No tan terribles libro sobre infancias de Adi Nativ

AylenMarzo 732 views 190 slides Jul 13, 2024
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About This Presentation

No tan terribles libro sobre infancias de Adi Nativ


Slide Content

Índice de contenido
Portadilla
Capítulo 1. Introducción: ¿Por qué cuestionarlo todo?
¿Por qué hablar de crianza respetuosa?
Nuevos paradigmas
La difícil tarea de criar en soledad
Capítulo 2. ¿Una etapa terrible?: “SOS, ¡me cambiaron a mi hijo!”
Entendiendo esta etapa
La crianza no es una carrera de obstáculos
La familia extendida y las pautas de crianza
Capítulo 3. Autonomía e individuación: “Yo solito”
“Tiene mamitis”
Inaugurando la autonomía
Diferenciación, individuación y reconocimiento mutuo
Fomentando la autonomía
Síntesis del capítulo
Capítulo 4. Berrinches: “Se viene el estallido”
“Quiere todo: ¡ya!”
Fisiología del cerebro en esta etapa
“Berrinches”: regulación emocional y manejo de frustraciones
“No pasó nada”
La expresión corporal: cuando pegan o se golpean
Síntesis del capítulo
Capítulo 5. Comunicación y límites: “Le digo que no, lo hace igual y se ríe”
¿Cómo se entiende el “no” en la primera infancia?
Denegación originaria o protodenegación
La (de)construcción de los límites
¿Por qué no aplicar premios y castigos?
Cómo comunicarnos empáticamente con niños y niñas
Síntesis del capítulo
Capítulo 6. Control de esfínteres: “Llega el verano, ¿le saco el pañal?”
Los pañales no se sacan, se dejan

¿Cuáles son las señales?
“¡No se quiere poner el pañal!”
Logros propios, sin premios ni castigos
Síntesis del capítulo
Capítulo 7. Sueño: “¡No se quiere ir a dormir!”
La hora de irse a dormir
El sueño durante esta etapa
¡No quiere dormir solo!
¿Cuándo y cómo descolecho?
Métodos de adiestramiento del sueño
Y las rutinas... ¿son necesarias?
Síntesis del capítulo
Capítulo 8. Lactancia y destete: “¡Toma teta como recién nacido!”
La lactancia materna después del primer año
“Toma teta como un recién nacido”
Huelgas de lactancia
¿Cuándo y por qué destetar?
El destete respetuoso
La agitación por amamantamiento
Lactancia materna y caries
Chupete y mamadera
Síntesis del capítulo
Capítulo 9. Alimentación: “Comía de todo y ahora solo quiere fideos”
La alimentación durante esta etapa
La famosa (y temida) selectividad
La experiencia de comer
Fomentando hábitos saludables
Algunas herramientas para transitar esta etapa
Síntesis del capítulo
Capítulo 10. Explorar y jugar: “¡No se queda quieto un segundo!”
¿Cómo es un deambulador?
Movimiento libre y ambientes facilitadores
La exploración y el juego
Dibujar: la capacidad para dejar marcas
Motricidad y necesidad de contacto
Prevención de accidentes
Juego libre (de prejuicios)
Juego competitivo versus juego colaborativo

Lo lúdico como herramienta en el día a día
¿Cómo usamos la tecnología?
Síntesis del capítulo
Capítulo 11. Socialización: “¿Ya debería ir al jardín?”
Los inicios de la escolarización
Elegir el jardín
El proceso de adaptación o integración
¿Qué es eso de ESI?
La edad de los (inagotables) “¿por qué?”
“No quiere dar besos”
Conflictos entre niños y niñas
“¡Comprame, comprame, comprame!”
La llegada de un hermanito
Síntesis del capítulo
Capítulo 12. Conclusiones: no tan terribles
Conclusiones: no tan terribles
Agradecimientos
Bibliografía

Adí Nativ
Ivana Raschkovan
Noelia Schulz
No tan terribles
Límites y autonomía en la primera infancia. Una mirada desde la crianza respetuosa.

Nativ, Adí
No tan terribles / Adí Nativ ; Ivana Raschkovan ; Noelia Schulz. - 1a ed. - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Planeta, 2020.
Libro digital
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-950-49-7057-6
1. Maternidad. I. Raschkovan, Ivana. II. Schulz, Noelia. III. Título.
© 2020, Adí Nativ, Ivana Raschkovan y Nelia Schulz
Diseño de cubierta e interior: Álvaro Caldelas
Primera edición en formato digital: abril de 2020
ISBN edición digital: 978-950-49-7057-6

A nuestros hijos y nuestras hijas, por enseñarnos
tanto y regalarnos un camino.

Capítulo
1
Introducción
¿Por qué cuestionarlo todo?

¿Por qué hablar de crianza respetuosa?
Este libro nace desde una concepción no tradicional de la crianza: un paradigma que
hoy se conoce como “crianza respetuosa”. Pero ¿qué es la crianza respetuosa? Lo
primero que podemos decir es que, durante muchos siglos, se concibió a la infancia
como un lugar pasivo, inferior y vacío. Un espacio que había que llenar de “límites”,
reglas y conocimientos.
La palabra “infancia” viene del latín infantia que significa, según distintas
traducciones: “el que no habla” o “quien no sabe hablar”. Algunas personas
consideran que otra posible interpretación sería “los sin voz”, sin embargo su sentido
no era tan literal: para los antiguos romanos esta palabra refería a personas de poca
edad que aún no podían expresarse jurídicamente (hablar era, en realidad, hablar en
público o “hacer política”). Y una frase común en el siglo XIX decía que los niños
debían “ser vistos, pero no oídos”.
Sea como sea, sí es cierto que durante demasiado tiempo los más pequeños han
sido silenciados, relegados, subestimados e incluso, maltratados. Afortunadamente,
hoy somos muchas las personas que entendemos que niños y niñas son sujetos
activos que merecen respeto como cualquier persona. Sujetos con derechos,
preferencias, emociones, necesidades, capacidades y deseos; sujetos que merecen
ser escuchados y tenidos en cuenta; sujetos competentes en quienes es posible
confiar y de quienes es posible aprender.
Trabajamos desde esta mirada como equipo interdisciplinario ofreciendo espacios
de reflexión para familias y profesionales. Este libro se gestó poquito a poquito, en
cada una de las múltiples ediciones de nuestro taller “Los ¿terribles? dos años”,
espacio por el cual ya han transitado más de doscientas sesenta familias.
La franja de edad que abarca desde el año y hasta los tres o cuatro años,
aproximadamente, suele ser una gran sorpresa para madres, padres y otros cuidadores.
Las personas adultas se encuentran con que su (hasta hace poco) bebé de pronto se
impone, ya no acepta sus propuestas y defiende sus deseos con la furia de un huracán.
Buscando dar lugar a estas inquietudes, nació el taller, un espacio que busca romper
esquemas y propone un encuentro abierto a la reflexión: colaborativo, horizontal,
interactivo, en donde las familias tienen un rol central. Sus experiencias, sugerencias,
ideas y preocupaciones son compartidas con el grupo y todas las temáticas que surgen
en la ronda son anotadas en una pizarra para luego crear un “top ten de temas
candentes”.
Creemos que lo verdaderamente enriquecedor es el encuentro, la comunicación y

la identificación. Escuchar a otras personas en un rol de cuidadores que tienen las
mismas dudas, los mismos miedos, las mismas inquietudes. En la actualidad solemos
criar en soledad y aislamiento, con pocos referentes y con muchos mandatos.
Encontrar espacios que propicien el encuentro entre pares produce alivio y genera la
sensación de saberse acompañado en este camino (que no es nada fácil… ¿alguien
habrá dicho alguna vez que criar era fácil?).
Para nosotras, la mirada es siempre interdisciplinaria: desde la salud mental y
física, desde la prevención, desde la comunicación, desde la evidencia actualizada,
desde las ciencias sociales. Concebimos la crianza no como un hecho privado e
individual, sino como un suceso público y social, donde la responsabilidad
debería ser compartida. Criar es alimentar, cuidar y educar a un ser vivo hasta que
pueda valerse por sí mismo. ¿Alguna vez pensaron en las enormes implicancias que
tiene esto? No solamente criamos a las futuras generaciones y dejamos un legado,
además cuidamos a diario a niños y niñas que son personas hoy.
La crianza es un lugar privilegiado donde se entrelazan lo público y lo
privado, lo colectivo y lo individual, el futuro y el presente, la teoría y la práctica,
la adultez y la niñez, la dependencia y la independencia. Necesitamos, como
sociedad, cuidar a quienes cuidan y comenzar a concebir la crianza como el eje social
fundamental que es. Por eso, quienes levantamos la bandera de la crianza respetuosa
estamos proponiendo un cambio paradigmático. Abogamos por otro modo de
entender, no solo la infancia y las relaciones familiares, sino también las tareas de
cuidado en torno a ellas.
Este libro no es una guía para familias ni un manual de instrucciones.
Estamos viviendo momentos históricos, de grandes cambios culturales, y esto
también implica abandonar la idea de decir a las personas lo que tienen que
hacer. La crianza debería ser respetuosa de todos los actores intervinientes, incluidas
las personas adultas. Creemos que cada familia es una microcultura con características
y necesidades propias, que merece ser respetada en sus decisiones, mientras las
mismas se realicen con fundamentos y en un marco de adhesión a los derechos de
niños y niñas.
No existe la perfección. Si existiese, ¡qué tedioso sería el mundo! Todas las
personas que criamos nos equivocamos y aprendemos todos los días. Este texto invita
a la reflexión en base a la información y la experiencia, con el fin de que cada familia
pueda pensar qué crianza desea, qué necesita para que eso sea posible, y qué puede y
qué no puede ofrecer; con honestidad y sin la interferencia de opiniones, prejuicios,
mandatos, dogmas ni mitos. Quien conoce a ese niño o a esa niña que está ahí enfrente
es su familia. Nadie sabe más sobre sus necesidades, características y posibilidades.
La clave es mirar sus ojos, leer sus expresiones y conectar. Por eso el protagonismo
es “puertas adentro”: creemos que cada familia es capaz de hacer posible que la
crianza sea un espacio de disfrute, tolerancia y paz.
¿Por qué cuestionarlo todo? Siempre que hablemos de cambio, encontraremos
resistencia. Personas que afirmarán cosas como “conmigo lo hicieron así y tan mal no

salí”. Para pensar esto juntos les vamos a contar un cuento zen que se llama El gato
atado. Resulta que un día el maestro y sus discípulos comenzaron su meditación de la
tarde, pero el gato que vivía en el monasterio hacía tanto ruido que los distraía, así que
el maestro pidió que lo aten. De esa manera fue, entonces, cada tarde: alguien iba y
ataba al gato antes de la práctica. Algunos años más tarde el maestro murió, pero el
gato continuó siendo atado a la hora de meditar. Finalmente, también el gato murió,
pero como los nuevos discípulos ignoraban el porqué de la acción de atarlo y
pensaban que era necesario para su práctica diaria, trajeron un gato nuevo
simplemente para atarlo durante las meditaciones. ¿Ridículo? Estas cosas pasan todos
los días. Algunos rituales que nacen por casualidad (o conveniencia) se pueden
convertir en creencias absurdas que se traspasan de generación a generación. ¿Cuántos
gatos atados tendremos en nuestras opiniones en torno a la crianza?
Nuevos paradigmas
La mayoría de los adultos que hoy estamos mater/paternando hemos sido criados
bajo el paradigma adultocéntrico patriarcal. Esto quiere decir que, cuando
nosotros éramos niños, no se tenían tan en cuenta nuestras necesidades, nuestros
deseos y opiniones. El discurso adultocéntrico se caracteriza por plantear una
relación social asimétrica entre el niño y el adulto a través de una relación de
dominación y ostentación de poder. Sin embargo, la relación entre un adulto y un
niño siempre es asimétrica porque el adulto (se supone) es una persona con un aparato
psíquico desarrollado, maduro y responsable por sus actos, cuya función es brindar
cuidado; mientras que el niño es un ser inmaduro, dependiente, cuyo psiquismo está
en desarrollo y en vías de constitución, y que no podría sobrevivir sin el auxilio ajeno.
Pero no por esto los niños y las niñas son menos sujetos de derechos que las
personas adultas.
El discurso adultocéntrico ha tendido durante siglos a vulnerar estos derechos a
través de distintas formas de violencia física y simbólica, abusos sexuales y diferentes
formas de cosificación de la infancia. Incluso mediante prácticas cotidianas y
socialmente naturalizadas se han ejercido —y aún hoy se siguen ejerciendo—
violencias invisibles hacia los niños y las niñas. Maltratos cotidianos que erosionan el
vínculo entre los niños y los adultos cuidadores en los tiempos más delicados y
decisivos del desarrollo de un ser humano. Si comprendemos que las huellas de
estas primeras experiencias marcarán y dejarán un trazo indeleble en los
caminos de ese sujeto para el resto de su vida, no es sin consecuencias que los
niños y las niñas hayan sido concebidos en términos de objetos a dominar (o

salvajes a domesticar) durante siglos en nuestra cultura occidental.
Desde este paradigma, en el cual la persona adulta es el único referente social, los
niños debían adaptarse y acoplarse a las necesidades de la vida adulta. Mediante este
argumento se han naturalizado sistemáticamente los malos tratos hacia los niños en
cualquier ocasión en la cual ellos no cumplieran con este mandato. Básicamente, el fin
justificaba los medios.
Para contrarrestar este paradigma adultocéntrico, el discurso de la crianza
respetuosa no busca equiparar el niño a un adulto ni invertir los roles de cada uno.
Esto, incluso, sería perjudicial y atentaría contra el desarrollo emocional de ese niño o
niña. La asimetría es inherente a la relación y no se puede borrar. El paradigma de la
crianza respetuosa como discurso social —y no como disciplina ni doctrina, como
a veces se tiende a confundir— apunta a una posición ética, social y política. Este
discurso, en creciente expansión a nivel mundial, está orientado concebir al otro como
semejante en términos de ser humano que, por ese motivo, merece recibir el mismo
respeto. Las funciones y las diferencias en los roles son claras, pero el respeto no
cambia si ese otro es un niño, un adolescente, un adulto o un anciano. El respeto
entre el niño y el adulto es recíproco aunque la relación sea asimétrica.
La crianza respetuosa, tal como la entendemos, no busca construir una técnica ni
un mandato, es simplemente un modo de concebir a los niños y a las niñas como
sujetos políticos y sociales, cuyos derechos son superiores al derecho de todos los
seres humanos, tal como lo establece la Convención de los Derechos del Niño, que en
el 2019 celebró su treinta aniversario. Esta posición ante la infancia, basada en
evidencias de peso, está orientada a ofrecer contextos facilitadores a través de los
buenos tratos, promoviendo la proliferación de factores protectores del desarrollo
emocional y la disminución de los factores de riesgo (o interfirientes). En este
sentido, criar desde el respeto no busca “obtener resultados”, no tiene un fin
utilitarista, sino que apunta a la salud y a la prevención del sufrimiento psíquico de
niños y niñas. Y por este motivo creemos que el discurso de la crianza respetuosa
debería formar parte de todas las políticas públicas que apunten a la protección de los
más pequeños.
Desde esta mirada, concebimos que el discurso de la crianza respetuosa debe
incluir a las nuevas configuraciones familiares desde una perspectiva de género. Hoy
ya no podemos seguir pensando en términos de la “familia tipo”: mamá, papá, hijo e
hija. Las familias son diversas y los roles han mutado. Hay familias ensambladas,
monoparentales y homoparentales, y un sinfín de posibles combinaciones. Hay padres
que hacen trenzas y madres que juegan al fútbol. Tíos que cambian pañales y abuelas
que hacen asados. Familias donde no existen los roles predeterminados. Sin embargo,
las construcciones culturales que definen “lo femenino” y “lo masculino” y que (no
tan en el fondo) esconden la desigualdad entre géneros —en claro detrimento de la
mujer—, siguen rigiendo gran parte de las prácticas de crianza. Deconstruir
estereotipos, nombrar aquello que no se nombra, visibilizar las diferencias, escribir en
forma polifónica y hacer un humilde aporte hacia una sociedad más justa y equitativa

son algunos de nuestros mayores deseos.
Por otro lado, nos distanciamos de la concepción “bebecéntrica” o
“niñocéntrica” que busca revertir el discurso adultocéntrico mediante el recurso
de invertir la polaridad niño/adulto. La crianza respetuosa no se trata de descuidar
ni desconocer las necesidades y deseos de los adultos cuidadores —que también son
sujetos con su propia historia y singularidad—, sino de poder construir un equilibrio
dentro de cada núcleo familiar con su propia cultura y recorrido, donde el centro no
sea un lugar fijo y estanco, sino un lugar móvil.
¿Por qué poner el foco en esta etapa de la infancia? Según Unicef, las niñas y los
niños que no reciben la nutrición y estimulación que necesitan, y/o están expuestos a
violencia, abuso, negligencia y experiencias traumáticas, enfrentan un mayor riesgo
de tener un bajo nivel de desarrollo cognitivo, físico y emocional. En la región de
América Latina y el Caribe, más de tres millones de niñas y niños entre tres y
cuatro años no tienen un desarrollo temprano adecuado para su edad. Esto es
urgente: como ya dijimos, no solo son las futuras generaciones, ellos y ellas son
sujetos de derecho hoy. La calidad de los vínculos durante la primera infancia puede
aumentar la probabilidad de que tengan un presente justo y un futuro más prometedor.
Deconstruir lo que pensábamos como universal, cuestionar mandatos, repensar
prácticas, buscar otras maneras y construir democráticamente reglas en familia,
entendemos que son algunos de los senderos para recorrer este cambio de paradigma.
Para ello debemos estar abiertos al cambio, la revisión continua, saber que algo que
decimos hoy puede modificarse ante la evidencia nueva y que eso también es parte de
la vida.
La difícil tarea de criar en soledad
Criar en la época actual no es tarea sencilla. Las familias solemos estar muy
solas. Seguramente conocen el antiguo dicho “para criar a un niño hace falta una tribu
entera”, pero en el siglo XXI, la mayoría de las personas que elegimos criar nos
encontramos en soledad, sin la famosa tribu y, en muchos casos, sin siquiera la
presencia de la familia ampliada. Llevar adelante una crianza en este contexto tiene
sus consecuencias, sobre todo para las madres. Un estudio del 2016 de la
Universidad de Cornell denominado “Cómo los padres ven: el bienestar
subjetivo de madres y padres a tiempo con los niños” concluyó que las madres
tienen mayores niveles de estrés y más cansancio que los padres. Somos las
mujeres, en la gran mayoría de los hogares con niños, quienes cargamos con más
responsabilidades referidas a su cuidado y tenemos menos tiempo libre disponible.

Ese combo nos hace más propensas al agotamiento (el famoso burnout). Hacemos
mucho y también pensamos demasiado: nuestra carga mental se multiplica
infinitamente. Pedir orden para las vacunas, hacer la inscripción escolar, ir a comprar
ropa porque no le entra nada, sacar veintiocho turnos médicos, idear almuerzos más
saludables, pagar todo eso que se está por vencer, ordenar de nuevo los juguetes
porque se mezcló todo, lograr que la pila de ropa sucia descienda… etcéteras varios.
Esta realidad cotidiana va en claro detrimento de lo que se necesita para criar: un
clima de seguridad, estabilidad, respeto y amor. Por eso queremos destacar la
importancia del autorrespeto y el autocuidado, temas de los cuales se habla poco en el
“universo crianza”. En definitiva, nadie puede dar lo que no tiene. Una persona
adulta regulada, acompañada y contenida será capaz de regular, acompañar y
contener con mayor facilidad. Por eso mismo generamos espacios colectivos de
encuentro, como nuestros talleres. Lugares donde las familias puedan ponerse en
contacto con otras familias, escucharlas, entenderlas, ofrecerles una palabra de aliento
y poner en práctica la empatía (que a veces tanta falta nos hace socialmente). Y ¿por
qué no?, también encontrar un grupo de pertenencia para criar en tribu.
A lo largo de este libro utilizamos el género masculino como genérico por
cuestiones de estilo y redacción, intentando usar, siempre que sea posible, palabras
que incluyan a todo el universo de personas y familias, desdoblando los sustantivos en
otras ocasiones e intercalando también el femenino en oraciones y ejemplos.
Esperamos que quienes lean los capítulos que siguen a continuación se sientan
representados y representadas.
CRIANZA RESPETUOSA Y DISCAPACIDAD
por María Fernanda Iroumé (terapista ocupacional, estimuladora temprana
y profesional en porteo)
Criar a un hijo y criar a un hijo con discapacidad no debería tener distinción.
Sin embargo, en la realidad esto no siempre es así. Desde el momento en que
un niño presenta desafíos del desarrollo, comienza una seguidilla (en muchos
casos necesaria) de intervenciones que nada tienen que ver con el ideal que
tratamos de construir aquellos que militamos por las infancias respetadas.
Empezando por el marco legal de la atención temprana en discapacidad, que
plantea como objetivo primario la separación del niño y la familia, siguiendo
por la atención institucional, apurada y llena de nomenclaturas que organizan
conjuntos de signos y síntomas, la visión de un sujeto real, de un niño dentro
de una familia, queda desdibujado, y sus derechos, tales como el juego,
parecen quedar en un segundo plano.
En la mayoría de los casos, la medicalización y la implementación de
tratamientos de múltiples disciplinas son el camino a seguir y la decisión más
respetuosa. Sin embargo, no es ese el problema, sino la forma en que los

profesionales nos posicionamos. Es necesario que el término “crianza”
comience a ser parte del currículo de aquellas profesiones que acompañan el
desarrollo infantil. Comenzar a interrogarnos sobre cuál es nuestro rol y
aprender a alojar sin anular ni infantilizar. Poder comprender que, como dice
Ivana Raschkovan, “el respeto no es solo una palabra, sino una posición
ética”, y debe ser la brújula de nuestro razonamiento clínico, que implica el
conocimiento profundo de los derechos de los niños y sus familias, y el
compromiso con su cumplimiento. También representa el gran desafío de,
cuando hablamos de equipo terapéutico, incluir a la familia con sus creencias,
hábitos, rutinas, rituales, saberes y emociones.
El diagnóstico de discapacidad de un hijo supone un duelo, pero un duelo sin
posibilidad de detenernos, y jamás debería representar una renuncia a tomar
nuestras propias decisiones de crianza. Por el contrario, nos sume a las
familias en el gran compromiso de no delegar semejante responsabilidad en
otros, sino de involucrarnos al punto de poder ejercer nuestro derecho a la
autodeterminación en forma responsable y respetuosa de las necesidades
específicas que nuestro hijo presente. Que ningún diagnóstico nos deje afuera
de esta maravillosa revolución de la crianza.

Capítulo
2
¿Una etapa terrible?
“SOS, ¡me cambiaron a mi hijo!”

Entendiendo esta etapa
La primera infancia constituye un momento único de crecimiento. Durante esta etapa,
niños y niñas reciben una mayor influencia de sus entornos y contextos sociales
respecto a etapas posteriores. Y dentro de la primera infancia encontramos una fase
crítica: es la que abarca los primeros tres años de vida. Durante estos años, las células
cerebrales pueden realizar hasta mil nuevas conexiones cada segundo, una velocidad
que nunca se repite en el curso de la vida. Estas conexiones contribuyen al despliegue
de la funcionalidad del cerebro, al aprendizaje y a sentar las bases para la salud física
y psíquica. A su vez, se trata de un momento durante el cual los niños y las niñas son
especialmente frágiles y vulnerables: como su cerebro está madurando, todo lo que les
pase pone en juego su desarrollo integral.
Hoy sabemos que los abrazos, las caricias y los cuidados sensibles que
responden a sus necesidades ofrecen condiciones para un mejor desarrollo y
constituyen factores de protección. Pero este estado de dependencia y
vulnerabilidad también significa que, como ya dijimos, cuando los niños no reciben el
cuidado que necesitan o cuando padecen malos tratos o descuidos, su crecimiento se
ve afectado negativamente. Por eso estos primeros años tienen tanta importancia: el
ambiente en el cual crezcan nuestros hijos es esencial para su presente y para su
futuro.
En términos madurativos, todos los niños y las niñas transitan por etapas con
características similares, si bien cada uno pondrá en juego su singularidad a su manera
y con su propia espontaneidad. Saber qué es esperable y qué no lo es puede
resultar de gran ayuda, ya que muchas veces sentimos que tal o cual cosa solo
pasa en nuestra casa. Pero no. Hay muchos atributos que son propios de esta edad y
conocerlos ayuda a transitar y encontrar nuevos modos de acompañar.
En general, definimos la “etapa de deambulación” entre el año y los tres años
(aproximadamente, aunque hay muchas temáticas de este libro que abarcan hasta los
cuatro o cinco años). ¿Por qué? Porque es alrededor del año cuando la mayoría de los
niños y las niñas abandonan el gateo y empiezan a preferir caminar como medio para
desplazarse y explorar el entorno. Lo que gobierna este período de tiempo en la
vida de una persona es la exploración, la autoafirmación y la autonomía: un
período de transición clave entre ser bebé y convertirse en un niño o una niña.
Con un niño de esta edad ya no se pueden tomar tantas decisiones unilaterales como
antes, porque va a expresar su descontento y sus propias determinaciones. ¡Y cómo!
A esta etapa se la suele mencionar como los “terribles dos años” (etapa que, de

todos modos, comprende un tiempo antes y después de los cronológicos dos años)
¿Pero son tan terribles los “terribles dos años”? ¿O más bien es terrible
enfrentarse a la idea de que nuestros hijos crecen y eligen, y se manifiestan y nos
contradicen, y a veces, la paciencia flaquea? Esta es una de las etapas más
incomprendidas. Hoy día encontramos personas adultas (muchas de ellas
profesionales relacionados a la primera infancia, y eso es preocupante) que hacen
afirmaciones del tipo “te tomó el tiempo”, “ponete firme”, “ignorala cuando hace un
berrinche”, “ponele límites”, “tiene que dormir en su cama”, “sacale la teta”, “ya es
grande para...”. Afirmaciones que no solo carecen de sustento, sino que, además,
pueden interferir de forma muy negativa en el vínculo de ese niño con su familia. La
opinología sigue estando a la orden del día.
Escuchamos muchas veces en nuestros talleres la expresión que da nombre al
presente capítulo: “Me cambiaron a mi hijo”. Al parecer, esa es la sensación de
muchas familias. ¿Pero qué pasa si invertimos los términos? Podríamos pensar que él
o ella piensa exactamente lo mismo: “Me cambiaron a mi familia”. Si todo fue bien,
hasta ahora los cuidadores daban a esa pequeña persona en desarrollo más o menos
todo lo que necesitaba, día y noche. Pero, de repente, ante la aparición de nuevos
pedidos y necesidades, mamá y papá empiezan a decir que no a un montón de
cosas. El alrededor, ese lugar tan grande y lleno de oportunidades, presenta para ese
niño un montón de obstáculos aparentemente impuestos por quienes lo cuidan.
Mientras que él o ella quiere aprehenderlo y experimentarlo todo (absolutamente
todo) por sus propios medios, de repente, las mismas personas que parecían —hasta
hace poco— tan amables y complacientes, se convierten en máquinas de coartar esa
incipiente autonomía. ¡Cuántas reglas! No se puede cenar helado todas las noches, no
se puede jugar con esa fuente de agua tan linda que hay en el baño, no se puede tirarle
de la cola al perro de los abuelos, no se puede ir a la verdulería sin ropa. Pensemos
que su perspectiva, tantas veces desestimada y subestimada, es la mirada de
quien descubre el mundo por primera vez, con maravilla, curiosidad y valentía.
Y esa sed de conocer y tocar es coartada muchas más veces de las que ellos quisieran
(con y sin motivos).
La omnipotencia infantil propia de esta etapa aún no sabe tanto de explicaciones
racionales. El deseo del niño busca imponerse para abrirle camino a ese “yo” que se
está desarrollando e implantando en el mundo. Los niños y las niñas buscarán con
toda la intensidad a su disposición sentirse reconocidos, no solo en sus
necesidades, sino también (y sobre todo) en sus deseos. No importa si la banana en
dos mitades tiene el mismo sabor que si no está partida al medio, si una niña la quería
entera, ese detalle puede hacerla estallar de frustración. Será la primera de tantas
luchas que los chicos disputen por sentirse reconocidos como sujetos de deseo.

La crianza no es una carrera de obstáculos
Todos los niños y las niñas necesitan, al menos, una persona constante que muestre
disponibilidad y sensibilidad, regule sus experiencias en el mundo, y los acompañe
haciendo lugar a sus deseos, emociones y necesidades. Pero para poder acompañar y
brindar respuestas sensibles es imprescindible respetar los tiempos y procesos propios
de la etapa de desarrollo que están atravesando los niños y las niñas.
Muchas de las preocupaciones que sentimos las familias no necesariamente
tienen que ver con problemas reales, sino con el choque entre nuestras
expectativas adultas (o las del entorno) y la cruda realidad que los niños nos
muestran. A veces esas expectativas son desmedidas y poco realistas, otras veces son
meras representaciones de cómo creemos que un niño debería comportarse. Otras
tantas, son conflictos verdaderos. Y en ese caso, es importante reconocer que los
conflictos en la crianza existen y muchas veces no se resuelven, sino que se
transforman y se transitan con el fin de permitir la convivencia. Despojarnos de la
idea de que el conflicto es algo negativo (así como también de la creencia de que la
rabia o la tristeza son emociones negativas) nos permite abrir la mirada y dar lugar a
aquello que nos incomoda, nos cuestiona o nos interpela.
Por alguna razón (que seguramente esté emparentada con la forma social en la que
vivimos y su constante búsqueda de beneficios y productividad), la crianza se ha
convertido en una carrera de obstáculos. Cada hito evolutivo pareciera ser un ítem a
tachar en un listado interminable de pendientes. ¿Ya camina? ¿Ya habla? ¿Ya dejó el
pañal? ¿Cuántas palabras dice? ¿Dónde duerme? ¿Va al jardín? ¿Cuál es su opinión
política acerca de los conflictos territoriales en Medio Oriente? Bueno, esto último
quizás ocurra con menos frecuencia.
Una frase de la educadora húngara Magda Gerber que solemos utilizar mucho es:
“Antes no es mejor”. ¿Para qué sirve el apuro que parece tener el mundo adulto sobre
el universo infantil? ¿A quién le importará en veinte años si nuestra pequeña dijo
frases completas a los dos o a los tres? ¿En qué momento las opiniones ajenas
vinieron a robarse ese arte sutil de la crianza como acto político, único, complejo y
maravilloso?
Afortunadamente hay otros modos de acompañar las infancias y aquí es donde este
verbo cobra sentido realmente. Cuando criamos, acompañamos. Solemos decir que
acompañar es mucho más difícil que intervenir porque nos han hecho creer que
somos personas activas solo cuando “hacemos algo”. Y en la crianza hay mucho
de mirar, escuchar, aprender, entender, intuir, seguir, ceder. Acciones que son
diametralmente opuestas al ritmo de vida que nos demanda un mundo acelerado e
impaciente, al cual niños y niñas parecen tener que amoldarse a cualquier precio.
Acompañar el desarrollo requiere, por un lado, ser tolerantes con la inmadurez y la
dependencia, y por otro, donar tiempo, mirada y paciencia. También bajar nuestras

expectativas, porque, como decíamos, si hay un enemigo público de la crianza
acechando, sin duda, son las expectativas. ¿Por qué los memes de “expectativas
versus realidad” son tan graciosos? Porque siempre nuestros estándares e ideas están
allá arriba, altísimos, esperando siempre el máximo, y la vida nos pasa por arriba,
regalándonos una sobredosis de humildad y realidad no solicitada.
Si estamos informados, podemos acompañar mejor. Y si bajamos las expectativas,
tendremos que lidiar con un menor caudal de frustración. Pero no olvidemos que,
además, la crianza puede ser disfrutable. No sabemos quién inventó el mito de que
“padres y madres crían, y abuelos y abuelas malcrían” (entendiendo así que criar es
aburrido y malcriar es sinónimo de diversión); por lo pronto, no lo compartimos.
Criar puede ser un desafío sumamente placentero, una forma de aprender y
nutrirse, una aventura diaria y uno de los modos más hermosos de legar amor al
mundo. Que las familias sean capaces de disfrutar la crianza, aun con sus altibajos y
sus sabores agridulces, es uno de nuestros mayores deseos.
La familia extendida y las pautas de crianza
Si tenemos suerte, la crianza será compartida con una red que incluya también a otros
cuidadores. Abuelas, tíos, amigas que son como tías, etc. ¿Cómo conciliar con estas
otras personas las pautas de crianza elegidas junto con nuestro compañero o
compañera? ¿Qué pasa cuando tenemos visiones contrapuestas? Para pensar esto con
otras personas debemos apostar a la comunicación. Conversar, reflexionar juntos,
establecer ciertos criterios compartidos y ponernos de acuerdo.
Pero muchas veces, esto no ocurre. No hay acuerdos. Seguramente dependerá del
tema en cuestión. Si es un tema sensible, quizás sea necesario que los cuidadores
principales pidan a las demás personas adultas involucradas que sigan su criterio, por
cuestiones de salud, de creencias, etc. En otros casos, el tema en discusión es un poco
menos fundamental. Por ejemplo, en nuestra casa se puede estar sin zapatillas, pero en
la casa de la abuela, no. Todas las personas tenemos opiniones diferentes, y niños y
niñas aprenden desde muy temprano que no siempre las cosas funcionan de la misma
manera en todas partes.
Se escucha con frecuencia que tenemos que tener un único criterio frente a los
chicos, porque si no, “los confundimos”. Esto no siempre es así. Pero cuando la
discusión sobre algún acuerdo de crianza sea irreconciliable y genere conflictos
intrafamiliares, siempre puede ser un buen recurso generar un espacio donde todas las
partes puedan escucharse, como por ejemplo, una consulta de orientación con un
profesional.

Creemos que la infancia es un momento único e irrepetible, donde el objetivo
no debiera ser buscar la obediencia ciega, sino construir criterios, crear vínculos
saludables y fomentar la autorregulación. Para ello, lamentamos contarles, no
creemos que existan fórmulas mágicas ni soluciones iguales para todas las familias.
Cada unidad familiar irá encontrando el mejor modo de comunicarse y relacionarse,
de acuerdo con sus necesidades, características, deseos, creencias y posibilidades.
Apostamos a que esa forma de relación sea siempre desde la empatía, el amor y el
respeto, para que cada persona partícipe se sienta incluida, valorada y reconocida.
Quizás, al leer este libro, algunas familias revisen sus formas de relación o se
replanteen sus elecciones. Celebramos esos cambios, porque nunca es demasiado
tarde para apostar a construir una mejor relación.

Capítulo
3
Autonomía e individuación
“Yo solito”

“Tiene mamitis”
Muchas veces, cuando un niño pide por su mamá, se suele decir que tiene “mamitis”.
Efectivamente, la “mamitis” —o la “papitis”— tiene una explicación psicológica que
consiste en que los seres humanos desarrollamos un vínculo de apego con, al menos,
una persona que se vuelve predilecta y preferible a todas las demás. Ese vínculo tan
cercano e intenso se llama “vínculo de apego” y la persona a la que nos apegamos
se denomina “figura de apego”. La búsqueda de proximidad con la figura de apego
(en la mayoría de los niños, la mamá y/o el papá, aunque no siempre) constituye uno
de los componentes de las conductas de apego propias de nuestra especie humana y de
muchas especies animales.
Este tipo de conductas se activan ante situaciones de estrés: por ejemplo, cuando
estamos en un lugar nuevo o desconocido, si sentimos miedo y también cuando
estamos cansados. Es bastante usual ver a un niño pequeño aferrado a las piernas de
su mamá al llegar a un lugar desconocido, y es en ese momento cuando alguien dice
(en tono de burla o reproche): “Ay, pero qué mamero” o “¿Tiene mamitis?”.
Eso sucede porque, en general, la figura de apego primaria suele ser la mamá, pero
en realidad lo que sucede es que el pequeño está buscando proximidad con su figura
de apego, y esta no solo es una conducta esperable durante los primeros años, sino que
además es un indicador saludable desde el punto de vista del desarrollo emocional.
Durante el primer año de vida, el vínculo primario se construye de un modo al que
algunos autores han llamado “fusión primaria”. Esta fusión al cuerpo materno no es
más que una continuidad del vínculo que se fue gestando dentro de la panza
durante el embarazo y coincide en muchos aspectos con lo que hoy entendemos
como “exterogestación”.
Ahora bien, cuando los niños comienzan a descubrir que pueden desplazarse y ya
disponen de un desarrollo motor que les permite comenzar a reptar, gatear y luego
caminar para explorar el entorno, decimos que comienza una fase de “exploración o
de deambulación”.
Entonces, vemos al “deambulador” experimentando su propio cuerpo en el
encuentro con el mundo, probando sus habilidades, investigando sus capacidades al
máximo y tratando de entender cómo funcionan las diferentes partes de su cuerpo en
su entorno. Esto es lo que solemos ver cuando tiran cosas “sin causa aparente”,
cuando intentan treparse o cuando vacían una botella de ese acondicionador carísimo
en el piso del baño, para “deleite” de quien tenga que limpiarlo.
Es una etapa donde la autonomía comienza a ejercitarse y se pone en juego cada

vez con mayor intensidad, a través del movimiento y el desarrollo de destrezas
corporales. Es un proceso inevitable, saludable… y también inmensamente agotador
para las personas cuidadoras.
Inaugurando la autonomía
A esta edad, los niños se vuelven pequeños científicos que quieren descubrir todo
por sus propios medios y, para ello, usarán los recursos que tengan disponibles
para afirmar su autonomía, su sentido de agencia (“yo puedo”) y su diferencia
respecto de los demás. A un niño o niña de dos años no le basta con que le contemos
cómo funcionan las cosas, las quiere experimentar por sus propios medios. Menos aún
le interesan las explicaciones larguísimas sobre los posibles peligros que los adultos
podamos advertir.
Por esta razón, nuestra función es estar cerca para asegurarnos de que al poner en
juego su curiosidad, no se lastimen (ni destrocen la casa, por supuesto). Ofrecer un
espacio seguro donde la exploración pueda tener lugar sin tener que estar diciendo
todo el tiempo que “no”, es parte de la función de los adultos cuidadores como
ambiente facilitador.
Muchas veces hemos escuchado decir que no hay que cambiar nada en el hogar y
que es el niño quien debe “adaptarse y entender el no”, pero, como ya veremos, un
deambulador todavía no está preparado para tal desafío y será, sin duda, una batalla
perdida de estrés y frustración (para el adulto y para el niño).
Pero a pesar de que es una etapa de absoluta curiosidad, asombro e interés por el
mundo, los pequeños a esta edad aún dependen —y mucho— del cuidado de las
personas adultas. Es frecuente que luego de un lapso de exploración y de
experimentación de la autonomía, un niño pequeño regrese al regazo materno (o
paterno) a realimentar su necesidad de contacto.
Un niño con un apego seguro (esto quiere decir que ha desarrollado la
confianza en que sus cuidadores estarán disponibles en caso de necesitarlos), una
vez garantizada la disponibilidad de su figura de apego, es probable que esté en
condiciones de volver a alejarse y seguir descubriendo. Pero ante una situación de
peligro o estrés, lo más probable es que la exploración se detenga y busque garantizar
nuevamente ese contacto.
Pensemos en una pequeña gateando en una casa ajena. Avanzará unos pasos,
volverá su mirada a quien la esté cuidando, avanzará otro poco y cuando se canse,
volverá al punto de origen: mamá, papá o quien esté en ese momento en el lugar de
base segura. Es un movimiento pendular: está cerca, en contacto, y luego se aleja, para

nuevamente regresar.
A medida que esta niña crezca, irá construyendo un movimiento cada vez más
amplio y de mayor duración en el tiempo. Irá internalizando la seguridad y la
protección que le brindan sus figuras de apego, las podrá conservar en su mente
cuando no estén presentes y esto le permitirá emprender exploraciones cada vez más
lejanas.
Hablar de “vínculo de apego” no significa estar pegoteado, como a veces se suele
malinterpretar. Más bien diríamos que es todo lo contrario, en una relación de apego
seguro, el niño puede alejarse porque dispone de la confianza construida sobre la
base de experiencias reales repetidas: sabe que cuando necesite regresar a su
base segura, esta va estar disponible.
En este punto es necesario entender que las situaciones nuevas muchas veces
resultan estresantes, y no solo para los niños y las niñas. A cualquiera de nosotros
también nos genera tensión cuando empezamos un trabajo nuevo o cuando tenemos
que encontrarnos con alguien a quien aún no conocemos.
Por ejemplo, en nuestros talleres para familias, es habitual que los niños al
comienzo estén a upa de sus cuidadores y no quieran ir al espacio de juegos, aunque
les resulte sumamente tentador y atractivo. Pero luego de un lapso corto de tiempo,
suelen tomar a su mamá o a su papá de la mano y les pedir que los acompañen al
sector donde están los juegos. Y la mayoría de ellos, luego de un rato, aceptan que sus
cuidadores permanezcan en la ronda desde donde los pueden ver y acercarse para
asistirlos en caso de que sea necesario. De hecho, solemos dejar un “pasillo” en la
ronda para que los pequeños y las pequeñas puedan entrar y salir, en el sentido de
crear un sendero abierto de ida y vuelta al espacio de juegos, un pequeño mundo por
descubrir.
Ya explicamos que durante el primer año de vida, lo deseable es que se arme una
fusión entre el bebé y, en general, la mamá. Por eso los bebés suelen llorar cuando la
mamá se va, porque su instinto de supervivencia les informa que no tienen chances de
sobrevivir sin el cuidado de su figura de apego. En niños y niñas menores de tres
años, aún no se han constituido muchas de las funciones de la corteza cerebral
que operan regulando las emociones, el desarrollo del lenguaje y que permiten la
aparición de las categorías espacio-temporales.
La capacidad de espera aún no está construida (esto es lo que una vez
desarrollado nos permite entender que no es todo “ya y ahora”). Para un niño
pequeño, la vida misma es un eterno presente y cada necesidad busca una satisfacción
inmediata. Incluso, a veces, es más bien un “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”,
como dice la canción de rock. Por eso, no les podemos exigir que entiendan algo para
lo que aún no están suficientemente maduros.
Es muy importante entender que esta área del cerebro se desarrolla en relación con
otras personas, por eso decimos que el desarrollo de la corteza cerebral es “vínculo
dependiente”. Alrededor del segundo año de vida comienza una etapa que consiste en
una oscilación entre “todavía soy muy dependiente y necesito mucho de mamá y/o

papá” pero, al mismo tiempo, “quiero probar qué cosas puedo hacer solo o sola y
cuánto puedo lograr”. Los niños y las niñas siempre buscan explorar el máximo de su
capacidad, y cuando nosotros, que somos los cuidadores, decimos que algo no se
puede, es esperable que aparezca el “berrinche”, en general con más frecuencia en
casa con mamá y papá que con el resto del mundo.
La función de los cuidadores será encontrar un equilibrio entre dar espacio para la
autonomía y para la exploración, y, simultáneamente, cuidar que en ese proceso los
pequeños no corran peligros serios ni dañen al entorno. Una tarea nada fácil, por
cierto. Si un niño o una niña agarra algún objeto que no es apropiado, es importante
dar una explicación de por qué no puede jugar con ese objeto.
Como decíamos, muchas veces podemos anticiparnos y crear un espacio que sea
más favorable para esta etapa. Si sabemos que a esta edad lo que prima es la
exploración y que van a querer probarlo todo, es fundamental que lo que se
encuentre a su alcance sea apto de ser manipulable. ¿Quieren abrir el mueble del
baño? Podemos sacar las tijeras, la afeitadora, los medicamentos y todos los objetos
peligrosos, y dejar algunos rollos de papel, algodón y otras cosas inofensivas para
poder permitir esa curiosidad.
* * *
ANA (2 AÑOS) Y LA EXPLORACIÓN
Hay muchos modos de facilitar la vida cotidiana y favorecer esa sed de
autonomía. Por ejemplo, Ana se enojaba todos los días. ¿Por qué? Porque
quería servirse agua fría sola. Cuando su mamá le explicaba que eso era
peligroso porque la botella estaba en la heladera, era de vidrio y pesaba, se
largaba a llorar y gritar. Cada vez que tenía sed pasaba lo mismo: muchas,
muchas veces en el día. La situación ya era inmanejable, todos los miembros
de la familia estaban cansados y malhumorados. La solución se pensó en
conjunto y fue muy productiva. A partir de ese día, se dejaron vasos
adecuados a la motricidad de Ana, llenos de agua y listos para tomar en el
estante más bajo de la heladera. Desde ese momento, ella pudo buscar agua
fría sin pedir ayuda y se sintió “grande” y tenida en cuenta.
Como ya vimos, a los niños no les alcanza con que les contemos acerca de las
cosas. Si nos ponemos a pensar, a las personas adultas también nos pasa que no nos da
lo mismo que nos cuenten una película que verla nosotros, o que nos hablen sobre una
ciudad que conocerla personalmente. Con los niños es igual, ellos quieren hacer su
propia experiencia. Por lo tanto, lo que podemos hacer en esta etapa (y que ayuda

mucho a transitarla de manera más placentera para todos) es crear un entorno
amigable para un explorador.
Otro ejemplo: correr temporariamente las cosas que pueden conllevar riesgos y así
—aunque no se pueda en toda la casa— creamos algunos espacios donde los chicos
puedan moverse con más libertad, sin que tengamos que estar todo el tiempo diciendo:
“cuidado”, “bajate”, “no agarres eso”, “no se toca”. Porque, al fin de cuentas, además
de agotador, es aburrido, frustrante e ineficiente.
Lo positivo en todo esto es que no siempre vamos a tener que tener esas cosas
escondidas. En poco tiempo, si ofrecemos explicaciones y somos respetuosos en el
trato hacia él o ella, ese deambulador irá madurando y desarrollando habilidades
que le permitirán comprender que hay cosas que son peligrosas o que se pueden
dañar, y ellos mismos van a contribuir a cuidarlas. Hace unos meses nos escribió
una mamá que es música y que había participado de un taller y nos contó que su hijo
(que hoy tiene cuatro años), cuando venían amiguitos a la casa, les decía: “Cuidado
con los instrumentos, porque los usa mamá para trabajar y se rompen”. Él se sentía
partícipe del cuidado de los objetos de su casa y se fue apropiando de los criterios que
sus padres le transmitieron con paciencia.
Pero claro, esa mamá, cuando su hijo tenía dos años, había tenido que sacar
temporalmente los instrumentos más valiosos del living y dejar al alcance del niño
solo aquellos que no corrían peligro de romperse, porque a esa edad le era imposible a
este pequeño comprender la fragilidad (y precio) de esos objetos tan importantes para
ella. Crear un entorno favorable nos ayuda mucho como padres en el día a día con un
deambulador.
Hoy existe incluso mobiliario especialmente pensado para esta etapa, como la torre
de aprendizaje, que permite que puedan alcanzar cosas altas sin riesgo de caerse: es
una especie de escalera con barandas y es ideal para cocinar juntos en la mesada de la
cocina. Las alfombras antideslizantes para la bañera son otras grandes aliadas para
que el momento del baño no se transforme en una lucha sin precedentes: es
prácticamente imposible que un deambulador acepte bañarse sentado (¡mucho menos
quedarse quieto dentro de la bañadera plástica para bebés!).
Pero aunque adaptemos el entorno a las necesidades de nuestros hijos, siempre
algo puede fallar. Si en un olvido dejamos algo peligroso o frágil al alcance de nuestro
hijo o hija, una vez que ya lo agarró es probable que debamos pedirle disculpas y
decirle: “Perdón, esto no lo tendría que haber dejado acá porque es peligroso (o se
puede romper), te voy a dar otra cosa con la que sí puedas jugar”. Ofrecer otra
alternativa generalmente facilita tramitar la frustración. Por ejemplo, cuando
vamos con un deambulador a visitar un sitio donde ya sabemos que no vamos a poder
adaptar el entorno, puede ayudarnos anticiparle al niño y avisarle que vamos a ir a ese
lugar y que habrá cosas que seguramente le van a gustar mucho, pero que no las va a
poder agarrar. Le podemos decir también que vamos a llevar juguetes o comprar algo
en ese lugar para él o ella, si se trata de un negocio.
Llevar juguetes propios puede resultar una opción, aunque a veces no funciona

porque el entorno desconocido es mucho más interesante y llamativo: en esas
situaciones puede ayudar ofrecer un juguete nuevo o que hace mucho que no ve, o
bien pensar si realmente ese espacio es apto para un deambulador.
Diferenciación, individuación y reconocimiento mutuo
Si bien los niños durante esta etapa siguen siendo absolutamente dependientes,
empieza un proceso que solemos llamar de “diferenciación”, donde comienzan a
registrar que son distintos de mamá y de papá, y quieren llevar adelante todo lo que
tiene que ver con descubrir y ejercitar esa diferencia. Eso es lo que entendemos como
“ejercicio de la autonomía”.
Aquellos niños que ya pronuncian algunas palabras es frecuente que comiencen a
decir “yo solito” y no quieran que nadie haga las cosas por ellos. Por ejemplo, si
subimos al ascensor del edificio con nuestra hija y apretamos el botón del piso sin
pensarlo, podemos desencadenar una “catástrofe”. ¡Porque ella quería apretarlo solita!
Este es un proceso que tiene que ver con la autoafirmación: “Yo soy yo, no soy vos,
entonces yo quiero hacerlo a mi manera”. También aparece el constante “mío, mío,
mío” (todo es de ellos, aun lo ajeno).
Y así empiezan los conflictos. Porque cuando quieren hacer cosas que son
peligrosas o que no son saludables, o cuando pueden romper algo que es valioso para
nosotros, aparece el “límite”, que es el obstáculo a su deseo. Ahí es cuando tenemos
que decir “eso no se puede”, “con eso ahora no” o “no de esa manera”, y es, en
general, cuando aparece el estallido, el famoso “berrinche”, del cual nos ocuparemos
un poco más adelante.
Pero la paradoja es que la construcción del “yo” como distinto del otro requiere,
además de mucho ejercicio, la presencia de un otro que lo reconozca como tal. Yo
solo puedo llegar a ser yo si hay un otro que me dice: “Vos sos vos”. En eso se basa el
respeto en la crianza, no en hacer todo lo que el niño quiere (como algunas veces se
suele malinterpretar, y lo cual sería negligencia adulta), sino en el reconocimiento del
niño como un sujeto de derecho que por ser más pequeño no es menos importante ni
menos persona.
Reconocer al niño como sujeto no es en lo absoluto hacer todo lo que quiere,
sino que es permitir, en la medida de lo posible, el despliegue de su
autoafirmación, validarlo en sus deseos, enojos y frustraciones, aunque no
estemos en condiciones de satisfacerlo. Para ello es importante dar lugar también a
las emociones, deseos y necesidades de los adultos cuidadores. Porque si el adulto no
se tiene en cuenta a sí mismo, entonces no hay dos personas, hay solo una. Y si no hay

un otro, no hay nadie que pueda reconocer al niño como sujeto y como un yo a
advenir. Después de todo, de lo que se trata en la crianza (como en tantas otras
relaciones humanas) es de encontrar un equilibrio en la tensión inevitable que implica
el despliegue de la autoafirmación de cada sí mismo y el reconocimiento mutuo.
Crecer implica recorrer un camino que va desde un estado de dependencia
absoluta hacia un estado de independencia relativa; porque ningún ser humano es
absolutamente independiente. Pero un pequeño de dos o tres años aún se encuentra en
un estado de absoluta dependencia: ningún niño a esta edad podría sobrevivir sin el
cuidado de otra persona.
El camino hacia la independencia es un proceso gradual, que requiere de
condiciones suficientemente buenas para un desarrollo emocional saludable. Una de
esas condiciones es, como ya vimos, la presencia de un ambiente facilitador que
brinde al pequeño un entorno de cuidado, protección y regulación emocional.
La independencia relativa recién se logra en la adultez, luego de un estado de
dependencia relativa durante la adolescencia, y es el resultado de la presencia de
múltiples factores. Uno de ellos es la maduración. Pedirle a un deambulador que “sea
independiente” (¡y esto se escucha mucho!) es tan ridículo como pedirle a un bebé de
cuatro meses que camine. A medida que este pequeño crezca, si las condiciones del
entorno han sido lo suficientemente buenas, irá desarrollando recursos que le van a
permitir prescindir cada vez más de sus cuidadores, hasta convertirse en una persona
autónoma (aunque nunca absolutamente independiente).
Como ya dijimos, en la crianza, antes no necesariamente es mejor. Los niños y
las niñas necesitan tiempo, disponibilidad y paciencia para poder construir una
dependencia relativa y finalmente una independencia relativa; y es necesario que cada
pequeño lo haga a su ritmo. Atender y observar esos tiempos de cada pequeño en
singular es una responsabilidad de los adultos cuidadores. Podemos fomentar su
incipiente autonomía, dar lugar a sus aprendizajes, permitir que ejerciten sus
capacidades. Pero eso es muy diferente a forzarlos a ser independientes. Hablaremos
sobre este tema a continuación.
Fui al taller de “Los ¿terribles? dos años”, luego de varios intentos
fallidos (por cuestiones horarias y de cupo) con un hijo de dos años recién
cumplidos y un marido algo escéptico. Ya lidiando con las aventuras de la
edad, el taller vino a confirmarme varias cosas. Primero, que no somos la
única familia que transita por lo mismo. Segundo, que nuestro hijo tiene
comportamientos habituales para su edad. Tercero, que está bueno
informarse, leer y asistir a lugares en donde hay gente en la misma situación
que uno. Pero lo que más nos marcó del taller es que no existen soluciones
mágicas a este asunto. Y parece una pavada, pero aprehender eso fue

