El exilio R.A. Salvatore
—El ma...
—Mago —dijo Belwar, impaciente.
—El ma... mago tiene una to... torre —explicó el oseogarfio, excitado—. Una gran to... torre
de hierro que lleva con él, y la instala donde le parece más conveniente. —Clak miró el techo
destrozado—. Incluso cuando no cabe.
—¿Lleva una torre? —se extrañó Belwar, que arrugó la nariz en un gesto de duda.
Clak asintió nervioso, pero no añadió nada más; había encontrado el rastro del mago, la
huella de una bota marcada en un lecho de musgo que apuntaba hacia uno de los túneles.
Drizzt y Belwar tuvieron que conformarse con la escueta explicación, y reanudaron la
búsqueda. El drow avanzó primero; utilizaba todos los conocimientos aprendidos en la Academia
drow reforzados por la experiencia de la década pasada a solas en la Antípoda Oscura. Belwar,
dotado con la comprensión racial innata del mundo subterráneo y el broche mágico, se encargaba de
mantener el rumbo, y Clak, en los momentos en que recuperaba totalmente la personalidad anterior,
pedía la guía de las piedras. Pasaron por otra caverna destrozada, y por una en la que había señales
de la presencia de la torre, aunque el techo era lo bastante alto como para alojar la estructura.
Al cabo de unos días, los compañeros llegaron a una caverna muy amplia, y vieron a lo
lejos, junto a un arroyo, la casa del mago. Una vez más, Drizzt y Belwar se miraron sin saber qué
hacer, porque la torre tenía diez metros de altura y seis de ancho, y las paredes de metal pulido
frustraban sus planes. Se acercaron a la torre por caminos separados, y su asombro fue mayor aún al
advertir que las paredes eran de adamantita pura, el metal más duro del mundo.
Encontraron una sola puerta, pequeña y tan bien ajustada que el perfil apenas si era visible.
No tuvieron necesidad de comprobarlo para saber que era infranqueable.
—El ma... ma... Él está aquí—rugió Clak, pasando las garras sobre la puerta, desesperado.
—Entonces tendrá que salir en algún momento —afirmó Drizzt—. Y, cuando lo haga, aquí
estaremos.
El plan no satisfizo al pek. Con un terrible rugido que resonó por toda la región, Clak lanzó
su enorme cuerpo contra la puerta; después retrocedió de un salto y lo intentó otra vez. La puerta ni
siquiera se sacudió con los golpes, y no tardó en quedar claro que el cuerpo de Clak perdería la
batalla.
Drizzt intentó en vano calmar al gigante, mientras Belwar se apartaba para preparar el
hechizo de poder. Por fin, Clak se dejó caer al suelo; apenas si podía respirar por culpa del
agotamiento, el dolor y la rabia. Entonces entró en acción Belwar, con las manos de mithril
chisporroteando cada vez que se tocaban.
—¡Apartaos! —ordenó el enano—. ¡He venido desde demasiado lejos como para permitir
que una vulgar puerta me detenga!
Belwar se colocó delante de su objetivo y descargó un golpe poderosísimo con la mano-
martillo. Una refulgente lluvia de chispas azules saltó en todas direcciones. Los musculosos brazos
del svirfnebli trabajaron con furia pero, cuando Belwar agotó las energías, el metal sólo mostraba
unas pequeñas muescas y pequeños puntos chamuscados.
Belwar entrechocó las manos disgustado, y por un instante quedó rodeado de chispas. Clak
compartió sinceramente su frustración. Drizzt, en cambio, estaba más preocupado que enfadado. La
torre no sólo los había detenido, sino que además el mago encerrado en el interior sabía que lo
esperaban. El drow dio una vuelta alrededor de la estructura y observó que había numerosas
ballesteras. Agazapado, se situó debajo de una de ellas, y oyó un canturreo suave; a pesar de que no
entendía el significado de las palabras, no le costó mucho adivinar las intenciones del humano.
—¡Corred! —les gritó a sus compañeros, y entonces, llevado por la desesperación, cogió
una piedra y la lanzó contra la ballestera.