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Nuestros estudios no son como juegos, son juegos.
¿Por dónde se empieza estudiar algo tan complejo como ‘el desarrollo
de las habilidades docentes’? Bueno, lo primero que se hace es leer. Es
estudiar qué se hizo antes, qué se sabe del tema. Sobre todo cuando se
trata de trabajar junto a una disciplina tan compleja y tan rica como lo
es la educación.
Una vez hecho esto, nos embarcamos en la tarea de tratar de
contestar esas preguntas para nada sencillas: ¿Los niños pueden ser
maestros? Y si pueden ser maestros, ¿cómo lo hacen? ¿Es importante
el lenguaje verbal? ¿Y el lenguaje no verbal? ¿Ellos aprenden mejor si
enseñan? ¿Los chicos usan gestos cuando enseñan?
Y para responderlas diseñamos diferentes juegos.
Todos nuestros estudios (juegos) tienen una secuencia de
pasos parecida: Primero un adulto le enseña algo nuevo a un chico;
generalmente las reglas de un juego. Una vez que los niños aprenden
esas reglas, juegan; y cuando ya saben bien cómo jugar entra un
segundo participante, que puede ser un adulto u otro niño. Ahora, si es
un niño, es un compañero de clase o un amigo que nunca vio el juego
antes, que no sabe jugar; y si es un adulto, es un actor, que va a jugar mal
intencionalmente y que se equivoca una y otra vez.
Con este tipo de estructura tenemos por un lado a un adulto que
le enseña a un chico y este último aprende, sabe jugar y lo hace bien;
y por otra parte, a un segundo participante que no sabe jugar porque
nadie le enseñó antes (en el caso del nuevo niño) o que juega mal
(actor adulto). Entonces, aparece algo importante: el primer niño sabe
algo, tiene un contenido de conocimiento que el otro no tiene. Lo que
nosotros hacemos en ese momento es tratar de entender qué hace el
niño con eso. ¿Lo enseña? Y para que esa transmisión de conocimiento,
si existiera, sea lo más natural posible, se deja solos al que sabe y al que
no. Es decir, el primer adulto se va de la habitación, que es algo así como
dejar al practicante solo con los alumnos. Ahora el maestro, el único
que tiene la potencialidad para enseñar, es el niño.
El principio de una respuesta compleja
¿Qué encontramos hasta ahora? Que los niños enseñan. Mucho, todo lo
que pueden. Sin frustrarse aún cuando su alumno comete error, tras
error, tras error. Que aunque sus explicaciones no son perfectas, no hay
uno solo que se niegue a enseñar. Y eso es impresionante. Después de
4 años de proyecto y más de 600 entrevistas, todos los chicos quisieron
enseñar. Incluso hubo algunos que se aburrieron durante el juego, pero
al momento de contar lo que sabían a otros, todos fueron generosos al
transmitir sus conocimientos.
Específicamente encontramos que el uso de lenguaje no verbal
-como por ejemplo miradas o gestos- es de gran importancia y que su
uso se modifica con la edad. Entre los 3 y 5 años los niños miran a su
alumno a los ojos durante todo el episodio de enseñanza. Establecen
una conexión con el otro que no interrumpen hasta el final. Como un
“te miro y te paso toda la información que tengo”. En cambio los niños
ya más grandes, de entre 6 y 8 años, tienen la capacidad de orquestar
lo que dicen con cuándo miran y cómo gesticulan, de forma de lograr
una sinfonía entre: “te cuento, te miro, señalo lo importante, te vuelvo
a mirar…”.
La capacidad de enseñar parece ir haciéndose más compleja,
no sólo por el discurso hablado, sino también por cómo el cuerpo lo
acompaña.
¿Por qué tratar de entender cómo nos convertimos en maestros?
Nuestro proyecto no busca eliminar la figura del docente adulto. Por
el contrario. Creemos que ser docente es una tarea compleja, que no
sólo significa ir al magisterio o al profesorado y cursar un número de
materias. Es una tarea irremplazable.
Lo que buscamos es estudiar cómo se desarrolla esa habilidad
durante los primeros años de vida. Postulamos que todos los seres
humanos somos de alguna manera docentes ‘naturales’ y que entender
con detalle este rol podría tener dos beneficios directos en el aula.
Por un lado, se podrían revisar las ideas de tutorías entre pares bajo
una nueva luz de evidencia. Y por otro, entender el impacto que tiene
enseñar en la propia experiencia de aprendizaje; re-evaluando la vieja
idea Docendo discimus, del Latín, ‘Mediante la enseñanza, aprendemos’
o ‘Enseñando, aprendemos’.
Esto tendría un impacto directo porque, si bien las escuelas tienen
más o menos recursos, siempre hay niños. Ellos mismos podrían
ayudar a otros niños a aprender, haciendo de tutores y probablemente
mejorando, de esta manera también, su propia experiencia de
aprendizaje.