revelador. Es cuestión de transitar, comprender, aprender, acompañar al
niño y, por sobre todo, no desesperar. Hoy no es siempre. Y cada etapa es
una etapa. (María, mamá de Homero).
Fomentando la autonomía
Esta etapa compleja y agotadora tiene también su parte divertida. ¡Convivir con un
deambulador significa no aburrirse jamás! Nos sorprenden a cada momento con sus
ocurrencias, intentos, palabras, gestos. Es un momento ideal para comenzar a
fomentar este deseo de autonomía tan propio de la edad.
¿Cómo podemos colaborar con este proceso? Lo importante es, una vez más,
comprender que niños y niñas son sujetos competentes y merecen nuestra
confianza. Confiar en sus capacidades y comunicarles este hecho es una manera
de validarlos como personas autónomas. ¿Quieren lavar los platos? La torre de
aprendizaje con baranda que mencionamos antes y vajilla irrompible pueden hacerlo
posible. Por supuesto que aún requerirán de mucha ayuda y presencia, habrá pequeños
accidentes (algunas cascadas de agua surcando el piso de la cocina, ropa enjabonada y
un poco de trabajo extra…), pero brindar la oportunidad de jugar y probar las cosas
por sí mismos es un aprendizaje invaluable.
Esta es una edad donde el hacer ocupa un lugar central. Muchas veces
esperamos que se distraigan para correr a hacer la cena o usamos dispositivos
electrónicos para capturar su atención mientras hacemos tareas domésticas. ¡Pero
hacer estas tareas con ellos es muy divertido y fructífero! Además, es una manera de ir
haciéndolos partícipes desde edades tempranas de las obligaciones de la casa.
Dejar que tomen decisiones también es una manera de promover su
autonomía. A diario comenzamos batallas sin sentido para que se pongan un abrigo o
entren a la bañera, cuando sería mucho más fácil dejar que elijan su propia vestimenta
o con qué juguete prefieren bañarse ese día. O quizás pueden no bañarse o bañarse
más tarde, ¿por qué no? ¡En muchos lugares del mundo la gente no se baña todos los
días! Las familias de deambuladores se convierten en una fuente inagotable de ideas
novedosas: hora del baño con agua de colores, espuma, burbujas, figuras de goma que
se pegan con agua en los azulejos, pintura…
Los recursos lúdicos no fallan (casi nunca) y nos permiten ofrecer opciones y
dejar que ellos elijan. Quizás les pase que su hija quiere salir en malla enteriza a la
calle en pleno invierno… ¡cuando hace tres grados de sensación térmica! ¿Le decimos
que no? ¿Por qué no ofrecerle otras opciones? ¿Malla por encima de la ropa abrigada

o unas calzas con el mismo estampado? También hay que aprender a ceder y a
complacer pequeños deseos que no le hacen mal a nadie.
* * *
Pensemos que están aprendiendo a tomar decisiones y a comunicarnos sus gustos.
Seguramente no lo hacen del mejor modo: gritan, patalean, lloran. Pero esto es
entendible porque sabemos que su cerebro no está lo suficientemente maduro como
para hacerlo de una manera más diplomática (vamos a volver sobre esto en el próximo
capítulo). ¡Cuando aprendan a hacerlo mejor, van a pedir “porfis, porfis” con cara del
gatito de Shrek!
Pero ¿qué pasa a esta edad? Su deseo se impone a fuerza de gritos y
demostraciones corporales. Esta es la razón por la cual tantas veces algunas personas
adultas los catalogan de “tiranos” o “reyes”. ¿Quién está siendo verdaderamente
arbitrario? ¿El niño pequeño que expresa su deseo o emoción con toda su fuerza
vital o la persona adulta que lo etiqueta y subestima, desconociendo que esto es
parte de un proceso madurativo saludable y esperable? Esto no quita que a veces
sea difícil lidiar con sus pedidos, tema que también retomaremos más adelante.
CATA (18 MESES) Y EL PASEO
Catalina pidió salir a pasear en auto un domingo a la noche. Se paró en la
puerta haciendo ruido de motor y sosteniendo un volante invisible. Su mamá
y su papá se miraron. Estaban en pijama, ya habían cenado y querían irse a
acostar. Pero en alguna parte apareció una voz que decía: “Tantas veces
hacemos cosas por gente que ni conocemos, ¿por qué no complacer a nuestra
hija?”. Y allá fueron los tres, todos en pijama, a dar una vuelta en auto por el
barrio. La velada terminó con una niña durmiendo en paz en su silla y dos
personas adultas satisfechas de su decisión (¿hay algo más lindo que mirarlos
dormir?).
En esta etapa, los deambuladores se enfrentan a frustraciones varias a diario. Por
eso es importante demostrar respeto por sus esfuerzos siempre. ¿Cuántas veces en
el afán de ganar tiempo o evitar una frustración intervenimos una acción y la
realizamos las personas adultas? Pensemos que cada una de estas ocasiones es una
oportunidad perdida. Ya decía María Montessori que cualquier ayuda innecesaria es
un obstáculo para el desarrollo.
Hay muchas cosas que un pequeño todavía no es capaz de lograr (o es capaz de

hacer a medias, con algunos inconvenientes), pero hacerle saber que valoramos su
esfuerzo y que algún día sí va a conseguirlo es un voto de confianza hacia su
capacidad. Esto va de la mano con la idea de alimentar sus ganas de seguir
intentándolo y la esperanza de que todo, a su debido tiempo y con práctica suficiente,
se logra.
Lo más importante es que sepa que, al margen de sus logros, lo valoramos
incondicionalmente. Pero acá los discursos no sirven. Un pequeño deambulador
necesita un voto de confianza palpable. Plantar él mismo una planta con flores
aunque se ensucie y haya más tierra afuera de la maceta (y en todo su pelo) que
adentro. O elegir su propia ropa, aunque los pantalones rayados no combinen con el
buzo de flores multicolores y las Crocs con medias nos parezcan un atentado a la
Semana de la Moda.
Niños y niñas son capaces de hacer grandes cosas desde muy pequeños si
tienen el entorno adecuado y la mirada confiada de sus cuidadores. Dimos
algunos ejemplos simples más arriba. Seguramente, si bien pueden elegir su ropa o
incluso ponerse alguna prenda, no son capaces de atar cordones porque su motricidad
fina requiere de mayor desarrollo. Es una buena idea colaborar con estos aprendizajes
brindando herramientas concretas, como la técnica que usan en los jardines de
infantes para ponerse la campera de abrigo (apoyando la campera en el piso) o
eligiendo para ellos calzado sin cordones o pantalones con elástico que sean fáciles de
poner y sacar.
Momentos como el baño o el vestirse son ideales para hablar sobre el respeto por
el cuerpo propio y ajeno. Hoy día los jardines de infantes han integrado a su
currículo estos temas gracias al trabajo realizado por los equipos interdisciplinarios
del programa de Educación Sexual Integral (ESI), uno de cuyos objetivos es enseñar
el cuidado del cuerpo y de la salud. Desde el nacimiento mismo podemos hablar con
los niños y las niñas sobre sus cuerpos, anticipando acciones como el cambio de
pañal, pidiendo permiso al manipularlos y nombrando correctamente cada parte del
cuerpo sin tabúes: cabeza, brazo, pene, rodilla, ano, nariz, vulva, oreja.
Que un niño reciba este tipo de información en casa (y también en el jardín, si
asiste) es un derecho fundamental. Los cuidados hacia el cuerpo son variados: desde
la alimentación, la demostración de afecto, el juego y la higiene, hasta el aprendizaje
de las necesidades de atención y cuidado cuando se enferman o se sienten mal. Es
decir, la educación sexual no se limita en absoluto a la genitalidad, aunque sí será
importante que ayudemos a construir el concepto de intimidad y cuidado del cuerpo,
poco a poco. Volveremos sobre estos temas en el capítulo 5.
Se trata de una etapa sumamente compleja que necesita de personas adultas
sensibles y dispuestas a aceptar este desafío. Los niños y las niñas necesitan que los
reconozcamos como sujetos competentes y capaces, personas en desarrollo que están
poniendo en juego su deseo y el ejercicio de su incipiente autonomía. Requieren de
entornos amables con sus necesidades y validación de sus deseos, enojos y
frustraciones. En definitiva, reclaman (como niños que son) tiempo, disponibilidad y

paciencia.
SÍNTESIS DEL CAPÍTULO
• “Tiene mamitis”
La “mamitis” o “papitis” tiene una explicación psicológica: los seres humanos
desarrollamos vínculos de apego con, al menos, una persona (figura de apego
primaria). Durante los primeros años, niños y niñas buscan proximidad con sus
figuras de apego primarias (en general, mamá y papá) y ésta, no sólo es una
conducta esperable, sino que además es un indicador saludable desde el punto
de vista emocional.
• Inaugurando la autonomía
Los niños a esta edad buscan afirmar su autonomía, su sentido de agencia (“yo
puedo”) y su diferencia respecto de los demás. A un niño o niña de dos años no
le basta con que le contemos cómo funcionan las cosas, las quiere experimentar
por sus propios medios.
• Diferenciación, individuación y reconocimiento mutuo
Si bien los niños durante esta etapa siguen siendo absolutamente dependientes,
empieza un proceso que solemos llamar de diferenciación. Es un proceso que
tiene que ver con la autoafirmación: “yo soy yo, no soy vos, entonces yo quiero
hacerlo a mi manera”. Crecer implica recorrer un camino que va desde un
estado de dependencia absoluta hacia un estado de independencia relativa, ya
que ningún ser humano es absolutamente independiente.
• Fomentando la autonomía
Lo importante es comprender que niños y niñas son sujetos competentes.
Confiar en sus capacidades y comunicarles este hecho es una manera de
validarlos como personas autónomas. Niños y niñas son capaces de hacer
grandes cosas desde muy pequeños si tienen el entorno adecuado y la mirada
atenta de sus cuidadores.

Capítulo
4
Berrinches
“Se viene el estallido”

“Quiere todo: ¡ya!”
Es muy frecuente que los niños y las niñas de esta edad aún no sepan esperar. Quieren
todo ya y ahora, aunque a veces no sepan tan claramente qué es lo que quieren. Como
ya dijimos, “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya” podría ser una frase muy
ilustrativa para esta etapa. Es esperable que todavía no hayan alcanzado a comprender
el tiempo del modo en que lo hacemos las personas adultas. Durante los primeros años
de vida, el tiempo es un constante presente, es un ser-siendo en el aquí y ahora. Aún
es muy difícil diferenciar el pasado del presente y del futuro. Por ejemplo, a veces nos
dicen que algo pasó “ayer” refiriéndose, en realidad, a una experiencia que pasó
quizás hace meses. Entender el tiempo es dificultoso, hace siglos que la filosofía da
vueltas al asunto... Imaginemos lo complejo que es esto para un niño pequeño.
El tiempo es un ente extraño, escurridizo. A veces pasa rápido, a veces es lento
como un caracol. Por eso cuando a una niña de dos años le decimos: “Mañana vamos
a ir a la casa de la abuela”, le resulta complejo poder comprender la noción de
“mañana” porque es un concepto muy abstracto. ¿Y por qué no ahora? ¿Qué es
mañana? ¡No, quiero ir ahora! ¡Ya mismo! Para los niños pequeños el tiempo es el
aquí y el ahora (linda oportunidad para todos de disfrutar más el presente, ¿no
creen?).
La capacidad para poder comprender el espesor de las categorías temporales
y esperar es una operación muy compleja, y al ser humano le lleva varios años
desarrollarla. Si bien es difícil hablar en términos cronológicos porque cada ser
humano tiene sus propios tiempos y el desarrollo madurativo está ligado al entorno,
recién alrededor de los tres años podríamos decir que es esperable que un niño
comience a tener cierta noción —aunque bastante vaga aún— de que existe un
pasado, un presente y un futuro. Antes de esta edad, pedirle a un niño que “espere” es
una tarea titánica.
TOMÁS (TRES AÑOS) Y EL TIEMPO
Tomás, de tres años, recibió una noche —con mucha felicidad— la noticia de
que un bebé crecía en la panza de su mamá. Era un embarazo muy reciente,
por lo cual la familia habló de cómo la panza iría creciendo poco a poco y de
que el bebé llegaría “en unos meses”. Pero a la mañana siguiente, apenas
abrió los ojos, lo primero que Tomás preguntó fue: “¿El bebé ya nació?”.

Tampoco podemos decir que de un día para el otro la capacidad de espera va a
estar desarrollada, sino que se va a ir construyendo junto con otros procesos de
maduración. No es que sean caprichosos, es que aún su cerebro no está lo
suficientemente desarrollado para entender que algo que no es ahora, aun así
puede ser después. Al niño de dos años que le decimos: “Ahora no, pero en un ratito
sí”, la información que le llega es: “Ahora no”. El “en un ratito sí” no tiene demasiado
sentido, no existe ese “en un ratito” en su representación. Por supuesto, esto no quita
que sea muy importante acompañar y explicar el sentido del tiempo, a veces
utilizando recursos concretos como un calendario o un reloj con agujas. Podemos
decir: “Cuando la aguja esté en este lugar, vamos a ir a la casa de la abuela”. O: “Me
voy a trabajar pero cuando la aguja corta llegue a este punto, voy a estar de regreso”.
Los relojes de arena también son una excelente opción cuando se trata de pequeñas
esperas, porque son muy tangibles. “Cuando toda la arena llegue abajo, van a estar
listos los fideos”. Con estas explicaciones estamos favoreciendo la inscripción de la
representación del paso del tiempo, pero como ya dijimos, es un proceso largo.
Cuando no sea posible responder a una demanda de forma inmediata, lo
primero es explicar con palabras simples y ofrecer otras alternativas. “Le tengo
que cambiar el pañal a tu hermana y después vamos a la plaza, ¿por qué mientras no
buscás qué juguete querés llevar?”. A veces buscar estos recursos nos ayuda a correr
el foco y posponer un poquito el apuro, pero otras veces nada funciona. Si la
frustración avanza, no quedará otra opción que acompañar y validar esas emociones,
esperando que cada día sea un poco más fácil.
Por estas razones (y por otros motivos más que ya veremos) es tan esperable en
esta etapa ver aparecer los famosos —despectivamente llamados— “berrinches”,
“pataletas” o “rabietas”. Porque lo que no es ahora, no es, y muchas veces en la vida
nos pasa que lo que queremos no lo podemos tener ya. Para un niño o una niña este
descubrimiento puede resultar muy frustrante para su omnipotencia, y por esta misma
razón, será tan crucial cómo se regulen las frustraciones durante estos tiempos.
Fisiología del cerebro en esta etapa
Conocer un poco sobre el desarrollo cerebral durante los primeros años de vida es
fundamental para entender por qué sucede lo que sucede. Bien podríamos decir que
esta etapa, signada por la necesidad de autonomía que se conjuga con la necesidad
todavía imperiosa de cuidados y cercanía, es una etapa “explosiva”. Las emociones
de los deambuladores están a flor de piel: las risas son estruendosas, los llantos son
atronadores y los enojos son dignos de una telenovela de los años noventa. Además,

su labilidad emocional es increíble. En una fracción de segundo pueden pasar de la
felicidad más absoluta a la furia más extrema.
¿Por qué los pequeños se comportan así? Desde la clásica mirada adultocéntrica,
estos comportamientos son reprochables. Se cataloga a niños y niñas de tiranos, se
aconseja castigarlos, no permitir que “nos tomen el tiempo”, “ponerles límites” desde
los meses de vida, ignorar sus estallidos y algunas otras sugerencias poco amables con
las cuales, por supuesto, no comulgamos. Estas nociones, además de ser enormemente
autoritarias, están desactualizadas. Hoy las neurociencias y la psicología han venido a
sumar evidencia que nos permite comprender los procesos mentales que vive un niño
durante sus primeros años de vida.
El cerebro de un pequeño ser humano es como una casa en construcción:
primero se construyen los cimientos. Podríamos dividir al cerebro humano en dos
grandes secciones: cerebro inferior (los “cimientos”) y cerebro superior (el cerebro
racional, “las paredes y el techo”). El cerebro inferior se compone del tronco
encefálico y la región límbica (que también se suelen conocer como “cerebro
reptiliano” y “cerebro mamífero”, respectivamente). Este cerebro inferior es el más
primitivo, es el responsable de las operaciones más básicas, de las emociones fuertes,
los instintos, y de funciones esenciales como la respiración, la regulación de los ciclos
del sueño y vigilia, y la digestión. El cerebro inferior es lo que impulsa a una niña de
dos años a tirar un juguete o morder cuando se encuentra frustrada.
Por otro lado, el cerebro superior, responsable del pensamiento más complejo
y sofisticado, está poco desarrollado al nacer y empieza a crecer durante la
primera infancia. El cerebro superior está formado por la corteza cerebral, la capa
más externa del mismo, también conocida como “córtex” o “neocórtex”. Esta sección
es la responsable de una larga lista de destrezas relacionales, emocionales y reflexivas
que nos permiten llevar una existencia equilibrada, tener consciencia y disfrutar de
relaciones sanas. Pero, para que el cerebro madure, se necesita tiempo. El cerebro
crece un 80 % durante los primeros tres años de vida y, según algunos investigadores,
continúa en formación y crecimiento hasta alrededor de los veinticinco años. ¡A veces
se le pide a un niño de dos años algo para lo cual recién estará preparado en su
adolescencia!
Entonces, en un deambulador, este cerebro inmaduro aún está principalmente
“gobernado” por la región inferior. Por eso mismo sus emociones son intensas y no
posee la capacidad de autorregularse ni de expresarlas mediante palabras la mayoría
de las veces. Todavía su corteza está en desarrollo y, por esto mismo, no es capaz de
realizar operaciones mentales complejas como mentir o manipular. ¡Y pensar que se
solían “explicar” los berrinches como una forma de manipulación! En realidad lo que
ocurre es más bien un desajuste entre el deseo y la omnipotencia de ese niño, y la
realidad. Avanzaremos sobre este tema en el siguiente apartado.
* * *

“Berrinches”: regulación emocional y manejo de
frustraciones
La naturaleza del niño es explorar y buscar, tocar cosas. Entre ellas, aquellas que no
“debe” tocar. Durante el segundo y tercer año de vida, el yo recién se está
construyendo; están entendiendo que son un ser separado y que pueden tener
deseos diferentes a sus cuidadores. La mayoría de las veces son las figuras de apego
principales (mamá y/o papá) o bien figuras de apego subsidiarias (cualquier otra
persona que cuide a diario: abuela, abuelo, niñera, docente, etc.) quienes introducen
normas que “chocan” con sus deseos.
Hice el taller a principios del 2019. Me vino muy bien saber sobre el
desarrollo de la corteza del cerebro de los niños: que la corteza está en
desarrollo y no podemos pretender que resuelvan, manejen o reaccionen de
cierta manera que esperamos con exigencia. Eso, junto con lo emocional,
cambió mi óptica, ese “no entender” ciertas reacciones que quizás para un
adulto no tienen sentido o no resultan graves, y también aprendí que un
“berrinche” lo que necesita es contención. Ahora muchos de los berrinches
se resuelven preguntándole a mi hijo si quiere un abrazo. La mayoría de las
veces (casi todas) me dice que sí y se calma. (Marcela, mamá de Joaquín).
* * *
¿Por qué no se puede hacer eso? ¿Por qué no me puedo subir a la mesa si desde ahí
arriba el mundo se ve tan diferente? ¿Por qué papá no entiende que escribir las
paredes con tizas es tan divertido? ¡Los colores se deslizan dejando rayas arcoíris y
mis dedos se ensucian de polvo multicolor! Estas contradicciones entre el deseo y
las reglas sociales o familiares suele generar a esta edad estallidos emocionales.
La palabra berrinche proviene de “verraco” (un cerdo macho que emite sonidos
fuertes: los berridos). De hecho, muchas veces se denomina —despectivamente—
como “berrido” al llanto fuerte de un niño. En general, “berrinche” se usa en forma
peyorativa para nombrar una expresión emocional intensa (y tantas veces
incomprendida), y es por ese motivo que la encontramos desafortunada, aunque a los
fines prácticos la usaremos como sinónimo. En realidad, cuando el niño tiene el
llamado “berrinche”, lo que sucede es un estallido emocional. Su cerebro inferior

colapsa. Todavía no puede regular y comprender sus emociones, porque eso implica
un proceso largo y muy complejo.
En el momento del estallido, entonces, no funciona razonar con el niño. Su cerebro
está colapsado, inundado de cortisol. El cortisol es una hormona que tiene que estar
presente y que, cuando permanece dentro de ciertos límites, es necesaria y saludable
porque nos mantiene alertas. Pero cuando se eleva demasiado, nos estresa. Una niña
en pleno estallido está estresada. En ese momento no podremos razonar con ella, solo
podemos acompañarla, en lo posible sin enojarnos. Una persona adulta regulada
tiene muchas más probabilidades de regular y contener a una persona pequeña
que ha colapsado. No podemos pretender apagar un incendio con nafta, ¿verdad?
JULIA (DOS AÑOS) Y EL FRÍO
¿Por qué no puedo salir desnudo a la calle si hace calor? ¡O incluso con frío!
Julia, de dos años, tenía que vestirse para ir a buscar a su hermana mayor al
colegio. Era pleno invierno. Su mamá se lo anticipó unos minutos antes,
previendo que no sería tarea fácil abrigarla, a lo que ella respondió, con
mucha tranquilidad, “quero ir en culete”. Por supuesto, esto no era posible y
abrió paso a una negociación. Una anécdota que nos recuerda una famosa
viñeta de Quino donde Guille, el hermano menor de Mafalda, se abriga la
mitad superior del cuerpo y pretende salir a la calle sin pañal ni pantalones.
Como decíamos, en ese momento su cerebro está totalmente “tomado” por su parte
inferior, por la emoción. Si nos enojamos, lo que estamos haciendo es provocar una
reacción aún más intensa. Porque nuestro enojo producirá más estrés y será vivido
como una amenaza. Mientras esto ocurre, su incipiente cerebro “racional” estará
totalmente desconectado, y esa es la razón por la cual intentar razonar o reflexionar en
ese preciso instante será totalmente infructuoso. Si hay desregulación, no hay
aprendizaje, por lo tanto, lo primero que necesitamos es surfear la ola y pasar ese
momento de intensidad desmedida. ¿Pero qué pasa muchas veces? Las personas
grandes hacemos otro berrinche, igual o peor. Nos enfurecemos. Colapsamos, igual
que un deambulador. Por supuesto, esto no conduce a nada, o más bien empeora el
escenario.
¿Qué podemos hacer entonces? Primero, recordar que estos estallidos son
esperables. Intentar no reaccionar sin pensar. Respirar y calmarnos (a veces
necesitamos contar hasta diez, otras hasta mil billones, lo sabemos). Si el estallido ya
se desencadenó, lo único que necesitamos es restablecer la paz. Mostrar
tranquilidad y disponibilidad ante un berrinche es mucho más probable que logre
“calmar al cerebro primitivo” y conseguir regulación que enojarse, gritar o ignorar.
Pensemos esto como una inversión a futuro: hoy les prestamos aquello que no tienen y

ayudamos a construir su inteligencia emocional. Ya llegará el día en que esa
regulación se convierta en propia y no nos necesiten, mientras tanto, nuestra presencia
y calma es imprescindible. Muchos niños aceptan un abrazo, mientras que otros no
toleran el contacto. Será importante mostrarnos disponibles, cercanos, en calma. A
veces ayuda agacharnos a su altura y hablarles a los ojos.
Si intentan romper algo, lastimarse o lastimar a alguien (o a nosotros), por
supuesto, no lo permitiremos. Se puede ser muy firme sin enojos, ni gritos, ni
violencia, incluso validando ese sentir y encausándolo. Por ejemplo: “No me podés
pegar a mí, pero si necesitás sacarte el enojo, podés pegarle a la almohada”. Cuando
un niño pequeño necesita descargar físicamente una emoción, reprimir esa
conducta solo genera más frustración y resentimiento. Permitir la expresión
corporal, dentro de ciertos límites de cuidado y seguridad, será mucho más
beneficioso para todos. Y les aseguramos que no será por mucho tiempo porque,
como otras tantas, esta es una etapa más.
Cómo manejamos las situaciones de estrés con los niños durante su primera
infancia es sumamente trascendente. Es en esos momentos de enojo y desborde
donde ellos necesitan estar seguros de que “igual los queremos” aunque su
comportamiento sea “totalmente inaceptable” para nuestra sociedad. El amor
incondicional es la base de un vínculo saludable y duradero. Si solo los “tratamos
bien” cuando se “portan bien”, estamos enviando el mensaje de que solo serán amados
bajo ciertas condiciones, lo contrario al amor incondicional que todo ser humano
necesita en su desarrollo. Retomaremos este tema en el próximo capítulo.
Esto no quiere decir, por supuesto, que avalaremos cualquier conducta. Pero, como
hemos dicho, se puede acompañar, guiar y educar sin enojos ni estallidos por parte de
las personas cuidadoras. Aquello que hacemos en esos momentos difíciles es clave:
deja una huella indeleble. Además, les estaremos dejando un legado: les estaremos
enseñando cómo reaccionar ante situaciones similares. ¿Cómo queremos que sean
capaces de regular su frustración, ira o tristeza el día de mañana?
El taller me encantó y me tranquilizó. Entendí que muchas cosas que
me preocupaban de mi hijo eran cosas esperables para la edad. Enriquece
mucho escuchar las experiencias de otras familias también. Recursos que
utilizaban ellos para los “berrinches” que luego me sirvieron. Y por
supuesto la explicación de las disertantes, que ayudan a entender lo que
están viviendo por dentro nuestros hijes y el porqué actúan así. Me sirvió
para entender y contener más (¡y enojarme menos!). (Noelia, mamá de
Juani).

Un cerebro regulado está abierto a recibir palabras. Pasada la tormenta,
cuando vuelva la paz, podremos conversar sobre lo que pasó. Si ese niño ya habla,
probablemente sea un buen momento para escuchar, más que para hablar. ¿Qué fue lo
que pasó? ¿Te enojaste mucho porque te dije que no podías cruzar la calle? Con el
paso de los años y la experiencia repetida, pronto cada niño será capaz de
autorregularse ante pequeños conflictos, situaciones de estrés y frustraciones
cotidianas. Y, cuando esto no sea posible, siempre tendrá a quiénes recurrir, sabiendo
que será escuchado, y no juzgado. Desde este punto de vista, un estallido emocional o
cualquier otra situación de máxima tensión es una oportunidad de aprendizaje. Una
oportunidad para crecer, para construir herramientas, para activar nuevas conexiones,
para que los niños se sientan seguros y queridos (a pesar de todo), y para
comunicarnos del mejor modo posible.
No perdamos de vista que cuando un niño está desregulado, se siente mal:
está frustrado y está sufriendo. El cortisol circula por su cuerpo y el niño no tiene
verdadero control sobre sus impulsos y expresiones. Como dijimos, necesita ayuda
externa, un “yo auxiliar” para poder lograr nuevamente un estado de calma. Todavía a
esta edad la regulación emocional es algo que se da en interacción con otras personas.
Pero cuando las personas adultas no estamos reguladas por la razón que fuere (porque
también estamos frustradas, porque la estamos pasando mal, porque tenemos hambre,
porque estamos agobiadas o porque tuvimos un problema en el trabajo), se nos hace
mucho más difícil ayudar a ese niño que nos necesita en un momento de estallido
emocional.
Algo que también hace que todo sea mucho más difícil es que muchos de nosotros
venimos de crianzas que hoy podemos llamar “adultocéntricas”, en las cuales no se
tenían demasiado en cuenta nuestras necesidades, ni las etapas, ni las características
de la infancia. Entonces, no hemos hecho experiencias siendo niños y niñas de tener
un otro que nos acompañe y nos ayude a regularnos. Siempre fue muy común que las
personas adultas se enojen cuando un niño hace un berrinche: que lo reten, le griten,
incluso lo encierren, golpeen o castiguen. Como si el berrinche fuera algo que se
puede controlar o evitar. En realidad, la respuesta que debería darse a un niño
colapsado emocionalmente es calma. Las personas adultas somos las responsables
de proteger a quienes están a nuestro cuidado, de guiar, de ofrecer sostén. Y cuanto
más regulados estemos, más fácilmente podremos regular las emociones de niños y
niñas.
Pero es algo difícil. Pensemos que la inteligencia emocional se va construyendo
desde el inicio de la vida y muchos de nosotros, hoy adultos, hemos tenido pocas
oportunidades para la expresión emocional en la infancia. Porque no se nos escuchó,
no se nos contuvo, no se nos permitió manifestarnos con libertad. Porque a la primera
emoción (mal llamada) “negativa”, se nos ha castigado y se nos ha reprimido. “Seguí
llorando y te voy a dar verdaderos motivos para llorar”, una frase muy ilustrativa de la
crianza autoritaria, repetida hasta el cansancio, casi vacía de sentido, pero cargada de
violencia y desamparo.

Muchas mamás y muchos papás de esta generación hemos crecido con castigos
físicos, porque nuestros padres y abuelos venían de crianzas probablemente aún más
autoritarias y violentas. Entonces, por mucho esfuerzo que hagamos las familias que
buscamos criar con respeto, a veces se nos activan conductas aprendidas y vividas.
¿No les ha pasado decir frases calcadas de sus padres, abuelas o madres, sin siquiera
pensarlo, sin siquiera acordarse previamente de esas palabras?
Pero si queremos ofrecer a nuestros hijos salud mental, mejores recursos hoy
y mañana, y formas de comunicación más apropiadas, tenemos que escucharlos y
permitirles expresarse. Todas las emociones son válidas y tienen un sentido. Está
bien enojarse, es sano enojarse. Si no nos enojamos, no creamos cambio ni
avanzamos. El enojo es lo que muchas veces nos permite poner freno a situaciones
que nos incomodan, nos vulneran o nos lastiman. La aceptación de las emociones (aun
aquellas que consideramos “negativas”) brinda alivio a los niños. Comprenderlas y
nombrarlas habilita y permite que se expresen. Lo contrario a reprimirlas.
A veces el “tiempo fuera” es para la persona adulta. Si siento que voy a gritar o
voy a obrar violentamente, me retiro unos minutos (o quizás unos segundos sean
suficientes), respiro, me autorregulo y después vuelvo a la escena para intentar
conectar emocionalmente con el niño. La conexión emocional con ese niño es lo que
nos va a permitir poder regularlo. La palabra clave acá es “empatía”: que sepa que
lo entendemos y entendemos su disgusto. Que estamos “de su lado”, aun cuando no
podamos complacer su deseo. Para poder calmar a un niño tiene que haber un
vínculo, una conexión. Muchas veces somos nosotros, los padres y las madres, los
agentes de la frustración, los que la causamos; pero también somos los que tenemos
que calmar el berrinche que se desata en consecuencia.
Quizás pareciera que no puede ser la misma persona la que dice que no y la que
calma. Se cree que eso puede llegar a confundir, pero esto es un mito, al igual que es
una creencia errónea que el “reto” debe ir acompañado de gritos, cara de enojo y mal
humor. Todo lo contrario: uno puede comunicar algo con firmeza pero
amablemente; así como también se puede ofrecer consuelo, un abrazo, validación, y
aún seguir diciendo que “eso no se puede”. No es confuso ni es contradictorio.
Tenemos una doble función: somos los agentes de la frustración porque le estamos
comunicando un límite, algo que no puede hacer, y al mismo tiempo, consolamos y
validamos.
A los chicos suele ayudarlos a regularse que nombremos lo que sienten. “Entiendo
que estés enojada porque te dije que no, tenías muchas ganas de jugar con la tijera
pero yo te tengo que cuidar y si te dejo jugar con eso te podés lastimar”. Poner en
palabras lo que sienten es una forma de validación.
* * *

Hemos dicho que es mucho más fácil calmar un berrinche cuando conectamos
y, para conectar, necesitamos tiempo compartido. Hoy, en general, compartimos poco
tiempo con los chicos durante el día, sobre todo en las grandes ciudades. Y ellos
necesitan que conectemos. En un momento se decía que no importaba tanto la
cantidad, sino la calidad del tiempo juntos, pero, en realidad, importan las dos cosas.
Claro que importa la calidad, no sirve de nada estar todo el día juntos si estamos
enojados y nos la pasamos gritando y de mal humor, por supuesto. Pero, por más que
les ofrezcamos tiempo de calidad, si son quince minutos al día, ¿creen que puede ser
suficiente?
Para poder conectar con un niño, para tener una respuesta sensible, para
estar disponibles, para poder calmar, hace falta tiempo compartido. Solemos
decir que es mucho más difícil acompañar que intervenir, y cuando hablamos de
infancia, es mucho más importante acompañar, escuchar, ponerse en el lugar del niño,
bajar a su altura, estar realmente presentes en ese momento. ¿Por qué un niño se
“porta mal”? ¡Porque se siente mal! Porque está cansado, frustrado, porque le pasó
algo en el jardín… A veces cosas menores pueden tener mucha relevancia. A estas
edades, por ejemplo, que se hayan hecho pis y los hayan retado en el jardín, que hayan
tenido un conflicto con otro niño o que hayan recibido una mordida de una compañera
puede resultar muy movilizante y ser motivo suficiente para que un niño esté más
sensible o más frustrado de lo habitual.
Estar conectados nos ayudará a poder decodificar qué está pasando y buscar eso
que está “debajo” de ese comportamiento visible. El “berrinche” es la erupción del
volcán, el estallido, el magma que sale disparado en la explosión. Pero esa emisión
violenta en la superficie que proviene del interior, a veces ya venía gestándose como
parte de un proceso.
TIZIANO (TRES AÑOS) Y LAS PANTALLAS
Tiziano, de tres años, había estado viendo muchas horas de televisión
(sabemos que las pantallas estimulan demasiado a los chicos, ya que los
contenidos audiovisuales son altamente adictivos y muchas veces impulsan
con facilidad los berrinches en edades tempranas). De pronto, su mamá
decidió que ya era suficiente y le apagó los dibujitos, sin demasiada
explicación. Lo que siguió fue un llanto inconsolable que duró… ¡cuarenta y
cinco minutos! ¿Saben cómo se logró la regulación? Una amiga de la mamá,
que se encontraba presente, se acercó a él, bajó a su altura y mirándolo a los
ojos le dijo: “Estás muy enojado con mamá porque te apagó la tele, ¿no?”. El
niño dejó de llorar, miró con asombro y alivio, y comenzó a jugar
nuevamente.

Dependiendo de la intensidad de cada situación, a veces anticipar y desviar la
atención es un recurso. “No te puedo dar esto, pero sí esto otro”, o dejar que tomen
alguna decisión, por muy pequeña que sea: “En lugar del cuchillo, te puedo dar una
cuchara de madera o este batidor de alambre”. Sabemos que es una edad muy
cansadora para la persona adulta porque son deambuladores, se mueven mucho, tienen
capacidad física pero no miden el peligro y es fácil que los cuidadores nos quedemos
sin recursos. Esto también es entendible. Sobre todo porque, como dijimos, la gran
mayoría de los adultos no hemos recibido esta clase de regulación cuando éramos
niños.
¡Acompañar en su crecimiento a un deambulador es una tarea inmensa! ¿Cómo es
un pequeño de esta edad? Es ruidoso, movedizo, incansable. Es esperable que en un
restaurante estemos persiguiéndolo porque quiere explorar, subir a una silla, bajar y
subir la escalera setecientas veces. También es lógico que no tenga su atención
centrada en un juego durante demasiado tiempo, que pase de una cosa a la otra en
cuestión de minutos. ¿Es cansador? ¡Sí, es agotador! Entender las características de
esta etapa nos va a ayudar a bajar las expectativas. Muchas veces pretendemos que
un niño de dos o tres años se comporte de un modo para el cual no está preparado.
Es importante también conocer que, a veces, es difícil calmarlos porque existe una
desregulación de otro origen: hambre, sueño o alguna situación de estrés o cambio.
Las cosas nuevas pueden ser estresantes para los chicos y eso los hace estar más
sensibles. Quizás una mudanza, las primeras experiencias del jardín o alguna
circunstancia familiar de la cual no hablamos con él o ella. Si notamos que está más
irritable que de costumbre, es una buena opción hablar sobre lo que está pasando o
proponer juegos simbólicos que ayuden a procesar algún tema importante. Ante estas
situaciones podemos proponer una conversación con preguntas simples que los
ayuden a nombrar lo que sienten: “¿Te asusta empezar el jardín?” o “¿Te preocupa
que va a pasar con tus juguetes cuando nos mudemos?”.
Muchas veces subestimamos su capacidad y, sin quererlo, los dejamos afuera de
asuntos familiares relevantes (un embarazo de pocas semanas, la pérdida de un
trabajo, un problema financiero), que los afectan mucho más si no pueden entenderlos
y ser partícipes. Hablar con la verdad es un pilar fundamental en la crianza, aun
de aquellos temas que consideramos difíciles, como la muerte de un familiar, una
enfermedad u otra situación delicada. Solo es necesario contarlo con palabras
simples y dándoles la oportunidad de procesarlo y hacer preguntas, si así lo necesitan.
Hemos conocido muchos casos en los cuales los estallidos emocionales continuados
tenían que ver con su percepción de que algo estaba pasando, pero no sabían qué. Las
palabras organizan las experiencias, a toda edad. Por eso reivindicamos el derecho
a la verdad, siempre.
MATÍAS (CUATRO AÑOS) Y LO QUE NO SE DICE

Matías, de cuatro años, estaba irritable y agresivo, lo cual era inusual. Se
peleaba en el jardín, lloraba mucho y le gritaba a su mamá. Nadie le había
contado que su papá estaba muy preocupado porque había perdido el trabajo.
Las personas adultas de la casa trataban de ocultar el tema, mantener la rutina
de horarios y hablar de “eso” a solas. Sin embargo, el malestar familiar
afectaba a Matías. Una vez que pudieron sentarse a hablar con él y
comunicarle la situación, él volvió a ser “el mismo de siempre”.
* * *
Sea cual fuere el origen, sabemos que algunos berrinches son difíciles de calmar.
Por eso buscamos y rebuscamos, cada día, nuevas estrategias. La buena noticia es que,
en ocasiones (¡menos mal!), es posible prevenirlos. Conociendo las cosas que
desencadenan enojos, podemos anticiparnos: por ejemplo, evitando pasar por algún
comercio o preparando el espacio y el entorno para que sean adecuados. Llamamos a
esto último el “ambiente facilitador”: un espacio apto para sus necesidades, que
permita la libertad de movimientos, la exploración y el juego. Sobre todo en
nuestras casas, que es donde más tiempo pasamos, es fundamental que haya objetos a
su alcance con los que se pueda jugar y que no haya cosas peligrosas o frágiles que
estén “prohibidas”.
Hasta hace no mucho existía la creencia de que era el niño el que tenía que
“aprender”, desde tiempos muy tempranos, que “eso no se toca”. Hoy sabemos que su
cerebro no es capaz de procesar informaciones tan complejas y que su impulso de
explorar siempre será más fuerte. ¿Qué sentido tiene pasar el día peleando por algo
que es totalmente improductivo? Afortunadamente, esta etapa no dura para siempre,
no va a querer comer la comida del perro toda la vida o jugar con el tacho de basura
hasta la adolescencia. Nuestra casa volverá a tener paredes sin rayones y adornos en
los estantes bajos.
Si un niño agarra algo que no debía, podemos disculparnos por haberlo
dejado a su altura y explicarle que no nos dimos cuenta, que cometimos un error
al dejarlo a su alcance, pero que no va a poder jugar con eso. Muchas veces
pretendemos que los niños muy pequeños se adapten a la vida adulta y no tenemos en
cuenta sus necesidades y características. Espacios como restaurantes o la casa de la tía
abuela que tiene cristalería del piso al techo pueden resultar poco prácticos y muy
estresantes para una familia con un deambulador.
¿Qué podemos hacer si hay que ir igual a estos lugares? En primer lugar, anticipar
al niño adónde vamos a ir: “Vamos a ir a la casa de la tía Marta que tiene un montón
de cosas que se rompen y no vas a poder tocarlas. Pero vamos a llevar estos juguetes
para que puedas jugar o le vamos a pedir que nos preste el cajón de los tuppers”. Y, si

en el momento la situación se torna inmanejable (que puede ocurrir porque, como ya
dijimos, la naturaleza del niño es la de explorar y experimentar), entonces quizás
debamos pensar que ese no es el lugar adecuado para él o ella y, por ende, para
nuestra familia en ese momento. Es una etapa y va a pasar. ¡Cuánto más fácil será si
tratamos de pasarla todos lo mejor posible! Porque perseguir a un deambulador en un
espacio peligroso debería ser considerado un deporte de alto riesgo. Además, ¿quién
puede estar todo el día diciendo que no? Pocas tareas más aburridas e ineficaces. El
“no” hay que usarlo en los momentos en que realmente sea necesario.
Volveremos sobre este tema en el capítulo que sigue.
“No pasó nada”
Cuando un niño se cae o se golpea, la respuesta esperable es que llore para expresar el
dolor que le produjo el golpe o simplemente por la frustración de haber fallado en el
intento de lo que estaba por hacer. Muchas veces, además de llorar, busca consuelo en
la mamá (o en la persona que se encuentre a su cuidado: el papá, la abuela, la
maestra). En ese caso, el pequeño se dirige activamente a buscar al adulto para ser
consolado. Otras veces aparece el llanto solo como expresión y no va acompañado de
una búsqueda activa de consuelo, pero si la persona que se encuentra cerca ofrece
contención, es bien recibida. Y en otras ocasiones el niño llora, expresa malestar, pero
no busca ni acepta consuelo.
Cuando esto ocurre, en nuestra cultura, la respuesta que escuchamos por parte de
los adultos casi de inmediato es “ya pasó”, “no pasó nada” o “no fue nada”.
Contestación que nos han dado también a muchos de nosotros cuando éramos niños y
que repetimos como herencia aceptada de nuestro bagaje cultural. ¿Pero nos pusimos
a pensar alguna vez qué le estamos transmitiendo con esta respuesta? Es como si le
dijéramos: “Te golpeaste, pero hagamos de cuenta que no te dolió o que no te frustra
haber fallado, así que no llores porque acá no ha ocurrido nada”. Tenemos
incorporada una tendencia a negar no solo lo ocurrido, sino también el
sentimiento que esto despierta (enojo, ira, frustración), y más aún su expresión,
es decir, el llanto.
¿Qué produce esto en un niño pequeño? Probablemente que no se sienta
comprendido ni escuchado, que perciba que no hay lugar para la frustración o el dolor
en esa familia y mucho menos para expresarlo. Si un niño vivencia en forma constante
y reiterada esta falta de comprensión y de empatía por parte de las personas en
quienes confía, es muy probable que aprenda a hacer lo mismo, es decir, a no
escucharse ni conectarse con sus propias emociones. Hoy sabemos que desconocer y

negar los sentimientos tiene consecuencias. Una de ellas (tal vez la más nociva) es la
que conduce a no confiar en la información que proviene de nuestro mundo interno. Si
las personas que me quieren y me cuidan desoyen mi llanto, niegan mi tristeza o
responden con indiferencia, entonces quiere decir que esa información sobre las
emociones que recibo desde mi interior no es importante.
Una respuesta muy diferente por parte de una persona adulta frente a un chico que
llora sería preguntarle qué le ocurre (además de consolarlo). Si ya tiene edad para
responder con palabras, podemos preguntarle si nos quiere contar lo que siente. Y si
aún no habla o lo hace de forma muy rudimentaria, podemos ayudarlo a encontrar las
palabras más adecuadas para expresar su malestar: “¿Estás triste porque te dolió el
golpe?’’, “¿Estás enojada porque querías correr muy rápido y te resbalaste?”. Validar
la emoción de un niño o una niña es justamente eso, darle entidad y realidad a lo
ocurrido, y al mismo tiempo, asociarlo a un sentimiento. De esta manera le
estamos enseñando no solo a identificar sus emociones, sino también a reconocerlas y
aceptarlas. Le transmitimos que la sensibilidad no es una debilidad, sino una fortaleza,
que es bueno estar en contacto con nuestro mundo interno y, además, que las palabras
son un buen medio para expresarlo.
La expresión corporal: cuando pegan o se golpean
A esta edad, los chicos son muy corporales y el lenguaje todavía se está construyendo.
Adquirir el lenguaje implica ser capaces de entender y usar ciertos significantes
siguiendo algunas reglas convencionales propias de la sociedad en la que vivimos y
del idioma nativo que nos ha tocado. En general, hacia fines del primer año, niños y
niñas suelen tener un repertorio muy pequeño de palabras sueltas, generalmente
aquellas que tienen dos sílabas y son fáciles de pronunciar, como “teta”, “mamá”,
“papá”. Luego, durante el segundo año de vida, aparece la “jerga expresiva”, que son
sonidos que imitan una conversación, a veces con el añadido de palabras claras, pero
en general poco entendible para la mayoría de las personas (aunque suele pasar que
los cuidadores primarios entienden a la perfección este idioma tan extraño).
De a poco, aparecen palabras muy propias de esta etapa, como “no”, “dame”,
“mío” y “yo”, y luego van logrando armar oraciones cortas. Hacia los dos años, este
incipiente lenguaje está relacionado con la experiencia inmediata: es usual que
mientras juegan, por ejemplo, vayan relatando lo que sucede, como si pensaran en voz
alta. Esta construcción tiene su tiempo y, a veces, los ritmos de cada niño pueden
variar. Sabemos que esto puede generar ansiedad en las familias, por eso les contamos
que hasta alrededor de los dos años y medio lo importante no es que arme frases

o diga cincuenta palabras distintas, sino que exista la intención comunicativa
(señalar, hablar en jerga, decir palabras sueltas o “hacerse entender” de alguna
manera) y que tenga la capacidad de responder órdenes simples como “traé la
pelota”, “llevá el pañal al tacho” o “por favor, cerrame la puerta”.
Si no vemos estas características, que intentan compensar el desarrollo aún
rudimentario del lenguaje, o si, pasados los dos años, no vemos aparecer palabras
sueltas en el lenguaje expresivo de nuestro hijo o hija, es importante comentarlo con
el pediatra para que evalúe la necesidad de realizar alguna interconsulta o evaluación
específica.
Entonces, como el lenguaje se está apenas construyendo, todavía las palabras no se
usan como las usamos las personas adultas en términos de poder expresar nuestras
emociones y confiar al lenguaje nuestro mundo interior. Por eso mismo, los chicos
nos muestran lo que sienten, o lo que les pasa, a través de su cuerpo y su
comportamiento.
A veces, puede suceder que en el proceso de descubrir cómo gestionar la
frustración pasen por momentos donde golpeen o se golpeen. Puede ser una etapa que
hay que transitar, acompañar y no queda más remedio que eso: explicar con mucha
presencia y paciencia que así no es como nos comunicamos ni lo que hacemos cuando
nos enojamos. En esos momentos es muy importante explicar que no está mal
enojarnos, que es válido sentirnos así, pero que no pegamos ni nos lastimamos
cuando nos sentimos de esa manera.
Cuando un pequeño está muy desbordado, y aún no dispone de los recursos para
frenar su impulso, podemos ofrecer como alternativa algún objeto blando para golpear
en esos momentos. “Entiendo que estás muy enojado, pero no me podés golpear a mí
ni a tu hermana. Si necesitás pegar, te puedo ofrecer este almohadón o este muñeco,
pero a las personas no les pegamos”. De la misma manera no vamos a permitir que se
lastimen; si vemos que se están golpeando, debemos contener físicamente, explicado
que no vamos a dejar que se hagan daño.
Si este tipo de comportamiento, en lugar de ser algo pasajero, se mantiene en el
tiempo, es importante pensar qué nos puede estar queriendo decir, si vemos que
insiste y que el pegar se vuelve su única herramienta de comunicación y esto no se
modifica, debemos preguntarnos qué estará pasando: ¿hubo cambios familiares?,
¿situaciones de estrés? Y si no encontramos herramientas para resolverlo, siempre es
posible acudir a un profesional y realizar una consulta.
Esta etapa, cargada de emocionalidad y cambios, requiere de infinita paciencia y
sensibilidad por parte de las personas adultas cuidadoras. Recordar siempre que el
“berrinche” es un estallido emocional que genera un enorme malestar en el niño o la
niña, que nos permite afrontarlo de otra manera. Seamos un oasis en el desierto,
ofreciendo presencia, calma y regulación. Será un regalo para el presente y un legado
para el futuro.

JUANMA (DOS AÑOS) Y LA FRUSTRACIÓN
Juanma empezó a pegar de repente, en sala de dos. Cuando un nene le
sacaba un juguete o cuando se enojaba por algo, pegaba. Con su papá
estábamos superpreocupados, porque apostábamos a una crianza sin
violencia y, de repente, veíamos comportamientos que creíamos violentos en
nuestro hijo. ¿De dónde lo había aprendido? Jamás nadie le pegó. Por
suerte fuimos al taller sobre los “terribles dos” y ahí entendimos por qué
Juanma pegaba: era el que menos hablaba de su sala y seguramente eso lo
frustraba un montón. De a poco empezamos a ponerle palabras a sus
emociones, a acompañarlo, a dejar que se descargue pero sin lastimar a
nadie. En muy pocas semanas empezamos a notar que ya no necesitaba
expresar el enojo así. Nos alegró un montón porque nuestra familia nos
decía que el problema era que no tenía límites y que éramos muy permisivos,
y se hace difícil sostener una mirada respetuosa en ese contexto. Hoy
estamos más seguros que nunca de seguir en este camino. (María Laura,
mamá de Juan Manuel).
SÍNTESIS DEL CAPÍTULO
• “Quiere todo: ¡ya!”
Es esperable que los niños y las niñas todavía no hayan alcanzado a
comprender el tiempo del modo en que lo hacemos las personas adultas.
Durante los primeros años de vida, el tiempo es un constante presente. Por eso
mismo quieren todo “ya y ahora”, y les cuesta tanto esperar.
• Fisiología del cerebro en esta etapa
El cerebro de un pequeño ser humano es como una casa en construcción. El
cerebro superior, responsable de razonamientos más complejos, está poco
desarrollado al nacer. En un deambulador, el cerebro inmaduro aún está
principalmente “gobernado” por la región inferior, lo cual hace que las
emociones sean vividas con intensidad. Todavía su corteza está en desarrollo y,
por esto mismo, no es capaz de realizar operaciones mentales complejas como
mentir o manipular.
• Berrinches, regulación emocionaly manejo de frustraciones
Cuando el niño tiene un “berrinche”, lo que sucede en realidad es un estallido

emocional. Su cerebro inferior colapsa. Todavía no puede regular y
comprender sus emociones. En el momento del estallido, entonces, no funciona
razonar. Si nos enojamos, lo que estamos haciendo es provocar una reacción
aún más intensa. Si el estallido ya se desencadenó, lo único que necesitamos es
restablecer la paz. Mostrar tranquilidad y disponibilidad es mucho más
probable que nos ayude a lograr regulación. Pasada la tormenta, cuando vuelva
la paz, podremos conversar sobre lo sucedido.
• No pasó nada
Cuando un niño se cae o se golpea, la respuesta esperable es que llore para
expresar el dolor o por la frustración de haber fallado. Muchas veces, además,
busca consuelo. Cuando esto ocurre, en nuestra cultura, la respuesta es “no
pasó nada”. ¿Qué produce esto en un niño pequeño? Probablemente que no se
sienta comprendido ni escuchado, que perciba que no hay lugar para la
frustración o el dolor. Una respuesta muy diferente sería preguntarle qué le
ocurre (y consolarlo). De esta manera le estamos enseñando no solo a
identificar sus emociones, sino también a reconocerlas y aceptarlas.
• La expresión corporal (cuando pegan o se golpean)
A esta edad, los chicos son muy corporales; el lenguaje todavía se está
construyendo y aún las palabras no se usan como las usamos las personas
adultas. Entonces, ellos y ellas nos muestran lo que sienten o lo que les pasa a
través de su cuerpo y su comportamiento. Es muy importante explicar que no
está mal enojarnos, pero que no pegamos a las personas ni nos lastimamos
cuando nos sentimos de esa manera.

