Gonzalo Moure Maíto Panduro
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montañas, un sol detrás de unas nubes y un lago pequeño, de agua
muy azul.
Panduro, en el penal del Dueso, lo entendió muy bien. Su hijo
Maíto le preguntaba cómo era su prima Palante, la hija de Radamés,
que vivía en Pacillano y montaba siempre a caballo.
Y Panduro respondió con un dibujo en el que se veía a Palante
dentro del lago azul, encima del caballo. Y con otro más pequeño en
el que se veía a Palante a caballo, y un churumbel a su lado que
debía de ser Mutis, el mudito, y una chica de melena negra, aún más
larga que la de Palante, que debía de ser Esperanza, la guapa.
No eran dibujos muy buenos los de Panduro. Al igual que los de
su hijo, eran toscos y simples, hechos a bolígrafo, con manchitas
azules dejadas por la punta del boli sin limpiar. Pero, para Maíto,
era bastante.
Los miraba un rato, cerraba los ojos, y dentro de ellos se le
aparecían Palante y su caballo.
Al principio, Palante era como la del dibujo de Panduro, pero de
pronto la veía de verdad: una niña de mejillas frescas y pelo
húmedo, encima de su caballo, con una sonrisa que le hacía
cosquillas en el corazón, saliendo de la laguna. Y hasta le parecía oír
su voz.
—El caballo se llama Fuego.
Fuego era alazán, reluciente y fuerte, un caballo con ojos grandes
y que echaba el aliento a borbotones.
—¿Ya sabes galopar? —le preguntaba Maíto.
Y Palante se reía, le daba con los talones a Fuego, en la barriga, y
los dos salían por la colina dejando una estela de hierba y barro en el
aire.
Así que Maíto no quería abrir los ojos. Y seguía con ellos
cerrados, y dentro de los párpados Palante le dejaba montar en
Fuego, y Maíto galopaba también por la colina, y era como hacerlo
sobre nubes verdes, y sentía el calor de Fuego entre sus muslos, y la
brisa le silbaba en las orejas.
En esos momentos de felicidad, con los ojos cerrados, Maíto
pensaba que pronto se casaría con Palante, y que tendrían hijos y
vivirían todos en Pacillano, con los Radamés.