cabeza de una serpiente hacia tu cinturón, ¡ay, no!, tus fuertes brazos me rozan, bajan
por mis miembros inferiores, tus manos me acarician, avanzan, palpan el centro de la
voluptuosidad, separan mis rizos plumosos, tu cuerpo se abomba hacia delante, tus
deseos son manifiestos: ¡Poséeme, Belfegor, poséeme!
Mira una vez más, vuelvo a tocar los resortes, mi lecho se desliza más cerca de ti, la
mitad inferior se separa, se abre, lleva consigo mis miembros dispuestos, a cada lado
de ti se separan esas columnas blancas y pulidas, desde el templo que sustentan. Estoy
a tu alcance, tus manos lúbricas y ágiles ya guían el arma de tu lujuria. ¡Oh! ¡Mi amor
demonio! ¡Arremetes, perforas mi cuerpo! El volumen de tu miembro me llena, tu
fogoso glande penetra mi vagina! ¡Arremetes otra vez... ay!
Veo tu lengua burlona, tus pervertidos ojos agitados; tus movimientos me matan,
ahora me posees, Belfegor. ¡Atropella! ¡Empuja! ¡Ah! ¡Ay! No puedo más... muero...
llega tu espasmo, tu esencia me inunda... ¡Ay! ¡Ay!».
En estas anotaciones, que sin duda la princesa apuntó para su propia recreación de los
placeres que s u pervertida imaginación le proporcionaba, es evidente que el
mannequin sólo era una máscara y la cubierta exterior de un cuerpo suficientemente
robusto y alto, o sea que permitía la introducción de un hombre de carne y hueso, que
poniendo sus brazos en las mangas de la figura podía palpar las partes delicadas de la
persona sobre la que debía actuar. Al mismo tiempo, una abertura en sus vestidos,
hecha expresamente, le permitía asomar sus partes pudendas y de ese modo,
levantándose la túnica, el demonio se exhibía en un estado susceptible de aliviar la
delirante pasión que había provocado.
Cualquiera habría pensado que tras un coito tan vigoroso como el descrito, la princesa
Vávara habría quedado, al menos por el momento, satisfecha. Pero éste no era, en
modo alguno, su caso: su fogosidad era excesiva para satisfacerla tan fácilmente.
Tras un breve reposo, volvió a requerir los poderes corpóreos del demonio. A un
nuevo toque del gong, se oyó el mismo ruido de una plataforma descendente y
reapareció la figura, a su disposición. La princesa no se había molestado en levantarse,
aunque para su propia comodidad había cerrado la parte inferior del lecho. A una
pulsación del resorte, la túnica del demonio volvió a levantarse, dejando al descubierto
el miembro que, aunque de dimensiones suficientes para satisfacer las exigencias de la
más lujuriosa, evidentemente no era el mismo que había hecho su aparición en primer
lugar.
A continuación volvió a representarse la misma escena. La princesa tocó un resorte y
el lecho se deslizó hacia la figura. Otro toque al mecanismo y se dividió la mitad
inferior, abriéndose gradualmente, y las dos partes se separaron, con los muslos de la
princesa impúdicamente apoyados en su blanda superficie. Luego entraron en juego
las manos del demonio; buscaron, indudablemente sin asistencia óptica, los tesoros
más secretos de la princesa y después, adaptando el enorme falo a la brecha, se renovó
rápidamente la penetración, se sucedieron los mismos movimientos adelante y atrás, y
muy pronto el demonio, en medio de las más diabólicas muecas, soltó un diluvio de