ROSTROS EN EL AGUA (1961) Janet Frame

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About This Presentation

La mejor novela de JANET FRAME


Slide Content

ROSTROS EN EL AGUA
(1961)



























Janet Frame


Traducción:

Alfredo Percovich

Edición:

Julio Tamayo

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INTROITO















De la locura se ha hablado mucho, desde fuera, generalmente por personas
cuerdas, que imaginan al loco como a un ser especial, extrovertido, extravagante,
que se pasa el día haciendo y diciendo lo que le viene en gana, siempre con un
grado de intensidad, de originalidad, de genialidad, muy superior a la media.
Vamos que el loco, junto con los niños, es el único ser libre, inconsciente,
inocente, de la creación. De ahí que autoproclamarse loco, como hacen el 90% de
los adolescentes, no sea considerado una aberración, sino una virtud. Esta visión
literaria, poética, mítica, de la locura, hace que el loco verdadero, el enfermo
mental, sufra un doble estigma, el de su propia enfermedad, que le impide llevar
una vida normal, equilibrada, y el de la sociedad, que le juzga por no cumplir sus
expectativas de lo que debe de ser un loco canónico, alguien alegre y creativo, lo
que nunca es un loco, alguien continuamente atormentado, amargado, frustrado.
La realidad de la locura sola la puede contar, escribir, un loco porque transcurre
por completo en su cabeza, su cerebro es su propio universo, fosa, un universo
delirante, imaginario, pero universo a fin de cuentas. Después de leer los libros
de Anna Kavan o Janet Frame, dos locas reales, luego sufrientes, lo último que se
te ocurre decir es cómo mola ser loca, yo de mayor quiero ser loca. Lo que sí
puedes llegar a pensar es me gustaría escribir como ellas porque ambas poseen
un lenguaje alucinado lleno de imágenes poderosas, sobre todo Janet Frame, que
es un torrente, de aguas bravas, porque ambas describen sus estancias en
psiquiátricos con una crudeza escalofriante, sin el menor romanticismo, retórica
escapista. La literatura de Frame no es cómoda, ni fácil, no vas a salir del libro
con la sonrisa gilipollas de Amélie, ni con ganas de comerte el mundo.
Enfrentarse al propio espejo no es fácil, y más cuando el reflejo no es muy
agraciado. Supuestamente para lo que sirve la literatura, para fomentar la
empatía, ponerse en el lugar de personas diferentes a ti, para terminar
descubriendo que en definitiva tampoco son tantas las diferencias, que todos
somos igual de obsesivos, de inseguros, que todos estamos igual de aislados, de
solos. Todos somos enfermos mentales, lo único que cambia es la capacidad,
voluntad, racional, para disimularlo, trascenderlo, con diferentes máscaras.

Julio Tamayo

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A

R. H. C.


A pesar de estar escrita en estilo

documental, ésta es una obra de ficción.
Ninguno de los personajes que en ella figuran,
incluyendo a Isdna Mavet, es representación
de persona viviente alguna.

JANET FRAME

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PRIMERA PARTE

CLIFFHAVEN

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Se ha dicho que la seguridad es el dios a quien debemos lealtad, la
Cruz Roja que nos ha de proveer de ungüentos y vendajes para
nuestras heridas, la que disipará las ideas extrañas, las pompas de
cristal de la fantasía y las combadas horquillas de la sinrazón
incrustadas en nuestras mentes. En todas las entadas y salidas del
mundo se han colocado notas de advertencia y listas con las medidas
de seguridad que se han de tomar en caso de inminencias extremas:
rayos, aislamiento en las nieves del Antártico, picadura de víbora,

motines, terremotos. No dormir nunca sobre la nieve. Esconder las
tijeras. Cuidarse de los desconocidos. Perdido en tierras extrañas,
averiguar la hora por medio del sol y la situación con respecto a los
riachuelos que corren hacia el mar. No luchar si se desea ser rescatado
de ahogarse. Sorber de la herida la picadura de serpiente. Cuando la
tierra se abre y las chimeneas se tambalean, corra a guarecerse bajo el
cielo... Pero, para el día de la destrucción final, cuando «aquellos que
miran a través de las ventanas serán oscurecidos», no han propuesto
divisa. Gente llena de pánico se apiña en las calles, mirando a diestra y
siniestra, escondiendo las tijeras, sorbiendo el veneno de una herida
que no pueden hallar, estimando la hora por la posición del sol en el
cielo, aun cuando el propio sol se ha derretido y gotea por entre grietas
de oscuridad sobre las oquedades de evaporados mares.

¿Cómo podremos, hasta ese día, durmientes y semiensoñados,
encontrar nuestro camino y preservarnos de la terrible realidad de
rayos, serpientes, tráfico, gérmenes, motines, cataclismos, desastres y
mugre, si los piojos se arrastran como acertijos por nuestras mentes?
Y, además, ¿dónde se encuentra el dios de la Cruz Roja, con su
ungüento y el yeso, la aguja y el hilo y los vendajes limpios para
momificar las úlceras de nuestros sueños? Seguridad ante todo.

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Yo escribiré sobre los tiempos del peligro. Fui internada en la
clínica porque se abrió una gran brecha en el témpano que habla entre
mí y los demás. Aquellos a quienes yo observaba mientras su mundo
flotaba a la deriva por un mar color violeta, en el que tiburones con
narices de martillo nadaban junto a focas y osos polares con
apacibilidad tropical. Estaba sola sobre el hielo. Un chubasco que
cayó me dejó aterida y con el solo deseo de acostarme y dormir; y

lo hubiera hecho, de no haber sido por los extraños que llegaron con
tijeras, bolsas de tela llenas de piojos, botellas de veneno con etiquetas
rojas y otros peligros en los que anteriormente no había reparado.
Espejos, embozos, corredores, muebles, centímetros cuadrados,
silencios extendidos y herméticos, quejidos y moldes, y voces en
muestra gratuita. Y los extraños levantaron, sin decir palabra, tiendas

circulares de percal y acamparon conmigo, rodeándome con su
mercancía y peligro.

Yo estaba triste y sólo quería comer chocolate acaramelado.
Compré doce almohadones por seis peniques y me senté en el
cementerio, entre crisantemos que se amontonaban en sus aguas
pardas dentro de enlodados frascos de dulce. Caminé de un lado a otro
por la ciudad oscura, siguiendo los relucientes rieles del tranvía que
prolongaban y sostenían las luces de la calle, Y al centellear
repentinamente los tranvías, con su arco iris formado por salpicaduras

de luz, experimentaba la sensación de que miraba entre lágrimas. Los
escaparates de las tiendas, empero, me hablaban; también la lluvia que
resbalaba por el interior de las vidrieras de la pescadería y los limpios
musgos y helechos dentro de las florerías y las anticuadas chaquetas,
parejamente sucias y mustias, colgadas de los maniquíes de yeso en
las tiendas baratas que no podían permitirse iluminación en sus
escaparates y apilaban la mercadería exponiéndola con enormes
anuncios pintados en rojo. Todos aquellos hablaban. Decían: Cuidado
con la venta. Cuidado con los precios de ganga. Cuidado con el tráfico
y los gérmenes. Si encuentra un pañuelo, cójalo entre la punta de un
dedo y el pulgar hasta que lo reclamen. Vaho con el Bálsamo de Friar
para un catarro bronquial. No se pose en el asiento de un lavabo
público. Peligro: líneas de alta tensión por lo alto.

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Aún no era civilizada; troqué mi seguridad por las pompas de
vidrio de la fantasía. Fui maestra. El director del colegio me siguió
hasta casa y dividió su cara y cuerpo en tres para amenazarme con
riesgo triple. Tres directores, pues, me perseguían, uno a cada lado y
otro a mis talones. En una o dos oportunidades me volví tímidamente
y le dije:

—¿Querría usted una estrella por buena conducta?
Permanecí sentada toda la noche en mi habitación, recortando
estrellas de papel dotado, pegándolas sobre la pared, en la puerta del
mejor armario ropero de la patrona y sobre la cabeza, cara y ojos del
diván con muelle interior. Seguí hasta dejar el cuarto empapelado con
estrellas, como una suerte de noche privada, como un talismán contra
los tres directores que me hacían tomar el té en sociedad cada mañana
en el salón de profesores y que caminaban de puntillas con zapatos de
arena a lo largo de la franja de caléndulas, emitiendo sarcásticos
consejos, presunciones y trivialidades. Imaginé que con mis sobornos
por buena conducta, con harina y agua, en una galaxia aprobadora de
papel les tenía seguros en mi poder; cuando, en realidad, era yo misma

quien me otorgaba las cien protecciones, garantías, fianzas o pólizas
de seguros, pues sólo yo era malvada, sólo yo había sido visto y oída,
había hablado antes de que me hablasen, comprado pasteles de
fantasía sin haber sido autorizada. Y todo lo había cargado a la cuenta.

El director batió sus alas; su nombre sonaba a cuervo y le otorgaba
poderes para roer los huesos de los muertos que yacen en el desierto.

Tragué un torrente de estrellas. Fue fácil; dormí un sueño de buena
labor y excelente conducta.

Podría, tal vez, haberme zambullido en el mar violeta y nadado a
través de él para alcanzar a la gente del mundo que va a la deriva. Sin
embargo, pensé: Seguridad ante todo. Mira a la derecha; mira a la
izquierda. Las muchedumbres que desaparecían agitaron sus pañuelos
sucios, melindrosamente, entre pulgar e índice. ¡Vaya unas
precauciones! Se cubrían bocas y manos al estornudar, pero sus pies
estaban desnudos y helados. Pensé que tal vez no podían costearse

zapatos o medias. Por ello permanecí en mi témpano de hielo sin osar
arriesgarme al peligro de la pobreza, mirando cuidadosamente a
derecha e izquierda, atenta al tremendo tráfico del solitario desierto
polar; hasta que un hombre de cabello dorado dijo:

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—Necesita una tregua de crisantemos y cementerios y vías de
trenes paralelas que corren al mar. Necesita huir de los altramuces y la
arena, de las guardarropías y de las cercas. La señora Hogg
[El significado
del apellido Hogg es «puerca». (Nota del traductor.)]
la ayudará.
Una puerca de Berkshire con el bocio extirpado, la tal señora
Hogg. Deberían haber visto su chorro de crema fluyéndole del orificio
de la boca y escuchado el resoplido de su abundante respiración.

—Usted cometió un error —dijo la señora Hogg, irguiéndose en la
punta de los pies mientras su cabeza embestía el aire
—. Puede que yo
tenga sotabarba, pero ningún chorro de crema fluye del agujero de mi
garganta. Además, contésteme: qué diferencia hay entre geografía,
electricidad, pies fríos, un recién nacido anormal y babeante, sentado
en un campo de hormigón dentro de una máquina roja de madera, y la
elegía de Guiderio y Arvago,


No temas ya al calor del sol.

Ni a la terrible furia invernal.
Ningún trasguero ha de hacerte mal
Ni hechizo alguno te turbará.
Fantasma, abstente de tu dolor,
Destuerce el curso de tu penar.

Yo temía a la señora Hogg y no podía decirle la diferencia. Le
espeté:


Tonta, tonta, sigue tu camino.

Tú, a tus asuntos y yo a los míos.

Pero ¿cuáles son los asuntos de un loco? De un loco de Cliffhaven,
donde termina la línea y el tren se detiene veinte minutos para
descargar y recoger las sacas del correo y para que los pasajeros
puedan echar un vistazo a los grupos de insanos absortos y
boqueantes. Decidme, ¿qué hora es en este momento? La frenética
campana del colegio golpea aturdida su cabeza contra su lengua.

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¿Soy puntual a clase? Capullos de cerezos germinan entre las hojas
lustrosas; están en flor las matas de dragones de aterciopeladas
amígdalas; el viento esparce luz de sol sobre la senda de álamos
verdes y flexibles que crecen en la ribera, junto al camino. Todo

esto puedo verlo desde la ventana. ¿Por qué, entonces, esta muerte
invernal? ¿Por qué las ventanas se abren apenas catorce centímetros
hacia abajo y hacia arriba? ¿Y por qué cierra con llave las puertas
gente que viste uniformes rosados; gente que oculta las llaves en
hondos bolsillos de canguro y las asegura a sus cinturas con una
cuerda nudosa? ¿Ha pasado ya la hora del té? Luz violácea y camelias
del Japón amarillas; los niños juegan en la calle «a la pata coja», al

béisbol y a las canicas. Todo se ensombrecerá con la progresiva
oscuridad. ¿Aun el color de las camelias amarillas?

Abrigaré los pies de las gentes del otro mundo con calcetines de
lana; mas sueño sin poder despertar y soy arropada por el risco y
quedo allí, suspendida de dos dedos sobre los que baila y pisotea el
gigante de lo irreal.

Nada podía hacer, excepto llorar. Lloré para que la nieve se
derritiese y vinieran los consejeros poderosos y destrozasen los
anuncios amenazadores. Y nunca contesté a la señora Hogg para
explicarle la diferencia, porque yo sólo conocía lo similar que
subyacía en aquélla. ¡Marchita diferencia dispersa por el aire, que deja
caer el fruto de la similitud, como una espiga de aumento descubre la
presencia de la avellana!

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2



Sentía frío. Busqué uno de los pares de calcetines largos de la sala
del hospital; no quería morir a causa de la nueva terapia

electro-convulsiva, ni que sacasen mi cuerpo a hurtadillas, por la
puerta del fondo, hacia el depósito de cadáveres. Despertaba cada
mañana con terror, aguardando a que la enfermera de turno iniciase
sus rondas con una lista de nombres en la mano para anunciar quién
recibiría o no el tratamiento de shock. Era aquel un nuevo y elegante
método pata tranquilizar a la gente y hacerle comprender que las
órdenes deben ser obedecidas, los pisos lustrados sin que nadie
proteste, las caras deben forzarse a sonreír y el llorar es un crimen.

La espera cubierta de negrura, durante las heladas horas de la
madrugada, era como una expectativa antes de ser dictada una
sentencia de muerte. Yo procuraba recordar los acontecimientos del
día anterior. ¿Había llorado? ¿Me había negado a obedecer una orden
de alguna de las enfermeras? ¿Quizás había intentado escapar llena de
pánico, desconsolada por la visión de alguna paciente muy enferma?
¿O acaso fui amenazada con la frase habitual: «Si no se porta bien,

mañana le aplicaremos el tratamiento»?
Día tras día ocupaba mi tiempo escrutando los rostros del personal,
tan cuidadosamente como si fuesen pantallas de radar que podían
revelarme el destino inmediato que me había sido preparado. Me
mostraba artera:

—Déjenme fregar la oficina —suplicaba—. Déjenme fregarla por
las noches, ya que de noche la capa de gérmenes se ha asentado en los
muebles de su oficina y en los libros de informes; y, si no se elimina el
peligro, ustedes podrían ser presas de la enfermedad y eso significaría
inquietud y huellas digitales y una mortaja suturada con algodón
barato.

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Como precaución, pues, fregaba la oficina y lograba escabullirme
hasta el despacho de la hermana y miraba rápidamente en el abierto
libro de informes la lista de quienes recibirían, a la mañana siguiente,
el tratamiento. Una vez leí: Istina Maver, mi nombre. ¿Qué había
hecho yo? No había gritado ni llorado; no había hablado fuera de
turno, ni rehusé colocar debajo el trapo de limpieza al usar el tazón.

Tampoco me negué a prestar ayuda para servir las mesas del té, ni a
llevar el orinal repleto a la puerta lateral. Evidentemente existía un
crimen desconocido que no había logrado rastrear hasta el oscuro
interior del inconsciente con mi reflector mental, olvidando incluirlo
en el recuento. Desde entonces comprendí que debía ser más
cuidadosa. Tendría que utilizar guantes para no dejar rastros al violar
la atiborrada morada de mis sentimientos; y era preciso conservar para

mi exclusivo coleto toda vehemencia, depresión, suspicacia o terror.


Mientras vigilábamos a la enfermera matinal trasladándose de un
paciente a otro con la lista en su mano, se intensificaba nuestro
enfermizo temor.

—Tratamiento para usted. No tomará el desayuno. Quédese con
camisón y batín y quítese los dientes.

Teníamos que actuar con cautela, serenidad y control.
Y si nuestros presentimientos resultaban injustificados,
experimentábamos una sensación de ligereza y auténtico alivio;
aunque corríamos el riesgo, si nos dejábamos llevar por la euforia, de
recibir el tratamiento de emergencia. Pero cuando nuestro nombre
figuraba en la lista fatídica debíamos procurar con todas nuestras
fuerzas, aunque en general infructuosamente, dominar el creciente
terror; no había escapatoria posible. Una vez dados a conocer los
nombres, todas las puertas eran escrupulosamente cerradas; debíamos
permanecer en el dormitorio de observación donde el tratamiento se
efectuaba.

Era aquella la hora de escuchar cómo las demás internadas
caminaban por el corredor a tomar el desayuno. Y luego el silencio,
durante el cual, la hermana Dulce, con su cabeza inclinada y los
vigilantes ojos bien abiertos, decía la jaculatoria:

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—«El Señor os haga verdaderamente agradecidas por lo que vais a
recibir.»

En seguida, oíamos el súbito y alegre repiqueteo de las cucharas
sobre los platos de potaje y la fricción de las sillas arrastradas. Y al
final de la comida, el murmullo de desconcierto, mientras se buscaba
el inevitable cuchillo perdido y la voz de la hermana que advertía
severamente:

—Que nadie abandone la mesa hasta que se encuentre ese cuchillo.
La orden impartida por la hermana: «Señoras, pónganse en pie»,
era seguida por nuevos crujidos.

Se desatrancaban los cerrojos de las puertas laterales y las
pacientes eran enviadas a sus respectivos lugares de trabajo.

—Señoras, lavandería. Señoras, al hogar de enfermeras. Señoras,
a la cocina.
Más tarde se aproximaba por el corredor el taconeo de la maciza
directora, la señora Lente, calzando de negro sus diminutos pies; abría
el dormitorio de observación y permanecía allí inspeccionándonos e
inquiriendo a la enfermera, como un ganadero que evaluase las
cabezas de vacunos en los corrales de venta antes de ser transportadas
en camión al matadero.

—¿Están todas, aquí? Asegúrese de que no coman nada.
Quedábamos aguardando en pequeños grupos, de pie o agachadas
formando semicírculo en torno a la gran chimenea cerrada, en la que
un aburrido montón de carbón humeaba sin alegría. Cogíamos con las
manos las ennegrecidas barras de la estufa para calentar nuestros
dedos congelados.

Porque siempre era invierno; a pesar de los dragones, de las
mariposas a lunares y los cerezos en flor. Y siempre, para nosotras,
eran tiempos de peligro. La electricidad: canta el viento su peligro
entre los alambres en un día gris. Meditaba de tiempo en tiempo:

¿A qué medida de seguridad debo recurrir para protegerme de la
electricidad? E hice una lista de las emergencias, rayos, motines,
terremotos, y de las medidas proporcionadas al mundo por nuestro
dios seguridad, a quien debemos ser leales o morir sobre el dividido
témpano de hielo en doble soledad. Pero nada se me ocurrió para el
caso de ser amenazada por la electricidad. Sólo recordaba los

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zapatones de goma que mi padre usaba para pescar y que se guardaban
en el lavadero, junto con chaquetas comidas por la polilla colgadas
tras la puerta, al lado de la pila de viejas revistas para leer en el
excusado, «HUMOR, La Mejor Selección del Ingenio Mundial».
¿Dónde estaban el lavadero y las ropas viejas con telarañas y objetos
entre sus pliegues? «Perdido en tierra extraña, averigüe su situación
con respecto a los riachuelos que corran hacia el mar y la hora por
medio del sol.» Y yo era astuta. En una oportunidad recordé una
relación ente la electricidad y la humedad; y, con la excusa de ir al
aseo de admisión, llené la bañera y me introduje en ella vistiendo mi
camisón y mi batín.

«Ahora no me harán el tratamiento», pensé. «Tal vez yo logre
ejercer una influencia secreta sobre la tersa máquina color crema con
sus perillas y medidores y luces.»

¿Creen ustedes en influencias secretas? Bien es cierto que hubo
ocasiones de alivio incontenible, al sufrir desperfectos la máquina. El
doctor emergía frustrado del salón del tratamiento y la hermana Dulce
proclamaba la buena nueva:

—Todas pueden vestirse. Hoy no hay tratamiento.
Pero aquel día en que me sumergí dentro de la bañera la influencia
secreta estaba ausente y me aplicaron tratamiento. Fui precipitada
dentro de la sala como primera paciente, incluso antes que las ruidosas
internadas de la sala dos, la sala turbulenta, a quienes aplicaban
«múltiples», es decir, dos tratamientos y, a veces, tres consecutivos.
Esta gente excitada, vestida con los batines rojos de su repartición,
largos y grises calcetines y los abultados pantalones a rayas que varias
de ellas procuraban exhibirnos, eran llamadas por los nombres de pila
o apodos: Dizzy, Goldie, Dora. En ocasiones, se aproximaban a
nosotros y comenzaban a confiarse o tocaban nuestras mangas con
reverencia, como si fuesen realmente ellas lo que también nosotras nos
sentíamos: una raza aparte de las demás. ¿No éramos acaso nosotras
las enfermas «sensibles», las que aún no sustituíamos el

lenguaje por sonidos animalescos, ni proyectábamos nuestros
miembros en movimientos incontrolados, ni nos consumíamos en
callada y recóndita hilaridad? Sin embargo, cuando llegaba el instante
del tratamiento y ellas y nosotras éramos introducidas o arrastradas
hacia la sala, al final del dormitorio, todas, ya perteneciésemos a la
sala turbulenta o a la «buena» sala, proferíamos la misma clase de
grito ahogado de sofocación al ser conectada la electricidad e
inmediatamente antes de caer en un solitario sopor.

19




Era temprano en mi sueño. Las huellas del tiempo emergían y se
entrecruzaban y, al chocar las horas frontalmente, estalló un incendio
ennegreciendo la vegetación que hacía brotar reminiscencias verdes al
margen de la senda. Intenté extinguir el fuego con una pizca de agua
destilada del mar. Agité una pequeña bandera verde en el rostro de las
horas en alud y ellas prosiguieron, a través de la cicatrizada campiña,
hacia su destino. Entretanto, ciertos rostros me atisbaban desde la
ventana y vi que pertenecían a las mujeres que esperaban para ser
sometidas al tratamiento. Ahí estaba la señorita Caddick, a la que
llamaban Caddie
[Mensajera, correveidile. (Nota del traductor.)] , camorrista y
desconfiada, ignorante de que pronto moriría y su cuerpo sería sacado
a hurtadillas por la parte de atrás. Y estaba mi propio rostro, mirando
fijamente desde el vagón repleto de gente con apodos, vistiendo sus
ropas de la repartición, sus camisas a rayas y sus chaquetas grises de
lana. ¿Qué significaba aquello?

Siento tal miedo... Cuando vine a Cliffhaven por primera vez y
penetré en el salón de estar, vi a las que permanecían sentadas
mirando fijamente. Pensé, como lo haría cualquier transeúnte callejero
que observase a alguien mirando al cielo:

«Yo también lo veré, si miro hacia arriba.»
Miré, pero nada vi. Y el mirar no era como en la calle una mera
coyuntura para compartir el espectáculo de las multitudes, sino una
coyuntura para la soledad y el aislamiento, para la visión en círculo
cerrado.

Y todavía es invierno. ¿Por qué es invierno estando el cerezo en
flor? Ya hace años que estoy en Cliffhaven; ¿cómo he de llegar al
colegio a las nueve si me encuentro atrapada en el dormitorio de
observación, esperando el T.E.C.? Es tan largo el camino para ir al
colegio. Hay que ir hacia abajo por la calle Eden, pasar las calles
Ribble y Dee, dejando atrás la casa del doctor y la casa de muñecas de
su hija pequeña, colocada sobre el césped. Querría tener una casa de
muñecas; desearía achicarme y vivir dentro de ella, acurrucada en una

caja de cerillas que tuviese doseles de satén y estrellas doradas de
buena conducta pintadas sobre la parte del raspador.

20




No hay escapatoria. Pronto será el momento del T.E.C. A través de
las ventanas de la galería, veo a las enfermeras que regresan del
segundo turno del desayuno. Caminan en grupos de dos y tres a lo
largo del cerco de dragones, de flores de la abuela y cerezos en flor, y
su vista me provoca un morboso sentimiento de desesperación y
acabamiento. Me siento como una niña que ha sido forzada a comer
una comida extraña en una casa desconocida; que habrá de pasar allí
la noche, en una habitación extraña con extraño olor en la ropa de
cama y mantas con ribetes diferentes y, por la mañana, despertará para
contemplar por la ventana un paisaje raro y aterrador.

Entran las enfermeras al dormitorio. Efectúan la recolección de
dientes postizos de las pacientes que recibirán tratamiento, los cuales
sumergen en viejas tazas rajadas llenas de agua; anotan luego en ellas
los nombres, con bolígrafos de tinta azul-pálido. La tinta resbala por la
impenetrable superficie de porcelana y los bordes de las letras se
extienden y confunden, produciendo el efecto de un microfilm de
patas de mosca. Una enfermera trae dos recipientes esmaltados
conteniendo una mezcla de alcohol metílico, alcohol etílico y jabón de
éter para untar nuestras sienes con el fin de que las descargas
«prendan». Trato de encontrar un par de calcetines grises de lana,
porque sé que moriré si mis pies están fríos. Una paciente previsora se
enfunda los pantalones:

—Por si acaso levanto mis piernas frente al doctor.
Llegado el momento final, nos envuelve la atmósfera de las nueve
horas. Ya estamos sentadas en las duras sillas, las cabezas vueltas
hacia atrás, con el algodón en rama frotándonos las sienes hasta que
duele y la piel se abre y los residuos de la solución resbalan dentro de
nuestras orejas bloqueando, repentinamente, los sonidos. Se produce
una última explosión de gritos, pánico y tentativas por parte de
algunas de arrebatar la comida sobrante a las pacientes de las camas.
Cuando la enfermera anuncia: «Señoras, al servicio», la puerta del

dormitorio se abre para una breve visita vigilada a los retretes sin
puertas, con guardias apostadas en el pasillo para prevenir fugas.

21

Estallan nuevas peleas y puntapiés; varias intentan salir, aun cuando,
casi en seguida, comprenden que no hay por donde escapar: las
puertas hacia el mundo exterior están clausuradas. Sólo se logra ser
perseguida y traída de vuelta a rastras. Si la directora Lente está allí,
dirá irritada:

—Serénese, es por su propio bien. Su comportamiento ha sido ya lo
bastante malo.

La directora no se ofrece a recibir ella personalmente el tratamiento
de shock, como suelen hacer las personas sospechosas, quienes, para
probar su inocencia, están dispuestas a comer el primer bocado de la
torta susceptible de contener arsénico.

Se instalan biombos floreados para aislar el extremo del dormitorio
donde se han dispuesto las camas del tratamiento; camas con las
sábanas recogidas y las almohadas en ángulo, prontas a recibir a las
pacientes inertes. Una y otra vez, todas quieren volver al retrete
mientras el pánico crece y la enfermera pasa el cerrojo a la puerta por
última vez; el retrete es ya inaccesible. Todas anhelamos regresar a él,
para sentarnos en los fríos receptáculos de porcelana y aliviar así, por
el medio más directo, nuestras progresivas angustias mentales; como
si un proceso corporal bastase para trastocar la angustia descargándola
en candentes gotas de agua.

Se escucha ahora el sonido de una temprana tos catarral y el
chirrido elástico de zapatos con suela de goma sobre el encerado
corredor exterior, en síncopa con rápidos pasos de ping-pong de
zapatos de trabajo. Llegan el doctor Howell y la directora Lente. Ella
descorre el cerrojo de la puerta del dormitorio, abre y se queda a un
lado de pie mientras el doctor entra; luego ambos pasan, en verdadera
procesión, a reunirse con la hermana Dulce, quien está ya esperando
en el salón del tratamiento. A última hora, y al no haber suficiente

número de enfermeras, llega la asistente social dando brincos
(la llamamos La Pavlova). Ha sido contratada recientemente para
ayudar en el tratamiento.

—Enfermera, puede enviar la primera paciente.
Muchas veces me he ofrecido para ser la primera, porque me gusta
convencerme que el período de inconsciencia es tan breve que, para
cuando me despierte, casi todo el grupo permanecerá aún aguardando,
con esa mezcla de aturdimiento y ansiedad que a veces las confunde,
haciéndoles pensar que tal vez ya han recibido el tratamiento, que tal
vez se les ha aplicado sigilosamente sin que se hayan percatado de
ello.

22


La gente que está ya tras las mamparas comienza a gemir y gritar.
Nos van recibiendo por estricto orden de «voltios» y debemos esperar
a que acaben con las de la sala dos. Estamos al tanto de los rumores
relativos al T.E.C.: sirve como preparación para Sing-Sing
[«Sing-Sing»,
célebre prisión en EE.UU. (Nota del traductor.)]
; para cuando, finalmente, nos
condenen por asesinato y nos sentencien a muerte y nos sentemos
amarradas a la silla eléctrica, con los electrodos tocando nuestra piel a
través de las rajaduras practicadas en la ropa. El cabello se chamusca
mientras morimos y el último olor que perciben nuestras narices es el
de nuestra misma carne al quemarse. Y este miedo lleva a algunas
pacientes a una locura aún mayor. También se comenta que aquélla es

una sesión para obligarnos a hablar y que nuestros secretos están
guardados en un archivo, en la sala del tratamiento. He tenido pruebas
de ello porque, al pasar por la sala con una canasta de ropa sucia, vi mi
tarjeta. Reza: «Impulsiva y peligrosa.» ¿Por qué? ¿Y cómo? ¿Cómo?
¿Qué significa todo eso?

Ya casi es mi turno; me encamino hacia la puerta de la sala del
tratamiento y aguardo, pues como deben ser realizados muchos
tratamientos el doctor se impacienta ante cualquier dilación. Como si
se tratase de mera producción en una lavandería mecánica (una colada
limpia, una colada dentro, una colada en remojo) se incrementa el
rendimiento si una paciente aguarda en la puerta mientras otra está en
la mesa de las descargas y una tercera recibe un retoque final pronta a
ocupar su lugar ante la puerta.

Y de repente, al otro lado de las puertas cerradas, resuenan los
inevitables llantos y gritos. Transcurridos unos minutos se abre de par
en par la puerta de balancín y Molly, Goldie o la señora Gregg son
sacadas en camilla, convulsionadas y jadeantes. Cierro los ojos con
fuerza cuando la cama pasa ante mí, pero no puedo evitar el verla o
ver las otras camas en las que yace la gente profundamente dormida o

quejosamente despierta, con sus rostros inflamados y los ojos
inyectados en sangre. Puedo oír a alguien que llora y se queja. Es
alguna que ha despertado en momento y lugar inapropiados, porque
bien sé que el tratamiento nos priva de esas reacciones, nos deja solos
y ciegos, suspendidos en una vacuidad existencial en la que uno se
mueve a tientas, como un animal recién nacido al contacto de los
primeros consuelos. Luego, al despertar, pequeñas y asustadas,
nuestras lágrimas continúan resbalando con lenta e indescriptible
aflicción.

23



A mi lado, está la cama con sábanas abiertas y almohadas

dispuestas para ser extendida después del tratamiento. Me
levantarán, me colocarán dentro de ella y yo no me daré cuenta de
nada. Miro la cama como si debiera establecer contacto con ella. Poca
gente echa un vistazo a su ataúd con anterioridad; si lo hiciera, quizá
se mostrase impulsada a embrujarlo para conservar dentro del lienzo
de satén algunas chucherías de su propiedad. Mentalmente, deslizo
bajo la almohada de la cama que ocuparé un sumario indicando el

tiempo y la situación para cuando despierte, si lo hago; quiero evitar el
sentirme confusa por completo con el terror y la agitación del no saber
y no ser nada en medio de la oscuridad. Procuro, entonces, en el
cuarto. ¡Qué valiente soy! ¡Todos comentan mi valor! Subo a la mesa
del tratamiento. Procuro respirar hondo y con regularidad, como
conviene en momentos de miedo, según he oído decir. Quiero no dar
importancia a la directora, cuando, con voz ronca, como de asesino,
susurra a una de las enfermeras:

—¿Tiene usted la mordaza?
Y voy repitiendo, una y otra vez, para mis adentros, un poema que
aprendí en el colegio a los ocho años. Recito el poema, al igual que
hago uso de los calcetines grises de lana, para desviar la muerte. No
son estrofas apropiadas porque es muy habitual que en circunstancias
extremas se dé mayor relieve a lo fútil; el moribundo se pregunta qué
pensarán cuando corten las uñas de su pie; el que sufre apura sus
amarguras llevando la cuenta de nimiedades. Puedo ver la cara de la
señorita Swap, la que nos enseñó el poema. Veo su lunar, al costado de
la nariz, con dos montículos rematados por un incipiente brote de pelo.
Me veo a mí misma, de pie en el aula, recitando mientras palpo la
gastada superficie del escritorio barnizado que sobresale contra mi
cuerpo, contra mi ombligo, lleno de partículas de arena en el que
introduzco el dedo. Veo, también, por el rabillo del ojo izquierdo, la
caja de lápices de mi vecina, que yo codiciaba porque tenía tres
compartimientos, una rosa sobre la tapa corrediza y una

maravillosa hendidura del tamaño del pulgar para deslizar la tapa.
—«Manzanas iluminadas por la luna» —anuncio—. Por John
Drinkwater.

24



Una hilera de manzanas

Hay en lo alto de la casa.
Por una escotilla, filtra
La luz de la luna blanca
Y un mar profundo de verde
Se ilumina en las manzanas.

No logro recitar más de seis versos. El doctor, afanado en atender
las perillas y palancas de la máquina, a la que respeta por ser su aliada
en su lucha contra el exceso de trabajo, las dificultades, estados
depresivos, obsesiones y manías de un millón de mujeres, se concede
tiempo para musitar un fatigado: «Buenos días», antes de dar la señal
a la directora Lente.

—Cierre los ojos —dice ella.
Pero los mantengo abiertos, atisbando, en mi impotencia, la señal
secreta, mientras la directora, cuatro enfermeras y La Pavlova ciñen
mis hombros y mis rodillas y me siento caer, corno si un escotillón se
hubiese abierto hacia la oscuridad. Mientras caigo, imagino que mis
ojos se vuelven hacia adentro para confundirse entre sí y confrontarse
con una verdad aparte, que conocieran sin mi ayuda. Entonces me
levanto, ya liberada de la oscuridad, para aferrarme, como un parásito
sin hogar, a la esencia de mi identidad y a su posición en el espacio y
el tiempo. Inicialmente, no logro hallar mi camino, no puedo
reencontrarme donde me abandoné; alguien ha removido todo vestigio
de mí.

Lloro. Es vertida por mi garganta una taza de té dulce. Cojo
fuertemente el brazo de la enfermera:

—¿Lo he recibido? ¿Lo he recibido?
—Ya se le ha aplicado el tratamiento. Duérmase ahora —contesta—.
Es demasiado pronto para estar despierta.

Pero estoy totalmente despierta y de nuevo comienza a acumularse
la ansiedad.

—¿Me aplicarán tratamiento mañana?

25







3



Cada mañana, después de haber efectuado el último tratamiento
eléctrico, el doctor se dirigía casi siempre con la directora Lente y la
hermana Dulce a tomar el té en la oficina de la religiosa. Allí se
sentaba en la mejor silla, transportada desde la habitación contigua, a
la que se denominaba el «cuarto del desorden» y donde, a veces, se
recibía a las visitas. El doctor Howell bebía en una de las tazas
especiales, en cuyas asas se ataba un algodón rojo para distinguir entre

las del personal y las de las pacientes y, de ese modo, evitar el
intercambio de enfermedades tales como el aburrimiento, la soledad,
el autoritarismo.

El doctor Howell era joven, regordete y catarral; a causa de su
pálido rostro le llamábamos Bizcocho. Era, además, corto de vista y
compasivo; su dinamismo juvenil iba muriendo bajo el peso de una
tensión acumulada y el exceso de trabajo, como un avión nuevo al que
colocan en una cámara de pruebas que reproduce las condiciones
creadas por millones de kilómetros de vuelo y cuyo metal sufre, en
pocas horas, el desgaste de varios años.

A las once, y luego del té de la mañana, tenía lugar el ritual de las
rondas, durante el cual, acompañado por la ubicua directora Lente y la
hermana Dulce, actuantes como intermediarias, intérpretes y piquetes,
el doctor Howell entraba en el salón de estar, donde permanecían
sentadas las señoras de edad y las más jóvenes que no eran lo
suficientemente aptas como para trabajar en la lavandería, el cuarto de

costura o, a mayor nivel social, en el hogar de enfermeras. Allí
permanecían melancólicamente, hojeando un viejo ejemplar de
«Noticias Londinenses Ilustradas» o del «Semanario Femenino», o
tejiendo para los leprosos mantas de cuadros, o haciendo labores bajo
la supervisión de la terapeuta recientemente designada. Se rumoreaba
de ella que mantenía relaciones con el doctor Howell, con el
consiguiente desconsuelo de muchas entre los cientos de mujeres de la
sala cuatro.