Capítulo
5
Comunicación y límites
“Le digo que no, lo hace igual y se ríe”

¿Cómo se entiende el “no” en la primera infancia?
Los deambuladores no entienden la palabra “no” del mismo modo en que lo hacemos
las personas adultas. Recordemos que su corteza cerebral y su psiquismo todavía están
en desarrollo y algunas operaciones más complejas recién las encontraremos operando
pasados los tres años. Tampoco significa que mágicamente, a determinada edad, el
“no” será entendido y, menos que menos, aceptado (esto solo ya es motivo para otro
libro, ¡uno de varios tomos!).
El “no” es un concepto bastante abstracto que muchas veces atenta contra los
deseos o las necesidades de un niño en esta etapa. Decíamos que un deambulador es
un explorador nato, un pequeño científico que contrasta sus hipótesis continuamente:
“Si tiro esta olla, cae para abajo y hace mucho ruido. Vamos a probarlo”. También
decíamos que está desarrollando su sentido de la autonomía: “Lo quiero hacer solita
porque soy grande y puedo”. Y entonces, justo en ese momento tan omnipotente y
único, aparece el “no se puede” y se produce una colisión sin precedentes. Lo
positivo, como vimos, es que esto es esperable y saludable. No significa que hayamos
hecho ni estemos haciendo las cosas “mal”, más bien diríamos todo lo contrario. Es
un hito madurativo y del desarrollo emocional la aparición de la autoafirmación.
Solemos escuchar en nuestros talleres a muchas familias preocupadas y
angustiadas, quienes creían que todo iba sobre ruedas y de pronto se encuentran con
este cambio inmenso en sus pequeños. Por eso es fundamental saber que el “no” es
una categoría que lleva tiempo construir. El aprendizaje de estas operaciones tan
complejas se dará en contacto con otros, a través de diferentes experiencias, ejemplos
y repeticiones.
La palabra “no” es como una invitada indeseada que se coló en la fiesta y, de
pronto, estamos todo el día diciéndola sin haberlo planeado. Otras tantas veces
son ellos quienes comienzan a jugar al “no” y nos dicen que “no” todo el tiempo.
¡No a todo! “No me quiero vestir, no me quiero bañar, no me quiero sentar en la silla
del auto, no quiero comer, no quiero bajarme de la mesa”. No porque no. No, aunque
después sea sí. Porque justamente están construyendo este concepto y también la
diferencia entre yo y no-yo.
¿Cómo podemos favorecer la construcción de estos procesos? De nuevo, con
mucha paciencia, explicando el porqué y sabiendo que en algún momento todo eso
decantará y lo que hasta ayer parecía imposible, se va a lograr. Pero, como dice el
pediatra español Carlos González, la autoridad es como el dinero, y se gasta. Si
decimos todo el día que “no” a todo, gritamos o frustramos continuamente al

niño, vamos a lograr el efecto contrario: mayor desregulación, más probabilidad
de estallidos, menor colaboración. Por eso recomendamos “ahorrar” el no, usándolo
a consciencia y cuando sea realmente necesario. De hecho, en muchas ocasiones el no
puede ser un “sí condicional”. “No podés” se puede convertir en “podés hacerlo, pero
más tarde”, o bien “ahora esto no, pero tal otra cosa sí”.
Como vimos en el capítulo anterior, lograr un ambiente facilitador es clave para
que esta etapa se vuelva más llevadera y pacífica. Otra forma que nos puede facilitar
lidiar con los “no” necesarios y cotidianos es usar estrategias lúdicas. Sabemos que el
lenguaje propio de la infancia es el juego, ¿por qué no convertir los momentos más
álgidos en un juego? Podemos usar una canción graciosa para vestirnos o, como ya
dijimos, convertir el baño en algo divertido usando espuma o pintura para azulejos. El
recurso del humor también suma. No importa solo qué decimos, sino cómo lo
decimos. Y con cosquillas y sonrisas es más fácil.
Denegación originaria o protodenegación
Decíamos que en esta etapa, los niños y las niñas suelen comenzar a jugar con el “no”
y a decirnos que “no” a todo, incluso a aquello que sí quieren. Este proceso se
denomina “denegación originaria” o “protodenegación” y forma parte de la
construcción del yo como diferente de los otros. Decir que “no” nos permite
diferenciarnos y poner límite a las demandas de los demás.
Es una adquisición elemental del desarrollo emocional. Imaginemos qué sería de
nuestra existencia si no pudiéramos decir que “no”: nada más alienante que quedar
sometidos a las exigencias de las otras personas en un ciento por ciento. Por eso
mismo, el “no” no solo es esperable, sino que es necesario. Los niños y las niñas
también tienen derecho a ejercerlo y a comenzar a aprender, de a poco, a pedir, exigir
y trazar sus propios límites. Solemos hablar de “poner límites” solo en un sentido,
olvidándonos de que las personas adultas muchas veces nos extralimitamos de
diferentes maneras. Es importante que sean capaces de decir “no” cuando sea
necesario.
Entonces, celebramos que aparezca esta instancia porque da cuenta de que estos
procesos tan decisivos están teniendo lugar. El psicoanalista inglés René Spitz
afirmaba, de hecho, que la aparición del “no” era uno de los tres organizadores (junto
con la angustia de separación y la sonrisa social) que indican hitos fundamentales del
desarrollo psíquico infantil saludable. Aunque esto no quita que pueda resultar muy
agotador y frustrante para las personas adultas a cargo: nos demanda una gran
creatividad y mucha calma acompañar a un pequeño que a todo responde de manera

negativa.
Llegado este punto, está bueno aclarar que hablar de crianza respetuosa no
significa en absoluto ausencia de conflictos, como a veces se suele malinterpretar. Los
conflictos en la crianza son inevitables —y hasta necesarios, diríamos—, lo que
importa es cómo los resolvemos y qué recursos ponemos en marcha las personas
adultas ante ellos. Si estallamos, nos enojamos y gritamos, es muy probable que
los niños aprendan a hacer lo mismo. Si, al contrario, nos mostramos tranquilos,
disponibles y abiertos al diálogo, eso es lo que estaremos enseñando a hacer ante estas
situaciones. Los conflictos existen y existirán siempre, pero no deberían nunca
implicar violencia en su forma de “resolución”.
La buena noticia es que esta etapa no dura para siempre, aunque, como dijimos,
los conflictos siempre estarán presentes, pero en distinta forma e intensidad. A medida
que el desarrollo emocional avance, este “no” indiscriminado irá cediendo
gradualmente y dará lugar a la aparición de otros nuevos desafíos de la crianza. Lo
que estamos en condiciones de afirmar es que no hay posibilidad de construcción de
los límites de una manera saludable sin transitar por la denegación originaria. No
puede haber un registro del otro ni desarrollo de la capacidad para la
preocupación por el otro si no hay un verdadero proceso de diferenciación entre
el yo y el no-yo. Para poder entender que si le pego a mi amigo le duele, primero
tengo que comprender que mi amigo es otro ser humano con sus propios sentimientos,
deseos y necesidades.
Pero, por supuesto, esto no se entiende de una vez y para siempre (como nada en la
vida), sino que lleva un largo tiempo de construcción y estabilización de estas
categorías. Por eso es tan importante la repetición y la transmisión amorosa de las
pautas sociales. “No le pegamos al amigo porque le duele, pegar lastima, de la misma
manera que a vos no te gustaría que tu amigo te pegue”.
Para que un niño aprenda el sentido del “no”, primero deberá experimentarlo
en su propia persona, en su propio cuerpo (y a su vez, en el mismo acto de decir que
“no”, se estará apropiando de ese cuerpo), repetirlo hasta el cansancio y descubrir los
efectos que genera en el vínculo con los demás.
La (de)construcción de los límites
¿Qué es un límite? ¿Buscamos limitar o enseñar? ¿Estamos dando órdenes o
comunicando normas de convivencia? ¿Por qué solamente hablamos de “poner
límites” cuando nos referimos a niños y niñas? ¿Damos lugar a que él o ella tome
decisiones? Pongámonos por un momento en el lugar de ese niño pequeño. ¿Qué

emociones o necesidades subyacen a su comportamiento? Todos los comportamientos
tienen un fin.
Decíamos en el capítulo anterior que, a veces, un “mal comportamiento” esconde
detrás una desregulación puramente fisiológica: si tiene hambre o sueño habrá mayor
predisposición a estar de mal humor, frustrarse, tener estallidos o enojarse por cosas
que a los adultos nos parecen que no son tan importantes. Incluso circulan por las
redes sociales algunas imágenes (que se suponen graciosas) con fotos reales de niños
pequeños llorando a causa de cosas “irrelevantes”: el sándwich cortado de una manera
“errónea”, el vaso de otro color que el deseado, un reto por escribir la pared. Esta es
una muestra de la cultura adultocéntrica que habitamos: nos burlamos de aquello que
no entendemos, lo subestimamos, lo miramos con ojos adultos. Hasta nos enojamos
por esos comportamientos. Pero esos niños y esas niñas de las fotos estaban llorando
en serio. ¿Es menos importante el sufrimiento ajeno solo porque yo no lo entiendo?
Sigue prevaleciendo, en general, la necesidad adulta por sobre la infantil.
Existe la creencia de que los chicos “deben portarse bien”. Escuchamos a diario
frases como: “Qué bien que te portaste”, “Vamos a la casa de la abuela, ¿te vas a
portar bien, no?”, “Portate bien en el cumpleaños” o “Si no te portás bien, Papá Noel
no te va a traer regalos”. ¿Les suenan familiares? A nosotras mismas también se nos
escapan, porque las tenemos tan incorporadas que a veces es difícil desprendernos de
estas tradiciones. Son frases absolutamente arraigadas y difíciles de evitar.
¿Pero qué es portarse bien? Hace un tiempo hicimos la experiencia de preguntarles
a chicos y chicas de entre cinco y ocho años qué era “portarse bien”. Las respuestas
fueron todas bastante similares: “Si me porto bien, no me retás”, “Portarse bien es no
hacer enojar a papá”, “Es cuando no me retan”. Parecería que lo que llamamos “buen
comportamiento” tiene poco que ver con los niños, y mucho que ver con las
expectativas y necesidades puramente adultas. Nos preguntamos si es válido que hoy
en día sigamos pensando en estos términos. Invitamos a quien tenga ganas a
repensarlos, desarmarlos, deconstruirlos, transformarlos y volverlos a inventar.
Esta es una edad en la cual los límites todavía están en pleno proceso de
construcción. Solemos decir que en realidad no se trata de “poner límites”, sino de
comunicarlos, porque los límites existen, no se crean artificialmente para “frustrar a
los niños y que aprendan”. Hay reglas sociales, normas propias de cada hogar, pautas
en el jardín, situaciones que nos ponen en riesgo, otras personas con necesidades
distintas a las nuestras y un montón de otras cuestiones que condicionan qué se puede
(y no) hacer. Hablamos de una etapa de plena exploración, de querer probar y
experimentar el mundo. Decíamos más arriba que son como pequeños investigadores
que quieren probar y conocer cómo funciona todo a su alrededor. Muchas cosas que
los adultos damos por sentadas los niños necesitan experimentarlas, como tirar la
comida al piso y ver qué pasa. ¿Se cae para abajo o para arriba? ¿Salpica? ¿El perro se
la come? Algo tan simple como un poco de calabaza estrellada en el parqué del living
para un deambulador es un mundo de estimulación sensorial, descubrimientos nuevos
e investigación constante.

“Pero le digo que no, lo hace igual y se ríe”. Esto también pasa y podría
traducirse como “mirá qué divertido” y no necesariamente como un desafío (que
es una interpretación adulta). Recordemos que su cerebro todavía no está preparado
para hacer operaciones tan complejas. El proceso de ir aprehendiendo las normas del
mundo lleva tiempo: lo tienen que repetir muchas veces.
Es habitual que las personas grandes, cuando vemos una situación de peligro,
intervengamos y digamos que “no”, pero como ya dijimos, los chicos no entienden el
“no” a esta edad, al menos no como nosotros. Por eso es tan importante repetir con
paciencia y claridad cuando algo no se puede. Por ejemplo, ¿cuál es el límite claro? El
riesgo, que se golpeen, que peguen a otras personas, que maltraten a una mascota, que
rompan la casa. Entonces el límite es evidente ante el peligro real o algo que sea
realmente significativo. Pero no porque lo digamos una vez será suficiente. Hay
que repetirlo muchas veces (en distintas ocasiones y explicando siempre el
porqué).
Los límites se informan y se comunican, no se crean externamente como si fuera
algo que poner sobre el niño. No es el “no porque no”. Los límites existen en la vida,
porque vivimos en sociedad: hay reglas y hay peligros. No vamos a dejar que crucen
la calle o jueguen con cuchillos. Esos límites son muy claros. También existen otros
límites, aquellos que tienen que ver con valores familiares, porque cada familia es una
microcultura y tiene sus propias creencias y normas.
Algo que decimos habitualmente en nuestros talleres es que hay que elegir las
batallas. Admitamos que en ocasiones somos nosotros los que nos encaprichamos.
No queremos que toquen una cosa, pero la dejamos a su alcance, como si se tratara de
un juego de poder. Muchas veces confundimos “poner límites” con rigidez, con enojo
o gritos. ¿Por qué creemos que para transmitir una pauta necesitamos elevar la voz o
fruncir el ceño? Como ya planteamos, podemos ser muy firmes y coherentes en lo que
decimos sin necesidad del enojo. De hecho, esto último será mucho más efectivo. Las
reglas no se pueden imponer a la fuerza, son los niños y las niñas quienes van
construyendo esa configuración en contacto con sus personas significativas.
Pero es importante aclarar, nuevamente, que la construcción de los límites como
proceso interno lleva tiempo, práctica y repetición. No se da de un momento a otro, ni
de una vez y para siempre. Por esta razón debemos ser pacientes y amorosos cuando
transmitimos las normas. La realidad es que no solo no es necesario maltratar o
gruñir para enseñar, sino que para lograr eso se necesita más bien todo lo
contrario. Cuanta más calma y cariño podamos transmitir, más conexión
generaremos para que nuestro mensaje sea recibido y apropiado por él o ella.

¿Por qué no aplicar premios y castigos?
Cuando hablamos de criar sin premios ni castigos, muchas personas nos miran raro: lo
creen imposible. Nos preguntan: “Pero si no castigo, ¿cómo educo?”. Esta es una de
las tradiciones más arraigadas en cuanto al trato que se ofrece a niños y niñas, casi
invariablemente a cualquier edad y en cualquier contexto. También se relaciona no
premiar ni castigar con la “ausencia de límites” o la crianza permisiva, lo cual no es
correcto. Buscamos educar con valores y criterios, no adiestrar ni manipular
conductas. Todavía hay personas que dicen, con cierta nostalgia: “Mi papá solamente
me miraba y yo obedecía sin chistar”, olvidando que detrás de esa “simple mirada” se
escondían el miedo y una amenaza latente de castigo (la mayoría de las veces, físico).
Es necesario aceptar que desobedecer es normal en el proceso de crecimiento.
Los niños van descubriendo los límites del entorno, diferenciando lo que es correcto
de lo incorrecto, lo que se debe o no hacer. El rol de las personas cuidadoras es
ayudarlos a encontrar esas respuestas, guiándolos con paciencia y reflexión. Quienes
elegimos la crianza respetuosa no queremos niños y niñas adiestrados; queremos
personas que puedan pensar y sentir libremente, que tengan criterios y valores, que
sean capaces de expresar sus emociones, que elijan siempre a consciencia y que
tengan empatía por las demás personas. ¿Se le puede enseñar a alguien algo de esto a
través de una penitencia?
En las épocas de nuestros abuelos era muy común que las normas fueran
impuestas a través de la fuerza, con el famoso y vulgarmente llamado “chirlo”, y otros
castigos corporales. “La letra con sangre entra” era un dicho popular muy difundido
que aludía a la “necesidad” de castigar físicamente a los niños para que aprendan.
Hasta hace no demasiado tiempo, en las escuelas era común golpear a los alumnos en
las manos como medida para disciplinar. Y en la actualidad todavía es habitual ver a
familias desbordadas que recurren a prácticas de castigo físico cuando sus hijos no
“obedecen”. Por eso, antes de seguir, es sumamente importante aclarar que los
castigos corporales no solo no son aconsejables, sino que constituyen un delito y
una clara vulneración de derechos, con consecuencias psíquicas presentes y
futuras. Jamás bajo ninguna circunstancia estará justificado ejercer violencia física
hacia un niño o una niña.
Pero los malos tratos hacia la infancia no solo se ejercen a través de golpes o
zamarreos, hay formas de violencia que son mucho más sutiles, pero que igualmente
dejan huellas indelebles para toda la vida. La violencia psicológica, por ejemplo, suele
resultar mucho más invisible y puede ser ejercida a través de la indiferencia, el
silencio, el encierro o mediante palabras de humillación hacia los niños y las niñas.
Este tipo de violencia produce lo que hoy conocemos como traumas acumulativos.
Esta forma de maltrato no se refiere a un único episodio ocurrido de manera aislada,
sino a la repetición reiterada y sostenida en el tiempo de violencias simbólicas, las

cuales nunca son necesarias en la transmisión de las normas y las que siempre resultan
perjudiciales para el desarrollo emocional de los seres humanos.
Como vimos más arriba, los límites existen porque vivimos en sociedad y es tarea
de las personas cuidadoras transmitir a niños y niñas las reglas y normas de conducta
esperables para poder convivir con otros. Sin embargo, cualquier forma de
transmisión de estos parámetros que sea agresiva, provoque miedo, infrinja dolor,
cause malestar psicológico y/o emocional atenta contra sus derechos y, además, es
totalmente contraproducente, tanto para su desarrollo cerebral como para lograr una
cooperación real y un verdadero aprendizaje.
Existen algunos tipos de castigo bastante difundidos que parecieran ser un poco
menos violentos, por ejemplo, el conocido “tiempo fuera” o time out. Esta forma de
disciplina consiste en aislar al niño: en algunas versiones se le indica que se pare
mirando hacia una pared (el famoso “rincón de pensar”), en otras se lo obliga a
permanecer sentado en una silla, y en las más extremas se lo aparta completamente en
otra habitación, donde permanece por el tiempo que sus cuidadores consideran
necesario. Esta técnica también es bastante usual de encontrar como consejo para los
estallidos emocionales: “Ignorala que ya se le va a pasar”, “No cedas al berrinche,
porque sino te va a manipular”, “Dejalo llorar un rato y vas a ver cómo no lo hace
más”.
¿Pero qué pasa cuando un niño es aislado? El aislamiento no suele conseguir su
objetivo: que los niños se calmen y reflexionen sobre su conducta. El aislamiento solo
los enoja más, los deja desamparados y los hace menos capaces de controlarse. Lo
único que ese niño aislado piensa es en lo malas e injustas que son las personas que lo
castigaron. También hace que se sienta poco amado. Estamos seguras de que cuando
una familia aplica esta técnica no está buscando lograr estos objetivos.
Cuando se “portan mal” es cuando más conexión y contención necesitan.
Además, como ya dijimos, es imprescindible tener en cuenta el contexto y la etapa de
desarrollo que está atravesando ese niño. ¿Está agotado porque no durmió siesta?
¿Hay alguna situación familiar estresante? ¿Es un comportamiento esperable para su
edad y quienes estamos siendo intolerantes somos los adultos? ¿No somos a veces
nosotros los que hacemos verdaderos berrinches? Estas son preguntas que nos pueden
orientar hacia otros modos de comunicarnos intrafamiliarmente. Buscamos, ante
todo, no reprimir conductas que consideramos inaceptables, sino construir
criterios, regular emocionalmente y legar herramientas a corto, mediano y largo
plazo.
Hoy sabemos la importancia de las figuras primarias de apego y su incidencia en la
salud mental de toda persona. Cuando la persona encargada de los cuidados cotidianos
en lugar de brindar cariño y protección, ejerce violencia hacia el niño (sea física o
psicológica), el pequeño construye en su interior la representación de que es
merecedor de ese maltrato. En lugar de considerarse digno de recibir amor, confianza
y contención, se identifica con una imagen de sí mismo que lo hace sentirse incapaz
de ser querido y aceptado. Esta representación se internaliza y, luego, se generaliza

hacia otros futuros vínculos. Entonces, ese niño, a medida que crezca, es muy posible
que entable relaciones en las que el maltrato hacia él esté naturalizado y aceptado. Es
como si un niño dijera: “Si las personas que más me quieren y en las que más confío
(mamá o papá) me gritan, me golpean o me humillan es porque no me merezco un
trato mejor”. Un niño que recibe malos tratos no deja de amar a sus cuidadores:
se deja de amar a sí mismo.
Volvamos al “portarse mal”. El llamado “mal comportamiento” tiene una razón de
existir: hay una tensión no resuelta que estalla en forma de protesta, llamado de
atención o llanto. ¿Por qué creemos que un pedido de atención o una demostración de
enojo es un “capricho” o debe erradicarse? Consideramos profundamente humano el
hecho de expresar emociones, en su más amplio espectro. ¿Cómo una niña aprende
poco a poco a regular estos estallidos emocionales? Tiempo, presencia, calma. Todo
“mal” comportamiento posee detrás una necesidad insatisfecha o emoción
abrumadora. A veces la forma de expresión puede resultarnos inadecuada, o incluso
peligrosa, y allí es donde nuestra tarea como figuras cuidadoras entrará en vigencia,
ofreciendo regulación y herramientas para construir otros modos de expresar el
malestar.
Hay que desterrar el mito de que “llamar la atención” es algo malo. Una búsqueda
de atención es una conducta válida que, sin duda alguna, tiene detrás una necesidad a
cubrirse (contacto, mirada, tiempo compartido y muchas posibilidades más).
Otro gran problema que tenemos con la aplicación de castigos es el hecho de que
erosionan profundamente la confianza hacia las personas adultas de referencia.
¿Cómo pretender que nos cuenten un problema si nos tienen miedo? Construimos hoy
vínculos que perdurarán toda la vida. ¿Queremos una adolescencia con comunicación
o hermetismo? ¿Queremos ser los primeros o los últimos en enterarnos cuando exista
una dificultad?
¿Y qué pasa con los premios? Los premios también son una forma de
manipulación. Dice Carlos González que “los premios degradan la calidad moral del
acto” y que son un modo de quebrar la confianza. Dar cosas a cambio de obtener una
conducta deseada es, por lo menos, cuestionable. De hecho, los usamos porque
carecemos de herramientas. Solemos decir: “Si juntás tus juguetes, te dejo ver
televisión”, esperando que la conducta de ordenar se repita a futuro, por arte de magia.
Pero si ofrecemos un premio a cambio de ese comportamiento, entonces esa acción
deseada pierde valor y lo que pasa a ser más importante es lo que el niño obtiene a
cambio. Nos perdemos la posibilidad de construir ahí un verdadero aprendizaje.
Dijimos ya que para que haya aprendizaje debe haber vínculo, placer, juego. Sin
esto no hay verdadero aprendizaje, no hay modificación de conductas, solo puede
haber condicionamiento. Hay numerosos estudios que han probado que los planes de
incentivo fracasan, porque termina dándose por hecho que el premio es un derecho
adquirido. Lo que se comprobó es que la verdadera motivación viene de adentro: de
las ganas de lograr un objetivo y de sentirnos valorados, reconocidos, apoyados. Esa
motivación intrínseca es el placer de haber alcanzado la meta: es esa sensación

placentera que nuestra hija expresa con una sonrisa cuando le decimos: “Ordenaste tu
habitación solita, mirá qué linda quedó”.
Queremos transmitir valores y criterios, queremos que niños y niñas sepan tomar
buenas decisiones y que tengan pensamiento crítico. Esto se logra mediante el tiempo
compartido, el ejemplo diario, la honestidad, la repetición. Si queremos que un niño
aprenda a ordenar sus juguetes, deberemos hacerlo con él muchas veces para que
construya ese hábito, enseñándole los beneficios del orden y lo placentero de
encontrar lo que buscamos cuando lo necesitamos.
ISABELLA (CUATRO AÑOS) Y EL CELULAR
En una reunión familiar, Isabella, de cuatro años, tenía el ceño fruncido. Su
tía se acercó para ver qué le pasaba. Después de un rato de charlar, ella pudo
contarle lo que sentía de este modo: “Mi mamá me dice que no use el celular,
pero ella se pasa todo el día mirando su teléfono, no es justo”. De nada sirve
el conocido dicho: “Hacé lo que yo digo pero no lo que yo hago”. Los chicos
aprenden sobre la hipocresía muy tempranamente.
* * *
Los premios, por otro lado, fomentan la competitividad. ¿Cuántas veces
escuchamos en un cumpleaños infantil: “El que se sienta más rápido y con los brazos
mejor cruzados tiene premio?”. La competencia es enemiga de la cooperación, y
prometer regalos y ofrendas quita el foco de lo más importante: el porqué de lo que
estamos queriendo lograr. Además, los premios nos impiden ver las emociones
subyacentes, nos llevan al plano de la promesa (a veces, desmedida) y nos hacen
olvidar de que conectar es lo único que realmente importa.
Los niños y las niñas que se acostumbran a ser premiados continuamente
carecen de motivación interna, porque esa forma de relacionarnos con ellos apaga
su afán de exploración y promueve el “camino fácil”. El motor que debería moverlos
es la búsqueda en sí misma, la creatividad, la curiosidad, el placer. No hay otro modo
de aprender y aprehender el mundo.
Si queremos enseñar cooperación mediante premios y castigos, lograremos
exactamente lo contrario: que aprendan muy rápido que todo es una cuestión de poder
y que, quien lo tiene, decide sobre la suerte de los demás. Pensar qué clase de
relaciones humanas hay detrás de antiguas formas de crianza nos permite construir
otros modos posibles.

Cómo comunicarnos empáticamente con niños y niñas
La forma en que nos comunicamos construye. Construye realidad, vínculo, entorno.
Enseña los modos adecuados de relacionarnos con otras personas. Crea climas.
Influye en los estados de ánimo y en la autoestima de quienes viven con nosotros. Las
palabras, los modos y los tonos de voz son mucho más que una forma de expresión, y
esto en la primera infancia deja huellas. Como dice aquella frase: “El modo en que
les hables a tus hijos hoy será el modo en que ellos se hablen a sí mismos
mañana”.
Tristemente, a veces las personas adultas nos referimos a los niños de un modo
autoritario, a los gritos y sin modales ni cortesía. Pero no nos hablamos así entre
adultos, ¿no? Sabemos que la rutina y el cansancio no colaboran, e incluso llevan a
que la comunicación quede reducida a imperativos y órdenes. “No tires eso”. “Bajate
de ahí”. “Sentate a comer”. Nos pasa a todas las familias. Pero también estamos
viviendo un momento de cambios y somos muchas las personas criando que queremos
cambiar esta realidad, y en este sentido, creemos que la empatía puede ser la clave
para comunicarnos mejor.
Suele decirse que la empatía es la “capacidad de ponernos en el lugar del otro”,
pero en realidad es mucho más que eso. Es comprender sus intenciones,
motivaciones, necesidades y emociones, aun cuando sean muy diferentes a las
nuestras y aun cuando no estemos en absoluto de acuerdo. También es saber
escuchar, dar lugar, no presuponer ni asignar sentidos de antemano a los
comportamientos ajenos. La idea principal de la comunicación empática es
relacionarnos sin recurrir a la culpa, la humillación, la vergüenza, la coerción o las
amenazas. Mejorar la forma en que nos comunicamos colabora en múltiples sentidos:
para lograr un ambiente de armonía, para resolver conflictos y para conectarnos
emocionalmente con los chicos. Un ejemplo que ya dimos: tener en claro siempre que
las necesidades no son caprichos e intentar identificar los motivos y las emociones
que se esconden detrás de toda acción. Si entendemos qué pasa, podremos dar una
respuesta mucho más entonada y sensible.
Uno de los grandes enemigos de la crianza son las etiquetas. “Vago”, “llorón”,
“caprichosa”, “demandante”, y un sinfín de adjetivos se usan cada día para
señalar a niños y niñas, pasando por alto los efectos negativos a corto y largo
plazo. Las etiquetas condicionan y socavan la autoestima. A veces entristecen, a
veces avergüenzan, siempre condicionan. Una infancia libre de etiquetas brinda la
posibilidad a cada niño y a cada niña de desplegar su máximo potencial y de ser. Ser
alguien hoy. Ser sin ser juzgados, porque las palabras también aprisionan y coartan.
En el capítulo 3 ya hablamos sobre los estallidos emocionales. Este es un momento
clave en el cual cualquier estrategia de comunicación consciente puede fallarnos. De
pronto nos encontramos gritando, amenazando o intentando convencer desde la

racionalidad a ese niño totalmente desbordado de que “así, no”. ¿Pero qué pasa
cuando intentamos razonar con un niño en medio de un berrinche? Nos frustramos,
porque es imposible. Decíamos también que no se trata de esperar y luego dar
sermones, porque realmente no hay nada que haga que los niños se cierren más que el
tono de reproche y el dedo acusador.
Una alternativa al sermón es intentar conectar primero emocionalmente y luego
buscar una solución juntos. Ir directamente a la resolución del problema casi siempre
deja al niño con el sentimiento de que no fue escuchado y le quita la posibilidad de
convertirse en protagonista de esa solución. ¿Los azulejos del baño se llenaron de
huellitas de dedos multicolores? En lugar de enojarnos y ponernos a limpiar mientras
retamos, podemos pensar juntos cuál sería la mejor forma de resolverlo. Podemos
preguntar abiertamente o proponer opciones. Los niños pequeños suelen ser
sumamente colaborativos y siempre estar dispuestos a limpiar sus propios desastres.
De este modo, el niño aprende algo muy valioso: aprende a reparar. Tener recursos
para remediar un daño que hemos causado es un aprendizaje para toda la vida.
Esto también es válido para cuando queremos evitar a cualquier precio el enojo y
ofrecemos una catarata de opciones y “soluciones” (premios, golosinas, tecnología).
Pero ¿qué hay detrás del pedido del niño? ¿Cómo se siente?
Son numerosas las ocasiones en las que “leemos” sus señales desde nuestra
perspectiva adulta, olvidándonos de la lógica propia de la infancia. Por ejemplo, llevar
un juguete al jardín es para muchos adultos una molestia y un capricho. Pero un
simple juguete puede convertirse en la llave para romper el hielo y entablar una
conversación entre pares. También como una forma de intercambio o una excusa para
iniciar un juego. Con demasiada frecuencia nos olvidamos de que algún día nosotros
también tuvimos dos, tres o cuatro años. Los problemas de estas edades nos pueden
parecer insignificantes, ¿pero realmente lo son si hay un niño sufriendo? Cuando nos
ponemos en su lugar y analizamos sus razones, muchas veces nos damos cuenta de lo
razonable que son sus pedidos. Como dice la psicóloga y periodista inglesa Dorothy
Corkille Briggs: “La empatía consiste en oír con el corazón, y no con el cerebro”.
Cuando hablamos de comunicación, en realidad hablamos de interacción, de
relación, de mutuo reconocimiento, de reciprocidad. Si tomamos al niño como un
sujeto competente y digno, le otorgamos un lugar de “semejante”, por lo menos desde
el diálogo, aunque sepamos que la relación entre adultos y niños siempre será
asimétrica. Comunicarnos implica diversos aspectos. El más básico de ellos: las
palabras. Las palabras que elegimos la mayor parte del tiempo pueden cambiar
por completo nuestra manera de vincularnos. ¿Estamos eligiendo las palabras
adecuadas a la edad de nuestro interlocutor? ¿Necesita él o ella un sermón o más
bien una palabra de aliento, un mimo o que “paremos la moto” un rato y le
dediquemos nuestro ciento por ciento? Los chicos nos escuchan con más facilidad
cuando elegimos palabras simples y, sobre todo, cuando usamos pocas. Acá, casi
siempre, aplica la regla “menos es más”.
Otro pilar a la hora de dialogar es el tono de voz. ¿Cuántas veces nos enojamos

con otro adulto porque dijo algo con soberbia, ironía o en forma de burla? El modo
puede cambiar el sentido de una oración por completo, incluso el tono de voz
incorrecto puede herir sentimientos, provocar miedo, humillar y muchos otros efectos
que quizás no buscábamos. Sobre todo cuando hay terceras personas presentes, prestar
atención a estos detalles puede hacer la diferencia entre un diálogo, un reto o una
ofensa. Si la mirada del otro nos condiciona o interfiere en un momento de intimidad,
podemos buscar un lugar alejado y charlar con nuestro hijo a solas. Si estamos
hablando sobre él o ella en su presencia, prestemos especial atención a qué decimos y
cómo lo decimos. Los matices y la cadencia de nuestra voz son tan importantes como
las palabras.
Otro punto interesante es el lenguaje corporal, sobre todo cuando hablamos de una
etapa donde el cuerpo ocupa un rol central. También llamado lenguaje “no verbal”,
esta forma de comunicación incluye la distancia, los gestos, la postura corporal, la
mirada y tantos otros detalles que suelen pasar desapercibidos. Cuando hablamos de
niños pequeños, siempre es bueno recordar lo básico: ponernos a su altura y
escuchar activamente (mirándolos a los ojos, sin distracciones, con disposición).
Escuchar con los ojos, con el alma, con las manos, con todo el cuerpo. Escuchar con
concentración. Escuchar prestando verdadera atención.
Imaginen que una niña se acerca a una persona adulta que está frente a la
televisión para mostrarle una escultura de masa recién creada. Ella está feliz, es la
primera vez que le sale tan bien. De otro lado puede haber dos reacciones posibles
(entre muchas otras): un “qué lindo” al paso, mientras la vista vuelve a la pantalla; o
un momento de dedicación exclusiva (que quizás dure poquitos minutos) con alguna
palabra como “qué lindos colores elegiste, ¿me contás qué es?”. Todo eso se traduce
en un “me interesa lo que te pasa”, “sos importante”. Hoy día los celulares y otros
dispositivos electrónicos se roban nuestra atención constantemente. Para minimizar su
impacto debemos ser doblemente conscientes de su influencia y omnipotente
presencia.
Y llegamos al volumen, probablemente el punto más álgido. A veces parecería que
la parentalidad viene asociada al grito. Desde un llamado, hasta un pedido y, claro, un
reto... Los gritos se adueñan de nuestras casas y crean un clima de tensión innecesario.
Pero ¿para qué sirven los gritos? En realidad, gritar tiene que ver con uno de nuestros
instintos más primitivos. Podríamos decir que su función primordial es emitir una
señal de advertencia ante el peligro inminente o demandar atención inmediata por
alguna razón de urgencia. Esa sería la funcionalidad del grito: ante una situación de
riesgo, un chillido advierte al niño y lo hace retornar a su “base segura”.
MATEO (DOS AÑOS) Y EL GRITO QUE SIRVE
Mateo, de dos años, salió corriendo por la vereda, sin advertir que un auto
salía del garaje contiguo. Su mamá, al ver la situación, emitió un grito desde

lo más profundo de su alma: “¡Mateo, el auto!”. El pequeño dio media vuelta
y regresó a abrazarse a sus piernas. Misión cumplida. El problema está en
que, si gritamos mucho y para todo, esta eficacia se pierde.
* * *
El grito tiene también la función de inducir temor: ante un peligro, en la época de
las cavernas, podíamos gritar para asustar a un depredador. Comunicarnos
continuamente en base a tonos de voz elevados es estresante para todos los miembros
de una familia y genera temor en niños y niñas. Por eso decimos que gritar es una
forma de maltrato y una de las violencias probablemente más invisibles en torno
a la crianza. Puede ser difícil desandar caminos aprendidos en la propia historia, por
supuesto. Sin embargo, cambiar esta realidad cotidiana es un regalo para las futuras
generaciones.
La buena comunicación comienza con una persona adulta regulada emocional y
físicamente. Las tres autoras de este libro somos madres y sabemos perfectamente que
esto no siempre es posible. El cansancio y el ritmo de vida suelen complotar contra
nuestras mejores intenciones. Por eso, si sentimos que nos sobrepasa, podemos buscar
aliados: pedir ayuda, hacer catarsis con familias amigas o, incluso, consultar a un
profesional idóneo.
* * *
Recapitulando, ¿qué podemos hacer para relacionarnos de una manera más
empática? Siempre es una buena idea aceptar las emociones y nombrarlas. Todas
las emociones. “¿Estás un poco cansado?”. “Me parece que estás enojado con tu
amigo”. “¡Qué contenta estás, Camila!”. Recordemos que los niños a esta edad no
tienen todavía la capacidad de hacer operaciones mentales complejas. El mundo
interno es complicado, vasto y confuso, pero poco a poco ellos serán capaces de
nombrar e identificar sus sentimientos con palabras simples.
Hacer preguntas en lugar de afirmar, acusar u ordenar es otra práctica que
podemos poner en uso. “¿Querés bañarte ahora o después de comer?”. “¿Estás
enojada porque papá te dijo que no?”. Las preguntas nos permiten conectar y dar lugar
a la subjetividad de los demás. Mientras que las opiniones etiquetan o presuponen, la
pregunta habilita y valida. Y a veces, no habrá acuerdo. Habrá conflicto, enojo,
frustración. Como ya dijimos, la crianza respetuosa no es sinónimo de ausencia de
conflictos (sería poco realista, aburrido y contraproducente). Aceptar que no siempre

habrá acuerdos es fundamental. Criar es pura prueba y error, expectativas
reducidas, flexibilidad. Lo que funciona hoy, no funcionará mañana. Lo que hoy es
un drama, mañana será motivo de risas. “¿Te acordás cuando Juan solo comía
fideos?”, van a decir casi con nostalgia, olvidándose de la frustración enorme que les
provocaba en ese momento. Pronto (antes de lo que ustedes creen) todo eso también
será motivo de anécdotas familiares. Se los prometemos.
En momentos donde el cansancio hace que todo sea mucho más
difícil de comprender, donde la información que fuimos recopilando a lo
largo de este camino se ve nublada y bombardeada por las costumbres
arraigadas, este taller nos resultó sanador, nos sirvió para reforzar y
comprender aún más la fisiología de nuestra hija, para reforzar la paciencia
y comprender que la infancia es una sola y hay que acompañarla de la mejor
manera. Escuchamos y aprendimos de otras familias y nos nutrimos.
Hermoso taller. (Mariela, mamá de Cata).
SÍNTESIS DEL CAPÍTULO
• ¿Cómo se entiende el “no” en la primera infancia?
Los deambuladores no entienden la palabra “no” del mismo modo en que lo
hacemos las personas adultas. Recordemos que su corteza cerebral y su
psiquismo todavía están en desarrollo y algunas operaciones más complejas
recién las encontraremos operando pasados los tres años. El “no” es un
concepto bastante abstracto que muchas veces atenta contra sus deseos y
necesidades. El aprendizaje de estas operaciones se dará en contacto con otros,
a través de diferentes experiencias, ejemplos y repeticiones.
• Denegación originaria o protodenegación
Los niños y las niñas suelen comenzar a jugar con el “no” y a decirnos que
“no” a todo, incluso a aquello que sí quieren. Este proceso se denomina
“denegación originaria” o “protodenegación” y forma parte de la construcción
del yo como diferente de los otros. Decir que “no” nos permite diferenciarnos y
poner límite a las demandas de los demás. Es una adquisición elemental del

desarrollo emocional.
• La (de)construcción de los límites
¿Qué es un límite? ¿Buscamos limitar o enseñar? ¿Estamos dando órdenes o
comunicando normas de convivencia? Esta es una edad en la cual los límites
todavía están en pleno proceso de construcción. Solemos decir que en realidad
no se trata de poner límites, sino de comunicarlos. Los límites no se crean
externamente como si fuera algo que poner sobre el niño. Pero no porque lo
digamos una vez será suficiente: habrá que repetir las normas muchas veces, en
distintas ocasiones y siempre explicando el porqué.
• ¿Por qué no aplicar premios y castigos?
Cuando los niños y las niñas se “portan mal” es cuando más conexión y
contención necesitan. Buscamos educar con valores y criterios, no adiestrar.
Los castigos erosionan la confianza hacia las personas adultas de referencia y
no logran una cooperación real ni enseñan, solo condicionan. Lo único que un
niño castigado piensa es en lo malas e injustas que son las personas que lo
castigaron. Los premios son una forma de manipulación: la acción deseada
pierde valor y lo que pasa a ser más importante es lo que se obtiene a cambio.
En ambas ocasiones nos perdemos la posibilidad de construir un verdadero
aprendizaje.
• Cómo comunicarnos mejor con los niños y las niñas
La forma en que nos comunicamos construye. Algunas claves para una
comunicación empática: tener en claro que las necesidades no son caprichos e
intentar identificar los motivos y las emociones que se esconden detrás de toda
acción; evitar las etiquetas; cuidar las palabras, el tono de voz, el lenguaje
corporal y el volumen; intentar siempre conectar emocionalmente antes de
actuar; ponernos a su altura y escuchar activamente; aceptar todas las
emociones y nombrarlas; hacer preguntas en lugar de afirmar; y aceptar que no
siempre habrá acuerdos y eso también es parte de la crianza.

Capítulo
6
Control de esfínteres
“Llega el verano, ¿le saco el pañal?”

Los pañales no se sacan, se dejan
Los pañales no se sacan. Los pañales se dejan. Sin embargo, hasta no hace tanto
tiempo, se decía que era tarea de la familia quitar el pañal en el verano siguiente al
cumpleaños número dos. La “operación pañal” era una tarea ardua y estresante que
conllevaba un sinfín de inconvenientes: montañas de ropa sucia, charcos de pis
surcando las baldosas del comedor, ansiedades varias, millones y millones de
“¿querés hacer pis?”, pelelas en el medio del living y otras anécdotas comunes a tantas
familias.
Hoy, en cambio, tenemos mucha más información y podemos afirmar que el
control de esfínteres es un proceso madurativo que se dará solo (dentro de un
ambiente facilitador y con acompañamiento adecuado), y forma parte del
desarrollo neurológico y motriz de los niños. Solemos hacer el paralelismo con el
hecho de querer hacer caminar a un bebé de tres meses: por más esfuerzo que
hagamos, sosteniéndolo con un arnés e insistiendo, sabemos que ese niño no va a
lograrlo. En el desarrollo fisiológico y emocional hay un tiempo para todo y —lo
decimos una vez más— antes no es mejor.
Los procesos madurativos no se dan por igual ni en el mismo momento en todos
los niños y las niñas. Por eso consideramos importante acompañar a cada pequeño en
su singularidad, sin forzar ni precipitar procesos para los cuales no esté listo. Muchas
veces hay niños que comienzan a controlar el pis de día, pero no así la caca. O bien
controlan pis y caca durante el día pero siguen necesitando pañales de noche. Eso no
es un problema: el control diurno y nocturno no suelen ir en paralelo; y aprender a
controlar el pis y la caca son procesos que no siempre van de la mano. Es usual que
entre un logro y otro pase un lapso de tiempo (puede haber, incluso, un año de
diferencia).
Muchas veces nos preguntan cuál es la mejor manera de acompañar. En primer
lugar diríamos que es importante revisar la falsa creencia de que somos las personas
mayores las que tenemos que ocuparnos del tema “pañal”. Es mucho más fácil que
eso: hay que seguir al niño. Como dijimos, no todos tienen los mismos tiempos.
Interrumpir o precipitar este proceso fisiológico no es gratuito y tiene efectos
negativos. Sabemos que esto, muchas veces, desata la ansiedad adulta: como ya
mencionamos en otros capítulos, en todos los temas relacionados con la crianza es
mucho más difícil acompañar que intervenir. Parecería que acompañar es “no hacer
nada”, cuando en realidad acompañar es ofrecer compañía y apoyo, dar lugar al otro
como sujeto, observar, leer señales. ¡Acompañar es una tarea —muchas veces—

difícil, pero hermosa y gratificante!
El control de esfínteres es un proceso complejo y es lógico que lleve tiempo. Ellos
y ellas van a ir pasando por distintas etapas. En general, empiezan avisando cuando ya
se hicieron y después cuando están haciendo, hasta que en algún momento logran
darse cuenta de que tienen ganas y pueden anticiparse unos minutos y llegar hasta al
baño (esto, que nos parece algo tan simple, en realidad requiere mucha coordinación).
Pero lo más importante de todo es saber que, si por alguna razón, un niño no está
usando pañal y se hace pis o caca, nunca se debe humillarlo, ni retarlo, ni
castigarlo. Simplemente lo acompañamos, lo ayudamos a limpiarse y le explicamos
que las personas vamos al baño. Tan simple como eso: debemos contarle cómo se
maneja este asunto en nuestra sociedad. Todos nosotros tuvimos que aprenderlo
alguna vez.
Hay países en el mundo donde no se usa el papel higiénico, otros donde hay baños
secos (sin agua), otros donde se usa solo la mano izquierda para limpiarse y otros,
como el nuestro, donde usamos el bidé para lavarnos. Cada grupo humano enseña a
sus personas pequeñas cuál es el modo de manejar en esa cultura los aspectos
fisiológicos (porque no somos pura fisiología, entre la fisiología y la cultura existe un
diálogo continuo). En este sentido, somos los cuidadores los que ayudamos a conocer
el mundo y las reglas propias de nuestra sociedad.
Los niños deben empezar a conocer los indicadores de sus cuerpos, entender
cuándo tienen ganas, dónde se debe ir y... ¡llegar a tiempo! Esto que para nosotros hoy
es algo tan cotidiano, es un proceso complejo donde intervienen cuestiones
neurológicas, psicomotrices, emocionales y cognitivas. No es algo que pueda darse
de un día para el otro, no depende 100 % de la voluntad del niño ni tampoco es una
decisión de las personas adultas. Una pequeña está lista cuando está lista. Si pide
pañal es importante ponerle el pañal, de hecho es un objeto que, en un comienzo,
introdujimos nosotros para nuestra propia comodidad.
SALO (DOS AÑOS) Y LA DECISIÓN
Natalia es madre de tres hijos muy seguidos. Cuando su hijo Salo llegó a los
dos años, pensó: “No voy a hacer nada de nada para que deje el pañal, ya
suficiente trabajo es llevar a los dos mayores al baño, sobre todo cuando
estamos fuera de casa”. Pero ya lo dice la ley de Murphy: “Si algo puede salir
mal, saldrá mal”… Unos días antes de irse de vacaciones, aprovechó una
gran promoción en el supermercado y compró 500 pañales, cantidad que —
había calculado— alcanzaba justo para que Salo usara durante esos días. Pero
aún no habían comenzado las vacaciones cuando Salo la miró y le dijo: “No
quiero más cañal”. Ella sabía que no había manera de “frenar” esa decisión,
así que partió rumbo al supermercado para cambiar los pañales por otra cosa.

