A lo largo de su vida, nunca había temido nada ni a nadie; ahora, sin embargo, experimentaba el
miedo por primera vez a causa de ella; porque quizá todos tenían razón y, con la decisión de
desposarla, le causaba daño. Cada noche, al regresar al hotel, mientras Ahmed Yamani contestaba
llamadas telefónicas y leía la correspondencia, él se paseaba por la habitación con la ansiedad de
una fiera enjaulada. Se daba una ducha fría y, luego, envuelto en su bata, se echaba en el sillón a
desgranar los abalorios de su masbaha en busca de sosiego.
«Este no soy yo», se decía, y no lo era desde hacía casi un año, desde aquella noche en la fiesta de
la Independencia venezolana cuando sus ojos descubrieron en un rincón de la sala al ser
fascinante y luminoso que arruinaría la paz de su existencia. Descollaba en medio de tanto oropel
gracias a la pureza de su mirada y de su belleza. Contemplaba el boato con superioridad y, sin
embargo, nada en ella lucía presuntuoso; hablaba con decisión, pese a que sus movimientos no
dejaban de ser sumamente gráciles y femeninos. Y cuando la vio bailar, la habría arrancado de
manos del inexperto que la conducía, que osaba tocar ese cuerpo espigado y tierno, que él ya
había decidido, le pertenecía. Francesca se había vuelto su obsesión desde esa noche en adelante,
y el haberla poseído no sofocaba la revolución de sentimientos y sensaciones sino que la
recrudecía, pues quería más, la quería toda para él. No le gustaba el cariz que tomaba la situación,
pues, por primera vez en sus treinta y seis años, dependía de alguien para vivir.
Por eso se había impuesto, como una especie de cilicio alrededor del corazón, atender primero los
asuntos de gobierno y luego encontrarse con ella.
Llegó al antiguo palacio del rey Abdul Aziz, que ahora Saud usaba como lugar de trabajo, pues para
él y su familia había hecho construir una descomunal residencia en el barrio Malaz, el de la clase
alta de Riad. El viejo palacio, con la imponencia y sobriedad de una típica fortaleza medieval,
construida con adobe y piedra, pobre en ventanas y aberturas, era, sin embargo, el lugar más
querido de Kamal, pletórico de recuerdos de la infancia, una etapa feliz de su vida.
Traspuso el portón rastrillo y estacionó su Jaguar cerca de la entrada principal, donde el guardia,
después de una reverencia espartana, le indicó que lo esperaban en el despacho del rey. Kamal,
que tenía la esperanza de no toparse con su hermano, caminó resignado por el patio
embaldosado, escenario de sus juegos con Faisal y Mauricio. A la entrada del despacho, saludó con
afecto a los guardaespaldas de Saud, El-Haddar y Abdel, apostados como pilares sobre las jambas
de la puerta. Esclavos de la familia primero, al manumitirlos en 1953, no habían querido
abandonar al rey Abdul Aziz, por quien profesaban una devoción ciega, y él los nombró sus
guardaespaldas. Fieles hasta la muerte, habían demostrado arrojo en varias ocasiones: en el
atentado de 1950, por ejemplo, donde El-Haddar perdió un ojo, que orgullosamente cubría con un
parche negro, mientras Abdel debió luchar entre la vida y la muerte durante tres días a causa de
las heridas en el estómago. Como ya no estaban para esos trotes, Saud los conservaba como
chóferes o recaderos, pero siempre a su lado, pues en nadie confiaba más que en esos dos. Se
decía que si se deseaba conocer o saber algo acerca del rey y de sus secretos se debía preguntar a
Abdel o a El-Haddar; ahora bien, que alguno soltara prenda era harina de otro costal, pues, se
aseguraba, ni las torturas más aberrantes los habrían ablandado.