26



—Buenos días. ¿Cómo se encuentra hoy? —solía detenerse a
preguntar el doctor, sonriendo de manera amistosa, pero al tiempo que
miraba brevemente su reloj, tal vez para preguntarse si podría, antes
de la hora de almorzar, completar sus rondas por todas las salas de
mujeres y regresar a su oficina a entenderse con la correspondencia y
las entrevistas con parientes quisquillosos, perplejos, alarmados o
avergonzados. La paciente elegida por el doctor para su conversación
se excitaba tanto ante ese raro privilegio que muchas veces no sabía
qué decir o, por el contrario, comenzaba un jadeante relato, cortado en
seco por la directora:

—Bueno, Marion, el doctor está demasiado ocupado para oír eso.
Prosigue con tu labor.

Luego, en un aparte con el doctor, la todopoderosa directora
susurraba:

—Colabora muy poco, últimamente. La hemos incluido en el
tratamiento de mañana,

El doctor asentía con aire ausente y agregaba un comentario fatuo.
Sin embargo, como era inteligente, se daba inmediata cuenta de su
fatuidad e, instintivamente, daba marcha atrás para salir de su
introspección, como un vendedor que desaprueba sus propias ofertas,
y con renovada vehemencia señalaba un tapiz o cualquier otro tejido
de descuidado punto que alguna orgullosa paciente sometía a su

consideración.
Finalmente, echaba una inquieta y culpable mirada por toda la sala
de estar y se retiraba hacia la puerta, mientras la directora Lente y la
hermana Dulce cuidaban la rutina de su salida: descorrer y correr de
nuevo el cerrojo de la puerta; así como también mantener a distancia a
las pacientes cuya necesidad de comunicación con algún oyente
comprensivo las hacía abalanzarse hacia el doctor en una postrera
tentativa de lucir sus tapices o gritarle injurias o saludarle y preguntar:

—Hola, doctor... ¿cuándo puedo volver a casa?
En ciertas ocasiones y como desafiando a la directora y a la
hermana, el doctor Howell prefería aislarse de ellas y abandonaba el
cuarto de estar por la puerta que daba al parque de la sala cuatro,
espacioso y lleno de árboles. Cuando ocurría, la directora y la hermana
quedaban mirándose entre sí con actitud aprensiva y acusadora,
mientras el doctor se alejaba. Sus miradas eran similares a las que
podrían arrojarse dos arañas si una mosca cuidadosamente enredada
en la telaraña escapara de ella con sólo un leve aleteo de sus alas.

27



Lo que nos atraía del doctor Howell era su juventud. Los otros
doctores, que no nos cuidaban pero estaban a cargo del hospital, tenían
cabellos grises y eran mayores y entraban y salían apresuradamente de
sus oficinas en la parte delantera del edificio, como ratas que entran y
salen de sus madrigueras. Además, se sentaban enfrascados en su
trabajo, con las mismas sempiternas y machacadas soluciones
esparcidas en derredor, como desperdicios de una madriguera. Fue el
doctor Howell quien intentó difundir la interesante novedad de que los
enfermos mentales son personas y por consiguiente aspiran, de tanto
en tanto, a intervenir en las actividades de las demás gentes. Así
nacieron «las veladas», durante las cuales jugábamos a los naipes,

al snap [juego de mesa inglés. (Nota del traductor.)] , a la solterona y al burro; a las
bazas y al ludo, al culebreo y a las escaleras. Al final se repartían
premios y comida.

Pero, ¿dónde estaba el personal extra para supervisar estas
actividades? La Pavlova, la única asistente social para todo el hospital,
concurría valientemente a alguna de las «noches sociales» que se
organizaban para hombres y mujeres en el salón de estar de la
repartición cuatro. Contemplaba a la gente subir escaleras, deslizarse
haciendo las culebras o viajar, por las casillas rojas y azules del ludo,
hasta sus esquinas. También ella se alegraba cuando llegaba la
culminación de la noche y hacía su aparición del doctor Howell,
vistiendo deportiva americana, zapatos de suela de goma, con su
lustroso cabello color maíz y su risa estentórea y grave, tan poco
doctoral. Era como un dios. Participaba en los juegos y echaba los
dados con el aplomo de un coloso lanzando un rayo; adoptaba una
oportuna expresión consternada cuando le ordenaban deslizarse por
una de las culebras, pero nosotras nos dábamos perfecta cuenta de que
era capaz de encantar hasta a las culebras de cartón verde bilioso. Y
también a las personas. Era el dios personal de La Pavlova y nosotras
lo sabíamos. Pero por más saltos que ella realizase en torno a su
manchada chaqueta blanca, siempre con varios botones
desabrochados, nunca lograba robarle el doctor Howell a la terapeuta.
¡Pobre Pavlova! y pobre Noeline, que aguardaba que el doctor le
propusiese matrimonio, aunque las únicas palabras que él le dirigiera
fuesen:

28




—¿Cómo está usted? ¿Sabe dónde se encuentra? ¿Sabe por qué está
aquí?

Frases estas que difícilmente podrían ser interpretadas como una
muestra de afecto. Pero cuando una está enferma, vive en un campo de
percepción nuevo, en el cual se hace una cosecha de interpretaciones
que nos proporcionan nuestro pan de cada día, nuestro único alimento.

Así, pues, cuando el doctor Howell se casó finalmente con la
terapeuta, hubieron de llevar a Noeline a la sala de alteradas. No pudo
comprender por qué el doctor no la necesitaba más que a persona
alguna en el mundo, por qué la había traicionado para casarse con otra
cuya única virtud parecía consistir en la habilidad para enseñar a
pacientes, que casi nunca se interesaban por saberlo, cómo tejer
bufandas y hacer punto de sombra sobre la muselina.

29







4



Se dice que cuando un prisionero es condenado a morir se detienen
todos los relojes en los alrededores de la celda de la muerte, como si el
eliminar el reloj interrumpiese el flujo del tiempo y el prisionero
quedase abandonado en una ribera intemporal en la que los instantes
crecieran y se agitasen como rompientes, aunque sin llegar nunca a la
orilla.

Pero jamás la muerte de un oceanógrafo detuvo el movimiento del
mar y el encontrarse con la tierra está en la naturaleza del mismo. El
tiempo se escapa, pues, en la celda de la muerte, como si todos los
relojes de cuco, todos los de pared y los relojes despertadores sonaran
al unísono en los oídos del prisionero.

Una y otra vez, cuando pienso en Cliffhaven, juego la partida del
tiempo como si hubiese sido condenada a morir y las señales hubieran
sido suprimidas; las oigo, empero, resonar en mis oídos,
advirtiéndome de que las nueve, hora del tratamiento, se aproxima y
que debo hallar un par de calcetines de lana para no morir. O acaso me
anuncian que va son las once, que el tratamiento ha terminado y me
encuentro sumida en las primeras horas o años de mi sueño, en aquel

tiempo en el que aún no estaba sentada sobre charcos de arco iris en el
patio del pabellón dos o bien vagabundeaba por el raleado parque,
circundado por una alta cerca de puntiagudas estacas que culminaban
en ápices de clavos enmohecidos apuntando al cielo.

Las once. Recuerdo la agradable angustia que padecía en aquella
hora porque vendría la rolliza y pálida señora Pilling, con la canasta de
ropa, en cuyo interior se hallaba el mantel con olor a queso y me
preguntaría:

—¿Quiere venir conmigo a comprar el pan?
Y al mismo tiempo aparecería la señora Everett, retenida en el
hospital «por real designio», como vulgarmente se dice, con una
cántara de leche vacía, para requerirme:

30




—¿Quiere venir conmigo a recoger la nata para los especiales?
Era algo tan delicioso el tener que optar entre aquella simultánea
perspectiva de dos viajes más allá de las puertas con candados, que me
entretenía en saborear el placer de antemano, mientras sostenía un
debate interior respecto a las virtudes de la panadería y de la cabaña de
desnatar. ¿Pan o crema? En la panadería está Andy, que traspalea
dentro de la bostezante abertura del horno las bandejas con hogazas

de masa en fermentación y corta las rebanadas del pan destinado a
nuestras salas. Procurando imponerse a la sierra circular, Andy canta
un verdadero dúo para panadero y máquina de hacer pan, con
acompañamiento de incidentales mendrugos. A veces, me invita al
aposento del fondo para darme algún pastel que sobró de la fiesta del
superintendente o para anticiparme un trozo de la tarta dominical
«Borstal», rellena con grosella.

La otra posibilidad consistía en la caminata por la colina hasta la
granja, pasando por los cobertizos de las vacas, olorosos de estiércol y
desiertos, para llegar a la cabaña de desnatar, en la cual Ted habría
colocado las cántaras de la nata en orden de importancia, en igual
forma que nosotras arreglábamos los tazones cuando éramos niñas y
jugábamos al colegio (primera de la clase, segunda de la clase y así

sucesivamente). La cántara del superintendente, bien lustrada, sin
melladuras ni residuos de nata añeja en los soportes. En segundo lugar
la destinada a los doctores, también limpia. Luego las del jefe de
secretaría, del administrador de la granja y su familia, la del ingeniero
y la directora, la del capataz, la de los subalternos y las de las
enfermas. Por último las cántaras de los pacientes especiales, aquellos

demasiado delicados o que sufrían de tuberculosis y cuyos nombres
aparecían en una nómina fija a la pared del comedor. En un pabellón
de cien mujeres, sólo diez o quince podían ser lo bastante «especiales»
como para recibir nata. Recuerdo mi asombro y gratitud cuando mi
nombre apareció por unas semanas en la lista de «especiales». Me
sentaba a comer con presuntuosidad, mientras la enfermera derramaba

nata en mi tapioca o arroz o sémola o sobre el budín de pan los lunes.
Y, si estábamos en la época apropiada, los jueves la nata se vertía
sobre manzana asada.

31



Ustedes ya saben que he estado fingiendo. Saben que son las once
y que no me permitirán ir por el pan ni subir la cuesta dejando atrás
los álamos, los arbustos de retama y el zarzo en busca de la nata. No
ignoran tampoco que me he escondido en el departamento de la ropa
blanca y que ahora me encuentro sentada sobre una caja de manzanas
llena de leños, Y que lloro, temerosa de que me vean llorar y me
consignen para el T.E.C.

El departamento de ropa blanca es mi escondite favorito. Cada
mañana lo limpia la enfermera de Tuberculosis y el piso parece la
cubierta de un barco. Escucho desde aquí a Margarita, que padece tisis
y en su jadeante susurrar habla sin cesar sobre la Primera Guerra
Mundial. A quienquiera que pase por el comedor ella le suplica que la
ayude a expulsar de su habitación al enemigo. Hace largos años que
vive en esa habitación, vislumbrando el sol apenas unas pocas horas
en ciertas tardes de verano, cuando los dardos de luz recorren un
sinuoso camino a través del herrumbrado tejido de alambre de la
ventana y alcanzan la pared, tachonándola de titilantes puntos de luz.

En nuestros paseos de la tarde con la enfermera, solemos ver a
Margarita de pie en el rincón soleado de su cuarto; la luz solar parece
transparentarse a través de ella, como si la contextura de sus huesos
fuera de gasa sutilísima. De su rostro está ausente todo color, los
familiares arreboles de la fiebre no se ven en sus mejillas y su cuerpo

es como un esqueleto. Al contemplarla uno piensa: «Se está
extinguiendo». Pero año tras año continúa viviendo, mientras otras
tísicas de apariencia más robusta, Effie, Jane, mueren y sus cadáveres
son rápida y asépticamente despachados al depósito.

El depósito de cadáveres está situado en los fondos de la
lavandería, frente al invernadero, circundado por hileras de flores y
plantas; las resistentes en la parte externa y las delicadas begonias
adentro, en tiestos, los mismos usados para rodear el piano cuando el
ciego viene de la ciudad a tocar en él.

El depósito carece de rostro.
Si se construyese con proporciones suficientes para alojar a los
muertos, devoraría con su tamaño al invernáculo, a la lavandería, al
cuarto de calderas y a la cocina grande. E incluso es probable que
devorase al hospital entero. Pero es pequeño y moderado y suplica a
los pacientes que respeten la regla de soledad muriendo uno por uno.

32



A pesar de la lustrosa apariencia del departamento de la ropa
blanca, en él prevalecen los olores de cera para pisos; betún para
zapatos, proveniente de los poco utilizados potes de negro y pardo que
hay dentro de un tarro de bizcochos, grande y abollado, con el
circunspecto perfil de Jorge VI en su tapa; el de maderos manchados
de humedad, olor que produce un regusto seco en la boca; el de ropa
blanca recién colgada; y, finalmente, el disimulado olor de la ropa

limpia y planchada que se guarda en los estantes rotulados.
Calzoncillos, camisas de mujer, camisones, túnicas, sábanas y colchas
adornadas con el monograma de patriótica exaltación: «¡Arriba,
Arriba! ¡Siempre adelante!»
[«Ake Ake, Onward Onward» es la inscripción que figuraba
en la ropa de cama de los ejércitos aliados durante la Segunda Mundial. Gran parte de ella fue vendida
como sobrante de guerra a clínicas y hospitales del estado. (Nota del traductor.)]
Se almacenan
aquí las máscaras y platos para las tuberculosas, así como las cajas de
cartón para esputar, las cuales se encuentran desplegadas tal como se
expenden en los comercios. Las tuberculosas pasan parte de su tiempo
armando las cajas como parte de su terapia ocupacional; pliegan hacia
adentro las solapas y las introducen rectamente, según las precisas

instrucciones marcadas en el costado; aquello resulta algo semejante a
una clase de párvulos construyendo ataúdes con un rompecabezas.
Aquí también se guardan los recipientes para el petróleo, seccionados
por la mitad, en los que se hierven los platos usados por las
tuberculosas, puesto que aún no se cuenta con un esterilizador en el
braserillo del comedor para ellas. Este proceso es supervisado por las
señoras Everett y Pilling, quienes comparten el control de los asuntos
de la cocina y son responsables del fuego.

De todo el pabellón, es la señora Pilling la paciente que goza de
mayor confianza. Ella se encarga también, todas las mañanas, de la
preparación de las tostadas en el braserillo, de la recolección del pan y
la nata y del acarreo, hasta la entrada lateral, del rebosante recipiente
para los cerdos. Una vez allí, el porquero rubio lo recoge en su camino
hacia la granja, conduciendo un viejo y espacioso carro de tiro;

después de haber cargado el cubo en la parte posterior, el mozalbete se
detiene a remover la comida, pasa por alto la fría y fangosa cazuela
con sobras de potaje y procura coger las más apetitosas golosinas,

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o sea, las tostadas de desecho y los tumefactos restos de bollo
ordinario, todo lo cual embute con voracidad en su boca. Luego,
mascando alegremente, vuelve a montar en el carro y con un tirón a
las bridas y un «Arre» hace reiniciar la marcha al dócil aunque
malhumorado caballo. La señora Pilling, silenciosa y poco expansiva
por lo común, mantiene un entendimiento, a su manera, con el
porquero; y si bien ella rechaza los hábitos de aquél, guarda, sin
embargo, respeto y una estólida tolerancia hacia las peculiaridades de
los demás. Es decir, prefiere adoptar una actitud condescendiente con
tal de preservar la individualidad ajena.

A veces deja en el cubo de los cerdos una rebanada de la torta
destinada al personal. Según parece, no tiene marido, ni hijos ni
parientes. Nunca recibe visitas; nunca habla de sus asuntos privados.
Sólo por excepción se cae en la cuenta de que tiene alguno. Durante
muchos años, ha vivido en el hospital y su habitación es pequeña y se
encuentra al final del pasillo de Tuberculosis. Uno se queda
sorprendido, si acierta a pasar por allí, al comprobar que hay en ella un

ambiente hogareño, en la medida que eso es posible dentro de un
estrecho cuarto de un hospital para enfermos mentales. Le permiten
conservar su abrigo largo, que pende tras la puerta; se huele aroma
femenino, a polvos faciales y ropa. Alguien debió regalarle una planta
en un tiesto; ahora está sobre una silla, en un rincón. Un viejo
calendario de cinco años atrás, que ha guardado presumiblemente a
causa de la antigua escena campestre que ostenta, cuelga frente al
orificio de la cerradura en el centro de la puerta, para que las
enfermeras no la atisben por la noche. Le permiten mantener esa
intimidad.

La templanza de la señora Pilling, su aparente aceptación de un
modo de vida que ha de continuar hasta su muerte, son cosas todas
que me aterran. Es como una persona que acampase en un cementerio
y, a pesar de ello, continuase guisando cabrito, comiera y durmiese
profundamente y acaso ocupara su jornada en limpiar las tumbas o

desherbar los sepulcros. La observo tratando de entrever en ella alguna
agitación interior, como quien contempla un lago eternamente calmo
para descubrir algún indicio de esa criatura que, según se rumorea, se
encuentra dentro de él; pero quizás habite «en las profundidades a las
que jamás alcanzó sonda alguna». Para encontrar a la señora Pilling

es menester una máquina de tipo batiscafo. ¿Un batiscafo de miedo?
¿O de amor acaso?

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El principio y el fin de su vida consisten en el pan, la nata,
encender el fuego del comedor, constatar, en unión de la señora
Everett (quien además sufre la pasión de bruñir), si la vasija de cobre
para el té ha recibido su pulimento diario y extraer la comida del
armario privado.

Toda comida traída por los visitantes, fruta, dulces, tortas,
bizcochos, que no ha sido consumida durante las horas de visita de los
sábados, se retira a las pacientes y es guardada bajo llave en el armario
privado. Según la cantidad de comida que se ha guardado para cada
una, encontramos eventualmente a la hora del té, al costado de nuestro

lugar, un plato con nuestro nombre, conteniendo dos o tres
chocolatines envueltos, una naranja o una manzana. Yo rara vez tengo
visitas y a veces me las ingenio para ayudar a la señora Pilling y a la
enfermera. Aguardo con avidez el ansiado momento en que la
enfermera dispone en un plato una resplandeciente naturaleza muerta
de chocolatines y dice de pronto:

—Tome, sírvase uno.
—¡Ah!, no... No me pertenecen —protesto.
La enfermera, siguiendo la fórmula, contesta:
—Esta paciente tiene bolsas y bolsas de comida. Se le va a
estropear.

Con un sentimiento de culpabilidad cojo el chocolate, lo
desenvuelvo lentamente, aliso las arrugas del papel plateado, doy un
mordisco pequeño para probar la dureza y entonces, en actitud de
ladrón, como la ratera que me siento, lo como.

Una vez que los visitantes se han ido, las pacientes, deprimidas y
agitadas, vagabundean hablando de sus maridos, hogares e hijos, y
aprietan contra ellas los menudos paquetes de bizcochos, dulces y
fruta, únicos remanentes visibles y materiales de la visita. Entonces
yo, con mis manos vacías y esforzándome por responder con calma a

la pregunta: «¿Quién vino a verte?», hago también mi aparición
«casual» en el rincón más concurrido del salón de estar, donde sé que
me será ofrecida una naranja, un caramelo de menta o un pastel.

—Deberías guardarlos para ti —objeto, al tiempo que extiendo mi
mano con voracidad.

No existen pasado, presente ni futuro. Usar tiempos verbales para
dividir el tiempo físico es como hacer marcas de tiza sobre el agua. No
sé si mis experiencias en Cliffhaven tuvieron lugar hace muchos años,
están ocurriendo o me aguardan en eso que denominan el futuro.

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Sólo sé que el departamento de la ropa blanca era a menudo mi
santuario. Miraba, a través de su pequeña ventana polvorienta, la parte
baja del parque, los prados, los árboles y la distante franja azulada del
mar que semeja papel engomado adherido borde con borde al cielo.
Lloraba mis incertidumbres y soñaba el permanente sueño de la
mayoría de los enfermos mentales: el mundo exterior y la libertad. Allí
también viví por anticipado, mas con tremenda intensidad, los
momentos más temidos: el tratamiento eléctrico, el ser llevada por las
noches a una habitación pequeña, o ser transferida al pabellón dos, la
sala de las alteradas. Soñaba con el mundo porque parecía lo más a
propósito. No era capaz de afrontar la idea de que no todos los
prisioneros sueñan con la libertad. La perspectiva del mundo me
atemorizaba una ciénaga de desesperación, violencia, muerte, con una
delgada capa de vidrio recubriendo la superficie, sobre la cual el amor,
un diminuto cangrejo con pinzas y caparazón arco iris, caminaba
siempre de costado y delicadamente, pero sin llegar a ninguna parte,
mientras el sol, como aquellos pompones de lana que hacíamos en la
terapia ocupacional envolviendo un disco de cartón con lana
anaranjada, se elevaba cada vez a mayor altura en el cielo. Sus

volutas despedían llamas que amenazaban con derretir la precaria
calzada de vidrio. Y la gente, como gigantescos parches de colores,
carente de miembros y con parte de sus mentes amputada para
adaptarla a los lineamientos de moldes prefijados, no puede salir del
interior del sueño; carece de medios para escapar de él. Yo me veía
como un cirujano que en el momento de una delicada operación
comprueba que le han robado la bandeja del instrumental o, peor aún,

que éste ha sido retorcido y ha adoptado formas anormales, y que sólo
él se percata de ello, mientras el equipo en torno a la mesa, sin
sospechar nada, espera a que haga la primera incisión. ¿Cómo
explicarles lo que no pueden comprender, si aquello es visible
únicamente para él?

He meditado sobre el mundo con desvelo porque me encontraba
más allá de él. ¿Quién más soñaría con nostalgia a su respecto?

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Y, de tanto en tanto, murmuraba la frase ritual, al doctor: «¿Cuándo
podré regresar a casa?», consciente de que en «casa» era donde menos
deseos tenía de encontrarme. Allí se quedarían observándome para
descubrir signos de anormalidad en mí, como hurones que, alrededor
de una conejera, aguardan la aparición del conejo.

Existía la posibilidad de que me enviasen a una habitación
individual. Si bien todos los cuartos pequeños eran individuales, el
usar la frase «habitación individual» hacía la amenaza más terrible.
Durante mi estancia en el pabellón cuatro, dormía primeramente en el
dormitorio de observación y después en el dormitorio que quedaba
«del otro lado, al final», en el cual había colchas floreadas y donde, a

causa de la falta de espacio, las camas desbordaban sobre el pasillo.
Me agradaba el dormitorio de observación durante las noches, con la
enfermera de guardia sentada en el sofá traído desde el cobertizo.
Mientras tejía un interminable número de jubones de punto estudiaba
escrupulosamente los suplementos de las revistas femeninas con
diseños para recortar y dormitaba rápidas siestas, con sus pies
encaramados sobre el guardafuego, dejando que las llamas le
calentasen con placidez sus asentaderas. Me agradaba el ritual de ir a
la cama, con la bandeja repleta de copas de leche caliente que enviaba
la fiel señora Pilling, y la posterior llegada de una de las pacientes, la
cual, como si fuese una camarera, balanceaba una alta pila de orinales
color parduzco. Y me placían también las camas, la una junto a la otra;
aquello me proporcionaba la seguridad de oír la suave respiración de

otra persona. Dicha seguridad se entremezclaba con cierta irritación a
causa de sus ronquidos, conversaciones secretas, los cuchicheos y el
cálido y untuoso olor, como de establo, cuando usaban sus orinales
durante la noche.

Temía que en algún momento la directora Lente se enterase que yo
habla estado poniéndome «difícil» o comportándome «con poca
colaboración» y se dirigiese a mí, bruscamente:

—Muy bien, señora mía, habitación individual para usted.
Me causaba temor el hecho de escuchar continuas amenazas
proferidas a otras internas y el ver que, cuando una de ellas era
trasladada a una habitación individual, se resistía y gritaba. Una
morbosa curiosidad se apoderaba de mí respecto a lo que contenían
aquellos aposentos para transformar, en una noche, a personas que
gritaban y desobedecían en gente que se sentaba apartada y obedecía
con insolencia al serles ordenado:

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—Salón de estar. Comedor. Cama.
Sin embargo, no todas cambiaban. Y aquellas que no respondían a
la influencia cuadrangular del recinto cerrado, las que no aprendían lo
que, según decreto de la directora Lente y la hermana Dulce,
constituía «una lección», todas ellas eran trasladadas al pabellón dos.

Y el pabellón dos era mi gran temor. Allí nos enviaban si no
«cooperábamos» o si persistentes dosis de T.E.C. no producían en
nosotras una mejora; mejora que era estimada principalmente en
función de nuestra sumisión y pronta obediencia a las órdenes.

—Señoras, sala de estar.
—Señoras, a levantarse.
—Señoras, a la cama.
Uno aprendía a adaptarse con verdadero ahínco. Aprendíamos a no
llorar delante de la gente, a sonreír y a afirmar que estábamos
contentas, a preguntar de tanto en tanto si podíamos volver a casa,
para demostrar que mejorábamos y no hacer necesario que nos
introdujesen, clandestinamente y durante la noche, en el pabellón dos.
Aprendíamos a llevar a cabo las faenas domésticas, a hacernos las
camas colocando el emblema gubernamental del lado correcto y los

ángulos de la colcha prolijamente esquinados, a lustrar el dormitorio y
el pasillo con el pesado rodillo envuelto en un fragmento de manta
impregnada con cera amarilla y resbaladiza, que despedía un olor
picante, siempre el mismo desde el día que fue traída en la canasta con
provisiones semanales junto a potes de conserva, jarros de vinagre y
los grandes trozos de queso y manteca que la señora Pilling y la señora

Everett rebanan con un cuchillo extraído especialmente de la caja del
servicio de comedor, cerrada con candado. Aprendíamos, según la
rutina, que el baño estaba fijado para los miércoles por la noche, pero
que se permitía bañarse todas las noches, en la sala de baños grande, a
aquellas internas que estuviesen en condiciones de lavar sus brazos
más allá de las muñecas. El techo de aquel baño se elevaba como el de
una estación ferroviaria y sus tres hondas bañeras estaban alineadas,
con los grifos dentro de cajas cerradas. Adosada a la pared, se hallaba
la lista con las reglas del aseo, escritas en una letra tan menuda que se
la podía confundir con el horario de trenes. Era una vieja lista impresa

a principios de siglo y contenía 14 reglas que establecían, por ejemplo,

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que ninguna paciente podía bañarse a menos que una asistente
estuviera presente, que la bañera debía contener trece centímetros de
agua, vertiéndose en primer lugar la fría; que no debía ser empleado
cepillo de clase alguna al bañar a una paciente...

Nos bañábamos, pues, sin mamparas, una en cada bañera, mirando
con curiosidad los cuerpos de las demás: los colgantes vientres, los
fláccidos pechos, los descoloridos agrupamientos de vellosidades
sobre el cuerpo, en fin, todos los pesados o flexibles contornos que
confieren a la mujer una perpetua y apabullante identificación con su
carne.

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5



—¿Se va adaptando?
Aquella pregunta solía ser formulada de tiempo en tiempo por el
doctor, como si fuese una brisa viajera que encuentra casualmente a un
animal dispuesto a invernar.

«Adaptarse» era algo que contaba con el general beneplácito.
—Cuanto antes se adapte usted, con tanta mayor rapidez se le
permitirá volver a casa
—afirmaba la Lógica imperante.
En cambio:
—Si usted no consigue adaptarse a la vida en un hospital de
mentales, ¿cómo pretende estar en condiciones de vivir fuera, en el
mundo?

En verdad, ¿cómo? Durante los primeros días me sorprendía y
miraba con mezcla de compasión y ansiedad al pequeño número de
pacientes que había en la sala de observación y que permanecería allí
«para siempre»: la señora Pilling, la señora Everett, que, cuando era
una joven madre inexperta y sobreexcitada, había asesinado a su
pequeña hija; la señora Dennis, menuda, de lengua afilada y pelo gris

pulcramente recogido, que ocupaba sus días en arreglar la sala de las
encargadas, abrillantando la platería, los vasos de agua y los platos
para la fruta de las reverendas hermanas, tocadas de blanco. Las pocas
internadas permanentes que quedaban eran quienes conocían las reglas
y podían interpretarlas; es decir, si alguien estaba suficientemente
bien, le concedían libertad limitada bajo palabra y cuando se
encontraba muy bien y merecía confianza (como era el caso de la
mayoría de las pacientes) se les otorgaba completa libertad bajo
palabra y se les permitía ir adonde quisiesen, dentro del área del
hospital. Asimismo, cuando un paciente abandonaba el hospital, no se
le daba el alta inmediatamente, antes bien se le imponía un período de
prueba, como si hubiesen cometido un delito criminal, en forma tal
que uno podía encontrarse ya fuera del hospital y legalmente continuar
loco, sin derecho al voto, ni a firmar documentos o viajar por el
extranjero. No existía la admisión voluntaria por aquellos días. Todas
éramos «insanas según la Ley para los Mentales Defectuosos del año
1928».

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Estas pacientes a largo plazo, que eran más bien empleadas del
hospital, podían poner en tela de juicio la jerarquía del cuerpo
profesional y la vida privada de la directora, quien vivía en un piso
enfrente del edificio. Minnie, de la repartición uno, era la sirvienta
personal de la directora y le estaba permitido usar una llave. Solía
venir a la sala durante el día, con los papeles y las últimas habladurías
de «allá enfrente», para contárselas a la señora Everett, a la señora
Pilling y, en particular, a la señorita Dennis. Esta gustaba de aumentar
su superioridad de modales sumándole la superioridad de estar bien
informada.

Nos enterábamos de la vida de los médicos. Carrie, de la sala uno,
trabajaba en el piso de los doctores y Molly lo hacía al otro lado del
camino, en casa del médico y su familia.

—Su mujer rezonga —decía triunfalmente y su comentario parecía
robustecer sus lazos de amistad con aquellas internas que se
mostraban a todas luces dispuestas a compadecer al facultativo.

De esa forma nos informábamos, las recién ingresadas, de eventos
importantes, como la Navidad:

—Juntarán todas las mesas para la cena de Nochebuena. Tendremos
cerdo y salsa de manzana. Todo el mundo recibe un regalo.

También nos enterábamos de las idas a la iglesia, de los bailes
(como parte de la «nueva actitud» hacia los pacientes mentales, ahora
se celebraban bailes), de los deportes en el hospital, de la inauguración
de la bolera, del encuentro de cricket entre el hospital y el pueblo, de
la visita del delegado de la Sociedad de Ayuda a Internados y
Prisioneros.

Las otras pacientes permanentes vivían en el Pabellón dos. Las
veíamos muy raras veces excepto durante los T.E.C. Oíamos sus
murmullos como trasfondo, procedentes de su parque y patio
especiales y, durante las noches, cuando sus dormitorios, en el llamado
«Edificio de Ladrillos», se convertían en una colmena de gimientes
abejas tras las herrumbrosas mallas metálicas de las ventanas; gritaban
como si la miel del día se hubiera perdido o nunca se hubiese
recogido. En ciertas ocasiones, por la noche, veíamos como las hacían
penetrar precipitadamente en el «Edificio de Ladrillos» y se tenía la
impresión de que ejecutaban una alocada danza salvaje antes de

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decidirse a entrar, como si señalasen en dirección de los campos sin
flores, allá donde habían dejado su tiempo y sus anhelos, perdiendo
una día más en su larga serie de años de búsqueda. A veces, veíamos
como estas mismas personas, con sus camisas azul oscuro a listas y su
piel manchada y curtida por el sol, eran llevadas entre enfermeras
desde el salón de estar de su pabellón hasta el parque en el que
pasarían el resto del día. Y, es triste consignarlo, en aquel momento,
parecían personas; su analogía con nosotras no podía negarse. Pero se
movían con las cabezas inclinadas, los cuerpos semi-encogidos, como
si enfrentasen una ventisca contraria, como si avanzaran abrumadas
por una tonelada de pesadumbre en el alma, sin esperanzas de llegar a
parte alguna. En otras oportunidades, cuando el capellán celebraba el
servicio religioso en el salón grande del hospital y asistíamos a él las
que deseábamos «rezar y cantar», a causa del aburrimiento o animadas
por un deseo similar al de Lear y Cordelia en prisión, llevaban allí a
un grupo de internadas del pabellón dos y las persuadían a permanecer
sentadas en los largos bancos de madera. Cantaban con un deleite que
parecía molestar al oficiante, erguido en actitud grave, de pie ante su
atril, con su Biblia abierta en la lección de Confortación, que leía con
un dejo de culpa y sentimentalismo. Las de la sala dos, con su curioso
surtido de sombreros, actuaban como niñas excitadas, moviéndose

intranquilas e interrumpiendo el sermón con comentarios al margen.
Sonreían plácidamente al ofrecer oraciones «por aquellos cuyas
mentes están enfermas». Y con fervor, cantaban:


Nos reuniremos junto al río,

El hermoso y bello río.
Nos reuniremos junto al río
Que va hacia nuestro Dios.

O también:


Brilla el sol de estío

Sabre tierra y mar.
Dulce luz de abrigo,
Paz y libertad.

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Los hombres se sentaban a un lado del salón, las mujeres al otro.

Bajo el pretexto de la ceremonia religiosa, se hacían circular notas,
se tramaban fugas, se intercambiaban amoríos. Las voces masculinas,
aunque desafinadas a menudo, eran prolongadas y potentes y solían
mostrar renuencia a abandonar las sonoras notas finales. Aquello
obligaba a la comprensiva organista, una señora del pabellón uno, que

era la viva imagen de Jorge III, a continuar la ejecución con soporífera
eternidad. Cuando esto ocurría, el capellán, cuyo aprecio por la
eternidad estaba condicionado a la fugacidad de la misma y se resistía
a aceptar su materialización bajo la forma de un «A-a-a-mén», punto
final del Nos reuniremos junto al río o de Jesús reinará donde quiera
que brille el sol, interrumpía a los hombres resueltamente levantando

su voz para pronunciar la bendición:
—Que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo perdure en cada uno
de vosotros ahora y siempre, por los siglos de los siglos...

A las del pabellón dos les gustaba quedarse atrás para estrechar la
mano al capellán y hablarle de asuntos familiares; pero nosotras, las
del pabellón cuatro, experimentábamos gran alarma ante sus muestras
de amistad, como si ellas fueran el síntoma de una infección de
permanencia que podría propagarse velozmente entre nosotras, y nos
apresurábamos a salir del salón para cruzar nuestro parque, cubierto de
margaritas, y llegar a nuestro propio pabellón. Ni siquiera las
trivialidades más manidas: «Son felices a su manera...» «Están tan
enajenadas que no sufren realmente...» «Están acostumbradas y ya no
se dan cuenta...» «A estas alturas nada les importa», eran aplicables a
la gente del pabellón dos. Me obsesionaban. No aquel pequeño
número articulado que concurría al oficio, sino las que yo había
atisbado a veces a través de la cerca, en el parque o en el patio.
¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban internadas? ¿Por qué eran tan
distintas a la gente que camina y habla por las calles del mundo? Y,
sobre todo, ¿cuál era el significado de los regalos o más bien desechos
que arrojaban al parque o al patio por sobre la cerca: trozos de tela,
migas, inmundicias, zapatos, corno una barrera defensiva hecha con

amor y odio, destinada a los que se encontraban más allá?

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6



El carnero asado dominical en trinchado por la directora Lente, así
como las demás comidas de la semana. Iba de sala en sala con ese
propósito, cogiendo por el camino algunos trozos seleccionados para
«probar» lo cocinado. La hermana Dulce colocaba la carne en los
platos, de pie tras la larga mesa de servir y utilizando para ello un
tenedor: Las verduras eran depositadas por la encargada que le seguía

en jerarquía, mientras que la señora Everett, siempre sonrojada y
ansiosa ante el temor de haber sido demasiado generosa con las
primeras porciones y verse obligada entonces a reducirse para las
restantes, vertía la salsa de menta elaborada con malas hierbas. Y el
plato quedaba preparado, por fin. Abandonábamos la fila para ocupar
nuestros puestos en la mesa y aguardar a que el último plato estuviese
listo y la jaculatoria de la hermana Dulce:

—El Señor os haga verdaderamente agradecidas por lo que vais a
recibir.

Sólo entonces, cuando el asado ya estaba frío y las patatas y
legumbres languidecían en sus duros envoltorios de grasa, podíamos
empezar a comer. Y aunque no era obligatorio, frecuentemente se nos
amenazaba esgrimiendo la frase: «Otros hay que están peor, al otro
lado del mundo», con esa cómoda propensión que demuestra la gente
por hacer del hambre, la tristeza o cualquier aflicción, fenómenos
relativos a lugares remotos. A veces, y haciendo uso de una inesperada
caridad que ganaba nuestra gratitud y nos hacía comprender que era
«un ser humano a pesar de todo», la hermana Dulce nos permitía
comer antes de rezar la jaculatoria, quedando ésta para después del
almuerzo, cuando los cuchillos habían sido recolectados, contados y
encerrados en su caja y en tanto permanecíamos sentadas aguardando
el correo y los anuncios. Los anuncios consistían generalmente en
admoniciones sobre mal comportamiento y comenzaban...