¿Cuáles son las señales?
Como decíamos, niños y niñas pasan por diferentes estadios respecto de hacer pis y
caca. Primero, son capaces de reconocer y nombrar que ya han hecho, más tarde
pueden avisarnos en el momento en que están haciendo y, finalmente, logran anticipar
la necesidad y llegar a tiempo hasta el inodoro o la pelela. En la mayoría de los
casos, si no hacemos nada (absolutamente nada), llegará el momento preciso en
que el niño o la niña diga “no quiero usar más pañal”. Sí, eso pasa.
* * *
Sin embargo, las familias nos suelen preguntar qué señales tener en cuenta para
poder acompañar y facilitar este hito tan importante en el desarrollo infantil. Es
bastante usual que en esta etapa pidan estar desnudos y, la mayoría de las veces, no es
un indicador de que el proceso haya comenzado, sino simplemente necesidad de
comodidad y libertad. Pero en muchos casos, pedir estar sin pañal sí puede estar
ligado al control de esfínteres. Y, en todos los casos, estar sin ropa facilita el
reconocimiento de las señales corporales.
¿Qué hacemos si nos piden estar sin pañal? Hablamos con él o ella sobre el tema,
preguntamos si prefiere ropa interior y hacemos la invitación a que use el baño. Unos
días de prueba serán más que suficientes para darnos cuenta si ha comenzado el
proceso o simplemente es un juego (lo cual es absolutamente legítimo, porque
sabemos que los niños aprenden jugando). Este juego puede darse durante un tiempo,
luego desaparecer y reaparecer muchos meses después. Hay que soltar las
expectativas y saber que en algunos niños estos procesos son largos.
El niño o la niña que está empezando a controlar pis y/o caca tiene que tener un
desarrollo madurativo suficiente como para hacer todo lo que implica ir al baño:
comunicar verbalmente su necesidad, caminar hasta el espacio indicado, quitarse la
ropa, sentarse. También es importante que ya sea capaz de identificar la necesidad aun
cuando se encuentre jugando o con su atención orientada hacia otra actividad. Que
controle cuando se lo recordamos, pero que después se haga pis mientras juega es un
indicio de que su proceso aún necesita madurar. En estos casos seguir insistiendo solo
trae frustración y angustia a ambas partes. No es la idea pasarnos el día preguntando:
“¿Querés ir al baño?” sin parar. Si necesitamos estar encima de esta manera,
probablemente no sea el momento.
Otra señal que podemos observar es la curiosidad de niños y niñas por ver y
acompañar a las personas adultas (o a algún hermano mayor) al baño. A veces,
incluso, comienzan a imitar lo que hacemos. El momento de ir al baño es una buena

oportunidad para dejar de lado tabúes y hablar sin vueltas, con palabras reales y
sin vergüenza. Porque es el momento de nuestros hijos para aprender. ¿Qué mejor
lugar para empezar a aprender sobre el cuerpo humano que en nuestra propia casa?
Este es un momento privilegiado para hablar de cómo hacemos pis y caca en nuestra
cultura, de qué modo nos limpiamos, dónde hacemos, adónde se van los desechos y
todas estas cosas que son fascinantes para un deambulador.
Quizás para algunas personas más pudorosas pueda resultar extraño, sin embargo,
no hay mejor aprendizaje que la imitación y no hay mejor modo de aprender sobre la
intimidad y el cuidado del cuerpo que en nuestro hogar. Este es el espacio ideal para
enseñar cuáles partes son íntimas, las diferencias anatómicas entre los genitales de
varones y mujeres, la higiene y todo lo que ese niño nos pida conocer. Hablemos con
la verdad, sin rodeo y con el lenguaje apropiado: los varones tienen pene y
escroto (la bolsita visible que cubre los testículos), y las nenas, vulva. La vulva
está formada por el monte de Venus, los labios, el clítoris, el orificio uretral y el
orificio vaginal. No es necesario que les contemos todos esos detalles, pero sí es
importante saber que no sería correcto hablar de “vagina” para referirnos al área
genital externa de las mujeres. También podemos hablar de por qué estas son partes
íntimas y no pueden ser tocadas por terceras personas (excepto en ocasiones
especiales, dependiendo de cada caso, podría ser que una docente cambie un pañal o
ayude a limpiarse en la escuela, que un médico revise al niño en presencia de sus
cuidadores, etc.).
¿Y para la noche? Una señal clara es que el pañal de la noche amanezca seco
por la mañana. Si esto ocurre durante un período de tiempo más o menos extenso
podemos preguntarle si prefiere dormir sin pañal y probar. Como ya dijimos, si
después es necesario volver a poner el pañal, no pasa nada. Recordemos que es muy
frecuente que los niños controlen primero el pis de día, pero que de noche lleve un
tiempo más. Como ya dijimos, el proceso de control de la caca también puede darse
de manera independiente al del pis, y demorar un poco más. Muchos niños y niñas
usan calzoncillo o bombacha para el pis, pero piden pañal para hacer caca. Es algo
muy frecuente. De nuevo, no pasa nada, seguimos ofreciendo pañal si así lo prefieren
hasta que se sientan listos para hacer caca en la pelela o en el inodoro. No es necesario
insistirles, intentar forzar ese pasaje ni decir demasiado, solo mostrar disponibilidad
será suficiente.
Ahora bien, no siempre los niños dan señales claras. Puede ocurrir que no haya
indicios y “mágicamente”, de un día para otro, nuestra hija deje el pañal porque vio a
sus compañeros del jardín que ya van al baño y esto la motivó. La clave es mirar,
escuchar y acompañar, tan simple y complicado al mismo tiempo.
Si estamos frente a la situación de tener que volver a poner el pañal de noche (o
directamente decidimos no retirarlo porque no lo vemos preparado), lo más
respetuoso, en un primer lugar, es hablarlo con el niño. Explicarle que es muy común
que el proceso no se complete automáticamente, que a veces se da en etapas y para
poder atravesarlas mejor sería bueno que para dormir siga usando pañal. No

recomendamos colocarles el pañal dormidos o sin avisarles, porque probablemente
eso genere un estallido a primeras horas de la mañana cuando despierten y se
encuentren con un pañal puesto de manera inesperada. Su consentimiento es
importante. Lo mismo ocurre si él o ella dejó el pañal pero, de pronto, vuelve a
necesitarlo porque tiene muchos “accidentes” y se frustra. Ningún problema. Podemos
volver a ofrecerle usar pañales, sin humillaciones. Los pañales son para quien los
necesite, no “para bebés”. ¡Si hasta hay personas grandes que los usan! Es
importante seguir su ritmo y adaptarnos a sus necesidades.
LUCÍA (TRES AÑOS) Y EL PAÑAL
Lucía, de tres años, empezó con su proceso de control de esfínteres durante el
verano. Todo parecía ir bien, hasta que un día, jugando, se distrajo y se hizo
pis encima. Nadie le dijo nada, sin embargo, desde ese momento volvió a
pedir el pañal y necesitó seis meses más para completar su evolución: dejó
los pañales definitivamente en pleno invierno, muy cerca de su cumpleaños
número cuatro.
* * *
A veces una situación de estrés, una mudanza, la llegada de un hermano u otro
acontecimiento relevante, pueden propiciar un mal llamado “retroceso”. Si bien tiene
hitos a alcanzar, el desarrollo infantil no es un proceso lineal: puede haber
altibajos, modificaciones y vueltas “atrás”. El crecimiento tiene marchas y
contramarchas. Antes se creía que si un niño no usaba más el pañal, volver a
ponérselo iba a confundirlo. Las decisiones en la crianza eran inamovibles, estaban
escritas en piedra y había que mantenerlas a rajatabla. ¿Les parece que las decisiones
en la vida real son así? ¿Cuántas veces necesitamos revisar costumbres o deshacer
acciones?
No es cierto que vayan a confundirse, no si lo hablamos con claridad. Las palabras
organizan el psiquismo de niños y niñas. Lo que es totalmente contraproducente es
forzar etapas y obligar a controlar esfínteres a un niño que, por el motivo que sea, no
está preparado. Incluso puede llegar a provocar trastornos como constipación,
encopresis (hacerse caca encima) o enuresis (hacerse pis encima); además de generar
frustración, vergüenza o angustia el estar sucios y/o mojados en ámbitos sociales.
CLARITA (TRES AÑOS) Y EL ESCAPE DE PIS
En un jardín de infantes, mientras la docente servía el desayuno, Clarita, de

tres años, se puso tensa, con cara de susto y angustia. La maestra se acercó y
le preguntó si le pasaba algo, pero la niña no respondió. Estaba inmóvil.
Entonces ella, con mucho cuidado, le sugirió: “Mejor vamos al baño”. Lo que
había pasado es que había tenido un escape de pis. Este es un claro ejemplo
para entender la angustia que puede llegar a generar a niños y niñas tener
algún “accidente” de ese tipo frente a otras personas. Por eso debemos tratar
estos temas con extremo cuidado: sin retos y sin bromas.
* * *
Los padres y las madres podemos equivocarnos y creer que era el momento de
dejar los pañales, pero después darnos cuenta de que no lo era. No es problema
reconocer el error, hablar con ese niño, hacerlo partícipe de la situación (porque,
claro, es el protagonista principal en este asunto) y volver a ofrecerle el pañal. De eso
se trata, de acompañar sus necesidades y escucharlo. También de pedir disculpas,
cuando sea necesario. ¿Quién dijo que las personas adultas no podemos pedirles
perdón a los chicos?
Si nuestro hijo o nuestra hija aún no habla, es cuestión de aprender a leer sus
señales, notar su incomodidad y detectar los indicios. ¿Amanece con el pañal seco?
¿Avisa mientras hace o cuando ya hizo? ¿Se aleja o se esconde para hacer caca? ¿Se
niega a ponerse el pañal? ¿Le molesta estar sucio? Como ya mencionamos, el control
de esfínteres no es solo un proceso fisiológico o madurativo, sino que también
intervienen aspectos psicológicos y emocionales. El pis y la caca, desde el punto de
vista de un pequeño, forman parte de su cuerpo y poder desprenderse de esos
productos internos no siempre resulta tan sencillo. Comprender el funcionamiento
del sistema de tuberías, entender que son desechos del cuerpo y aceptar que debemos
deshacernos de ellos, a veces puede resultar muy movilizante y despertar angustias y
temores. Justamente por este motivo es importante no presionar ni precipitar, sino dar
tiempo a que el niño se sienta capaz de separarse de esa parte de su cuerpo.
MALENA (DOS AÑOS Y OCHO MESES) Y LA ELECCIÓN
Anabella suponía, por costumbre, que a los dos años se debía eliminar,
desarraigar y olvidar el pañal: entrar al jardín implicaba un bebé “grande”
cuyo pañal era inadmisible. A su hija Male, de dos años y ocho meses, le
presentaron la pelela, pero no demostraba interés. En medio de la etapa
crucial de berrinches, constipación, entrada al jardín... les avisaron que
debían mudarse por trabajo. El baño que tenían hasta ese momento era
gigante, pero en la casa nueva el inodoro era chiquito, bajito, y el lavabo era

miniatura. A los dos días de instalarse, Male fue al baño sola: el pañal lo soltó
ella. Nunca más lo quiso, estuvo lista cuando las condiciones y el entorno la
acompañaron.
Por esta razón es importante ver en qué etapa está ese niño y ofrecer un espacio
adaptado donde ir a hacer pis y/o caca: un adaptador de inodoro, un escalón
para subir, un mingitorio de pared o una pelela. Este espacio tiene que estar, en lo
posible, dentro del baño, a su alcance y siempre disponible. Las personas adultas no
hacemos pis ni caca en el living mirando la tele ni en el medio de la cocina, ¿no? ¿Por
qué creemos que un niño sí debería? El espacio para estos asuntos es, sin duda, el
baño. Ellos y ellas también deben apropiarse de este espacio, conocerlo y elegir dónde
hacer (si es que hay más de una posibilidad).
En muchos casos, los niños necesitan apoyar las plantas de los pies, sobre todo
para hacer caca. Una pelela en el piso o un escalón junto al inodoro, con adaptador,
son buenas soluciones. El adaptador es imprescindible, porque de ese modo pueden
relajarse y no necesitan estar sosteniendo el peso de su cuerpo con sus brazos, ni estar
con miedo a “caerse” por el agujero del inodoro. Pensemos que su motricidad está
todavía en desarrollo y es importante que el entorno acompañe sus posibilidades y
necesidades.
“¡No se quiere poner el pañal!”
Esta es una etapa de muchos cambios que ocurren de manera solapada unos con otros.
No siempre una etapa pasa y comienza una nueva de manera tan prolija. En este
momento, donde reinan la autoafirmación y la autonomía, nos podemos encontrar con
situaciones donde nuestros hijos no quieran cambiarse o ponerse el pañal, es decir,
que quieran andar desnudos por la casa; así como también es frecuente que quieran
elegir qué ropa ponerse e incluso, hacerlo solitos. Solemos hablar (un poco en broma,
un poco en serio) de esta etapa como la “fase nudista”. Pero, cuidado. No hay que
confundir el nudismo con el hecho de que haya iniciado el proceso de control de
esfínteres.
Es decir, puede que en algunos casos el proceso haya empezado, pero de ninguna
manera debemos pensar que si nuestro hijo o hija quiere andar desnudo por la casa es
que está preparado para dejar definitivamente los pañales. Justamente, como dijimos,
es aquí donde el propio cuerpo cobra una vital importancia en el sentido de la

exploración y el autodescubrimiento, entonces es de esperarse que no se dejen
cambiar o vestir. ¡A veces ni siquiera nos dejan limpiarlos o cambiarles el pañal!
Entendiendo esto podemos comprender el porqué alrededor de los dos años suelen ser
tan difíciles las visitas al pediatra u otro profesional que tenga que revisar al niño o la
niña. Si en su propia casa no se dejan vestir o cambiar, ¿por qué suponer que será
sencillo que una persona “extraña” los revise?
Es importante aclarar que esta es una etapa que dura un tiempo y pasa, como tantas
otras. ¿Qué podemos hacer, entonces, cuando no se quiere cambiar o poner el pañal?
En primer lugar, explicarles todas las veces que sea necesario que quedarnos sucios o
mojados puede dañar nuestra piel y que es importante cuidar nuestro cuerpo. En
muchas ocasiones es necesario aprender a cambiar al niño de pie, ya que pretender
que se acueste “como un bebé” ya no es posible y desencadena un escándalo
mayúsculo. Cambiarlos parados suele ser una gran solución provisoria: podemos
pedirles “que nos ayuden” sosteniendo el nuevo pañal o tirando el pañal sucio en un
cesto. No nos olvidemos de que necesitan sentirse útiles y competentes; y hacerlos
protagonistas de lo que pasa a su alrededor (especialmente cuando los involucra
directamente) es una manera de validarlos.
Lo sabemos, no siempre hay tiempo ni paciencia para negociar, pero la vida con
un deambulador es casi como un capítulo de la serie La ley y el orden, en donde a
cada momento estamos buscando acuerdos, dando explicaciones y recordando
normas. Es un momento en el que debemos poner en juego la creatividad al máximo y
desarrollar estrategias para no entrar en un conflicto constante.
Respecto del caso del nudismo, acá dependerá mucho del contexto, del clima y de
las creencias familiares. Habrá quienes dejan a niños y niñas estar sin ropa en casa,
pero no en presencia de terceros ni en espacios públicos. Siendo así, debemos dejar
en claro el porqué y empezar, de a poco, a hablar de la noción de lo público y lo
privado. Si los dejamos sin pañal y todavía no controlan esfínteres, nos tendremos
que armar de paciencia porque habrá “accidentes”, sin duda alguna. Por eso es
propicio dejar que puedan explorar el mundo (y su cuerpo) en los espacios adecuados,
en todo sentido. Es muy frecuente a esta edad que los niños y las niñas sientan
curiosidad por su cuerpo y por los genitales. La autoexploración es absolutamente
normal y esperable; a medida que las niñas y los niños van creciendo, podemos ir
introduciendo ciertas regulaciones relacionadas con la intimidad y aprovechar estas
oportunidades para enseñarles sobre el autocuidado.
El rango etario esperable para dejar los pañales va desde los dieciocho meses
hasta los cinco años de edad. Es decir, no se considera una patología que un niño de
hasta cuatro o cinco años aún no controle por completo sus esfínteres. Por supuesto, la
gran mayoría de los niños y las niñas están en la media: alrededor de los tres. Es
esperable, entonces, que hasta los cinco años puedan ocurrir episodios de
incontinencia nocturna o diurna.

Logros propios, sin premios ni castigos
Cuando un pequeño no está listo para dejar los pañales, nos damos cuenta porque
suceden accidentes de manera frecuente y recurrente. O puede suceder, como en el
caso de Juana, que comience a retener y muestre signos de incomodidad o dolor.
Todos estos son indicadores de que el proceso no está concluido; tal vez haya iniciado
pero aún se está armando. Ante estas situaciones es importante no enojarnos, humillar
ni mucho menos castigar a los niños. Simplemente se trata de entender que no son
cuestiones que dependen de la voluntad de ellos, sino de procesos madurativos,
fisiológicos y emocionales.
Si una niña se hizo pis o caca y estaba sin pañal, simplemente la ayudamos a
higienizarse y le explicamos que es normal que sucedan estos “accidentes”
cuando estamos aprendiendo. Si como dijimos, esto sucede bastante seguido, tal vez
deberíamos conversar con la niña y ofrecerle nuevamente el pañal hasta que esté lista
para dejarlo de nuevo. Es fundamental comprender que el crecimiento no es lineal. Si
nuestro hijo no acepta el pañal nuevamente, podemos buscar opciones alternativas a
los pañales tradicionales, por ejemplo, aquellos que se parecen más a la ropa interior
porque tienen elástico. Algunos pañales de tela pueden funcionar muy bien como ropa
interior “de transición” durante estas etapas.
JUANA (TRES AÑOS) Y LA CACA
Juana, de tres años, desarrolló un problema grave con el control de la caca a
raíz de que sus padres decidieron unilateralmente quitarle el pañal sin que
esté lista. Hacer caca en el inodoro o la pelela la aterrorizaba, pero como le
habían dicho tantas veces y de forma tan fehaciente que usar pañal era algo
“de bebés”, ya no podía aceptarlos. Tampoco estaba preparada para “soltar”
su caca, entonces retenía y esto terminó por convertirse en un problema
grave. La constipación le generaba fuertes dolores e incomodidades, y
necesitó acompañamiento profesional de pediatra y psicóloga. ¿Qué pasó en
este caso? Vemos un conflicto innecesariamente creado por la decisión
apresurada de las personas adultas. Desandar caminos no fue fácil, pero con
ayuda externa y mucha paciencia lograron revertir la situación. Cuando Juana
estuvo finalmente preparada, pudo hacer caca en la pelela y el “problema”
estuvo resuelto.
De la misma manera que no estamos de acuerdo con castigar ni retar a un niño
cuando se hizo pis o caca encima, consideramos que es contraproducente premiar
los comportamientos “exitosos”, es decir, cuando logra hacer pis o caca en la pelela

o en el inodoro, porque consideramos que es importante permitir que el pequeño haga
la experiencia de reconocer esa conquista por sí mismo y abrazar ese logro como parte
de su deseo de crecimiento. Cuando ofrecemos premios para reforzar conductas,
estamos desapropiando a ese niño de su sentido de agencia, de la felicidad por haber
logrado algo y, por el contrario, estamos orientando la importancia hacia aquello que
recibe a cambio. El único premio que debería recibir un niño o una niña que acaba de
hacer pis en el inodoro es el placer experimentado por haber alcanzado un nuevo hito
en su crecimiento. Y eso sí, claro, podemos celebrarlo en conjunto.
Ahora bien, hasta aquí hablamos de tiempos esperables, de leer las señales y de
ofrecer un ambiente facilitador para que este proceso tenga lugar sin interferencias.
Pero ¿cuándo deberíamos preocuparnos? En primer lugar, recordemos que entre los
dieciocho meses y los cinco años estamos dentro de los tiempos esperables para que el
proceso de control de esfínteres tenga lugar. Si durante este lapso vemos que nuestro
hijo o hija ha comenzado a retener durante varios días seguidos, si presenta miedo
persistente a hacer pis o caca, si tiene episodios de constipación que luego llevan a
que le duela cuando evacúa o a que tenga miedo de que le duela, sugerimos realizar
una consulta con el pediatra.
Muchas veces son dificultades transitorias que pueden resolverse en el ámbito de
la consulta pediátrica, y en algunos otros casos, es necesaria la consulta con algún otro
profesional (gastroenterólogo, urólogo, psicólogo, etc.). Pero siempre es preferible
consultar primero al pediatra de cabecera, ya que es quien viene siguiendo al niño en
su desarrollo. Asimismo, si llegados los cuatro años o cuatro y medio no vemos
ningún indicio de que el proceso de control de esfínteres se haya iniciado, o esté en
vías de iniciarse, entonces es importante consultar con el pediatra para evaluar cuáles
son los factores que pudieran estar interfiriendo en este proceso y considerar la
posibilidad de una interconsulta con algún otro especialista.
SÍNTESIS DEL CAPÍTULO
• Los pañales se dejan
Los pañales no se sacan. Los pañales se dejan. El control de esfínteres no solo
es un proceso fisiológico y madurativo, sino que también intervienen aspectos
psicológicos y emocionales. Este proceso no se da por igual, ni en el mismo
momento, en todos los niños y las niñas. El rango etario esperable para dejar
los pañales va desde los dieciocho meses hasta los cinco años de edad. Por eso
es importante acompañar a cada pequeño, sin forzar ni precipitar. Muchos
niños controlan el pis de día, pero no la caca. O bien controlan pis y caca

durante el día, pero siguen necesitando pañales de noche.
• ¿Cuáles son las señales?
Niños y niñas pasan por diferentes estadios. Primero, son capaces de reconocer
y nombrar que ya han hecho, más tarde pueden avisarnos en el momento en
que están haciendo y, finalmente, logran anticipar la necesidad y llegar a
tiempo hasta el inodoro o la pelela. El niño o la niña que está empezando a
controlar pis y/o caca tiene que tener un desarrollo madurativo suficiente como
para hacer todo lo que implica ir al baño: comunicar su necesidad antes,
caminar hasta el espacio indicado, quitarse la ropa, sentarse. En algunas
ocasiones, no hay señales previas.
• ¡No se quiere poner el pañal!
En este momento, donde reinan la autoafirmación y la autonomía, nos podemos
encontrar con situaciones donde nuestros hijos no quieran cambiarse o ponerse
el pañal: la famosa “fase nudista”. Pero, cuidado. No hay que confundir el
nudismo con el hecho de que haya iniciado el proceso de control de esfínteres.
Es importante aclarar que esta es una etapa que dura un tiempo y pasa, como
tantas otras. Cuando un pequeño no está listo para dejar los pañales, nos damos
cuenta porque suceden accidentes de manera frecuente y recurrente.
• Logros propios, sin premios ni castigos
Ante los posibles escapes de pis y caca es importante no enojarnos, retar,
humillar, ni mucho menos castigar a los niños y las niñas. De la misma manera,
también es contraproducente premiar los comportamientos “exitosos”.
Justamente porque consideramos que es importante permitir que el pequeño
haga la experiencia de reconocer esa conquista por sí mismo y abrazar ese
logro como parte de su deseo de crecimiento.

Capítulo
7
Sueño
“¡No se quiere ir a dormir!”

La hora de irse a dormir
De un tiempo a esta parte, el sueño infantil se ha convertido en todo un asunto. Es
frecuente que ciertos profesionales opinen sobre el tema en los medios e incluso
surgen nuevas figuras como los sleep coaches, que tras un breve curso y sin un título
oficial, asesoran a familias sobre cuestiones relativas al sueño de sus hijos e hijas.
Aparentemente, todo el mundo tiene algo que decir acerca de cómo, cuánto y dónde
deben dormir los más pequeños. Sin embargo, las cuestiones relativas al descanso no
son universales ni únicamente fisiológicas, sino que también responden a factores
culturales. De hecho, hoy día las personas duermen de modos muy diferentes a lo
largo y ancho del planeta.
Por ejemplo, un estudio de la universidad estadounidense de Michigan, publicado
en la revista científica Science Advances, que recolectó datos en cuarenta y siete
países, concluyó que los holandeses son los que duermen más horas, pero que los
eslovacos son los que mejor calidad de sueño tienen. Y no solo varían los tiempos,
también varían los modos y las costumbres. En Israel y Estados Unidos es frecuente
que no exista la sábana “de arriba” y que las camas cuenten solo con sábana ajustable
y cobertor. En Japón, muchas personas toman siestas en sus espacios de trabajo. En
Noruega no es raro ver a un bebé durmiendo en su cochecito en la vereda, sin ningún
cuidador a la vista y con un frío importante, las familias creen que dejarlos al aire
libre fortalece su sistema inmunológico. En Afganistán, por otro lado, no existe el
concepto de “dormitorio”: todas las habitaciones de la casa tienen múltiples
propósitos, y cuando llega el momento de acostarse, las personas despliegan
colchones y sábanas, y duermen en cualquiera de ellas.
Como es de suponer, los rituales relativos al sueño de niños y niñas también
varían según las culturas. Algunas familias rezan, otras cuentan cuentos, otras tienen
rutinas inamovibles y otras carecen totalmente de ellas. Una investigación publicada
en la revista Sleep Medicine encontró diferencias de dos horas y media en el horario
de “irse a dormir” en distintas partes del planeta. ¿Y dónde duermen los bebés y los
chicos alrededor del mundo? En algunos países no hay camas especiales para que los
bebés duerman solos. El concepto de “cuna” parece no existir. Compartir esteras en el
piso es una norma cultural en muchas zonas de Asia, donde la familia
tradicionalmente duerme toda junta en la misma habitación. En ciertos pueblos de
Kenia, los bebés siempre están muy cerca de sus cuidadores, generalmente su madre o
un hermano mayor, y duermen en cualquier lado y en cualquier momento, en general
mientras son porteados. En Corea es usual que las familias duerman junto a sus bebés,

mientras que las familias holandesas acostumbran dejar a los bebés en sus
habitaciones para que “aprendan a dormirse solos”.
En la actualidad, en muchos países se observa una mayor tolerancia hacia el sueño
compartido, al menos durante una parte de la noche, sin embargo, en otros países
(como Estados Unidos), las familias reciben una orientación muy estricta —
especialmente de los pediatras— sobre la importancia de evitar dormir con sus hijos e
hijas. Es curioso saber que una encuesta demostró que el 70 % de los estadounidenses
dueños de mascotas comparte la cama con sus perros y gatos. Aparentemente, el
colecho entre diferentes especies estaría mejor visto.
Entonces, las prácticas, los horarios, las tradiciones, los espacios y los modos de
irse a dormir no son universales, invariables ni absolutos. Desde nuestra mirada,
cada familia es una microcultura con sus propias creencias, necesidades y rituales, y
mientras las formas sean seguras, respetuosas, cómodas y saludables, nadie externo
debería opinar acerca de ellas. ¡Lo importante es descansar!
El sueño durante esta etapa
Si hay una consulta frecuente en esta etapa, además de los berrinches, es el sueño.
Sabemos que a lo largo de los años el dormir va mutando porque es un proceso que
va madurando con el tiempo. El sueño irá cambiando en todo sentido, y también
podrán aparecer distintas dudas por parte de las familias, sobre todo con relación a si
ese niño o niña está padeciendo algún trastorno de sueño. El objetivo principal de este
capítulo, más allá de comprender cuáles son las etapas del sueño por las que pasa una
persona a lo largo de su vida, tiene que ver con entender que es un proceso
cambiante. Siempre decimos: en la crianza no es conveniente acostumbrarnos a
nada, ni a “lo bueno” ni a “lo malo”.
Antes del año, el sueño suele ser inestable, con múltiples despertares, inquieto.
Después del primer año, la situación no cambia demasiado, los despertares nocturnos
siguen siendo esperables y, además, empiezan a aparecer otros factores que
impactarán en el sueño. Como dijimos en capítulos anteriores, los dos años es una
etapa de completa revolución. Los niños la atraviesan con los recursos que tienen
hasta ese momento y aún dependen en gran medida de sus cuidadores.
Llega la noche: la casa duerme, se apagan las luces y todo queda en silencio.
Muchas veces la oscuridad y el silencio suelen ser motivos suficientes para que
aparezcan miedos o temores (y no solo en los pequeños). No son pocos los niños que
piden a sus padres que esperen a que ellos se duerman antes de quedarse dormidos, un
modo de garantizarse no estar a solas con la oscuridad de la noche. Los niños que

comparten la habitación con otras personas tendrán compañía, de la misma manera
que aquellos a quienes sus padres o madres acompañen en su habitación hasta que se
queden dormidos, pero en algunos casos eso no ocurre y de golpe deben enfrentar esa
situación solos en su cuarto. La noche en esta etapa suele ser temida; el silencio y la
oscuridad activan nuestros instintos más primitivos, como el miedo y el estado de
alerta.
¿A quién le gusta estar solo cuando tiene miedo? Suena lógico que seres tan
pequeños e indefensos pidan contacto, ¿no es cierto? Un ejercicio que proponemos
mucho en nuestros talleres es pensar lo siguiente: durante el día, ¿cuánto tiempo suele
estar un deambulador jugando solo en alguna habitación sin ir a buscarnos o siquiera
llamar? Las respuestas son variadas, pero, en general, ninguna supera los veinte
minutos (siendo la mayoría de las respuestas tiempos bastante inferiores). Es decir,
ningún niño o niña de estas edades logra permanecer solo en una habitación por
demasiado tiempo durante el día. Entonces nos preguntamos, ¿por qué pensar
que podrían hacerlo mucho más tiempo durante la noche? A estas edades es
esperable que las conductas de apego se encuentren muy activas aún: es por esto que
buscan chequear la proximidad y/o disponibilidad de sus cuidadores.
Para ofrecer un entorno favorable para el desarrollo debemos ser responsivos con
nuestros hijos e hijas, tanto de día como de noche. Sabiendo que el sueño y la
noche, en esta etapa, dan miedo, es lógico pensar que no quieran irse a dormir,
¿verdad? Dormir también es “desconectar”, perder el control, renunciar a jugar y
explorar, “entregarse” y… ¡quedarse quieto! Todas cosas que chocan con las
necesidades y prioridades de un deambulador. Para ellos, dormir es el peor plan de
todo el universo, es una pérdida de tiempo. Y por eso es habitual que traten de evitarlo
de todos las maneras imaginables. Algunas familias relatan que su pequeña se quedó
dormida en el suelo, mientras jugaba; o que su hijo se durmió sentado mientras comía.
Estas son situaciones muy comunes. Incluso podemos verlos hacer las cosas más
extrañas con tal de no rendirse al cansancio, al punto de parecer pequeños zombis
caminando. La incertidumbre de entrar en letargo y no saber qué pasa luego los
asusta.
A partir de los ocho o nueve meses, aproximadamente, los niños y las niñas ya han
adquirido todas las fases del sueño, en lo que a fisiología se refiere. Cuando
comienzan a tener desplazamiento autónomo se dan cuenta de que pueden alejarse de
su cuidador y esto genera angustia de separación, proceso que irá atravesando
distintas fases hasta alrededor de los tres años. En realidad, es algo que nos pasa
incluso a las personas grandes: cuando cambiamos de trabajo, de ciudad o algo
trastoca nuestras rutinas, podemos experimentar ansiedad o angustia y esto alterar
nuestros ritmos de sueño. En esta etapa, estar disponibles y ofrecer presencia a los
niños sigue siendo tan necesario como en la etapa previa.
Pensemos nuevamente que cuando nos vamos a dormir dejamos de tener “control”
sobre el mundo y eso puede producir mucha inquietud. En la etapa de deambulación,
como ya veremos, aparecen los miedos (desconocidos hasta ahora). Miedo a perder

seres queridos, a catástrofes, a enfermedades, a la muerte. Por eso mismo, en general,
se niegan a dormir solos o se suelen estresar cuando duermen fuera de casa. A nivel
emocional, empiezan a ocurrir ciertos cambios que impactan en el sueño.
Venimos diciendo que es una etapa de estallidos emocionales y es muy difícil
abstraerse por la noche de lo que ocurre durante el día. Esto está relacionado
también con el inicio de la etapa de autoafirmación y el ejercicio de la autonomía.
Los niños y las niñas quieren hacer todo por sí mismos: tocar, probar, jugar. Además,
se enfrentan a más “límites”, a más “no” por parte de sus cuidadores; esto puede
despertar una mezcla de inseguridad y angustia. A su vez, como ya dijimos, la
resistencia a entregarse al sueño muchas veces tiene que ver con que los niños y las
niñas quieren evitar la separación.
Otra característica propia de esta etapa es que siguen habiendo con frecuencia
despertares nocturnos. Antes del año, un bebé se puede despertar unas diez a doce
veces por noche y nos preguntamos (ojeras mediante): ¿cómo es posible que se
despierten tanto? Hacia los dos años, por suerte, estos despertares disminuyen, aunque
no desaparecen. En general, este “mal dormir” es en realidad la fisiología del sueño
propia de esta edad y, además, tiene el condimento de las emociones y las
experiencias diarias cambiantes que viven. Por ejemplo, estallidos emocionales,
situaciones de estrés como empezar el jardín, algún viaje, el control de esfínteres, etc.
La buena noticia es que, si los microdespertares se atienden rápido,
probablemente se perpetúe el ciclo de sueño. Por esa misma razón, dormir cerca es
una gran ventaja.
¿Por qué es tan usual que los pequeños pidan contacto para volver a
dormirse? Porque lo necesitan. Decíamos que es una edad en la que las situaciones
de la vida diaria tienen gran repercusión en el sueño. Pueden pasar días donde
duermen bien y días donde duermen mal. También se empiezan a dar grandes cambios
a nivel motriz: primero empiezan a pararse, luego a caminar y a explorar, más tarde a
trepar y saltar, y eso... ¡lo practican también de noche! Están como obsesionados con
la novedad y no quieren “olvidarse” de nada, ni perder estas nuevas habilidades (y
mucho menos desperdiciar tiempo de práctica). Por eso notamos que de noche están
“inquietos” y movedizos. Por ello es tan importante facilitarles la actividad motriz
durante el día, darles espacios adecuados para moverse y que puedan ejercitar todo
esto.
Usualmente, a esta edad pasan de hacer dos siestas a hacer solo una y eso puede
generar también más acumulación de cansancio, hasta que se vuelven a acomodar.
Además, volvemos a destacar que en esta etapa aparecen los miedos: el miedo a
quedarse solos, el miedo a la oscuridad, el miedo a las sombras, el miedo a algún
ruido fuerte. Esto es un signo positivo del desarrollo: se están dando cuenta de los
peligros del mundo. Entonces, es común ver que se niegan a dormir y nos piden
cientos de cosas, como que les demos la mano, que les hagamos cosquillitas, que les
busquemos agua (¡el famoso vaso de agua nocturno!) o que les leamos un cuento.

* * *
Una herramienta o recurso que tenemos para ordenar un poco la hora de ir a
la cama es armar una rutina (flexible, pero más o menos estable). Para eso es
fundamental acompañarlos a dormir sin escaparnos y sin engañar. Debemos
explicarles que no hay peligros. Ellos saben que cuando estamos cansados, cerramos
los ojos y nos dormimos, pero lo que no saben es qué es lo que pasa después de eso.
Un niño a esta edad aún no sabe que hoy es lunes y mañana es martes, todavía no
tiene desarrolladas las categorías de tiempo. Por otro lado, es habitual que no quieran
desconectarse de la casa: quieren seguir en actividad, jugar, moverse. Buscan modos
(a veces insólitos) de autoestimularse. ¡Pelean contra el sueño! Ya dijimos que no
quieren “perder tiempo” en dormir.
EZEQUIEL (DOS AÑOS) Y EL SUEÑO
Ezequiel, de dos años, pedía agua todas las noches. Su mamá ideó un plan
para no tener que ir hasta la cocina todos los días: dejar un vaso siempre
disponible en la habitación. Pero el plan falló. Cuando Eze vio su nueva
estrategia, empezó a pedir agua “fresquita” de la heladera. ¡Eso se llama
ejercicio de la creatividad! ¿Por qué tantos chicos hacen lo mismo? La
función de estos pedidos es chequear que estamos ahí y vamos a responder,
por eso es importante no ignorar estas demandas. El mensaje recibido es:
“Pido agua, me traen agua; entonces si de noche necesito algo, también
estarán para mí”. Responder a sus pedidos de contacto, lejos de
“malcriarlos”, les brinda seguridad.
¿No les pasa de preguntarse —desesperadamente— por qué si tiene tanto sueño no
se duerme de una vez? Esta etapa, sin duda alguna, está marcada por la
resistencia a irse a dormir. Entonces, una rutina placentera que los acompañe y les
brinde seguridad es una manera amena de aceptar que llegó la hora de dormir.
Podemos armar una especie de ritual, por ejemplo: decir que la casa se va a dormir,
saludar a cada parte de la casa mientras vamos apagando la luz de cada sector, saludar
a nuestra mascota, saludar a la foto familiar que está sobre el estante, saludar al auto
que pasa por la ventana. Podemos decirles que los vamos a acompañar hasta que
puedan quedarse dormidos. También podemos hablar de cómo fue el día, qué ha
ocurrido o leer algunos cuentos. A esta edad ellos disfrutan de escuchar situaciones
reales vividas. Los que tienen apenas más de un año no hablan, pero pueden escuchar
y entienden lo que les relatamos.
A partir de los dos años, aproximadamente, pueden empezar a aparecer las
pesadillas y los miedos. Como dijimos, esto tiene que ver con los diferentes hitos

madurativos por los que empiezan a transitar. El destete, el descolecho, el control de
esfínteres, las salidas de dientes, el inicio del jardín y algunos otros cambios que
generan crisis vitales, pueden ser motivos por los cuales los niños y las niñas puedan
tener dificultades para dormir. Con respecto a los miedos, según cada etapa, los chicos
empiezan a tener miedo a diferentes cosas. Por ejemplo, en los más pequeños puede
aparecer el miedo a la pérdida súbita del soporte y a los ruidos fuertes, miedo a las
personas extrañas, a la separación; mientras que en niños un poquito más grandes
pueden aparecer miedos relacionados con el control de esfínteres (miedo a “perder” o
expulsar algo propio, miedo al inodoro, etc.). También aparecen los miedos a las
máscaras, a la oscuridad, a los animales.
Es inevitable pensar que, lógicamente, estos miedos aparezcan más de noche que
de día. Nacen además lo que se llaman “ilusiones hipnagógicas”, que son esas
sensaciones de caer en un precipicio o de que hormigas o animales caminen por la
piel. Esto que se da en el inicio del sueño es un estado alterado de conciencia.
Nosotros podemos gestionar ese tipo de pensamientos o sueños, pero a los niños les
cuesta diferenciar realidad de ficción. Esto dificulta que concilien el sueño.
Algo importante a entender es que los niños que pasan por esta etapa suelen
atravesar mucha actividad durante el día. Algunos inician el jardín de infantes y
por este motivo a veces suprimen las siestas. Eso genera que lleguen más cansados a
la noche y aumente la fase del sueño profundo. Pero sabemos que el descanso es
indispensable y que en niños menores a cuatro años las siestas aún suelen ser
necesarias. Por lo cual tenemos dos situaciones diarias donde nos enfrentamos con el
hecho de que él o ella no quiere dormir. ¿Qué podemos hacer? Como siempre, hablar
sobre el tema ayuda y organiza. Propiciar que esos momentos sean lo más relajados
posible también es una buena idea: bajar las luces, leer un cuento, acostarnos a su
lado, cantarles, rascarle la espalda, etc. Como decíamos, armar rutinas suele organizar
a los niños. En los casos en que comenzamos a intentar que duerman en sus
respectivas habitaciones por primera vez, sugerimos que la transición sea gradual,
siempre informándoles todo lo que va a ir ocurriendo y asegurándoles que estaremos
disponibles en caso de que nos necesiten.
Si usamos pantallas, buscamos que su uso esté lo más alejado posible de los
tiempos de sueño y comida (por lo menos dos horas antes de irnos a dormir, los
especialistas sugieren apagar todas las pantallas de la casa). Es una buena idea,
también, evitar dar por la noche alimentos con cafeína como, por ejemplo, el
chocolate, y evitar también azúcares. Y algo muy importante a tener en cuenta es que
todas las estrategias y herramientas que probamos tienen vuelta atrás. Nada es para
siempre, ni inamovible, ni confuso si se modifica. Es un mito pensar que una
decisión de crianza debe permanecer invariable para siempre. Simplemente
tenemos que tomarnos el tiempo de explicarles a los más chiquitos que fue una
decisión que creímos útil, pero que nos dimos cuenta finalmente de que no lo era y
que por eso decidimos volver atrás (o probar algo diferente).

¡El taller nos encantó! Nos sirvió primero para sentirnos más
acompañados, al escuchar a otras familias contar situaciones parecidas a las
que atravesamos (¡nos sorprendió mucho que los tres o cuatro temas más
elegidos para tratar que iban anotando en la pizarra eran los mismos que
pensábamos!). Y también para reflexionar, a partir de los distintos aportes,
sobre algunas cuestiones que nos preocupaban y que no habíamos pasado
con nuestro primer hijo (principalmente el tema del sueño y del destete). El
taller nos dejó pensando en que mucho de lo que nos preocupa en la crianza
no tiene una “solución”, sino que se trata más bien de comprender el porqué
e intentar acompañar los procesos de la manera más calma posible. Aunque
a veces nos cueste un poco, es un gran paso poner el empeño en intentarlo.
¡Muy agradecidos por la experiencia! (Laura y Pablo).
¡No quiere dormir solo!
De la mano de las miles de dudas acerca del sueño infantil viene la inquietud de otro
tema polémico si los hay: el colecho. Por suerte, en los últimos años, se ha estudiado
mucho el tema y ya dejó de ser un “fantasma” para muchos profesionales y familias.
El colecho es una práctica ancestral que incluso hoy día (como vimos más arriba) se
repite en diversas partes del mundo como algo habitual en cada casa, cada noche. En
países orientales no se concibe dormir en camas separadas, los fabricantes de muebles
ofrecen tamaños de camas extragrandes por este motivo. Y hasta el siglo XIX, dormir
todos juntos era una práctica común, incluso en los países industrializados de
Occidente. Como decíamos antes, creemos que el modo en que cada familia elige
dormir debería ser un asunto privado, siempre y cuando se tengan en cuenta algunas
consideraciones.
No siempre que hablemos de colecho estaremos diciendo que todas las personas
adultas de una casa duermen en la misma habitación y en la misma cama que los
chicos. De hecho, es más común que, cuando hay niños pequeños, las noches
familiares sean algo más cercano a un enigma: cada uno sabe dónde empieza la noche,
pero no dónde termina. Las soluciones son interminables: Juan comparte la cama de
dos plazas; Isabella duerme en una cama chica adosada a la cama grande; Ana se
duerme con mamá y papá, pero luego la llevan a su cuarto; Pedro comienza la noche
en su cama pero después se escabulle en la cama de mamá y mami; Thiago duerme en

un colchón en el piso junto a sus dos papás; Valentina llama de noche y mamá se pasa
a su cama; Carla adora dormir en casa de la abuela porque puede compartir cama con
ella; Ramiro llama de noche y papá duerme en un colchón en el piso, a su lado; Ariana
se pasa a la cama de su hermana mayor; Martín busca contacto con mamá, y papá se
cambia de cama; y etcéteras infinitos. Seguramente ustedes hayan sido protagonistas
de historias similares, al igual que nosotras.
El colecho ha sido siempre algo común y frecuente, solo que hasta hace poco se
ocultaba porque una nube negra pesaba sobre las cabezas de quienes admitían dormir
con sus hijos e hijas. Hoy, por suerte, las familias podemos decidir basándonos en
fundamentos e información actualizada, y no en opiniones ni prejuicios. Cuando
hablamos de colecho con bebés, siempre recordamos las pautas de colecho seguro,
para evitar potenciales riesgos (que es lo que realmente debería importarnos). En este
libro, sin embargo, abarcamos una etapa que contempla a niños y niñas de más de un
año, por lo cual el riesgo de asfixia y otras preocupaciones de seguridad relacionadas
al colecho ya no ocupan un lugar central.
Hay muchos mitos alrededor del colecho, y poca evidencia rigurosa y actualizada.
Durante mucho tiempo se dijo que si los niños dormían en la cama con sus madres o
padres, nunca se harían independientes ni dormirían solos. Otro tanto se dice acerca
de que compartir la cama con los padres hipersexualiza a los niños y cosas por el
estilo. Hoy sabemos que es normal que los niños busquen contacto con sus
cuidadores tanto de día como de noche, y lo cierto es que no hay estudios serios
ni evidencia rigurosa que nos permita asegurar que el colecho pueda ser
perjudicial para el crecimiento o para el desarrollo emocional.
Por supuesto que es fundamental hacer la salvedad de que los niños no deben
presenciar escenas de encuentro sexual entre adultos (ni estando despiertos ni
dormidos). El encuentro sexual entre adultos es una experiencia que el psiquismo
incipiente del niño no está en condiciones de procesar. Presenciar escenas sexuales
puede resultar traumático ya que desborda la capacidad del aparato psíquico en
proceso de maduración de inscribir esa vivencia. De hecho, ser testigo de actos
sexuales adultos se considera una forma de abuso sexual en la infancia. Por lo tanto, si
un niño o una niña comparte la cama o la habitación con personas adultas, el
encuentro sexual de la pareja, aun cuando el pequeño duerma, debe tener lugar en otro
espacio físico que no sea el dormitorio compartido.
La realidad es que, mientras que todos los integrantes de la familia estén a gusto
con la decisión, no tenemos motivos para desaconsejar el colecho o para seguir
aseverando que puede producir alteraciones en el desarrollo emocional de los niños y
las niñas. Tampoco podemos decir que es una indicación generalizada dormir con
los niños, sino que es una decisión de cada familia dónde dormir, siempre y
cuando se atiendan las necesidades de los pequeños y se tenga consideración por
sus deseos.

* * *
¿Cuándo y cómo descolecho?
Realizar cambios en la manera en que dormimos también es una decisión particular de
cada familia. A veces la elección tiene que ver con la incomodidad, otras con la
llegada de un nuevo hijo o simplemente es parte del crecimiento. La realidad es que
no hay motivos preestablecidos para “echar” a nadie de la cama familiar, ni
tiempos fijos (“porque cumplió dos”), ni fecha de vencimiento (“para fomentar la
independencia”). La realidad es que no es necesario que ciertos mitos sigan
intercediendo en nuestras decisiones de crianza. Bien podemos, si así lo deseamos,
esperar a que ese niño decida irse solito a otro espacio. Sí es cierto que si llega un
nuevo bebé a la familia, hay que tomar recaudos. Las pautas de colecho seguro
indican que un bebé recién nacido no debería compartir cama con hermanitos
mayores. En muchas casas lo que ocurre es que mamá colecha con el recién llegado,
mientras que otra persona adulta (si la hay) se va a dormir con el o los mayores a otro
cuarto.
MALENA (CUATRO AÑOS) Y EL COLECHO
El papá y la mamá de Malena comenzaron a colechar con ella a sus cuatro
meses, después de una lactancia que no funcionó como esperaban y una
mudanza inesperada a otra ciudad, cuando se dieron cuenta de que, mientras
en la cuna lloraba, en sus brazos respiraba relajada. Cuatro años y medio
después, Malena iba a tener una hermanita. Siguieron colechando durante el
embarazo, porque aunque pateaba, decidieron que descolechar en ese
momento iba a ser demasiado cambio junto. Pasado el tiempo, decidieron
ofrecerle opciones para cuando llegara la hermana. Más cuentos, mudarse a
su habitación todos, una cama nueva... No hubo caso. Al volver del hospital
con Sele, la nueva bebé, esta tampoco quiso saber nada con la cuna, así que
decidieron colechar los cuatro. Además, con la nueva bebé, la madre sí pudo
darle la teta, con lo cual era mucho más cómodo tenerla cerca. Le explicaron
la situación a Male, mediante el diálogo y sin mentiras: la bebé era muy
chiquita, necesitaba la teta de noche, y además ella pateaba dormida y eso
podía ser peligroso. Fue así como ella sola sugirió: “Entonces papá tiene que
dormir conmigo”. Así continuaron: papá durmiendo con la mayor, mamá
durmiendo con la bebé. No hubo sufrimiento y resultó ser hasta divertido: los
domingos terminaban todos en la misma cama, leyendo cuentos.

También puede ocurrir que haya un período de transición en el cual alguien
acompaña al niño en su cuarto, durmiendo a su lado o en una cama contigua durante
un tiempo, por ejemplo. Como ya dijimos, puede haber variaciones, vaivenes,
“retrocesos” y nuevos comienzos. Mantener las expectativas bajas y no ponernos
objetivos rígidos nos ayuda a gestionar nuestra propia la frustración y el agotamiento
que pueden producir estos momentos.
Si hemos tomado la decisión de descolechar, lo primero es comunicárselo al
niño o la niña. Explicar el porqué, ofrecer opciones, preparar juntos el lugar donde va
a dormir, familiarizarlo con la nueva rutina de sueño y acompañarlo en el proceso.
Porque si queremos que se vaya a dormir a otro lado, lógicamente tiene que tener
adónde ir. Si hablamos de deambuladores, tenemos que pensar en una cama acorde: la
altura debe ser adecuada a su tamaño, para que pueda subir y bajar sin correr riesgos.
Un colchón en el piso o una cama bien baja son buenas alternativas. Debemos saber
que, como ya venimos viendo, se trata de una etapa intensa y cargada de
emocionalidad. Descolechar puede ser un proceso largo y difícil, y es aconsejable
no tomar esta decisión si además el niño está pasando por otra situación que pueda
generarle estrés, como dejar los pañales, mudarse, comenzar el jardín o convivir con
un nuevo hermano.
* * *
A esta edad es bastante frecuente que las personas adultas seamos un poco
exigentes con niños y niñas: queremos que se adapten al jardín en dos días, que dejen
los pañales en los tiempos que nosotros estimamos convenientes, que se vistan solos,
que dejen la teta o el chupete, que duerman solos y, de paso, ¿que nos traigan el
desayuno a la cama? Claro que es entendible… estamos agotados, venimos de meses
y meses de dormir mal, de seguir el ritmo de un deambulador, y necesitamos lograr la
tan ansiada “independencia”. Pero, por desgracia (o por fortuna, dependiendo de la
mirada), la independencia (que siempre es relativa) adviene sola y los hitos
madurativos se van logrando a su tiempo. Y mucho mejor si es respetando el ritmo de
cada niño y niña sin presiones.
JUAN (TRES AÑOS) Y EL DESCOLECHO
La familia de Juan, de tres años de edad, estaba esperando la llegada de un
nuevo hijo. Juan colechaba con su mamá y su papá desde que nació, por lo
que no querían descolecharlo cuando naciera el hermanito para evitar que se
sintiera desplazado ante la llegada del bebé. Pero como les preocupaba no
estar cómodos todos en la cama grande y, además, sabían que no es
recomendable que los bebés pequeños compartan cama con otros niños,

entonces pensaron en que Juan durmiera en su habitación con el papá (cuarto
que estaba preparado desde que era bebé, pero que aún no lo había usado para
dormir) y la mamá en la cama grande con el bebé. Enorme fue la sorpresa de
estos papás cuando Juan pidió que quería dormir en su habitación, pero solo.
Sí, solo.
El papá, angustiado, decía que era él quien no estaba preparado para
descolecharse de Juan. Fue allí que trabajamos con esta familia acerca de la
importancia de respetar el deseo de Juan de tener su propio espacio y de
poner en juego su capacidad para estar a solas. Lo que se puso en evidencia
es que la necesidad de apego y de contacto, en este caso, no era ya del niño,
sino de su papá. Pero hete aquí que el niño no puede ser la figura de apego
del adulto, porque la relación de apego en la infancia es asimétrica: el adulto
debe ser la figura de apego que brinda protección y seguridad, y el niño quien
busca proximidad y contacto con esa figura. Fue importante trabajar con este
papá acerca de sus necesidades de apego. Revisamos su historia y
reconocimos juntos la importancia en que él pueda satisfacer sus propias
necesidades de apego con otras figuras que no fueran sus hijos.
Métodos de adiestramiento del sueño
Apartado propio merecen los famosos métodos para “enseñar a los niños a
dormir”, que no son más que formas de adiestramiento disfrazadas de buenas
intenciones. Durante muchos años, algunos libros muy difundidos fueron
recomendados por familias y profesionales de la salud, en general, con el propósito de
ayudar. El sistema más conocido, probablemente, sea el de la “espera progresiva“.
Este método consistía en dejar al niño solo y despierto en su habitación, despedirse y
abandonar la misma. Luego se nos indicaba (según la edad) la cantidad de minutos
que debían esperarse antes de acudir a consolar al niño: porque, por supuesto, el niño
comenzaba a llorar. Como no podía ser de otro modo. Las versiones más crueles
decían que el llanto debía ignorarse aun cuando desembocara en arcadas o vómitos.
Esta mirada afirmaba que los niños son manipuladores natos y que harán “cualquier
cosa” para doblegarnos. Hoy, neurociencias mediante, afirmar este tipo de cosas es
negligente y carente de sentido. De hecho, algunos autores han sufrido demandas
legales y han tenido que retractarse públicamente.
No obstante, en la actualidad, este tipo de tácticas se ha reinventado: maquilladas y
listas para ser vendidas con nombres como “asesoría de sueño infantil” y un sinfín de

marcas registradas similares. Se plantean como una alternativa más “gradual y gentil”
que los clásicos métodos conductistas, aunque no reniegan de ellos ni garantizan “cero
llanto”. El objetivo de estos programas es que el niño “aprenda a dormir por sí solo”
(sin importar su edad). Podemos leer en sus publicidades cómo se destacan los
beneficios de “dormir bien”, se culpabiliza el “haber enseñado a dormir en brazos”, y
se hace caso omiso a las necesidades y características de los niños y las niñas. Todo
esto entre fotos de bebés plácidamente dormidos, muchos colores pasteles y un
vocabulario que busca seducir al adulto agotado, ávido de soluciones mágicas.
En este tipo de enfoques pasa exactamente lo mismo que en los anteriores: el niño
se resigna. Comienza pidiendo aquello que necesita y no recibe (por eso mismo
aparece el llanto), y eso activa la secuencia protesta-desesperación-resignación. Si eso
ocurre a diario durante varias noches seguidas, en algún momento, deja de pedir. Esto
se conoce como “indefensión aprendida”. ¿Para qué voy a gastar energía en pedir algo
que sé que no voy a recibir? Lo dejo de pedir. Por supuesto, esto tiene consecuencias.
Si bien es cierto que hay matices y no es lo mismo llorar hasta dormirse en soledad
que en compañía, de todos modos, estos métodos apuntan a satisfacer una necesidad
únicamente adulta: que el niño se duerma solo y que duerma “de corrido” (sin llamar,
en realidad, porque los despertares ocurrirán). Entonces, ese niño de pronto se
encuentra con que de noche ya no recibe la atención que necesita. ¿Por qué de día sí y
de noche no? ¿Por qué un abrazo diurno sería mejor que uno nocturno, cuando de
noche es todo más oscuro, quieto y temible? Esta forma sutil de abandono genera
que el cortisol (esa hormona de la que hablamos en el capítulo sobre berrinches),
en mayor o menor medida, se eleve. La superabundancia de cortisol en fases
tempranas puede inhibir la hormona de crecimiento y provocar estrés tóxico. Además,
como podemos imaginar, el vínculo también podría verse dañado: es razonable pensar
que ese niño pierda confianza en sus figuras de apego. Después de todo, no están
respondiendo en forma sensible.
Investigaciones actuales afirman que las personas adultas que han sufrido este tipo
de entrenamiento tienen mayor tendencia a la depresión y a la ansiedad. También
poseen mayor predisposición a sufrir enfermedades físicas, son más vulnerables ante
el estrés y son menos capaces a la hora de resolver problemas o luchar por sus
derechos (justamente de eso se trata la indefensión aprendida).
Lo más importante es destacar que ninguno de estos métodos enseña a dormir.
Los seres humanos ya sabemos dormir dentro del útero, sin necesidad de que nadie
nos eduque en esto. Dormir es una necesidad básica, como comer. Sí es cierto que el
sueño pasa por etapas y cambios, y que cuanto más nos acercamos a la etapa adulta
(¡sorpresa!), más parecido a una persona adulta dormiremos. Pero no dormimos igual
a los veinte que a los setenta. Ni en tiempo, ni en forma. Y tampoco podemos esperar
que una niña de dos años duerma como su papá, de treinta y ocho. ¿No les parece
lógico?

Y las rutinas... ¿son necesarias?
Hablábamos más arriba de las diferencias culturales, y las rutinas son otra de ellas. El
estudio que mencionamos, por ejemplo, demostró que en el Reino Unido, el 80 % de
las familias incluye el baño como parte de la rutina para irse a la cama, pero que en
Indonesia solo lo hace un 6 %. Pero los niños y las niñas indonesios duermen también,
¿verdad? Con esto queremos decir que la elección de rutinas es sumamente
personal. Es cierto que las rutinas muchas veces pueden organizar la vida cotidiana,
anticipar lo que vendrá y brindar consistencia, lo cual puede ser un gran beneficio
para los niños pequeños. Les permite anticipar qué viene cada día y hacer del mundo
un lugar más previsible. Cada familia elegirá su rutina de acuerdo con sus propias
necesidades.
Seguramente los hábitos no serán los mismos de lunes a viernes que los fines de
semana, suponiendo que trabajemos solo los días hábiles y nuestros hijos sigan ese
mismo ritmo. O al revés si los fines de semana son días laborables en los cuales hay
cambios en la logística familiar. Sea como sea, la rutina debe ser cómoda y funcional
a las necesidades de esa familia en ese momento puntual, así como también flexible.
No es necesario que sea inamovible y que su cumplimiento se convierta en una
obligación. Si hay una fiesta, viene una visita o salimos a pasear, los tiempos y los
hábitos pueden variar y tampoco pasa nada. Lo importante será la consistencia y el
orden que propiciemos la mayoría de los días.
Como ya vimos, irse a dormir es un plan aburrido (y temido) para un deambulador
y por eso lo evitará de todas las formas posibles. Será nuestro trabajo, entonces,
mostrarle que la noche también puede ser segura y acogedora. No existen recetas ni
fórmulas mágicas. Cada familia encontrará el modo más adecuado para descansar de
acuerdo con sus posibilidades. Habrá noches mejores (¡celebrémoslas!) y noches para
el olvido. Como todo en la crianza, el camino puede ser sinuoso, pero también
placentero y lleno de aprendizajes.
SÍNTESIS DEL CAPÍTULO
• La hora de irse a dormir
Las cuestiones relativas al descanso no son universales ni únicamente
fisiológicas, sino que también responden a factores culturales. De hecho, hoy
día, las personas duermen de modos muy diferentes a lo largo y ancho del

planeta. Cada familia es una microcultura con sus propias creencias,
necesidades y rituales, y mientras las formas sean seguras, respetuosas,
cómodas y saludables, nadie externo debería opinar acerca de ellas. ¡Lo
importante es descansar!
• El sueño durante esta etapa
A lo largo de los años, el dormir va mutando porque es un proceso madurativo.
La noche en esta etapa suele ser temida e inquieta, y los despertares siguen
siendo esperables porque las conductas de apego (destinadas a chequear la
proximidad y/o disponibilidad de los cuidadores) se encuentran muy activas
aún. Para ofrecer un entorno favorable para el desarrollo, debemos ser
responsivos con nuestros hijos e hijas, tanto de día como de noche. También
encontramos a estas edades una resistencia a entregarse al sueño y la aparición
de miedos y pesadillas.
• ¡No quiere dormir solo!
El colecho es una práctica que se repite en diversas partes del mundo. El modo
en que cada familia elige dormir debería ser un asunto privado, siempre y
cuando se tengan en cuenta algunas consideraciones. Sabemos que es normal
que los niños busquen contacto con sus cuidadores tanto de día como de noche.
El colecho, sin embargo, tampoco es una indicación generalizada, sino una
elección.
• ¿Cuándo y cómo descolecho?
Realizar cambios en la manera en que dormimos es una decisión particular de
cada familia: no hay motivos preestablecidos para descolechar. Podemos
esperar a que el niño o la niña decida irse solito a otro espacio, o bien
proponerle la opción. En este camino puede haber variaciones, vaivenes,
“retrocesos” y nuevos comienzos. Es importante mantener las expectativas
bajas y no ponernos objetivos rígidos. Descolechar puede ser un proceso largo
y difícil, y siempre debería hacerse con respeto.
• Métodos de adiestramiento del sueño
Se trata de métodos conductistas cuyo objetivo es “enseñar a los niños a
dormir”, lo cual ya es una trampa porque no es necesario enseñar a dormir a los
niños. Hoy encontramos diversas propuestas, en apariencia “más gentiles” que
el clásico modo de la espera progresiva. Sin embargo, todas estas tácticas
tienen consecuencias negativas a corto y largo plazo. El sueño es un proceso
evolutivo y cambiante que para madurar solo necesita tiempo y
acompañamiento.

