El Padre García no trincha, tritura ferozmente los trozos de carne,
los ensarta en el tenedor, los retuerce contra la fuente. El trozo
chorreante no sube hasta su boca. ¿Se desangra la criatura?,
queda temblando en el aire, como su mano y el cubierto,
¿sangre por todas partes?, y una brusca ronquera lo ahoga,
¿sangre de esa niña? Un hilillo de baba clara desciende por su
barbilla, imbécil, que la soltara, no era hora de besos, la estaba
ahogando, había que hacerla gritar, imbécil: más bien que la
cacheteara. Pero Josefino se lleva un dedo a la boca: nada de
gritos, ¿no veía que había tantos vecinos?, ¿no lo oía
conversando? Como si no los oyera, la Selvática chilla con más
fuerza y Josefino saca su pañuelo, se inclina sobre el camastro
y le tapa la boca. Sin inmutarse, doña Santos sigue hurgando,
manipulando diestramente los dos muslos morenos. Y ahí le
había visto la cara, Padre garcía, y le comenzaron a temblar
las piernas y las manos, se le olvidó que ella estaba muriendo y
que él estaba allí para tratar de salvarla, sólo atinaba a, sí, sí,
mirarla, no había duda, era la Antonia”.
(La casa verde, Págs. 414-415)