—… Ahora bien, en el futuro, no quiero…

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O si no:

—Me han informado de que algunas de las pacientes...
Los escuchábamos con temerosa atención.
Sin embargo, la hermana no gobernaba sólo por el terror. Tenía
también brotes de jovialidad y éstos se manifestaban durante las
«reuniones», así llamadas por ella misma, en torno al piano del
pabellón, por la noche, cuando se despojaba de su chaqueta roja con
gesto liberal, la colgaba en el espaldar de una silla y se sentaba al
piano a interpretar para nosotras canciones que eran, casi siempre, de
otra generación. Con su aguda voz, nos pedía:

—Vamos... que canten todas.

Cuando brille un arco iris sobre el río,

Sentirás nacer la sensación
De que el amor desciende desde el cielo
Para llenarte de azul el corazón.

También se cantaba Cuando sonríen unos ojos irlandeses y
Camino de las Islas, finalizando con un himno:


Hay un monte muy verde y lejano,

Sin murallas en su derredor,
En el cual murió crucificado
Por salvarnos nuestro Redentor.

Al llegar a este punto, la hermana adquiría una expresión severa y
se volvía hacia nosotras, mirándonos significativamente, como
queriendo decir: «Recuerden que poseen algo por lo que estar
agradecidas. ¡Anímense, pues! ¡Salgan de ese estado! Todo esto se
está haciendo por vuestro propio bien y hay otras que lo pasan
muchísimo peor que vosotras, señoras mías».

Luego, bosquejando una sonrisa ligeramente amarga con sus labios
delgados e incoloros, interpretaba un aire de danza y nos invitaba a
bailar entre nosotras para finalizar la velada. Cuando abandonaba el
salón de estar, después de un tan franco despliegue de camaradería,
todas comentaban:

—Es simpática, a fin de cuentas.

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A la mañana siguiente nos miraba con el ceño fruncido y expresión
fría, mientras anunciaba:

—Para usted no habrá desayuno. Tiene tratamiento.


El domingo era un día agradable, en comparación con los demás de
la semana. No había tratamiento eléctrico. Por la mañana, tenía lugar
el servicio religioso y, por la tarde, una caminata por los terrenos.
Podía llegar hasta más allá de los álamos, subiendo por la colina y
dejando atrás también el edificio de madera en el que vivían algunos
de los hombres, los viejos decrépitos que sólo podían sentarse al sol y
los jóvenes mongólicos e imbéciles que prestaban ayuda en faenas
sencillas de la granja y del jardín. Frente a la puerta posterior de aquel
edificio, había una soga para secar la ropa, tendida entre dos estacas y
combada por el peso de los uniformes a franjas del pabellón. A veces,
veíamos una cara que nos atisbaba desde las ventanas sin cortinas, o
un pequeño grupo de ancianos sentados al sol, con las miradas
perdidas y moviendo sus labios en la forma peculiar de los viejos,
como si durante sus vidas no hubiesen podido decir nunca lo que
necesitaban expresar o no hubieran tenido jamás nadie a quien decirlo.
Ahora, ya viejos, balbucían sin cesar, sin tomar en cuenta las palabras,
con la única preocupación de decirlas a tiempo.

En tanto que nos mantenemos vitales y persistimos en el supremo
acto de vivir, nos sentimos rodeados por invisibles cortesanos de la
conciencia, que mantienen nuestro íntimo yo enhiesto y bien
alimentado, tal como las abejas sustentan a su reina. Pero cuando uno
se encuentra próximo a la muerte, los cortesanos le desatienden e
incluso suelen aunar sus fuerzas para matarle. Es entonces cuando
adquirimos el aspecto de los moribundos, recóndito y desaliñado. En
estos viejos, el desaliño se manifestaba en su interior, más allá del
andrajoso aspecto de sus pantalones, que pendían de cualquier manera
sostenidos por los tirantes, o de sus braguetas desabotonadas y de sus
camisas de franela, colgantes y deformadas.

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Cuando pasábamos ante su comedor y mirábamos las desnudas
mesas de madera, prontas para el té, con la tosca vajilla en cada lugar,
me sentía deprimida por la monotonía de una jornada en la que el té se
prepara inmediatamente después de la comida de mediodía. Sin duda
los ancianos eran acostados en seguida después del té, con luz diurna

todavía. Hubiera querido ir a ese comedor para tender un mantel
blanco y colocar unas flores sobre las largas mesas. Los periódicos
habían informado en primera plana que las autoridades de algunos
hospitales del mundo habían constatado que las flores en las salas
«ayudan». ¿Podrían haber ayudado, tal vez, en este pabellón de
hombres? Quizá no. Parecía un lugar en el que nadie habita. Me
recordaba los tiempos en que mi padre regresaba a casa del trabajo y

mi madre se encontraba en el jardín, o bien en el lavabo, o hablando
con alguna de las vecinas por encima de la verja. Una expresión de
pánico cruzaba por el rostro de mi padre mientras penetraba en la
cocina desierta.

—¿Dónde está mamá? —preguntaba.
También recordaba un poema que solíamos recitar en el colegio, un
poema misterioso que comenzaba así:


¿Hay alguien aquí?

Preguntó el viajero
Llamando a la puerta
Bañada de luna.

Un viajero podría llamar durante años a la puerta de ese lúgubre
pabellón. Podría, incluso, exclamar como el viajero del poema:

«Decid que he llegado...» Y no recibiría respuesta alguna. Aquellos
ancianos estaban muertos aunque sus bocas se moviesen y
consumieran su té y su torta de «Borstal», aunque se sentasen al
apacible sol, acompañados únicamente por las afiladas y largas
sombras de la tarde, inmóviles, mudas y yacentes junto a ellos.



En nuestra caminata visitábamos también la dehesa de los becerros,
donde los patizambos «Frisios» extendían sus cabezas hacia nuestras
manos, por entre la empalizada, para lamerlas con sus lenguas ásperas.
O cruzábamos por los chiqueros, frunciendo las narices al observar a
los lechones que semejaban salchichas rosadas, unas junto a otras,
mamando de sus indolentes y sucias madres, o a los cerdos de media
cría, que husmeaban con sus hocicos los desperdicios del pabellón y
resoplaban en la artesa, rebosante de leche desnatada.

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¿Sabían los cerdos, acaso, que en el comedor de nuestra repartición
había un aviso especialmente dedicado a ellos?

Por favor, no pongan espinas de pescado en la tina de los puercos.
Se han perdido cerdos muy valiosos a causa de este hábito.

Nos deteníamos cerca de las pocilgas, en lo alto de la colina, y
desde allí mirábamos el mar, muy distante por debajo de nosotros.
Sobre el horizonte se divisaba el humo de un barco cargado de trigo o
carbón, destinado a uno de los puertos de la costa este. En las
proximidades, y a nuestros pies, se velan los techos apizarrados del
principal edificio del hospital, con sus pequeñas ventanas enrejadas,
construidas para detener el paso a las flechas de luz, y la torre con su
antigua campana, y semejante a la de una cárcel, que todavía tañe
gravemente mañana y tarde.

En otras oportunidades, descendíamos caminando hacia el jardín
delantero y cruzábamos delante del recinto sagrado, que lucía una
advertencia: PROHIBIDO EL PASO. Allí vivía el superintendente.
Proseguíamos en una distraída marcha, con paso cansino de viandante,
hasta detenernos en la verja de la entrada principal, mas la cual está el
mundo, es decir, el pequeño villorrio campestre de Cliffhaven.
Cliffhaven tenía una escuela, dos almacenes y una iglesia. Y hacia
abajo, dejando atrás la casa del médico, se encontraba la estación de
ferrocarril, con su albergue de madera roja, como una cabaña de
juguete, que servía como sala de espera de la estación. Allí penetraban
volando las gaviotas y sembraban el suelo con salpicaduras negras y
grises; y en los rincones, se apilaban equipajes que parecían yacer
abandonados desde muchos años atrás. La puerta de goznes rotos daba
paso a un lavabo con chorreaduras orinientas en el lavabo y la letrina,
un charco de agua en el piso y trozos de papel higiénico que cubrían a
medias un cierto montoncillo oscuro que alguien dejara sin limpiar.

En la entrada principal, nos deteníamos a considerar cuán
maravilloso es el mundo en el cual, así es de engañosa la memoria, la
gente hace lo que le place. Poseían muebles, mesas de tocador con
pequeños paños de adorno, armarios con espejos y puertas que podían
abrir, cerrar y volver a abrir cuantas veces quisiesen. Vestían ropas sin
cintas con su nombre cosidas en el interior y poseían bolsos con limas

de uñas y maquillaje y nadie les vigilaba mientras comían, ni, después
de terminar, les quitaban los cuchillos para contarlos, amenazando con
temible voz:

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—Señoras, de pie.
Volvíamos sobre nuestros pasos y desandábamos el camino de
grava hasta el pabellón cuatro. La puerta estaría sin cerrojo
especialmente para nosotras y nos guiarían por el pasillo, ante los
cuartos de las tuberculosas y de las ancianas y el de la señora Pilling,
hasta el guardarropa, donde nos despojaríamos de nuestros abrigos y
bufandas. Y luego, algunas, entre las que a veces me contaba, eran lo
bastante ladinas para lograr persuadir a la enfermera con argumentos

tales como: «Siempre "ayudamos" a servir las mesas para el té». O tal
vez: «Nunca olvidamos la vigilancia de los huevos para el dormitorio
de observación, mientras éstos hervían sobre el fuego del comedor».

O bien: «Generalmente empujamos el carrito del té hasta el
dormitorio». Las demás éramos encerradas con llave en el salón de
estar, hasta la hora del té. Allí, las otras, las demasiado viejas o
demasiado enfermas para salir a caminar, nos observaban con miradas

desvaídas cuando entrábamos con las mejillas sonrosadas y excitadas
por lo que acabábamos de ver (los cerdos, los terneros, la ropa lavada
de los médicos tendida en la cuerda, el árbol de magnolia en flor,
orgullo del hospital) y por nuestra permanencia junto a la entrada
principal... Nos observaban con fijeza, aunque sin demostrar emoción.
Continuaban mirando insistentemente, algunas entre leves quejidos,
otras siguiendo la tediosa rutina de golpear la puerta del salón de estar
o pedir auxilio. Y otras aún mirando, por las anchas ventanas, los
árboles, la cobriza haya iluminada por el sol de la tarde y los abetos y
los mirlos que revoloteaban sin rumbo sobre el césped.

¿Qué importancia tenía el que hubiésemos llegado hasta la verja de
entrada? La gente del salón de estar nos miraba acusadoramente, como
si hubiéramos perdido el tiempo vagabundeando por los terrenos.
Ellas no tenían necesidad de dar paseos. Conocían la magnolia en flor
sin verla. Nos sentábamos en actitud sumisa y aguardábamos la hora
del té. El siguiente día sería lunes:

—Permanezcan con el camisón y el batín, el camisón y el batín, el
camisón y el batín, camisón, camisón…

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7



Después de vivir tres años en el pabellón cuatro e ir
obedientemente al tratamiento durante casi todas las mañanas que me
correspondía y luego de ganarme, además, el respeto de la señora
Pilling por mis entusiastas sesiones de sacar brillo al corredor y de
obtener la buena voluntad de la señora Everett por la aparente
complacencia con que pelaba manzanas y bruñía la platería los viernes
y, al mismo tiempo, con la desaprobación cada día mayor de la
directora Lente y de la hermana Dulce por mi tendencia a
experimentar pánico durante las comidas, fui declarada lo bastante
apta como para volver a casa.

Cuando las demás se enteraban de que alguien volvía a casa, la
miraban con envidia y parecían sentirse compelidas a señalar a la que
se iba, ente ellas y a quienes las visitaban, al tiempo que decían:

—Ahí está Mona, o Dolly, o Nancy, que vuelve a casa.
Las visitas exclamaban: «¡Ah!, ¿sí?», como turistas en un país
extraño a quienes muestran como maravilla un edificio que ellos
consideran corriente.

Cuando se regresaba a casa era mejor no hablar al respecto, ni
siquiera anunciarlo. No se experimentaba culpabilidad y placer en
ello. Uno se sentía como un niño de orfanato a quien han aceptado
para la adopción y debe afrontar la ansiosa mirada de los excluidos al
llegar a buscarlo sus nuevos padres.

Mi madre vendría por mí. Ella, al igual que el resto de la familia, se
había sentido horrorizada y temerosa ante el hecho que una de sus
hijas hubiese acabado en Cliffhaven. El concepto doméstico respecto a
la gente que se encuentra en Cliffhaven o en cualquier hospital mental
provenía de los chistes usuales sobre locos. Historias de ese tipo que
narran la visita de dignatarios al lugar, donde son interpelados por
algún loco, que les preguntaba su nombre. Y al responder ellos con
título de excelencia o sir, el loco contesta:

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—Pronto se pondrá bien de eso. Yo estaba seguro de ser el rey de
Inglaterra cuando llegué aquí.

Mi familia no me había visitado con mucha frecuencia y me
parecían seres extraños y remotos. En ocasiones, al mirar rápidamente
a mi madre y a mi padre, descubría que sus cuerpos se agrietaban y
derrumbaban, desmenuzándose en células de piel, como granos de
trigo pulverizados hasta el punto de quedar reducidos a un polvo muy
fino. A veces, me burlaban y desaparecían para transformarse en
pájaros que batían el aire con alas poderosas y creaban una tormenta.

Mi madre vestía ropas nuevas en las que yo no confiaba. Durante
años, desde que se había casado, su principal vestimenta había
consistido en «un agradable vestido azul marino», según ella misma lo
llamaba. Pero últimamente había enviado sus desproporcionadas
medidas a una firma comercial del Norte que entregaba mercancías
por correo y había recibido un vestido oscuro con menudas listas
marrones. Nunca antes había usado el marrón, ni un solo vestido
marrón. Y cuando llegó a verme con su ropa nueva se veía incómoda,
como si ocultara algo deshonesto. La crema color marrón para el
calzado posee un brillo secreto que el césped deteriora fácilmente
cuando nos sentamos sobre él al celebrar un picnic bajo las hayas
cobrizas.

Y llegó mi madre para llevarme a casa. Hablaba al médico con voz
aguda y excitada, asegurándole con indignación que, sin duda, yo
nunca había oído voces ni había visto «cosas» y que nada malo me
ocurría. Mi madre se mostraba suspicaz respecto al doctor. En cierto
modo, consideraba que mi enfermedad era un baldón para ella, como
algo de que avergonzarse, algo para ocultar e incluso negar si fuese
necesario. Se sentía profundamente indignada, pero consintió ante la
sugerencia del médico de que yo no debía regresar a casa y convenía,
en cambio, que fuese al Norte, a vivir durante un tiempo con mi
hermana, quien había manifestado el deseo de «tenerme».

Dije adiós a la señora Everett, a la señora Pilling, al panadero, al
porquero y a las enfermeras; a las tímidas recién llegadas, que
llevaban los cubos del carbón, limpiaban las chimeneas e intentaban
transportar las bandejas con cenizas ardientes a través de la corriente
de aire que emana de la puerta lateral; durante sus doce horas diarias,
trabajan muy duramente, con aspecto agitado, desgreñado y cansado,
con manchas de hollín en la parte delantera de sus flamantes
uniformes rosados y marcas rojizas que rodean sus talones, allí donde
les rozan los duros zapatos de reglamento. Pero aprendían. Aprendían
a dar órdenes que serían obedecidas de inmediato y a hacer entrar en
vereda al rebaño errante.

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Adiós, dije, y prometí escribir, a sabiendas de que, después de las
primeras cartas, no quedaría nada por decir, a excepción de esas frases
a las que la gente recurre como naftalina cuando desea poner a prueba
y preservar un lapso de tiempo:

¿Concurre aún el doctor Howell a las reuniones de los lunes?
Supongo que La Pavlova sigue lo mismo que siempre... ¿Todavía les
sirven, los martes, picadillo y pastas hechas con maderos de cerca?

Aún me quedaba por mantener una entrevista con el
superintendente. Nunca se había dirigido a mí, pero yo le había visto
algunas veces al efectuar sus rondas de los viernes, al volante de su
potente coche castaño de anchas ancas, atravesando los estrechos y
arbolados caminos de pabellón en pabellón, acompañado por Molly, su
perdiguera rojiza, que miraba por la ventanilla. El doctor Portman

era un inglés regordete, moreno y de baja estatura, con un bigote
puntilloso y ojos pardos que brillaban bajo cejas enmarañadas como
arbustos. Era un hombre de actitudes y gestos decisivos, de simpatías
rápidas y un sentido de lo sublime que excedían su ostentosa
capacidad mental. Como un gallo resuelto y pendenciero que gastase
botines. El apodo conferido al doctor Portman era el de Mayor Loco.

Llamé a la puerta y penetré en su habitación. Con timidez me
detuve al llegar a la alfombra roja. Sobre su escritorio, había una
divisa enmarcada, escrita en italiano, que rezaba: Cada momento que
transcurre es precioso.

—Pase y siéntese —dijo amablemente.
Me senté. Se inclinó hacia mí.
—¿Ha sido violada alguna vez? —me preguntó.
Le contesté que no. Entonces se levantó de su escritorio, se
aproximó y me estrechó la mano deseándome buena suerte. Y
abandoné el hospital.

Estaba a prueba.

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8



Mi madre y yo aguardamos en la estación de ferrocarril la llegada
del «Limitado». Recuerdo con cuánta frecuencia, cuando iba de viaje
y el tren se detenía en Cliffhaven para descargar y recoger el correo y
echar agua en la máquina, yo miraba hacia afuera para ver a los
«locos» de pie en la plataforma. Ahora, mientras el ferrocarril se
detenía, observé las caras de la gente que observaba desde los vagones
y me pregunté si habría en mí alguna señal de locura que me
identificase. Y me pregunté asimismo si aquellas personas
comprendían o intentaban comprender lo que se encontraba más allá
de la estación, camino arriba, al otro lado de la verja y después de
subir el tortuoso sendero, tras las puertas cerradas del edificio gris de
piedra.

Mientras subía al coche, pensé: «Ahora la señora Pilling está
colocando el pan sobre la mesa para el té y la señora Everett hierve los
huevos sobre el braserillo del comedor. La señora Richtie está
hablando en la sala de estar, a una atenta pero escéptica audiencia,
sobre la operación en la que «parte de su cuerpo desapareció sin más

ni más».
—Fue un error en la operación. Parte de mi cuerpo, una parte
secreta que no puedo nombrar, voló sin más ni más
—decía, mientras,
gesticulando y con las mejillas sonrojadas, subrayaba la deplorable
equivocación que había hecho de ella alguien diferente del resto de la
gente de todo el mundo y estigmatizaba a los doctores por sus
negativas a admitir el robo de parte de su organismo.

En ese mismo momento, Susana está sentada, quieta y silenciosa
en el rincón, con sus miembros azulados y fríos. Se ha quitado su
chaqueta y sus zapatos y no será posible persuadirla para que se los
ponga nuevamente.

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Y las desconcertadas ancianas marchan de arriba para abajo, con
sus vestidos arrugados y el murmullo concertado de sus calcetines de
lino. Como se las vistió por la mañana temprano, es probable que
hayan perdido ya las ataduras de sus «fardos». Ahora golpean en la
cerrada puerta, tratando de salir, de «ver» las cosas o protegerse de
algo que ha irrumpido desde su pasado y exige su inmediata atención.

Les urge hablar con gente que no se encuentra ahí, les urge socorrer a
quienes han muerto tiempo ha, servir tazas de té para fatigados
maridos que están más allá de la sala de estar y de la tumba. Ciertas
voces les comunican mensajes urgentes y la ansiedad las mantiene
enajenadas. Nadie las oye ni las comprende.

Pienso en las novísimas enfermeras en sus primeros días de
limpieza. Hacen las camas, llenan los cubos del carbón, como si la
finalidad de su trabajo fuera la de establecer una relación con los
objetos de uso doméstico del pabellón: curar al cubo, a las mantas y al
pasillo. En cierto modo, ellas encuentran reconfortante el permanecer
en la sala de estar, peinando el cabello a las ancianas con el peine de
dientes ásperos del pabellón. Es un cabello blanco, que ralea en
mechones aislados sobre el cráneo transparente y surcado por azuladas
venas. Más adelante, las mismas enfermeras se impacientarán con las
pacientes a su cargo; pero al principio se muestran llenas de
comprensión. Es evidente que las ancianas sufren y las vestimentas
agudizan su errático aspecto: chaquetas largas en exceso y vestidos
casi sin forma que maridos o hijos les han traído el día de visita. En
esos casos las palabras son:

—Espero que sea apropiado. No pude recordar cuáles eran tus
medidas exactas.

Quizá se daban cuenta interiormente de que, para las ancianas, no
existen «medidas exactas», que la frustración de su mundo íntimo ha
alcanzado a sus cuerpos y en cierta forma las ha apartado de los
sistemas convencionales de medida.

Estas ancianas se sientan en la mesa especial, reciben nata para sus
budines y se las traslada temprano y con rapidez, a sus habitaciones.
Allí las desvisten, las acuestan y las encierran con llave. Una vez que
las enfermeras se retiran, se levantan de sus camas y alborotan el
dormitorio hurgando, buscando cosas y protegiéndose de objetos
desconocidos. Y así continúan, sin descanso, casi toda la noche.

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Al
llegar la mañana, luego de dormir un breve y espasmódico sueño y
con sus lechos casi siempre mojados y sucios, recomienzan su
cotidiano intento por resolver el enigma: por qué están y dónde están,
por qué no se les permite salir, por qué pierden sus ligas y pañuelos y
se ven sometidas a un complejo ir y venir o se las obliga a secarse
cuando van al lavabo y se las lleva de la sala de estar al comedor y
viceversa. Pasadas unas semanas, si no mejoran en su estado, las
enviarán en el gran coche negro del gobierno a Kaikohe, que se
encuentra a la orilla del mar y es el lugar al que van los ancianos. O
serán transferidas al pabellón uno, que es también el pabellón de niños
y que posee un patio interior en el cual crece un césped amarillo por

entre las hendiduras del asfalto, donde niños pálidos y babeantes
juegan durante el día, consolados por un pequeño número de juguetes
de madera. Por la noche, los pequeños duermen sobre catres, dentro de
estrechos y húmedos dormitorios con suelo de cemento. En este
pabellón, las ancianas serán acostadas, cuando les llegue su turno, por
última vez. Habrán de languidecer en habitaciones melancólicas,
carentes de luz solar y que apestan a orina. Las lavarán y mudarán y la
frustración postrera crecerá sobre sus ojos como una membrana. Y una
mañana, al transitar por el pasillo del pabellón uno, se podrá ver, en la
pequeña habitación que ocupaba una de las ancianas, el piso recién
lavado y con olor a desinfectante, la cama deshecha, el colchón
volteado para airearse: la muerte ha creado una vacante por la noche.



El tren partió lentamente de Cliffhaven, aumentando la velocidad
mientras pasaba ante las lomas, que aparecían descuidadas a causa de
los guisantes de olor silvestre, de las aulagas y los jardines de los
fondos de las casas, con sus cuerdas de ropa lavada que espolvoreaba
jabón al ser agitada por el viento, y de los gallineros, en los que
gallinas blancas como la nieve, gordas y con sus colas al aire,
picoteaban y hurgaban el suelo de tierra pedregosa.

Procuré distinguir las torres del hospital a través de los claros que
dejaban las cada vez más lejanas colinas. Por fin desistí y adopté la
perezosa actitud sibarítica de cualquier viajero de ferrocarril.
Contemplé con somnolencia los árboles muertos y crispados y las
ovejas en su obsesivo pacer y las vacas que, anticipándose al ordeño,
se agrupan agitando los rabos. Cliffhaven se escurrió de mi cerebro
tan fácilmente como, en aquel instante, se deslizaba cielo abajo el sol
por un resquicio entre las nubes y el horizonte.

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En un desierto de pastos y gomeros el tren detuvo su marcha para
ser transferido a una desviación y permitir el paso al expreso que se
dirigía al Sur. Allí permaneció, esperando y esperando, hasta producir
la impresión de que había sido abandonado y sería alcanzado por el
moho, la maleza y el silencio que amenaza a todos los hombres y
máquinas, ya inmóviles o en movimiento. Entonces recordé una vez

más a Cliffhaven y a la gente que quedaba allí. ¿Se encontraban en
una desviación aquellas vidas, para ceder paso a un tráfico más
urgente? ¿Cuál era, en ese caso, su destino?

Pero el tren se puso en movimiento y ya no me preocupé. Y dormí.
Cliffhaven estaba lejos, muy lejos, y yo nunca volvería a estar
enferma. ¿O sí?

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SEGUNDA PARTE

TREECROFT

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Me dirigí, pues, al Norte. A una tierra de palmeras y mangles que
parecían surgir como malignos brotes dentro de las gargantas barrosas
de las bahías, de naranjos cuyas hojas, en actitud lúgubre y sombría,
producían la impresión de acoger con hospitalaria intimidad los
inexcusables y envolventes arrebatos del invierno. Una tierra de cielo

límpido y remoto. Todo eso era el Norte.
Permanecí durante unas semanas con mi hermana, ¿Ha vivido
usted alguna vez la experiencia de ser soltera y verse obligada a
habitar con su hermana, su cuñado y el primogénito recién nacido de
ambos, en una misma casa pequeña? ¿Sabe usted lo que significa, en
consecuencia, tener que observarlos cómo se frotan las narices, se dan
pescozones, se hacen cosquillas durante todo el día? Y, por la noche,
cuando una está acostada en la cama de campamento, estrecha como
un ataúd, que no da cabida a dos personas, les oye también, porque es
imposible evitarlo.

Ignoraba mi propia identidad. Hablan sustraído mi cuerpo y estaba
suspendida en el aire como una mujer de paja. El día parecía ser algo
tangible a mi alrededor, pero retrocedía cuando procuraba asirlo, como
temeroso de ser contaminado por mí. Increpé al cielo y éste engendró
una cubierta protectora con porcelana hecha de nubes. Pero yo no era
un mosquito, ni un grillo, ni un árbol de bambú, y por ello me
encontré súbitamente en pleno verano, yaciendo en una cama cubierta
con alegre colcha, dentro de una inmaculada habitación denominada
«dormitorio de observación» del pabellón siete del Hospital para
Enfermos Mentales de Treecroft, en el Norte. El aposento se abría

sobre un jardín en el que había rosales en floración y matas de lirios
silvestres con el núcleo anaranjado circundando un prado de césped
calcinado por el sol, en cuyo centro crecía un sauce llorón. Aunque no
se veía ninguna corriente de agua, allí crecía el sauce, con esa

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estimable fidelidad que mantiene con vida a algunos seres en espera
de una callada compensación. En torno al jardín se elevaba un alto
muro, camuflado por un manto de hiedra en lenta consunción, el cual
le confería una más decorosa apariencia. Observé que las ventanas del
dormitorio se abrían a la manera de puertas y era imposible adivinar
que estaban arregladas convenientemente para evitar que se abriesen
más que un espacio limitado. No alcanzaba a ver las maderas
toscamente claveteadas sobre ellas, que constituían un rasgo
característico de Cliffhaven.

La habitación producía una sensación de frío y oscuridad. Podía
advertir gente que caminaba en el exterior, vestida con trajes
veraniegos, yendo y viniendo o sentada a la sombra del sauce llorón.
Era una atmósfera calma. No se escuchaban gritos ni protestas ni
quejidos. Tampoco ruidos de lucha al ser persuadido un paciente a
obedecer órdenes por fuerza. Porque aquellas gentes «eran realmente»
pacientes y aquello «era» un hospital.

¿Lo era, en verdad?
Pensé: «Sí, sin duda es un hospital». Yo les había oído decir:
—Siga por ese camino, conductor. Al hospital de enfermos
mentales de Treecroft, adonde van los asesinos.

En la cama opuesta a la mía, había una mujer sentada, que hablaba
a quien quisiese escucharla.

—Soy la señora Ogden —dijo.
Sus vestidos, sus zapatos y sus camisones habían sido marcados,
aunque, en la premura de la admisión, habían olvidado marcarla a ella
también. Por eso repetía su nombre, con la indeleble insistencia de la
tinta sobre la ropa.

—Soy la señora Ogden.
Su cara y su boca, húmedas e incoloras, con las comisuras
replegadas hacia adentro, me recordaban a las de las tuberculosas de
Cliffhaven. Hablaba incansablemente, presa de gran agitación y hasta
quedar sin resuello, sobre la operación que le habían efectuado en la
ciudad y en la cual le habían extraído varias costillas. Exhibía las
cicatrices, hacía una detallada relación del acontecimiento y emitía
frases esotéricas respecto a la vida en un hospital de enfermos

generales.

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—Era una internada «con horas» —decía con arrobamiento—.
¿Sabe usted lo que quiere decir eso? Significa que nos estaba
permitido levantarnos cada día durante varias horas. Nos sentábamos
en las sillas del pabellón con nuestros batines. Llovía toda la semana,
con rayos y truenos un par de veces y el resto del tiempo había sol.
Allí en la terraza. En realidad es muy lejos de la ciudad. Me llaman
Betty.

Aunque no me podía comunicar con ella, pues me encontraba sin
habla, permanecía en mi cama mirándola con fijeza, tratando de
prevenirla contra la apariencia pacífica, agradable y luminosa de las
colchas y de las personas que se encontraban afuera y vestían ropas
veraniegas. Procuré decirle:

—¡Cuidado! La habitación está repleta de trampas y puede pender
en el aire sujeta por ganchos.

En mi mente crecía un temor, que no cesaba sino que, por el
contrario, aumentaba con la visión del jardín, del sauce, de los
pacientes al parecer felices mientras vagaban libremente en el prado
calcinado por el sol. Me maravilló que la señora Ogden se mostrase
tan despreocupada. ¿Cómo es posible que ignorase el peligro? ¿Por
qué no se precavía acudiendo a todas las discernibles medidas de
seguridad, tales como escurrirse bajo las sábanas cubriéndose con
ellas para protegerse? Quedé inmóvil y vigilé el oscuro temor, que se
desarrollaba como una de esas plantas de cuento de hadas, cuya
existencia depende de la urgencia que las apremia crecer
desordenadamente, a lo ancho, a través de todo, y hacia delante y más
allá, hasta que llegan al cielo y ocultan el sol. Mi temor se escabulló
fuera de mi cuerpo para invadir el tranquilo dormitorio y se volvió
contra mí, como si fuera un hijo contra su padre, amenazándome.

Contemplé a la hermana del pabellón, la hermana Doctrina,
mientras efectuaba sus rondas con el doctor. Hablaba con calma y
suavidad y nos sonrió a la señora Ogden y a mí, las únicas que nos
encontrábamos en cama, como una gentil anfitriona que diese la
bienvenida a sus invitados del fin de semana. Pero cuando ambos se
aproximaron y estuvieron a plena vista, a través de la puerta abierta
que da al jardín, advertí con sentimiento de alarma que el doctor y

la hermana cojeaban. ¡Aquello, sin duda, era algo más que una mera
coincidencia! Me invadió ese terror supersticioso que acomete a la
gente primitiva y a los niños y les hace invocar a los dioses y repetir
rimas cuando se enfrentan con deformidades. Me recordó a una mujer
a la que llamábamos «la señora del retraso». Solíamos encontrarla
camino de la escuela cuando corríamos el riesgo de llegar atrasados.

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—La señora del retraso... —nos cuchicheábamos con voces
trémulas, en tanto que nuestros corazones latían con rapidez y una
punzada nos dolía en el costado. Y corríamos con todas nuestras
fuerzas para escapar de la mujer coja y llegar a tiempo a la hora de
entrada al colegio.

Además, el aspecto de la directora de Treecroft me convenció de
que mis temores no carecían de fundamento y lo primero que pensé
fue que la directora Lente me había seguido desde el sur y había
adoptado la identidad de la directora Borough. Hasta sus figuras eran
idénticas, enormes y embutidas en el uniforme blanco, sobre el cual se
traslucían las marcas del corsé, semejantes a barrotes. La voz de la
directora Borough sonaba profunda y amonestadora y, cuando nos
miraba a mí y a la señora Ogden, su expresión parecía decirnos que el
estar en cama y el desarreglar los almohadones, las impecables
sábanas provenientes de la lavandería del hospital y el distorsionar el
pulcro efecto creado por las hileras de camas desocupadas cuyos
cobertores aparecían doblados con igual exactitud y sus fundas
colocadas en el ángulo perfecto, todo eso era una afrenta al pabellón
siete, y que cuanto antes acabásemos con aquello y nos levantáramos,
mejor sería.

Temía el momento en que debería vestirme y ponerme de pie.
Recibiría entonces el embate de las olas en el medio del océano de la
habitación. Sería el momento en que experimentaría la existencia real
de aquella paz y contento que observara desde la cama. No podía
explicar mi temor. ¿Qué ocurriría si el pabellón siete fuera tan sólo un
estado mental subacuoso, que confiriese a las terroríficas formas

sumergidas en él una rítmica distorsión de paz? Y si al abandonar mi
cama se alterase súbitamente la perspectiva o me condujesen a una
emboscada en la que un fuego abrasador hubiera secado toda el agua y
destruido la paz, exponiendo a la despiadada luz del día las formas
sumergidas en todo su terror, ¿qué pasada, entonces? No podía
saberlo.

El reglamento obligaba a permanecer en cama durante dos días, de
lo cual me sentía agradecida. Me tendí y dejé que el doctor me
examinara, mientras la enfermera del dormitorio arreglaba
recatadamente las sábanas. Apreté el puño, seguí el dedo del doctor

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Tall, ceñí su mano, sentí el pinchazo del alfiler, respiré, dije «treinta y
tres». Golpearon mi rodilla y frotaron la planta de mi pie. No pedí al
médico que me explicara la cojera de la hermana Doctrina, ni el
alarmante parecido entre la directora Borough y la directora Lente de

Cliffhaven. Tampoco intenté que me dijera el porqué del sauce llorón,
del mensaje de los mosquitos, el bambú, los grillos que hablan por
teléfono, las moscas masónicas, las cucarachas zumbadoras y el
significado de las hormigas que se detienen en su senda y rompen a
llorar si se pierden, el de los alquileres elevados como riscos y de la
lluvia de aluminio hirviente sobre la tierra.

El doctor Tall era algo así como una sombra de las últimas horas de
la tarde. Muy pulcro, usaba una chaqueta blanca y lucía oro empotrado
entre sus dos dientes delanteros. Aquél constituía un tesoro reluciente
al que su lengua no cesaba de acudir, como para cerciorarse de que
estaba bien fijo, o tal vez para aflojarlo y quitárselo de encima por

tratarse de algo que, por demasiado notorio, ha perdido su valor.
—¿Sabe dónde se encuentra?
En un principio, estuve tentada de poner en duda el hecho de
hallarme acostada en el pabellón siete del Hospital Mental de
Treecroft. Treecoft: me daba la impresión de haber ingresado, quizás,
en un palomar. Pero carecía de la facultad de hablar y me limité a
mirar el diente de oro del doctot Tall.

—Mañana le aplicaremos T.E.C. —dijo a la hermana Doctrina.
Ningún otro terror podía hacer ya mella en mi ánimo. Estaba tan
cansada... Si llovía, el arpa que colgaba del sauce llorón se mojaría;
empero no me importaba. La señora Ogden tosía, cogía su caja de
esputos y medía cuidadosamente lo que escupía dentro de ella. Se veía
sofocada, como si hubiera estado haciendo el amor con algo o alguien
a quien nadie sino ella podía ver. Excitada, contuvo la respiración
cuando vio aproximarse a la enfermera con la gráfica y el termómetro.

—Se terminó —exclamó triunfalmente, como si hubiese ganado
una discusión a la presencia invisible que parecía acompañada.

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A la mañana siguiente, me llevaron con mi camisón y batín, y junto
con otras pacientes, al jardín y cruzamos a otro pabellón que también
daba al mismo. Me acostaron en una habitación situada en un pasillo
de habitaciones individuales. Me dijeron que permaneciese tranquila y
esperara. Me quedé acostada, siguiendo con la vista el dibujo de la
alfombra roja que cubría el suelo. Medité sobre el hecho de que en
Cliffhaven nunca habla visto alfombras en los pisos de las
habitaciones, y entre sueños, me pregunté qué me ocurrida; como si yo
fuera un personaje a quien han amenazado, en uno de esos seriales en
episodios poco apasionantes. Repentinamente escuché el ya familiar,
calamitoso y desesperado grito de una paciente a la que estaban
aplicando el T.E.C. y sonidos de jadeos procedentes de la habitación
contigua. Luego, oí ruidos producidos por algo con ruedas que se

aproximaba por el corredor hacia mi cuarto.
La puerta se abrió. Un doctor desconocido apareció allí, con una
máquina de T.E.C. montada sobre un carro. Me echó una mirada breve
y malvada, se acercó a mi cama, me ciñó los electrodos sobre las
sienes y, de repente, quedé inconsciente, lidiando sola con la pesadilla
de la angustia y la desesperación.