• Y las rutinas... ¿son necesarias?
La elección de rutinas es sumamente personal. Muchas veces pueden organizar
la vida cotidiana, anticipar lo que vendrá y brindar consistencia a niños y niñas.
Sea como sea, la rutina debe ser cómoda y funcional a las necesidades de esa
familia en ese momento puntual, así como también flexible.

Capítulo
8
Lactancia y destete
“¡Toma teta como recién nacido!”

La lactancia materna después del primer año
El principal inconveniente que enfrentan las madres que amamantan a niños y niñas
después del primer año de vida son los prejuicios y la desinformación de otras
personas adultas. “Está grande para la teta”, “Ya no la necesita”, “La teta es para
bebés”, “Lo estás haciendo dependiente”, “Por culpa de la teta no come comida”, “No
se va a adaptar nunca al jardín”, “No va a hablar bien”… y un sinfín de frases
(tristemente) muy conocidas por quienes hemos estado en ese lugar. La culpable, al
final, siempre es la teta. Y la, madre, claro, porque viene pegada.
En otros momentos históricos (y también en otros puntos del planeta en la
actualidad, como ya veremos), dar la teta varios años era lo habitual. En
Babilonia, 3000 a. C., se amamantaba durante dos a tres años; en Egipto, el destete se
recomendaba a los tres; los romanos también creían que el destete no debía darse
antes de los tres años de vida; en Tsinghai, China, en 1956, las madres aún
amamantaban durante unos cinco años. De hecho, según la antropóloga Katherine
Dettwyler, los seres humanos alcanzan autonomía inmunológica a los seis años: esto
sugiere que, en nuestro camino evolutivo como especie, la inmunidad fue cubierta
durante mucho tiempo gracias a la lactancia hasta esta edad (por algo llamamos a los
primeros dientes: “dientes de leche”, ¿lo habían pensado?).
Sin embargo, por estas latitudes y en los tiempos que corren, la lactancia materna
comienza a ser vista con malos ojos a partir de cierto momento. Miradas de horror,
palabras de rechazo e instrucciones explícitas de destete (en la mayoría de las
ocasiones, no solicitadas) por parte de terceros, incluso profesionales de la salud.
Algunas de estas veces, la indicación de destete se debe a la falta de conocimientos
acerca de la lactancia materna y su interacción con ciertos medicamentos. Por eso nos
parece preciso recordar que existe el sitio web e-lactancia.org, un proyecto de
APILAM (Asociación para la Promoción e Investigación científica y cultural de la
Lactancia Materna), creado por pediatras y profesionales farmacéuticos. En este sitio
es posible consultar en línea la compatibilidad de la lactancia materna con más de
veintiocho mil sustancias.
Pareciera que la teta es algo de lo cual cualquiera puede opinar (como tantos otros
asuntos relativos a la crianza y a las infancias). Desde panelistas de televisión, hasta el
comerciante de nuestra cuadra, pasando por “expertos” en diversas disciplinas. La
lactancia parece tener fecha de vencimiento: pasado cierto plazo, pasa al banquillo de
los acusados, siendo sospechosa de todo hasta que se demuestre lo contrario. De este
modo, como sociedad, eludimos las responsabilidades colectivas. Mencionamos

algunas de ellas: los medios tienen el deber de difundir mensajes correctos y
actualizados basados en evidencias científicas (y no meros prejuicios); los
profesionales de la salud deben asumir el compromiso de proteger y promover la
lactancia siguiendo las recomendaciones de la OMS y otros organismos
internacionales; los Estados tienen la obligación de garantizar el cumplimiento de los
derechos de niños y niñas; y cada persona adulta debería respetar y resguardar a las
familias como núcleo activo de la sociedad en su conjunto. La crianza no es un hecho
privado, es un acto social que nos compromete e interpela a cada una de nosotras
como personas habitantes de una comunidad. La lactancia es una cuestión de salud
pública.
“Toma teta como un recién nacido”
Decíamos, amamantar más allá del primer año no es tarea sencilla, y no solo por los
cuestionamientos del entorno. En nuestros talleres se escucha constantemente la frase:
“Toma teta como un recién nacido”, dicha con pesadumbre y cansancio. ¡Claro! Nadie
nos avisa que amamantar a un deambulador puede ser una tarea titánica y agotadora.
Pensemos que, en un momento vital de profundos cambios, la teta se convierte
para ellos en ese refugio seguro, conocido, necesario. Es esperable que a esta
edad todavía recurran a la teta (¡y mucho!). Si tanto decimos que la teta es
consuelo, ¿cómo no pensar que siendo esta una etapa tan abrumadora y crítica para los
niños y las niñas, no necesiten mucho más el contacto con mamá y su teta? Justamente
por eso cuesta tanto el destete hacia los dos años. La teta en estos primeros años es
omnipresente.
* * *
Además, es importante no olvidar que, desde el punto de vista nutricional, niños y
niñas son lactantes hasta los dos años. Por lo que, si el destete se realiza antes de
esta edad, es necesario reemplazar la leche materna por leche de vaca. Luego de
los dos años, la leche pasa a ser un alimento más, si es que elegimos ofrecerla, aunque
no es absolutamente necesaria (volveremos sobre este tema en el capítulo de
alimentación). Por lo que de esto se desprende que ofrecer leche (de vaca) más allá de
los dos años es simplemente una elección de cada familia, en base a decisiones,
gustos, cultura y costumbres.

VITTO (TRES AÑOS) Y LA TETA DE MAMÁ
Vitto, de tres años, se destetó tan paulatinamente que su familia casi no se dio
cuenta. Las tomas se fueron reduciendo solas, acomodándose a los horarios
de trabajo de su mamá. El último momento de lactancia compartido fue el
reencuentro después de la jornada laboral, por la tarde. Poco a poco, esa
reunión fue transformándose en mucho más que la teta: abrazos, mimos,
juego, charla. Un día, poco tiempo después de su destete, jugaba con su
mamá a encontrar formas en los charcos de agua de la vereda un día de
lluvia. “Este es un dinosaurio y este, dos montañas. Ah, no, esperá. ¡Son tus
tetas!”.
Es importante saber que la leche de vaca es un alimento naturalmente diseñado
para los terneros, por lo tanto, sus propiedades nutricionales no son comparables con
la leche humana. Por ejemplo, 250 mililitros de leche entera aportan solamente el 36
% de los requisitos de vitamina A y el 0 % de los requisitos de vitamina C durante el
segundo año de vida. Mientras que la leche humana brinda a toda edad nutrientes
fundamentales, especialmente proteínas, grasas y vitaminas. Durante el segundo
año de vida, 448 mililitros de leche materna proporcionan el 29 % de requerimientos
de energía, 43 % de requerimientos de proteína, 36 % de requerimientos de calcio, 75
% de requerimientos de vitamina A, 76 % de requerimientos de ácido fólico, 94 % de
requerimientos de vitamina B12 y 60 % de requerimientos de vitamina C.
Estas diferencias entre los tipos de leches tienen una explicación. En zoología, las
especies se han categorizado en dos grandes grupos: altriciales y precociales. Las crías
altriciales son aquellas que nacen inmaduras y con una movilidad muy reducida (por
ejemplo, los gatos). Necesitan cuidados constantes para desarrollarse y alcanzar las
características de un ejemplar adulto de su misma especie. Los precociales, por el
contrario, nacen con un desarrollo avanzado. Por ejemplo, una cría de caballo puede
pararse y caminar a los segundos de vida.
Durante muchos años se dijo que los humanos éramos altriciales, sin embargo, el
bebé humano, por su pertenencia a los primates, debería ser precocial: nacer
desarrollado y con la capacidad de seguir a su madre o mantenerse agarrado a ella. Sin
embargo, nacemos mucho menos desarrollados que los precociales porque carecemos
de control neuromuscular (lo que no nos permite asirnos a nuestra madre ni seguirla) y
tampoco somos capaces de regular eficazmente la temperatura y la respiración. Por
esto mismo, recientemente, se ha comenzado a decir que los humanos somos
secundariamente altriciales, semialtriciales o, directamente, una tercera categoría
propia: una especie con crías que necesitan ser cargadas y alimentadas continuamente.
Mientras que para el resto de los altriciales la naturaleza ha diseñado una leche que
no requiere ser ingerida con tanta frecuencia, la leche humana tiene características
propias y únicas: bajo contenido de proteínas, bajo contenido de grasas y alto

contenido de hidratos de carbono. Otras especies pasan mucho tiempo solas esperando
a que su madre busque alimento y regrese, entonces necesitan una leche más
concentrada en energía y que se digiera más lentamente. La leche humana, en cambio,
tiene un contenido de grasa menor: eso demuestra por qué la cría humana necesita
estar en contacto permanente y tomar teta a demanda.
Además, la leche humana es mucho más que nutrientes: es un tejido vivo y
cambiante, que se adapta al momento madurativo de cada infante, y siempre
nutre, inmuniza, protege y acompaña el crecimiento. Y los lactantes, entre muchas
otras ventajas, suelen enfermarse menos, gracias a los anticuerpos presentes en la
leche humana. De hecho, algunos de los factores inmunológicos en la leche materna
aumentan en concentración durante el segundo año y también durante el proceso de
destete. Incluso se ha encontrado que los niños amamantados entre los dieciséis y los
treinta meses no solo tienen menos enfermedades, sino que cuando se enferman, se
curan más rápido.
Por otro lado, los lactantes tienen menor predisposición a sufrir alergias. La leche
materna puede ayudar a prevenir alergias al reducir la exposición a posibles alérgenos,
acelerar la maduración de la barrera intestinal protectora, recubrir el intestino
proporcionando una barrera contra potenciales moléculas alergénicas y poseer
propiedades antiinflamatorias que reducen el riesgo de infecciones (las cuales pueden
actuar como disparadores de alergias). Por otra parte, las mujeres que amamantan
durante dos años o más tienen mayor probabilidad de reducir el riesgo de padecer
diferentes tipos de cánceres y están mejor protegidas contra la osteoporosis, entre
otros beneficios.
Por estas razones, la Organización Mundial de la Salud, Unicef y las principales
asociaciones científicas nacionales e internacionales que trabajan para el bienestar de
la infancia recomiendan que la lactancia materna, si es posible, se mantenga hasta los
dos años o más. “O más”: y aquí depende de cada dupla. Hay que escuchar las dos
voces involucradas, su contexto, su realidad, sus necesidades y posibilidades. El
hecho de que cumplan los dos años no es un motivo de destete. Si la madre está
cómoda con la lactancia y desea seguir amamantando, no hay ninguna razón médica
ni psicológica por la cual deba pensarse en un destete. Como vimos, la lactancia tiene
en todo momento beneficios. Muchas madres amamantan hasta que el destete se
produce por decisión del niño o niña, a los dos, tres años o más.
Tampoco debería existir el concepto de “lactancia prolongada”. Si es prolongada
significa que se prolongó más allá de lo… ¿esperable? ¿normal? ¿habitual? Y esto no
es así. Es cierto que venimos de historias de lactancias muy cortas, de meses o apenas
días. Hemos perdido la costumbre de ver madres amamantando. Todavía, en muchos
espacios, es tabú amamantar en público. ¡En especial si quien toma la teta es un “niño
grande”! Pero esto no es así en todas partes del mundo.
En Mongolia, por ejemplo, se afirma que los mejores boxeadores toman leche
materna durante, al menos, seis años. Lo cual es muy serio, porque el boxeo es su
deporte nacional y ser boxeador es sinónimo de fuerza y salud. En este país, cuando

las personas ven a un niño tomar teta, lo felicitan, lo besan, festejan a su madre. Los
vendedores le hacen lugar a las mujeres en sus puestos para que puedan sentarse a
amamantar. Nadie se sorprende de ver una teta descubierta. Nadie cuestiona, ni juzga,
ni rechaza. Pero estamos en Argentina y es bastante probable que existan a nuestro
alrededor escasas experiencias familiares de lactancias más allá del año. Por eso, a
veces, a la familia extendida también le cuesta acompañar y apoyar una elección
“nueva” y diferente a la vivida. Esta presión social y familiar existe, y en esos casos
será la madre quien decida si quiere amamantar en público o quiere establecer
acuerdos con su hijo o hija.
FABRI (DOS AÑOS), EL CINE Y LA TETA
Fabri, de dos años y medio, fue por primera vez al cine con su mamá, que
estaba ya muy cansada de darle teta en absolutamente todos los lugares del
mundo posibles. En el medio de la función, le dijo: “¿Mami, me das teta?”.
Entonces ella respondió que en el cine no se puede tomar teta. Fabri
preguntó: “¿Dónde dice?”. Su mamá hizo como que leía el cartel de la salida
de emergencia y dijo: “No se puede tomar teta”. Él la miró, incrédulo. Al
rato, otra vez: “¿Mami, me das teta?”. “No, Fabri, en el cine no se puede dar
teta, ¿te acordás?”. Y él, muy serio y mirando el mismo cartel, le respondió:
“Ti, ti te pede. Yo te leo. Ti te pede tomar teta”.
* * *
Hoy no existe ningún tipo de evidencia para poder afirmar que la lactancia
materna sea perjudicial a partir de cierta edad, sino que las investigaciones
dicen, precisamente, lo contrario. Antes, desde algunas corrientes, se decía que el
niño podía generar una dependencia excesiva, pero hoy sabemos que el camino hacia
la independencia es un proceso gradual y no hay motivos para suponer que la
lactancia lo vaya a entorpecer. Muy por el contrario, hoy podemos afirmar que los
beneficios son múltiples.
Incluso si la mamá así lo desea, puede seguir amamantando durante un nuevo
embarazo y continuar con lactancia en tándem amamantando al bebé pequeño al
mismo tiempo que a un hermano mayor. Esta decisión debe hacerse teniendo ciertos
recaudos. Primeramente, es indispensable consultar al obstetra. Si el embarazo es
saludable y no hay ninguna condición que haga de la lactancia una contraindicación,
no habría motivos para destetar a un niño solo porque su madre está cursando una
nueva gestación. De hecho, es poco aconsejable destetar abruptamente por un
embarazo reciente, dado que la madre podría sufrir consecuencias físicas

(obstrucciones, mastitis), el niño podría sentirse desplazado ante la llegada del nuevo
bebé o, incluso, la familia quedarse sin un valioso recurso de calma en un momento de
probable estrés para el recién inaugurado “hermano mayor”.
De todos modos, en algunas pocas ocasiones, son los niños y las niñas quienes
deciden destetarse durante el embarazo, debido al cambio en el sabor de la leche
materna. Gracias a la evidencia actual, hoy podemos afirmar que es posible
amamantar mientras gestamos y también durante el posparto, dando la teta a
dos o más hijos, siempre que este sea el deseo de la madre.
Otra de las controversias que genera la lactancia tiene que ver con la alimentación.
Algunas personas opinan que la lactancia podría interferir con el apetito del niño hacia
otras comidas. Sin embargo, tampoco en esta cuestión hay evidencia que indique que
los alimentos complementarios sean rechazados más frecuentemente por los niños
amamantados que por los ya destetados. La mayor parte de las investigaciones sobre
desnutrición infantil recomiendan la lactancia aun para los casos más severos. La
mayoría sugiere ayudar al niño amamantado no con el destete, sino suplementando la
dieta de la madre para mejorar la calidad nutricional de su leche.
Lo primero que decimos cuando inicia la alimentación complementaria es que esta
toma un camino independiente al de la lactancia. De ninguna manera hay que
suspender o reemplazar tomas por alimentos durante el primer año de vida. Hay
muchas familias que creen que suspendiendo tomas de teta, su hijo o hija comerá
más o mejor; y esto definitivamente no es así. No solo no hará que “coma más o
mejor”, sino que tendrá otro problema: ese bebé tendrá una toma menos de teta, que
es su fuente principal de nutrición en ese momento de la vida.
Existen todavía profesionales que se basan en información desactualizada (o
prejuicios personales) para dar consejos con relación a la lactancia materna y, en este
sentido, a veces generan realmente un conflicto donde antes no lo había, o peor aún,
provocan desde angustia o culpa en alguno de los progenitores, incluso conflictos de
pareja. Las palabras dejan marcas y mucho más si vienen de un profesional.
* * *
Hoy contamos con información actualizada, evidencia de peso y testimonios de
muchas familias que nos permiten afirmar que un destete nunca debería ser
provocado por una opinión externa e intrusiva, porque ello puede generar angustia,
malestar y/o culpa. El destete, como tantas otras decisiones inherentes a la crianza, es
una determinación sumamente personal, que debería ser tomada con autonomía,
información y consciencia.
JUAN (DIECIOCHO MESES), EL JARDÍN Y LA TETA

Juan, de dieciocho meses de edad, había comenzado la adaptación al jardín.
Su papá estaba muy angustiado. La maestra les había dicho que mientras su
hijo siguiera tomando la teta —y entrando a la sala a upa—, nunca iba a
poder adaptarse, que a Juan “le faltaban límites” y que cada día al enfrentarse
a la puerta de la sala debían bajarlo al piso para que ingrese caminando. Por
supuesto, la mamá tenía casi prohibido darle la teta dentro de la institución
porque sería “confuso y contraproducente para él” (sic). Lamentablemente, el
relato de este tipo de situaciones lo escuchamos con mayor frecuencia de la
que nos gustaría. Acompañamos a la familia para que Juan pudiera realizar
una adaptación exitosa al jardín sin la necesidad de un destete abrupto, ya que
no era en absoluto el deseo de ellos. Y nos preguntamos: ¿qué sucede con
todas esas familias que no reciben apoyo del entorno y naturalizan este tipo
de intervenciones porque esto “debe ser lo correcto”?
Huelgas de lactancia
En algunas ocasiones, un niño que lleva un tiempo tomando la teta sin ningún
inconveniente comienza a rechazarla sin razón aparente. Este rechazo temporal suele
conocerse como “huelga de lactancia”. A veces, el origen de este comportamiento
puede ser orgánica: congestión nasal, o dolor de garganta u oídos, por ejemplo. Si
sospechamos que puede tratarse de esto, en primera instancia deberíamos consultar
con su pediatra. Otras veces, el origen de la huelga es emocional: la vivencia de una
pelea, una mudanza, un cambio importante como empezar el jardín, un nuevo
embarazo en la familia o cualquier otra situación que pueda ser motivo de estrés para
el o la pequeña. ¿Quizás un comentario despectivo del entorno hacia el hecho de que
“todavía tome la teta”?
Si la intención no es destetar, que nuestro hijo no acepte la teta suele angustiarnos.
Comenzamos a insistir para que acepte la teta y puede ocurrir que la insistencia
constante termine siendo contraproducente (recordemos que están transitando una
etapa de autoafirmación donde pondrán en juego constantemente sus habilidades para
diferenciarse). Sin embargo, es bueno saber que la mayoría de las veces esta reacción
es solo un stand by y no un destete obligado. Si la huelga se prolonga y comienza a
haber consecuencias no deseadas (por ejemplo, pechos demasiado cargados o
molestias), es posible realizar extracción con sacaleches o en forma manual para
ofrecer la leche en vaso, o bien en otros formatos como helados de palito o comida.
Puede ocurrir también que acepte sin problema la teta para dormir o mientras está

durmiendo, esta será otra buena manera de aliviar la congestión.
¿Qué podemos hacer para transcurrir mejor esta etapa? Si creemos que se trata de
una reacción a algún cambio o situación de tensión, podremos ofrecer palabras para
ordenar las emociones. Recordemos que los niños y las niñas tienen derecho a conocer
la verdad sobre su contexto, aun cuando la verdad sea dolorosa. De modo adecuado y
simple, hablar sobre lo que ocurre puede ofrecer un gran alivio a los más pequeños.
Otra alternativa es cambiar el escenario y las posiciones. Así como sucede con el
pañal, es posible que un deambulador no acepte tomar la teta “como un bebé” y
prefiera hacerlo de pie o sentado, pero no acostado. Podemos proponer opciones
viables y cómodas para ambas partes y dejar que elijan. También podemos buscar
otros espacios: el sillón en lugar de la cama, la intimidad de la habitación en lugar de
un espacio tumultuoso, la oscuridad de la noche en lugar del día cargado de
actividades. Si no es el momento del destete, la huelga en algún momento
terminará y la lactancia seguirá fluyendo armoniosamente, como lo hizo hasta
ese momento.
¿Cuándo y por qué destetar?
A pesar de que no haya motivos establecidos para destetar a tal o cual edad, sí es
importante saber que, cuando la lactancia se torna algo displacentero para alguna
de las dos partes, tal vez sea necesario pensar en un destete. Pero destetar a estas
edades no siempre resulta fácil y muchas veces no se puede hacer sin ayuda. Para
ello (y para muchas otras cuestiones ligadas a la lactancia) existen las puericultoras,
que así como se ocupan de ayudarnos en los primeros pasos para iniciar la lactancia,
también se ocupan de acompañar el proceso de finalización.
Como decíamos, la lactancia es, por lo menos, una relación de a dos. Intervienen la
mamá y el niño, pero también participa el entorno, porque sabemos que para mantener
la lactancia materna se necesita de ese sostén, y mucho. Siendo así, una relación de
dos, basta con que alguno de los dos ya no quiera continuar para que esta se termine.
A veces se tiende a interpretar que el destete es una separación y, en realidad, no
necesariamente lo es. Lo que hay es un modo diferente de relacionarse entre la
mamá y el niño o la niña. No quiere decir que se van a separar, sino que van a
continuar la relación a través de otras formas.

Cuando hablamos de huelgas, inevitablemente pensamos en una
protesta. Y así me sentí. La huelga de lactancia de mi hijo duró dos eternos
días en los que me preguntaba si sería para siempre. No había opciones, no
había consuelo, solo había rechazo y reclamo. Y la culpa que asoma, esa
culpa tan amiga de la maternidad. Dos eternos días en los que me quejé yo
también por no poder hacer mi duelo en una lactancia que disfrutaba. Y esa
eternidad me trajo luz. Me hizo entender que yo no era el centro. Me dejé de
culpar, lo acompañé. De repente, así tan rápido como se fue, volvió.
Entendimos los dos que ese amor tan blanco y tangible era necesario para
ambos. Y acá estamos, creciendo, convirtiendo nuestra corriente en mar, en
un mar inmenso, con días de mucha calma y con días de intensidad
inusitada, pero los dos sumergidos en él, dejándonos llevar. (Virginia, mamá
de Fabricio).
Sabemos que la lactancia es el mejor alimento que puede recibir un bebé o un niño
pequeño, pero que no es solo alimento y hay muchas más cosas en juego. Este vínculo
íntimo va a continuar más allá de la lactancia a través de la cercanía, el contacto, las
miradas cómplices, el consuelo, los mimos, los juegos, las caricias y los abrazos.
Hay familias que sienten que ya llegó el final de esta etapa y la lactancia ya no les
resulta agradable. Ante este sentimiento es importante escucharse, más allá de todos
los mandatos. Conocemos muchos mandatos que circulan actualmente que parecieran
tener en cuenta solo las necesidades (y los deseos) de los bebés y los niños, olvidando
que la crianza es profundamente compleja, humana, intersubjetiva, interactiva,
cambiante, colectiva. Consideramos, desde nuestro lugar, que así como tenemos en
cuenta las necesidades de cada infante y su individualidad, también hay que tener en
cuenta el deseo y las necesidades de la mujer que pone el cuerpo en esa lactancia.
La crianza no puede ser solo respetuosa para con el pequeño o la pequeña, debería
también serlo con sus cuidadores, porque el vínculo saludable necesita de condiciones
que lo favorezcan y alimenten. Si una mujer siente que esa relación de lactancia ya
llegó a su fin, eso también hay que escucharlo.
El destete respetuoso

Desde nuestra mirada, si pensamos en un destete, es importante que el proceso sea
respetuoso. Con el mismo respeto que se tuvo en esos primeros encuentros, que
fueron hace un tiempo más o menos prolongado, pero que marcaron una relación
única como es la de la lactancia: una relación de ojos que se descubren y pieles que se
acarician. Finalizar esta etapa del mejor modo posible debería ser una prioridad. Por
eso mismo, es totalmente desaconsejable que el destete sea abrupto (esto no solo
sería perjudicial para el niño o la niña, sino también para el cuerpo de la madre),
más bien debería ser un proceso gradual. En algunas ocasiones se da naturalmente,
acotando poco a poco las tomas, a lo largo de varios meses. Cuando nos queremos
acordar, ese niño ya no toma la teta y nos preguntamos: ¿cuándo pasó?
COSME (TRES AÑOS) Y EL ADIÓS A LA TETA
Flavia, la mamá de Cosme, de casi tres años, notó un día que ya no salía más
leche de sus tetas y se lo comentó a su hijo, quien con mucho orgullo dijo:
“Es que me las terminé todas”, y de esa manera, de a poco, comenzó a
despedirse de la etapa lactante.
* * *
Pero en otras ocasiones (la mayoría de las veces, podríamos decir), es necesario
intervenir si nuestra decisión de destetar es firme y no vemos que vaya a ocurrir
pronto por iniciativa del pequeño. En este caso, ¿cómo empezamos? Idealmente, con
tiempo y contándole al niño o niña cómo va a ser y qué va a pasar. A esta edad,
decíamos, vemos que los niños todavía maman muy seguido, no siempre ocurre que
haya una reducción en la cantidad de tomas diarias. Una consigna que suele circular
acerca del destete respetuoso es “no ofrecer, no negar”. Pero no siempre da resultado
durante esta etapa, porque los niños y las niñas demandan aún con notable frecuencia
y las tomas no disminuyen. Entonces, si seguimos el precepto y no ofrecemos ni
negamos, el destete no se produce.
Por lo tanto, destetar puede ser un gran desafío. Comenzamos ordenando las tomas
(si no sabemos cuántas tomas hacen, no podemos disminuirlas), poniendo ciertos
horarios o pautando momentos y haciendo acuerdos. Por ejemplo: “La teta se va a
dormir, pero cuando sale el sol, se despierta de nuevo” o “Podés tomar teta pero solo
en casa, no cuando estamos afuera”. Al comienzo, seguramente, nos encontraremos
con resistencias y enojos. Este proceso, aunque lo pensemos desde el respeto, no
necesariamente significa que se dé sin conflictos. Pensemos que ellos y ellas están
atravesando una etapa compleja, en donde reafirman sus elecciones y deseos a cada
instante.

Luego, de a poquito, una vez logrado cierto orden y momentos para las tomas,
podremos ir retirando algunas, avisando al niño o niña cómo va a ser. Y cuando pida
teta, habrá que buscar un reemplazo, una sustitución: darle agua si tiene sed, ofrecer
un abrazo si busca contacto, el portabebés para una siesta si resultan imposibles sin
teta, proponer un juego, etc. Pero, nuevamente, no podemos pretender que esto no
desencadene enojos o frustraciones. Si la decisión es unilateral, es muy importante
que estemos seguras, la convicción es una condición necesaria para llevar adelante el
destete. Allí va a ser fundamental ofrecer sostén emocional, contacto, empatía, y
empezar a construir nuevas formas de regulación donde siempre estaba la teta.
Donde la teta estaba, algo nuevo debe advenir.
El nuestro no fue un destete natural y espontáneo, sino dirigido por
mí y en base a mi necesidad en ese momento. Después de un embarazo con
mucha agitación y dolor durante cada mamada, después de unos meses de
amamantar en tándem a mis dos niñas (en especial, de noche), consideré que
ni mi cuerpo ni mi mente podían sostener más esa situación. Empecé por
contarle a la mayor, de cuatro años, cómo me sentía y que pensaba que lo
mejor era que dejara de tomar la teta. Al principio no estuvo de acuerdo,
pero comencé a contarle un cuento que fui inventando un poco más cada
noche, sobre un niño y su diálogo con las tetas de mamá. Lo conté unas
cuantas semanas, a veces acompañado de una canción, a veces, de dos. Las
últimas semanas, le propuse contar hasta veinte con cada teta y luego se
dormía con las canciones. Más tarde, contamos solo hasta diez, y algunas de
las últimas noches se durmió sin teta. Cuando me quise dar cuenta, no me
acordaba cuándo había sido la última vez que había tomado. Con el mismo
amor con que la amamanté, nos despedimos juntas. (Paula, mamá de Emma).
Pero es importante saber para una mamá que está pensando en destetar a un niño de
alrededor de dos años que puede representar un gran desafío. No imposible, pero sí
intenso. Suele ser un poco más sencillo establecer pautas con niños después de los tres
años (o más) que con pequeños de dos. Simplemente porque al ser más grandes y estar
más maduros, tendrán mejores recursos para lidiar con la frustración. A lo largo de
este libro vemos que la etapa de deambulación la comprendemos entre los doce meses
y los tres años, aproximadamente. Claro está que no es lo mismo plantearle a un bebé
de año y medio la necesidad de destetarlo que a un niño de tres. Con cada grupo
etario podemos utilizar diferentes herramientas.
Explicarle a un bebé de quince meses que la teta “está cansada” y que tiene que
descansar para producir más leche, o que cuando salga el sol tal cosa o que cuando

salga la luna tal otra, puede ser muy abstracto. Un niño de tres años, por otro lado,
podría hacer determinadas asociaciones y disponer ya de ciertas capacidades
espaciotemporales como para lograr asimilar la espera y así transitar el destete de una
manera un tanto más llevadera para todas las personas involucradas. Como hemos
visto en otros capítulos, cuando son muy chiquitos, decirles que no a algo, sin darles
una contrapropuesta inmediata, generará casi inevitablemente un estallido emocional.
Entonces, imaginemos lo que puede llegar a implicar decirles que no a la teta,
sabiendo que la teta es lo que los alimentó y les dio el refugio para miles de
situaciones estresantes y placenteras desde que nacieron. Es improbable creer que se
conformarán simplemente con un: “Ahora la teta está cansada y se va a dormir”. ¿Qué
cosa? ¡Si la teta está ahí! ¡La tenés abajo de la remera, como siempre!
En cambio, los niños mayores que ya lograron adquirir los recursos de los que
hablamos son capaces de comprender mucho mejor las explicaciones del tipo: “La teta
se fue a descansar”, “Le das solo un besito a la teta así ya nos vamos a dormir”, y
demás recursos que solemos utilizar las madres para comenzar a invitar a un destete.
Cuando el destete es unilateral, no siempre se da sin conflicto, y habrá que
aceptar y acompañar el enojo del niño o la niña y la frustración que esto le pueda
generar.
Lo importante, sobre todo, es que sea realmente una decisión de esa díada y no
porque alguien del jardín dijo que de ese modo la niña “va a ser más independiente”,
ni porque un médico desactualizado dijo que “así va a comer”, o porque la psicóloga
de la tele opina que “la teta excita genitalmente al niño”. Hoy sabemos que estos no
son más que mitos y prejuicios personales, sin evidencia alguna que los respalde. Para
empezar a romper con estos mitos hay que poder inscribir a la lactancia materna y a la
teta en el marco de un concepto de sexualidad mucho más amplio y libre que el de la
sexualidad genital patriarcal. La teta de la mujer (más allá de poder estar también al
servicio de la sexualidad adulta) tiene como función amamantar a la cría. Por eso es
necesario poder pensar la lactancia como parte de la sexualidad, claro que sí,
pero de la sexualidad en un sentido integral. La sexualidad como fuerza vital que
nos acompaña desde que nacemos y durante toda la vida, y que incluye aspectos como
la gestación, el parto, el puerperio y la lactancia.
Tres años y dos semanas de amor, alimento e inmunización. En el
peor momento era la forma que tenía de hacerte sentir que yo estaba acá
entera para vos, hijito. Aunque no me miraras a los ojos y no me pudieras
decir más MAMÁ, podía recordarte y recordarme que somos madre e hijo.
Llevamos treinta días sin teta, lloro mientras lo escribo porque de a ratos
temo haberte sacado lo único que sabés nombrar: “teté”, la palabra que
venció a los diagnósticos y siguió saliendo de tu boca. Pero pude hasta acá,

te brindé el destete más respetuoso que me salió, duró seis meses, sostenidos
por papá que siempre está ahí para nosotros. Mezclo todos los tiempos
verbales porque así es un poco nuestra vida desde tu diagnóstico de
discapacidad, a veces suspendida en el tiempo, otras veces mirando al
pasado, muchas otras preocupados por el futuro... Y casi nunca pudiendo
disfrutar del todo el presente. Espero no haberte hecho mal... Deseo hacerte
siempre bien. (María Fernanda, mamá de Fidel).
* * *
Sea como sea —y sea cuando sea— el destete, el recuerdo de ese tiempo compartido
perdura para siempre de diferentes formas (conscientes e inconscientes). Como suele
decirse, cada gota de leche materna es un regalo. Es muy común escuchar que un niño
siguió buscando el contacto con las tetas aun algunos años después del destete. Y es
algo esperable (a nuestro parecer, también hermoso), más allá del horror que pueda
producir esta idea en la porción más pacata de nuestra sociedad.
La agitación por amamantamiento
Cuando hablamos de temas ligados al destete, es esencial saber que existe la
“agitación por amamantamiento”, que es una situación en particular durante la cual la
mujer se siente sumamente incómoda al dar la teta. Pero cuando se trata de una
agitación, esta incomodidad es solo transitoria y no necesariamente implica un
destete.
La “agitación por amamantamiento” es un sentimiento muy fuerte de rechazo
hacia el niño y aparece de repente durante la lactancia. Estamos en casa, como
siempre, de pronto nuestra hija de dos años se acerca al grito de “teta” y cada fibra de
nuestro cuerpo se crispa. ¡No queremos saber nada! A veces, incluso, podemos sentir
malestar emocional o físico, angustia, ansiedad, irritación o dolor en los pezones, mal
humor e irritabilidad, sentimientos similares a la claustrofobia o repulsión. Algunas
mujeres han contado que dieron la teta llorando. Es una situación realmente
angustiante, en la cual la madre siente sensaciones displacenteras y la necesidad de
apartar al niño de la teta.
¿Cuándo puede aparecer la agitación? En general, hay mayores probabilidades

cuando estamos menstruando, cuando amamantamos durante un embarazo, cuando se
trata de una lactancia en tándem (dos o más niños de la misma edad, o de distintas
edades), cuando hay falta de apoyo del entorno o cuando llevamos dando la teta un
tiempo extenso (dos años o más). A veces la sensación de “estar todo el día
amamantando” es como un déjà vu de los primeros días y puede hacernos sentir
abrumadas.
Como vemos, es un momento muy particular en la vida de una mujer que
amamanta y, por obvias razones, es bastante usual que la agitación se confunda con
la necesidad imperiosa de destetar. Sin embargo, no siempre son sinónimos.
Conocemos numerosos testimonios de madres que han atravesado esta situación
gracias a su deseo de continuar con la lactancia. Sabemos que este momento tan
particular y desagradable suele vivirse con mucha culpa y angustia, pero la buena
noticia es que es pasajero. En la mayoría de los casos, esta situación ocurre
durante un momento puntual y durante un período de tiempo corto, y luego
pasa. Por eso es fundamental tratar de pensar si realmente deseamos destetar o si
estamos pasando por este proceso, porque podríamos llevar a cabo un destete del cual
luego nos arrepintamos.
Si una madre está sufriendo este sentimiento de rechazo, en primer lugar, hay que
acompañarla y alejarla de la culpa. No es algo que se pueda evitar ni controlar, y le
ocurre a muchas madres. Lo primordial es pensar cuál es el deseo que prima. Si esta
mujer no está segura de destetar, hay algunos recursos que pueden ayudarla a seguir
con la lactancia y atravesar la agitación, por ejemplo: limitar y/o acortar las tomas, dar
teta escuchando música o en un ambiente que invite al relax, pedir ayuda a otras
personas con el cuidado del niño durante el día, hablar del tema con otras madres,
acudir a una puericultora, reducir o eliminar las tomas nocturnas, intentar descansar
más, hidratarse bien, evitar la “sintonización” (cuando pellizcan el otro pezón
mientras maman), practicar meditación, contarle al niño lo que está sucediendo.
La “sintonización” es una conducta muy frecuente entre los lactantes y tiene como
fin la estimulación de la producción de leche. Sin embargo, es común que duela o
incomode a las mujeres que amamantan a niños de dos, tres años o más. Si esto
sucede, es importante hablarlo con ellos y establecer condiciones de posibilidad.
Lactancia materna y caries
Existe la creencia de que la lactancia materna “prolongada” está relacionada con el
desarrollo de caries. Este es uno de los muchos motivos por los cuales un profesional
podría indicar un destete nocturno, por ejemplo. Seguramente influidos por las

famosas “caries del biberón” (tema que retomaremos unos párrafos más adelante), la
indicación de algunas personas suele ser “cepillar los dientes por la noche y no volver
a dar teta”, creyendo que la presencia de leche materna dentro de la boca durante
la noche ocasionará la proliferación de caries dentales. Sin embargo, hoy el
consenso más actual indica que no existe evidencia científica de peso para
demostrar esta relación.
La Asociación Española de Pediatría lo explica de la siguiente manera: durante la
toma, el pezón se sitúa al final de la boca del lactante, en el límite entre el paladar
duro y el paladar blando, por lo que no toca los dientes. En el mismo acto en que el
pezón se exprime, la leche es ingerida. Por otro lado, durante la succión “no nutritiva”
(cuando tienen la teta en la boca, pero sin succionarla o con una succión muy leve), si
el pezón no es ordeñado, no sale leche de forma continua. Incluso cuando ese niño o
niña duerme con el pezón en la boca toda la noche, la leche no sigue saliendo. Cosa
que sí ocurre con la mamadera. De hecho, hoy podemos afirmar lo contrario: que la
ausencia de lactancia materna aumenta los riesgos sobre la salud bucodental.
Difundir información errónea tiene sus consecuencias. Para prevenir caries
debemos propiciar una buena higiene dental, reducir al mínimo posible el consumo de
azúcares (volveremos sobre esto en el capítulo de alimentación), evitar besar en la
boca a los niños o soplar su comida, e intentar no compartir tenedores y otros
elementos, especialmente si tenemos caries activas. “Afirmar que la lactancia materna
prolongada produce caries, sin una base científica concluyente, desprestigia los
beneficios de la lactancia, culpabiliza a las madres que eligen seguir amamantando
más allá de los dos años y disuade a otras de continuar haciéndolo, mal asesoradas por
los propios profesionales o presionadas por una razón que carece de justificación,
dejando así de disfrutar de todos los beneficios que tiene la lactancia prolongada”,
indica la Asociación Española de Pediatría.
Chupete y mamadera
Un apartado propio merecen el chupete y la mamadera, dos recursos que muchas
veces comparten funciones con la teta y que también, en algún momento, pasan por un
proceso similar al destete. A veces este proceso es gradual y fluye, sin problemas.
Pasamos de la mamadera al vasito con pico blando, al vasito con pico duro, al vaso
“involcable” o al vaso común y corriente. ¡Y todos felices! O de a poco el niño va
dejando de pedir chupete. Pero no siempre es así. En otros casos, el despegarse de
estos objetos cuesta mucho, porque se conformaron como objetos de apego o
transicionales y ayudaron a ese pequeño durante un largo tiempo a calmarse en

ciertas situaciones de estrés (en inglés, chupete se dice pacifier, que significa
literalmente “pacificador”: aquello que promueve o establece la paz). Por eso mismo,
nunca deberían ser retirados abruptamente y sin explicaciones. El famoso “el chupete
se perdió” no es la mejor opción.
Pensemos que introducir estos objetos es una decisión adulta, no una elección del
niño o de la niña. Por lo tanto, debemos ser cuidadosos acerca del destino que
sufrirán. Cuando pensamos en encarar un proceso para retirarlos, debemos hacerlo
con cautela, respeto y paciencia. Si el chupete es un objeto significativo y con efecto
calmante en un deambulador, es de suponer que lo pida ante momentos difíciles,
como “abandonarse” al sueño, comenzar el jardín de infantes, enfrentarse al
nacimiento de un nuevo integrante en la familia, etc. Negarle este recurso “porque es
grande” o porque de esa manera “no se hace independiente” realmente no tiene
fundamento alguno. Al contrario, si lo pensamos de esta manera, prohibirle el acceso
a aquello que lo calma es sumamente cruel y adultocéntrico. Sabemos que es
frecuente que tengamos que lidiar con esta visión errónea y desactualizada en algunas
instituciones educativas, por ejemplo. En estos casos será importante que podamos
encontrar el espacio para poder conversar con las autoridades del establecimiento,
pactar acuerdos y lograr una adaptación lo más amable posible para toda la familia.
¿Pero hay una edad a partir de la cual sí es importante abandonar el uso de
mamadera y chupete? No hay una respuesta única a esta pregunta, porque las
decisiones de crianza son personales, pero podemos decir que los profesionales
especializados en odontopediatría, fonoaudiología y otras disciplinas relacionadas con
la anatomía de la región bucofacial aportan hoy evidencia de peso desde la cual
sostienen que el uso prolongado de chupete y mamadera (especialmente chupete,
dado que su uso suele ser durante muchas más horas al día) tiene efectos
contraproducentes. Por ejemplo, se incrementan las maloclusiones (dientes mal
alineados), las mordidas “abiertas” y las alteraciones estructurales de los maxilares,
entre otros problemas. Esto puede tener repercusiones a nivel odontológico, pero
también a nivel fonoaudiológico: deglución, pronunciación, etc.
Por “uso prolongado” se entiende, por un lado, al uso después de los dos años. Por
otro, el “uso intensivo” (muchas horas al día). Esto no quiere decir que a los dos
años debamos salir corriendo a tirar todos los chupetes y mamaderas que hay en
casa. De hecho, algunos profesionales indican que debe verse cada caso en forma
particular, dado que en la mayoría de las situaciones, no ocurren deformaciones hasta
pasados los tres o cuatro años.
Sin embargo, en los que respecta al uso de la mamadera, sí hay evidencia que
demuestra que puede producir “caries del biberón” a partir de la aparición de los
primeros dientes. Las caries de biberón se originan por la exposición frecuente de los
dientes a líquidos que contienen azúcares. Por este motivo, los odontopediatras
aconsejan ofrecer solo leche (ninguna otra bebida en este recipiente) e ir suspendiendo
su uso por las noches (con el fin de evitar que el niño se quede dormido con la
mamadera en su boca). Si esto ocurre, lo ideal es limpiar sus dientes antes de

acostarlo. Como siempre, las decisiones deberían ser responsables y en sintonía con
los momentos del desarrollo emocional de los niños. ¿Cuánto tiempo real utiliza
nuestro hijo o hija ese objeto? Si son muchas horas, podemos probar con una
reducción gradual, acompañando la construcción de otros recursos que suplan
esa necesidad y hablando con él o ella sobre la situación.
También podemos usar diferentes recursos lúdicos o contar un cuento, alentando a
que el niño o la niña desempeñe un rol activo en el proceso de dejarlos, siempre con la
idea clave que nos guía: saber que son objetos especiales, que tienen un significado
importante para ellos y que no podrán ser abandonados con tanta facilidad. Si lo
planeamos con tiempo, podemos empezar con ese proceso antes y hacerlo todavía más
paulatino. Pero recordemos que hasta los dos años son lactantes y la necesidad de
succión (“nutritiva” y “no nutritiva”) suele ser todavía muy fuerte.
La lactancia, el destete y las diversas cuestiones que se entrelazan con estos
procesos son temas fundamentales en la crianza. Temas profundamente humanos,
personales e íntimos; a la vez que sociales, públicos y colectivos, debido al alcance de
su impacto y sus implicancias a nivel comunitario. Tratarlos con el debido respeto,
apoyándonos en información actualizada (y libre de prejuicios) y escuchando nuestras
necesidades y deseos debiera ser nuestra meta siempre.
SÍNTESIS DEL CAPÍTULO
• Lactancia materna después del año
El principal inconveniente que enfrentan las madres que amamantan a niños y
niñas después del primer año de vida son los prejuicios y la desinformación de
otras personas adultas. Además, es usual escuchar que un deambulador “toma
teta como recién nacido”. Esto es esperable porque se trata de un momento de
cambios y la teta es el recurso que conocen para lograr regulación y calma.
Mucho después del primer año, la leche materna continúa proporcionando
nutrientes fundamentales y otras ventajas. Desde el punto de vista nutricional,
niños y niñas son lactantes hasta los dos años, pero el hecho de que cumplan
los dos no es un motivo de destete.
• Huelgas de lactancia
En algunas ocasiones, un niño comienza a rechazar la teta. A veces, el origen
de este comportamiento es orgánico, otras veces es emocional. En muchas
ocasiones, esta reacción es solo un stand by y no un destete obligado. Hay

recursos que podemos usar para pasar la huelga del mejor modo posible.
• ¿Cuándo y por qué destetar?
El destete, como tantas otras cuestiones propias de la crianza, es una decisión
sumamente personal, que debería ser tomada con autonomía, información y
consciencia. Cuando la lactancia se torna algo displacentero para alguna de las
dos partes, es necesario pensar en un destete.
• El destete respetuoso
Nunca el destete debe ser abrupto, sino un proceso gradual en el cual hablamos
con el niño o la niña, ordenamos las tomas, pautamos momentos, hacemos
acuerdos, ofrecemos reemplazos o distracciones. Si es unilateral, es muy
probable que no sea sin conflicto. Es más sencillo de encarar hacia los tres años
que más cerca de los dos.
• La agitación por amamantamiento
Se trata de un conjunto de sentimientos de rechazo que aparecen de repente en
la madre lactante hacia su hijo o hija. Es una situación realmente angustiante,
pero pasajera. Existen recursos para transitar este proceso sin destetar, si no es
nuestro deseo hacerlo.
• Lactancia materna y caries
Existe la creencia de que la lactancia materna “prolongada” está relacionada
con el desarrollo de caries. Sin embargo, hoy el consenso más actual indica que
no existe evidencia científica de peso para demostrar esta relación.
• Chupete y mamadera
Se trata de objetos especiales que suelen cumplir funciones asociadas a la
calma. Cuando pensamos en encarar un proceso para retirarlos, debemos
hacerlo gradualmente, con cautela, respeto y paciencia.

