón ¿Qué me
daría si consigo convencerle de que entre de nuevo?
El rey contestó sin pensar bien las consecuencias:
– ¡Te nombraría mi consejero!
Yeshi, con una sonrisa, le animó:
– ¡Muy bien! ¿Por qué no lo intentamos y salimos de dudas?
El rey, pensando que el reto era muy fácil porque tenía clarísimo que nadie iba a
obligarle a entrar en el salón si no quería, aceptó la propuesta del joven y se levantó
de un saltito para salir por la puerta.
En cuanto dio tres pasos se coscó de la inteligente jugada de Yeshi. Frenó en seco,
se giró hacia el muchacho y guiñándole un ojo le dijo:
– ¡Ciertamente eres muy listo! Has conseguido desviar mi atención para que yo, sin
darme cuenta, me levantara del trono ¡Has superado el reto y si alguien merece el
puesto eres tú! A partir de ahora vivirás en palacio y me ayudarás día y noche como
consejero y buen amigo.
Yeshi se sintió muy honrado y recibió un sonoro aplauso como reconocimiento a su
sagacidad.

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Dedicatorias:
“Todo esto viene a significar que la lectura deberá estar en los currículos, con la valoración
que merece y necesita, y, por tanto, con su auténtico peso horario.
La mayor parte de las actividades relacionadas con la lectura habrán de hacerse durante
la lectura y después de ella. La animación, por lo general, se entiende como previa la lectura.
Y para ello debemos comenzar por plantearnos muy seriamente la devaluación didáctica
que supone el hecho de que la lectura sea una actividad para los momentos de ocio (recreos,
cuando llueve, alternativa a la clase de religión...) y para los tiempos muertos (cuando se
acaba un trabajo se lee), porque entonces el mensaje está claro: la lectura es una cosa de
importancia menor, lo verdaderamente importante es lo otro”.
Xabier P. Docampo, 2002.

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Bibliografía:
1. https://www.mundoprimaria.com/cuentos-largos/
2. https://www.mecd.gob.es/inee/dam/jcr:7fb01c19-5515-
48a0-b020-38a0cde1ef03/lalecturapirls0.pdf
3. http://elblogdepizcadepapel.blogspot.com/
4. http://perdidosporlalectura.blogspot.com/
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