Cuando desperté, fui conducida nuevamente al tranquilo pabellón
siete, a través del jardín, pasando ante el sauce llorón y el vacío baño
de pájaros, en el cual algunos gorriones se lanzaban briznas unos a
otros. Reinaba tal calma en el pabellón siete que habría podido dudar
de la existencia de los alaridos y de la máquina reptante. Empero yo
retenía en mi memoria, como algo instalado en ella casi sin mi
consentimiento, el olor peculiar del otro pabellón. Una especie de olor
corporal, compuesto de cera y orina, entremezclados a la manera del
tabaco o las hierbas, hasta una densidad de desolación que exudaba, ya
con penetración o bien débilmente, siendo obstruido por casualidad o
con deliberación por la presencia difusa del tiempo agazapado en el
aire.



Después de algunos días me hallé a mí misma levantada, vestida y
errante por el jardín en torno al pabellón. Me sentaba junto al sauce
llorón y, mientras procuraba olvidar el creciente desasosiego, el terror
y el obsesivo olor del otro pabellón, me transformaba en una de las
pacientes tranquilas y resignadas del pabellón siete; al menos en
apariencia. Y, además, aprendía que el T.E.C. que realizaban tres veces

por semana, con su secuela de gritos en tanto la máquina avanzaba por
el pasillo, era sólo una pesadilla que se padecía por el propio «bien»
de cada uno.

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«Para nuestro propio bien» es un persuasivo argumento, que,
eventualmente, puede conducir al hombre a que consienta en su propia
destrucción. Traté de tranquilizarme recordando que en el pabellón
siete parecía predominar la «nueva actitud» (los pacientes mentales
son gente como usted y como yo): colchas de vivos colores; paredes
color pastel, que calma, según dicen; unas cuantas pinturas abstractas
colgadas codo con codo en la sala de estar; en el comedor, mesas para
cuatro, alegradas por telas a cuadros; todo para poder mantener la
falsa apariencia de que Treecroft era un hotel y no un hospital mental.
Incluso la frase hospital mental no estaba permitida. La correcta
denominación era ahora Unidad Psiquiátrica.

La bondadosa hermana Doctrina comió con nosotras. Tuvimos nata
sobre nuestro budín, tocino ahumado y huevos para el desayuno; todo
preparado en la cocina del pabellón por la señora Hill, Hillsie, otra de
las fieles pacientes a largo plazo, cuya vida consiste en servir.
Trabajaba desde la mañana hasta avanzada la noche y, por lo tanto, su
rostro lucía siempre pálido, sus ojos oscuros y cavernosos y sus
tobillos hinchados por la noche.

—Miren mis tobillos —solía decir.
—No debieras trabajar tanto, Hillsie —comentaba alguien.
—No, tal vez no debiera —contestaba ella. Pero a la mañana
siguiente se levantaba temprano y se dirigía a la cocina a preparar el
desayuno, a cuidar a las enfermeras y a servirles tazas de té de
sorpresa.

—Hillsie, eres un ángel.
Y fregaba y limpiaba. Los domingos, su único día libre y durante el
cual se quedaba en cama todo el día, todos preguntaban con un dejo de
pánico e irritación:

—¿Dónde está Hillsie?
Y ese día, nada parecía salir bien: la comida terminaba quemada y
contrahecha; se extraviaban utensilios; nadie sabía por dónde buscar ni
cómo comenzar a hacer las cosas y el descanso de Hillsie se veía
continuamente interrumpido por personas que iban a su habitación a
preguntarle dónde, por qué y cómo. El dormitorio de Hillsie, al igual
que el de la señora Pilling, estaba decorado con fotografías y
calendarios. Siempre tenía rosas del jardín en un cuenco sobre la mesa
de tocador y una foto de su hijo en uniforme de marino, un pálido y
hermoso mozalbete, igual a su madre. Había sido traída a Treecroft
cuando el muchacho nació y en aquellos días no existía tratamiento
para ella.

66


Casi todos recibían visitas los días fijados para ello. Una tía, que
había decidido «adoptarme», me visitaba todas las semanas, para lo
cual efectuaba un largo viaje en tranvía desde las afueras de la ciudad.
Era una mujer de edad madura que, inconsciente o deliberadamente,
había hecho suya la moda en boga que aconsejaba los colores rosado y
gris como los «adecuados» para la gente madura. Usaba blusas
rosadas, traje gris y flotantes chales de gasa. Su tez parecía un mapa
matizado por parches rojos y venas tributarias. Tenía ojos de vago
mirar, con el blanco veteado de rosado, como si fueran claras de huevo
manchadas de sangre. Era todo bondad y poseía un conocimiento
instintivo de cómo actuar como una buena visitante de hospital. Me
traía cosas fortificantes para comer y después del primer: «¿Cómo

estás?», dicho de manera levemente turbada y que no requería una
detallada respuesta, se sentaba en el jardín con aire soñador, inmóvil y
compuesta. No hacía preguntas y, a intervalos, me ofrecía pastillas de
menta y vistosos pastelillos. Se mostraba encantada con el hospital,
con el cariñoso trato del personal, con la alegría del pabellón y con el
hecho de que las pacientes «no parecían tener nada malo».

Era posible escuchar comentarios similares de boca de los demás
visitantes.

—Eres muy afortunada por estar aquí, donde todo el mundo es tan
bueno.

—A mí me parece un hotel de lujo. Creo que yo también tendré un
colapso de depresión nerviosa uno de estos días. Claro, sólo es una
broma. Bien sé por todo lo que has pasado.

A la mayor parte de las pacientes del pabellón siete les gustaba
hablar con sus visitantes sobre «su depresión nerviosa» y sobre el
desarrollo y detalles de la misma, como si se tratase de una parcela de
terreno que hubiesen adquirido inesperadamente. Les placía contar a
sus allegados «lo que había pasado». Y sus visitantes las consolaban,
diciendo con sinceridad:

—Unas pocas semanas más y regresarás a casa.
Muchas pacientes volvían realmente a sus hogares. Se producían,
entonces, adioses, agradecimientos, intercambios de direcciones,
promesas de escribir y promesas de difundir la noticia de que los
hospitales mentales no eran ciertamente lo que la gente se figuraba y
que las cartas publicadas en los periódicos, llenas de detalles
chocantes, eran obra de mentirosos y maniáticos.

67

En efecto, ¿no habían experimentado por sí mismas las pacientes
del pabellón siete sus modernos métodos? ¿No habían comprobado
que las internadas eran consideradas seres humanos y se las cuidaba
con bondad? El tratamiento eléctrico era desagradable, naturalmente,
pero, a fin de cuentas, se realizaba para el propio bien de las enfermas,
¿verdad? Además, tenía lugar en otro pabellón y una se hallaba tan

atontada al ir y al regresar de él que, de todas maneras, no era mucho
lo que podía recordar. Lo importante consistía en que una estaba mejor
y volvía a casa y que ya no experimentaría miedo en caso de tener que
volver una vez más al Hospital de Treecroft.

Un día, el doctor Tall me dijo a mí también:
—Pronto estará en perfectas condiciones.
Lo veíamos poco. Estaba siempre ocupado y raras veces
encontraba tiempo para decir: «¿Qué está tejiendo...?» «Usted marcha
muy bien...» «Qué día tan caluroso, ¿no es verdad?» u otras frases
apáticas por el estilo. Cuidaba, o intentaba cuidar al menos, a unas mil
mujeres.

No me sentía enferma, pero tenía miedo. El doctor Tall cojeaba. La
hermana Doctrina cojeaba. La cara de carnicero de la directora
Borough se hinchaba ante mí de manera amenazante. Sin embargo, me
encaminé obedientemente al otro pabellón, conocido como el pabellón
«cuatro-cinco-uno», para recibir el T.E.C. Procuraba eliminar la
inquietud que aumentaba en mi interior hasta alcanzar los límites del
pánico ante el característico olor del pabellón y ante el propio nombre
del pabellón: «cuatro-cinco-uno», Una siniestra cifra, sin duda. Y
asimismo ante la visión del ala de la repartición de tuberculosos que
desembocaba sobre la cocina. Tenía la apariencia de una choza, con
sus desnudos pisos de madera y sus techos de metal acanalado, los
cuales, seguramente, darían a las habitaciones un calor de insoportable
intensidad al palpitar el sol durante todo el día, como un dolor de
cabeza. Aquellos pisos desnudos contrastaban con la corrección y

luminosidad del pabellón siete. Me deprimían y procuré olvidarlos.
Experimentaba la necesidad de no creer en su existencia. No me
atrevía a guardar en mi mente una imagen del pabellón siete junto a
otra de la repartición «cuatro-cinco-uno», de tuberculosos. Con placer
casi histérico, regresé del olor a desolación y de la visión de aquel
inflexible y temporario pabellón a la supuesta realidad del pabellón
siete; a la cháchara de Betty Ogden y a la enervante languidez de las

mujeres en actitud de describir minuciosamente sus hogares,
sus síntomas y las agradables condiciones que las rodeaban en el
hospital.

68


Pero me sentía, cada vez con mayor intensidad, como un huésped
al que se proporciona la mejor hospitalidad en una mansión de campo
y que, sin embargo, advierte, en instantes inesperados, rastros de una
presencia misteriosa: paneles corredizos, golpeteos secretos y que, por
último, descubre al anfitrión y a la anfitriona en conversaciones
furtivas, tramando cosas, al tiempo que mencionan palabras tales
como veneno, tortura, muerte.

¿O acaso vivía yo como huésped de mi mente durante un fin de
semana y estaba aumentando mi perturbación a causa de su maldad
manifiesta?

Una noche, de manera sorprendente, tuvo lugar una pelea en el
baño entre Elizabeth y la señora Dean.

—Yo me baño primero.
—No. Primero me baño yo.
Una simple riña por un baño, dirán ustedes. ¿Qué hay de
importante, inusual o terrible en ello? Muy pocas veces se peleaba en
el pabellón siete. Una paciente que se mostrase «poco colaboradora» a
este respecto era transferida inmediatamente a «otro pabellón», según
se decía con vaguedad. Es probable que la discusión hubiese fenecido
o terminara por resolverse pacíficamente de no haber acontecido que
la directora Borough la escuchara al realizar sus rondas nocturnas.

Abrió la puerta del baño e inquirió con voz escandalizada:
—En el nombre del cielo, ¿qué está ocurriendo aquí?
Permaneció allí de pie, mirando ferozmente a la señora Dean aún a
medio vestir. Esta era una mujer madura que sufría por serlo, cuya
mente no iba a tono con su cuerpo y estaba nerviosa y preocupada por
su apariencia y su acumulación de grasa. Intentaba arrancar los avisos
indicadores para cubrirse, lo cual aumentaba su edad. La mirada de la

directora Borough le hizo enrojecer de cólera y comenzó a increparla
duramente y a lanzarle juramentos:

—¡No se atreva a mirarme, buey gordo, grande y sanguinario!
La cara y el cuello de la directora se inflamaron. Ella también era
hipersensible en lo que se refería a su apariencia.

—¡Fuera de aquí! —dijo—. Debería avergonzarse de usted misma.
Trate de reaccionar. No hay excusa posible para su comportamiento.

La señora Dean se negó a abandonar el cuarto de baño. Elizabeth
se mantenía de pie a un lado, ya vencida. Era la viva imagen de la
«colaboración».

69



—¡Muy bien! —estalló la directora. Hizo una seña a una enfermera
mientras se encaminaba hacia una puerta del cuarto de baño que
siempre estaba cerrada con llave y que yo nunca había visto utilizar.
La abrió y, ayudada por las tres enfermeras que hablan llegado,
arrastró a la señora Dean, que se resistía luchando, a través de la
puerta.

Nunca más volvió al pabellón.
Yo cavilaba sobre esta misteriosa desaparición. ¿Adónde la habrían
llevado? ¿A «otro pabellón»?

Fue entonces cuando, cierto día, como reconocimiento al hecho de
que estaba mejorando y pronto me permitirían salir, una enfermera me
pidió que la acompañase a la «cocina grande» a devolver la olla del
potaje. El potaje era la única comida que Hillsie no cocinaba. Nunca
había estado más allá del jardín del pabellón siete, por lo que miré a
mi alrededor, formulando preguntas y manifestando mi sorpresa al
constatar lo extenso que era el hospital. Desde el exterior, tras la

agradable entrada principal que parecía una mansión cubierta de
hiedra, el hospital aparecía como una aglomeración de edificios
extendidos y ruinosos.

La cocina grande, de apariencia achatada y sucia, estaba emplazada
frente a un pabellón en tal estado de deterioro que no pude menos de
preguntar su nombre:

—¿Qué es ese lugar?
—¿Cuál? ¿Ese? El Albergue del Parque,
Penetramos en la cocina pobremente iluminada y pobremente
ventilada y de inmediato nos envolvió el olor de repollo hervido.
Pasamos ante un caldero burbujeante con carne grasosa y otro en el
que se estaba cocinando una espesa mezcla de sémola y agua, vigilada
por un hombre de torso velludo que vestía camisa a cuadros con el
cuello abierto. De repente, el hombre sumergió su peludo brazo dentro
del caldero de sémola y comenzó a revolver vigorosamente. Quedé

atónita e impresionada y ansiosa de regresar para cerciorarme de que
nuestras comidas del pabellón eran cocinadas por Hillsie e incluso de
que el pabellón siete aún existía. Al volver por entre el conglomerado
de viejos edificios, que parecían irreales cuando se les comparaba con
nuestro brillante pabellón de admisión, nos encontramos con dos
ayudantes acarreando, por la parte trasera del pabellón «cuatro-cinco-

uno», un cadáver de aspecto abotagado bajo el lienzo que lo cubría.

70




—Es la señora Dean —me explicó indiscretamente la enfermera—.
Murió.

Me alegró el regresar al pabellón siete. Y traté de convencerme de
que el jardín, el césped, el sauce, las ventanas y las puertas abiertas no
eran un sueño; y de que Treecroft, aun cuando algunos de sus edificios
luciesen anticuados, era un hospital con una actitud moderna hacia las
enfermedades mentales.

Pero me vi asaltada, cada vez con mayor frecuencia, por la
inquietud. Yo, en cierto modo, había visto los paneles corredizos y
había escuchado la conversación siniestra.

71







10



El T.E.C. continuó siéndome aplicado y mi temor fue en aumento
más y más ante el sonido del carrito y de los gritos ahogados que se
producían mientras aquél se trasladaba de habitación en habitación. Y
luego parecía estallar, de improviso, la claridad del pabellón siete, en
un marco resplandeciente de caótica vegetación, como si existiera sólo
en ese momento para ocultar las maniobras de mortíferos reptiles

e insectos venenosos.
Escuchaba a las enfermeras. Hablaban en tono brusco y
amenazador. Últimamente me sobresaltaba, durante las comidas, ante
la vista de los manteles a cuadros. Parecían veteados de sangre y
desastre. Nadie sospechaba del creciente peligro.

Observé que existían otras puertas además de aquella misteriosa de
la sala de baño. Carecía de medios para averiguar hacia dónde
conducían, aunque una vez una puerta se abrió sobre otro pabellón y
se filtró un agrio olor a ropa de cama mojada, que se mezcló con el
denso aroma dulzón de los lirios tragontinos que adornaban la repisa;
los lirios de Navidad que, en los funerales, los parientes utilizan para

cubrir el olor a muerte.
Era ya el final del verano, con explosiones de truenos que casi
quebraban nuestros huesos y un cielo garabateado por los vívidos
grafismos de los rayos. El baño de los pájaros en el jardín rebosaba de
lluvia tibia de la que se desprendía vapor; delgadas y empapadas, las
hojas del sauce llorón pendían con los bordes chamuscados, como
tenues sinuosidades de papel que se aproximan a una llama y se
retiran de ella rápidamente. Y nos sentábamos dentro del salón,
pretendidamente acogedor. Con lentitud, torciendo un músculo o

clavándome una y otra vez :una mirada malévola, los insectos
se movían a través de la alfombra y los reptiles se deslizaban por el
limo color pastel de las paredes, con sus lenguas proyectadas como
dardos devoradores.

72

Ahora, cuando la tía Rosa venía a visitarme, yo permanecía aún
más silenciosa y me tomaba los caramelos de menta y los pasteles con
ansias febricitantes. Nuestro asiento de madera bajo el sauce llorón
estaba deshecho y manchado de sangre; por las noches la gente cavaba
fosas en el césped; lagartijas de rostros pardos y contraídos emergían
de la puerta del cuatro-cinco-uno, intentaban darle una dentellada al
sol y, con un chasquido de sus gargantas, desaparecían.

—Es tan tranquilo este lugar —decía tía Rosa.
Comenzó a nevar.
—Pronto —repitió el doctor— se encontrará en perfectas
condiciones.

Él tampoco parecía darse cuenta de las misteriosas procesiones de
la luz, de los círculos de crespón y percal, de la blanca ondulación de
cadenas con ruedas dentadas que conformaban el asiento de la
sedición, ni de los rostros musgosos y las huellas digitales, ¡oh las
huellas digitales de vertiginoso tris tras! Y luego luz y la secreta
cámara fotográfica.

Se acrecentó mi miedo. Comencé a vagar durante las noches y a
experimentar pánico durante las comidas al enfrentarme a los
cuadrilongos sangrientos y a la vajilla hecha de porcelana de hueso.

«¿Por qué era de hueso?»
Procuré comprender lo que estaba ocurriendo. Cuando, de tanto en
tanto, abrían la puerta que daba hacia el otro pabellón trataba de
explicarme el porqué de la yuxtaposición del pabellón siete con el
pabellón seis. En éste yacen las ancianas, amontonadas cama contra
cama, con sus mandíbulas fláccidas y las mejillas hundidas, mientras
desgastan con sus manos la ropa de la cama. Intenté penetrar en la
desesperanza de aquel olor que se escurría y manchaba nuestro
mobiliario, alfombras y almohadones, y en el olor que traje conmigo
desde el cuatro-cinco-uno, como después de visitar un templo en el
que quemaran, en lugar de incienso, una mezcla de soledad y
desesperación.

Una mañana vi que la enfermera había juntado mis ropas y estaba
cotejándolas con la nómina de la administración.

—Se va usted a otro pabellón —dijo.
Mi corazón estuvo a punto de detenerse. Sentí que mi rostro
palidecía.

—¿Adónde?
—¡Ah!, es sólo aquí al lado. Al cuatro-cinco-uno.

73







11



Me encontraba en la sala de estar del cuatro-cinco-uno. Estaba
desierto, a excepción de una mujer enana que cosía sentada, con sus
piernas colgando del destartalado sofá de cuero. Este, juntamente con
el resto del raído mobiliario, me recordaba la anticuada sala de espera
del doctor Peters, el dentista de mi familia. Al mirar las paredes esperé
divisar la desenfocada foto del Club Los Once Primeros que me era

tan familiar: sentados todos, con las piernas y los brazos cruzados, y el
juvenil doctor Peters, bien afeitado, acunando entre sus rodillas el
balón de fútbol y mirando con beligerancia a la cámara desde el centro
de la primera fila.

Pero no había aquí cuadros ni fotografías sobre las paredes. Y
gradualmente comenzó a rezumarse el característico olor del pabellón,
como si fuera algo fraguado en el piso, las paredes y el mobiliario.
Inundó el cuarto con una violencia tan asfixiante que, de haber sido
humo, se habrían producido voces de «¡Fuego! ¡Fuego!» y habrían
tenido lugar tentativas por escapar a la sofocación. Pero, ¿a qué gritos
de advertencia se debe recurrir por un olor que, al igual que el fuego

y el humo, posee capacidad destructora?
La enana llevaba a cabo una ardua labor en su mantel y, por lo
intrincado del diseño y el desvelo con que lo proseguía, me di cuenta
de que hacía mucho tiempo que aquella mujer se encontraba en el
hospital. Ya había visto lo mismo con anterioridad, en Cliffhaven: ese
tejer la propia vida en un trozo de labor, un tapete para una mesa de
tocador, una cubre-tetera, un mantel; sin esperanza alguna de verlos
jamás en las propias casas o sobre los propios muebles. Trabajaban

con la dedicación y el desapego de los verdaderos artistas. Uno podía
discernir cómo cuidaban de algo que luego habría de ser vendido o
regalado y usado en el anonimato. Lo doblaban con cuidado y lo
guardaban dentro de la pequeña bolsa en la que ocultaban sus tesoros.

74



La enana tenía precisamente una de esas pequeñas bolsas junto a ella.
Contenía una revista, diseños de tejidos, lana, agujas, tal vez algo para
comer o un trozo de chocolate aplastado en el fondo o incluso algún
objeto encontrado, que para otros podría no ser más que una fruslería,
pero al que ella valoraba lo suficiente como para conservarlo y
negarse hasta la cólera si le decían que lo desechara.

Yo estaba de pie, sola, junto a la puerta cercana al piano, cuya tapa
levantada mostraba los dientes flojos y sucios, empotrados en encías
mohosas del tapete verde. El piano reiteraba la impresión que me
había producido el mobiliario: una obscenidad de deterioro dental,
salas de espera, melancolía. Confiaba en ver a alguien que no fuese la
enana. Se me ocurrió pensar que en todas mis visitas al cuatro-cinco-
uno había visto muy pocos pacientes pertenecientes al pabellón. ¿Se
escondían en madrigueras? ¿Vivían dentro de la pared y emergían sólo
a la hora de las comidas? ¿O, quizá, se hallaban perpetuamente
emparedados y el olor que rezumaba la madera era el olor de los
aprisionados que se filtraba a través de sus pieles, de sus mentes y de
todos sus cuerpos?

La puerta de la sala de estar no estaba cerrada con llave. Sin
embargo, tenía miedo de moverme. Permanecí temblando en el rincón.
Intentaba comprender lo que significaba el verme en el cuatro-cinco-
uno. No osaba salir al jardín y enfrentarme con las preguntas y las
miradas curiosas de las privilegiadas pacientes del pabellón siete, ni
podía ir a la habitación en la que tendría que dormir a partir de ahora,
al final del pasillo donde aplicaban el T.E.C. Durante toda la tarde,
continué en la sala de estar, de pie. No había sol en ella.

A ratos perdidos, cuando daba término a una rosa o perfeccionaba
un grupo de hojas, la enana profería un excitado cloqueo y levantaba
su bordado con el brazo extendido cuan largo era para contemplar el
efecto del conjunto. En una oportunidad, la sorprendí no haciendo
nada. Su trabajo yacía como si realmente no le importase o como si
procurara persuadirse de que no le importaba. Y sus ojos miraban con

torva fijeza y una expresión agria le llenaba el rostro. Este, como
ocurre comúnmente en los enanos, era pecoso y avejentado, con
rasgos que parecían soportar una carga de tiempo doble a la de un
crecimiento normal, en el cual las marcas del tiempo se distribuyen
por todo el cuerpo en desarrollo.

75



Súbitamente, desde algún lugar del pabellón resonó una y otra vez
un gong grave. De inmediato, el pabellón entero pareció cobrar vida,
como si el sonido hubiera removido de sus cubiles a las pacientes,
semejantes a insectos o aves imposibilitadas de volar. Y vi penetrar,
entonces, gente pequeña, alta, gorda, flaca; deformes, mongólicas,
enanas diminutas. Todas surgían desde quién sabe dónde, de rincones
o escondites, con sus menudas bolsas de tesoros en las manos, y se

escabullían en seguida, en presuroso acto de obediencia al gong. Fui
tras ellas. Llegué hasta el comedor y, siguiendo su ejemplo, formé fila
allí donde servían.

Más allá de la cocina del pabellón, podía distinguir el ala de
Tuberculosis y los lóbregos pisos desnudos de su pasillo. Un
agobiante sentimiento de desolación me abrumó. Las enfermeras
gritaban órdenes. Las internas recibían reprimendas. Todas, plato en
mano, se apresuraban en ir a su mesa con aire triunfal, conscientes de
lo que debían hacer y hacia dónde dirigirse. Rompí a llorar y huí del
salón.

Una enfermera fue en mi búsqueda y me obligó a regresar por la
fuerza. Me senté en una de las mesas y colocaron la comida ante mí.
La desolación fluía en torno mío y a través de mí y se adhirió a mi
garganta hasta impedirme los movimientos imprescindibles para
comer. Allí sentada, ola la excitada e irritante cháchara del cuatro-
cinco-uno. Escuché las palabras «lavandería» y «salón de coser» y
luego habladurías a su respecto. De ello colegí que las pacientes del

cuatro-cinco-uno eran las obreras del Hospital. Su conversación era la
propia de personas que llevaban un modo de vida inalterado desde
muchos años atrás y que esperaban, o más bien, deseaban continuar
así. No oí que nadie, como ocurría en el pabellón siete, hablase de sus
familias o de sus depresiones nerviosas y síntomas. Evidentemente, no
les preocupaba ni su excentricidad ni su forma de vida o, en todo caso,
las aceptaban tal cuales eran y, desde luego, no las discutían.

El té llegó con rapidez a su término, pues parecía reinar una suerte
de urgencia, de premura constante en todo. Los cuchillos fueron
contados. En el aire flotaba una especie de ansiedad, como si los
acontecimientos más importantes del día estuvieran aún por ocurrir.

76



El comedor fue velozmente desocupado. Una de las pacientes había
olvidado su bolsa y la vi regresar corriendo a buscarla, con el pánico
dibujado en sus ojos hasta que comprobó que no se la habían robado.

Desde ella, rodó una manzana a medio comer. Rápidamente la capturó
y la introdujo dentro de la bolsa. Luego se dirigió hacia arriba, en
dirección a los dormitorios grandes, en los cuales, aparentemente,
dormían la mayoría de las pacientes, tal vez para revolver objetos en
su armario o, como era la costumbre de muchas de nosotras, pararse
junto a su cama durante unos instantes, en un acto de reafirmación de
su derecho a ella. Quise encaminarme por el pasillo para visitar mi
propia habitación y tocar mi cama y recorrerla de esquina a esquina.

—Sala de estar. Nadie en el pasillo hasta la hora de acostarse.
Regresé, pues, a la sala de estar. Ahora comenzaba a llenarse de
gente que irrumpía con bullicio y expectación, como si viniesen a
presenciar una hipotética y animada reunión. Las que se hallaban
sentadas se veían atareadas, cosiendo, tejiendo, peleándose entre ellas
o conversando. Ocasionalmente levantaban la vista y la fijaban en la
puerta con mal disimulada ansiedad. Un receptor de radio colocado en
una especie de jaula-estante un poco elevada, sintonizaba la emisora
local y emitía una estridencia de anuncios comerciales cantados sobre
pasta de dientes, hojas de afeitar, jabón. Una enfermera se acercó a la
radio y la apagó, con lo cual se produjeron inmediatas quejas y
estentóreos gritos de desaprobación.

A intervalos, una paciente caía al suelo presa de un ataque,
—Es Matjorie, otra vez —decía alguien.
O Nancy, o Pamela. Y guardaban su bolsa hasta que la convulsa
volvía en sí y la recuperaba, explorando atropelladamente en su
interior para constatar si se habían inmiscuido en sus objetos o robado
algo.

La atmósfera de expectativa persistía durante toda la noche. Fuera
lo que fuese lo que esta gente aguardaba, se sentían contentas con la
espera, aunque sufriesen esporádicos estallidos de excitación cuando
parecía que el largamente aguardado evento estaba por acontecer.

Llegó la hora de acostarse. Se produjo un nuevo alboroto y luego
sobrevino la confusión y el nerviosismo, al aventurarnos todas por los
corredores y encaminarnos escaleras arriba. Las agudas voces daban la

77



impresión de no soportar la excitación, como si supiesen que, sin
duda, aquello que iba a ocurrir, cualquier cosa que fuese, sucedería
pronto, muy pronto. Y si no esta noche, ¿por qué no mañana? ¿O al
día siguiente? Fui conducida rápidamente por el pasillo y encerrada
bajo llave en mi dormitorio. Liaron mis ropas, las sujetaron con las
mangas de mi chaqueta y las dejaron al otro lado de la puerta. Y el
sueño penetró sin llamar.

Los días pasaban. A las horas de las comidas me sentaba en el lugar
que me correspondía en la mesa, pero no comía, pues el olor del
pabellón y el extrañamiento apabullaban y embebían todo mi ser en tal
medida que la comida y el aire y la gente me sabía a ellos. La gente
internada... Ahora comprendía que eran autómatas sincronizadas a un
grado de excitación del que no tenían conciencia, pero que al mismo

tiempo las hacía sentirse temerosas ante la posibilidad de que,
cualquiera que fuese la cosa o persona que las controlaba, ésta se
cansara de proporcionarles distracciones y las dejase abandonadas
como juguetes rotos. Eso las obligaría a buscar dentro de sí mismas
una forma de sobreponerse a la desolación en la que vivían.

Al cabo de un mes, y a causa de la poca comida, yo estaba tan
delgada que se me ordenó quedarme en la cama por tiempo indefinido,
para descansar.

Y yacía ahí, en total apatía, alimentada con arroz y huevos
revueltos. Creían que me encontraba enferma. ¿Qué hubieran dicho de
haberles yo explicado que la enfermedad puede ser causada por un
olor? ¿Que era el olor del cuatro-cinco-uno el que estaba drenando
toda mi energía y deseos de vivir? ¿Qué habrían contestado de
saberlo?

No conseguía huir del olor. Él me cercaba y envolvía. No era
posible que la gente viviese en la forma que lo hacían las pacientes del
cuatro-cinco-uno. Apiñadas y solitarias, sin recibir visitas. A veces las
trasladaban en un autobús a un picnic, como privilegio de trabajador.
Estaban enclaustradas en aquel vivir, como el único admisible para
ellas, desde hacía años, con la certeza de no conocer otro hasta que
murieran.

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Se me antojaba algo increíble que el cuatro-cinco-uno estuviese
sobre el jardín y compartiera el baño de pájaros y el sauce llorón y las
rosas colgantes con las apacibles pacientes del pabellón siete que se
recostaban en sillas de alegres tapizados dentro de la luminosa sala de
estar de estilo «contemporáneo» y comían alimentos
escrupulosamente cocinados, con nata y recibían porciones dobles.

No me sorprendí cuando una de las pacientes del cuatro-cinco-uno,
la señora Jopson, la cual se habla apartado ostensiblemente de la
ansiedad general que reinaba en el pabellón, saltó cierto día por la
escalera de incendio y se mató.

Una mañana, sin yo haberlo sospechado de antemano, fui sometida
al T.E.C. Y cuando desperté, me lo aplicaron una vez más. Al ver
aproximarse por segunda vez consecutiva la máquina, perdí todo
control sobre mí misma y culminé en gritos de pánico.

Y al despertar nuevamente vi a la enfermera que arreglaba mis
ropas en un montón prolijo sobre la silla junto a la cama,

—Se va usted a otro pabellón —me dijo.
Me sentía exhausta y no demasiado curiosa, pero le pregunté:
—¿Adónde?
—Al Albergue del Parque.

79







12



Cuando la enfermera me depositó en la puerta del Albergue del
Parque, previno a la que había ido a recibirme:

—Tenga cuidado. Se arrojará sobre usted.
Yo nunca había demostrado ser agresiva. Nunca me había
«arrojado» sobre nadie. Sólo había permanecido asustada, confundida,
deprimida y mi apetito había decaído bajo los efectos del poderoso
olor del pabellón, como la carne expuesta al sol y a las moscas. En
verdad aquel olor era como el sol, ya que nuestro mundo en el cuatro-
cinco-uno giraba a su alrededor y extraía de él una desoladora especie
de vida; y el olor era, además, como las moscas, porque succionaba el

aire y nuestros alientos y nuestra ropa y los invisibles cortesanos de
nuestras mentes,

Y ahora me hallaba en el Albergue del Parque, el pabellón díscolo,
en un salón repleto de gente rabiosa, gritona y peleadora. Había
aproximadamente un centenar de ellas, muchas con camisas de fuerza
flexibles, otras con largas camisas de lienzo que se cerraban entre sus
muslos y los brazos cruzados y ligados con soga gruesa sobre la
espalda, sin abertura alguna para las manos.

Al final del largo y lúgubre salón, se veía una pesada mesa,
manchada y veteada de mugre, en torno a la cual se sentaban unas
dieciséis personas, con una enfermera para cuidar de ellas. Esta era la
mesa especial y a las pacientes que se sentaban allí no se les permitía
moverse de sus lugares durante todo el día hasta que eran llevadas por
el pasillo a acostarse. A mí me colocaron en la mesa especial, junto

a Fiona, una ex muchacha «Borstal» que habla sido sometida a una
operación de cerebro y vestía una camisa elástica.

—¿Qué le farece? —dijo. No podía pronunciar bien la «p».
—¿Qué le farece? Una vez aquí, no se sale nunca más.

80



Desde la mesa especial observé, como desde la butaca de una sala
de conciertos, al vociferante grupo que ejecutaba su violenta
orquestación de insania, semejante a una nueva clase de música
elaborada con juramentos y gritos y en la cual las tonalidades graves
afluían del silencio de las que permanecían tranquilas, de las
acurrucadas, de las inmóviles y de las sin nombre. Y el movimiento
era como un ballet cuyo coreógrafo fuese la locura. El salón entero

parecía un microfilm de átomos con ropas de prisioneros, que se
convulsionaban y viajaban, de ser eso posible, en busca de sus núcleos
perdidos.

Dos pacientes se atacaron entre sí de manera asesina. Me horroricé
al sentirme poseída por la excitación colectiva, que se extendió de las
pacientes a las enfermeras, ante las perspectivas de que se generalizase
una batalla con dientes y uñas.

Me horrorizó aún más el ver que, a veces, las tres enfermeras
intentaban provocar en las pacientes los arrebatos de violencia. Hacían
esto con Helena, que caminaba tiesa como un soldado de plomo,
extendiendo sus brazos como para abrazar a todo aquel que se cruzase
en su camino y susurraba:

—Amor, amor...
Lo decía de un modo que habría resultado banal en una película de
Hollywood, pero que aquí sonaba desgarrador y real.

—Quiéreme, Helena —gritaba la enfermera. Y Helena sonreía con
gozo anticipado y avanzaba cuidadosamente en dirección de la
enfermera, sólo para ser rechazada con un comentario despectivo
cuando sus brazos ya casi estrechaban su muy ansiado objetivo de
carne.

Entonces su amor se transformaba en odio. Atacaba, y la enfermera
soplaba su silbato, llamando en su ayuda a otras enfermeras que
introducían a Helena en una camisa de fuerza. Y el resto del día
rabiaba a través del salón, con la exclusiva ayuda de sus pies para
demostrar su ira y frustración, ya que le habían quitado sus zapatos.

Día tras día, observaba desde mi asiento en la mesa especial la
provocación de que Helena era víctima.

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Y pronto, toda aquella confusa atmósfera bullente comenzó a
identificarse en individualidades concretas. Allí estaba la reina de
Noruega, una encantadora mujer de edad madura, de rostro sereno y
hermosos cabellos color de bronce, retorcidos en trenzas cual una
corona sobre su cabeza. Cuando las enfermeras, que la apreciaban y
gustaban de mantenerla conversando sobre su palacio, su servidumbre

y su soberanía, le dirigían preguntas, ella sonreía dulcemente
formando hoyuelos y, con su acento «noruego», dejaba volar su
imaginación. Y también estaba Milty, otra de las favoritas, una mujer
alta y atlética, de atractiva personalidad, que tenía una peculiar
facilidad para encontrar colillas de cigarrillos y transformarlas en
pitillos fumables. Transcurría su día valseando con uno de esos
fantasmas, que con tanta facilidad convoca una cuando está enferma,
entre sus brazos. Y se deslizaba por el salón con dignidad,
dispendiando sus siempre bien venidas bendiciones. A veces, arrojaba
una profética mirada sobre el panorama de escualidez y agitación que
la circundaba.

Un «Cristo» de blancos cabellos caminaba de arriba a abajo,
replegada sobre sí misma e inquieta. Oraba y lloraba. Y se lanzaba al
ataque cuando las enfermeras trataban de devolver a Milty la colilla
que «Cristo» le había arrebatado durante sus oficios místicos.

Pero entre las que vivían interesantes ilusiones y las otras que eran
señaladas por las enfermeras con temor reverente, pues habían
asesinado a alguien (el hospital era conocido como el más «seguro» de
todo el país para los asesinos), se encontraba la mayoría restante,
cuyas únicas postulaciones a una personalidad reconocible estaban
constituidas por sus nombres. Y eran nombres casi siempre olvidados,
remplazados por un apodo. Entre ellas estaban las irritantes y egoístas
epilépticas, violentas y peleadoras, que no recibían ninguna simpatía;
las orgullosas y suspicaces, pacientes distanciadas de las demás por
una grandeza privada, la cual, en caso de haber querido compartirla
con las enfermeras, les había significado una interesada atención, tal
vez un ocasional cigarrillo extra de su ración o un dulce por mostrarse
«tan adorables» o «un verdadero primor».

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Y, por fin, había las pacientes que hacía ya mucho tiempo habían
abandonado toda tentativa de hablar. Sólo emitían ruidos más acordes
con el medio en que vivían: ruidos animales, quejidos llorosos. A
veces, ladraban y aullaban como perros solitarios ante la luna. Otras,
permanecían mudas y retraídas, ensimismadas el día entero, inmóviles
bajo las largas mesas que se usaban en las comidas y que estaban
arrimadas contra la pared.