Capítulo
9
Alimentación
“Comía de todo y ahora solo quiere fideos”

La alimentación durante esta etapa
La relación con la comida nos acompaña a lo largo de toda la vida y, como tantas
otras cosas, también tiene ciclos. Pensemos una situación hipotética: en nuestro barrio
se inaugura un nuevo restaurante de cocina del sudeste asiático. ¿Quiénes serían los
primeros en ir a probar estos platos exóticos llenos de especias picantes? ¿Sería un
lugar que elija una niña de tres años o un hombre de ochenta? Probablemente, sus
clientes principales tendrían entre treinta y cincuenta años, porque es esa la franja
etaria en la cual la mayoría de las personas solemos innovar, probar cosas nuevas y
salir de la rutina (aunque habrá excepciones, por supuesto).
La franja de edad que abarca entre el año y los cuatro años tiene
características muy propias en lo que a comida refiere. Las familias en nuestros
talleres expresan sus preocupaciones con frases como: “Comía de todo y ahora solo
quiere fideos”, “La única fruta que acepta es la banana”, “La comida no le interesa”,
“No come nada”, “Se queda sentada dos minutos y ya se quiere bajar de la silla”, y
una lista sábana más o menos similar. Si todas las familias nos dicen cosas parecidas,
por algo será, ¿no les parece? Ya vimos que esta es una etapa marcada por la sed de
autonomía, autoafirmación, exploración y movimiento. Y, por supuesto, todo lo
relacionado con la alimentación se ve afectado por las necesidades de deambuladores
y deambuladoras.
Como comentamos en capítulos anteriores, muchos de los “problemas de crianza”
son, en realidad, una colisión entre nuestras expectativas adultas (casi siempre
inalcanzables e insensatas) y la realidad. Realidad representada por nuestro pequeño
deambulador que come menos de lo que esperamos, se mueve más de lo que alguna
vez imaginamos humanamente posible y sigue nuestras órdenes muchísimo menos de
lo que la sociedad considera que debería. Acompañar esta etapa en lo que a
alimentación respecta es una tarea ardua, frustrante y agotadora, pero que también —
creemos— puede ser divertida, ocurrente y placentera. Empecemos por entenderla un
poco más.
Pensemos en el inicio de la alimentación complementaria. El niño o la niña
debería empezar a comer alimentos sólidos cuando tenga las destrezas que le
permitan manejar y tragar los alimentos de forma segura. Como cualquier otro
hito del desarrollo, no todos los niños lo van a adquirir al mismo tiempo, aunque en
general estos cambios suelen ocurrir en torno al sexto mes (o en los meses
subsiguientes). Se considera que un bebé está preparado cuando: tiene ganas de comer
(presenta un interés activo por la comida), ya no posee reflejo de extrusión (la acción

de expulsar alimentos no líquidos con la lengua), es capaz de agarrar la comida con la
mano y llevarla a la boca, y se mantiene sentado con apoyo (trípode). El “trípode” es
el hito madurativo que se describe cuando el niño se mantiene sentado con las piernas
abiertas y las manitos en el medio, sobre el piso, sosteniendo su cuerpo, y sabemos
que en general —aunque no siempre— se logra entre los seis y los ocho meses.
Pero el “deseo de comer” no siempre llega tan claramente, ni en tiempo ni en
forma. Es variable según cada pequeño y es tarea de cada familia detectar cuál es ese
momento para no caer en desilusiones o frustraciones. Pero, eventualmente, ocurre y
la alimentación comienza. Pasan los meses, el primer año se acerca y aquí la clave es
arrancar esta etapa con las expectativas en el subsuelo, como decimos
generalmente en nuestros talleres. Porque alrededor del año, el chico empieza a
darse cuenta de que puede moverse y explorar el mundo (¡y esto es fantástico!),
pero entonces el foco de interés se corre. Ya no le interesa tanto lo que haya
sobre el plato. Ahora le atrae moverse, jugar, explorar, tirar todo al piso, buscar un
juguete, volver, ver cómo el perro se come un pedacito de milanesa aplastado y —con
mucha suerte— introducir algún trozo de comida en la boca antes de volver a
deambular otra vez.
Es muy usual que a partir de ese momento el interés por la comida decaiga y
aparezca el famoso “el nene no me come”. Esto ocurre porque hay una disminución
progresiva en la velocidad de crecimiento y eso se acompaña de una reducción de
las necesidades nutricionales. Como si esto fuera poco, a los dos años la cosa se
empieza a poner un poquito más complicada todavía. Si desde el año venía todo bien,
comía un poco de todo y se quedaba bastante sentado, es probable que hacia los dos
empiece a suceder que quiera moverse y jugar, y, además, que rechace alimentos que
antes comía. ¿Por qué pasa esto? Porque, en algún momento entre el año y los dos
años, aparece la selectividad.
La famosa (y temida) selectividad
De un día para otro, como si estuviera programado en sus genes, la mayoría de los
niños de alrededor de dos años comienzan a ponerse sumamente selectivos con la
comida. No quieren comer cosas de determinados colores o formas, aceptan poca
variedad, comienzan a ingerir menos cantidades, no aceptan algo que hasta ayer
comían sin problemas, etc.
Este suceso es muy común y tiene nombre propio: “neofobia”. La neofobia es una
etapa donde niños y niñas rechazan alimentos nuevos, que aceptaban encantados
días atrás. También aparece la aversión por alimentos de ciertos colores, como los

verdes y los rojos. Se convierten en auténticos anatomistas que logran diseccionar a la
perfección pedacitos de alimentos de colores en un mismo plato. Detectan con ojo
clínico minúsculos trocitos verdes dentro de un salteado de arroz con verduras, y (por
supuesto) terminan comiendo el arroz y dejando las verduras de lado.
Pero esto no es un capricho ni una “maña”. Esto responde, increíblemente, a una
programación evolutiva que nos previene de posibles intoxicaciones. Nuestros
antepasados no podían siquiera acercarse a alimentos de color llamativo para
preservarse ante el peligro de que ese alimento fuera tóxico. Entonces, todo lo que
tiene colores fuertes es probable que sea rechazado. ¿Recuerdan el ejemplo de los
sapos? Cuanto más fuertes son sus colores, más venenosos son. Bueno, con los
alimentos pasa lo mismo. Se activan mecanismos de supervivencia justo en esta
etapa, mecanismos que los deambuladores no pueden controlar ni elegir. Por esta
razón, no solo no es necesario luchar contra ellos, sino que será absolutamente
infructuoso. Como solemos decir: hay que elegir las batallas.
Pero la selectividad no se explica solamente por la neofobia. Los chicos a esta
edad son muy motrices. Es muy poco usual que quieran sentarse a comer durante
mucho tiempo. Y la explicación a esto es sencilla: son deambuladores, sus tareas
principales son moverse y jugar. Moverse quiere decir recorrer la casa, abrir
puertas, meterse en recovecos, poner cosas adentro de otras cosas, saltar, tirarse en el
sillón, llevar juguetes de un lado a otro, desparramar todos los tuppers, hacer torres
con todo, probar, experimentar, tocar, esconderse.
Lo que menos quieren es estar sentados (y atados) en una silla y, muchísimo
menos, ser obligados a comer y “a no levantarse hasta no terminar el plato”. Entonces,
para lograr su objetivo, necesitan “seleccionar” aquellos alimentos que brinden
saciedad rápida y les permitan ir a jugar lo antes posible. Además, no nos
olvidemos de que el estómago de niños y niñas es muy pequeño, entonces tienen que
llenarlo de la manera más efectiva posible, es decir, con los alimentos más ricos en
calorías. Estos alimentos, casualmente, son los hidratos de carbono. Aquellos que se
metabolizan rapidísimo y se asimilan como energía inmediata. Una ecuación perfecta
para un deambulador: me lleno la pancita rapidito y me voy a correr por ahí.
En esta etapa no tienen tiempo disponible para quedarse sentados y comer “agua”.
Las verduras, además de tener grandes cantidades de nutrientes, tienen mucho
contenido de agua y pocas calorías. Eso no los llena tan rápido. Si nos ponemos a
pensar en qué frutas aceptan mejor los niños en general, ¿cuál diríamos? La banana,
claro. ¿Y por qué prefieren la banana más que la mandarina? ¡Porque la banana tiene
80 calorías y la mandarina solamente 40! Y esto lo hacen sin saber de calorías, ni de
vitaminas, ni de tablas nutricionales. Las personas adultas no tenemos ese problema.
Nuestro estómago es mucho más grande y podemos tomar toda el agua que queramos
y comer la cena incluso con postre sin problemas. Pero ellos y ellas, en esta etapa, no
tienen tiempo de comer tanta comida “bajas calorías”.
¿Pero no era que las frutas tienen muchas vitaminas? ¡Claro! Tienen vitamina A,
vitamina C, un alfabeto entero de vitaminas, pero carecen de proteínas y de grasas. Es

por eso que durante esta etapa no siempre los niños aceptan este tipo de alimentos. Es
que no les conviene: necesitan comer y llenarse rápido para irse corriendo a jugar.
FELIPE (TRES AÑOS) Y LAS VERDURAS
Felipe, de tres años, pasó más de un año sin querer probar ningún tipo de
vegetal. Meses de sugerencias, recetas nuevas, charlas sobre salud, pruebas e
intentos fallidos. Después de mucho trabajo, finalmente, su familia logró que
acepte la zanahoria (¡alabada sea la zanahoria!). Ahora sus platos tenían un
poco más de color. Pero la alegría duró poco, unos días después, Feli vio la
película Frozen… y nunca más quiso comerla.
* * *
Ya sabemos lo que van a decirnos: “¡Pero si mi hijo hasta el año comía de todo y se
quedaba un buen rato sentado comiendo divino!”. Claro que sí. Eso fue así hasta hace
un tiempo. Ahora se enfrenta a este nuevo cambio en su desarrollo y una fuerza se
apodera de él o ella. Pero hay una clave en todo esto que nos trae algo de tranquilidad
(¡menos mal!). Por suerte, así como llegó esta etapa —y pareciera que nuestro niño ha
cambiado por completo—, como dice la famosa frase: “Esto también pasará”. La
mayoría, una vez habiendo superado esta fase, probablemente volverá a comer
incluso tan “bien” como lo hizo hasta el año.
Por eso es que insistimos en que al iniciar la alimentación complementaria
tratemos de ofrecer una gran variedad de alimentos y de la manera más respetuosa
posible. Incorporar alimentos nuevos en menores de un año es relativamente fácil.
Incorporarlos a partir del año ya no lo será tanto. Una de las grandes oportunidades
para lograr un éxito a futuro con relación a la variedad de alimentos está en el
inicio de la alimentación complementaria. Entendiendo esto podemos comprender
el porqué queda obsoleto el sistema que utilizaba instrucciones rígidas (“calabaza en
el almuerzo durante tres días seguidos antes de incorporar batata”) o esperar a cierto
mes para habilitar el consumo del tomate, o del pescado, o de los cítricos, o del huevo.
Hoy sabemos que no hay alimentos mejores que otros para empezar, aunque se
recomienda ofrecerlos uno a uno, evitando la sal, el azúcar y los edulcorantes, y
priorizando aquellos ricos en hierro y zinc. Si cumpliéramos con el viejo sistema,
no nos alcanzaría el tiempo para incorporar tantos alimentos antes del año.
Se suele decir como un mantra que si damos el ejemplo y la comida variada está
sobre la mesa, todos los días el niño comerá todo lo que ofrezcamos, sin restricciones.
Creemos que esto es un mito más. Si bien es cierto y deseable que en casa haya
variedad de alimentos (saludables) al alcance de los pequeños, la realidad es que

muchas veces la selectividad durante esta etapa ocurre aun en los mejores
contextos. Las familias nos dicen, con preocupación: “No come frutas ni verduras,
aun cuando en casa las comemos todos los días y se las ofrecemos sin obligarlo, ¿qué
hacemos?”. Simplemente seguir ofertando, porque es probable que, una vez pasada la
etapa, sientan la inquietud de volver a probar esos alimentos, sobre todo si en ese
hogar los integrantes de la familia los consumen.
En algunos casos aislados hay cuestiones sensoriales que no son patologías, sino
una dificultad del sistema nervioso para procesar e integrar los diferentes estímulos, y
que pueden ser evaluadas por un terapista ocupacional, por ejemplo. Sin embargo, la
mayoría de las veces, estas cuestiones son simplemente madurativas.
Otro tema importante que mencionamos brevemente en el capítulo anterior es la
relación entre lactancia y alimentos. Un mito muy común que sigue apareciendo
(muchas veces enunciado por profesionales de la salud) es: “Sacale la teta para que
coma más”. Hoy podemos decir que esta frase carece totalmente de validez. Es
más, si efectivamente lo hiciéramos, tendríamos dos problemas: el niño va a seguir sin
aceptar los alimentos que rechazaba (porque, claro, su selectividad no tiene nada que
ver con la lactancia materna) y, para colmo, no tendrá disponible una excelente fuente
nutricional que sí aceptaba con gusto. Como ya dijimos en el capítulo sobre lactancia,
la leche humana es un alimento maravilloso en todo momento.
Pero volvamos a las expectativas. Muchas familias creen que un niño de dos o tres
años debe comer un plato entero tamaño persona adulta o una porción inmensa que
está muy lejos de ser realista. El estómago de un niño de esta edad es muy pequeño
aún.
DANTE (CUATRO AÑOS) Y LA MERIENDA
Hay muchos chicos que algunos días solo comen dos fideos y una fruta.
Literalmente. O menos. Melina, mamá de Dante, Renata y Delfina, dice en
broma que sus hijos “hacían fotosíntesis como las plantas” para referirse al
hecho de que comían muy poquito durante esta etapa. Una vez, Dante, de
cuatro años, pasó cuatro días completos tomando solo la merienda. Otra vez
no quiso comer porque el plato “no se veía rico”, a pesar de que contenía
alimentos que comía habitualmente sin problema alguno.
* * *
Bajar nuestras expectativas es fundamental, porque intervenir innecesariamente en
esa autorregulación no es gratuito: los problemas alimenticios y la obesidad
tienen muchas veces esta raíz. Muchas personas que hoy somos adultas vaciamos el

plato tenga la cantidad de comida que tenga (¿nos preguntamos alguna vez por qué
nos cuesta tanto no hacerlo?). Pero es normal que niños y niñas en esta etapa dejen
dos tercios del plato servido. Hasta incluso ellos mismos pueden servirse el plato
pensando que comerán todo y finalmente solo comer la mitad. Y eso no lo hacen de
“mañosos” o de “irrespetuosos”, simplemente son niños que no han sabido calcular
bien cuánto iban a comer. Obligarlos a comer de más, sin duda, no es el camino hacia
una buena relación con los alimentos.
Hoy, en Argentina, el sobrepeso y la obesidad resultan ser las formas más
frecuentes de malnutrición, y las cifras aumentan sin parar. La encuesta del 2019
indica que el 67,9 % de las personas adultas tiene exceso de peso. Mientras que el
exceso de peso en niños menores de cinco años es del 13,6 %, el porcentaje en la
franja de cinco a diecisiete se eleva mucho: 41,1 %. La obesidad genera grandes
complicaciones para la salud: diabetes, hipertensión, problemas cardiovasculares,
apneas, problemas óseos y articulares, entre otros. Como si esto fuera poco, se tiende
a culpabilizar y estigmatizar a los niños con obesidad, haciéndoles sentir que es su
culpa. Esto no es así. Ninguno de los factores (genéticos, ambientales, metabólicos,
endocrinológicos) que determina la obesidad está bajo el control del niño.
Muchas veces el niño es víctima de un ambiente obesogénico por los hábitos
familiares, pero principalmente por la influencia de la industria alimentaria. ¿Quién
nos dice que debemos comer “de todo”? Los que venden de todo. Entendiendo que
“de todo” refiere a verduras, cereales y carnes, pero también a snacks, golosinas,
panificados industriales, etc. Esto no es verdad. El derecho de niños y niñas es
recibir alimentos reales y nutritivos, no productos comestibles repletos de
aditivos, azúcares, colorantes y otras sustancias nocivas para la salud.
A esta edad, los chicos tienen menos posibilidades a la hora de elegir a conciencia,
porque su cerebro aún está en desarrollo y las funciones que frenan los impulsos aún
están en proceso de construcción. Están más expuestos a caer en los trucos
publicitarios, por ejemplo. Y semanalmente, niños y niñas se encuentran ante una
multiplicidad de publicidades de alimentos no saludables (otra razón para elegir
contenidos audiovisuales sin anuncios).
Sus sentidos, además, son más “fáciles de engañar”. Los productos comestibles
industriales son una trampa: exaltan sus sentidos, interfieren en su capacidad para
autorregular el apetito y la saciedad, y son altamente adictivos. Caer en una
alimentación a base de productos ultraprocesados (preparados repletos de
azúcares, aceites, aditivos, conservantes, colorantes petroquímicos y otras
sustancias químicas innecesarias, adictivas y nocivas para la salud) en esta etapa
es “malacostumbrar” el paladar, fomentar que la selectividad persista en el
tiempo y comprometer su salud futura.
Si en un hogar hay oferta de alimentos saludables y de alta calidad nutricional, es
más que probable que los chicos, antes o después, acepten esta variedad. Esta es solo
una etapa pasajera. Se trata de las oscilaciones normales que tenemos los seres
humanos a lo largo de nuestras vidas.

La experiencia de comer
La comida es mucho más que comida. Es un momento de encuentro donde
intervienen costumbres familiares, sociales y culturales. En algunas casas se cena a
las ocho de la noche, en otras, a las diez. En algunos países asiáticos como China,
Corea o Japón es común que la gente haga ruido al tomar la sopa, algo que para
nuestra cultura sería de “mala educación”. Lo mismo ocurre con la tradición árabe de
eructar en señal de satisfacción al terminar una comida. Hay hogares donde se come
sin grandes protocolos, mientras que en otros hay una rutina casi inamovible.
La revista del New York Times publicó una nota llamada “Qué desayunan los niños
alrededor del mundo” donde se ilustran con hermosas fotos las diferencias en las
distintas partes del globo. En esta nota se puede ver que Saki, en Japón, desayuna
porotos fermentados, arroz y pepino; que Doga, de Estambul, elige huevo duro,
aceitunas, frutas frescas, tostadas y tomate; pero Emily, en Malawi, come mazamorra
(gachas) de maíz y buñuelos de maíz, cebolla, ajo y ajíes; mientras que Tiago, de
Brasil, prefiere leche chocolatada, cereales y budín de banana. Como reza el dicho
popular: “Cada casa es un mundo”.
Pero quisiéramos traer una idea: que, más allá de las tradiciones y costumbres
familiares, estos encuentros sean placenteros. La idea es poder entender a los más
pequeños y, en lo posible, acompañar aquello que están necesitando. No se trata de
empecinarnos en “se come todos sentados a la mesa, con cubiertos, y nadie se
levanta hasta que no quede un bocado en el plato”. Pedirle esto a un
deambulador es como pretender que lea y escriba. La flexibilidad es una
cualidad muy necesaria en la crianza.
Tenemos que entender cuál es la naturaleza de los chicos a esta edad y despojarnos
de falsas creencias, prejuicios, mitos e ideales autoritarios que están muy lejos de ser
saludables y beneficiosos. Siempre puede haber pautas para ordenar los momentos
compartidos y que él o ella sepa que el momento de la comida es importante y sucede
en familia. Pero si el niño lo que quiere es comer dos bocados y bajarse, caminar,
moverse, jugar, ¿por qué no permitirle que siga su interés? Ningún niño se muere de
hambre ni se va a desnutrir en un hogar donde hay comida.
Tampoco sirve perseguirlos por toda la casa, tenedor en mano, para que coman.
Habrá alimentos que acepten mejor que otros. Entonces, unos días podrán prepararles
legumbres, otro día fideos, otros días brócoli; y los niños irán comiendo cuando
quieran, lo que quieran. Eso está perfecto. De nada sirve perseguirlos, insistir, ni
amenazarlos. Si el momento de la comida se vuelve un momento de conflicto, de
negociación, de amenazas, de “comé un poco más”, se convierte en un momento de
tensión y eso no ayuda a que ese niño establezca un buen vínculo con la comida.
Es muy importante confiar en su propia regulación, que pueda reconocer las
sensaciones que le envía su cuerpo. Si dice que no tiene más hambre es importante

no forzarlo a que tenga que seguir comiendo por una percepción adulta que le es
ajena. Eso sería absolutamente perjudicial. Tampoco sobornarlo ni condicionarlo: “Si
no comés todo, no hay postre” o “Si no te comés todo, no podés levantarte”.
Confiemos en su cuerpo y en sus capacidades y dejemos que la autorregulación siga
su curso, así como lo hicimos cuando le ofrecimos la teta o fórmula a demanda.
Sabemos que es frustrante cocinar algo elaborado y que no quieran ni probarlo, o que
pidan un plato y después no les guste. Pero no tiene sentido enojarnos. Celebremos
cuando se animen a nuevos alimentos y restemos importancia a lo demás, cuantas
menos presiones y expectativas haya, mejor.
Los momentos ligados al comer suelen ser momentos de reunión familiar, y en
este sentido, siempre recomendamos que los más pequeños de la familia también sean
parte de ese ritual. Sabemos que en algunas casas, por cuestiones de tiempo y
logística, se suele elegir dar la comida primero a los niños y las niñas, para más tarde
comer entre personas adultas. Pero con pequeñas adaptaciones, seguramente sea
posible compartir la mesa entre todos los miembros. ¿Qué mejor lugar para
aprender sobre nuestra cultura, sobre los alimentos que elegimos (y por qué),
sobre los platos que heredamos de nuestros antepasados, sobre modales, sobre lo
que pasó durante el día y sobre reglas sociales que en la mesa familiar? Ahora,
teniendo en cuenta que compartimos la mesa con un deambulador, seguramente
debamos hacer ciertas concesiones. Volveremos sobre este tema al final del capítulo.
Recordemos nuevamente que la etapa de deambulación está marcada también por
la fuerte necesidad de autoafirmarse. Esto también quiere decir elegir, decir que no
(muchas veces), probar, aceptar o rechazar. Por eso es importante respetar sus
elecciones. Si ayer comió tomate pero hoy dice “no me guta”, quizás no significa
realmente que no le guste más, sino que es su forma de expresar rudimentariamente
que no tiene ganas de comer tomate en este momento. En otras ocasiones, el ejercicio
de la autoafirmación es aún más evidente.
* * *
Para lograr una experiencia agradable es fundamental que nos olvidemos de algunas
ideas tradicionales. No se trata de imponerse por encima de los niños y obligarlos a
comer. Tampoco de prohibir lo que no queremos que coman. Nunca jamás, por
ningún motivo, se debe obligar a un niño a comer. Vulnera sus derechos y es
totalmente contraproducente. Todo lo relacionado con premios y castigos que
vimos en el capítulo 5 aplica para la comida. La clave es ofrecerles alimentos
saludables, entender la etapa que están atravesando y saber que no va a durar toda la
vida.

FELIPE (TRES AÑOS) Y EL KIOSCO
En plena discusión frente al kiosco, Ileana le dijo a Felipe, de tres años y
medio: “Yo soy tu mamá y te estoy diciendo que no podés comer un alfajor
ahora”. A lo cual él respondió, muy suelto: “Yo soy tu hijo y digo que sí
puedo”. Este tipo de razonamientos tienen que ver con construir autonomía y
capacidad de decisión. No quiere decir que cedamos a todos sus pedidos, por
supuesto. Simplemente se trata de entender sus necesidades, sus deseos y
empatizar desde otro lugar.
Fomentando hábitos saludables
Algo que trabajamos mucho con las familias y también con profesionales que trabajan
relacionados a la primera infancia es promover prácticas saludables desde el inicio,
con nuestro ejemplo. Convengamos que es muy raro que un niño acepte comer brócoli
si en su entorno nadie jamás lo come o si escucha constantemente que es feo. Algo
que sugerimos en esta etapa es hablar sobre la salud.
Se habrán dado cuenta de que, pasados los dos años, los niños y las niñas, de a
poco, empiezan a comprender un poco más las explicaciones algo más complejas. Ya
lo hablamos en el capítulo de sueño, cuando vimos que por esa misma razón también
aparecen los miedos y las pesadillas. Esto sucede porque empiezan a hacer muchas
más asociaciones, enlaces y fantasías, lo cual se logra gracias a la maduración del
sistema nervioso y al desarrollo emocional. Entonces, de a poco, van siendo capaces
de comprender cómo funciona el cuerpo humano y comienzan a hacer preguntas. El
interés en estos procesos es enorme, así que podemos aprovechar y charlar de un
montón de temas y su relación con la alimentación. ¿Hacia dónde van los alimentos
cuando tragamos? ¿Qué es la caca? ¿Qué son los músculos? ¿Para qué sirve la sangre?
¿De dónde sacamos energías y fuerzas?
Cuanto más grandes sean, más interés vamos a encontrar en estas temáticas (y más
risa darán las cuestiones escatológicas relacionadas, por supuesto). Para ellos, todo
esto es una novedad. Mientras conversamos y explicamos podemos usar recursos
como, por ejemplo, libros, revistas, láminas o imágenes, imanes y juguetes
específicos, frutas y verduras de fieltro, ollas, cucharas, canastos y carritos de
compras. Recuerden que la mejor forma de enseñarles a nuestros hijos aquello
que queremos que asimilen es mediante el juego, el placer y la diversión
compartida. A esto nos referimos cuando decimos que no sirve de nada sermonear ni

caer en explicaciones eternas sobre las propiedades nutricionales de la calabaza
Cucurbita maxima cultivada en los huertos orgánicos de la provincia de Catamarca. Si
insistimos de manera excesiva en los nutrientes de ciertos alimentos y presionamos
para que los acepten, el efecto puede ser el contrario: que los terminen rechazando aún
más.
Es ineludible, si hablamos de alimentación saludable, saber que estamos en un
momento histórico crítico. Los chicos comen kilos de azúcar por año, en cantidades
inmensamente mayores al límite máximo estipulado por la Organización Mundial de
la Salud. No solo la consumen al endulzar una bebida: el azúcar viene disfrazada bajo
los nombres más extraños y escondida dentro de otros “alimentos”. La última
Encuesta Nacional de Nutrición y Salud (2019) confirmó que al comparar poblaciones
según la edad, son los niños, niñas y adolescentes los que comen de manera menos
saludable: consumen un 40 % más de bebidas azucaradas, el doble de productos
de pastelería o productos de copetín (snacks industriales) y el triple de golosinas
respecto de los adultos. Eso ocurre porque la industria alimentaria plaga los medios
masivos de difusión con publicidad, y las góndolas y heladeras del supermercado con
comestibles que no son comida, dañan la salud, engañan los sentidos y venden la idea
de que chicos y chicas necesitan comer cosas diferentes al resto de su familia.
Y no. No existe la “comida de niños”. Durante siglos, todas las personas hemos
compartido los mismos alimentos sin distinción, desde el bebé de pocos meses hasta
el más anciano de la familia. Pero en la actualidad, desde el marketing de la industria,
estos paquetes coloridos “especialmente pensados para los más pequeños” se
conjugan con estrategias pensadas para seducir a las personas adultas (que son quienes
pagan, en definitiva): una promesa de vitaminas y otros aditamentos que nos aseguran
“grandes beneficios nutricionales”. Al final, desde muy temprana edad, ellos y ellas
terminan pidiéndonos marcas, y no comida.
En 2014, la Organización Panamericana de la Salud publicó documentos alertando
a los gobiernos latinoamericanos sobre las terribles consecuencias a nivel salud,
medioambiente y cultura que estaba generando el reemplazo de comida real por
productos industriales ultraprocesados. Estas consecuencias están a la vista: se
multiplican las enfermedades crónicas no transmisibles como la diabetes tipo 2, los
daños cardiovasculares, algunos tipos de cánceres y las enfermedades respiratorias
crónicas, entre otras. Hay obesidad infantil, así como también hay niños y niñas
delgados pero malnutridos. Entre los factores de riesgo para estas enfermedades, la
obesidad suscita especial preocupación, dado que puede anular muchos de los
beneficios sanitarios que contribuyen a mejorar la esperanza de vida.
Según la Organización Mundial de la Salud, es posible estimar que cada año
fallecen más de tres millones de personas adultas en el mundo como consecuencia del
exceso de peso y la obesidad. Según datos de 2010 de la Base de Datos Global sobre
Crecimiento Infantil y Malnutrición de la OMS, Argentina presenta el mayor
porcentaje de obesidad infantil en niños y niñas menores de cinco años en la
región de América Latina.

Traemos algunos números más que nos permiten seguir entendiendo nuestra
realidad. Argentina, México y Chile muestran las ventas anuales de productos
ultraprocesados per cápita más altas de la región: ciento noventa y cuatro kilos para
Argentina, ciento sesenta y cuatro para México y ciento veinticinco para Chile.
Argentina lidera el consumo de bebidas gaseosas con ciento treinta y un litros per
cápita anuales. Además, nuestro país está entre los cinco países con mayor consumo
de azúcar agregada del mundo entero, con alrededor de ciento cincuenta gramos al
día, consumo que triplica lo recomendado por la OMS (que son cincuenta gramos al
día). Argentina duplicó el consumo de gaseosas y jugos en polvo en los últimos veinte
años (pasando de medio a un vaso de gaseosa por día por habitante). El consumo de
frutas disminuyó un 41 % y el de hortalizas un 21 % en el mismo período. Este
cambio en los hábitos alimentarios está directamente relacionado con el aumento de
las enfermedades crónicas no transmisibles de las cuales hablábamos arriba y afecta
profundamente nuestra cultura gastronómica, nuestra forma de entender la
alimentación y nuestras múltiples tradiciones.
Por todas estas cuestiones es importante ofrecer opciones saludables y alimentos
reales, y no caer en trampas como “solo come galletitas” (o postrecitos, o yogures, o
leche, etc.). Sabemos que es muy frecuente que cuando una familia se encuentra frente
a un deambulador que “no comió la comida”, le ofrezca una alternativa cualquiera con
tal de que “coma algo”. Pero es nuestra responsabilidad como personas adultas en
el rol de cuidado ofrecer alimentos de buena calidad (y agua potable), aun en la
poca variedad que ese niño acepte. Hoy tenemos amplios conocimientos en
nutrición y sabemos que los alimentos procesados y llenos de azúcar refinada no son
los ideales para nadie, y menos para una pequeña persona que está creciendo.
No nos quedemos con la tradición de “si es desayuno, hay que ofrecer un
panificado con una infusión”. ¿Le gusta el huevo? ¡Qué desayune un huevo duro! ¿No
quiere la “comida” pero acepta una fruta? ¡Celebremos! Y si no tiene hambre en ese
momento, pero le da hambre más tarde, tampoco es cuestión de decirle: “Vas a comer
lo que no comiste en el almuerzo”. Podemos ofrecerlo, sí, pero si no lo acepta,
podemos poner a su alcance otro tipo de oferta, siempre dentro de un espectro
saludable. Si le gustan las croquetas, podemos probar hacerlas de distintas verduras y
siempre tener unas cuantas en el freezer. Si come fruta fresca, ¿por qué no convertirla
en una merienda? El hecho de que hoy no coman verduras no quiere decir que nunca
lo vayan a hacer. Es una mala idea decir: “No le gusta la espinaca” y no servirla
nunca más. Es una edad donde los chicos no quieren probar cosas nuevas, pero
eso no quiere decir que no las vayan a probar nunca. Se calcula que un niño o
una niña necesita encontrarse con un alimento más de veinte veces hasta
aceptarlo (o, al menos, animarse a probarlo).
También es importante desterrar la idea de que ciertas categorías de productos
ultraprocesados son saludables, como los “cereales” para niños, los postres
industriales o las bebidas lácteas edulcoradas. Todos estos artículos son golosinas y
deberían consumirse como excepción, y no a diario. Si es posible evitarlos y que no se

conviertan en un habitante más en casa, mejor. Sobre todo durante los primeros años,
cuando la selectividad nos puede jugar una mala pasada. Ofrezcamos siempre
alimentos reales y no productos comestibles que comprometan la salud.
Tener hijos es una excelente oportunidad para empezar a comer todos mejor:
informarnos sobre alimentación, probar nuevos ingredientes, cocinar juntos y
abandonar viejos hábitos. Proponemos abrir las alacenas de nuestras casas y tomar
consciencia de la cantidad de alimentos ultraprocesados que nos invaden. También
desterrar las bebidas azucaradas y las gaseosas: para hidratarnos solo necesitamos
agua.
Como dijo el nutricionista español Julio Basulto en una de sus conferencias, hace
veinte años los almacenes tenían como mucho mil productos para ofrecernos. Hoy día,
en los supermercados, existen más de cuarenta mil opciones. Al aumentar de esa
manera la oferta, caemos en la tentación de consumir alimentos poco nutritivos e
invadidos de conservantes y aditivos, que provocan adicción y nos obligan a seguir
comiendo más y más. Amiguémonos con las dietéticas. Recurramos más a los
alimentos naturales y vírgenes de procesos como las legumbres y los cereales.
Elijamos frutas y verduras de estación (si es posible, de plantaciones agroecológicas).
Prioricemos el comercio justo y autóctono. No necesariamente cambiar el tipo de
alimentación requiere más tiempo y dinero. Simplemente es una cuestión de
organización pero, por sobre todo, de concientización y ganas de vivir mejor.
* * *
Una cuestión importante a mencionar que puede estar ligada a la alimentación (y
muchas veces no es tenida en cuenta) es el uso de la tecnología. Hoy sabemos que a
más horas totales de pantallas, mayor es el riesgo de sobrepeso y obesidad infantil.
Este riesgo se ocasiona por diversos motivos. Por un lado, usar pantallas promueve el
sedentarismo, lo cual es contrario a las necesidades de movimiento de esta etapa. Por
otro lado, niños y niñas pueden quedar expuestos a la publicidad de productos
comestibles industriales y ver influenciada su capacidad de decisión. Pero, además,
cuando se come viendo pantallas, la ingesta total aumenta porque los procesos de
autorregulación se ven interferidos. El contenido audiovisual captura su atención
y la sensación de saciedad pasa desapercibida. A esto sumamos el hecho de que la
comida se convierte en un acto mecánico: sin contexto, sin interacción humana, sin
verdadero disfrute. Ser conscientes de esto nos ayuda a tomar mejores decisiones en la
vida cotidiana. Volveremos sobre el tema pantallas en el capítulo 10.
Un párrafo aparte merecen los lácteos. De un tiempo a esta parte sabemos que los
productos lácteos son solo un alimento más y no el pilar alimentario que hasta hace
no tanto se creía. Incluso, muchas sociedades científicas se cuestionan su relación con
ciertos problemas que afectan la salud, en especial si hablamos de lácteos industriales.

En 2013, la Escuela de Salud Pública de Harvard reemplazó la ilustración del vaso de
leche por un vaso de agua en su guía de alimentación saludable (aclarando que el
consumo de leche debía limitarse) y fue un suceso a nivel mundial. Los profesionales
de la nutrición y los investigadores que realizaron esta guía dijeron basarse puramente
en un concepto de nutrición sana, libre de presiones políticas y conflictos de interés
con la industria.
LUCHI (SEIS AÑOS) Y LA SELECTIVIDAD
Luchi, de seis años, era extremadamente selectivo. Por eso mismo, su papá y
su mamá aprovechaban cualquier oportunidad para hablar sobre por qué es
importante alimentarse bien. Un día, Luchi contó que de grande quería ser
ninja. Entonces, le respondieron, aprovechando el comentario, que los ninjas
comen saludablemente, y eligen muchas frutas y verduras para tener energía
y mucha fuerza. Después de todos los argumentos de por qué había que
comer saludable, su hermano menor, de tres años, le dijo muy canchero:
“Luchi, Rafael come pizza y es una tortuga ninja”… desarmando por
completo toda la estrategia.
Ahora bien, el calcio es necesario, por supuesto. Pero los huesos fuertes no
dependen solo de eso, sino de una alimentación saludable y variada, de un cuerpo
activo y de la exposición adecuada a la luz solar. Este nutriente se puede obtener de
muchos otros alimentos, no solo de los lácteos: acelga, lechuga, porotos, legumbres,
frutos secos, coliflor, garbanzos, semillas, pescados, higos y brócoli, entre otros. Si de
todos modos queremos sumar lácteos a la dieta de los más pequeños, la sugerencia es
buscar lácteos orgánicos (en las dietéticas se consiguen con facilidad) y, en lo posible,
sin azúcares agregados.
Algunas herramientas para transitar esta etapa
Hemos hablado de necesidad de movimiento, de selectividad, de salud, de tecnología.
La etapa de deambulación nos enfrenta diariamente a desafíos complejos. ¿Pero qué
se puede hacer? En este apartado les dejamos algunas ideas que han ido surgiendo en
nuestros talleres y espacios.
Si bien hay un montón de alimentos que rechazan, podemos tratar de detectar

cuáles son aquellos que nuestros pequeños sí aceptan como para, dentro de esa
gama de productos, poder realizar combinaciones saludables. Por ejemplo, si
“solo come fideos” pero acepta los fideos con salsa, entonces estamos salvados. Esa
salsa la podemos preparar con tomates frescos y todas las verduras que haya
disponibles; también con carnes, si las comemos.
Otra estrategia que sugerimos es comprar fideos de diversas legumbres y cereales.
Hoy en día existe cada vez más variedad de productos con estas características,
especialmente en dietéticas, ferias y mercados. Por ejemplo, harinas de cereales
variados o de legumbres, o fideos de poroto, batata, quinua o amaranto. Todos esos
alimentos son ricos en hidratos de carbono, el nutriente que les ofrece energía casi
inmediata y por eso es (muchas veces) su preferido. Conociendo de qué se trata esta
etapa, lo que resta por hacer para poder sobrevivir en armonía es encontrar estrategias
para acompañarlos hasta que la neofobia pase.
Probar diferentes formatos es otra posible solución. Las croquetas o buñuelos,
como mencionamos más arriba, y las milanesas, son formatos que suelen ser mejor
recibidos y que permiten al deambulador comer con la mano mientras se mueve, juega
y hace “cosas realmente importantes” (no como comer, que es tan aburrido). También
los dips, esas pastas de garbanzos, zanahoria y otras variadas alternativas que nos
ayudan a reemplazar los untables industriales y son fáciles de comer con un poco de
pan o un grisín, por ejemplo. Si no acepta frutas, podemos probar con fruta procesada
en forma de helado de palito o licuados. Como verán, esta es una etapa que pone a
prueba nuestra creatividad.
A los dos años, Fran no comía nada, vivía a pan y banana. Durante
semanas pedía pan todo el día y estábamos desesperados. Después de ir al
taller de “Los ¿terribles? dos años”, con su mamá tuvimos una idea y
empezamos a hornear pan en casa. Al menos para que fuera casero.
Funcionó. Primero hicimos con harina común, pero después empezamos a
variar y a usar otras harinas, y también a hacerlos saborizados, mixeando
los ingredientes para que no se vieran los pedacitos de morrón, zanahoria o
queso. Les decíamos “los pancitos de colores”. ¡Le encantaban! Gracias a
que incorporamos colores a través de estos panes, después empezó a
animarse a probar más cosas, y a los tres ya comía un poquito más de
variedad. Hoy tiene cuatro y come bastante “bien”. Para mí, la clave fue
entender que no era necesario obligarlo. Antes me enojaba un montón
porque en mi época la cosa era comer todo y sin chistar. (Marcelo, papá de
Francisco).

* * *
Otra herramienta que puede ser de gran ayuda a esta edad es que las diferentes
opciones de comida estén a su alcance. Un deambulador quiere hacer todo “solito”,
probar sus competencias, hacer uso de su nueva capacidad de elegir. Si queremos que
haga buenas elecciones, debemos dejar disponibles buenas opciones para elegir.
Por ejemplo: una canastita con frutas lavadas a su altura, un tupper con comida
en el estante bajo de la heladera, vasitos de agua listos para tomar. Dos cuestiones
importantes: el formato de esos alimentos (como dijimos en el párrafo anterior) y la
altura (que lleguen cómodamente a alcanzarlos, sin necesidad de ayuda). Esto va a
predisponer mucho mejor a un niño de esta edad. Cuando tenga hambre, sabrá dónde
encontrar comida.
Ir al mercado o a la verdulería y después cocinar juntos también puede ser
una gran idea. ¿De dónde viene lo que comemos? ¿Qué podemos preparar con estas
zanahorias? ¿Qué colores hay en la verdulería? ¿Qué fruta te gustaría para la tarde?
Como decíamos en el capítulo sobre autonomía, hacerlos parte de las tareas
domésticas es una oportunidad para enseñar, compartir y disfrutar. Pueden llevar un
carrito propio, elegir lo que les guste, ver, tocar y oler. Después pueden acompañarnos
en la cocina, cortar lo que sea blando, mezclar, sentir con sus manos las texturas.
Como ya mencionamos, las torres de aprendizaje son ideales para estas tareas.
Cocinar puede ser un juego. Porque si queremos que se interesen por los
alimentos, ¡tenemos que mostrarles lo lindo que puede ser cocinar y comer! No
siempre funciona: a veces gustan de jugar a cocinar, pero después no comen lo
que preparamos. No pasa nada. Cada día que pase estará lleno de nuevas
posibilidades. Se trata también de darles un lugar protagónico y un voto de confianza.
Habilitar estos espacios es como decirles: “Sos grande y podés, te doy un lugar a mi
lado porque confío en vos”. Crear una huerta juntos, aunque sea en una pequeña
maceta, es otra manera de acercarlos a los alimentos reales.
Es importante volver a repetir que no debemos forzar situaciones, ni obligar a
comer, ni manipular, ni perseguir a nadie con el tenedor por toda la casa. Pero sí
debemos proponer alimentos saludables y seguir brindando opciones sin quedarnos en
el “no le gusta más”. Depende de las personas adultas ofrecer una alimentación sana y
reducir el consumo de sal, azúcar e hidratos de carbono “rápidos” que no son nada
útiles, como las galletitas dulces industriales.
Lo que el niño coma va a depender de lo que pongamos en la mesa. Algunas
familias nos preguntan: “¿Cómo hago para que deje de comer tanto yogur?”. Y la
respuesta es simple: hay que dejar de comprarlo. Si hay cosas que no queremos que
nuestro hijo o hija coma, no tienen que estar en casa. Los chicos de esta edad ya
abren la heladera y son capaces de darse cuenta de qué alimentos hay disponibles en
casa. El ejemplo es clave: si no queremos que tome gaseosas, no tiene que haber
gaseosas a disposición. Que haya a la vista alimentos pero estén prohibidos es

propiciar un estallido. Anticipar también vale para esto.
Decíamos más arriba que el momento de comer debería ser placentero y
compartido. No es bueno que la comida se ligue a un momento de estrés. Sabemos
que es muy difícil que a esta edad se queden quietos. Entonces, es una buena idea
adaptar los espacios a sus necesidades y abandonar la idea de que el único modo de
comer para un niño pequeño sea en una silla. Una silla, además, peligrosamente alta,
que implica nula posibilidad de movimiento y requiere de correas que lo sujeten.
Visto así es hasta un poco cruel, ¿no les parece?
¿Cómo hacemos posible la comida en familia sin enloquecer en el intento?
Favoreciendo el libre movimiento para los deambuladores. Lo cual es casi mágico
y acaba con la mayoría de los problemas relacionados con la hora de la comida.
Algunos ejemplos: comer en una mesa ratona todos sentados en almohadones, hacer
un pícnic en el piso del comedor, ofrecer la posibilidad de que él o ella coma en una
mesa pequeña al lado de la mesa familiar. Que puedan ir y venir (es decir,
literalmente, deambular), acercarse a la mesa cuando quieran y tomar algo del plato
con las manos mientras juegan, son recursos que ayudan muchísimo a transitar mejor
esta etapa. Es muy importante tener en cuenta que los alimentos que se consumen en
movimiento no deben ser “atorables” (por ejemplo, maní o uvas enteras). En general,
a estas edades aún es más seguro que este tipo de comidas estén adaptadas: uvas o
tomates cherry cortados, maní en pasta, etc.
Otra opción puede ser no servir en el plato: podemos poner distintos
recipientes en el centro de la mesa y permitir que él o ella se sirva a su gusto.
Muchas culturas ofrecen los alimentos de este modo, en miles de platitos llenos de
color y sabor. Sabemos que también a las familias les preocupa que no adquieran
hábitos y modales adecuados, y que coman con la mano hasta los veinte años, pero les
aseguramos que no será de ese modo. La independencia y las normas sociales
acontecen sin que hagamos demasiado. La imitación hará su trabajo y esta fase pasará;
pronto extrañaremos esos piecitos corriendo por el pasillo y los pedazos de tarta de
berenjena aplastados en el parqué del living (bueno, esto último quizás no tanto).
La relación con los alimentos empieza muy temprano, en el útero ya percibimos
sabores a través del líquido amniótico. Sabores que varían de acuerdo con la
alimentación de nuestra madre. Más tarde es la leche materna o la fórmula la que va
“seteando” nuestro paladar para dar lugar, al cabo de unos meses, a una explosión de
sabores, colores, texturas y posibilidades. La comida es todo eso y más. Es encuentro,
rituales, conversaciones, colores, sensaciones, perfumes, emociones y formas. Que la
alimentación sea fructífera, gozosa, sana y plena desde los primeros años
depende de muchos factores, especialmente de que las personas adultas seamos
capaces de propiciar un entorno facilitador que favorezca ese vínculo saludable y feliz
con la comida.

SÍNTESIS DEL CAPÍTULO
• La alimentación durante esta etapa
La franja de edad que abarca entre el año y los cuatro años tiene características
muy propias. Esta es una etapa marcada por la sed de autonomía,
autoafirmación, exploración y movimiento. Ahora le atrae moverse, jugar y
explorar, y ya no le interesa tanto lo que haya sobre el plato. Esto ocurre
porque hay una disminución progresiva en la velocidad de crecimiento y eso se
acompaña de una reducción de las necesidades nutricionales. Además, es muy
probable que hacia los dos, un niño rechace alimentos que antes comía. ¿Por
qué pasa esto? Porque, en algún momento entre el año y los dos años, aparece
la selectividad.
• La famosa (y temida) selectividad
La mayoría de los niños de alrededor de dos años comienzan a ponerse
sumamente selectivos. Esto se conoce como “neofobia”, una etapa en la cual
los niños rechazan alimentos nuevos. Responde a una programación evolutiva
que nos previene de posibles intoxicaciones. Pero la selectividad no se explica
solamente por la neofobia. Las tareas principales de un deambulador son
moverse y jugar. Entonces, para lograr su objetivo, necesitan “seleccionar”
aquellos alimentos que brinden saciedad rápida y les permitan seguir jugando:
por eso los hidratos de carbono son más aceptados. Por otro lado, hoy, en
Argentina, el sobrepeso y la obesidad resultan ser las formas más frecuentes de
malnutrición. En esta ecuación, la influencia de la industria alimentaria es
clave. Por eso destacamos que es un derecho de niños y niñas recibir alimentos
reales y nutritivos, y no productos comestibles. Los productos comestibles
industriales son una trampa: exaltan sus sentidos, interfieren en su capacidad
para autorregular el apetito y la saciedad, y son altamente adictivos. Caer en
una alimentación a base de productos ultraprocesados en esta etapa es
“malacostumbrar” el paladar, fomentar que la selectividad persista en el tiempo
y comprometer su salud futura. Sigamos ofreciendo alimentos reales y
tengamos paciencia, esta es solo una etapa pasajera.
• La experiencia de comer
La comida es mucho más que comida. Es un momento de encuentro donde
intervienen costumbres familiares, sociales y culturales. Más allá de las
tradiciones y costumbres familiares, sugerimos que estos encuentros sean
placenteros. Para ello es necesario entender cuál es la naturaleza de los chicos a
esta edad y despojarnos de falsas creencias. Es importante que el momento de
la comida sea un momento agradable y que confiemos en su propia regulación,

sin insistir, ni forzar, ni sobornar o condicionar. Los momentos ligados al
comer suelen ser momentos de reunión familiar y, en este sentido, siempre
recomendamos que los más pequeños también sean parte de ese ritual.
• Fomentando hábitos saludables
La última encuesta argentina de nutrición y salud (2019) confirmó que son los
niños, niñas y adolescentes los que comen de manera menos saludable. En el
centro de este problema se encuentra la industria alimentaria, que plaga los
medios con publicidad, y los supermercados con comestibles que no son
comida. Reemplazar la comida real por productos industriales
“ultraprocesados” tiene consecuencias a nivel salud, medioambiente y cultura.
Por ejemplo, se multiplican las enfermedades crónicas no transmisibles.
Nuestro país presenta el mayor porcentaje de obesidad infantil en niños
menores de cinco años en América Latina y está entre los cinco países con
mayor consumo de azúcar del mundo. Así como hay obesidad infantil, también
hay niños delgados pero malnutridos. Por estas cuestiones es nuestra
responsabilidad como personas adultas ofrecer opciones saludables y alimentos
reales, aun en la poca variedad que ese niño acepte. Tener hijos es una
excelente oportunidad para empezar a comer todos mejor.
• Algunas herramientas para transitar esta etapa
Si bien hay un montón de alimentos que rechazan, podemos hacer
combinaciones saludables con aquellos que sí aceptan. Probar diferentes
formatos es otra posible solución. Otra herramienta que puede ser de gran
ayuda es que las diferentes opciones de comida estén a su alcance. Ir al
mercado o a la verdulería y después cocinar juntos también puede ser una linda
experiencia. Es también una buena idea adaptar los espacios a sus necesidades
y favorecer el libre movimiento: que puedan ir y venir, acercarse a la mesa y
tomar algo del plato con las manos mientras juegan. Otra opción puede ser no
servir en el plato: podemos poner distintos recipientes en el centro de la mesa.
La comida es encuentro, sensaciones y emociones. Que esa relación sea plena
desde los primeros años depende de muchos factores, especialmente de que las
personas adultas seamos capaces de propiciar un entorno facilitador que
favorezca ese vínculo saludable y feliz con la comida.

Capítulo
10
Explorar y jugar
“¡No se queda quieto un segundo!”

¿Cómo es un deambulador?
Un deambulador es un explorador nato, incansable y enérgico. Se parece bastante a
ese famoso conejito rosa de las pilas, siempre activo y con ganas de seguir... Su
energía también “dura más, mucho más”. De hecho, el desarrollo motriz veloz es
una de las características más visibles de esta etapa. El desarrollo motriz o
motricidad es el control que somos capaces de ejercer sobre nuestro propio
cuerpo. En esta etapa, este desarrollo es gigantesco: pensemos que hacia el año recién
comienzan a dar algunos pasos y al poco tiempo ya son capaces de subir escaleras,
saltar y trepar. Cada destreza motriz que un deambulador va adquiriendo tiene
consecuencias cognitivas, sociales y psicológicas que son fundamentales para su
desarrollo integral. Por eso mismo siempre decimos que las personas cuidadoras
deberíamos ofrecer, siempre que sea posible, espacios adecuados y seguros.
Hemos visto en los primeros capítulos que a esta edad los niños son pequeños
científicos que todo quieren probar, tocar y conocer. El mundo es un territorio
“inexplorado” y todo lo que esté a su alcance es inmensamente atractivo para ser
descubierto. Decíamos que crear un entorno adaptado que permita explorar y moverse
con seguridad, sin recibir permanentemente directivas y reproches, es fundamental.
Sabemos que muchas veces esto da miedo. Dentro de nuestra mente escuchamos una
voz que nos dice: “Se va a partir la cabeza”, y lo primero que nos sale es: “Cuidado”,
“Te vas a caer”, “¡Quedate quieto!”. Es entendible, el estado de alerta permanente en
el que vive una persona que cuida a un deambulador es un verdadero estrés. La buena
noticia es que esta etapa dura relativamente poco y que invertir tiempo y esfuerzo en
ella es sembrar las semillas de un vínculo que perdurará durante toda la vida.
Otorgar lugar a la exploración sin sobreproteger parecería ser el desafío
durante este momento del desarrollo de nuestros hijos. Sobreproteger es enviar un
mensaje de desconfianza: “No sos capaz”, mientras que alentar y acompañar es lo
contrario: “Confío en vos y en tus capacidades”. Por eso es tan importante que el
espacio cotidiano ofrecido sea un lugar seguro.
Hacia los dos años la marcha se va perfeccionando. Esos primeros pasos
inestables, algo rígidos y con los pies separados van dando lugar a un caminar más
estable, fluido y con menos caídas. Hay mayor equilibrio, los pies se acercan, los
brazos y manos también se mantienen más cerca del cuerpo, hay mayor flexibilidad en
las articulaciones y un mejor equilibrio. ¿Y entonces qué pasa? ¡Se largan a correr!
Como si no fuera suficiente perseguir a un pequeño escapista caminante, ahora
tenemos que correr tras un maratonista en miniatura. Esto se suma a otra de sus

actividades motrices preferidas a esta edad: subir y bajar escaleras hasta el
agotamiento (de quien cuida, porque ellos son incansables).
Como vemos, la actividad motriz gruesa (aquella que refiere a movimientos
que usan grandes grupos musculares, como caminar o saltar) es predominante en
esta etapa de la vida. A niños y niñas les divierten los juegos enérgicos que pongan
en acción toda la musculatura de sus cuerpos: saltar sobre la cama, bailar en cualquier
lado, correr en la vereda, trepar las rejas, revolcarse por el piso (el más sucio de todos
los pisos, por supuesto), arrojarse sobre el sillón. Y todo esto junto, siempre que sea
posible. Pero no solo la motricidad gruesa es importante, sino también la fina (los
movimientos más pequeños que se hacen con los dedos, las manos, los labios, la
lengua, las muñecas y los dedos de los pies).
Hacia los dos años, el control de ciertos músculos brinda una coordinación mayor
de las manos y eso abre un mundo de posibilidades: armar torres de cubos más altas,
agarrar mejor los lápices, usar la cuchara. Por suerte, esta etapa de movimiento
constante no dura para siempre. A medida que nos acercamos al final del tercer año
de vida, podemos observar que de a poco comienza a ceder el gran interés por el
movimiento y aparecen otras actividades un poco más sedentarias: sentarse a
dibujar durante unos minutos, por ejemplo.
Movimiento libre y ambientes facilitadores
Hay una frase que repetimos mucho en nuestros talleres y también lo hacemos en este
libro, porque nunca está de más: “Es más difícil acompañar que intervenir”. Podemos
extrapolarla a todos los tópicos que respectan a la crianza y el movimiento no queda
exento de esto.
Si hablamos de movimiento libre, no podemos dejar de mencionar a Emmi Pikler.
La doctora Pikler fue una pediatra húngara que en 1946 comenzó a dirigir un orfanato
en Budapest, Hungría. Ella implementó un modo de cuidados muy distinto al de su
época: el objetivo era que los niños pudieran establecer vínculos afectivos con sus
cuidadoras, tratando de que siempre fuera la misma persona quien se relacionara con
cada bebé y ofreciendo cuidados sensibles, estables y responsivos de las necesidades
individuales.
Además, siempre confió en la capacidad de cada niño y niña para desarrollarse a
su propio ritmo, sin interferencias. La idea era que cada uno de ellos tuviera su
espacio de actividad autónoma, actividad siempre sostenida por el vínculo con sus
figuras de referencia. Su meta siempre fue que cada niño se autoperciba como
competente y único. De esta manera, Pikler desarrolló una metodología que se basó

en tres pilares: el respeto por la autonomía, el movimiento libre y la toma de
conciencia de sí mismos y del entorno. Esta filosofía respeta la individualidad y el
proceso madurativo de cada niño, acompañándolo en el libre desarrollo de la
lateralidad, el equilibrio y el movimiento.
Cuanto más intervenimos en un niño sano, más dificultades generamos y
menos adaptación al medio provocamos. Por el contrario, cuanto más libres
dejamos a nuestros hijos, mejor podrán atravesar a su ritmo cada etapa y perfeccionar
cada movimiento, logrando cada día movimientos más prolijos y un manejo más
competente de su motricidad global. “Acompañar sin obstaculizar” podría ser el lema.
Para ello será indispensable volver sobre la importancia de ofrecer ambientes
facilitadores. Es decir, espacios seguros y adaptados en los cuales niños y niñas
puedan moverse y desplegar sus aprendizajes sin interrupciones constantes. Un
niño que tiene libertad para ejercitar sus habilidades motrices se siente más confiado
con su entorno y también más capaz, y esto impacta directamente sobre su autoestima.
¿Cómo es un espacio adaptado y seguro? Ya hemos estado brindando algunos
ejemplos en capítulos anteriores, pero podríamos decir que los ambientes en los cuales
un deambulador se mueve a diario deberían, por un lado, estar libres de mobiliario u
objetos peligrosos; y, por otro, tener ciertas adaptaciones necesarias para que el niño
no requiera de ayuda constante: un banco con baranda para alcanzar cosas altas o
“cocinar” con nosotros, una cama baja para que pueda acceder sin riesgos, los vasos
de agua en el estante más bajo de la heladera para que se sirva solo, la bañera cubierta
de antideslizantes para que pueda jugar parado o la comida en la mesa ratona para
habilitar esa necesaria circulación constante. Todas estas son formas de adecuar la
casa para esta pequeña persona que está aprendiendo tanto, desarrollando su
motricidad y probando sus destrezas.
Por otro lado, la función del ambiente facilitador es ofrecer un entorno que
favorezca el despliegue lúdico para que no tengamos que estar todo el tiempo
interfiriendo ese juego. Si hay objetos peligrosos al alcance del deambulador o
lugares en los que puede lastimarse, el juego se va a ver continuamente interrumpido
y esto, además de ser muy frustrante (tanto para el niño como para la persona adulta),
si sucede de manera recurrente, puede llegar a obstaculizar los procesos psíquicos
necesarios que se tramitarán a través del jugar. A continuación, nos adentramos
específicamente en estos temas.
La exploración y el juego
Jugar es la actividad más propia y espontánea en la infancia. No solo es la vía

predilecta para descubrir el entorno y las leyes que lo gobiernan, sino que es el modo
en que los niños y las niñas se apropian del mundo y lo habitan. Todos los
aprendizajes transitarán por el jugar y requerirán de repetición y práctica para
consolidarse. Los bebés juegan desde muy temprano y, a medida que comienzan a
tener más movilidad, van incorporando nuevos “jugares” al servicio de distintas
funciones. Explorar será un juego al servicio de la curiosidad guiado por el deseo de
saber y todo lo que se encuentre al alcance del niño será un potencial juguete.
* * *
La capacidad de asombro a esta edad es inagotable y cualquier elemento
disponible puede resultar poderosamente atractivo de ser examinado. En este
punto es importante aclarar que explorar no siempre es una actividad que se realice
con los ojos o con las manos, la boca también suele ser una zona aliada en este trabajo
exhaustivo de investigar el mundo y las cosas que habitan en él. Por esta razón es tan
importante no dejar al alcance de un deambulador objetos pequeños que puedan ser
ingeridos accidentalmente. Es muy esperable que los niños, a esta edad, se lleven todo
a la boca porque aún la oralidad está muy activa. Es como si el pequeño dijera: “Para
conocer bien de qué se trata esto, necesito saborearlo con mi propia boca”.
BENIZIO (DOS AÑOS) Y LOS TUPPERS
El papá de Benizio (dos años) protestaba porque su hijo tenía una gran
variedad de juguetes en su habitación pero raramente los usaba. Sin embargo,
se la pasaba largos ratos jugando con las alacenas bajas de la cocina a sacar y
poner todos los tuppers y ollas que encontraba disponibles. Evidentemente,
esos eran los objetos que más le llamaban la atención y se convirtieron en sus
juguetes predilectos por varios meses. Tal como nos muestra Benizio, el
juguete no necesariamente tiene que ser un objeto de consumo, perfectamente
puede ser cualquier objeto digno de ser investido con el deseo de explorarlo y
descubrirlo.
Jugar con mamá o papá (o tíos, abuelas, primos, etc.) es un momento privilegiado
para conectar emocionalmente. Si queremos relacionarnos con un niño, sin dudas esta
será la mejor vía. Un momento lúdico compartido de placer diario no solo nos
permitirá sentirnos cerca de nuestros hijos y conectados emocionalmente con
ellos, sino que además luego esa conexión emocional será una gran herramienta a
la hora de regular algún estallido emocional. Cuanto más conectados estemos

afectivamente, mayores recursos tendremos para calmar a un niño.
Si bien los seres humanos nacemos con un cuerpo biológico —u orgánico— para
convertirlo en un cuerpo erógeno, lo tenemos que construir psíquicamente. Esto
quiere decir que durante estos primeros años de la vida, los niños y las niñas
deben formar una representación mental de su propio cuerpo, convertir ese
cuerpo puramente orgánico en un cuerpo capaz de sentir placer. A este proceso
en psicología se lo llama “libidinización” del cuerpo. Por esta razón es tan importante
la calidad de las experiencias corporales que vivimos durante estos primeros años. Si
priman las experiencias corporales placenteras, lo que se construye es un cuerpo
erógeno, libidinal.
Pero si lo que prevalece son experiencias displacenteras, lo que se construye es un
cuerpo agujereado, fallido —en cuanto a la representación mental del cuerpo—. Este
cuerpo agujereado podrá estar potencialmente ligado a la patología y al sufrimiento
psíquico, que no es nuestro tema en este libro. ¿Pero por qué explicamos esto aquí?
Porque muchos de los juegos durante los primeros años de vida están al servicio
de esta construcción y representación psíquica del cuerpo. El cuerpo se construye
jugando, porque si bien es cierto que nacemos con un organismo, todos debemos
hacer un trabajo de apropiación de ese cuerpo biológico para convertirlo en un cuerpo
libidinal. Y gran parte de los “jugares” durante la primera infancia estarán al servicio
del armado del cuerpo en el cuerpo.
A su vez, a esta edad solemos decir que los niños y las niñas están en una etapa
que se llama “juego paralelo”. Todavía no existe mucho registro del otro ni de los
pares, sino que eso recién se está empezando a construir. Quizás haya dos niñas
jugando a lo mismo en el mismo espacio, pero cada una lo hace por separado. El
juego social o compartido aparece un tiempo después, a partir de los tres años,
aproximadamente.
Por otra parte, habrán visto que los chicos de esta edad juegan mucho a tirar cosas
al piso. Comida, juguetes, utensilios de cocina, todo lo que esté a su alcance. Muchas
veces las personas adultas interpretan este comportamiento como un desafío. “Le digo
que no lo haga, me mira, se ríe y lo tira igual”. En realidad ellos están probando qué
pasa cuando tiramos los objetos. Como adultos conocemos la ley de gravedad y
entendemos cómo y por qué pasan las cosas, pero los chicos no saben eso y necesitan
ir probando. Si lo hacen con una sonrisa, habitualmente es para demostrarnos cuán
divertida es esa actividad. Como ya dijimos, el juego, que es tan importante durante la
infancia, sirve para entender cómo funciona el mundo y cómo son las leyes de
causalidad; pero también es una forma de construir el cuerpo y el espacio que los
rodea.
Muchas veces, cuando los chicos juegan a tirar objetos, lo que están haciendo
es descubrir y construir el mundo exterior, aquello que está por fuera de su
cuerpo. Pero es incluso un poco más que eso. Es construir la diferencia entre el
cuerpo y el afuera, antes de esto no había diferencia entre interno y externo. Es
un modo de jugar que a veces a los padres y las madres nos fastidia y nos enoja, pero

entender por qué hacen las cosas que hacen nos ayuda a acompañarlos de una mejor
manera.
Por otro lado, hacia los tres años, es frecuente ver aparecer el juego simbólico
o juego narrativo, que consiste básicamente en un “como si” y suele comenzar —de
manera implícita o explícita— con un: “¿Dale que...?”. ¿Dale que somos superhéroes
y atrapamos a los villanos? ¿Dale que yo soy la mamá y vos el hijo? Durante muchos
años se ha considerado al juego simbólico como el juego infantil por excelencia. Pero
hoy sabemos que hay distintos tipos de juegos y que tienen diferentes funciones, por
lo que cuando hablamos de juego, todas sus funciones y manifestaciones deben ser
tenidas en cuenta, no únicamente el juego simbólico.
Esta modalidad de juego muchas veces se halla al servicio de la tramitación o
elaboración de experiencias vividas, realización de fantasías o ideales, o como
expresión de temores. Su emergencia es espontánea en los niños y puede representarse
por medio de juguetes o con dramatizaciones. A su vez, el juego simbólico está
íntimamente ligado a lo ficcional y a la creatividad (si bien todo juego es una
creación). En él es fácilmente reconocible una trama en el relato; los niños construyen
una historia que puede estar basada en vivencias de su vida cotidiana o ser pura
creación.
Por otro lado, es muy frecuente que los niños a estas edades busquen
compañía para sus juegos: hermanos, padres, abuelos, madres; y esto es
sumamente esperable. A medida que van creciendo, la capacidad para jugar a solas
se va desarrollando, pero al comienzo es habitual que requieran de un otro que
sostenga la escena, algunas veces jugando con ellos, y otras simplemente mostrando
disponibilidad y atención al juego llevado a cabo por el niño. Este jugar a solas en
presencia de alguien es un paso necesario para el desarrollo de la capacidad para
jugar a solas. Por esta razón es esperable que los niños y las niñas pequeños nos
busquen para jugar. Si está dentro de nuestras posibilidades acompañarlos, jugar con
ellos implicará compartir un tiempo de encuentro lúdico de alta calidad vincular.
TIANA (TRES AÑOS) Y LOS GRAFITIS
Desde muy chiquita, Tiana amaba pintar. Su mamá y su papá estaban muy
orgullosos de que siempre lo había hecho en hojas o cartulinas: nunca un
sillón dibujado o una pared rayada. Un día, la mamá de Tini corrió el soporte
móvil de la TV, algo que nunca habían hecho pero era fácil de mover. Y ahí
estaban las “obras maestras” de su hija de tres años, sus grafitis en un lugar
prohibido… pero muy bien escondido.

