que en lugar de enterrar a sus muertos los incineraban. La incineración parece
haber surgido con las nuevas técnicas de fundición que requería el hierro. Los
aqueos debieron de ser un pueblo más rudo que los micénicos, pero éstos debieron
de ver en ellos un refuerzo conveniente para sus campañas militares.
Combinando la arqueología con la tradición griega posterior, la Grecia micénica
ofrece esta imagen: había una oligarquía dominante (probablemente indoeuropea,
frente a un pueblo de origen pelásgico). Los nobles son carnívoros y prefieren los
lechones, mientras que el pueblo es vegetariano y se alimenta principalmente de
trigo tostado y pescado. Los nobles beben vino y usan la miel como edulcorante,
mientras que el pueblo bebe agua. La propiedad de la tierra está vinculada a la
familia, en cuyo seno rige una especie de régimen comunista. No hay una división
del trabajo en oficios, sino que cada familia se fabrica lo que necesita. Hasta el rey
siega, cose y clava tachuelas. No labraban metales, sino que importaban el bronce
del norte y, en escasas cantidades, el hierro. Usaban carros tirados por mulos,
aunque eran caros y pocos podían permitírselos. Había esclavos, pero poco
numerosos y, por lo general, bien tratados. Principalmente eran mujeres que se
ocupaban de las labores domésticas. Usaban el oro como dinero (a peso, sin acuñar
monedas), pero sólo para transacciones importantes, lo habitual era pagar con
pollos, medidas de trigo, cerdos, etc. La riqueza de una familia no se medía por su
dinero sino por sus posesiones. Daban gran importancia a la elegancia y la belleza
física. Sus trajes eran de lino, a modo de saco con un agujero para la cabeza, si
bien trataban de adornarlos con bordados y otros detalles. Un buen vestido era
considerado como algo muy valioso. Las casas de los pobres eran de adobe y paja,
las de los ricos de piedra y ladrillo. Constaban de una estancia única con un agujero
en el techo a modo de chimenea. No tenían templos, sino que las estatuas de los
dioses quedaban al aire libre.
Por esta época debió de empezar a cobrar importancia la ciudad de Troya. Estaba
situada en la costa de Anatolia, en un lugar estratégico para controlar el paso por el
Helesponto, un estrecho que comunica el Mediterráneo con un pequeño mar, la
Propóntide, que a través del estrecho del Bósforo comunica a su vez con el Mar
Negro. El Mar Negro, ofrecía grandes posibilidades para el comercio, alejado del
disputado Mediterráneo y con una extensa costa llena de pueblos no muy civilizados
a los que se podía ofrecer artículos de lujo a cambio de minerales y otras materias
primas. Algunos comerciantes llegaron incluso a China por esta vía, de donde
importaban artículos exóticos, como el Jade. Así pues, Troya estaba en condiciones
de aprovecharse directa e indirectamente de este comercio, sin más que exigir un
tributo a todo el que quisiera cruzar el Helesponto.