El cuatro-cinco-uno oprimía con su desolación. Aquí, en el
Albergue del Parque, me sentía tan conmocionada que, durante un
tiempo, experimenté la sensación de hallarme con los ojos vendados y
procuraba encontrar mi camino entre sentimientos desconocidos e
irreconciliables. Y no recibía ayuda alguna de los indicadores, antes
tan familiares. Ahora ellos parecían haberse camuflado, orientándome
deliberadamente hacia la confusión.

No podía creer que el Albergue del Parque fuese algo real. Deseaba
que las desolladas capas de la dignidad humana se recompusieran,
como en una de esas películas trucadas en las que el movimiento
retrocede, para evitar que yo viese bajo la superficie.



Durante unas semanas continué en la mesa especial. Las «camisas»
eran veinticuatro y tenían una mesa destinada para ellas solas. A todas
habla que darles de comer. También las silenciosas eran alimentadas y
era menester masajearles la garganta para que tragasen. Para el resto
de nosotras, las comidas constituían un verdadero caos, durante el cual
tenían lugar tirones y rebatiñas de agitación casi delirante,
especialmente cuando la provisión de salchichas se agotaba antes de
que hubieran servido la última mesa. En esos casos, se hacía necesario
calmar a una muchedumbre amotinada y hambrienta con frases
condescendientes como: «Mañana se les servirá primero a ustedes».

O acaso: «La próxima vez les daremos dos salchichas».
La verdad es que nunca nos mandaban suficiente comida desde la
cocina grande. Las que nos sentábamos en la mesa especial teníamos
el privilegio de ser servidas siempre en primer lugar y de esa manera
no padecíamos si se cometía algún error al calcular el tamaño de las

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porciones, o si la cocina grande (nos referíamos a ella como a un ser
culpable) no enviaba suficientes bandejas. A veces, al vernos con
nuestro pegajoso trozo de tarta de manzana frente a nosotras, nos

acometía un impulso extravagante e irreal y lanzábamos,
repentinamente, la comida por el aire, por encima de nuestras
espaldas, contra la pared, donde quedaba adherida y chorreando. Este
desesperado rechazo de algo que nos era tan querido tenía
características contagiosas, al igual que el sacrificio personal en
tiempos de guerra. Yo me uní a las demás en el lanzamiento de la
comida. Fiora, Sheila, otra ex muchacha «Borstal», y yo, éramos
expertas lanzadoras. Desmenuzábamos preciosas migas de las ya
demasiado pequeñas rebanadas de pan y las atrojábamos rápidamente
por encima de la mesa en dirección de las enfermeras y de las otras

pacientes. Habríamos ensayado puntería también con el doctor, pero él
no pasaba por la sala de estar del Albergue del Parque. Botábamos
migajas, golpeábamos ruidosamente nuestros cacharros sobre la mesa,
cantábamos versos soeces como el que decía:


Llevé a mi chica al cine,

la senté en la galería
y al apagarse las luces
………………..……….

Y prácticamente, durante todo el día y a cada instante, recordaba lo
que Fiora había dicho:

—¿Qué le farece? Una vez aquí no se sale nunca más.
Nuestros dormitorios se componían de dos habitaciones en la
planta baja. Ambas permanecían cerradas con llave y en ellas las
camas se amontonaban, juntándose la cabecera de una con los pies de
la otra y no quedando casi espacio libre para vestirse. No teníamos
armarios ni ningún otro lugar en el que guardar nuestras pertenencias,
para el caso en que nos hubiesen permitido tenerlas. A través del
pasillo, había algunas habitaciones individuales, destinadas a las
pacientes que, según se juzgaba, necesitaban cierta intimidad. Estos
cuartos se hallaban tanto abajo como en la planta superior, en la cual
se encontraban además dos dormitorios abiertos para las pacientes de
confianza. Al principio, yo dormía en uno de los dormitorios cerrados
con llave, con los pies de mi cama tocando la cabecera de la de
Bárbara. No dormía en toda la noche. Se sentaba en el lecho y se
frotaba las manos y reía por lo bajo.

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Muy pronto, a causa de mi costumbre de caminar durante las
noches, fui transferida a una habitación en el pasillo de abajo. Por la
mañana, todas las pacientes de los dormitorios individuales y
generales eran reunidas en el interior de la estrecha sala de baño para
ser vestidas. La esperanza de poder lavarse resultaba muy escasa y,
cuando una penetraba en el cuarto de baño, se sentía intimidada por el
olor rancio que emanaba de los cuerpos. Permanecíamos allí, de pie,
en compacto agrupamiento, como el ganado en los corrales de venta,
aguardando la distribución al azar de nuestras ropas. Generalmente
nos llegaban con uno o dos artículos de menos. En una ocasión, me
escandalicé al encontrarme sin braga, y organicé un alboroto.
Paulatinamente me estaba convirtiendo en una adepta a los
escándalos, a las discusiones y a intentar la defensa de mis derechos y
de los derechos de las demás internadas, de cuya protección me sentía
responsable.

Estábamos en invierno, ahora, y hacía frío porque en el edificio no
había calefacción. A veces llovía todo el día y podíamos escuchar el
ruido del agua que chapoteaba sobre los charcos y gorgoteaba en las
tuberías. Pero nunca la veíamos, porque la parte inferior de las
ventanas estaba tapiada, como las de una casa atacada por la plaga.
Pensé en el pabellón siete, en su alegría, en su bondad y en las
pacientes amables y melancólicas que hablaban de sus dolores y de
sus sufrimientos, que no podían dormir y experimentaban la dulce
irritación de ser conscientes de sus males. Recordé cómo conversaban
sobre sus hogares, parientes y sus planes para el futuro, infundiendo
en todo una impresión de cuidado, certeza y seguridad. Recordé
asimismo el sauce llorón y su arpa ahora destruida por la escarcha y la
humedad; y a la hermana Doctrina, cojeando por los salones de muros

color pastel y alisando las risueñas colchas.
Y los días, en su transcurrir, se fueron acumulando y formando
montón, como láminas de un material absorbente que apagaba el
sonido de nuestras vidas, incluso a nuestros propios oídos, en forma
tal que, en caso de haber un mañana para nosotras, cuando éste llegase
no nos escucharía y los nuevos días de ese hipotético futuro nos
enterrarían, quizá, por designio propio. Y seríamos como gente
sepultada, a la que buscan unas brigadas de rescate, caminando entre
la oscuridad, agitando linternas y voceando. Y al fin, la búsqueda será
abandonada porque nadie contesta. Cavan de tanto en tanto y
encuentran las víctimas, ya muertas.

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El tiempo caía sobre nosotras, como la nieve, amordazando
nuestros gritos y nuestras vidas. ¿Quién la derretiría?


El ave blanca,

Sin alas,
Voló desde el Paraíso
Y se posó en una almena
Del castillo.
Cuando llegó Juan Sin Ley
La cogió,
Mas sin sus manos.
Y cabalgó,
Sin caballo,
Y a casa del Rey llegaron.

¿Nos serviría de ayuda, acaso, si cruzáramos nuestras manos sobre
el pecho y enunciáramos acertijos?

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13



Un día me cambiaron de la mesa especial y me convertí en
miembro del grupo de «residuo», que se agitaba por toda la sala de
estar. Me senté en uno de los largos bancos de madera y me volví
hacia Betty, que estaba junto a mí. Le sonreí. Confiaba en que mi
sonrisa fuese demostrativa de amor y deseos de ayuda. De repente
recibí el pesado golpe de su puño exactamente en mi nariz y mis ojos
se llenaron de lágrimas, lágrimas que en principio fueron de dolor,
pero terminaron por ser de desesperación y soledad. ¿Cómo podría
ayudarlas si me pegaban? Una enfermera se me aproximó:

—Ese es el asiento de Betty. Nadie, excepto Betty, se sienta en ese
banco. Es homicida.

—¿Por qué no me avisó? —le pregunté:
—Pues... quería ver qué pasaba —fue su ingenua respuesta—. No lo
tome a mal. Forma parte de la diversión del día. Venga, únase a la
reyerta de los caramelos.

La reyerta de los caramelos era un rasgo que caracterizaba a ciertos
días. Se organizaba como diversión de los miembros del personal, las
cuales se referían, a menudo, a sí mismas con la frase:

—Nos estamos volviendo locas también nosotras, por permanecer
aquí de servicio durante todo el día.

También se organizaba para placer de las pacientes.
Cuando el aburrimiento ganaba a las enfermeras por no haberse
producido ninguna pelea hacía tiempo, traían una bolsa de caramelos
de la caja que enviaba la Seguridad Social todas las quincenas, como
parte de la asignación para los internados. Los caramelos, envueltos en
papel, eran arrojados en forma de lluvia hacia el centro de la sala de
estar. A partir de aquel momento, regía al consigna de «quien llega el
primero, coge el primero». Y se producían peleas, la gente tenía que

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ser puesta en camisas de fuerza, los silbatos sonaban y la creciente
tensión alcanzaba por momentos su clímax. Aquello ocurría tanto
entre las pacientes como entre las enfermeras, pues éstas hacía largo
tiempo habían abandonado todo deseo de cuidar enfermos y se veían a

causa del exceso de trabajo, envilecidas, incluso sádicas en algunos
casos, y actuaban como verdaderas carceleras. Aquel revoltijo era, por
lo tanto, una forma de escape de la tensión.

Después de una reyerta de caramelos, cuando ya las peleas habían
sido solucionadas, se producía una quietud desusada y cierto
adormecimiento, acompañado a veces de risas. Las pacientes que
habían vencido en la embestida cogían fuertemente su dulce y
pringoso botín. Los caramelos siempre tenían aquel gusto a jarabe
fangoso y negro que nos hacía sentir enfermas al tiempo que nos
reconfortaba. Aunque lo deseaba, nunca participé en la reyerta y, al

mirarla desde afuera, comprobé con disgusto que el personal se había
olvidado de que la gente a su cargo eran seres humanos, al extremo de
tratarlos como a los animales en un zoológico.

Mi saboreo personal de los caramelos me llegaba por la noche.
Cuando me llevaban rápidamente por el pasillo hacia la cama,
experimentaba tales dolores en el estómago, producidos por el
hambre, que me hice experta en escabullirme hasta la despensa abierta
para arrebatar un puñado de caramelos de una caja recién abierta. Pero
eso ocurría en contadas ocasiones. Generalmente sólo lograba coger
con una mano una rebanada de pan del barril, introduciendo
precipitadamente la otra en la miel contenida en una gran jarra. La
untaba con los dedos, incluyendo a las hormigas, sobre el pan. Por fin,
lo escondía todo el mi sudado y velloso sobaco. En la quietud de mi
habitación, lo extraía de su escondite y comía, a pesar de su sabor
agrio, dulce y arenoso.

Mi cuarto no tenía persiana. Podía ver el cielo nocturno y, por
debajo, un recinto lleno de lodo, sobre el exterior de una construcción
de ladrillos. De allí salía el sonido de una máquina que se desplazaba
y también el de la pleamar, rompiendo sobre la playa, como si un bote
privado se trasladase de orilla a orilla.

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Pero mi permanencia en aquella habitación terminó abruptamente,
aunque no así mis secretas engullidas de pan y miel. Una noche,
mientras yacía en mi cama, oí cuchicheos siniestros fuera de mi
puerta. Ese día yo me había mostrado particularmente difícil, no
obedeciendo las órdenes, «contestando» a las enfermeras. Incluso
gritando de desesperación. Desde luego me sentía aprensiva y me
preguntaba con desazón cuál sería mi castigo. Las voces continuaron
su cuchicheo.

—Mañana la someteremos al tratamiento de shock —dijo una.
—El peor que haya recibido nunca. Y no puede escapar. ¿Cerraste
bien la puerta?

—Sí —replicó la otra—. Va a tener T.E.C. La pondrá en su lugar, te
lo aseguro. Necesita una lección. Mañana no se le dará desayuno.

—No se le dará —repitió la otra voz—. Va a recibir shock.
Mi corazón latió con tanta violencia que se me hacía difícil la
respiración. Me invadió un inenarrable sentimiento de pánico, que me
impulsó a romper el vidrio de la ventana con mi puño, pese a ser
aquélla la única imagen del cielo de que disponía y ahora la haría
aparecer distorsionada. Quería escapar o coger el vidrio y destruirme,
evitando de esa manera la llegada del nuevo día y el temido T.E.C.
Estaban muy lejanos ya los viejos y «valerosos» días de Cliffhaven,
cuando yo conservaba la suficiente calma como para formar fila
mientras esperaba el tratamiento y observaba como las camillas con
las inconscientes enfermas iban siendo retiradas de la sala del
tratamiento. Desde aquella mañana en el cuatro-cinco-uno en que me
cogieron por sorpresa aplicándome dos tratamientos consecutivos
vivía aguardando en constante temor las mañanas. Y aunque no se me
había vuelto a aplicar y a pesar de que, como luego supe, fui
transferida al Albergue del Parque porque «nada podía hacerse
conmigo», estaba convencida de que una mañana la puerta se abriría y
la enfermera me saludaría diciendo:

—Esta mañana no hay desayuno para usted. Permanezca con su
camisón y batín. Tiene tratamiento.

Al oír el estrépito de vidrios rotos, la enfermera irrumpió
rápidamente en el cuarto y me trasladaron al dormitorio de enfrente,
que era oscuro y tapiado. Subí a la cama y comencé a temblar a causa
de las rígidas sábanas, enfriadas por la sábana y tela impermeable que
había debajo de ellas. Me sentía incómoda por las briznas de paja que
me pinchaban a través del colchón. Me inyectaron paraldehído y me

dormí.

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A la mañana siguiente renació mi temor. Sin embargo descubrí que
me había equivocado. No se me aplicaría tratamiento.

Mi miedo era incontrolable. Persistía, se acrecentaba y, día tras día,
me convertía en un estorbo, preguntando, preguntando y preguntando
si planeaban someterme al T.E.C. o si me harían algo terrible, como
enterrarme viva dentro de un túnel bajo la tierra, de tal modo que
nadie me oiría, por mucho que pidiese auxilio, o sacarme parte del
cerebro y transformarme en un extraño ser, que debería luego ser
guiado con un collar de cuero y una cadena, vistiendo un uniforme a
rayas.

Cada vez que veía a la directora hablando con la hermana Lobo
sufría la agonía del ahorcado. Sabía que hablaban de mí. Estaban
proyectando asesinarme con electricidad, o mudarme a la prisión en el
Monte del Edén, donde me ahorcarían a la salida del sol. A veces les
gritaba a la directora y a la hermana que cesaran con su conversación.
Y últimamente tomé la costumbre de atacar a las enfermeras porque
sabía que me estaban ocultando la verdad, porque se negaban a
comunicarme los terribles planes que urdían. Y yo tenía que saber.
Tenía que saber. ¿Cómo, si no, podría tomar las providencias
necesarias para protegerme? ¿Cómo, si no, lograría reunir todos los
ardides que existían para ser usados en las contingencias extremas y
contar así con la calma necesaria para decidir cuál debía usar? ¡Si por
lo menos hubiese tenido a alguien para aconsejarme!

El doctor suponía alguien en quien había confiado y buscado la
certeza que necesitaba, pero, ¿dónde estaba? Era bien conocido el
hecho de que las pacientes del Albergue del Parque se encontraban
«tan lejos» que el doctor no lograba demasiado malgastando su
valioso tiempo con ellas. Era más sabio de su parte el atender a las
otras, a las del pabellón siete y a las convalecientes, gente ésta que
podía aún ser salvada. Sólo una vez vi pasar al doctor a través del
salón de estar del Albergue. Cojeaba rápidamente de puerta en puerta.
En su rostro habla una expresión de horror y temor, que poco a poco
se fue tornando en incredulidad, como si se dijese a sí mismo: «No.
No puede ser. Soy un médico joven y entusiasta, salido hace apenas
unos años de la Facultad de Medicina. Vivo con mi mujer y mi hijo al
otro lado de la calle, en la casa que nos concedieron. Dios mío, ¿qué
pretendemos con hospitalizar el alma?»

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14



Las visitas eran muy pocas. Sólo venía un fiel grupito provisto de
termos y paquetes con golosinas. Porque la tierna y resignada
comunicación se establecía por medio de tarta, bizcocho y dulce, ya
que el hábito del lenguaje había caducado mucho tiempo atrás. En las
tardes de visita, inmediatamente después de la comida, las mesas se
colocaban contra la pared y reiniciábamos una vez más nuestra ronda

de un lado al otro por el gastado piso de madera y nos sentábamos con
las rodillas levantadas sobre las mesas de la comida, ofreciendo un
espectáculo gratuito. Luego se construía un recinto cercado por
objetos de madera, cercano a la puerta que conducía por el pasillo al
cuarto de visitas.

Se valoraban las probabilidades que tenía cada paciente de recibir
visitas, mediante un escrutinio humillante, con comentarios tales
como:

—¿Jane? Ella no. Nadie viene a verla.
—¿Dora? Tal vez podría venir alguien. Generalmente nadie se
preocupa por ella.

—¿Mary? Nunca ha tenido visitas desde que yo estoy aquí.
—¿Frankie? Quizá...
Las así seleccionadas eran conducidas más allá del recinto, como
ganado elegido para una exposición, para aguardar la operación de
vestirse. Esta comenzaba cuando dos enfermeras penetraban
arrastrando un paquete hecho con sábanas. Deshacían los nudos y
extraían las «mejores» ropas, las ropas de cualquiera. Bastaba que
ajustasen más o menos, podían servir para vestir a quien fuese.

Las pacientes que aguardaban eran despojadas de sus camisas de
talle largo, estampadas con borrosas flotes, y sometidas acto seguido a
un fregateo a la ligera con una franela húmeda. Después se les pasaba
el peine del pabellón por los cabellos. Nos pusieron zapatos, zapatos
del pabellón, negros, de lustre opaco y con lazo, lo cual provocó
algunos taconeos y tentativas de patinar y de lanzar puntapiés.

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Vaciaron sobre el suelo una funda de almohada llena de ligas que
fueron distribuidas, advirtiéndose severamente a las usuarias que no
eran para hacer tiradores y que debían usarse sólo para sujetar las
medias. Algunas pacientes tenían calcetines grises del pabellón, otras
usaban sus propias medias de verdadero nylon, aquellos cuyos
parientes recordaban que los enfermos mentales, al menos en
ocasiones de gala como lo son los días de visita, pueden vestir la
misma ropa que se usa en el mundo exterior. Las extraían con
delicadeza de los suaves sobres de celofán y las balanceaban.

¿Qué importaba si después de las visitas se estropeaban?
Mientras las operaciones de vestimenta proseguían para las pocas
pacientes privilegiadas, la mayoría, que continuaba tras el recinto
sagrado, se comportaba prácticamente como de costumbre. No
dejaban entrever que sabían o que les importaba el que, durante una
hora, sus compañeras disfrutasen de un breve contacto con el mundo
exterior del que retornarían sonrojadas, asombradas, con tendencias
violentas y con un puñado de trofeos perecederos, obtenidos durante
su azaroso safari a través del laberinto de la comunicación humana,
abandonada largo tiempo atrás. Sin embargo, se manifestaba cierta
incomodidad en algunas pacientes por la forma en que la visita las
obligaba a modificar su habitual rutina, consistente en dar vueltas y
más vueltas por la sala. Algunas sentían pánico, como hormigas al
perder el olor de su sendero. Otras, no hacían caso de ello. O, por lo

menos, así lo parecía, excepto para quien fuese capaz de comprender
que la índole insana de su comportamiento tenía su oscura motivación
en los deseos vehementemente arrancados de sus corazones.

La tía Rosa era mi visita permanente. Había en torno a ella una
atmósfera de salón y de polvos de tocador que me hacía difícil el
admitir que era mi tía. Parecía más bien pertenecer a otros niños.
Porque yo me sentía niña, ¿saben? Me alegré tanto de verla... Nos
sentamos en un comedor que pertenecía a una pabellón adyacente,
mientras la hermana Lobo, que ostentaba el mando, se sentaba en una

mesa especial, en la parte delantera del aposento, y observaba
vigilante a su alrededor, emitiendo, a veces, un perentorio:
«Tranquilas, por favor», que llenaba de temor los rostros de los
visitantes, quienes, al fin y al cabo, eran los únicos dignos de lástima,

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ya que la emoción podía quedar impresa en sus rostros. Ellos no
habían aprendido a cubrirse con la máscara de la nada. Sus caras
denotaban el miedo o la soledad, la exasperación, la resignación o bien

la simpatía.
Al contemplar a visitantes y pacientes, no se podía afirmar, en un
principio, cuáles eran los unos y los otros, hasta que se descubría un
algo común en el rostro y el cuerpo de las internadas, como si el
propio ser, transmutado en una especie de gelatina humana, hubiese
sido sumergido dentro del molde del Albergue del Parque.

La tía Rosa me esperaba tímidamente en su asiento, tan lejos como
le era posible de la hermana del pabellón. Aunque yo trataba con todas
mis fuerzas de mostrarme amable, tan pronto como llegaba junto a ella
y recibía su beso húmedo con olor a fresa, clavaba mis ojos en su
bolso y ya no podía despegarlos de allí, preguntándome qué me habría
traído.

Ella lo comprendía e inmediatamente abría el paquete y sacaba,
como de una media de Navidad, un surtido de alimentos para comer
juntas. Ella se tomaba su tiempo y mordisqueaba mientras yo
devoraba famélica, con un sentimiento al mismo tiempo de vergüenza
por mi avidez. Cierto día me llevó un bolso que había confeccionado
ella misma para mí.

—Para colocar tus cosas —me dijo.
Era de cretona rosada, con una cinta que al tirar de ella cerraba la
apertura. Tenía rosas alrededor de la parte superior y la base circular
de cartón. Cada vez que introducía mi mano en él, me sentía como una
abeja cuando penetra en una flor. ¡Estaba tan orgullosa...! Sabía que
tendría que guardarlo con mucho cuidado. No tuve el valor de decirle

a tía Rosa que, tal vez, me lo quitasen, le pusiesen un rótulo y lo
colocasen en el cuarto de las maletas para que yo lo recogiera al
abandonar el hospital, o bien, ya que el Albergue del Parque era
considerado un lugar «para siempre», para que fuese retirado por tía
Rosa o mi hermana el día en que yo muriera y enviasen a alguien el
aviso para que pasasen a buscar mis cosas.

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Sin embargo, confiaba en conservarlo conmigo, porque había visto
a una o dos personas que vivían arriba y que asían fuertemente sus
bolsos. Aunque ninguno era como el mío, ninguno tenía rosas en torno
a la parte superior ni cinta para cerrar. El bolso venía a ser como mi
último billete de entrada a la región de la gente perdida. Ya no miraba
desde el exterior a las del cuatro-cinco-uno y a su atemorizadora y
continua zozobra, causada por un magro arsenal de posesiones. Yo era,
ahora, una ciudadana establecida, con poquísimas esperanzas de
volver a cruzar la frontera, inmersa en el mundo de la locura, separada
de la gente que se autodenominaba «cuerda», por algo más que
puertas con cerrojo y ventanas tapiadas.

Un bolso de cretona rosada para guardar mis tesoros.
Llovió durante semanas. Cuando los hombres llegaban hasta la
puerta para entregar las bandejas de la cocina grande, debían pararse
en charcos de agua y la lluvia chorreaba de sus capas impermeables.
Sentíamos frío, hambre, aburrimiento y, de cuando en cuando,
peleábamos para alegrar un poco las cosas, aunque yo nunca lo hacía
con las internadas, porque consideraba como mi deber el protegerlas
de la maldad y me afligía el ver que la enfermera, para excusar
palabras que dichas a una persona común hubiesen resultado hirientes
y crueles, decía:

—Ella no entiende. —O, en otras ocasiones—: Ignora lo que estoy
diciendo. ¿No se da usted cuenta de que, en el fondo, esta gente está
muerta?

El que todas las enfermeras carezcan, casi de continuo, de
cualquier sentimiento de compasión puede parecer una extraña
constatación hasta que uno recuerda que las que desearon alguna vez
cuidar con desvelos de sus pacientes abandonaron su solitaria lucha a
causa de las muy desfavorables condiciones, creadas, entre otras
causas, por la escasez de personal y las jornadas de doce horas. O bien
se corrompían y paulatinamente se convertían en personas vejadas,

renuentes, hipócritas y camorristas, que en el pabellón siete recurrían a
las palabras dulces, y a los términos soeces en el Albergue del Parque.

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El tiempo mejoró de improviso después de varios días de lluvia y
nos arrojaron de la apestante sala de estar al pequeño patio de abajo.
Allí nos quedamos de pie, temblando al contacto del aire perturbado y
azul, o nos sentamos sobre la baranda de la ruinosa galería,
contemplando el puerto rebosante de veleros, los parches azul oscuro
del agua profunda y el contorno con rizos acaracolados de los bancos
de lodo en las aguas tranquilas y poco profundas.

Recordaba las canciones idílicas que mi madre solía componer a
propósito de este puerto norteño, que ella nunca había visto.
Navegando por el Waitemata. La visión de los bancos de cieno me
trajo recuerdos nostálgicos de todas las veces en que había estado en
las playas durante la marea baja y la sombra de las nubes se movía a
través de los dibujos formados sobre la arena con contornos de hueso
de arenque. Yo cavaba, con los dedos del pie, para encontrar pepitas

y conchas.
A veces, desde la balaustrada, en el asiento que yo compartía con
Fiona y Sheila, veíamos a los pacientes masculinos y les gritábamos
frases obscenas con el mayor descaro, o les dirigíamos comentarios,
en alta voz, sobre nuestras hermosas piernas. En otras ocasiones,
permanecíamos silenciosas. Entonces éramos sólo «las del Albergue»,
las que sabían que no había esperanza para ellas. Y hacía frío.

En algunos casos, no llevaba puesta la braga, en otros me faltaban
los zapatos y las medias, porque no aparecían entre mi fardo por la
mañana, cuando éste me era entregado. En la premura de vestir a cien
personas, no había tiempo para atender las necesidades de las
pacientes que, como yo, eran capaces de vestirse sin ayuda. Me
sentaba en la galería o cojeaba por el patio (tenía un pie infectado).
Eran muchas las que padecíamos de infecciones en los miembros, lo
cual originaba un continuo ir y venir por la escalera vetusta de madera,
a los efectos de hacernos curar, arreglarnos los vendajes y recibir las
inyecciones de penicilina. Yo pertenecía ahora a la masa de internadas
furiosas, al grupo de muertas que yacían sobre la tierra como silencios
musicales. Conocía el lenguaje de la locura, creado con palabras en las

que no intervenía la razón pero que contenían, sin embargo, un nuevo
grado de razón, así como los ciegos crean, por medio del tacto, una
forma práctica de esa visión que les ha sido negada.

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Sabía que la gente que me rodeaba osaba creer lo que otros tan sólo
sospechaban, y aún eso con miedo: que las cosas no son lo que
parecen. Sabía también que la silenciosa mujer morena que atisbaba,
por el espacio libre que dejaba un tablón separado de la cerca, a los
trabajadores que cavaban profundos fosos en el barro para reparar los
desagües, contemplaba la excavación de su propia tumba. Y no
ignoraba que, cuando una enfermera venía a buscar a María porque un
visitante inesperado había llegado a verla, no existía tal visitante para
María. Sus brazos estaban llenos de cicatrices dejadas por las torturas
recibidas en el campo de concentración de Europa. Su mente estaba
aún más llena de cicatrices. Ella conocía muy poco inglés. Yo aprendí
a decirle, en yugoslavo:

—Hola, somos tus amigas. Tienes una bonita sonrisa.
Y las enfermeras, movidas por la novedad de su calidad de
extranjera y la abrumadora y tangible evidencia de aquellas cicatrices
sobre su cuerpo, se dirigían a ella, al principio, con bondad y
procuraban calmarla. Pero nada parecía ayudarla. Especialmente
cuando se le ordenaba que se dirigiese al piso alto, pues aquella orden
significaba para ella una visita más a la cámara de tortura y a la de
gas.

Aunque yo era capaz, según creo, de mantener lo que bien podía
considerarse una conversación sensata, había muy pocas personas con
quien hablar y, al aproximarse a alguien, era necesario adoptar un
disfraz mental similar al que usan los soldados, cubriendo sus cascos
con ramas para armonizar con la vegetación que los circunda y
distraer así las sospechas del enemigo.

Pero, ¿no son ésas las tácticas que todos utilizan cuando intentan
emerger de sí mismos para comprometerse en los peligros de la
comunicación humana?

Hablaba con Fiona, que no sabía leer ni escribir. Me resultó muy
difícil hallar una correspondencia entre sus ideas y el lenguaje
corriente. Así, cada vez que ella quería expresar algo, cada vez que
deseaba emerger del interior de su yo, resultaba algo similar al intentar
abrir una puerta atrancada por grandes masas de escombros que
bloqueasen la entrada, como fragmentos de edificios derrumbados que
la oprimieran y sepultasen. Entonces ella se replegaba en sí misma y
abandonaba todo intento de salir al exterior por medio del lenguaje.

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Le era más fácil el arrojar objetos, salmodiar juramentos y proferir
extraños sonidos y risas que no tenían sentido aparente alguno y que
se hallaban, empero, cargados de significación. Parecía como si
hubiese encontrado una forma de emitir señales desde su cerrado
recinto.

También hablaba con Sheila, la otra ex reclusa de los campos, una
perspicaz matrona de veinte años. Casada en dos oportunidades y
divorciada una vez, Sheila mantenía misteriosos contactos con los
hombres internados. Cierto día me confió con orgullo que, en la punta
de su zapato, tenía seis libras y cuatro peniques y una llave que había
fabricado uno de los hombres en el taller de maquinaria y que le fue

entregada por el hombre de la cocina al llevar la comida. Le deseé
buena suerte en su fuga. Esa noche efectuó el viejo truco utilizado en
las prisiones que consistía en figurar en su lecho forma humana con la
ropa de la cama. A la mañana siguiente, se había ido.

Los periódicos mostraron los titulares habituales (así lo supongo, al
menos, ya que no los vi): ENFERMA MENTAL FUGADA. Y la
gente, allá en el mundo, cerró sus puertas con llave durante las noches
y de día se reunió para quejarse respecto a lo descuidadas que eran las
autoridades y a la carencia de medidas de seguridad que existía en el
mayor hospital de enfermos mentales del país, en el cual «es bien

sabido que están encerrados los más furiosos asesinos». Aparecían
cartas en los periódicos expresando que «ya es tiempo que se haga
algo al respecto» y también: «¿Cómo un ciudadano corriente podrá
caminar tranquilo durante la noche si hay lunáticos sueltos?»

Cogieron a Sheila y al hombre, también «paciente peligroso».
La recluyeron aislada. Ella cantaba alegremente:

Violetas olorosas

Más fragantes que rosas.

Otras veces entonaba la canción Po kare kare ana y se comunicaba
con Fiona, quien se encontraba encerrada en la planta alta por haber
sido presa de una violencia incontrolable durante la ausencia de
Sheila. La comunicación se establecía por medio de golpes en el piso.

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El doctor fue a visitarla, raro privilegio. Sheila le hechizó y logró
obtener de él, mendigando, una cajetilla de cigarrillos. El doctor partió
sonriente y dijo a la enfermera:

—Adminístrele a la querida chica una dosis de paraldehído. Le
encanta esa pócima.

Una semana más tarde, Sheila sufrió una hemorragia en los riñones
y quince días después estaba muerta. Y los hombres llegaron, en
medio de la noche, a retirar su cuerpo en la camilla cubierta.

Nuestra vida se detenía sólo muy brevemente a causa de la muerte.
Apenas la pausa momentánea, el rápido pánico que nos asaltaba entre
dos palpitaciones del corazón.

Con Luisa no conversaba; la escuchaba,
—¿Sabes? —decía gesticulando—. Tenemos kilómetros y
kilómetros de intestinos. Para ser precisos, quinientos cuarenta
kilómetros.

Imaginé una visión de esos diagramas que hay en los anuncios de
medicinas para el hígado y el estreñimiento y que representan largas
tuberías apretujadas y tortuosas. No me sorprendió que Luisa viviese
obsesionada con el sistema de tuberías internas del cuerpo humano. Lo
estaba a tal extremo que aquella idea ocupaba sus pensamientos hasta

alcanzar la propia locura. Por las noches, no dormía pensando en los
intestinos laberínticos y en la obstinación de los desechos que fuerzan
su camino hacia el exterior. Le preocupaba asimismo el que una gota
de ácido bastase para «quemar el forro del estómago, comer todo el
grosor de la pared y atravesarla». Experimenté un escalofrío al
comparar mentalmente aquello con el efecto de una lámpara de soldar

y medité sobre el mecanismo de oxiacetileno que se encierra en
nuestras entrañas. Adiviné que Luisa vivía una historia de horror más
alarmante que las que se esconden en los periódicos o en los grabados,
con temas reales o de ficción científica. Ella había descubierto al
objeto y sujeto esenciales de todo horror: el hombre mismo.
Experimentaba un gran sentimiento de pena por Luisa. Era alguien
con la imperiosa necesidad de contar algo, pero no querían oírla y, al
igual que aquel viejo marino del poema, que viajaba por el mundo,

ella viajaba por la sala de estar deteniendo a «uno de cada tres». Esto
ponía nerviosa a la gente.

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Cierta noche en la que me encaminaba velozmente por el pasillo
con el resto de la manada, eché un vistazo a una de las habitaciones
laterales y vi a Luisa sentada sobre la cama. Su hermoso cabello,
negro y rizado, había sido cortado al rape y su cabeza aparecía
totalmente afeitada. Usaba una gorra de algodón. Lo supe y el pánico
me asaltó. Lo mismo estaba ocurriendo con otras pacientes: la señora
Lee, la señora Morton, Plattie. A todas ellas las habían sacado, por la
mañana, en una camilla para llevarlas al hospital de la ciudad. Por la
noche, habían regresado con yeso sobre sus cabezas afeitadas y ahora
yacían en las habitaciones laterales, con rostros pálidos y húmedos y
las pupilas de sus ojos alargadas y oscuras, como si estuviesen llenas
de tinta. Se trataba de una operación descubierta recientemente que,
según se comentaba, cambiaba la personalidad.

Después de haberle efectuado la operación, Luisa se volvió más
dócil, menos propensa a sufrir ataques de furia si la gente se negaba a
escuchar su «historia». Mojaba sus bragas todavía y emitía risas
breves con curiosa delectación, mas, a pesar de eso, comenzó a dar
muestras de que se enorgullecía de su apariencia. Pero era imposible
estar seguro de si aquello se debía a la operación o al cambio de
actitud que todos mostraban para con ella. Las enfermeras le
dispensaban toda clase de atenciones y la acosaban con preguntas
llenas de curiosidad y al mismo tiempo morbosas. Además temblaban
al mirar a Luisa y a las demás con sus cabezas rapadas y comentaban
entre ellas:

—¡Qué contenta estoy de no haber sido yo! Produce escalofríos.
Luisa hablaba aún respecto a los miles de kilómetros de intestinos,
pero se daba por sobreentendido que, después de ser operada, su
personalidad había «cambiado» y que ahora había esperanza para ella.
A la inversa, para el resto de nosotras, existían poca o ninguna
esperanza, ya que aún permanecíamos con nuestras antiguas y
aparentemente inaceptables personalidades.

Luisa mejoró. ¡El doctor vino a verla en dos oportunidades durante
la misma semana! Luego, al ir transcurriendo día tras día en el
Albergue del Parque, fue desapareciendo la novedad de su operación y
al médico comenzó a faltarle el tiempo para visitarla dos veces por

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semana. Y Luisa, aunque permanecía dócil aún, empezó a descuidar
poco a poco su apariencia y parecía no darle importancia ya al hecho
de mojar sus bragas. Las enfermeras se sintieron defraudadas, como

se siente la gente cuando un cambio cualquiera se resiste a adoptar las
formas dramáticas que ella espera. Al ver que la «antigua» Luisa se
acomodaba confortablemente en su «nueva» personalidad,
abandonaron su intento de reeducarla y muy pronto Luisa volvió a
formar parte del grupo de gente que saltaba y gritaba por la sala de
estar. Sólo una más entre ellas.

A veces, desde mi asiento en la esquina del salón, la contemplaba
sonreír abstraída. ¡Kilómetros y kilómetros de intestinos...!

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Existe un aspecto de la locura que rara vez se menciona en la
ficción, ya que, de hacerlo, se quebrantarla la romántica imagen
popular que describe al insano como a una persona cuyo lenguaje
seduce por su afinidad con lo poético. Pero casi nunca la verdad se
asemeja al fácil recitado «ofeliano», dicho como si se tratase de las
páginas de un prospecto de semillas, o a las grandes parrafadas de
ciertas «Juana la Loca», que proveen a la novela de excelentes excusas
para el abandono poético.

Muy pocas de las internadas que erraban por la sala de estar
habrían podido ser calificadas como heroínas aceptables para el gusto
popular. Algunas se mostraban excéntricas, pero poco inhibidas y
tenían cierto encanto. La mayoría, en cambio, provocaba generalmente
imitación, hostilidad e impaciencia, Su comportamiento ofendía. Sus
llantos, gemidos, peleas y quejumbres causaban desasosiego. Eran un
engorro y se las trataba como tal. Todos habían olvidado que poseían

una preciosa humanidad que requería amor y cuidados y que, desde el
fondo de sus descarnadas violencias, podía destilarse una diminuta
esencia de poesía.

