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—Cómo fue exactamente —continuó el capitán manco,
no lo sé, pero al morder la estacha, se le enredaron los dientes y
se quedó atrapado no sé cómo; pero entonces no lo sabíamos,
así que cuando luego remamos para recuperar estacha, ¡paf!,
fuimos a posarnos en su joroba, en vez de en la joroba del otro
pez que salió a barlovento, agitando la cola. Viendo cómo esta-
ba la cosa, y qué ballena más grande y noble era —la más noble
y grande que he visto en mi vida, capitán—, decidí capturarla, a
pesar de que parecía tener una cólera hirviente. Y pensando que
aquella estacha azarosa podía soltarse, o que podría arrancar el
diente que se había enredado (pues tengo una tripulación dia-
bólica para tirar de una estacha), viendo todo eso, digo, salté a
la lancha de mi primer oficial, el señor Mountopp, aquí presen-
te (por cierto, capitán..., el señor Mountopp; Mountopp, el ca-
pitán); como iba diciendo, salté a la lancha de Mountopp, que,
ya ve, estaba borda con borda con la mía, entonces, y agarrando
el primer arpón, se lo tire a ese viejo bisabuelo. Pero, dios mío,
vea, capitán; por todos los demonios, hombre; un momento
después, de repente, me quedé ciego como un murciélago... de
los dos ojos..., todo en niebla y medio muerto de espuma ne-
gra... con la cola de la ballena levantándose derecha, vertical en
el aire, como un campanario de mármol. No servía entonces
echar atrás; pero como yo iba a tientas a mediodía, con un sol
cegador, todo diamantes; mientras iba a tientas, como digo,
buscando el segundo arpón para tirárselo por la borda, cae la
cola co mo una torre de Lima, cortando en dos mi lancha, y
dejando las dos mitades en astillas; y con las aletas por delante,
la joroba blanca retrocedió por el desastre, como si todo fuera
trozos. Todos salimos disparados. Para escapar a sus terribles
azotes me agarré al palo de mi arpón, que llevaba clavado, y por
un momento me sujeté a él como un pez que mama. Pero una
ola, golpeándome, me separó, y en el mismo instante, el bicho,
lanzando un buen arranque hacia delante, se zambulló como un
pez, y el filo de ese segundo arpón maldito, remolcado junto a
mí, me alcanzó por aquí (se apretó con la mano por debajo
mismo del hombro), sí, me alcanzó por aquí, digo, y me bajó a
las llamas del infierno, según creí; cuando en esto, de repente,
gracias a Dios, el filo se abrió paso a través de la carne... a todo
lo largo del brazo..., salió cerca de la muñeca, y yo volví a flo-