Dibujar: la capacidad para dejar marcas
Durante esta etapa, algunos pequeños comienzan a habitar la superficie de la hoja y a
realizar sus primeros trazos. Es importante señalar que la capacidad para dejar
marcas es ya una conquista: ocupar un lugar que antes no existía como tal. Puede
suceder que a estas edades, para un niño que está descubriendo el dibujo, todas las
partes de la casa pueden convertirse en potenciales superficies de escritura: las
paredes, los pisos, el sillón, los acolchados de pluma carísimos, los libros clásicos de
literatura… ¿Alguien dijo el gato?
Cuando esto sucede, es muy importante acompañar y explicar amorosamente que
no dibujamos las paredes de la casa (a menos que haya alguna pared de pizarrón, que
puede ser muy útil por varios años) ni sobre los muebles, sino que elegimos hacerlo
sobre hojas o cartulinas, que les ofreceremos para tal fin. Al comienzo, cuanto más
grandes sean las superficies, más sencillo será para el niño no pasarse y dibujar fuera
de ellas.
* * *
Así como un niño cuando juega está construyendo su cuerpo y el espacio exterior, al
dibujar también está construyendo su cuerpo sobre un espacio exterior que es la
superficie del trazo. Por eso decimos que cuando un niño dibuja, se dibuja
(independientemente de lo que esté dibujando). Cada vez que un pequeño dibuja,
está dibujando y escribiendo su cuerpo. De hecho, muchas veces literalmente lo
hacen, dibujan sobre su propio cuerpo como superficie, como si efectivamente fuera
una hoja o un espacio de escritura. Conquistar la mano como herramienta, poder dejar
una marca como acto propio y singular, es uno de los grandes desafíos durante estos
años. Los adultos muchas veces abandonamos el dibujo como práctica habitual pero
conservamos nuestra capacidad de dejar marcas a través de la escritura, e incluso, a
través de la firma.
Es muy importante que un niño o una niña pueda conquistar la superficie de la
hoja y comenzar a dejar sus propias marcas, como logro de su desarrollo emocional.
Pero para que conquiste una superficie, antes tiene que haber experimentado en
su propio cuerpo una forma de dibujo mucho más primaria, que es el dibujo que
dejan las caricias. El juego de acariciar y ser acariciado es, al mismo tiempo, un
dibujo que va dejando marcas y escribiendo el cuerpo.
El mamarracho, primera conquista de los niños y las niñas en el plano del dibujar,
será la primera representación y primera marca sobre una superficie exterior de esos
primeros dibujos acariciantes sobre el cuerpo. Por esta razón, la aparición del

mamarracho es tan importante en la etapa que estamos describiendo. A medida que el
niño crezca y vaya madurando, este mamarracho inicial irá sufriendo
transformaciones progresivas hasta alcanzar el dibujo figurativo y la famosa “figura
humana”. Pero antes de poder arribar a este tipo de dibujo, es necesario todo un
proceso que irá de la caricia al mamarracho y del mamarracho al dibujo
figurativo. Acompañar estos logros y ofrecer las condiciones para su desarrollo
también es una de las funciones del ambiente facilitador.
Motricidad y necesidad de contacto
Ya dijimos (¡un montón de veces!) que esta etapa es un momento en el cual niños y
niñas ponen a prueba su motricidad. Esta fase de exploración, sin embargo, convive
junto con la búsqueda de proximidad. ¡Sí, señores y señoras, los niños pequeños que
“ya caminan” siguen pidiendo upa varios años! Porque si bien a medida que
crecen, sus requerimientos van cambiando, todavía la necesidad de contacto es
primordial.
Muchas veces no se tiene en cuenta que caminar a la par de las personas adultas es
un gran esfuerzo para un deambulador. Por cada paso nuestro, ellos deberán dar dos o
más. Caminar junto a alguien que se mueve requiere de destreza y desarrollo motriz, y
se logra, en general, pasados los tres años. Además, su energía desbordante en algún
momento se acaba y sabemos lo cansador que puede ser llevar a un niño de este
tamaño en brazos. Por estas razones, el porteo —la práctica de cargar a bebés y
niños en herramientas que hoy conocemos con el nombre de “portabebés”—
sigue siendo una gran herramienta aun después del primer año de vida.
Se trata de una costumbre humana realmente muy antigua ya que, como vimos en
el capítulo de lactancia, nuestras crías requieren de cuidados y cercanía para
desarrollarse en forma óptima. Estas necesidades propias de nuestra especie han hecho
que debamos encontrar el modo de trasladar a nuestros hijos sin resignar autonomía y
manos libres. Fue así como nació el portabebés.
Hoy día encontramos diversos tipos de portabebés que son cómodos, seguros y
adecuados para llevar a un niño de dos o tres años. Estos dispositivos nos aseguran
que el peso se distribuya correctamente, que los dos cuerpos se acoplen y que la
experiencia sea placentera para ambas partes. Antes de empezar, sugerimos buscar
información acerca del porteo ergonómico, seguro y respetuoso (existe una escuela de
porteo en Argentina llamada Crianza en Brazos); dado que no siempre es tan sencillo
encontrar portabebés seguros y apropiados a la fisiología del niño y del adulto.
Algunos ejemplos comunes podrían ser: la mochila ergonómica talle toddler (sencilla

de utilizar) o el fular tejido (más versátil pero con un poquito más de técnica). Estos
portabebés suelen ser de fibras naturales y, por lo tanto, se adecuan a todo tipo de
clima. La porción que cubre el cuerpo del niño no debería poseer acolchados ni
superposiciones para garantizar una buena postura.
En general, es recomendable portear a niños y niñas de estas edades en
nuestra espalda, para garantizar que el peso esté mejor integrado y la práctica
sea más segura (un pequeño deambulador ocupa mucho campo visual al frente).
De todos modos, en ocasiones seguiremos cargándolos adelante (para dar teta o para
subir a un transporte público, por ejemplo). La posición adecuada seguirá siendo la
misma que en bebés, aunque ya no tan pronunciada: rodillas elevadas, pelvis
ligeramente rotada y portabebés que abarque con comodidad su espalda y muslos.
¿Hasta cuándo se puede portear? Eso dependerá de cada familia, sus necesidades,
posibilidades y elecciones. El objetivo es que el porteo sea agradable y confortable.
Por eso mismo no existen plazos predeterminados, después de todo… ¿a quién no le
gustaría recibir un abrazo de tela cada tanto?
Prevención de accidentes
No podemos dejar de mencionar en esta etapa algo tan importante como la prevención
de accidentes. Como venimos diciendo, estamos en un momento de pura
exploración que se combina con una casi nula noción del peligro. Por eso es
prioritario que las personas adultas estemos detrás de ellos cuidando su integridad. Así
como decimos que la clave para evitar ciertos “berrinches” es la anticipación, en
cuanto a la prevención de accidentes es igual: debemos anticiparnos. Es nuestra
responsabilidad alejar a nuestros hijos de espacios peligrosos. Por ejemplo, trabar
puertas de bajo mesadas y cajones que tengan contenido que ellos por seguridad no
pueden manipular, pero sin olvidarnos de que todo lo “prohibido” será lo que más
deseo genere.
Entonces, será mucho mejor transformar un poco la casa. Si nuestros hijos o hijas
desean fervientemente abrir las puertitas del vanitory y ahí es donde guardamos el
alcohol, las tijeras, el set de costura, el quitaesmalte y demás cosas potencialmente
nocivas, es un buen momento para buscarles a todos esos productos un nuevo destino
fuera del alcance del niño. Por lo menos, mientras dure la etapa de máxima
exploración. Podemos reemplazar el contenido de esas puertitas por paquetes de
algodón cerrados, papel higiénico y otras cosas inofensivas. Entonces, ya no haría
falta trabar las puertas. Ahí estaremos incentivando en nuestros hijos la autonomía
y el reconocimiento de cada espacio de la casa de manera libre y sin riesgos de

intoxicación ni lesiones. ¿Y si se agarran los dedos con la puerta del vanitory?
Bueno, serán esos tropezones que no son tan serios y son parte del aprendizaje, así
como las primeras caídas al aprender a caminar o los primeros enchastres al aprender
a tomar agua en vaso. Es la forma que tenemos de aprender. Practicando y
equivocándonos.
Una salvedad importante es cuando vamos de visita a casas ajenas. Es ahí donde
debemos activar nuestras alertas al máximo porque es un espacio ajeno que no
podemos modificar y, al mismo tiempo, es poco o nada conocido para nuestros hijos y
para nosotros mismos.
Debemos tener en cuenta también que muchos de los espacios públicos pueden ser
potencialmente peligrosos. En la vía pública, uno de los mayores peligros es el cruce
de las calles. Es muy común que un deambulador en plena conquista de su autonomía
quiera cruzar solito la calle y si osamos pedirle que nos de la mano, estalle en un
“berrinche”. Lamentablemente, hay algunos estallidos que no pueden evitarse y
habrá batallas que deberemos emprender. Cruzar la calle sin darnos la mano no
es opción. Pero lo que sí puede ayudar es anticiparnos. Por un lado, antes de salir
de casa, les podemos informar que vamos a ir a un lugar, que vamos a tener que
cruzar la calle de la farmacia, la del supermercado, la de la panadería, y recién ahí
llegaremos a nuestro destino. Y que para hacerlo vamos a tener que ir de la mano.
Sabemos que caminar con nuestros deambuladores por la calle puede ser una
travesía eterna. Suben y bajan los escalones de todo edificio habido y por haber, hacen
equilibrio en los maceteros, se sientan en los umbrales esperando vaya uno a saber
qué. Es cierto que, a veces, la vorágine diaria no nos permite ofrecerles tanto tiempo si
es que salimos de apuro a comprar un kilo de tomates, pero la realidad es que ellos
viven en otra sintonía: no conocen lo que son los apuros, no tienen conciencia de los
tiempos ni de las obligaciones. Así que van a dejarse llevar por los deseos que les
surgen y van a tratar de satisfacerlos como sea. Si, en la medida de lo posible,
podemos darles el gusto de caminar a su ritmo por la calle sin retos, ni amenazas,
ni extorsiones, seguramente todos disfrutemos mucho más la excursión. Pero si
necesitamos de su cooperación, un buen modo de lograrla es inventar historias o
juegos: “Ahora vamos con pasitos de hormiga y después con pasos gigantes de
elefante”. Y si hay cansancio, el porteo o cochecito siempre es una buena opción.
Las plazas son también espacios que pueden ser potencialmente peligrosos. Hoy
en día en Argentina casi todas las plazas están perdiendo sus espacios de arena y
ganando pisos de caucho, que eliminan el factor de elementos peligrosos escondidos
en la arena. El problema es que, al calentarse con el sol, el caucho emana olores
fuertes y también puede quemar la piel. Es indispensable, entonces, que los chicos
siempre estén calzados. Un apartado especial merecen los juegos de algunas plazas. Si
bien la mayoría de los juegos de las plazas están supervisados y homologados, aún
quedan juegos antiguos con posibles clavos salidos y tablones de madera rotos. Es por
eso que sugerimos chequear cada juego antes de acceder al espacio. Las hamacas para
bebés deberían tener cinturones de seguridad y los toboganes deberían ser de pieza

única (los viejos de madera con 3 o 4 tablones en paralelo pueden propiciar que se
enganchen cuellos de remeras o bolsillos de pantalones, y eso podría generar algún
accidente).
Las piletas de natación merecen una mención aparte. De más está decir que donde
haya una pileta, la misma debería estar debidamente protegida con cercos de
seguridad. Además, si fuera un club o espacio público, debería siempre haber personal
capacitado para asistir ante cualquier emergencia. Pero más allá de estos recaudos más
evidentes, también es necesario que promovamos una relación respetuosa de niños
y niñas con el agua. Como siempre, recomendamos hablar del tema, contarles por
qué debemos ser cuidadosos y, al mismo tiempo, fomentar un vínculo placentero con
el medio acuático. Las clases de natación, por supuesto, son bienvenidas.
En contraposición a esta mirada, se encuentran los programas de autorrescate
acuático conocidos como ISR (Infant Swimming Resource). Estos programas son
formas de adiestramiento que buscan que un bebé o niño pequeño que cae por
accidente al agua sea capaz de controlar su respiración, girar sobre su espalda, flotar
boca arriba y llegar al borde de la pileta o a la orilla. Quienes venden este método
afirman que enseña a sobrevivir y no “solamente a nadar”, y que el agua no debe
relacionarse con placer, afecto y seguridad, sino con peligro. Por ese motivo, el
ingreso de las familias al agua junto a sus hijos no está permitido. Incluso alertan
sobre la gran probabilidad de que los pequeños lloren durante las clases, y piden a las
personas adultas ignorar esto (cualquier semejanza con los métodos de adiestramiento
del sueño, no es ninguna coincidencia).
Hay videos que pueden buscarse en la web y en muchos de ellos vemos niños
llorando, a veces incluso el sonido original está reemplazado por música. Pongámonos
dos minutos en el lugar de ese niño: de repente se encuentra con extraños, en un
medio que desconoce y que no lo sostiene del mismo modo que los brazos o una
superficie firme. Se asusta, se hunde, se estresa y es obligado a sobrevivir una y otra
vez. Es esperable que comience a llorar y reclamar, pero si nadie responde, dejará de
hacerlo. Finalmente, “aprenderá” a girar y flotar. ¿Pero a qué precio? Una experiencia
muy cercana a la que vive un niño que es abandonado por las noches, como vimos en
el capítulo sobre el sueño. De alguna manera, el ISR delega la responsabilidad adulta
de cuidado en el pequeño. Afortunadamente, profesionales de la natación actualizados
y respetuosos han adoptado una postura firme en contra de estas técnicas (a las cuales
acusan de violentas) y trabajan en todo el mundo para alertar a las familias sobre los
efectos nocivos de estos métodos.
Juego libre (de prejuicios)

Estamos en el siglo XXI, sin embargo, entrar en la mayoría de las jugueterías puede
parecer un viaje en el tiempo. Sectores claramente diferenciados nos invitan a elegir
entre armas, juegos de construcción, figuras de acción y vehículos; o bebés de goma,
muñecas, animalitos de peluche y cocinitas dentro de una caja con frases como:
“¡Ahora puedo cocinar como mamá!”. Las fotos y los colores acompañan: algunas
personas aún creen que sigue habiendo “cosas de varones” y “cosas de nenas”. Ellos
son valientes e inventores (¿no cocinan?). Ellas son lindas y tiernas (¿no construyen
puentes?). El mensaje es claro: tu sexo de nacimiento viene con un kit de
posibilidades distintas. Esto es lo que conocemos como “estereotipos” (en este caso,
de género): son formas exageradas y simplistas que están basadas en prejuicios
ampliamente difundidos y “avalados”, de alguna manera, socialmente.
Durante los últimos años, nuestra sociedad ha experimentado cambios respecto de
esta forma de entender el universo de juegos y juguetes, sin embargo, las tradiciones
continúan todavía muy arraigadas. En este sentido, el Programa Nacional de
Educación Sexual Integral (tema que retomaremos en el capítulo que sigue) trabaja
fuertemente en la construcción de nuevas y más amplias miradas.
TELÉFONOS ÚTILES EN CASO DE ACCIDENTES
Hospital Nacional Alejandro Posadas: 0 800 333 0160
Centro de Toxicología, Hospital Alejandro Posadas: 011 4658 7777 y 011
4654 6648
Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez: 0 800 444 8694
Centro de Toxicología, Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez: 011 4962 6666
Hospital General de Agudos J. A. Fernández: 4808 2606/2646/2604/2121
Centro de Toxicología, Hospital J. A. Fernández: 011 4808 2655
Hospital Pedro de Elizalde: 4363 2100 al 2200
Centro de Toxicología, Hospital Pedro de Elizalde: 011 4300 2115
Hospital Pediatría Sor María Ludovica (La Plata): 0 800 222 9911
Es importante entender que para un niño puede ser devastador creer que su sexo
“lleva las de perder” o que sus opciones están limitadas simplemente por sus
características corporales. Nadie elige su cuerpo, pero así y todo, grandes mandatos
pesan sobre las cabezas de los “varones” (los varones no lloran, los varones son
fuertes, los varones son brutos) y las “niñas” (las niñas son delicadas, las niñas son

maduras, las niñas son tranquilas). De este modo, los estereotipos construyen
horizontes de posibilidad que marcan desde edades tempranas. Una investigación
de las universidades de Nueva York, Illinois y Princeton publicada en la revista
Science en 2017, comprobó que a partir de los seis años, las nenas creen que son
menos inteligentes que los nenes. ¡Imaginen cómo puede limitar sus expectativas a
futuro esta percepción! Mientras ellas, históricamente, han sido rodeadas de juegos
pasivos, introspectivos y en quietud; los varones son impulsados a juegos más activos,
extrovertidos y en movimiento. Si creemos que esto no condiciona, volvamos a
pensarlo dos veces.
Los estereotipos de género no son los únicos. Las canciones infantiles, los
juegos y los juguetes reproducen también patrones preestablecidos de belleza y
atributos físicos como, por ejemplo, colores de piel “normales” (¡pensemos en el
famoso “lápiz color piel”!). Hasta la tortuga Manuelita, enamorada, pensaba que tenía
que cambiar su apariencia para ser amada: “¿Qué podré yo hacer? Vieja no me va a
querer. En Europa y con paciencia, me podrán embellecer”. Y si hablamos de
canciones no podemos dejar de mencionar también que muchas de las melodías
clásicas infantiles esconden violencia, como por ejemplo, la canción de Trompita:
“Yo tengo un elefante que se llama Trompita / Y mueve la cabeza llamando a su
mamita / Y la mamá le dice ‘Portate bien Trompita / Si no te voy a hacer, chas chás en
la colita’”. Hoy podemos decir que el pobre Trompita se merecía un poquito más de
sensibilidad parental, ¿no?
Estos ejemplos son parte de nuestra cultura y se construyen a diario gracias a la
colaboración de múltiples actores, como la escuela, la publicidad y la familia. Pero
probablemente uno de los roles más influyentes lo ocupan los medios masivos. Los
medios contribuyen a construir y reforzar prácticas y discursos sociales porque
trabajan sobre esos estereotipos. Los fortalecen, los masifican, los convierten en
verdades incuestionables. Por suerte, durante los últimos años, observamos un proceso
de cambio. Incluso muchas marcas se hacen eco de esta transformación (para no
perder mercado, no vamos a pecar de ingenuidad). Es el caso de las princesas de
Disney, tan cuestionadas por establecer estereotipos de género y belleza. Mientras que
las princesas clásicas, como Cenicienta, Bella o Blancanieves, eran más bien sumisas,
serviles y necesitaban ser rescatadas; la nueva generación (Mérida, Elsa, Moana) tiene
carácter, establece objetivos y es dueña de su propio destino. Algo está pasando,
aunque sigamos hablando de “princesas”.
En definitiva, no nos olvidemos que los juegos, los juguetes y los colores no
tienen género, ni edad, ni condiciones. Nadie es demasiado nada para jugar con esto
o aquello. Todas las personas tenemos la capacidad de encarnar roles, probar,
divertirnos, disfrazarnos. ¿Al señor de la tienda le parece que algo es “de nena”
porque es rosa? Le pueden contar que a principios del siglo XX, el rosa se asociaba a
la masculinidad porque se consideraba un color relacionado con la sangre. De hecho,
la moda era vestir a los bebés varones de este color. ¡Y antes de eso no tenía ninguna
connotación de género!

Niños y niñas aprenden del mundo que los rodea jugando. Que ese juego pueda
ser verdaderamente libre (libre de mandatos, libre de prejuicios, libre de reglas
absurdas, libre de estereotipos) es una tarea que debería comprometernos a todos.
Juego competitivo versus juego colaborativo
Si un grupo de niños y niñas juega compitiendo y en lugar de estar presente en el
juego está midiendo continuamente el mejor modo de sacar ventaja para “ganar”,
olvidando el instante, el disfrute, el simple hecho de jugar... ¿Ese juego cumple su
función como juego? Es bastante frecuente que desde edades muy tempranas
fomentemos la competencia como único modo de jugar. Muchas personas grandes,
incluso, desconocen otras formas de relacionarse con los más chicos. El “te juego una
carrera”, el “a ver quién come más rápido”, el “mirá a tu prima que ya duerme sola”,
son todas formas de fomentar la competencia y, como decía María Montessori: “Todo
el mundo habla de paz, pero nadie educa para la paz, la gente educa para la
competencia y este es el principio de cualquier guerra. Cuando eduquemos para
cooperar y ser solidarios unos con otros, ese día estaremos educando para la paz”.
La capacidad para la preocupación por el otro se construye, justamente, en el
encuentro con ese otro. Respetar a otra persona implica reconocerla en su
individualidad y diferencia. El juego competitivo no promueve esto, sino que
convierte al otro en un rival. Además, esta lógica binaria y oposicionista es en
detrimento del placer y de la capacidad lúdica. ¿Cuál es la alternativa? Creemos
que una posible respuesta es el juego cooperativo o colaborativo.
En el juego colaborativo no hay ganadores ni perdedores: todos la pasan bien.
Es una excelente manera de aprender a compartir y a confiar en los demás. En general
se trata de jugar contra algún “enemigo” imaginario o de lograr objetivos de grupo. El
foco está en el disfrute en sí mismo, y no en el resultado. Algunos juegos son bien
motrices (ideales para esta etapa), como por ejemplo “cruzar el pantano”: sobre el piso
armamos caminos de colchonetas y almohadones, y la meta es cruzar descalzos de un
lado al otro sin tocar el piso. Podemos jugar todos, sin importar edad ni características
físicas, y esta es otra ventaja: no importa cuál sea la capacidad de nadie, porque se
evita por completo el estereotipo del jugador “bueno” o “malo”.
Como decíamos, esta forma de jugar fomenta la unión y el trabajo conjunto, aquí
el otro es un compañero y no un contrincante. El objetivo es jugar y divertirse, no
ganar. Y el éxito, cuando existe, es compartido. No decimos que no debería existir el
juego competitivo, solo nos permitimos cuestionar si es el único (o el mejor) o si
también podrían existir otros modos, otras miradas y otras oportunidades.

Cuentan que un antropólogo visitó un pueblo africano y quiso conocer su cultura.
Así que se le ocurrió un juego para los niños: puso una cesta llena de frutas cerca de
un árbol y les dijo: “El primero que llegue al árbol se quedará con la cesta con fruta”.
Pero cuando el hombre avisó que empezaba la carrera, ocurrió algo que no esperaba:
los niños se tomaron de la mano y comenzaron a correr juntos. Al llegar al mismo
tiempo, pudieron disfrutar todos del premio. Se sentaron y se repartieron las frutas. El
antropólogo les preguntó por qué habían hecho eso. Entonces, uno de los niños
respondió “Ubuntu. ¿Cómo va a estar uno de nosotros feliz si el resto está triste?”. El
hombre quedó impresionado. Ubuntu es una antigua palabra de la cultura zulú y xhosa
que abraza la colaboración y significa: “Yo soy porque nosotros somos”.
Lo lúdico como herramienta en el día a día
Decíamos que el juego es el lenguaje propio de la niñez y un modo privilegiado para
acercarnos a los niños y las niñas. Y por eso, convertir en juego los momentos de la
rutina (incluso los más temidos) es una manera más amable de transitarlos. Los
recursos lúdicos nos pueden acompañar, por ejemplo, a la hora de juntar: con una
canción o haciendo sonidos graciosos cada vez que un muñeco entra en el canasto.
¿Qué tal si la tarea de ordenar se transforma en una misión de superhéroes y
superheroínas?
Sabemos que hay situaciones álgidas en el día a día en las cuales necesitamos
recursos para no caer en el enojo y la frustración, como por ejemplo, ponerse el abrigo
o dejarse sujetar en la silla del auto. Cuando hablamos de autonomía, dijimos que
dejarlos elegir o permitirles hacer algunas cosas por sí mismos (cuando hay tiempo,
porque no siempre se puede) es una buena alternativa. Pero también podemos inventar
alguna historia y convertir la odiosa silla en un asiento de transbordador espacial, o
elegir una canción cortita y jugar a sentarnos antes de que termine.
La vida con un deambulador es divertida, aunque un poco caótica. Muchas veces
estas estrategias son mucho más eficientes que una larga y aburrida explicación
racional, aunque sea necesaria e igualmente en algún momento la brindemos. Sí, lo
entendemos, no todos los días tenemos ganas de convertirnos en payasos y ponernos
la nariz roja. Habrá días donde necesitemos que todo se haga mágicamente, sin mover
un músculo. Quizás esos días sea mejor que los juguetes queden tirados y nuestras
pocas energías se pongan en una tarea más prioritaria. Una vez más, elijamos las
batallas.
El juego simbólico o juego narrativo es otro gran aliado en esta etapa. ¿Hay
que ir a darse una vacuna? Podemos proponer jugar a aplicar una vacuna al peluche

preferido. De repente la Vaca Lola va al veterinario y necesita una inyección.
Cualquier birome sin tinta puede ser la jeringa perfecta: “Lola, ahora te vamos a dar
un pinchazo muy chiquito, lo vas a sentir en el brazo, hay que quedarse quieta para
que el doctor haga su trabajo. Ahora te van a poner una curita y listo, ¡ya podemos ir a
casa!”. Por supuesto, el día de la vacuna, Lola nos puede acompañar y recibir la
vacuna primero.
¿Mamá se tiene que ir a trabajar y las despedidas se nos están haciendo difíciles?
Podemos proponer armar un castillo de bloques altísimo para sorprender a mamá
cuando regrese y esperarla con todo listo para jugar con ella. ¿Ahora le damos un
abrazo apretado y nos ponemos a armar para poder terminarlo antes de que ella
vuelva? Jugar es siempre un recurso para transitar los momentos difíciles de un
modo llevadero y lo más placentero posible.
¿Cómo usamos la tecnología?
Si hablamos de juego, hablamos de tecnología. Hoy las pantallas son parte de la gran
mayoría de los hogares y los niños juegan con pantallas desde muy temprana edad.
Sin embargo, tanto la Organización Mundial de la Salud como las asociaciones de
pediatría de todo el mundo advierten sobre la necesidad de restringir el uso de los
dispositivos con pantallas (tablets, teléfonos celulares, televisión y/o computadora) y
propiciar hábitos saludables respecto de la tecnología durante toda la infancia.
Las guías vigentes actualmente recomiendan no exponer a niños y niñas a las
pantallas antes de los dos años, y sugieren que entre los dos y los cinco años, el
tiempo diario sea de una hora como máximo. Detrás de estas advertencias hay
numerosos estudios que las respaldan. Las pantallas son sumamente adictivas porque
generan que nuestro cerebro libere dopamina, la hormona del placer. Usar
aplicaciones, juegos y redes sociales es satisfactorio y ofrece una recompensa
inmediata, y es fácil quedar atrapados en la búsqueda de esa satisfacción.
La pantalla fascina con su bombardeo de estímulos. Imaginen si es complejo
controlar la adicción a los dispositivos móviles siendo personas adultas, cuán difícil es
regular esto en la primera infancia. El uso abusivo de pantallas está relacionado con
trastornos del lenguaje, problemas con el sueño, baja tolerancia a la frustración,
problemas de conducta, obesidad y patologías graves de concentración y
comunicación, entre otras. Además, en esta etapa, para niños y niñas es difícil aún
distinguir claramente la realidad de la ficción, y pueden creer que las imágenes que
están viendo en la pantalla son reales, por eso es importante acompañarlos y ver qué
están mirando. Vivimos en el mundo actual y las pantallas parecen tener presencia

obligada en nuestro día a día, ¿cómo conciliamos la vida real con un uso responsable
de la tecnología sin enloquecer?
Las pantallas se han convertido en una herramienta para muchas familias. A veces
facilitan alguna tarea rutinaria, otras son un gran aliado a la hora de conseguir algunos
minutos de quietud y silencio. Hay días en que la “niñera electrónica” nos acompaña
durante muchas horas, aun sabiendo que no es lo ideal. Lo entendemos porque somos
madres y nos ha pasado lo mismo. Sabemos que es prácticamente imposible no
convivir con dispositivos porque la mayoría de las personas trabajamos con el celular
y/o la computadora, y, además, ese mismo teléfono suele ser una vía de escape para
charlar con amigos, sacar fotos o curiosear las redes sociales.
Lo primero es ser conscientes de qué lugar ocupa este tipo de dispositivos en
nuestra cotidianidad porque, recordemos, no hay mejor vía de aprendizaje que el
ejemplo. Si queremos recortar el uso en los niños, es importante que seamos
coherentes desde nuestro lugar. A lo largo de los capítulos anteriores ya hemos
dicho algunas cosas acerca del uso de las pantallas. Por ejemplo, que no se
recomienda usarlas antes de ir a dormir. Incluso la luz que emiten los dispositivos
mientras se están cargando o están en reposo apoyados en una mesa dentro de la
habitación puede afectar la calidad del sueño. Por eso mismo es aconsejable tener un
espacio fuera de los dormitorios en el cual cargar o dejar los dispositivos por la noche
(o a la hora de la siesta). También es buena idea evitar su uso mientras comemos,
como vimos en el capítulo anterior. El tiempo de paseo en auto o en cochecito
también debería estar libre de sobreestimulación, excepto en viajes prolongados en
cualquier medio de transporte (en este caso, pueden ser un recurso para pasarla lo
mejor posible y no terminar de perder la cordura).
Por otro lado, es importante recordar que las pantallas no emiten respuestas
sensibles, por lo que no pueden regular a los niños y a las niñas. Muchas veces las
familias recurren a las pantallas para calmar un “berrinche”, pero en realidad
de ese modo no se produce una verdadera regulación emocional, sino que se está
postergando el estallido. Es muy probable que cuando el dispositivo electrónico se
retire, la explosión retorne (y peor). Como ya hemos visto cuando hablamos de
regulación emocional, este proceso se construye en el encuentro con cuidadores
sensibles y disponibles, la pantalla no puede reemplazar la interacción con otro ser
humano. Un niño nunca podría aprender a calmarse con un dispositivo electrónico
porque criamos seres humanos y no robots.
Si decidimos introducir pantallas es necesario tener en cuenta ciertas
consideraciones. Es importante que el tiempo de uso no sea en solitario. Poder
ver u oír qué contenido están recibiendo nuestros hijos es fundamental para su
protección. Para esto tenemos herramientas de control parental que impiden que se
descargue nada sin autorización, restringen las aplicaciones por edad y bloquean
contenido inapropiado o malicioso. Cuando sea posible, compartir ese tiempo en
familia es una oportunidad excelente. Nos permite conocer qué dibujitos les gustan,
qué otras opciones hay disponibles, regularlos si vemos que alguna parte es

demasiado estimulante o conversar sobre lo que pasa. Por otro lado, debemos tener en
cuenta que la exposición a la publicidad tampoco es un tema menor, siempre es mejor
optar por ofrecer dibujitos, canciones o películas que no contengan anuncios
comerciales. Y si permitimos el acceso a juegos o aplicaciones, debemos asegurarnos
de que sean de acuerdo con la edad de nuestros hijos.
Solemos decir que las pantallas son una forma de entretenimiento y no un “buen
alimento” para el cerebro. Así como no alimentamos a nuestros hijos solo con
golosinas, porque sabemos que no son nutritivas ni necesarias, tampoco
deberíamos ofrecer dispositivos como único modo de distracción o juego. El
tiempo de juego en la infancia es crucial. Jugar es la tarea principal de un niño y el
tiempo frente a las pantallas es un tiempo de quietud, contemplación, y no de juego.
Ese tiempo deberá ser luego compensado con momentos de descarga física y
movimiento. Muchas horas frente a una pantalla sobreestimulan y harán que ese niño
esté más irritable, inquieto y predispuesto a tener estallidos emocionales.
A veces creemos erróneamente que aburrirse es malo, pero en realidad, tener
tiempo de ocio sin nada estructurado permite al niño desarrollar su imaginación,
explorar con mayor libertad, inventar formas propias de esparcimiento y placer.
Mientras que una pantalla ofrece un contenido ya creado, el juego libre ofrece un
montón de regalos: la oportunidad de crear, construir, entender, aprender, crecer,
observar, significar, divertirse y experimentar.
Como todas las normas que comuniquemos en la familia, explicar el por qué
restringimos el uso de pantallas es parte de inculcar buenos hábitos desde los primeros
años de vida y favorecer a que ellos puedan comenzar a construir criterios que les
permitan, el día de mañana, tomar decisiones responsables. Cuando son muy
pequeños, las explicaciones más eficaces son las más simples: “Mucho tiempo de
pantallas nos puede hacer mal, a los ojos y a la mente, ¡vamos a jugar!”.
Muchas veces la distracción, el invitar a jugar juntos o el ofrecer una novedad,
puede ser un recurso para lograr desviar la atención hacia otra actividad. ¿Para qué
queremos a Peppa Pig si tenemos espuma para enchastrarnos en la bañera? Explorar y
jugar son dos grandes misiones en la vida de un deambulador y es nuestra tarea como
cuidadores entenderlas, abrazarlas y facilitarlas. Acompañar el desarrollo de los
pequeños requiere de mucha paciencia, lo sabemos, pero al mismo tiempo nos regala
la oportunidad de ver el mundo con otros ojos: unos llenos de inocencia y simpleza.
SÍNTESIS DEL CAPÍTULO
• ¿Cómo es un deambulador?

Un deambulador es un explorador nato, incansable y enérgico. El desarrollo
motriz veloz es una de las características más visibles de esta etapa: no solo se
desarrolla la motricidad gruesa (saltar, correr), sino también la fina (agarrar un
crayón para dibujar toda la pared del comedor, por ejemplo).
• Movimiento libre y ambientes facilitadores
Para acompañar sin obstaculizar es indispensable ofrecer ambientes
facilitadores: espacios seguros y adaptados en los cuales los niños puedan
moverse y desplegar sus aprendizajes sin interrupciones constantes. Un niño
que tiene libertad para ejercitar sus habilidades motrices se siente más confiado
con su entorno y también más capaz.
• La exploración y el juego
Jugar es la actividad más propia y espontánea en la infancia. No solo es la vía
predilecta para descubrir el entorno y las leyes que lo gobiernan, sino que es el
modo en que los niños se apropian del mundo y lo habitan. Jugar con ellos es
un modo privilegiado para conectar emocionalmente. Cuanto más conectados
estemos afectivamente, mayores recursos tendremos para luego regularlos.
• Dibujar: la capacidad para dejar marcas
Durante esta etapa, algunos pequeños comienzan a habitar la superficie de la
hoja y a realizar sus primeros trazos. La capacidad para dejar marcas es ya una
conquista: es muy importante como logro de su desarrollo emocional que un
niño o una niña pueda conquistar la superficie de la hoja y comenzar a dejar
sus propias marcas.
• Motricidad y necesidad de contacto
La fase de exploración convive junto con la búsqueda de proximidad: los niños
pequeños que “ya caminan” siguen pidiendo upa. Caminar a la par de las
personas adultas es un gran esfuerzo para un deambulador, por eso el porteo
sigue siendo una gran herramienta. ¿Hasta cuándo se puede llevar a un niño en
un portabebés? Hasta que esa familia lo decida, dado que no hay tiempos
predeterminados.
• Prevención de accidentes
Estamos frente una etapa de pura exploración que se combina con una casi nula
noción del peligro, por lo cual es fundamental anticiparnos a posibles
accidentes. Deberemos pensar qué muebles tenemos, dónde guardamos las
cosas y cómo transitamos los espacios públicos o desconocidos.

• Juego libre (de prejuicios)
A pesar de que durante los últimos años nuestra sociedad ha experimentado
cambios respecto a la forma de entender el universo de juegos y juguetes, los
estereotipos de género y belleza continúan todavía muy arraigados. Por ello nos
parece imprescindible recordar que los juegos, los juguetes y los colores no
tienen género, ni edad, ni condiciones.
• Juego competitivo versus juego colaborativo
Es bastante frecuente que desde edades muy tempranas fomentemos la
competencia como único modo de jugar. ¿Cuál es la alternativa? El juego
colaborativo, una manera de jugar que fomenta la unión, en la cual el otro es un
compañero y el objetivo es jugar y divertirse, no ganar. No decimos que no
debería existir el juego competitivo, solo nos permitimos cuestionarlo.
• Lo lúdico como herramienta en el día a día
Convertir en juego los momentos más ásperos de la rutina es una manera más
amable de transitarlos. Una canción, el humor o el juego simbólico son grandes
aliados en esta etapa. Muchas veces estas estrategias son mucho más eficientes
que una larga y aburrida explicación racional.
• ¿Cómo usamos la tecnología?
Hoy existe consenso acerca de la necesidad de restringir el uso de pantallas.
Las guías vigentes recomiendan no exponer a los niños antes de los dos años, y
sugieren que entre los dos y los cinco años, el tiempo diario sea de una hora
como máximo. Si se utilizan, es importante que el tiempo de uso sea acotado,
en compañía y lejos de las comidas y de los momentos de sueño.

Capítulo
11
Socialización
“¿Ya debería ir al jardín?”

Los inicios de la escolarización
En la actualidad estamos viviendo algo bastante novedoso: los niños se escolarizan
cada vez más temprano. A veces, por necesidad; otras veces, por tradición (porque
“todos van al jardín”). Es muy frecuente escuchar decir que un niño “tiene que ir al
jardín para aprender a socializar”.
* * *
La realidad es que el jardín de infantes no es el único espacio de socialización.
Niños y niñas pueden socializar en cualquier contexto: en la plaza, en el mercado
o en su propia casa. Socializar es propio del ser humano y tiene que ver con la
interacción con otras personas, sin importar su edad. Como ya vimos, alrededor de
los dos años, el juego ni siquiera es compartido, sino que es paralelo, por lo cual en
una sala de dos habrá muchos niños y niñas, pero cada uno estará en su propio plan.
Es cierto que el jardín es un espacio muy rico, donde comparten con otros y
aprenden, pero no es el único espacio posible. Hoy existen distintas alternativas. Por
ejemplo, un jardín rodante que se da en casas, va rotando el lugar y es solo algunas
veces a la semana. También existen espacios de juego, talleres para familias y otras
actividades similares. Asistir a una plaza con frecuencia es otra opción para estar en
contacto con niños y niñas de diferentes edades y aprender pautas de convivencia.
Incluso es posible juntarse con familias cercanas geográficamente y crear
autogestivamente un espacio de encuentro: un grupo de crianza, una ronda de juego
libre, etc.
¿Pero cuándo comenzar con el jardín? Las respuestas a esta pregunta suelen ser
muy variadas, ya que dependen de múltiples factores y del contexto de cada niño o
niña. Muchas familias sienten la presión de su entorno para escolarizar. Lo cierto es
que nadie conoce mejor a ese niño que ellos, por lo tanto es muy importante que la
decisión de iniciar la escolarización sea propia: solo la familia sabrá realmente si
él o ella se encuentra en condiciones para esta situación y cuáles son las
necesidades de su grupo familiar. Como ya dijimos, no es un requisito indispensable
que un deambulador acuda a un establecimiento educativo, sino una decisión que debe
tomarse con responsabilidad.

LEÓN (TRES AÑOS) Y EL JARDÍN (DE SU CASA)
Esta idea está tan difundida en nuestra cultura que una mañana el sodero de
una familia, al ver a León (de tres años) todas las mañanas en casa, preguntó
horrorizado: “¿Qué hace acá? ¿Todavía no va al jardín?”. Lo que el sodero no
sabía es que León ya iba al jardín, pero por las tardes.
Sabemos, por ejemplo, que en general las adaptaciones son más difíciles antes
de los tres años, porque es recién alrededor de los tres cuando comienzan a
disminuir en intensidad el buscar cercanía y contacto con las figuras de apego. A
los dos años, las conductas de apego aún están muy activas y están más “pegotes”, lo
cual a veces se toma —erróneamente— como un signo de “mala crianza”. Nada más
alejado de la realidad. Esa búsqueda de cercanía es esperable y saludable.
No es una indicación ni una necesidad ir al jardín a esta edad, pero tampoco es
cuestión de demonizar al jardín. Si existe una necesidad de la familia, porque
requiere de ese espacio de cuidado o desea encontrar tiempo para otras
actividades, a veces el jardín a estas edades puede ser una alternativa beneficiosa
para todas las partes. Muchas familias carecen de una red de sostén y ven en el
espacio institucional una buena alternativa para conciliar su vida cotidiana. Si la
adaptación es respetuosa de los tiempos singulares de esa pequeña persona, en el
jardín encontrará nuevas figuras de apego, aprenderá un montón de cosas nuevas y
descubrirá un mundo que hasta ahora, desconocía.
Elegir el jardín
La elección de un jardín a la hora de pensar en escolarizar es un proceso que
puede llevar tiempo. Por eso es importante hacerlo con anticipación para poder
encontrar, siempre que sea posible, una institución con la que podamos sentirnos a
gusto y confiar en que nuestro hijo o nuestra hija también lo estará durante el tiempo
que permanezca allí.
Algunas consideraciones generales que podemos tener en cuenta en esta búsqueda
están relacionadas con cómo trabajan el proceso de adaptación, cómo acompañan el
control de esfínteres, cómo resuelven los conflictos entre los niños, cómo transmiten
los límites, qué tipo de alimentos ofrecen en desayunos o meriendas, si se trata de un
jardín de “puertas abiertas” (en los cuales es posible acceder en cualquier momento,
ingresar a las salas, conocer al personal) o no, etc. Son preguntas que podemos hacer

en las entrevistas o en las reuniones informativas como para tener un panorama
general de los valores y criterios de la institución (y saber si están alineados con
nuestro estilo de crianza). También es interesante conversar con mamás y papás cuyos
hijos asisten a ese jardín para tener referencias de familias que lo conocen por dentro.
En las entrevistas iniciales, los jardines suelen preguntarnos: “¿Cómo ponen los
límites en casa?”. Y en realidad, la pregunta también podría ser planteada al revés:
“¿Cómo informa el jardín los límites a los niños? ¿Qué pasa cuando un niño pega?”.
Es importante ver la perspectiva de la escuela y también hablar con otras familias que
asistan a ese jardín. El tema alimentación es particularmente crítico. Según la
Encuesta Nacional de Nutrición y Salud 2019 el 71,2 % de los niños escolarizados
recibe en la escuela productos industrializados llenos de azúcar (galletitas dulces,
cereales con azúcar, productos de pastelería), que deberían, en realidad, consumirse
muy esporádicamente, y no a diario. La encuesta afirma que esta situación afecta tanto
a escuelas de gestión estatal como privada. Por eso es importante conocer qué
medidas reales toma cada escuela para enfrentar este tema.
En estos momentos tan cruciales del desarrollo emocional no solo debemos tener
en cuenta los contenidos pedagógicos o curriculares que se enseñan, sino, sobre todo,
que la institución escolar funcione como un espacio de contención y subjetivación
en ausencia de los cuidadores primarios, donde haya una mínima continuidad de
los valores familiares. Sabemos que muchas veces no es posible elegir de antemano
cómo ciertas cuestiones serán manejadas por el jardín. En estos casos, las familias
podemos hacer nuestro aporte para gestionar cambios “desde adentro”: presentando
propuestas, hablando con el equipo docente, aportando nuestro granito de arena. Los
espacios educativos también se construyen con la interacción, el diálogo y los aportes
de las familias.
Mención aparte reviste el hecho de que existen jardines de infantes que no
permiten el ingreso a niños de dos y tres años con pañales alegando que existe una
prohibición. Queremos dejar en claro que no existe normativa que avale este tipo de
disposiciones. Actualmente, en nuestro país, no existe legislación nacional ni
provincial que prohíba el ingreso a las instituciones con pañales, a ninguna edad,
como así tampoco existe legislación alguna que impida cumplir con el cuidado de
los niños y las niñas con relación al aseo y cambio de pañales o ropa cuando la
situación lo requiera. Así lo dispone, de manera explícita, la Guía federal de
orientaciones para la intervención educativa en situaciones complejas con la vida
escolar, del Ministerio de Educación de la Nación, aprobada por el Consejo Federal
de Educación en 2014.
También existen numerosas leyes de carácter nacional con rango y jerarquía
“constitucional”, y tratados y convenciones internacionales que amparan los derechos
personalísimos de niños y niñas, y que se encuentran por encima de cualquier
reglamento interno de una institución escolar. Algunos ejemplos: derecho a la
dignidad y a la integridad física, al cuidado de su propio cuerpo, a no ser sometidos a
tratos violentos, discriminatorios o humillantes (imaginen lo que puede sentir un

pequeño que es obligado a controlar sus esfínteres sin estar lo suficientemente
maduro), derecho a que se respete su desarrollo personal, derecho a cuidados
sanitarios para un adecuado desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social.
Forzar etapas del desarrollo por comodidad adulta es contrario a sus derechos,
es ilícito e injusto. Como responsables de nuestros hijos, tenemos el absoluto
compromiso de hacer cumplir estos derechos. A veces basta con comunicar a la
institución que nuestro hijo irá con pañales, otras quizás debamos presentar razones
por escrito. En algunas ocasiones podremos, incluso, pedir ayuda al pediatra de
cabecera.
JUAN MANUEL (TRES AÑOS) Y LOS PAÑALES EN EL JARDÍN
A mitad de año, la familia de Juan Manuel se enteró de que habían
conseguido la ansiada vacante en sala de tres en un jardín de infantes público.
Juan Manuel tenía casi cuatro años, pero no había dejado los pañales del
todo. Cuando su mamá fue a la entrevista inicial, la maestra le preguntó sobre
este tema y le dijo que “tenía que asistir sin pañales”. Con mucho respeto, la
mamá de Juan Manuel, le dijo que eso no era posible, que en casa elegían
acompañar ese proceso y que iba a ser una decisión de él. La maestra replicó
que, si había que cambiarlo, debía estar uno de los padres presente. Juan
Manuel empezó el jardín con pañal. A la semana, solito les dijo a su papá y
su mamá que quería ir en calzoncillos. Nunca tuvo “accidentes” y estuvo feliz
de haber podido decidirlo.
* * *
En nuestros talleres para familias nos hemos encontrado con testimonios de mamás y
papás en los que relataban intervenciones de maestras o directivos de nivel inicial que
les planteaban restricciones generalizadas y sin fundamento a ciertos hábitos o
costumbres de los niños, niñas y sus familias. Intervenciones tales como que los niños
no podían llegar al jardín siendo porteados o a upa, que no podían permanecer dentro
de la institución con chupete o que a partir de determinada edad no estaba permitido
que durmieran siesta (aun cuando permanecían entre seis y ocho horas dentro del
jardín). Desde nuestro punto de vista, este tipo de normas generalizadas y
arbitrarias no solo carecen de sustento, sino que muchas veces atentan contra las
necesidades y derechos de los niños y las niñas.
Acompañar el desarrollo implica favorecer contextos que lo posibiliten en
términos de procesos a construir, que apuntan a la autonomía y la independencia
relativa. Pero, tal como venimos explicando a lo largo de estos capítulos, estos

procesos son graduales y paulatinos. No es una función de la escuela precipitar ni
apurar el crecimiento, sino acompañar las conquistas respetando los tiempos de cada
niño y cada niña, ofreciendo un ambiente facilitador en ausencia de sus figuras de
apego principales.
Habitar el jardín, y apropiarse de los espacios y de los vínculos que allí se van
entablando, es un proceso que implica una mínima duración temporal y, sobre todo,
muchos ensayos. Si los tiempos familiares y los requerimientos laborales lo
permiten, al iniciar la escolaridad consideramos preferible optar por un jardín
de jornada simple que posibilite la construcción gradual de ese segundo hogar
donde aprender y entablar nuevas relaciones afectivas. Luego, a medida que el
niño o la niña crezca, si es un deseo o una necesidad familiar, una vez que se haya
familiarizado con la escolarización y pueda permanecer a gusto dentro de la
institución, se puede probar la incorporación de más horas —o actividades extras— a
la jornada escolar.
El proceso de adaptación o integración
Cuando tomamos la decisión de escolarizar, es fundamental que el proceso de
adaptación sea justamente eso: un proceso. El objetivo será que los o las docentes
se constituyan en figuras de apego suplementarias, figuras de confianza para el niño,
que brinden sostén y contención. Armar un vínculo de apego con una persona lleva
tiempo, no puede hacerse de un día para el otro. Es importante que ese proceso se dé
en presencia de una figura de apego ya conocida por el niño y que las separaciones no
ocurran de manera forzada.
Por eso, cuando buscamos un jardín, es fundamental preguntar cómo es el
proceso de adaptación, cómo son los tiempos, si están preestablecidos o si se
respetan las necesidades singulares de cada niño. Claramente no todos los niños
tienen los mismos tiempos. Por eso es fundamental que las familias podamos prever
que el período de adaptación puede durar más de lo esperado. Incluso meses.
¿Tenemos quién acompañe a nuestro hijo o hija si el tiempo de vacaciones o licencia
se nos termina? ¿Estamos pudiendo lidiar con nuestra propia angustia o ansiedad? El
“despegue” puede llevar tiempo y trabajo, no solo para los niños, sino también
para las mamás y los papás. Reducir nuestras expectativas adultas sin forzar ese
camino es una manera de favorecer el proceso para que sea exitoso. Como suelen
decir las maestras: la adaptación también es para las madres y los padres.
En este aspecto (como en tantos otros) es muy importante la anticipación, avisarles
a los chicos cómo va a ser ese proceso. Pensemos que cuando llegan a un jardín por

primera vez no tienen idea de qué se trata. Es algo nuevo y sabemos que las cosas
nuevas para los chicos son estresantes. Las situaciones de estrés activan las
conductas de apego que conducen a la búsqueda de proximidad con las figuras de
apego conocidas. Entonces, es totalmente esperable que los niños se aferren durante
los primeros días de la adaptación a sus figuras de confianza y que no se quieran
soltar. A medida que el niño vaya descubriendo que ese es un lugar seguro, que las
personas que están ahí son confiables y lo tratan bien, lo respetan y son sensibles,
entonces va a poder ir soltándose y desprendiéndose de sus figuras de apego
principales, y será capaz de empezar a construir nuevos vínculos con otros niños
y también con los/las docentes.
Una vez, en uno de nuestros talleres, un papá contó que llevó a su hija de dos años
a un jardín que no era tan cerca de su casa, pero que había sido elegido (luego de una
larga búsqueda) por considerarlo el más adecuado a lo que ellos esperaban como
familia. Llegó marzo, primer día de clases, y el papá llevó a su niña a la adaptación.
Al llegar, en la puerta del jardín, le dijeron que la nena tenía que entrar sola y él
retirarse. El padre reclamó que en la entrevista inicial le habían informado que el
proceso de adaptación era gradual y respetando los tiempos de cada niño, pero la
única respuesta que tuvo es que en esa escuela la adaptación era de ese modo, sin
presencia de las familias. Esto es lo que a veces encontramos: instituciones que
“venden” ciertos discursos pero luego no los aplican en la práctica. Este papá no había
tenido la oportunidad de hablar con otras familias para conocer este dato; las docentes
eran extrañas tanto para él como para su pequeña. En ese momento, dio media vuelta
con su hija en brazos y se quedaron sin jardín durante ese año. Pero no todas las
familias tienen esta posibilidad.
Como ya hemos anticipado, la función del docente dentro del aula es funcionar
como figura de apego subsidiaria en ausencia de las figuras de apego principales.
Pero construir un vínculo de apego con una persona nueva implica cierto tiempo
y experiencias repetidas. Como personas adultas, para conocer a una persona nueva
y saber con seguridad que es alguien confiable, necesitamos probar varias veces que
cuando precisamos de su ayuda o contención estará disponible y será sensible a
nuestras necesidades. No nos basta una sola vez, tenemos que comprobarlo en
distintas oportunidades y solo así nos sentiremos lo suficientemente seguros y en
confianza.
Pensemos entonces que un niño o una niña no solo debe descubrir que esas
personas que forman parte del plantel docente son personas disponibles y sensibles,
sino que además tiene que poder confiar en que su maestra logrará atender sus
necesidades al mismo tiempo que presta atención también a los otros niños (esto, para
la mayoría de los niños, es algo totalmente nuevo). La función de la figura de apego es
brindar contención y refugio en los momentos de estrés o cansancio, y, al mismo
tiempo, ser una base segura a partir de la cual salir a explorar el mundo. Comprobar si
esa persona puede cumplir esa doble función que forma parte de nuestro repertorio
instintivo, claramente no puede hacerse en media hora el primer día de clases.