Y llegó la primavera, aunque sólo hasta el punto en que le es
posible llegar allá en el Norte, donde el verano urge con impaciencia a
las nubes para que despejen al cielo y revelen así la brillantez de los
días cálidos, nimbados de un vaho vibrante y como hecho con
nostalgias. También el invierno es apremiante y no tolera la lenta
melancolía de los colores cambiantes y de los rocíos que lo preceden
durante el otoño. Las estaciones intermedias pertenecen al mundo
sureño. La breve primavera invadió al aire frío y seco con turgentes
oleadas de blandura y calor y también con aromas de floración,

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el denso olor de la miel de las flores en los arbustos: la ratania
encendida, la fucsia, con sus flores de color púrpura que parecen
íntimos labios de carne amoratada. Los mirlos y los campaneros
regresaron desde el espeso matorral para cantar en unión con el zorzal,
la calandria y los picaflores. Estos, ebrios de miel, se balanceaban
sobre la cerca del patio y en las ramas de las fucsias que crecían
detrás. Cuando bajábamos al patio, inspirábamos el aire y
chapoteábamos en los charcos que quedaban todavía, observando
cómo las esquinas y los lugares que se hallaban a la sombra se secaban
paulatinamente. Y echábamos un vistazo al mar, frío como una pizarra
con vetas de profundidad.

Brillaba el sol. Llegaron los gordos moscones que habrían de
engordar más aún. Recibimos las inyecciones contra el tifus. Sobre
una vieja silla, nos sentamos en medio del patio para ser sometidas a
nuestro peinado semanal con petróleo y bencina, destinado a evitar los
piojos.

Aumentó el número de altercados y peleas a puñetazos y fueron
más las recluidas. Y todas bailábamos por esa buena razón que es la
sinrazón. Las pacientes tranquilas no manifestaban ninguna señal
especial, excepto un temblequeo de sus labios sobre las encías
desdentadas y el apagado mirar de sus ojos desde los rostros arrugados
y parduzcos como hojas. Casi todas teníamos ese color pardo. Yo
había creído en un principio que se debía al sol y al viento, pero luego
me di cuenta de que era una mancha de otra especie, un color de

estancamiento que se esparce desde el interior y surge hasta la
superficie de la piel.

Me había sido permitido conservar mi bolso de cretona rosada.
Como lo llevaba conmigo a todas partes, ahora estaba sucio, con
migajas pasadas de tarta introducidas bajo la base de cartón y pegotes
de miel en su parte interior. Tenía un libro de Shakespeare de delgadas
páginas, como de papel de seda, impreso en caracteres pequeños,
abigarrados y negros, que se asemejaban a rastros en la playa
preservados de los obsesivos cambios de la marea y perpetuamente
nuevos. Leía mi libro muy raramente. Sin embargo cada vez
presentaba un aspecto más ruinoso. Sus ilustraciones se caían y las

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cuartillas se deshojaban como si un ser desconocido dedicara su
tiempo a estudiarlo. Esta manifestación de secretas lecturas me hizo
experimentar un sentimiento de gratitud. Daba la impresión de que el
libro comprendía todo cuanto ocurría y consentía en servirme de
compañía y otorgarme una abrumadora dignidad de riquezas, aun sin
necesidad de que yo lo abriese. Y ya que, en definitiva, la primera
pasión de un libro consiste en sentirse leído, él había optado por leerse
a sí mismo, lo cual explicaba la caída gradual de las páginas. No
obstante, por las noches, en la habitación tapiada y cerrada con llave
en la que dormía y que carecía de luz para leer, recordaba y me decía a
mí misma, mientras pensaba en la gente del Albergue del Parque y en
su desesperanzada instancia vital:


Pobres desvalidos, donde quiera os halléis

Que aguardáis el embate de esta noche de horror,
Cómo protegeros, sin techo y sin calor
Con vuestros cuerpos tan yertos,
De tiempos tan tremendos.

Y medité en la confusión que experimenta la gente como
Gloucester, cuando era llevado al borde de los acantilados:


Creo que es llano este tramo.

Horrendo abismo...
Más, alto, ¿oís el mar?

Y una y otra vez apareció en mi mente el rey Lear vagando por el
páramo y recordé a los ancianos de Cliffhaven sentados junto a su
desolado pabellón, solos, sin nadie en casa, ni dentro de ellos, ni en
ninguna parte.

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El día de la salchicha; el día del pastel de manzana; el día de la
visita; el día de la operación. Días y días.

Y existía también la noche del cine.
Al principio, las películas eran proyectadas los lunes por la noche
sobre la pared del apestoso dormitorio general cerrado. Allí nos
sentábamos en las camas y las internas que dormían en esas camas nos
arrojaban miradas recelosas por aquel usufructo forzoso que hacíamos
del único lugar del hospital que ellas podían considerar como algo
propio. En tal atmósfera suspicaz, siempre terminaban por estallar
peleas y, a causa de la excitación, las camas se saturaban de un olor
que casi se hacía visible en forma de vaho neblinoso.

Se decidió, por lo tanto, proyectar las películas en la sala de estar
sobre la pared que se alzaba tras la mesa especial.

Ya era verano y los largos días se transformaban, abruptamente, en
oscuridad de regaliz. ¿Cómo podíamos ver películas a plena luz del
día, sobre una pared de yeso color cremoso, manchada de salchicha y
chorreteada con tarta de manzana? No podíamos, naturalmente. Sobre
todo porque la sala de estar carecía de persianas y cortinas. Pero las
películas se proyectaban igualmente y las frágiles imágenes de papel
de seda se movían con rapidez entre manchas de salchicha y borrones
de tarta de manzana. Al fondo del salón, se había construido una cerca
con mesas y cestones, tras la cual se colocaba al operador, que era uno
de los asistentes, con aspecto tímido. Entraba siempre cargando su
caja chata y plateada sobre la que se leía «MUY INFLAMABLE».
Desde detrás del vallado, provenía un impetuoso torrente de sonido
que plañía y crujía como si estuviesen quemando una fogata dentro de
la caja del sonido. Producía un efecto similar al del agua succionada.

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Los gangosos tonos de voz emergían en tropel, feroces y llenos de
ira, o bien morían con quejoso gemido. A veces sonaban disparos, lo
que provocaba consternación general, pero también tenían lugar gritos
de alegría cuando la pequeña Gracia corría y amenazaba con su puño
cerrado al estereotipado villano que se deslizaba velozmente por toda
la pared.

Vimos La última expedición de Scott. John Mills y sus cuatro
compañeros fantasmas luchaban a través de la nieve manchada de
tarta de manzana y, a causa de una muy curiosa distorsión focal, se
tenía la impresión de que daban vuelta a la esquina del muro y
atravesaban la puerta de la sala de estar. Miré sus manos comidas por
la escarcha y luego observé los envenenados miembros de las
pacientes a mi alrededor y olí los orines secos y saboreé el sucio
regusto que adquiere la nieve cuando se instala en la tierra inhabitada,
no importa cuán pura haya sido al dejar el cielo. No importa cuán
hondo caiga. Siempre se mezcla al pasto, al asfalto, a los vallados, a
las casas, a las prisiones, a las torres de las iglesias y a los hombres en
confusa multitud. Resultaba algo extraño que ahora viese caminando
por las paredes del salón de estar y escuchase por encima de mi
hombro sus voces, en lo que pretendía ser un «glorioso tecnicolor», a

aquellos hombres que habían sido probablemente mis primeros
héroes, Recordé que, cuando era niña, tenía un cuadernillo de
anotaciones con lunares rojos, en el cual intentaba escribir poemas, el
primero de los cuales fue El capitán Scott.

El capitán Scott, arena, un anhelo, los pinos. El capitán Scott se
identificaba en mi mente con este encadenamiento y nunca con
desiertos antárticos; pero sí con mis tres plantaciones de pinos. La
primera, sencilla y rojiza; la segunda, tenebrosa y prohibida, que
contenla el escondrijo del miedo; la tercera retoñando apenas con sus
árboles como jóvenes cachorros privados de crecimiento, se velan
siempre mutilados por los concejales.

La expedición del capitán Scott fue proyectada por lo menos tres
veces durante mis estancias en Treecroft y Cliffhaven. ¿Poseería algún
efecto terapéutico sobre los enfermos mentales?

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Un día anunciaron que la película de la noche sería de los
hermanos Marx, Una noche en la Ópera. Mis recuerdos comenzaron a
girar y a ulular como esos barquitos de juguete que salen disparados
sobre el agua cuando se les enciende una candela en la popa. Durante
años, yo había atesorado el recuerdo de esa película, y mi memoria
guardaba las imágenes de cuando éramos niños y apenas podíamos
caminar de regreso a casa a causa de la risa. Marchábamos del brazo,

apoyándonos como ebrios en una noche de sábado, por la calle Reed y
luego, ascendiendo por la calle Eden, gritábamos alegremente:

—¡Ah!...! ¡Aquella escena en que él...!
—¡Aquella parte en que ella...!
También se exhibían otras películas, como La ciudad fantasma, en
la que el alguacil moría bajo el triturador; El tren especial, en la cual
un ferrocarril caía al río desde un puente en llamas y luego, en el
capítulo siguiente, el personal y el oro en lingotes emergían de las
aguas sin un rasguño; El hombre invisible, que desaparecía mientras
oprimía un botón en una especie de faja para bebés que usaba en la

cintura. Pero todas ellas carecían de fuerza y sugestión junto a la
alegría total de Una noche en la Ópera. Los locos hermanos parecían
un torbellino escabulléndose por el clásico escenario una y otra vez,
mientras los levantaban junto con los decorados de bosques y
chimeneas, o se encaramaban sobre candelabros, emitiendo sonoros
trompetazos ante la ofendida prima donna de exuberante busto. Me
preguntaba quién habría elegido Una noche en la Ópera para ser
proyectada en las manchadas paredes del Albergue del Parque.

Aquella noche llegó como siempre el operador, construyó un
reducto y comenzó al momento a rebobinar la película, la cual corrió
velozmente hacia atrás, produciendo suspiros y resbaladizos crujidos.

—Volveré a enrollarla —dijo el operador.
Enrolló. Yo permanecía sentada con la concentración de un
escribiente de oficina que verifica los libros mayores del pasado y el
futuro. Esperaba relacionar ambos al escribir algo en la columna del
«Haber». La columna continuaba casi vacía.

Comenzó la película, acribillada por la luz que emergía del
proyector, produciendo un efecto de lluvia que bailaba sobre el muro y
trazaba flechas y rayas verticales. Vi a Harpo, con su greña de cabellos
rizados, sus ojos redondos y tristes como charcos y su arpa, robada al
sauce llorón del pabellón siete. Y las cuerdas estaban rotas.

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Pero la cinta se corta. Siento en mi boca un sabor a tela rancia y me
rasco una llaga que hay en mi mano. Tiene una costra que crece día a
día, como si fuera la boca de un pozo del cual emergiese yo misma.

¿Dónde se hallan el doctor y su varita mágica para descubrir si aún
conservo algo de mi verdadero yo? ¿Dónde se hallan los extraños
encapuchados, con sus anchos sombreros negros y garrotes, que
vienen a extraer sangre espumosa? ¿Dónde las cosas que en todas
partes aman al sol?


El sol brilla sobre los seres mortales,

Y percibe cada hombre a su vecino;
Con soledad por toda compañía.

Y ahora Milly ha mojado el piso con un charco. Evelyn les pega
puñetazos a Nancy y Fiona, hastiada, ha comenzado a cantar a todo
pulmón. Alguien se arroja contra la pared y la aporrea mientras
profiere juramentos. Los golpes aquéllos me recuerdan a los que se
daban en los cuentos e historias de hadas sobre puertas tras las cuales
se ocultaban enormes tesoros. El sonido de la máquina trepida y se
queja. Reina una atmósfera de inquietud e irritación por la palidez de

las figuras proyectadas. Súbitamente se ha adquirido conciencia de
que ellas no han de salir de su palidez para convertirse en rotundas
imágenes de blanco y negro que se percaten de toda la gama de locura,
vacilación y confusión que las contempla.

Porque seguramente el salvador no ha de aparecer desde los cielos
ni bajo un árbol del desierto. Lo hará en la emisora I.Z.B. o en la
pantalla de un cinematógrafo...

Y entre ataques y sobresaltos, los hermanos ejecutan desvaídas
cabriolas de un lado a otro sin provocar risa alguna. No sólo entre
aquellas totalmente ensimismadas, porque viven enajenadas dentro de
su propia piel, enclaustradas en sus bóvedas repletas de nichos,
siempre acosadas por los reflejos de una vívida luna, sino entre
ninguna de nosotras.

Y por fin lloramos.
—Muy bien. A la cama, señoras. De cualquier manera no se ve nada
sin visillos.

El operador retira su valla de mesas y se va.
Nos llevan, en manada, a la cama. Y el débil escenario de aquel día
se derrumba, proporcionando a las que duermen el refugio del sueño.

Las demás yacen en la oscuridad hasta que venga la mañana, con la
recóndita esperanza, aún a despecho de cierto escepticismo, de que
todo aquello que las voces les dicen no es verdad.

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—El director general de Higiene Mental va a visitar este hospital
—nos dijeron.
El pánico. Era un hecho conocido el que siempre estaba absorto en
su trabajo, característica ésta que, como es de esperar, no debe de ser
infrecuente en los directores generales. Además, demostraba una
desconcertante tendencia a prescindir de los anzuelos tentadores que le
preparaban especialmente en los pabellones de observación. El
gustaba de insistir en que le mostrasen los pabellones traseros, para

comprobar las condiciones en que vivían los andrajosos.
El día de su esperada visita todas fuimos lavadas. Peinaron
nuestros cabellos con gasolina para asegurarse que no quedaban piojos
escondidos y a las que necesitaban un corte de pelo se las colocaba en
fila fuera del cuarto de baño y quedaban en manos de una enfermera
que esgrimía una navaja de seguridad. Nos despachaban a todas con
camisas limpias y, como se rumoreaba que el director abogaba por el
toque personal en el aspecto de los enfermos mentales, se lió el
cabello de algunas pacientes con cintas de raso y con viejas barras de
lápiz labial les pintaron sus arrugadas bocas. Como todas habíamos
comenzado el día con bragas y ropa limpia, una desusada actividad se
manifestaba en corridas, idas y venidas a los retretes situados junto a
la sala de estar. Los retretes eran ambientes sucios, sin puertas, con
piso de hormigón y tazas utilizadas como depósito favorito de tesoros

tan poco ortodoxos como revistas rotas, trozos rasgados de prendas de
vestir, fragmentos de madera, en forma tal que las tazas generalmente
estaban atascadas y era preciso que los empleados viniesen
especialmente a desatascarlas con bombas succionadoras de goma.
Ese día los retretes fueron embebidos en forma escrupulosa con fluido
de Jeye.

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Pero las moscas quedaron. Era pleno verano y las moscas no
podían ser intimidadas y, en caso de hacerlo, no hubiesen acatado
ninguna clase de intimidación respecto a la visita del director general.
Era necesaria, pues, una matanza de moscas en masa. Me ofrecí para
ayudar en dicha tarea. Significaba escapar unos minutos de la sala de
estar y, como estaba aprendiendo a ser astuta y a aprovechar cualquier
oportunidad, no hice mi ofrecimiento en forma demasiado vehemente.

Temía que de lo contrario, sospechasen de mí y me rehusaran el
permiso. Hablé en tono casual:

—Yo ayudaré, si quiere...
Me dieron un pulverizador de D.D.T., lo cual me produjo una
verdadera alegría. Me encaminé, según la orden recibida, al corredor
en el cual pululaban enjambres de moscas, engordadas con el olor de
la orina, ropa de cama rancia y cuerpos sin bañar.

Caminé de arriba a abajo, fumigando miles de gotas de D.D.T.
Penetré en una de las habitaciones laterales. En ella estaba en la cama
la señora Holloway, a quien habían practicado recientemente una
leucotomía. Yo sabía que estaba muriéndose. Sus ojos aparecían
cerrados, con los párpados adheridos por una costra viscosa y
amarillenta. Las moscas le cubrían el rostro. Pulvericé el D.D.T. sobre
su cara, cumpliendo un ritual postrero y necesario, y abandoné el
aposento.

Nunca vimos al director general. ¿Qué le mostraron durante su
visita al Hospital Mental de Treecroft? ¿Visitó acaso el pabellón siete
con su jovial atmósfera, sus alegres manteles a cuadros, sus atractivas
colchas, sus muros color pastel, sus flores?

¿Le explicaron que, como contribución al esclarecido método de
tratamiento de las enfermedades mentales, uno de los doctores jóvenes
había fundado un club teatral y había actuado en persona para animar
la parte delantera del león en Androcles? ¿Le contaron que se
organizaban bailes y que proyectaban películas en el vestíbulo grande,
con asistencia de muchos de los pacientes de los pabellones restantes?
Pero, ¿qué le dijeron respecto al Albergue del Parque? ¿Se habría

enterado de que la comida escaseaba? ¿Estaba al tanto de que, por ser
consideradas objetos sin esperanzas que deberían pasar el resto de sus
vidas en el Hospital, nadie creía que necesitásemos la bondad
ocasional que se dispensaba en el Pabellón siete y en los pabellones de
convalecientes, según el «nuevo método»?

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Perdí la noción de los meses y los años. Creo que transcurrieron
una o dos Navidades, durante las cuales un sarpullido de estrellas hizo
erupción sobre la pared y en torno a la puerta. Durante doce días, el
sarpullido aquel fue autorizado a extender su contagio de paz
anticipada, antes de que se le aplicara agua y jabón para quitarlo. Una
protuberancia de papel multicolor formaba en medio del cielorraso
una dilatación. La directora Borough, al penetrar en la sala de estar
con la hermana Lobo, vio el balanceante síntoma de papel y, con igual
deleite que un médico al descubrir el origen de una enfermedad,
exclamó:

—¡Ah...! ¡Feliz Navidad para todas!
Dicha frase, a la que la directora procuraba dar una impresión de
éxtasis, nos sonó como una variación disfrazada de la otra:

—Se les aplicará tratamiento.
Desgraciadamente, poseíamos una dura experiencia respecto a la
directora.

Durante las Navidades, vinieron más visitantes que de costumbre.
Traían las anuales ofrendas de arrepentimiento y regalos varios, tales
como perfume, sales de baño, equipos para ondular el cabello, todo lo
cual era recolectado más tarde y guardado, dentro de sus envoltorios,
en el desván de las maletas. ¿Para qué habrían de servirnos? En todo

caso sólo constituirían una desafortunada expresión de esperanza por
parte de aquellos parientes que nunca abandonaban la idea de que,
algún día, Betty, Maggie o Minnie se verían libres de aquello que se
había cerrado sobre sus mentes, fuera lo que fuese, dejándolo como
una piel vieja. Confiaban en que volverían a ser lo que eran antes de
que ocurriera «eso»; antes de haber presenciado el ataque de depresión
nerviosa de algún ser querido, que producía en la familia del primer
shock. Luego, la familia se iba adaptando al nuevo estado de cosas,
recobrándose quizá de la vergüenza, y adaptaban sus vidas al dictado
de los horarios de autobuses y trenes, a los largos viajes de ida y
vuelta del Hospital a las horas de visita y a las entrevistas con los
doctores, en el transcurso de las cuales hombres ceñudos, vestidos de
blanco, miraban fijamente desde detrás de sus lentes (como en los

anuncios cinematográficos sobre productos farmacéuticos en los que
los gérmenes, agolpados en el aire, son exterminados apenas por obra
de una breve mirada) y escrutaban, como verdaderos exterminadores,

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en los secretos de la familia. Y al correr de los años, los familiares
sólo responden al reactivo anual de la Navidad. Y numerosos San
Nicolás, rojos por la culpa, que moran en escondrijos festoneados con
guirnaldas y las guaridas de los comercios, les dan algunas cosas para

«mandar o llevar a la pobre Betty, o la pobre Maggie, o la pobre
Minnie».

Tanto enfermeras como internadas experimentaban alivio cuando la
Navidad terminaba, porque ese día todos parecían acosados por
recuerdos que atacaban como enjambres de avispas con sus lanzaderas
y cascos de oro. Y, como ocurre generalmente con las avispas y los
recuerdos, eran dirigidos por un rufián vengativo que, una y otra vez,
azuzaba a la matanza.

Pero, en definitiva, ya fuese que el tiempo luciese colores festivos
o bien su anónima rutina, siempre daba la sensación de hallarse
particularmente estático. Y el experimentar aquello era algo así como
contemplar a un trompo que gira. Uno trata de concebir su
movimiento, pese a su apenas visible actividad, y se pregunta, tal vez,
si alguna mano esgrime el látigo que le ha hecho dormir a latigazos.

Yo no sé exactamente, no puedo recordar cuándo fue que la
enfermera vino a buscarme y dijo:

—Será transferida al pabellón siete.
Lo único que sé es que me encontré vagando nuevamente por el
jardín. Y del mismo modo que nos recomiendan que guardemos los
billetes de banco, al viajar por el extranjero, en bolsitas sujetas a
nuestra ropa interior, así guardé mis experiencias del Albergue del
Parque dentro de mi mente, para usarlas, como toda experiencia
pasada, como moneda corriente en mis transacciones privadas con el
tiempo en su nuevo escenario: la insólita brillantez del pabellón siete.

Seguía siempre temerosa y llena de incredulidad. Se decía que me
harían una operación en el cerebro. Abruptas comunicaciones, cual
notas diplomáticas entre lejanas potencias foráneas, fueron cursadas
entre los médicos y mis padres. Ellos no aprobaban que se
«entrometieran» con mi cerebro. Creo que en aquel entonces
transcurrían mis días, uno tras otro, junto al sauce llorón, dando
vueltas en su torno y procurando cautivarlo con sortilegios. La tía
Rosa aún venía a verme y trayendo su festín de tarta, fruta y dulces. Y
mi padre viajó hasta el Norte para hacerme la primera visita desde que
me hallaba en el hospital.

113




El día en que llegó me senté bajo el árbol. Confiaba en aparecer
tranquila y lúcida. Sabía que él sentiría miedo y que se preguntaría qué
aspecto tendría su hija y cómo se comportaría si estaba tan enferma
como para que los doctores sugiriesen una leucotomía. Sabía también
que tía Rosa estaría con él y que aquello me ayudaría, pues la práctica
que ella tenía en elegir y distribuir la comida daría a la reunión un
orden ceremonial que disminuiría la turbación de mi padre. Él era un
hombre taciturno y siempre propenso a mostrarse turbado en
momentos de honda emoción.

Llegó la hora de visita. Mi padre se presentó solo. Se sentó en el
asiento, a mi lado. Su labio inferior temblaba, produciendo en su boca
el rictus familiar, conformado muchas generaciones atrás y acunado
por la herencia. Comenzó a hablar sobre tía Rosa, respecto a lo buena
que había sido conmigo al recorrer toda esa larga distancia en el
tranvía para su visita semanal.

—La verdad, Istina —añadió repentinamente—, es que tía Rosa ha
muerto. Tuvo un ataque el jueves.

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TERCERA PARTE

CLIFFHAVEN

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18



Contra los deseos del médico, mi hermana me sacó del hospital y,
junto con sus dos pequeños hijos, viajó al Sur conmigo y me llevó a
casa. Más tarde, su marido se reuniría con ella a pasar unas
vacaciones.

La familia hablaba en broma sobre mi estancia en la «loquera» y yo
les ofrecí lo que ellos parecían desear: descripciones divertidas de
pacientes cuyos síntomas externos correspondían a la idea popular del
loco. Y me describí a mí misma como alguien a quien, por desgracia,
habían colocado entre gentes que, a diferencia de mí, estaban
realmente enfermas. Esta imagen que yo presentaba como persona
cuerda, atrapada involuntariamente en las puertas giratorias de la
locura, sin justificación alguna para mi presencia en cualquier lugar de
las cercanías del hospital, ayudó a suavizar mi vejada vanidad y a
disminuir la intranquilidad de mi familia. Pero la preocupación existía
y era tangible, aunque sólo fuera a través de gestos que duraban una
fracción de segundo o expresiones que, por furtivas que fueran,
estaban cargadas del minucioso y contenido poder del movimiento

retardado.
Mi habitación en casa daba sobre el acebo, el arbusto de lilas y las
fucsias y tenia un olor rancio y amargo, propio de los arcones sellados
durante muchos años que se abren de repente. Mis libros, que estaban
en la biblioteca y en los anaqueles que circundaban la pared, parecían
haber absorbido más humedad y deterioro durante mi ausencia.
Pequeños gusanos se habían instalado en los bordes de las páginas.

Tenían los ojos negros y realizaban un maratón alimenticio del cual
nunca pensaron verse interrumpidos. Parecía que los libros les
hubiesen invitado a devorar y devorar, ya que quien buscaba saciar su
hambre espiritual en ellos, había partido hacía mucho tiempo o, tal
vez, había muerto.

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¿Cómo podía evitar yo un poco de dramatización en torno a un
tema tan entrañablemente involucrado con la mitología y la religión
humana como es el regreso?

Si bien el proceso del tiempo no es siempre el adecuado y pueden
producirse aceleraciones de transformación y deterioro en una
ausencia de cinco minutos, al ir a echar una carta en el correo o buscar
provisiones, yo me sentía consciente de haber permanecido ausente
durante cinco años. No era capaz de recordar a las personas, aunque
aprendí, si las encontraba en la calle y me hablaban como si fueran
amigos, a contestarles sin saber quiénes eran.

—¿Quién era ése? —preguntaba luego a mi hermana, que me
acompañaba en aquellas salidas.

Y reíamos, burlándonos de mi mala memoria. Conversábamos
respecto a mi «mansión campestre» y nos inquiríamos sobre las
posibles causas de que hubiera olvidado tantas cosas. En mi tentativa
de compartir reminiscencias de la niñez, no experimenté una suave
corriente formada por un conjunto de acontecimientos y deleites, sino,
por el contrario, una enorme invasión de soledad. Tampoco pude
recordar nada en esa ocasión; pero entonces, temerosa de enfrentarme
al vacío, fingí tener memoria y nadie sospechó.

Era otoño. Los árboles de los jardines del Ayuntamiento se
pintaban de oro, las mañanas se cubrían con neblinas de gasa y el
sudor frío del rocío se aferraba con cadenas al filo de las briznas de
hierba. Los manzanos, negligentes y cubiertos por una costra de
liquen, vertían sus últimas manzanas, deformadas y tumefactas, con la
ayuda de los mirlos. Y cuando caminaba bajo los árboles por el
extenso y húmedo césped, reventaba con mis pies las frutas y
arruinaba las moradas de los gusanillos, unidos por una membrana a
los corazones de las manzanas, sumidos en medio de la pulpa. Todas
las semillas de bardana, ya maduras, habían caído. Los tallos de las
plantas se veían invadidos por las telas de araña, blancas como la
leche, y el vilano del cardo había volado hacia las altas carreteras
azules y blancas del cielo. El algodón en rama de los plateados álamos
yacía en engañosos montones nevados bajo los árboles.

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Vagué por las dehesas y me senté entre los corderos. Trepé a la
cima de la colina, sobre la cual convergían las líneas de alta tensión,
arteriales y oscuras; y escuché sus quejidos y zumbidos resonando por
el aire. Junté adelfas, me senté a la orilla del Matagouri, curtido por el
tiempo, y leí señales en el cielo. Observé a los granjeros camino del

pueblo en sus poderosos coches, vi también algunos curiosos calesines
que pasaban a trote corto y oí a las ovejas que emitían sus quejosos
balidos arpegiados, mientras las conducían por el camino a los locales
de subasta. Escuchaba el grito de un pastor que llamaba a sus perros y
el sonido distante del mar.

Contemplé a las gallinetas del pantano, con sus trajes de etiqueta
azul marino y rojo, que se escabullían como de puntillas y con
movimientos exagerados al borde de la cañada y a través del pantano.
Y observaba a las urracas, con sus trajes matinales, reunidas sobre los
gomeros para murmurar y a los amenazantes halcones que se dejaban
deslizar suavemente con el viento, abandonando su tiempo en el cielo.

A veces me sentaba bajo el abeto, que suspiraba y se balanceaba con
su enorme figura, bajo el peso de una sentencia de muerte por obstruir
las líneas de alta tensión. Sus ramas se veían abrumadas por familias
de piñas; desde las verdes y resinosas, recién brotadas, hasta las viejas
y secas madres, a las que el sol había hecho crecer y abrirse mucho
tiempo atrás y cuyas semillas estaban ahora esparcidas por el césped,
como diminutos árboles. Todas sus ramas suspiraban a coro con la
caricia del viento. Desde mi asiento en la colina, miraba al cartero
avanzando en bicicleta por el camino del valle y soplando en su
silbato cada vez que se detenía en una casa. Mi corazón parecía que
iba a dejar de latir cuando le veía llegar hasta nuestro buzón en forma
de casa con techo figurando ladrillos y cortinas con lazos pintadas

sobre las ventanas frontales, según era la costumbre. Tenía una
abertura sobre la falsa puerta delantera y por ella se introducía el
correo.

Solía escabullirme, camino abajo por la colina, dentro del refugio
del seto de zarzas, dejando atrás la cañada y atravesaba luego las
plantaciones de pinos para bajar hasta el portón y el buzón. Corría
hacia él, recogía las cartas y regresaba a la protección de los pinos.
¿Por qué?

120



No existe explicación extraña alguna. Simplemente yo soñaba con
que alguna carta vendría dirigida a mí. Una carta de amor habría de
ser. La llevaría a mi habitación para leerla una y otra vez hasta
aprenderla de memoria. Estudiaría escrupulosamente la letra, trataría
de imitarla cambiando mi propia tinta por otra verde, en caso de que la
carta hubiese estado escrita en tinta verde. Pero, ¿quién querría
escribir para mí una carta de amor?

Mi hermana esperaba un hijo. Por la noche, yo lloraba en la cama,
compadeciéndome a mí misma y experimentando una extraña
sensación. Ocultaba mi rostro en la almohada y ahogaba la agitación y
el suspiro que le habla oído proferir al abeto condenado.

—¡Oh, Dios! ¿Por qué estoy yo vacía?

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19



Permanecí en casa seis semanas. Hasta que una noche, en la que los
esqueletos fosforescentes se hallaban apilados en las dehesas para ser
quemados y molidos y un viento agrícola disminuía por lejanías y
proximidades su propio abono agrícola y el compulsivo mar iba y
venía con noticias interminables sobre sí mismo y respecto a recientes
urgencias veraniegas de la humanidad (cartones de helado y cáscaras
de naranja), noche también en la que los árboles y la gente parecían
haber sido aplicados como cartón contra el cielo empapado de luz y
mi padre gruñía y mi madre se encontraba sentada vertiendo la sangre
de sus enormes zapatos, me vi de repente en Cliffhaven.

Me hallaba acostada en el dormitorio de observación y miraba con
terror la sala de tratamientos. Porque ya había desaparecido la valentía
y no conseguía apaciguarme repitiendo versos pasados de moda que
hablaban de manzanas preservadas de la putrefacción y de la polilla.
Tales versos yacían como el fruto de los sueños en un remanso de luz
de luna. Tampoco podía consolarme creyendo que las viejas amenazas
no se aplicarían para conseguir una rápida obediencia y una pronta
cooperación.

—Istina ha vuelto —dijeron.
Me miraban con curiosidad y simpatía. Me contaron que el doctor
Howell, Bizcocho, se había ido a ejercer medicina general en una
clínica elegante junto al mar y, según decían quienes poseían contactos
con el mundo exterior, Bizcocho, su mujer y su joven familia podían
ser vistos cualquier tarde, asoleándose en la playa con baldes, palas y

todos los enseres necesarios. El nuevo médico, el doctor Stewatt, era
alto, de frágil apariencia y se hallaba en la mitad de los treinta. Parecía
encontrarse bajo el dominio de la directora Lente. Si se atrevía a
desperdiciar algunos minutos extra para hablar con una paciente, la
directora se dirigía a él como si se matase de un colegial errante y
luego amonestaba a la paciente:

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—¿Por qué le hace perder el tiempo al doctor Stewart de esa
manera? Bien pudo darse cuenta de que él estaba ocupado. Hay 97
pacientes más en este pabellón y todo el día no alcanza para atender a
las que se comportan como usted.

«Las que se comportan como usted» seguía siendo una de las frases
favoritas de la directora. Otra de ellas era una sentencia que
comenzaba así:

—Lo que ella necesita es... —e incluía la prescripción que adoptaba
en aquel momento, la cual era aceptada generalmente por el doctor
Stewart.

Mientras permanecí en cama, la señora Pilling y la señora Everett
se ingeniaron, a causa de nuestra antigua amistad, para mandarme
pequeñas golosinas en el carrito de té del dormitorio. Y, en ciertas
ocasiones, venían a hablarme y me decían pensativamente.

—Nadie abrillanta el comedor como tú, Istina.
Muy excitadas, me contaron que los antiguos días del «fregado»
habían pasado. El doctor Portman iba a modernizar el hospital y había
comenzado instalando una máquina maravillosa, un aspirador
eléctrico, que también fregaba y sacaba brillo, siempre que uno
recordara hacer girar la llave apropiada.

Pero ninguna de las pacientes actuales tenía el mínimo sentido de
la responsabilidad de pabellón y nadie parecía prodigarle a la máquina
su debido cuidado, por lo cual siempre se hallaba en el taller de
reparaciones, en forma tal que había que seguir fregando, pese a todo.
Aquello quedó como muestra para salvar las apariencias, ¿verdad? Y
las comidas diarias, eran entregadas actualmente en los pabellones
dentro de carromatos cerrados, a diferencia de los viejos carros de

cuatro ruedas abiertos, en los cuales acumulaban polvo, se sacudían y
derramaban. Y los ancianos no empujaban ya los carros de carbón,
encorvados fatigosamente en grupos de a dos, como viejos caballos
entre las barras de tiro, mientras los prolijos asistentes caminaban tras
el carro, voceándoles órdenes. Ahora el carbón se distribuía en carros
de cuatro ruedas, en cuya parte trasera iban hombres jóvenes y fuertes.

Y los ancianos se quedaban en su sala de estar, encerrados bajo llave y
agitándose sin comprender. Todas las mañanas a las ocho, se
preparaban para cuando les llamasen a empujar de los carros y, al no
acudir nadie a buscarlos, ni escuchar el grito de: «¡Carbón! ¡Rápido, a
él!», algunos se echaban a llorar.

123


La señora Pilling y la señora Everett me contaron quiénes habían
regresado a casa, quiénes permanecían todavía en el hospital y quiénes
habían sido transferidos a otros pabellones. También me dijeron que
Norma había logrado un empleo en una hostería de la ciudad y las
cosas le marchaban muy bien. Igualmente supe que a María le habían
dicho que, si alguien la quería, podría regresar a su casa, pero nadie la

había querido; que se estaba construyendo un nuevo pabellón para las
personas como María, un pabellón abierto, sobre la colina, con una
maravillosa vista al mar, que sería el pabellón más moderno del
hospital. Sin embargo, ninguna de las pacientes quería ir allí y
suplicaban que les permitiesen dormir, comer y permanecer donde
habían dormido y comido durante treinta o cuarenta años. No querían
ser marcadas con el rótulo: «Crónicas», como se llamaría el nuevo
pabellón, según los rumores.

—Eso quiere decir que nunca saldremos —exclamaban ellas.
A pesar de que hacía mucho tiempo que se encontraban en el
hospital, conservaban aún la prerrogativa de la secreta esperanza. Y
aun cuando ellas «sabían» que eran crónicas, el roturarlas como tales
parecía excluir ya definitivamente toda esperanza y todas las ilusiones
que siempre comenzaban así:

—Cuando yo salga de aquí...
—Algún día, cuando regrese al mundo...
A pesar de las amables insinuaciones de la señora Everett,
encargada del encerado de los pisos, no me dieron el cargo de
lustradora jefe. Ni figuraba tampoco mi nombre en las listas
importantes que pendían de la pared del comedor, como parte de la
nueva actitud ocupacional. Operarias del pabellón. Operarias de
lavandería. Encargadas del hogar de enfermeras. Existían antes
trabajadoras, claro; pero nunca habían figurado en una detallada lista,
ni se les había otorgado un sitio de honor en el comedor.

Yo sentía miedo de todo. Me aseguraron que no recibiría el T.E.C.,
pero ¿cómo creerlas? ¿Cómo creer en nadie? Sentía miedo de la
directora Lente y de su denso sarcasmo, de sus vituperios cuando
experimentaba pánico o escapaba corriendo, de sus admoniciones
respecto a «mal comportamiento» y «disciplina propia» y sus
comentarios en los que decía que yo debía estar acostumbrada a la
vida en el hospital, ya que había estado allí bastante tiempo. Y sentía

miedo de la hermana Dulce y de su costumbre de decir repentinamente
durante el desayuno:

124




—Hoy revisaré sus armarios.
Aquel anuncio parecía contener una amenaza velada y siempre
producía un sentimiento de pánico, como si al revisar mi armario la
hermana Dulce fuese a encontrar por casualidad alguna prueba que yo
hubiese olvidado esconder y por la cual finalmente me recriminaría.
Oras pacientes parecían acosadas por el mismo sentimiento, ya que los
armarios que se encontraban junto a cada cama constituían el único
depósito para lo que nos pertenecía y parecía casi que dejásemos
fragmentos de nuestra propia persona guardados en ellos.

