Después de aquellas palabras, todo fue silencio. Pedrito se negaba a creer las
palabras de su tío político, pero no podía contradecir aquello que tenía tanto
sentido. Al ser los padres, quienes otorgaban los regalos, era evidente que los
niños más pobres recibieran los juguetes o presentes menos llamativos. Sin
embargo, la pureza e inocencia de un niño se imponen a la lógica, y aunque
resultaba evidente, Pedrito se mantuvo aferrado a su creencia en los santos
reyes.
Al llegar a la casa, Pedrito apenas pudo probar bocado. Las palabras de don
Manuel le habían afectado, pero no porque le habían cambiado su manera
de pensar sino porque sentía que poco podía hacer para cambiar las ideas de
su tío sobre la navidad. Faltaba poco para la víspera de navidad, así que
Pedrito hizo lo que cualquier niño creyente haría, escribir a los santos reyes.
Dobló en cuatro la carta y, como sabía que los reyes no entrarían en casa de
sus tíos, abrió la ventana, luego, cruzando por un estrecho pasillo trató de
escalar para subir al techo de la lujosa casa; pero antes que pudiera avanzar,
se resbaló y cayó de la altura de un segundo piso. Don Manuel fue el primero
en salir, al escuchar el ruido, luego la tía María, que al ver a Pedrito tirado en
el suelo se desmayó. Aquella noche, tía y sobrino fueron hospitalizados.
Gracias a la santísima divinidad y a unos pequeños arbustos que
amortiguaron la caída, Pedrito sólo se rompió un brazo. Temprano en la
mañana, tía y sobrino regresaban a casa. Pero no sin antes llevarse una
sorpresa, aquel día don Manuel pudo escuchar por vez primera los latidos
del niño que esperaba la Sra. María, que sin saberlo tenía casi dos meses de
gestación. Don Manuel, que apenas podía creer lo que le mostraba el médico
y con lágrimas de alegría, sólo pudo decir: