Revoluciones de 1830 Después de la caída de Napoleón, los países que lo vencieron (Gran Bretaña, Rusia, Austria y Prusia) se reunieron en el Congreso de Viena (1815) para reorganizar Europa. Su objetivo era frenar la expansión de Francia, fortalecer a los países vencedores y volver al antiguo orden monárquico. Aunque algunos querían ideas liberales, predominaron las viejas tradiciones absolutistas. Redibujaron el mapa de Europa, repartieron territorios sin consultar a los pueblos, y esto generó muchos conflictos que reaparecerían más adelante. Hacia 1830, esas decisiones provocaron muchas tensiones sociales. Las ideas de la Revolución Francesa (libertad, igualdad) seguían vivas y chocaban con la restauración del absolutismo. También surgieron movimientos nacionalistas, especialmente en lugares como Italia y Alemania, donde se deseaba la unificación nacional. Para eso, aparecieron sociedades secretas, como los carbonarios en Italia o la charbonnerie en Francia, que luchaban contra las monarquías con ideas liberales o republicanas. Las revoluciones de 1830 fueron impulsadas por tres grandes corrientes: El liberalismo, que defendía la libertad individual, una economía sin intervención del Estado (laissez-faire) y gobiernos con Constitución, aunque sin sufragio universal (sólo votaban los ricos). El romanticismo, una reacción contra el racionalismo que exaltaba las emociones, la libertad artística, el pasado medieval y el espíritu nacional. El nacionalismo, que empezaba a formar la idea de nación basada en una lengua, cultura, religión y territorio comunes. Buscaba que cada pueblo tuviera su propio Estado y gobierno. Aunque estas ideas venían de sectores cultos (burgueses, universitarios), no lograban conectar con los campesinos o clases populares, que se sentían más unidos por la religión que por la nación. Esto dificultó la formación de los nuevos Estados nacionales.