Esas mañanas nos apresurábamos a abandonar la mesa tan pronto
como decían:

—Señoras, levantarse.
Y a trancas y barrancas procurábamos llegar hasta nuestros roperos.
Para las que estaban en los dormitorios de abajo resultaba algo
sencillo; para las del dormitorio de observación era diferente. Rogaban
que se les permitiese entrar donde estaban encerradas las pacientes
que aguardaban el tratamiento, sólo para poder llegar hasta los
armarios y arreglar las cosas y quitar las posibles pruebas de
atesoramiento secreto. Pues, de lo contrario, la cena se convertiría en
un momento de reprimendas y vergüenza, en el cual la hermana Dulce
esgrimiría en alto trozos de tarta rancia desmenuzados y ropa interior
sucia, para luego leer en alta voz los nombres de las inculpadas. Y
siempre producía la impresión de haber encontrado algo más que
meros residuos. Parecía como si, a pesar de nuestros deseos y para
nuestra perpetua vergüenza, hubiese horadado en nuestros más
profundos secretos.

Mis instantes de miedo fueron cada vez más incontrolables. Y
cierto día en que la directora Lente y la hermana Dulce emitieron su
prescripción conjunta que comenzaba «Lo que ella necesita es...»

—Lo que usted necesita —me dijo la directora— es recobrar sus
sentidos. Lo que usted necesita es una temporada en el pabellón dos.

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20



Y así marché a reunirme con la extraña gente que había visto en mi
anterior estancia en Cliffhaven. Durante mi primer día entre ellas,
cuando escalé el cerco del parque y volví al pabellón cuatro, me
recibieron espantándome:

—Reaccione. Ya ha estado en lugares como éste. No finja que no
está acostumbrada a ellos.

Fue la directora en persona quien me condujo de vuelta y, al
entregarme a la hermana Bridge, reiteró:

—Ella está acostumbrada a estos pabellones. Necesita que le den
una lección.

Parte del pabellón dos era un edificio nuevo, construirlo para
reemplazar el antiguo, que se habla incendiado con 37 pacientes en su
interior un año antes de llegar yo a Cliffhaven por primera vez. La
vieja construcción de ladrillos se usaba aún como dormitorio y
albergaba las sesenta y siete mujeres del pabellón.

En el pabellón dos, la «nueva» actitud era más fácil de poner en
práctica por el hecho de tener habitaciones modernas, las cuales
consistían en un comedor, una sala de estar «sucia», donde las
pacientes permanentemente enfermas eran encerradas, junto con las
que sufrían ataques intermitentes, hasta que dichos ataques cesaban;
una sala de estar «limpia», con muros llenos de marinas y paisajes
montañosos, mobiliario nuevo y reluciente, similar al mobiliario de la
sala de estar «sucia», que poseía una pared con ventanas. Esta
proporcionaba la visión ocasional de gentes caminando, perritos que
trotaban y árboles que mudaban su color con las estaciones, en forma
tal que uno no experimentaba la sensación de hallarse emparedada y
abandonada hasta pudrirse dentro de una morada desesperante. El
resto del edificio consistía en un cuarto de baño con tres bañeras, dos
pares de retretes, sin puertas el uno y otro con puerta de tres cuartos de
largo, una oficina de personal, una clínica, un departamento para la

ropa, una despensa, un comedor y un depósito.

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Varias puertas conducían del pabellón al patio y, a través del
camino, hasta el parque. Al otro lado del patio, se alzaba el edificio de
ladrillos, con sus habitaciones individuales cerradas con llave, sus
sucios dormitorios y, en la planta alta, los dormitorios abiertos. El
hospital habla aprendido la lección del fuego. Bajo la intendencia del
doctor Portman, todas las construcciones tenían instalado su servicio
de extintores, se habían reforzado las escaleras de incendio ya
existentes y se habían instalado varias nuevas para las plantas altas.

En el pabellón dos no había internadas con chalecos de fuerza. Los
cínicos solían decir que no había necesidad de ellos, ya que las peores
pacientes habían perecido en el incendio. Sin embargo, cuanto mayor
era mi experiencia respecto al pabellón dos, más comprendía que los
chalecos de fuerza eran tratamientos o procesos de represión del
pasado, cualquiera que fuese el caso. Mientras que en Treecroft las

comidas mejor cocinadas y las más abundantes, los cuadros más
alegres y las colchas más brillantes, se reservaban para el pabellón
siete, donde vivían las denominadas pacientes «sensitivas», en
Cliffhaven el pabellón más reluciente era el dos. Esto, claro, en lo que
se refiere a una apreciación exclusivamente cromática... Porque nadie
debe imaginar que los panoramas recubiertos de vidrio y enmarcados
que se veían sobre la pared sufrían ataques de parte de las pacientes
alteradas. Aunque nadie se ocupaba en estudiar o admirar los
alrededores, tampoco los maltrataban. Alguien podía, tal vez, romper
alguna ventana, pero los cuadros permanecían intactos y las flores
dentro de sus floreros. Ocurría algo así como si un cierto orgullo fértil
emanase de los miembros del pabellón, floreciendo silenciosamente
aun en medio de aquello que podía definirse como el desierto, esto es,
entre las pacientes más ensimismadas.

Tarta para el té: tarta de chocolate, tarta rosada helada, tarta de
Madeira. Y si no había cantidad suficiente para todas, no eran las
pacientes más «sensitivas»» las que se beneficiaban como podría
suponerse, ya que eran ellas quienes podían «apreciar» mejor lo que se
les daba. Eran, por el contrario, las de la sala de estar sucia las que
recibían sus comidas en el primer turno. Claro, eso siempre que
alguien no se pusiera de pie y tratara de cogerla por sí mismo. Estas
solían ser las dementes que pasaban el día al sol, tiradas como
animales que simulan estar muertas al enfrentarse a algún peligro.

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A veces, también corrían, rabiaban y saltaban en el parque cercado. Se
iban a la cama a las cuatro de la tarde. En ocasiones, las veíamos pasar
frente a la puerta de la sala de estar «limpia» con sus mugrientas
camisas a rayas, apretando contra sus cuerpos los sombríos residuos
del té: rebanadas de bizcochuelo arco iris o tarta de fruta. La hermana

Bridge las vigilaba.
La hermana Bridge tuvo, una vez, un momento de confidencias
conmigo, momento del que se arrepintió siempre y que me sirvió para
sentir en carne propia ese especial antagonismo que experimentan
generalmente todos aquellos que saben compartidas sus fragilidades
secretas, ya sean reales o imaginarias. Fue entonces cuando me contó
que ella había comenzado su actividad de enfermera siendo una
jovencita tímida, en los días en que era algo corriente que las pacientes
agitadas usaran botines con trabas y camisas de fuerza y que, luego de
su primer día de servicio, había llorado casi toda la noche. También
me confesó que entonces había adoptado una resolución que luego no
había mantenido: ceder en su resignación, abandonar el aterrador lugar

e ingresar como enfermera en un hospital de medicina general. Allí, al
menos, uno podía saber exactamente qué era lo que aquejaba a los
enfermos y prepararles vendajes blancos y limpios para aliviar y curar
y donde era posible mantener a los pacientes inmovilizados y
acostados tranquilamente. Pero aquí en Cliffhaven, o en cualquier
hospital mental, era menester proveer vendajes extraídos de adentro de
uno mismo, para mitigar heridas que no podían ser vistas ni medidas.
Y, al mismo tiempo, parecía como si las encargadas se viesen forzadas
a olvidar que los pacientes eran personas, dado que había tantos
internos y tanto que hacer... El único remedio consistía en unirse a la
corriente, gritar y pegar.

La hermana Bridge tenía ahora treinta y seis años y se había casado
con uno de los asistentes. Su aspecto, el de una carnicera de cabellos
rojos, pecosa, gorda y desaliñada, era idéntico al de otras insensibles y
dominantes enfermeras de insanos y producía la impresión de que lo
había adoptado como un camuflaje para protegerse, darse prestigio
entre las de su especie y salvaguardar su propia sensibilidad. Conocía

a muchas pacientes desde años atrás y éstas la querían y confiaban en

128



ella. Por regla general, mostraba una actitud de alegre sarcasmo y sus
frases burlonas habituales constituían probablemente el resultado del
aprendizaje que había adquirido cuando intentaba impresionar y
obedecer a una directora dictatorial de unos años atrás. Aquellas burlas
parecían provocar una transformación en el aire, como si se fundieran

con su generosa vitalidad y su compasión, en forma tal que, cuando
llegaban al blanco, no resultaban hirientes. Era como un mago que, en
medio del aire, transforma el fuego que ha respirado en vino. Las
pacientes sonreían encantadas ante cualquier cosa que les dijera la
hermana Bridge. A veces me preguntaba si ella, tal vez, no habría
descartado el uso de las palabras como medio de comunicación y, en
cambio, habría orientado todos sus sentidos en otra dirección, al gritar
(casi siempre gritaba) la clase de denuestos que todos los días se oían
de boca de las enfermeras mentales. Lamentablemente, observé con
demasiada atención a la hermana Bridge. Aquella inconsciencia de sí
misma para entregarse a los que estaban bajo su égida era un
verdadero prodigio que valía la pena observar. Por ello, me causó gran
pena cuando cierto día, al encontrarme yo tranquilamente de pie, ella
me divisó y supo en seguida que yo había estado maravillándome por
su simpatía casi telepática hacia las enfermas. Enrojeció como de
vergüenza y, enojada, se volvió hacia mí:

—¡Ah! —dijo con sarcasmo—. Así que estamos observando, ¿no es
así? Me está estudiando, señorita sabelotodo, ¿verdad? ¿Tal vez estoy
haciendo algo malo?

—No es eso —dije—, no es eso...
Permanecí silenciosa.
A partir de ese momento, la hermana Bridge mostró un fuerte
resentimiento hacia mí y se aprovechó de cuanta oportunidad se le
presentí para herirme.

Por medio de una mirada inintencional, yo había sorprendido
aquella molesta conciencia que la hacia a su vez sorprenderse a sí
misma, hasta inspirarle miedo.

Ahora se deleitaba haciéndome sufrir y su motivación se había
visto reforzada por las palabras de la directora:

—Necesita que le den una lección.

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21



Pero, ¿quién me otorga el derecho de decir que la hermana Bridge
estaba a cargo del pabellón dos? Las verdaderas jefas eran, por
supuesto, María Margarita y Alicia. María Margarita se había
autonombrado para el control de la despensa, como un general que
ocupa territorio enemigo y lo convierte rápidamente en adherido a su
causa. Supervisaba el acto de untar de mantequilla los panes, de
repartir las tostadas, de partir y distribuir la tarta y el lavado de los

recipientes de la cocina grande. Cuando se procedía al fregado,
después de cada comida, María Margarita solía abrir la puerta de la
cocina y, luego de proferir un vigoroso grito de batalla, arrojaba las
bandejas por los escalones de madera. Allí quedaban tiradas hasta que
el carromato de la cocina venía por ellas. Sin importarle las repetidas
veces que la hermana Bridge le había indicado que las bandejas se
estaban estropeando, ni las continuas quejas del personal de cocina,
María Margarita se negaba a obedecer. La hermana Bridge se encogía
de hombros, hacía una mueca, y decía:

—Mira, María Margarita, te daremos una última oportunidad.
María Margarita era una mujer de complexión fuerte, espalda
erguida y cabellos blancos como la nieve, los cuales se adornaba
generalmente con una cinta de diferente color para cada día de la
semana. Esto le confería cierta apariencia de gitana. A propósito, sus
ojos eran los de una vidente y se podía estar casi seguro de que las
cosas que María Margarita veía nadie más podría reconocerlas ni
comprenderlas. Resultaba algo así como si todas nosotras hubiésemos
estudiado sólo el primer año del mirar y María Margarita fuese una

graduada desde años atrás.
Le gustaba que la llamasen señora María Margarita. Por las noches,
cuando cumplía parte de su rutina, que consistía en pararse en lo alto
de la escalera de piedra del edificio de ladrillos y recitar una jovial
«emisión» dirigida a Egipto, siempre la terminaba despidiéndose del
público oyente como «señora María Margarita».

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—Esta es la señora María Margarita que se despide de todos.
Buenas noches, Egipto. Buenas noches, mundo. Buenas noches a
todos, en todas Partes.

Y luego cantaba:

Potente salvador, Eterno Padre,

Que detuviste con tu brazo los mares
Y conminaste al océano tremendo
A no salir de su profundo lecho.
Escucha, ¡oh! Señor, nuestro lamento
Por quienes peligran en el mar en estos tiempos.

Y finalizaba con un adicional:

—Buenas noches al mundo.
Luego de lo cual, acarreando trabajosamente sus pertenencias en
tres sacos que siempre llevaba consigo, ascendía las escaleras hasta su
cama, situada en el selecto dormitorio abierto.

¿Cómo podía evitar, pues, la hermana Bridge el tratar a María
Margarita como a una igual? Solicitaba su opinión, ya que la suya
propia era frecuentemente ignorada, y le pedía perdón muy contrita
cuando la poderosa voz de María Madgalena comenzaba a apuntar los
errores cometidos durante la rutina diaria. La «señora» María
Margarita se imponía a los demás igual que a sí misma.

—Esta es la señora María Margarita —solía gritar, mientras abría
la ventana para arrojar migajas a los gorriones que se paraban sobre
las bandejas de la cocina a la espera de los bocados prohibidos.

—No le está permitido dar de comer a los gorriones —le recordaba
la hermana Bridge.

Pero la señora María Margarita no hacía caso.
—Son criaturas de Dios —contestaba con voz de mando y se volvía
hacia la hermana mientras le hablaba con los tonos más
conminatorios. Los mismos que usaba al urgir:
—Hermana,
necesitamos más torta para el té.

Decía aquello como si estuviera pidiendo provisiones para gentes
cuyas vidas dependían de ella, para un ejército desamparado o los
sobrevivientes de un desastre nacional.

131



Al hallarse uno en las proximidades de la señora María Margarita,
experimentaba la sensación de ser un ser humano sobrante. Ella
parecía no necesitar de nadie y poseer el poder de suprimir todo
cuanto le resultase superfluo, personas o edificios, poder que,
naturalmente, no ejercía. Parecía vivir plenamente en su propio
mundo, Egipto y los desiertos de África del Norte.

Tenía un hijo, un elegante estudiante universitario que venía a
visitarla. No demostraba ningún sentimiento externo hacia él, pero su
viaje hasta el vestíbulo exterior de visitas era una operación que
preparaba cuidadosamente y que terminaba en una victoria que no
compartía con nadie. Para aquellos días, se ponía dos cintas y mucho
maquillaje, incluida una capa adicional de polvos faciales; y regresaba
con sus tres canastas repletas de regalos comestibles o de uso, que
guardaba dentro de su armario. A veces, cuando la luna brillaba por
entre el tejido de alambre de la ventana, los contemplaba fugazmente.

Alicia, que compartía el mando de los asuntos domésticos del
pabellón con María Margarita, era también de edad madura. Recatada,
hablaba en voz queda y vestía con pulcritud un vestido de pabellón,
confeccionado en tejido de algodón a listas azules y blancas. Usaba
calcetines grises y zapatos negros de pabellón, atados con cordeles y
llevaba su cabello plateado cuidadosamente cubierto durante el día,

mientras hacía su tarea, impuesta por ella misma, de limpiar y
abrillantar el pabellón. Alicia parecía adelgazar un poco cada día y,
mientras trabajaba, presentaba un aspecto tan fatigado que uno no
podía menos de pensar que su delgadez no tenía por causa una
extenuación física, sino una especie de consunción espiritual íntima.
Su verdadero puesto estaba a bordo del «Mayflower» o en algún
campamento de cuáqueros. Al menos, eso podía pensarse al verla por
las noches, acostada, peinando su blanco cabello, largo hasta la
cintura, mientras ablandaba sus labios y hablaba como por obra de un

extraño sortilegio. Hablaba de las muchas veces que, durante su vida,
había sido raptada en pleno día, la habían introducido de contrabando
en barcos que se dirigían al Nuevo Mundo y la habían transportado
hombres salvajes, por las noches, hasta las cavernas del Himalaya.

132




Habían pedido rescate por ella. La habían sometido a torturas y
amenazas y ella, finalmente, tenía que decir la verdad. Mientras
hablaba, sus labios se animaban de lo que los publicitarios
denominarían «toque secreto», que confería a sus palabras una fuerza

peculiar, obligándonos a creer en ellas. Y luego, cuando llegaba la
mañana y sus cabellos se cubrían con el gorro de algodón rayado y
vestía su uniforme de pabellón, asumía de nuevo su porte erguido y
realizaba la limpieza con reverente discreción.

Las pertenencias más queridas de Alicia eran sus bayetas y sus
plumeros. Los lavaba cada noche y después los colgaba en el cordel de
la ropa, que se extendía desde la ventana exterior de la sala de estar
«sucia» hasta la ventana del comedor, a través del pequeño patio
trasero, cubierto de césped y grava.

A las únicas internas a las que se les permitía salir a colgar ropa era
a la «señora» María Margarita y a Alicia. Parecían aventurarse con
suma cautela, mirando a izquierda y derecha, y regresaban
rápidamente, como si las persiguiesen. Hasta que no se encontraban
dentro, seguras tras los cristales de las ventanas, no recuperaban la
confianza,

Si conversaba durante el día, Alicia discurría siempre respecto a la
tarea del abrillantamiento del suelo. Hablaba de las vetas dentro de las
cuales la cera líquida se negaba a penetrar, de los lugares resbaladizos,
tan peligrosos «que cualquiera podría romperse una pierna en ellos», o
también respecto al día R, es decir el Día de las Solicitudes, la fiesta

personal de Alicia. Ese día, la hermana Bridge la invitaba a ir hasta la
alacena de provisiones para que escogiese trapos de limpieza nuevos,
hechos con la ropa de cama ya descartada. Alicia seleccionaba la tela
con esmero, la cogía por un lado, alisaba el otro, sopesaba con
gravedad el tamaño, la fibra y la durabilidad. A este proceso de juicio
y selección, seguía casi siempre una taza de té y una rebanada de tarta

con la hermana Bridge, proporcionadas por la «señora» María
Margarita. Esta, pese a no dirigir casi nunca la palabra a Alicia,
comprendía la importancia de la ocasión y le gustaba fomentar las
relaciones armoniosas.

133



Alicia nos contaba frecuentemente una historia que no requería
ningún «toque secreto» para vencer nuestra incredulidad, dado que era
una historia real. Le habían extirpado los senos cuando todavía era
joven. Nosotras lo sabíamos y volvíamos los ojos para mirar con
morbosidad cuando ella levantaba su bata rayada y descubría su
cuerpo enflaquecido en el cual, aunque muy pocos lo sospechaban y la
propia Alicia parecía ignorarlo, se estaba desarrollando secretamente

un cáncer.
Una semana antes de morir, Alicia continuaba trabajando en sus
faenas de limpieza. Se negó a abandonarlas hasta el fin, cuando la
obligaron a acostarse. Y aun entonces clamaba y suplicaba: ¿Quién
lavaría los paños de limpieza? ¿Quién sabría con exactitud qué trapo
usar para cada ocasión? ¿Y quién, sino ella, conocía la superficie del
pabellón tan completamente, como un jardinero su tierra, un marinero
su océano y el artista su paleta de óleos?

Alicia murió durante la noche, en medio de grandes dolores.
Experimentamos un sentimiento de alivio al saber que la enfermera de
turno tenía reputación de ser buena acondicionadora de muertos y de
tratarlos con cuidado... Dijeron que había arreglado a Alicia hasta el
punto de hacerla parecer bella. Un toque de algodón aquí y allá, sus
mejillas normales, sonrosadas y delicadamente retocadas, sus manos

sosteniendo flores frescas. Si hubiésemos conocido a Alicia sólo
durante el día, cuando era la sirvienta trabajadora y erguida del
pabellón, podríamos haber llegado a pensar que sí, por casualidad,
despertase y se hubiera visto maquillada con lápiz labial y colorote,
habría sufrido un colapso. Pero nosotras la habíamos visto por las
noches. Habíamos escuchado sus emocionantes narraciones y sus
extravagantes cuentos y pensamos que seguramente nadie se habría
sentido más contenta de pasar la noche más larga de todas
transformada, aunque sólo fuese levemente, en una bíblica Jezabel.

134

135




22



La proximidad de la noche servía de señal para dar rienda suelta a
más llantos y gritos aún de los que se habían escuchado durante el día
en el patio o el parque. No se administraban sedantes y, desde el
momento en que la gente de la sala de estar «sucia» se iba a la cama, o
sea a las 4, el «edificio de ladrillos» se convertía en un verdadero
pandemónium de ruido. Y entre todas, siempre era posible discernir

la voz pedante y protestadora de Brenda. Me acordaba de Brenda, la
del pabellón cuatro. La recordaba como a una de las primeras que
recibió la operación «para cambiar la personalidad». Recordaba cómo,
entre conversaciones relativas a la necesidad de readaptarlas al
comportamiento en el mundo exterior, La Pavlova la llevaba con las
otras tres o cuatro operadas de leucotomía a realizar caminatas
especiales en los jardines. Nombraban las flores, los tipos de nubes y a
las personas desconocidas, procurando interesar a las pacientes
nuevamente en los asuntos del mundo, dando por sentado, ya que algo
había que asumir para recomenzar luego de una leucotomía, que los
asuntos del mundo merecían interés.

Me enteré de que Brenda había sido una muchacha de talento, una
prestigiosa pianista que debía partir al extranjero en uso de una beca.
Ahora, cinco años más tarde, estaba en el pabellón dos y le habían
practicado una segunda operación. Parece ser que ésta había sido una
tentativa desesperada para remediar los excesivos y terribles efectos
de la primera. Ella me reconoció. Traté de contener mis lágrimas

cuando vi en el estado en que se hallaba.
Al caminar, movía sus manos intentando formar esculturas
elaboradas con aire impalpable, daba pasos cuidadosos y atemorizados
y, a veces, procuraba apoyarse en la pared deslizando sobre ella la
mano. Cuando la forzaban a ir de un lado al otro del salón, la atacaba
el pánico y se adosaba contra la pared hasta que la empujaban hacia
delante cogida por la nuca. En otras oportunidades, cuando advertía
súbitamente que estaba sola en el centro del salón, perdía el equilibrio,
reía con deleite pero nerviosa y, rápidamente, mientras respiraba,
decía:

136




—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
Luego se volvía hacia su hermano, quien la seguía siempre y al
cual se dirigía respetuosamente como señor Federico Barnes.

Lo maldecía y agregaba:
—Salga de aquí, señor Federico Barnes.
Me llamaba señorita Istina Mavet. Exhalaba un profundo suspiro y
decía:

—¡Ah, cómo la envidio, señorita Istina Mavet! —y metía la mano
por entre sus pantalones de anchas listas y, después de una breve
manipulación, extraía una masa de excrementos y exclamaba:

—Mire, señorita Istina Mavet. Soy terrible, ¿verdad? La culpa de
esto la tiene el señor Federico Barnes.

Su voz se hacía grave y tremenda y su rostro se encendía de
púrpura. Gritaba.

Desde su segunda operación, padecía convulsiones; a veces, al
aumentar éstas de intensidad, caía presa de un ataque.



Aunque a Brenda la confinaban en la sala de estar «sucia», la
hermana Bridge la dejaba ir hasta la sala de estar «limpia», como
festejo extraordinario, para que tocara el piano. Penetraba a
hurtadillas, apoyando su mano en la pared, y se aproximaba al piano.
Después de levantar el asiento el número justo de veces, de acuerdo a
un ritmo secreto y personal, se sentaba, encogía los hombros con
placer, y comenzaba a proferir risas breves en actitud despectiva,

sonrojada, y miraba al piano como si éste hubiese empezado a decirle
cumplidos. El ébano brillaba; ella podía ver su rostro reflejado en él,
incluso la indefinida línea de su incipiente bigote. Proseguía riendo,
cerraba y abría sus manos y adoptaba posturas de delectación como si
el piano le estuviese comunicando buenas noticias. Y entonces, como
en un destello, recordaba al señor Federico Barnes.

—Salga de aquí, señor Federico Barnes —se enfurecía y bajaba
rápidamente sus manos hasta colocarlas sobre su regazo, como si las
hubiera estado utilizando para cosas inmodestas, sin saber que la
habían estado observando
—. Salga, señor Federico Barnes.

137



Se volvía hacia las pacientes, quienes estaban interesadas ahora y
aguardaban a que ella tocara, pues a todas nos gustaba su manera de
ejecutar, y se excusaba:

—Es el señor Federico Barnes. Lo odio. Lo odio. ¡Eh!, basta, señor
Federico Barnes. Yo, por supuesto, soy la señorita Brenda Barnes, del
Hospital Mental de Cliffhaven.

Después sonreía pensativamente y, siempre sonriendo, comenzaba
a tocar con suavidad y esmero unos cuantos acordes de lo que las
pacientes llamaban «clásico».

Carol la interrumpía.
—Eso es clásico. Toca la Sonata al Claro de Luna.
Carol era una enana. Junto con Betty, la alta, que medía más de uno
ochenta de estatura, se habían autonombrado para el cargo de
cuidadoras de la sala de estar «limpia».

Brenda dio a su música el clima apropiado a las exigencias de la
pálida y pecosa Carol, la cual, al hablar de sus orígenes, solía decir:

—Soy hija ilegítima. Mi madre me tuvo antes de casarse. Ella no
quería que yo creciese.

—Toca Mariposa de Grieg, Brenda.
—Toca Siempre pinto un arco iris.
Esta era una melodía de Chopin que se había hecho popular merced
al film Canción Inolvidable, en el cual Cornel Wilde, que interpretaba
el papel de Chopin, hallaba tiempo libre, después de mirar tiernamente
a los ojos de mademoiselle Dupin, para dejar revolotear sus dedos por
el teclado y actuar como un fantasma que ejecuta breves y pegadizas

versiones de sus pretendidas composiciones.
Al principio, Brenda tocaba con entusiasmo, recordando cada nota,
aun cuando su sentido del ritmo parecía haberse resentido.
Interpretaba ininterrumpidamente y, al cabo de un rato, ignoraba las
súplicas de Carol de que «no tocase clásico». Al oírla, se
experimentaba una profunda sensación de desasosiego, como si uno
hubiese evitado una urgente responsabilidad; como podría ocurrirle a
alguien que caminase de noche por la orilla de un arroyo y alcanzase a
ver fugazmente sobre el agua un rostro blanco o un miembro que se

moviese y dicha persona se volviese rápidamente, negándose a prestar
ayuda o a ir en busca de ella.

138
Todos nosotros vemos los rostros en el agua. Pero suprimidos el
recuerdo que tenemos de ellos y aun nuestra certeza de su existencia
real y nos convertimos en serenas personas del mundo. O bien no
logramos ni olvidarnos ni ayudarlos.

A veces, por causa de alguna trampa de las circunstancias o de un
sueño, o por una hostil presencia cercana de la luz, vemos nuestro
propio rostro.

A la mitad de su interpretación, Brenda se detenía abruptamente,
con una inequívoca expresión de molestia ante lo irrevocable de su
situación. Y comenzaba a rabiar, gritar y golpear con violencia y
brutalidad sobre las teclas. La música quedaba así desterrada y
retrocedía, como un animal al que ha despertado de su sueño invernal
la luz de una falsa primavera y se ve, en seguida, abandonado por el
sol, debiendo enfrentarse a la perpetua desolación del invierno.

Un desasosiego general invadía la sala de estar. Una o dos
pacientes se acercaban hasta el piano, tecleaban en las notas agudas y
graves, y le gritaban a Brenda que se fuera al infierno. Carol cogía
entonces el mando una vez más.

—Ya hemos tenido bastante de ti, Brenda. Queremos conectar la
radio de todos modos, así que deja que Minnie Cleave toque algo.

Desacreditada, Brenda era conducida a la sala de estar «sucia» y se
oía la voz de la hermana Bridge que amenazaba:

—Nunca más, Brenda. Siempre terminas así, con tus gritos y
alborotos.

Y de esta forma, frustradas e inquietas, permanecíamos sentadas en
la sala de estar «limpia». El espectáculo de Brenda al piano nos dejaba
la sensación de haber sido testigos de esa clase de terremotos que
dejan al descubierto y vuelven a cubrir de inmediato el reino perdido.

Pese a lo ocurrido, Carol seguía gritando:
—Toca para nosotras, Minnie Cleave.
Y Minnie levantaba sus ojos del pañuelo que estudiaba durante
todo el día, como si fuese un plano:

—No, no —se estremecía. Pero al mismo tiempo decidía que le
gustaría tocar y su pequeña y encorvada figura se arrastraba, bolso en
mano, hasta el piano. Y entonces Minnie, una ex madre superiora de
un convento, golpeaba ruidosamente las teclas una y otra vez, hasta
que la forzaban a detenerse:


Ya vienen los Campbell,

Hurra, Hurra.
Ya vienen los Campbell,
Hurra, Hurra.

139







23



Desde el día en el que yo había sorprendido inintencionadamente a
la hermana Bridge ensimismada, ella había demostrado un marcado
antagonismo hacia mí, casi como si se sintiera temerosa de mí. A
veces, daba la impresión de que ambas compartiésemos un terrible
secreto. En otras ocasiones, yo concebía la fantástica idea de que
éramos dos halcones en el cielo, tan distantes entre sí como vientos
opuestos, y que ambas nos precipitábamos en el mismo momento

sobre un mismo cadáver y, al comenzar a alimentarnos con la carroña,
nos dábamos cuenta de que ésta se hallaba compuesta por las
diferentes partes de nuestras propias personas, en descomposición. Si
le hubiera mencionado a la hermana Bridge esta fantasía, ella se
habría mofado, pues gustaba salpicar de desprecio toda fantasía; lo
hacía para protegerse y escapar al peligro que la fantasía encerraba y
controlar así su siniestro movimiento. Ella rezumaba desdén, como un

pulpo rezuma tinta en situaciones parecidas.
Yo procuraba comprender su actitud hacia mí. Cuando me asaltaba
el pánico y huía corriendo de la mesa del comedor, ella ordenaba a la
enfermera que me arrastrase cogida por los cabellos y luego me
acusaba de «provocar un disturbio para llamar la atención».

—No tiene por qué temer. Piense en los demás aunque sólo sea por
una vez, señorita Sabelotodo.

Pero, ¿no pensaba yo, acaso, en los demás? ¿Y no era justamente el
pensar en la tragedia de la gente que me rodeaba, sobre todo en la de
Brenda y su estado cada día más grave, lo que me hacía susurrar en la
penumbra de la noche, mientras yacía en mi pequeña habitación?
Pensando en la trivialidad reconfortante de que se hace gala en los
desastres, los hundimientos de barcos, los ataques aéreos, las
inundaciones y ante la nube de la bomba, musitaba:

—¡Oh Dios, ayúdanos!

140



Y recuerdo que rezaba la plegaria mágica, ésa que, por cierta razón
secreta, me había sentido obligada a decir para mí misma cada noche
de mi vida, desde que la había aprendido en el colegio, cuando me
habían dado una pequeña medalla de bronce con la plegaria grabada
en ella. Era más un milagro de artesanía que una medalla religiosa. Me
maravillava ante ella con parecido asombro al que se experimenta ante
un barco dentro de una botella o ante el contenido de la Enciclopedia
Británica reproducido en cinta magnetofónica. Empero me había
sentido impulsada a repetir la plegaria y a hacerla seguir de una
bendición para toda la familia y una invocación con la esperanza de
llegar a ser una «niña buena». Solía experimentar el deseo de
bendecirme a mí misma también, pero me parecía que no estaba
permitido. Era un asunto más serio que el ofrecer dulces y
vanagloriarse de la propia rectitud al dejar para el final la elección de
nuestra parte, pese al deseo de coger primeramente. Por eso sólo me
contentaba con pedir el llegar a ser una «niña buena».

Y ahora, ¿qué querían decir la directora y la hermana Bridge
cuando me pedían que «pensara en los otros aunque tan sólo fuese por
una vez»? Se me ocurrió, y la idea me aterrorizó, que tal vez la
directora y la hermana Bridge me habían espiado y conocido durante
toda la vida, aun desde que era niña.

Ellas tal vez me habían visto robar dinero y pellizcar el brazo del
bebé y sacar furtivamente el libro del doctor de la parte alta del
armario. ¿Habrían oído mis oraciones, tal vez, y habrían comprendido
que yo rezaba sólo por mí y mi familia, olvidando bendecir a los
vecinos de al lado, que siempre nos prestaban el periódico de la noche
antes de leerlo ellos mismos, o a los niños más pobres, cuyos padres
pedían limosna, o al niño que llevaba en su pierna un aparato
ortopédico, o a la pequeña que apestaba y nunca era invitada a
participar en los juegos, los mismos juegos en los cuales la pobre
Sally quedaba sentada, llorando, por no tener compañera de juego, y la
invitaban a elegir a una entre todas las niñitas limpias y vestidas con
esmero que saltaban alegremente...?

141



Después del desayuno (una taza de potaje, pan con mantequilla o
tostadas, té), que tomábamos en un mismo recipiente, la enfermera
gritaba:

—Al servicio, señoras.
Y todas formábamos filas pata sentarnos, bajo la supervisión de las
enfermeras, en los gabinetes sin puertas. Al comienzo de mi estancia
en el pabellón, me negaba a ir al servicio siendo observada, pero la
enfermera me bajaba los pantalones y me forzaba a sentarme ante las
amonestaciones de la hermana Bridge.

—Usted necesita la disciplina de un pabellón como éste —era su
comentario constante.

Después de que habíamos ido al servicio, una enfermera
exclamaba:

—Sala de estar «sucia». —O bien—: Al patio. —O en otras
ocasiones
—: Al Parque.
Y a las que nos dirigíamos a esos lugares, nos conducían en tropel,
mientras las demás aguardaban su orden:

—Ladrillo, señoras —y se dirigían en masa al «edificio de ladrillo»
para reparar los daños provocados durante la noche anterior. Se
cambiaban las camas, se fregaba y lustraba el piso, se pulían los
picaportes de bronce fijos a la parte externa de las habitaciones
individuales en carácter de exclusividad. Mi tarea, cuando me
correspondía ir, consistía en ocuparme del pasillo trasero y sus
habitaciones individuales. Los colchones sucios tenían que ser
retirados, sacudidos y sus fundas echadas en la canasta de la ropa
sucia. También había que rellenar con paja limpia del cobertizo las

fundas limpias. Los colchones que estaban húmedos se dejaban cerca
de las tuberías de la calefacción para que se secasen. A veces lograba
escabullirme y me escondía en el cobertizo de los colchones, cálido y
con un sofocante olor a orina, a estiércol humano y a paja de cuadra
evaporándose. En ciertas oportunidades, alguna enfermera que había
querido disfrutar de un tranquilo cigarrillo, se dirigía a mí, pese a las
órdenes de la hermana Bridge respecto a que ningún miembro del
personal me dirigiese la palabra:

—¿Por qué la odia a usted tanto? —me preguntaban—. ¿Por qué le
tiene tanto miedo? ¿Qué le ha hecho usted?

142



Después del trabajo, regresábamos a la sala de estar, donde
pasábamos el tiempo en una especie de terapia ocupacional
esporádica, entremezclada con locas conversaciones, peleas a
mordiscos y fútiles meditaciones. Nos alegrábamos cuando llegaba la
hora de comer y veíamos que la gente del parque era conducida
rápidamente por el camino y entraba al comedor para el primer turno.
Sólo en una o dos ocasiones, durante mi permanencia de tres años, me
pusieron en la sala de estar «sucia» y me hicieron ir al primer turno de

las comidas. ¡Ca! ¡Si existía casi una especie de esnobismo de jerga
respecto a las comidas...! Sólo no se producía controversia alguna en
lo que se refería a quién debía sentarse en la mesa del capitán del
barco.

143







24



La única sobreviviente del incendio del antiguo pabellón díscolo
era Betty la alta. Y se rumoreaba que había sido ella misma quien
había comenzado el incendio, tal vez en forma intencional, con una
colilla de cigarrillo. Dicha acusación regresaba una y otra vez, desde
su remota consciencia, como una señal de radar que rebota en la luna,
Betty la alta era enorme e irreductible. Medía más de uno ochenta de
estatura y cargaba a todas partes con ella sus dos bolsas repletas de
tesoros, que incluían revistas viejas y dos o tres pares de gastadas
zapatillas. Se negaba a trabajar en el «edificio de ladrillo» y su
negativa era aceptada. Prefería permanecer en la sala de estar
«limpia», recostada en su sofá especial, como madame Récamier, con
sus grandes pies en el aire, puestos en evidencia por sus zapatillas de
hombre-rana. Y su voz, que no quería ser sobrepasada por su estatura,
emergía como un rugido.

