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—Glaro que lo digo —declaró aquel horror, repantigándose en su silla y estirando muchísimo
las piernas—. Digo Moissart, Voissart, Croissart y Froissart. Pero Monsieur Froissart sí era lo que
ustedes llaman estúbido... pues salió de la bella France para fenir a esta estúbida América... y cuando
estuvo aquí nació su hijo que es todavía más estúbido, muchísimo más estúbido... según oigo decir,
bues todavía no he tenido el placer de gonocerlo bersonalmente... ni yo ni mi amiga, Madame
Stéphanie Lalande. Sé que se llama Napoleón Bonaparte Froissart... y supongo que ahora usdé dirá
que tamboco ése es un egcelente y respetable nombre.
Fuera la extensión o la naturaleza de este discurso, el hecho es que pareció provocar una
excitación asombrosa en Mrs. Simpson. Apenas lo hubo terminado con gran trabajo, saltó de su silla
como si la hubiesen hechizado y al hacerlo dejó caer al suelo un enorme polisón. Ya de pie, hizo
chasquear sus desnudas encías, agitó los brazos, mientras se arremangaba y sacudía el puño
delante de mi cara, y terminó sus demostraciones arrancándose la toca, y con ella una inmensa
peluca del más costoso y magnífico cabello negro, todo lo cual arrojó al suelo con un alarido y se
puso a pisotear y a patear en un verdadero fandango de arrebato y de enloquecida rabia.
Entretanto yo me había desplomado en el colmo del horror en la silla vacía.
—¡Moissart y Voissart! —repetía enmimismado, mientras asistía a las cabriolas y piruetas—.
¡Croissart y Froissart! ¡Moissart, Voissart, Croissart... y Napoleón Bonaparte Froissart! Pero,
entonces, inefable serpiente... ¡Pero si se trata de mí! ¡De mí! ¿Oye usted?
¡De mí...! —continué, vociferando con todas mis fuerzas—. ¡Yo soy Napoleón Bonaparte
Froissart, y que me confunda por toda la eternidad si no acabo de casarme con mi tatarabuela!
En efecto, Madame Eugènie Lalande, quasi Simpson y anteriormente Moissart, era mi
tatarabuela. Había sido hermosísima en su juventud, y todavía ahora, a los ochenta y dos años,
conservaba la estatura majestuosa, la escultural cabeza, los hermosos ojos y la nariz griega de su
doncellez. Con ayuda de ello, polvos de arroz, carmín, peluca, dentadura postiza, falsa tournure y
las más hábiles modistas de París, lograba mantener una respetable posición entre las bellezas un
peu passées de la metrópoli francesa. En ese sentido, merecía ciertamente compararse a la
celebérrima Ninon de l’Enclos.
Era inmensamente rica, y al quedar viuda por segunda vez, y sin hijos, recordó que yo vivía en
Norteamérica, y dispuesta a convertirme en su heredero se encaminó a los Estados Unidos
acompañada de una parienta lejana de su segundo esposo, llamada Stéphanie Lalande.
En la ópera, la atención de mi tatarabuela se vio reclamada por mi insistente escrutinio de su
persona; cuando a su vez me examinó con ayuda de los gemelos parecióle notar en mí un aire de
familia. Muy interesada y no ignorando que el heredero que buscaba vivía en la ciudad, quiso saber
algo acerca de mi persona. El caballero que la acompañaba me conocía y le dijo quién era. Sus
palabras renovaron su interés y la indujeron a repetir su escrutinio, fue este gesto el que me dio la
audacia suficiente para conducirme en la forma imprudente que he narrado. Cuando me devolvió el
saludo, lo hizo pensando que, por alguna rara coincidencia, yo había descubierto su identidad. Y
cuando, engañado por mi miopía y las artes de tocador sobre la edad y los encantos de la extraña
dama, pregunté con tanto entusiasmo a Talbot quién era, mi amigo supuso que me refería a la belleza
más joven, como es natural, y me contestó sin faltar a la verdad, que era «la célebre viuda, Madame
Lalande».
A la mañana siguiente, mi tatarabuela se encontró en la calle con Talbot, a quien conocía desde
hacía mucho en París, y, como es natural, la conversación versó sobre mí. Aclaróse entonces la
cuestión de mi defecto visual, pues era bien conocido, aunque yo no estuviera enterado de ello. Para
su gran pesar, mi excelente tatarabuela se dio cuenta de que se había engañado al suponerme
enterado de su identidad, y que, en cambio, había estado poniéndome en ridículo al expresar
públicamente mi amor por una anciana desconocida.
Dispuesta a castigarme por mi imprudencia, urdió un plan en connivencia con Talbot.
Decidieron que éste se marcharía, a fin de no verse obligado a presentarme. Mis averiguaciones en
la calle sobre «la hermosa viuda Madame Lalande», eran tomadas por todos como referentes a la
dama más joven; así, la conversación con los tres amigos a quienes encontrara poco después de
salir de casa de Talbot se explica fácilmente, lo mismo que sus alusiones a Ninon de l’Enclos. Nunca
tuve oportunidad de ver en pleno día a Madame Lalande, y en el curso de su soirée musical, mi tonta
resistencia a usar anteojos me impidió descubrir su verdadera edad. Cuando se pidió a «Madame
Lalande» que cantara, todos se referían a la más joven, y fue ésta quien acudió al salón, pero mi