prosas— es idéntica a la nuestra. Por eso le entendemos: porque él, por fin, da una
lengua a nuestra intimidad y logramos entendernos a nosotros mismos. De aquí, el
estupendo hecho de que el placer suscitado en nosotros por la poesía y la admiración
que el poeta nos suscita proviene, paradójicamente, de parecernos que nos plagia.
Todo lo que él nos dice lo habíamos «sentido» ya, sólo que no sabíamos decírnoslo.
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El poeta es el truchimán del Hombre consigo mismo.
«Verdad», «averiguación» debió ser el nombre perdurable de la filosofía. Sin
embargo, sólo se la llamó así en su primer instante, es decir, cuando aún la «cosa
misma» —en este caso, el filosofar— era una ocupación nueva, que las gentes no
conocían aún, que no tenía todavía existencia pública y no podía ser vista desde
fuera. Era el nombre auténtico, sincero que el filósofo primigenio da en su intimidad
a eso que se sorprendió haciendo y que para él mismo no existía antes. Está él solo
con la realidad —«su filosofar»— delante, en estado de gracia frente a ella, y le da,
sin precaución social ninguna, inocentemente, su verdadero nombre como haría el
poeta «terrible» que es un niño.
Mas, tan pronto como el filosofar es un acontecimiento que se repite, es una
ocupación que empieza a ser algo habitual y la Gente empieza a verla desde fuera —
que es como la gente ve siempre todo—, la situación varía. Ya el filósofo no está sólo
con la cosa en la intimidad de su filosofar, sino que además es, como tal filósofo, una
figura pública lo mismo que el magistrado, el sacerdote, el médico, el mercader, el
soldado, el juglar, el verdugo. El irresponsable e impersonal personaje que es el
contorno social, el monstruo de n + 1 cabezas que es la gente, comienza a reobrar
ante esa nueva realidad: el «averiguador», es decir, el filósofo. Y como el ser de este
—su filosofar— es una faena humana mucho más íntima que todos aquellos otros
oficios, el choque entre la publicidad de su figura social y la intimidad de su
condición es mayor. Entonces a la palabra «alétheia», «averiguación», tan ingenua,
tan exacta, tan trémula y niña aún de su reciente nacimiento, empiezan a «pasarle
cosas». Las palabras, al fin y al cabo modos del vivir humano, tienen ellas también su
«modo de vivir». Y como todo vivir es «pasarle a alguien cosas», un vocablo, apenas
nacido, entra hasta su desaparición y muerte en la más arriscada serie de aventuras,
unas favorables y otras adversas.
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Inventado el nombre «alétheia» para uso íntimo, era un nombre en que no están
previstos los ataques del prójimo y, por tanto, indefenso. Mas apenas supo la gente
que había filósofos, «averiguadores», comenzó a atacarlos, a malentenderlos, a
confundirlos con otros oficios equívocos, y ellos tuvieron que abandonar aquel
nombre, tan maravilloso como ingenuo, y aceptar otro, de generación espontánea,
infinitamente peor, pero… más «práctico», es decir, más estúpido, más vil, más
cauteloso. Ya no se trataba de nombrar la realidad desnuda «filosofar», en la soledad
del pensador con ella. Entre ella y el pensador se interponen los prójimos y la gente
—personajes pavorosos— y el nombre tiene que prevenir dos frentes, mirar a dos
lados —la realidad y los otros hombres—, nombrar la cosa no sólo para uno, sino
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