Es muy habitual que los niños y las niñas quieran llevar al jardín objetos
transicionales, de apego o simplemente algún juguete que les dé seguridad y les
posibilite hacer la experiencia de cierta continuidad entre el hogar y el jardín.
Permitir que puedan llevarlos puede resultar un recurso para acompañar el proceso de
integración o adaptación. Incluso niños que ya están transitando su segundo o tercer
año de jardín, eligen llevar algún juguete u objeto para que los acompañe durante el
tiempo que permanecen allí. Si bien cada vez menos, aún existen instituciones que se
oponen a que los chicos lleven juguetes u objetos personales bajo distintos pretextos.
Nos parece importante aclarar que no estamos de acuerdo con estas políticas.
Entendemos que para un niño o una niña ya resulta demasiado esfuerzo renunciar a la
presencia de sus padres como para no poder contar con la presencia de alguna
pertenencia propia. Afortunadamente, muchos jardines acompañan a los niños
permitiendo que asistan con algún juguete y, de a poco, van construyendo ciertas
normas o criterios con los niños y las niñas, como que ese objeto debe permanecer en
la mochila o en una “caja de la espera” hasta el momento en que se retiran. La
mayoría de los niños incorporan sin dificultad estos hábitos y el solo hecho de contar
con ese osito, mantita o algún objeto personal ahí esperando, es suficiente para que
puedan asistir sin mayores dificultades.
¿Qué es eso de ESI?
El Programa Nacional de Educación Sexual Integral (ESI) se lleva a cabo en nuestro
país desde la sanción de la Ley 26 150, en el año 2006. Impulsado por el Ministerio de
Educación, este programa abarca todos los niveles educativos, incluyendo el nivel
inicial. Es decir, el jardín de infantes. Sí, sabemos que muchas personas quizás se
sientan incómodas ante esto. Se escuchan voces que afirman que el único lugar para
recibir educación sexual es el hogar o que sienten que de esta manera se “roba la
inocencia” de los más pequeños. Por eso, en este apartado, abordaremos con claridad
algunos detalles de este proyecto que tantas cosas positivas tiene para sumar.
La Ley de ESI es un derecho de todos los niños y las niñas que reciben
educación en Argentina. No se trata de “hablar de sexo”, sino que abarca
muchísimas aristas que tienen que ver con la convivencia, los valores, y el cuidado de
la salud y el cuerpo. Tampoco es que se trate de un tema de expertos, por supuesto
que nuestra casa seguirá siendo un lugar privilegiado donde charlar sobre estos temas.
Aquí el gran desafío: conocer los contenidos del programa es una oportunidad para
cumplir nuestro rol y estar a la altura de este momento histórico particular. El
cuadernillo de ESI para familias ya nos dice en su tapa: “Cuanto más sepan, mejor”.

Para entender un poco más, podemos empezar diciendo que el concepto de
sexualidad excede la noción de genitalidad o de relación sexual. La sexualidad
integral es una de las dimensiones constitutivas de toda persona, nos acompaña
durante toda la vida y abarca tanto aspectos biológicos, como psicológicos,
sociales, afectivos y éticos. Hay que desprenderse un poco de esa idea del cuerpo
como algo “externo”, casi ajeno (a veces, sucio y malo); y amigarnos con la idea del
cuerpo que verdaderamente somos, ese cuerpo que es sede de la vida, lugar del placer
y espacio para expresar emociones y afectos.
¿Pero de qué se habla en el nivel inicial y qué podemos replicar en casa? Vamos a
repasar algunas temáticas que nos parecen valiosas. Creemos que es necesario que las
familias seamos parte, que no solo conozcamos los contenidos, sino que nos
apropiemos de ellos, para así generar un ida y vuelta con la escuela (o para estar en
sintonía, si es que nuestros hijos no van al jardín). Seguramente, después de los
siguientes párrafos, se darán cuenta de que las temáticas abordadas en este programa
conviven en armonía con nuestra mirada acerca de lo que implica una crianza
respetuosa.
En capítulos anteriores hablamos bastante sobre la expresión emocional y la
importancia de nombrar y manifestar todas las emociones, validándolas sin juzgarlas.
El programa de educación sexual también trabaja en este sentido, permitiendo a niños
y niñas expresarse y reflexionar acerca de las emociones y los afectos presentes en las
relaciones humanas. ¿Qué pasa cuando nos enojamos? ¿Cómo se sienten la alegría y
la tristeza? ¿Qué cosas nos dan miedo? A través de cuentos, juegos y otros recursos,
las emociones empiezan a “cobrar vida” y hacerse un poquito menos extrañas y
ajenas. La inteligencia emocional no es una moda, sino una de las tantas formas de
relacionarnos con el mundo que tenemos los seres humanos; y tiene que ver con
entender nuestras emociones (y también las de las demás personas). El objetivo nunca
es apuntar a reprimir estados emocionales, sino a reconocerlos, encauzarlos y lograr
un equilibrio.
Otro eje importante a estas edades se relaciona con propiciar el conocimiento
del cuerpo, promover hábitos de cuidado y usar el lenguaje apropiado para
nombrar la anatomía humana. Ya hemos destacado la importancia de hablar
siempre con la verdad a los niños y las niñas, y de elegir las palabras adecuadas. Para
esta tarea, muchas veces es necesario que las personas adultas revisemos nuestros
prejuicios y nuestras propias limitaciones.
Sabemos que hoy día sigue siendo un enorme tabú decir los nombres reales de los
genitales. Detrás de apodos simpáticos como “pitulín” o “chuchi” se esconde una
carga simbólica importante: la idea de que hay partes del cuerpo que son tan distintas
y vergonzosas que no se pueden ni nombrar. ¿Por qué al brazo le decimos brazo pero
a la vulva le decimos “cachucha”? ¿Por qué nos cuesta tanto naturalizar los procesos
fisiológicos que son parte de nuestra sexualidad, como la menstruación, la lactancia o
el parto?
Venimos de crianzas autoritarias donde los espacios de diálogo eran acotados y

donde la idea de que los más chicos pregunten (en general) no estaba muy bien visto.
La mayoría de nosotros estamos (co)construyendo hoy un cambio de paradigma:
eso implica esfuerzo y errores, pero tiene un valor inestimable. Por eso es
importante que en este punto hagamos el constante ejercicio de deconstruir
prejuicios y tabúes. Si ellos notan que nos incomodamos ante cierto tema o,
directamente, respondemos con evasivas, es muy probable que de algún modo
entiendan que ese tema es inadecuado y busquen respuesta en otro lado. Y no
queremos eso. Queremos que las oportunidades para el intercambio dentro del hogar
se multipliquen.
Conversar con naturalidad sobre estos temas tiene varios aspectos positivos, como
enseñarles el respeto por sus cuerpos y el cuerpo de los demás, y empezar a
desarrollar de a poco el concepto de intimidad: hay partes del cuerpo que son íntimas
y solo pueden ser tocadas por ellos mismos, con algunas salvedades (como ya vimos
en el capítulo sobre control de esfínteres). De esta manera, les entregamos
herramientas concretas que los ayudan a estar más protegidos.
La construcción de valores compartidos y una convivencia social pacífica no
ocurre mágicamente (ni de la noche a la mañana). Se alimenta de acciones concretas,
cambios menores y mayores, trabajo interdisciplinario, mensajes claros, derechos
protegidos, políticas públicas reales. La Ley de ESI se inserta en este contexto de
transformación social, donde somos muchas las personas que apoyamos la idea
de una sociedad más justa, respetuosa e inclusiva.
Por eso, el eje que trabaja en propiciar aprendizajes basados en el respeto por la
diversidad y el rechazo por todas las formas de discriminación nos parece otro de los
puntos más importantes. Venimos de generaciones donde aceptar la diversidad no era
en absoluto la norma, sino que había una tendencia a homogeneizar y segregar. Hoy
buscamos que la diferencia se abrace. Todas las personas somos distintas: distintas
pero iguales (con los mismos derechos y obligaciones). Hay diversidad de familias,
diversidad de cuerpos humanos, diversidad de elecciones, diversidad de identidades,
diversidad de géneros. No hay una sola manera de ser y estar en el mundo.
¡Bienvenidas sean la pluralidad y la complejidad! Conversar sobre estos temas desde
los primeros años implica ayudarles a construir una mirada amplia y más libre. Y
sabemos que los discursos luego se traducen en prácticas. Por eso mismo, aceptar
la heterogeneidad humana les (nos) abre un universo de posibilidades.
Muy ligado a esto último se encuentra el tema de la igualdad de oportunidades
para niños y niñas, tema que ya mencionamos en el capítulo anterior. Hoy día debería
resultarnos impensable que un niño vea coartada su libertad para jugar a la casita por
el simple hecho de “ser varón”, o una niña se encuentre impedida de usar el color azul
por su “condición femenina”. Nuestro sexo biológico no determina quiénes somos.
La equidad, justamente, se trata de reconocer el derecho de cada persona en tanto
persona, sin distinciones. Igualdad, justicia, equilibrio. Estos son valores que también
atraviesan las propuestas del programa, al igual que la idea de construir formas
adecuadas para la convivencia y enseñar a resolver conflictos a través del diálogo y

los vínculos saludables. Como venimos diciendo, la confianza y la seguridad para
expresar ideas y opiniones se despliegan cuando hay un entorno que lo hace posible.
Gracias a todos estos contenidos (minuciosamente pensados en equipo por
personas especializadas en educación y salud), los niños y las niñas no solamente
aprenden a convivir, respetarse y expresarse. También aprenden a resguardarse,
a saber que nadie puede golpearlos ni tocarlos sin permiso, y a pedir ayuda ante
situaciones que los dañan. Diversas actividades apuntan a distinguir entre una
interacción adecuada con otras personas de una que no lo es. Una vez más, aclaramos
que la prevención es una de las claves de nuestro rol como personas adultas que
cuidan.
Es esperable que estos temas nos interpelen o incomoden. Podemos buscar
material o comprar libros para leer junto con los chicos. Hoy encontramos en el
mercado editorial muchas posibilidades: libros sobre educación emocional, educación
sexual integral, diversidad… Desde cuentos pensados para los más chiquitos hasta
textos dirigidos a las personas adultas. En la web se encuentran con facilidad todos los
cuadernillos del programa nacional, recomendamos que los adultos lean Educación
Sexual Integral. Para charlar en familia.
La edad de los (inagotables) “¿por qué?”
¿Por qué el pasto es verde? ¿Por qué la abuela tiene rulos? ¿Por qué no puedo jugar
con el taladro? ¿Por qué ese auto está sucio? ¿Por qué los perros ladran? ¿Por qué?
¿Por qué? ¿Por qué? Y así inauguramos la famosa (y cansadora) edad de los “¿por
qué?”.
¿A qué se debe esta catarata de preguntas? Alrededor de los tres años, los chicos
comienzan a dominar mejor el lenguaje. Su desarrollo intelectual tiene grandes
avances y necesitan conocer más, ordenar su entorno y entender mejor el mundo de
las ideas. Si hasta ahora su exploración era mayormente motriz y requería de
tocarlo todo, ahora esa exploración y curiosidad también empiezan a trasladarse
a la mente. Esta nueva etapa, muchas veces, no es tan bien recibida por parte de las
personas adultas. Sabemos que las preguntas constantes son agotadoras y que nos
encontraremos con preguntas “racionales”, pero también con algunas muy repetitivas
o absurdas. A no desesperar. Es bueno saber que dar respuestas sinceras a estos
cuestionamientos es un modo de favorecer el crecimiento y desarrollo de la
inteligencia de nuestros hijos.

VALENTINO (TRES AÑOS) Y SU PELO
Cuando Valen tenía 3 años quería dejarse el pelo largo. Venía de un corte con
cresta y cuando le iba creciendo el pelo, su mamá y su papá opinaban que su
peinado ya era una cosa imposible de peinar. Su papá le insistía todos los días
para que se deje cortar el pelo. Él se negaba siempre. Un día, ya harto de sus
insistencias, lo miró muy serio y le dijo: “Papá, es mi cuerpo y es mi pelo”,
poniendo la mano abierta sobre su pecho cada vez que pronunciaba la palabra
“mi”. Su papá se quedó pasmado. Primero se enojó y le dijo a la madre que
eso era su culpa, por enseñarle esas cosas. Pero más tarde se dio cuenta de
cuánta razón tenía.
Ser pacientes al responder, ofrecer palabras comprensibles para su edad, sin
sermones ni explicaciones demasiado largas, contribuye al despliegue del deseo de
saber y de conocer el mundo. Este es un momento decisivo donde se pone en juego el
ejercicio de nuestra paciencia (sí, una vez más). Además, al responder, es fundamental
hacerlo desde el respeto, sin ridiculizarlos, etiquetarlos de “pesados” ni inhibir su
curiosidad natural. Es bastante usual que repitan la misma pregunta una y mil
veces, a esta edad les gusta (y necesitan de) la repetición. Escuchar varias veces
una misma explicación permite procesarla e incorporarla. También puede ocurrir
que pregunten pero después no se detengan a escuchar la respuesta.
En algunas ocasiones, los adultos respondemos con bromas, dando explicaciones
incoherentes que buscan ser graciosas. Por ejemplo, a la pregunta: “¿Por qué ese loro
tiene muchos colores?”, una respuesta del tipo: “Porque comió pintura de colores”.
Sin embargo, hay que tener cierto cuidado con esto. Los pequeños son bastante
literales y todavía no tienen el desarrollo suficiente para entender el sarcasmo o la
ironía. Podría suceder que se queden pensando que la respuesta brindada es real y eso
les genere angustia o confusión, o bien los exponga a peligros (como comer pintura de
colores).
¿Qué podemos hacer para sobrellevar mejor esta fase sin sentirnos constantemente
como concursantes de un programa de preguntas y respuestas? Algunas opciones a
continuación: la primera es generar conversación. A la pregunta: “¿Por qué hace
frío?”, podemos repreguntar: “¿A vos qué te parece?”, o bien: “¿Te acordás de que
ayer en el jardín hablaron sobre el invierno?”. De esta manera podemos salir de la
respuesta automática para entrar en el universo del diálogo. Así, fomentamos la
comunicación, ponemos en práctica la escucha activa y damos lugar a las
expresiones propias de nuestro hijo o nuestra hija. Les estamos demostrando que
sus opiniones nos importan.
Repreguntar es, además, una manera de alimentar su creatividad. ¿Qué opiniones
tiene sobre este tema? ¿Qué razonamientos es capaz de hacer? Podemos aprovechar
esa curiosidad inacabable para ayudarlos a dejar volar su imaginación y también para

introducir nuevas palabras y conceptos. No siempre será el momento ideal, claro. Si
nos preguntan sobre las ruedas del colectivo en el momento en que hacemos
malabares para sacar boleto sin caernos mientras sostenemos dos mochilas, una
campera, una bolsa y una niña que pregunta sin parar, seguramente no tengamos
margen alguno para responder con tanta empatía. Podemos proponerle esperar unos
minutos o conversarlo en casa.
Algunas veces será necesario decir: “No lo sé”. Aunque ahora los niños respondan
muy rápidamente: “Buscalo en Google”, demostrar que no lo sabemos todo y cómo
se busca la información en nuestra cultura es un aprendizaje valioso. Busquemos
y aprendamos juntos, de repente nos podemos convertir en expertas en los dinosaurios
de la era mesozoica o en especialistas literarios en la poesía de las Canciones de la
Granja. ¿A que nunca antes habían pensado en tener conocimientos tan exhaustivos
sobre estos temas?
Párrafo aparte merecen las preguntas incómodas: “¿Por qué ese señor tiene cara de
malo?”, “¿Por qué el culo de la señora es tan grande?”, “¿Por qué esta casa es sucia y
fea?”.
TATI (TRES AÑOS) Y LAS PREGUNTAS
Mientras la mamá esperaba en la fila de la panadería con Tati, su hija de tres
años, la nena vio a un hombre muy alto, de pelo largo y considerable barba,
con muchos tatuajes y algunos piercings. Inmediatamente, puso cara de
preocupación y le preguntó : “¿Mami, por qué este señor es tan feo?”. Sí,
siempre nos hacen estas preguntas en presencia de la persona en cuestión.
Pero, pasado el calor inicial, podemos recomponernos y responder del modo
más natural y simple posible. “Porque todos somos diferentes” o “¿Por qué te
parece feo?”.
* * *
Cuando estemos a solas, podemos empezar a introducir el concepto de intimidad:
hay cosas que no se preguntan en presencia de otras personas porque les pueden
molestar o hacerlas sentir mal. Esas cosas es preferible charlarlas en familia. Dentro
de esta categoría entran también las preguntas “tabúes”: “¿Por qué Laura tiene un
bebé en la panza?” o “¿Por qué papá tiene pelos entre las piernas y yo no?”. Hablamos
de esto en el apartado de ESI: responder con naturalidad también a estas temáticas
envía el mensaje de que no son temas prohibidos ni difíciles. Avanzaremos con
algunas explicaciones sencillas y esperaremos a ver si esa información es suficiente.
Por ejemplo: “Porque tenía muchas ganas de tener un bebé” o “Porque papá es grande

y vos sos un nene”. La mayoría de las veces, una respuesta así de sencilla alcanza,
aunque, a medida que vayan creciendo, irán pidiendo cada vez mayores detalles.
Es importante que entendamos que nuestros hijos e hijas están pasando por una
etapa de máximo aprendizaje. Ellos están deslumbrados por el mundo y preguntan y
repreguntan porque quieren aprenden. Entendemos esta etapa como una gran
oportunidad: una oportunidad para aprovechar el interés que muestran por
saber todo, para abordar temas de los cuales tal vez normalmente no hablamos,
para fomentar su creatividad y reflexión, y para transmitir valores y compartir
momentos. Es ahí donde nuestros hijos comienzan a descubrir y mostrarnos sus
gustos y pasiones. ¿Cuáles son sus intereses? ¿La ciencia? ¿El arte? ¿La geografía?
¿La historia? Acompañémoslos a navegar por esta nueva dimensión, dándoles los
recursos para que ellos mismos vayan encontrando sus preferencias, descubran el
mundo y se sientan orgullosos de sus propias ideas.
“No quiere dar besos”
Decíamos más arriba que uno de los pilares del programa de ESI es enseñarles a niños
y niñas el respeto por sus cuerpos y el cuerpo de las demás personas. Pero no se trata
simplemente de decirlo: el respeto por el cuerpo propio y ajeno se enseña a diario,
con el ejemplo, con el accionar, con las elecciones que hacemos. ¿En el momento
del baño, le sacamos la remera desde atrás, sin previo aviso y sin permiso? ¿O le
pedimos que se la quite solito, lo ayudamos o pedimos su consentimiento?
Su cuerpo es suyo y aunque no puedan tomar todas las decisiones relacionadas con
su cuerpo, ya vimos que sí podrán tomar un montón: elegir qué ponerse, cómo
bañarse, cuándo dejar los pañales o cómo saludar. Sí, porque saludar con besos y/o
abrazos también es una cuestión cultural y debería ser una elección, y no una
imposición. Pensemos que estas actividades implican intimidad, emociones y
cercanía. No todos los niños pequeños se sentirán a gusto con ello y por eso es
bastante usual que se nieguen a dar besos y abrazos (incluso a personas de su círculo
cercano). Esto no los convierte en “niños maleducados”, solo los convierte en
personas que están haciendo ejercicio de su autonomía y derecho a la integridad.
Esta afirmación no implica que no vayamos a enseñarles a saludar con cortesía y
respeto. Hay diversas maneras de saludar sin poner en juego el cuerpo: diciendo
“hola”, “chau” o “buenas tardes”, o agitando la mano a lo lejos. Quizás haya niños
pequeños que, inclusive, durante un período no quieran siquiera saludar de este modo
porque son tímidos o porque necesitan un tiempo para entrar en confianza. ¿Cuál sería
el problema de que saluden más tarde, cuando ya se encuentren a gusto?

Para niños y niñas, los besos y los abrazos son demostraciones de cariño que
ponen en juego sus emociones. Forzarlos a hacerlo por compromiso les envía un
mensaje erróneo y confuso. Necesitamos que sepan decir que no, que puedan
aprender a poner límites a los adultos cuando se sientan incómodos (de esta
manera, los estamos protegiendo). Sabemos que para algunas familias puede ser
difícil porque muchas personas del entorno se enojan cuando no reciben estas
muestras de afecto. Es ahí cuando aparecen los “si no le das un beso a la abuela no
hay postre” y los “ah, entonces no me querés, me voy a poner a llorar”. Es importante
transmitirles a todos ellos que estas formas de relación no son sanas: son formas de
coacción (algunas buscan premiar el afecto, otras son chantajes emocionales). Un
niño brindará su amor en diversos formatos, cuándo y a quienes quiera. El amor
no se fuerza, se conquista. ¡Y así, además, un beso o un abrazo auténtico y espontáneo
vale mucho más!
Con el tiempo, los chicos se irán adaptando a las normas sociales de su
comunidad. Es muy probable que, por imitación, a la larga terminen saludando igual
que su familia, aun cuando a los dos años no querían dar besos.
Conflictos entre niños y niñas
Junto con el “no pasó nada” (que ya vimos en el capítulo sobre berrinches), “hay
que compartir” es una de las expresiones que más fácilmente nos nace a las
personas adultas cuando interactuamos con niños pequeños. Pero ¿hay que
compartir?
Decíamos que a esta edad los niños se sienten omnipotentes, están construyendo
su yo y buscan autoafirmarse continuamente. Todo es “yo”, “mío”, “yo solita”.
Todavía no tienen la capacidad de pensar en el otro ni en comprender que el
préstamo es algo temporal. Más bien es usual que se dejen llevar por sus deseos y
sus impulsos. Cuando su corteza cerebral se desarrolle, tendrán la posibilidad de
frenar esos impulsos y de hacer operaciones mentales complejas. Pero hoy, que tienen
alrededor de dos años, si alguien les quita un juguete, lo más probable es que peguen,
muerdan o se lo arrebaten. Porque los juguetes (o lo que en ese momento esté
oficiando de juguete) son sus pertenencias más importantes. Por supuesto, queremos
inculcarles valores como la generosidad, el altruismo, la solidaridad. Pero eso llegará
con el tiempo y con el ejemplo. Buscamos respetar sus tiempos, sus espacios y su
sentido de la posesión.
También está bueno que tengan la libertad de decidir a quién prestar y de qué
manera. Las personas grandes enseguida hacemos declaraciones tales como: “Prestale

el juguete al amigo”, ¡pero los desconocidos no son amigos! Cuando sean más
grandes, seguramente se hagan amigos y amigas en segundos, sin siquiera preguntarse
sus nombres. Pero a los dos o tres años esto no sucede, los otros niños son extraños, y
está bien que así sea. Hablamos también de la importancia de dejarlos que tomen
decisiones, ¿por qué estaría exenta esta área? Que puedan elegir qué prestar y a quién
es parte del camino de crecer y ganar autonomía.
Puede ocurrir, también, que esta situación se dé a la inversa: hay una niña jugando
con una pelota, nuestro hijo la quiere, va y se la quita. La niña llora, su papá le dice:
“Pero hay que compartir”, y nosotros nos morimos de la vergüenza y de la tristeza por
verla llorar. La pregunta que nos asalta es: ¿cuál es el modo de intervenir? ¿Hay
que intervenir? Creemos que sí, porque es el modo de comunicar las reglas de
convivencia y de mediar los conflictos. Mientras haya paz, no será necesario,
pero si alguno de los niños está sufriendo, la intervención adulta será
conveniente. Si el objeto pertenece a otro niño, entonces tenemos que informarlo: “La
pelota es de la nena, podemos jugar con la tuya que está en la bolsa”, y devolvemos la
pelota a su dueña. Y acá es probable que se desate una tormenta, como ya sabemos.
Lo dijimos antes: podemos acompañar estos estallidos con firmeza, sin enojos. No
hace falta sentenciar que “nunca más iremos a la plaza”, ni castigar, ni gritar;
simplemente contendremos y esperaremos a que vuelva la calma.
Los conflictos con otros niños son esperables. Si bien solemos verlo como un
problema, el conflicto no es violencia, sino simplemente un desacuerdo entre dos o
más personas que tienen intereses diferentes. Así como hoy podemos decir que el
enojo no es una emoción “mala”, también podemos ver el conflicto como una
experiencia de la cual aprender. ¿Cómo van a aprender a negociar, ceder o expresar
sus puntos de vista de otro modo?
Otra frase que las personas grandes decimos un montón cuando se trata de
conflictos es: “Andá y pedile perdón”. Pero el perdón es un sentimiento muy
profundo que no puede ser forzado. Para poder pedir perdón, hay que sentir
verdadero arrepentimiento por una acción, reconocer que mi accionar pudo haber
causado malestar en el otro. Pero para ello tiene que existir un reconocimiento del otro
como alteridad —recordemos que durante los primeros años los bebés y los niños no
tiene aún pleno conocimiento entre el yo y no yo— y una capacidad temporal
compleja con cierto espesor que diferencie las categorías pasado, presente y futuro.
Entre los dos y tres años, estas operaciones recién se están construyendo, por lo que
no tiene ningún sentido forzar a los niños a realizar una acción que no comprenden y
menos aún, sienten.
Si la imitación tiene un papel tan central en el aprendizaje, como venimos
sosteniendo hasta ahora, para enseñar a un niño o una niña a pedir perdón, no
debemos más que explicarle su sentido y disculparnos ante ellos cuando
cometemos errores. Convengamos que todas las personas nos equivocamos en algo y
más de una vez al día. La verdadera generosidad no se obliga ni se fuerza. Acontece, a
su debido tiempo, como todos los valores que vamos transmitiendo cada día con el

ejemplo y la repetición. Pero para que eso ocurra, es importante que seamos
coherentes y que sepamos respetar sus tiempos, necesidades y decisiones.
“¡Comprame, comprame, comprame!”
Mencionamos en varios apartados la enorme influencia que puede tener en niños y
niñas la industria publicitaria. De pronto nos encontramos con pequeños que piden
productos que no siempre son necesarios (ni saludables) para su desarrollo. Podríamos
preguntarnos si es legítimo que se permita la publicidad dirigida a personas que
todavía no tienen poder adquisitivo ni desarrollo suficiente para tomar decisiones de
compra, pero seguramente sea tema de discusión en otro contexto. Lo cierto es que
nuestros hijos se ven expuestos a un mundo que predispone al consumo
continuamente. ¿Cómo no nos van a pedir algo si pasamos por una juguetería llena
de brillos y juguetes increíbles? Es casi imposible creer que un niño pequeño sea
capaz de resistirse a todas las tentaciones que existen en cualquier ciudad: desde
juguetes con luces y sonido, hasta golosinas con personajes de la tele o helados
multicolores.
¿Basta con evadir la publicidad o con evitar pasar por el kiosco? Sí y no. A veces,
será suficiente. Muchas, probablemente no. Pero es importante ser conscientes del
ambiente en el cual vivimos y predicar con el ejemplo. ¿Qué nos ven hacer?
¿Compramos cosas continuamente o somos cuidadosos con el consumo?
¿Hablamos de estos temas? ¿Elegimos a conciencia?
A estas edades todavía es relativamente fácil buscar alternativas al consumo
masivo. Una niña de dos años no distingue productos “oficiales” ni marcas. Podemos
hacer juguetes caseros, con material reciclado, y convertirlo en una actividad
compartida. Hablemos de por qué es bueno reutilizar y del valor de las cosas que
creamos con nuestras propias manos. Si lo que buscamos es atraer su atención hacia
las pertenencias que ya tienen y evitar el consumo constante, podemos rotar los
juguetes. No tener a la vista todas las opciones es una manera de que luego
redescubran sus propias posesiones.
Hacer un “filtro” también es un recurso al que podemos recurrir cuando nuestros
hijos reciben gran cantidad de regalos. De este modo, vamos entregando las
novedades de a poco (para evitar también la sobreestimulación), reservamos algunas
opciones para ocasiones especiales (una tarde lluviosa de domingo, un viaje de varias
horas o el día que vamos a visitar a la tía abuela de la cristalería) y guardamos los que
ya conocen o ya los aburrieron. Esta forma simple de administrar los juguetes
funciona.

Pretender que un niño de estas edades entienda el valor del dinero, de dónde viene,
el esfuerzo detrás y demás cuestiones es casi ciencia ficción. Claro que se lo
contaremos, pero con la paciencia extra de saber que es probable que no le importe
demasiado. Por eso, evitar ambientes consumistas y contenidos audiovisuales
repletos de publicidad son formas de resguardarlos.
La llegada de un hermanito
Es muy común escuchar a las familias preguntarse: “Cuándo será el mejor momento
para la llegada de otro hijo”. Incluso, a veces, es una pregunta dentro del consultorio
pediátrico. La realidad es que entendemos que, como en muchos otros temas, si vamos
a evaluar pros y contras, tal vez sea difícil encontrar “el mejor momento”.
Aun así, consideramos que la planificación de sumar un nuevo o nueva integrante
a la familia, así como elegir su nombre, debería ser una decisión adulta (tal como lo
fue la primera vez). Claro que los adultos podremos tomar en cuenta los deseos,
aportes, sugerencias de nuestros hijos e hijas, pero creemos que la planificación
familiar siempre debería ser una decisión de los mayores. En este sentido, es muy
importante mantener al tanto a los niños y las niñas de los cambios familiares y de las
decisiones, pero tener segundos (o terceros, o…) hijos o hijas debería, siempre que sea
posible, partir del deseo de las mamás y/o los papás, y no de la idea de “darle un
hermanito o hermanita” a un hijo anterior.
Sea a la edad que sea, la llegada de otro miembro a la familia suele generar una
gran movilización con relación al “hermano mayor” (sobre todo cuando era hijo único
hasta ese momento). ¿Cómo va a tomar la noticia? ¿Cuándo contarle? ¿Lo invitamos a
venir a las ecografías o mejor no? Así aparecen miles de interrogantes: a veces
muchos más alrededor de cómo manejarnos con nuestro hijo mayor, que con relación
al que está por llegar. La realidad es que, un poco en sintonía con todos los temas
que venimos tratando en este apartado, la idea es hablar con palabras reales, con
información concreta y sin mentiras.
La clave de esta etapa (tanto para este tema como para todo el resto) es no dejar
solo al niño, sobre todo en temas relacionados al cuerpo y a la salud. Ya vimos que a
partir de los tres años se abre una etapa de puros interrogantes, en la cual los niños
empiezan a adquirir capacidades exorbitantes para analizar situaciones, realizar
operaciones más complejas, asociar, concluir. Entonces, si nuestro hijo mayor ya tiene
edad suficiente, es sumamente importante que le ofrezcamos las herramientas
necesarias para que pueda ir construyendo sus propias interpretaciones. No es
necesario dar demasiadas explicaciones, pero sí habilitar las preguntas y brindar

respuestas claras y sinceras.
Es muy común en nuestra cultura que cuando nace un bebé, la gente nos diga que
“no olvidemos comprar el regalo que el bebé le dará a su hermano mayor” (sic), como
si para estar feliz por tener un compañero para toda la vida se necesitara un regalo.
Como si no fuera suficiente ese nacimiento en sí mismo, o como si se tratara de algo
negativo que hay que edulcorar. Por supuesto que si alguien en la familia siente el
deseo de hacerle un regalo el día del nacimiento de su hermano o hermana, es válido y
legítimo. Lo mismo que si surge regalarle algo un lunes de lluvia o un jueves de sol:
siempre que sea un deseo genuino y no una obligación porque alguien lo dijo o porque
el hermanito se lo trajo (lo cual claramente no es cierto).
También es muy frecuente que ante la llegada de un hermano, todas las
manifestaciones de los niños y las niñas sean asociadas con los celos. Esto no
siempre es así, de hecho muchas veces no es más que una interpretación de los
adultos. Se suele etiquetar como “celos” cualquier comportamiento o emoción que
exprese el “hermano mayor” a partir del embarazo. Esta interpretación sistemática
puede ser contraproducente porque lo despoja de su singularidad y de toda otra gama
de sentimientos que pueden despertarse: miedo, alegría, angustia, inseguridad,
ansiedad, etc.
Cómo reaccionará ese niño a la llegada de un bebé a la familia dependerá, por
supuesto, de múltiples factores: su edad y desarrollo, cómo se comunique la noticia,
qué lugar le dé su familia en el proceso, si sus necesidades son (y han sido)
escuchadas y tenidas en cuenta, etc. Los mal llamados “pedidos de atención” (que son
necesidades tan válidas como cualquier otra) se malinterpretan como celos cuando, en
general, son formas de pedir algo: que papá me mire, que la abuela me diga algo
lindo, probar si sigo siendo importante, que nadie se olvide de mí.
En esta etapa es preferible realizar los mínimos cambios posibles. Es decir,
evitar movimientos bruscos como un descolecho o un destete abruptos. Por
supuesto que habrá muchísimos cambios si la familia crece: el desafío es pensar
cuáles son necesarios y cómo abordarlos del modo más respetuoso para no descuidar a
los o las mayores. Recordemos que las conductas de apego hasta los tres años están
muy activas, por lo tanto es esperable que un niño de dos o tres años pida mucho
contacto físico y atención ante la llegada de un bebé (en especial a su figura de
apego primaria). Por eso, muchas veces, una diferencia de edad entre hijos de tres o
más años es un poco más sencilla de sobrellevar.
Otras manifestaciones esperables ante la llegada de un nuevo bebé son los
famosos (y erróneamente llamados) “retrocesos”: volver a pedir pañales, volver a
pedir teta si ya la habían dejado o pedir mucho más si aún seguían tomando, requerir
contacto durante la noche si ya dormían solos en su habitación, etc. Los movimientos
progredientes (hacia adelante) y regredientes (hacia atrás) son fluctuaciones propias
del desarrollo y de la maduración durante todo el crecimiento del ser humano. A veces
necesitamos dar dos pasos hacia atrás para poder dar tres hacia adelante. La llegada de
un nuevo integrante suele ser un momento emocionalmente muy movilizante para

toda la familia y los niños no están exentos a esta especie de estrés (saludable).
Entonces, ante esta mezcla de emociones para procesar, la energía psíquica
disponible se pone al servicio de tramitar la nueva experiencia, dejando para un
poquito más adelante otras conquistas madurativas que también requieren de mucha
atención y energía para sostenerlas. Acompañar estas fluctuaciones en el crecimiento
sin humillar, habilitando que son cosas que pueden suceder y que no se van a
mantener para siempre, es parte de la función de los adultos cuidadores como
ambiente facilitador.
* * *
Aun así, tener celos no es nada malo. Es esperable que la llegada del hermanito
despierte en nuestro hijo mayor sentimientos encontrados. De amor y de odio,
esto es lo que se conoce como ambivalencia y forma parte de todos los vínculos
afectivos. Por eso es importante poner en palabras las situaciones que se van
generando, en especial que el niño pueda contar lo que siente por su hermano o
hermana sin censura, sabiendo desde el inicio que no tiene nada de malo que tenga
sentimientos “malos” o ambivalentes.
A veces la carga se hace más pesada para la madre: no nos olvidemos de que ella
acaba de gestar y parir, y ahora debe enfrentarse a un nuevo puerperio donde, además
de cuidar a un recién nacido con todo lo que eso implica, tiene a su cargo a otro
pequeño que también demanda. Mantener la calma, la paciencia y la empatía en pleno
puerperio resulta ser un desafío superior. Es por eso que sugerimos, acá también,
rodearnos de personas que nos hagan bien. Tribu de amigas y amigos que estén
pasando o hayan pasado por esta experiencia y puedan contarnos aquello que los
ayudó. Familiares dispuestos a colaborar con las tareas domésticas o brindar cuidado,
atención y contención al hermano mayor. Profesionales que nos acompañen, nos
contengan y nos den herramientas para manejarnos con respeto. Talleres para familias
que aborden estos temas desde la crianza respetuosa. Y, claro, un compañero o
compañera que apoye y empatice con nosotras y los sabores agridulces del puerperio.
MORA (CINCO AÑOS) Y SU HERMANITA
La mamá y el papá de Mora no pusieron ninguna expectativa ante la llegada
de Maia, la nueva hermanita. Que se ponen difíciles, que se ponen rebeldes:
nunca se dice nada lindo del vínculo con los hermanos recién nacidos,
pensaban. Decidieron tratar de ser lo más respetuosos posible de lo que Mori
manifestara ante su nueva hermana. Y se sintieron gratamente sorprendidos
—y agradecidos— al ver a su hija mayor ser tan amorosa, genuinamente
amorosa, con su hermana menor. Mora la acompañaba, colaboraba con sus

padres, estaba maravillada con la bebé. No manifestaba celos, sino amor y
ternura. Sí manifestaba cierta intensidad, pero hacia sus padres, lo cual estos
entendieron como parte natural del proceso.
La socialización es un proceso propio de nuestro ser humano y abarca múltiples
aspectos. Al socializar, aprendemos sobre nuestra cultura, compartimos emociones,
conocemos a otras personas e integramos información. A medida que los niños y las
niñas crecen, su círculo también lo hace. A la interacción con su familia primaria se
suman nuevos actores: docentes del jardín, otros familiares, amigos y amigas,
personas del entorno. Esperamos que, más allá de las particularidades y diferencias de
cada caso, estas relaciones siempre estén basadas en el respeto mutuo.
SÍNTESIS DEL CAPÍTULO
• Los inicios de la escolarización
El jardín de infantes no es el único espacio de socialización para un niño.
Niños y niñas pueden socializar en cualquier lugar y con personas de todas las
edades. También existen otras alternativas, como los jardines rodantes y los
grupos de juego. Es muy importante que la decisión de iniciar la escolarización
sea propia de la familia y no un mandato o una imposición.
• Elegir el jardín
La elección de un jardín es un proceso que puede llevar tiempo. Por eso es
importante hacerlo con anticipación para poder encontrar, siempre que sea
posible, una institución que esté en línea con nuestra concepción de la crianza.
En estos momentos tan cruciales del desarrollo emocional no solo debemos
tener en cuenta los contenidos pedagógicos o curriculares, sino, sobre todo, que
la institución escolar funcione como un espacio de contención y subjetivación.
• El proceso de adaptación o integración
Es fundamental que el proceso de adaptación sea justamente eso: un proceso.
El objetivo será que los o las docentes se constituyan en figuras de apego
suplementarias. Es esperable que los niños se aferren durante los primeros días
de la adaptación a sus figuras de confianza. A medida que el niño vaya
descubriendo que ese es un lugar seguro, entonces podrá ir soltándose. Pero

construir ese vínculo de apego con una persona nueva implica cierto tiempo y
experiencias repetidas.
• ¿Qué es eso de ESI?
El Programa Nacional de Educación Sexual Integral se lleva a cabo en nuestro
país desde el 2006 y abarca todos los niveles educativos, incluyendo el nivel
inicial. La Ley de ESI es un derecho de todos los niños y las niñas que reciben
educación en Argentina y abarca muchísimas aristas que tienen que ver con la
convivencia, los valores, y el cuidado de la salud y el cuerpo. Consideramos
que las temáticas abordadas en este programa conviven en armonía con nuestra
mirada acerca de lo que implica una crianza respetuosa.
• La edad de los (inagotables) “¿por qué?”
Alrededor de los tres años, los chicos comienzan a dominar mejor el lenguaje.
Su desarrollo intelectual tiene grandes avances. Si hasta ahora su exploración
era mayormente motriz y requería de tocarlo todo, ahora esa exploración y
curiosidad también empiezan a trasladarse a la mente. Dar respuestas sinceras a
estos cuestionamientos es un modo de favorecer el crecimiento y desarrollo de
la inteligencia de nuestros hijos. Ser pacientes al responder, ofrecer palabras
comprensibles para su edad, sin sermones ni explicaciones demasiado largas
contribuye al despliegue del deseo de saber y de conocer el mundo.
• “No quiere dar besos”
El respeto por el cuerpo se enseña a diario. Su cuerpo es suyo y por eso saludar
con besos y/o abrazos debería ser decisión del niño. Estas actividades implican
intimidad, emociones y cercanía. No todos los niños pequeños se sentirán a
gusto con ello. Es importante que sepan decir que no y que puedan aprender a
poner límites a los adultos cuando se sientan incómodos. Esto no implica que
no vayamos a enseñarles a saludar con cortesía y respeto: hay diversas maneras
de saludar sin poner en juego el cuerpo.
• Conflictos entre niños y niñas
La expresión “hay que compartir” es una de las más usadas por las personas
adultas. Pero a estas edades, los niños aún no han desarrollado la capacidad de
pensar en el otro ni en comprender que el préstamo es algo temporal. Por eso,
sugerimos respetar sus tiempos, sus espacios y su sentido de la posesión. Otra
frase relacionada con los conflictos es: “Andá y pedile perdón”. Pero el
verdadero perdón y la genuina generosidad no se obligan ni se fuerzan.
Acontecen, a su debido tiempo, como todos los valores que vamos
transmitiendo cada día con el ejemplo y la repetición.

• “¡Comprame, comprame, comprame!”
Nuestros hijos se ven expuestos a un mundo que predispone al consumo
continuamente, por eso es importante ser conscientes del ambiente en el cual
vivimos, regular y predicar con el ejemplo. A estas edades todavía es
relativamente fácil buscar alternativas al consumo masivo. Evitar ambientes
consumistas y contenidos audiovisuales repletos de publicidad son formas de
resguardarlos.
• La llegada de un hermanito
Es muy frecuente que ante la llegada de un hermano, todas las manifestaciones
de los niños sean asociadas con los celos. Esto no siempre es así. Cómo
reaccionará ese niño a la llegada de un bebé a la familia dependerá, por
supuesto, de múltiples factores. Es normal que pidan más atención. Otras
manifestaciones esperables son los famosos (y erróneamente llamados)
“retrocesos”. Sugerimos que una familia con un nuevo integrante se rodee de
personas que sean red de sostén y le permitan seguir siendo un ambiente
facilitador para la crianza de sus hijos.

Capítulo
12
Conclusiones: no tan terribles

Conclusiones: no tan terribles
Es muy común que las familias que transitan por esta etapa lleguen a nuestros talleres
con diferentes inquietudes y con la intención de “resolver los problemas” que se les
van presentando tanto en sus hogares como en otros espacios: el jardín, la casa de los
abuelos, etc. A veces, incluso, piensan que hay algo patológico (o al menos
inadecuado) en la conducta de sus hijos e hijas. Por supuesto que es importante
despejar aspectos singulares de cada niño, pero la realidad es que la mayoría de
las veces no existe tal cosa y simplemente las conductas que van apareciendo
responden a las características propias de la etapa que fuimos describiendo a lo
largo de este libro. El desafío de poder “sobrevivirla” y transitarla de la manera más
armónica posible es simplemente eso: entender que se trata de una etapa y que así
como llegó, se irá antes de que nos demos cuenta.
En general, comprendemos esta fase en un rango entre el primer año de vida y los
tres años, pero claro que para cada niño, la etapa “terrible” le toca cuando le toca. Que
haya arrancado al año no quiere decir que vaya a terminar antes, o al revés, si
comenzó a los tres años no quiere decir que en pocos meses se resuelva. Lo
importante es no encasillar ni rotular a nadie. Más bien se trata de comprender que
esta es una etapa saludable y necesaria del desarrollo psíquico y emocional.
Conocer sus características y razones nos permite relajar y abordarla de manera más
tranquila. De nada sirve querer acelerar procesos porque, como ya repetimos muchas
veces, “antes no es mejor”. El objetivo de este libro es brindar esa información para
que las personas adultas estemos a la altura y podamos ofrecer un ambiente
facilitador, respetando los tiempos de cada niño y acompañándolo de modo tal que el
camino sea lo más feliz posible para todos. Seguramente seamos capaces de descubrir,
ahora que llegamos al final, que nuestros hijos no eran tan “terribles” como creíamos.
Creemos que la crianza debe ser, ante todo, placentera. Si bien esta es una
edad que nos demanda mucha energía y presencia, también es un momento de la vida
único e irrepetible. Es una etapa trabajosa, pero divertida; de mucho aprendizaje
mutuo, de ocurrencias, de risas y asombro. Es importante no quedarse solamente con
lo difícil y abrumador. Ellos y ellas nos sorprenden a diario. Confiemos en su
potencial y en lo que vienen a enseñarnos. Escuchémoslos, sigámoslos. De esta
manera iremos construyendo desde los inicios un vínculo sólido de confianza y
conexión emocional. Si hay dificultades y situaciones que nos exceden y que ya no
podemos manejar, pidamos ayuda. No agotemos los recursos en la frustración, el
grito, el enojo. Se puede pedir orientación a familias, hacer terapia, construir una red

con otras familias, hablar con alguna persona afín a nuestras ideas. Siempre se puede
reparar: nuestros hijos e hijas valen el esfuerzo de querer ser mejores personas.
En este punto es importante resaltar la necesidad de asumir la crianza como una
responsabilidad social compartida. La familia es apenas un núcleo. Núcleo que
necesita de varios tipos de sostenes, como ya hemos visto. La red de sostén primaria,
que puede ser la familia ampliada o grupos de pares. En segunda instancia, la red de
sostén de los profesionales que la acompañen. También, el sostén de una comunidad
sensible que comprenda las implicancias de la crianza y lleve adelante prácticas que
protejan a las familias. Y, por último, lo más macro, lo que habilita que todo lo
anterior sea posible: Estados, leyes y políticas públicas que promuevan la salud, la
prevención, los cuidados sensibles y la protección de la infancia. Esto no puede
quedar librado a la esfera privada: la crianza es un acto político y, como tal, un
asunto de responsabilidad pública.
Criar, de alguna manera, es como hacer jardinería: observar, cuidar, nutrir,
proteger. Hay un libro de Miguel Hoffmann cuyo título es Los árboles no crecen
tirando de las hojas, y esta es una frase que resume muy bien el propósito de este
libro. Cada persona viene al mundo con infinitas potencialidades. Brindemos las
condiciones para que nuestros hijos y nuestras hijas florezcan y crezcan. Seamos ese
refugio al cual puedan volver siempre que lo necesiten. De plantas secas y suelos
áridos ya tenemos demasiados ejemplos.
Quizás al leer estos capítulos alguien sienta que se equivocó. Nos ha pasado a
nosotras también. Cometemos errores en la crianza porque no nacemos sabiendo ser
madres ni padres y/o porque no recibimos el apoyo suficiente. Culparnos no conduce
a ninguna parte, ni construye nada nuevo. Como diría Maya Angelou (escritora, poeta
y activista por los derechos humanos): “Lo hiciste lo mejor que sabías. Ahora que
sabés más, lo harás mejor”. Y hacerlo mejor no es hacerlo perfecto, es hacerlo de
la mejor manera posible según nuestras posibilidades, porque somos humanos y
nos vamos a equivocar. Si nos equivocamos, podemos pedir perdón a nuestros
hijos y, de ese modo, vamos a enseñarles que las personas nos equivocamos,
aprendemos de los errores e intentamos crecer desde ese lugar.
Si hasta acá lo hicimos de un modo y ahora creemos que no es el camino que nos
gustaría elegir (o que podemos modificar pequeñas cosas de la vida cotidiana en
beneficio de todos), bienvenido sea ese cambio. A veces nuestras elecciones adultas
parecen inamovibles pero, en el fondo, son torres de cubos inestables que nuestros
niños se encargan de desarmar en segundos para que nos encontremos cara a cara con
las dudas y los miedos. Pero la buena noticia es que podemos volver a armar esa torre
junto a ellos para que sea más alta, más fuerte y más estable que nunca.
Construyamos juntos una crianza disfrutable: flexible, libre de culpas y
mandatos, posible y realista. Después de todo, no nos olvidemos de que en la
crianza los días son largos, pero los años son cortos.

Agradecimientos
A Paula Roy, por el título de este libro.
A Laura González y Andrea Bertolini de Mammalian, por la supervisión del
capítulo de lactancia.
A Rocío Soledad Otero, por su asesoría en asuntos legales.
A María Fernanda Iroumé, por su participación con relación a crianza y
discapacidad.
A Ilanit Bomer, por su colaboración en los temas referidos a alimentación.
A Eliana Suraniti, por sus aportes en el capítulo de socialización.
A las familias que nos prestaron sus testimonios.
A nuestros pacientes, por permitirnos acompañarlos y formar parte de su
red de sostén desde nuestro rol profesional.
A cada una de las personas que pasaron por nuestros talleres,
enriqueciéndolos y enseñándonos que la crianza puede ser un mundo de
posibilidades.

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