Solía bramar súbitamente:
—¡Istina!
Y aquello me hacía sobresaltar de miedo.
—¡Vamos! Una chica como tú... ¡Ya está bien que alguien como
tú…! Puedo comprender eso en alguien como yo, pero no en ti...

Reflexionaba durante unos instantes, frotándose su larga y
enrojecida nariz, y luego rugía:

—¿Qué está usted haciendo en este pabellón?
Como si yo hubiese sido acusada de un grave crimen, procuraba
encontrar una excusa para presentarla ante el fiscal Betty, la alta.

Pero ella ya había olvidado su pregunta y ahora gritaba con violencia:
—¡Istina, ve a ayudar a esa pobre infeliz que está ahí!

144



Yo obedecía y ayudaba a la «pobre infeliz», que era Minnie Cleave,
quien vivía perdiendo su pañuelo entre las cosas de su pequeña bolsa
de tela y, si no lo encontraba, la acometía tal pánico que empezaba a
sollozar, se quejaba, arrojaba todo al suelo y luego se arrodillaba y
comenzaba a rezar. Había transferido todo el sentido de su vida a su

pañuelo, como una niña que, después de un largo y confuso día en la
playa, regresa a su casa atesorando dentro del pañuelo sus trofeos de
conchas y piedras brillantes, es decir, el sentido de su día. Pero fuese
lo que fuera lo que Minnie capturase en su pañuelo, no bastaba para
consolarla. Casi siempre estaba deprimida. A veces le aplicaban T.E.C.
y regresaba pálida y aturdida, clamando por su bolsa y su dentadura,
sin poder recordar dónde las había escondido. Pero Betty, la alta, todo
lo sabía y todo lo veía. Estimaba a Minnie con el benévolo desprecio
que los invencibles suelen mostrar hacia los que sucumben.

Yo sentía miedo de Betty, la alta.
—¡Istina! —tronaba—. ¿Cuándo vas a salir de aquí? ¡Contéstame!
Yo murmuraba algo con voz asustada y Edith, que era cuñada de la
señora Everett y siempre se refería a sí misma en tercera persona, se
me acercaba, cogía mi mano y trataba de parecer feroz, pero sólo
conseguía parecer ridícula, ya que era una persona tímida y menuda, y
se dirigía a Betty, la alta, con voz chillona:

—Vamos, no sigas asustándola. Edith te cuidará, Istina. No tengas
miedo. Tú, ya conoces a Edith, la cuñada de la señora Everett, que
ahogó a su hijita, ahogó a su hijita, la ahogó...

—¡Uff! Cierra la boca, Edith Everett —gritaba Carol—. Oigamos en
la radio Llevando mi chica a casa.

Carol poseía el control del receptor de radio. Estaba en el Hospital
desde los doce años. Ahora tenía veintiuno y su cuerpo era el de una
niña de diez y su rostro pálido y avejentado, con circunferencias
oscuras bajo los ojos. Hablaba continuamente de «salir de este
basurero» y de casamiento. Intercambiaba misivas amorosas a través
de la ventana con el porquero pelirrojo. Era la que trabajaba más
duramente en el «edificio de ladrillo» y parecía un perrito faldero,
siempre pegado a los talones de la hermana Bridge, siempre dispuesta

a hacer trabajos para ella, llevar recados, cargar canastas,
especialmente las canastas vacías de la cantina.

145



Según la Administración del Seguro Social, a cada paciente se le
entregaban 4 chelines por semana, como dinero destinado a sus gastos
particulares. A aquellas que, a causa de su estado, no estaban en
condiciones de gastar su propio dinero, la hermana Bridge les
compraba tartas y dulces y se aseguraba de que fueran distribuidos
equitativamente y que se evitaran los desagradables y degradantes
«arreglos» que eran la rutina en el Albergue del Parque. Todas las que

se hallaban lo suficientemente bien como para hacer el viaje a la
tienda de provisiones, aguardaban la tarde del viernes con creciente
excitación. ¡Cuatro chelines! ¿Qué compraríamos?

Muy pocas pacientes tenían visitas y para mí rara vez aparecía un
visitante, de manera que parte de mis cuatro chelines los gastaba en
comida. Podíamos comprar pasta de dientes o jabón, las que querían
cambiar los que se usaban en el pabellón. También se compraban
bizcochos, dulces, maquillaje, lápiz labial y colorete, y «novedades»
tales como flores de papel que se abren y florecen al contacto con el
agua y collares y anillos.

Los viernes a las 2 de la tarde, la hermana Bridge aparecía en el
umbral de la sala de estar con la canasta de la lavandería vacía. Carol
se precipitaba para ayudarla,

—Muy bien —exclamaba la hermana—. Señoras, a la cantina...
Y así nos desparramábamos por el camino, dejábamos atrás la
guardería y la lavandería, la cocina grande y la zapatería, donde los
pacientes de más edad, con sus largos cabellos parduzcos que les caían
sobre sus hombros, permanecían sentados reparando los zapatos del
pabellón. Y dejábamos atrás también la carpintería, con sus máquinas
estrepitosas y su piso repleto de viruta esparcida, y llegábamos a la
cantina. El deslumbramiento y el asombro ante las mercaderías

almacenadas nos inspiraba un reverente temor. Aquello era algo
perfectamente natural si se tiene en cuenta que muchas de las
pacientes no habían visto el interior de una tienda verdadera desde
hacía veinte, treinta o más años, y la cantina de provisiones del
hospital suponía, como impresión, lo más aproximado a un floreciente
comercio que experimentarían en lo que les quedaba de vida. Las
formas, los tamaños, las cajas o los paquetes de diferentes brillos y
oropel constituían una verdadera excitación.

146




En algunas oportunidades, el propietario de la tienda, al que asistía
un paciente y que mantenla una costumbre admirable, aunque poco
práctica, consistente en dar de más cuando pesaba los dulces, parecía
mostrarse nostálgico respecto a los hábitos y usos de las tiendas «del
mundo». Entonces ponía en exhibición, frente al mostrador, un
«surtido especial»: un bolígrafo barato, un collar o una pulsera
brillante, una insignia para las fiestas nacionales, un alfiler de corbata
para usar con traje de etiqueta.

La hermana Bridge, una vez que había retirado todos los pedidos
para el pabellón, permanecía de pie al fondo del cuarto, para observar
y procurar contener los entusiasmos de aquellas internadas que no
lograban resistirse ante una ganga seductora pero inservible.

—Recuerden, después no les quedaría dinero para nada más.
El deslumbramiento hizo latir más aprisa mi corazón, mi cabeza
giraba y todo cuanto había planeado comprar desapareció de mi
mente. Cuando la hermana Bridge me apremiaba, me contenía
diciendo:

—Esperaré un poco y lo pensaré mejor.
Ante lo cual, recibía una réplica de esta índole:
—¿Le parece que disponemos de todo el día para que usted pueda
elegir, verdad? Permítame decirle, señorita, que yo pienso regresar a
tiempo para tomar mi taza de té.

Cierto día en el que Carol había estado hablando más que de
costumbre sobre casamiento, se compró un anillo con una piedra
centelleante, proclamó que era «zafiro genuino» y se lo deslizó
minuciosamente por lo que ella definía como su «dedo de promiso».

—Ahora estoy prometida —nos anunció—. Pronto me casaré.
Nadie la contradijo. Cuando se ha permanecido durante largo
tiempo en un hospital mental, una pierde la imperiosa necesidad de
expresar incredulidad que se da por sentada en el «mundo exterior».
En esas circunstancias, resultaría insustancial hasta la sola presunción
de que alguien pudiese estallar en gritos de «Eso no es cierto». Una ha
llegado a comprender que la verdad o lo «cierto» forma parte básica
de las bases de todo basamento y no requiere defensa alguna.

147



El anillo de Carol le costó 3 centavos y 6 peniques. Con los 6
peniques que le sobraron, compró pastas con mensajes que tenían
forma de corazón, perfumadas y de color pastel, y que llevaban
impresas sobre ellas frases cariñosas. Carol pidió a Hilary que se las
leyese, ya que Carol no había aprendido nunca a leer ni escribir y
necesitaba ayuda hasta para redactar sus cartas de amor al porquero.
Los corazones decían «Te quiero», «Quiéreme», «Amada mía», «Eres
mi pasión», «Tú eres mi todo» y «Casémonos pronto». Las letras del
último eran pequeñas y amontonadas, para que cupieran dentro del
corazón.

Aquel día nadie podía contener a Carol, pues había sido regalada
con tres sucesivos placeres. Si hubiese sido capaz de escribir poesía,
podría haber celebrado la jornada con el estilo tradicional:


Un arco iris y la canción de un cuco

Pueden tal vez no juntarse,
Pueden tal vez no volver
De más allá del sepulcro.

En primer lugar, fue el anillo de «promiso» con su zafiro
«genuino», lo cual significaba que estaba prácticamente casada.
Luego, la bolsa de pastas con mensaje para pasárselas al porquero a
través de la ventana, o tal vez, guardarlas para algún «guapo» del baile
quincenal en el salón. Y por último aquella misma noche,
transmitieron por la radio la canción favorita de Carol, la cual cantó
con su desentonada voz, recordando aquí y allá algunas palabras:


Una encantada noche

Verás tú a un extraño...

En la tienda me compré dulces, pero como no me gustaba comer
sola ofrecí algunos a las otras internadas.

Betty la alta me hizo víctima de una de sus reprimendas:
—¡Istina, cómelos tú sola!
Dulces, un montón de papel y lápiz nuevo. Me senté decidida a
escribir una carta.

148



Encabecé la página:


Pabellón dos.

Hospital Mental de Cliflhaven.

Pero finalmente, superada por la inutilidad de decirle algo a
cualquiera y de no tener a nadie a quien decírselo, cerré mi libreta y la
guardé dentro de mi bolso imitación de cuero en el que guardaba mis
tesoros: el Shakespeare cada día más raído de no ser leído y los
Sonetos de Orfeo, en versión alemana e inglesa.

Leí Wollie die Wandlung, Escoge todo cambio. No solamente Rilke
daba ese consejo. También los médicos comenzaban a realizar
consultas entre ellos y la hermana Bridge me insinuaba que era
imposible que yo continuase viviendo tal cual era y que debería ser
cambiada.


Lo que permanece tal cual es

Renuncia al bien de ser.
¿Se siente alguien a salvo, acaso,
En el gris de su refugio pálido?

Tal me podían haber susurrado a mí. Sin embargo, para ellos, sólo
existía un método: la cabeza rapada y los ojos, grandes y oscuros,
enfrentados a las tinieblas.


Escoge todo cambio.

Con el fuego
Y como el fuego, arrebatarte.

Pero, demasiado a menudo, el fuego resulta ser al fin el punzón de
una leucotomía.

149







25



Todos los meses venía a visitarnos un grupo de mujeres
pertenecientes a un instituto de la ciudad. Las llamábamos

«las señoras». La mayoría de ellas eran de edad madura; gastaban
sombreros de fieltro, pesados zapatones y grandes bolsos de mano
parejamente idénticos, marrones, cerrados por volutas de cobre opaco,
las cuales era menester presionar fuertemente con la mano para
abrirlos, como cuando se intenta mover un grifo. Las señoras olían
como maestras de colegio retiradas, es decir, un aroma en el que se
mezclaban las pérdidas, el amor, mapas marcados, letra menuda, con

asteriscos para indicar al pie de cuartilla el sitio donde alguien ha
borrado las indicaciones. Eran tímidas y no se apartaban de su rebaño
al visitar la sala de estar y, antes de dirigirse a cada paciente, miraban
a su alrededor con aspecto furtivo e incómodo. No se sentían seguras
sobre la forma en que debían hablarnos o qué decirnos; en alguna
parte habían aprendido que una sonrisa permanente era conveniente; y

desde luego, sonreían. Sentíamos nuestro poder sobre ellas, en una
actitud poco caritativa, las despreciábamos ya que no parecían capaces
de decidir si éramos sordas, mudas, mentalmente defectuosas o las tres
cosas juntas, de manera tal que, cuando nos dirigían la palabra,
levantaban la voz, movían los labios con exagerado esmero y el
vocabulario que usaban era el más primitivo, por si no las
entendíamos. A veces gesticulaban como si fuéramos extranjeras y
ellas visitantes que al llegar a nuestra tierra intentasen hablar nuestro
idioma. Realmente deseaban sentirse a gusto con nosotras, ser
aceptadas por nosotras, sentarse y conversar de modo amigable y

simpático. Se velan patéticamente ansiosas por que las sonrisas las
envolviesen y las recibiesen alegres gritos de bienvenida. No era
difícil imaginar a «las señoras» aferrando sus bolsos, sentadas durante
todo el día en la sala de costura del hospital o vagando por el parque o
el patio. A veces se tenía la sensación de que venían a visitarnos
porque tenían una afinidad secreta con nosotras.

150





—Hola —exclamaban con una cordialidad que no ocultaba su
aprensión
—. ¿Desearían un caramelito?
Y hacían aparecer una bolsa de caramelos y la ofrecían
confiadamente. Y cuando, en ocasiones, les arrebataban la bolsa
entera, se sobresaltaban, inquietas, hasta que, por fin, echaban mano a
su inevitable sonrisa.

Una de las pocas recompensas por su visita la recibían de Carol. El
resto de nosotras, aun cuando tendíamos un puente atraídas por los
dulces que nos ofrecían, permanecíamos hostiles y suspicaces; sobre
todo, porque «las señoras» decían cosas poco correctas demasiadas
veces y preguntaban y preguntaban cosas que no admitían respuesta
alguna y procuraban levantar los ánimos de gentes que habían
permanecido veinte o treinta años internadas en el hospital,
diciéndoles:

—No se preocupe. Pronto estarán en casa, ¿no es verdad?
Carol les hablaba sin reservas ni suspicacias, relatándoles las
actividades del pabellón y confiándoles, libremente, sus propios
anhelos: cómo se casaría «y saldría corriendo de este basurero». Les
mostraba su anillo de «promiso».

—Es un zafiro —decía orgullosa—. Todos los que tienen un anillo
de «promiso» se casan.

«Las señoras» reaccionaban ante Carol como lo haría un zoólogo
ante una especie que se conformase a todas las generalizaciones
teóricas formuladas sobre ella. Carol era la «perfecta enferma mental».
Durante años las mismas «señoras» habían estado efectuando el
agotador viaje en el tren lento y humeante que se dirigía al norte, a
Cliffhaven, y regresaban de su visita con recuerdos irritantes respecto
a sus intentos de agradar a personas que no necesitaban ser agradadas

o alegrar a quienes no podían ser alegrados.
Ansiosa y efusivamente, «las señoras» hablaban con Carol y la
miraban y alegraban.

—¿Sí? Me gustaría asistir a tu boda.
—Es un anillo precioso, Carol.
—Claro que saldrás de aquí mucho antes de tu boda.

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Finalmente, con sus mejillas sonrosadas y los ojos brillantes por el
éxito y el esfuerzo de su visita, se trasladaban rápidamente a la puerta
de la sala de estar, profiriendo agradecidos adioses a Carol y nos
formulaban la promesa general de que, si éramos buenas y nos
tranquilizábamos, volverían al mes siguiente con más dulces. Sus
rostros denotaban sólo un dedo de pánico mientras aguardaban que la
enfermera les permitiera salir, porque es desagradable hallarse
encerrada y no tener llave propia y extrañas cosas les suceden a veces
a los visitantes en los hospitales de enfermos mentales; cosas
inexplicables que jamás aparecen publicadas en los periódicos.

Un visitante más sofisticado, que también venía a vernos todos los
meses, era el hombre de la Sociedad de Ayuda a los Internados y
Prisioneros, al que llamábamos «el hombre del caramelo», pues,
consciente de nuestra impetuosidad y avaricia, cuando extraía sus
caramelos envueltos en papel, nunca nos ofrecía la bolsa entera, sino
que los extraía uno por uno, cuidadosamente, levantándolos por su
rabo de papel como si se tratase de un pescador. Y, suavemente y con
actitud franca, que casi nos hacía pensar que nos hablaría respecto

al «sexo», nos preguntaba:
—¿Desearían ustedes un caramelo?
Si bien nos reíamos de él a causa de sus actitudes parsimoniosas y
sofisticadas, siempre aceptábamos sus ofrecimientos. Era un hombre
alto, delgado, de aspecto fatigado, que siempre llevaba una cartera
gastada. Parecía un lector de contadores, un agente del impuesto sobre
la renta o un cobrador en actitud de excusarse. Nunca supimos lo que
llevaba en su cartera, ya que las bolsas de caramelos las guardaba en
los bolsillos de su traje. No desplegaba el sentimentalismo latoso de
«las señoras», no nos formulaba preguntas ni intentaba entablar
conversaciones. Exceptuando sus ofrecimientos de caramelos, apenas
parecía darse cuenta de nuestra presencia y vaciaba las bolsas como
ejecutando una suerte de ritual solitario, en el cual él y los caramelos
eran los únicos elementos importantes y nosotras, las internadas, sólo
lo incidental. Subyacía algo recóndito en sus donativos. Daba la

impresión de ser una de esas personas que conducen durante
kilómetros bajo el manto de la oscuridad, para abandonar una carga
personal y secreta en los lugares desiertos y solitarios. Era

152



circunspecto y ensimismado. Y siempre, muy a pesar nuestro, era
estrictamente «el hombre de UN caramelo». Se comentaba que pagaba
de su propio bolsillo los caramelos del hospital entero. También
visitaba las cárceles. Pero mientras yo me encontraba aún en el
hospital, se retiró de la Sociedad de Ayuda a los Internados y
Prisioneros y se marchó al Norte, a vivir en la costa Este, allí donde
crecen las palmeras. Y se llevó consigo la vajilla de 49 piezas que le

habían regalado. ¿Y su cartera? ¿Y una bolsa de caramelos para comer
en el tren?

Y el nuevo secretario venía todas las Navidades, no todos meses, a
visitarnos y a continuar la tradición del caramelo. Sus dulces eran más
llamativos, más grandes, más costosos, pero no era un hombre con un
sueño en su interior.

153







26



El pabellón dos se elevaba varios pies sobre el nivel de la tierra,
sobre pilares de madera y piedra, al estilo de una casilla de playa que
debe quedar por encima del alcance de la marca.

Yo tenía una permanente consciencia de un movimiento del piso
parecido a una ola, que hacía que el edificio se asemejara a un barco
que ha roto sus amarras y flota a la deriva en alta mar. El día en el cual
me convencí definitivamente de que lo que me habían estado diciendo
durante los últimos años era verdad (que yo permanecería en el
hospital por el resto de mi vida), el suelo de la sala de estar pareció
tomar la forma de capas de esquisto cambiantes y dentadas, que
cortaban mis pies aun a través de los gruesos calcetines grises del
pabellón. Pronto se saturaron de sangre que chorreaba sobre el
esquisto y fluía rápidamente a través de la puerta. Flotando en la
sangre, corrían estrellas de buena conducta, recortadas en plata y oro.
Se me hacía difícil el caminar sobre los afilados esquistos. Atisbando
por entre las hendiduras, observé que el edificio aún estaba seguro
sobre sus cimientos de madera y piedra, como un caparazón de
crustáceo envuelto por filamentos de gomosas plantas acuáticas, color
herrumbre. El mar chapoteaba y sacudía los pilares y un vaho de
espuma salitrosa se filmaba por entre los esquistos hasta el interior de
la sala de estar.

Nadie se daba cuenta. Yo me sentía confusa, pero nadie se
percataba. Pensé que los tiburones tienen buen olfato para la sangre.
Pronto los marineros de salvamento, luciendo su dorado distintivo,
correrían hacia allí y me rescatarían. ¿Lo harían, en efecto?

Los inquietos estorninos bailotean, ahora, en las proximidades de la
Isla Conejo. Los destellos de la joya brillan tras el cristal a un precio
que no puedo permitirme.

154



Y yo ansiaba estar sola; lejos de la gente curiosa y gritona y del
lamentable espectáculo de su comportamiento y de sus menguadas
personalidades, paulatinamente anuladas por completo. Llegó por fin
el día en que las internas de la sala de estar «sucia» fueron sólo apodos
para mí, como la gente del Albergue del Parque. Allí estaba Tilly, que

vivía y se movía en una perpetua posición encogida y nunca decía
palabra alguna, pero comía vorazmente. Sus ojos brillaban con un
fuego secreto y su nariz caía al encuentro de la barbilla, confiriéndole
la apariencia de una bruja. ¿Dónde estaba la antigua Tilly, la esposa y
madre de tres hijos? ¿Cómo pueden desvanecerse así las personas, sin
dejar rastro, y permanecer delante de nosotros su piel? ¡Y nos
sorprendía el que nos anunciaran que Lorna había sido una mujer culta
e inteligente! ¿Qué inexplicables escombros habían caído de los cielos
para cubrir el paisaje humano normal, sumiéndolo en esta eterna
estación invernal? ¿Qué nevada habla helado con crueldad, sin
derretirse nunca, impidiendo que florezcan las ideas o se desarrollen
sentimientos merced al libre discurrir del contacto humano? ¿Dónde
se hallan, pues, las excavadoras de nieves capaces de abrir una brecha
hasta los enterrados paisajes?

Sé bien que hay una latente lucha entre una parte de cada uno de
nosotros, el cursi y despreocupado sol de molde, el calentador de
franela roja para los sitios helados y los remojones en la cama, que
finalmente resbala por la nieve, la roca y las sombras atrapadas.

A veces, se podía sorprender una expresión de humanidad en el
rostro de Tilly o de Lorna o de las otras, pero no era posible
capturarla. Se experimentaba una sensación similar a la que
experimentarla un pescador que divisase el movimiento de un pez arco
iris, a sabiendas de que el pez ha de morir si continúa en el agua
impura. ¿Cómo atraparlo sin hacerle daño? Pero el movimiento de la
humanidad puede adquirir formas de protesta, depresión, alborozo,
violencia. Es más fácil atontar al bello pez mediante una dosis de
electricidad que manejarlo con cuidado y transferirlo a una charca en
la que ha de subsistir. Y pueden pasar muchas horas y años en el
intento de «pescar» la consciencia humana, sentados en nuestra segura
barca en medio de la charca de aguas estancadas. Y es muy difícil

evitar el pánico cuando se produce el muy esperado movimiento, que
amenaza con volcar la barca.

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Huí. El sol brillaba con calidez, filtrándose a través de una alta
nube que se henchía y separaba capa por capa, como algodón en rama,
sobre los azules anaqueles del arca. Y yo me encontraba sobre la
hierba del parque, contemplando con fijeza el cielo, mientras cerraba
mis oídos a los gritos que cruzaban a mi alrededor y mis ojos a la
contemplación de la gente maculada por el tiempo y llena de
animalidad. En el parque abundaba el espacio. Los pacientes
caminaban o corrían una y otra vez junto al alto muro del hospital. En
otras ocasiones se sentaban, como lo hacía yo en aquel momento,
sobre el quemado césped. Desde la parte superior del parque que
bajaba en declive, podía ser contemplado el mar. Soplaba un viento
refrescante y diáfano. Creo que era un día primaveral.

Yo dependo en tal forma del sol... Pienso en los girasoles, con sus
corazones de ébano, sus marchitas y rasgadas coronas y sus cabezas
vueltas siempre hacia el sol. Creo que ha sido precisamente el que
eliminasen la influencia del sol lo que nos ha convertido en locas a
todas nosotras. El sol, ahora obstruido, era el que solía rasgar todas las
irreales sombras de nuestros cerebros, muchos años atrás.

Así pues, siempre elaboro un campo y planto en él girasoles y sus
sombras se deslizan suavemente por sobre la nieve y, entretanto,
recojo los trozos de desgastadas piedras, que una vez fueron
pensamientos en precipitada fuga durante el juego de los
friccionamientos, como las estrellas fugaces en el cielo.

Permanecí en el parque y cogí los cortos tallos de césped inglés y
grana del norte; observaba cómo los escarabajos se retorcían de una
parte a otra del bosque quemado y también a los confiados pájaros, a
los que debería decírseles que sus casas se estaban quemando y sus
hijos desamparados, y a los ignorantes gusanos azules y rosados que
emergían húmedos desde las profundidades de la tierra. En el recodo

más próximo a mí, Totty se balanceaba alegremente de un lado a otro,
con su mano apretada entre los muslos. En seguida, comenzó a gritar a
todo pulmón:

—Basta, Totty, Totty, Totty —y un quejido escalofriante emergió
desde su boca. Retiró su mano cubierta de sangre, pues se hallaba
menstruando y no se lograba hacerla usar año o bragas ni zapatos.

A veces se destrozaba la ropa. Totty tenía quince años.

156



Yo no podía ir a parte alguna en donde verme libre de la tristeza
que me rodeaba. A veces, vestía mentalmente a las internadas con
ropas corrientes, les lavaba la terrible mácula que el hospital imprimía
en su piel, les ponía dientes a sus bocas, maquillaje a sus rostros, les
daba bolsos para llevar y guantes para usar. Y luego, en mi candidez,
se me ocurría que las había transformado en personas normales, de
ésas que uno encuentra por las calles y a quienes habla; personas por
las cuales experimentamos sólo desesperación fugaz, que se despierta
ante cualquier tentativa de establecer contactos humanos. Pero no
podía pretender el cambio de los sentimientos y pensamientos de mis
compañeras, ya que aquéllos eran sólo conocidos por las enfermeras.

¿Qué había en el interior de sus mentes? Aunque había soñado con
quitarles la piel manchada y colocarles dientes en sus encías vacías,
probablemente lo que habría colocado en el lugar que ocupaban sus
pensamientos y secretos sentimientos (los llamábamos «pensamientos
normales, en general», sólo habrían resultado cosas de menos valor
intrínseco que los mundos solitarios y aislados que ellas habían

creado para sí mismas. Sus mentes eran cual planetas en su cielo
privado y su comportamiento exterior no evidenciaba casi sus
verdaderas noches y días, ni la influencia de sus mareas secretas, de
sus propias colisiones cósmicas, tormentas, inundaciones, sequías o
decursos de energía.

Las nubes corrían velozmente con el cálido viento primaveral. Me
quité la chaqueta y me arrastré hasta la parte del cerco oculta por el
cobertizo de refugio, un lugar en ruinas, en el que se veían montículos
color caqui en los rincones donde los enfermos habían ido a ensuciar
como perros. Arrojé mi chaqueta sobre el cerco y allí quedó fija en los

clavos de las puntas de las maderas. En seguida, me elevé hasta la
parte superior del cerco, salté por encima de él con rapidez y, con mi
corazón latiendo tan aceleradamente que apenas podía respirar, caí
entre los arbustos que crecían en el exterior del parque para ocultar la
basura, zapatos, migas, excrementos, harapos y para cubrir el
lamentable panorama interior a los ojos entrometidos de los
transeúntes externos, de los visitantes o de la gente del pabellón de
convalecientes, la cual a veces experimentaba deseos de «ver cómo
eran los internos del parque». Lo sé bien. Yo había experimentado esa

157



mórbida curiosidad. Cierta vez miré y vi a los hombres vagando sin
afeitarse, vistiendo sus deshechas ropas de proscritos, y nunca pude
olvidar su aire de desesperanza. Parecía más profunda que la de las

mujeres, pues todo el poder y el orgullo masculino se hablan perdido.
Algunos de los hombres lloraban y, en nuestra civilización, existe la
idea que sólo un dolor supremo y terrible puede reducir a un hombre a
las lágrimas.

Salí de entre los arbustos y eché a andar lentamente por el camino
que marginaba la granja en la que vivían los asistentes y proseguí
adelante dejando atrás la cocina grande, el depósito de cadáveres, el
puesto de guardia y la tienda de provisiones. Temblaba y estaba a
punto de llorar. Me encontré con Eric, mi sempiterno compañero de
bailes, y lo saludé diciendo:

—Es un día precioso. Soy afortunada por tener permiso especial.
Confié en que no notara mis zapatillas, ya que era un paciente de
confianza, que creía, con los demás, que yo me encontraba en el
hospital «por mi propio bien» y me denunciaría si sospechaba algo.

Mientras dejaba atrás los terrenos del hospital, sentía el aire
amarillo por el polen del amento y dulzón a causa del aroma de espino
blanco. Bajé por el camino y crucé el portón delantero, la cerca
principal y la casa del doctor. Ahora me podía permitir el lujo de
respirar. Caminé muy despacio frente a la escuela del pueblo y su
campo de juego, de asfalto rajado e hirviente, con brillantes
salpicaduras de hierba verde que los muchachos quebraban con la
azada del colegio todos los viernes por la tarde. Un niño pequeño

caminaba desde el edificio principal hacia los servicios. Arrastraba los
pies y a veces se detenla a dar puntapiés y a investigar lo conocido,
intentando aprovechar al máximo el excitante y solitario viaje, botín
del antiguo chantaje:

—Por favor, señor, ¿puedo abandonar la habitación?
Los demás se encontraban en la clase, cantando Venid, oh doncellas
y también La Marea que llora de pena en la orilla, elegía ésta que, en
un día primaveral, provocaba un alud de nostalgias por el arbusto
salvaje, la playa y el puro silencio.

Continué caminando. Llegué a la estación del ferrocarril. ¿Adónde
dirigirme? Me aproximé al jefe de estación:

158




—¿Puedo usar su teléfono, por favor?
—Naturalmente.
Llamé al hospital, al pabellón dos, y solicité hablar con la
enfermera jefe, es decir, la hermana Bridge. Esta profirió una
exclamación de asombro cuando dije:

—Habla Istina Mavet.
Me había escapado sólo para anunciarme a la hermana Bridge, con
la esperanza de que, a distancia, sin ella verme y por tanto sin
provocar en ella la necesidad de aguijonearme como a una gallina
enferma, comprendiese que yo no necesitaba ser sometida a aquella
eterna «lección» a la que me condenaba en conspiración con la
directora Lente. Intentaba convencerla de que no necesitaba ser
«cambiada» por medio de operaciones en mi cerebro y que yo no
había nacido con un panfleto adjunto que proclamase: «La dirección
se encargará de reponer o renovar los objetos que no sean
satisfactorios».

—Habla Istina Mavet —repetí desafiante por el teléfono. Y después
sentí miedo, pues vendrían a buscarme y tal vez me castigarían con la
reclusión.

—¿Desde dónde me hablas?
Se lo dije. Colgó con impaciencia y, aún antes de haber colgado yo
el receptor, llegó a la estación un coche negro oficial, en el cual venía
la hermana Bridge. Descendió de él y dijo al chófer que regresase al
hospital, pues ella volvería andando conmigo.

—Pero sin hacer de las suyas, señora. Vamos, harapienta
—me apremió.
—¿No me encerrará usted en un dormitorio?
—Yo no hago tratos.


Caminé con ella. Parecía incómoda por lo caluroso del día y su
anterior precipitación por llegar a la estación. Sus rejillas estaban
encendidas en rojo y burbujas de transpiración se veían sobre el cuello
de su uniforme, en la parte delantera, donde cerraba. Debajo, sus
pesados senos se combaban como calabazas dentro de un saco atado

159


con cordel. Su cuello, como arena color piel, estaba marcado por un
listón rojo. La sentía a mi lado, sentía su incomodidad provocada por
el calor. Y la odiaba, la odiaba y deseaba aporrear sus montículos de
carne en la forma que había visto al hombre aporrear el guisado de
moras en la cocina de Treecroft. Y deseé que hablara para que su voz
destilase todo el sarcasmo, la amargara, el amor propio y el temor
íntimo que manifestaba cada vez que se dirigía a mí. ¿Quién era ella?

¿Era acaso mi madre? Ansiaba pegarle, subirme a su regazo llorando y
pedirle que me perdonase.

Anduvimos en silencio. Se detuvo en la tienda del pueblo y yo la
seguí hasta el interior de la polvorienta habitación, en la que se veía un
conglomerado de estropajos en exposición, junto con cubos, jabón,
comida... El hombre que estaba tras el mostrador, que conocía a la
hermana Bridge, adivinó que yo era una internada y adquirió la
especial expresión que adopta la gente cuando se enfrenta a los
«enfermos mentales»: una expresión precavida, temerosa, la cual

procuran disimular con un exceso de jovialidad:
—Hola, hola, hola —triplicó, radiante.
La señora Bridge pidió dos helados con una voz descansada,
de jarras y día de asueto, que yo había escuchado muy pocas veces.
Me dio uno, juntó su cambio y me indicó que saliera del comercio.

—No debes creerte —me advirtió— que, porque yo te haya
comprado un helado, no serás castigada.

—¿No me encerrará en un cuarto individual?
—Veremos.
Súbitamente, movió su brazo en dirección de una casa pequeña,
cuya parte trasera quedaba sobre las vías del ferrocarril, las cuales
atravesaban el jardín, lleno de maleza salvaje.

—Allí vivo yo —dijo con voz apagada.
—¿Y ése es su automóvil?
—Sí, ése es nuestro coche. ¿Sabes conducir?
—No. Nunca logré aprender.
—Uno desea aprender a conducir. Al principio me sentía
atemorizada, verdaderamente atemorizada... No creas que no vas a ser
castigada, señorita.

—¿No me encerrará en una habitación?
—Ya veremos. ¿Y qué tiene mi casa para que la mires de ese
modo?

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La casa me hacía sentirme sola. Me recordaba la primera casa en
que había vivido. Se hallaba situada en un yermo de un pueblo de una
sola calle; el agua se obtenía por medio de una bomba y tenía una
caseta-retrete en el exterior, la cual, pese a estar repleta de escarabajos
negros y cochinillas, no corría riesgo alguno de ser arrastrada por la
corriente que emergía desde la base glaciar de porcelana, pues era

utilizada como cobertizo de desperdicios amontonados para ser
retirados por el sereno. No existía ningún destello de luz eléctrica
brillando desde el techo en las proximidades; por el contrario, sólo se
veían lámparas de petróleo con mechas sucias, que, al quemarse,
moldeaban suaves sombras azuladas.

Por fin me senté toda la vida sobre un bidón de petróleo, bajo el
roble de la casa de la señora Bridge, y la vaca Beauty me arrojaba al
rostro su aliento amarillo y verde de césped mascado. Sus dientes
estaban gastados como cuadradas banquetas blancas sobre las que se
hubiesen sentado muy a menudo. Una gota de agua, que parecía una
lágrima, resbalaba desde el borde de su ojo por su cara dorada. A
veces su trasero se abría como una boca arrugada y el excremento

dorado salía a porciones. Y en otros momentos, un reguero de orín
espumoso salpicaba desde la abertura de su ano y goteaba con la
sangre que se confundía con materias pegajosas que rodeaban su cola.
Y cuando viví en aquella pequeña casa, mi madre vivió allí conmigo y
extraía sus fláccidos senos para alimentar al bebé.

A veces me daba un poco a probar, o vertía un chorro de la leche de
Beauty en mi boca.

¿Cuál era entonces mi madre? ¿Cuál era Beauty y cuál la hermana
Bridge? ¿Y qué había sido de mi padre, que andaba hacia delante y
hacia atrás con una puntiaguda gorra y una placa plateada?

La señora Bridge era mi madre. Lamía el helado, cada vez más
blando, y caminé con ella hacia la parte alta, por el camino campestre,
bajo los colgantes garfios de oloroso espinillo blanco. Cruzamos el
portón delantero del hospital, giramos y llegamos al pabellón dos.

Y entonces me di cuenta de que había sido engañada, de que me
habían hecho regresar al lugar del que habla clamado por salir. Había
sido un ardid.

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Una vez dentro, la hermana Bridge me dijo, con su voz sarcástica
de siempre:

—Entra en la sala de estar, harapienta, y no intentes hacerme nada.
Una persona de tu educación tendría que avergonzarse de sí misma.

Me habló con ferocidad y sentí que mi corazón se encogía, pero no
me encerró en una habitación individual. Nunca volvió a dirigirme la
palabra como si fuese un ser humano; no lo hizo durante mucho
tiempo. Y, además, se avergonzaba de haberme comprado un helado y
de haberme mostrado la casa en la que vivía.

No tenía hijos, a no ser que considerase como tales a Dora, Brenda,
Carol, Totty, María Margarita y las muchas otras que obedecían más a
los tirones y empujones que les propinaban por los cuellos de sus
desteñidos delantales que a sus nombres de pila.

Por eso me encariñé con ella. Bajaba por la escalera al patio
delante de mí, y, repentinamente, la empujé por el estómago y cayó
emitiendo un grito de rabia y dolor. Por fin la había golpeado. Su
cuerpo, obeso y enfundado en un corsé, quedó colocado en extraña
posición sobre sus piernas apelmazadas; por debajo, brillaban sus
canillas dentro de las medias blancas. Sus grandes pies combaban los
zapatos de uniforme, los cuales aparecían descascarillados en la parte

en que la pasta blanca se amontonaba en capas y caía.
Yo la había empujado, pero ansiaba ir corriendo a abrazarla, pues
era mi madre y yo le había causado dolor.

—Hija de perra. Lo hiciste adrede...
Palidecí y me eché a llorar. Sabía que jamás me lo perdonaría, que
nuestro contacto de enemistad estaba firmado y sellado, a pesar del
amor que le había demostrado al arrojarme hacia ella y golpearle su
blando vientre. Era un golpe como para sacarla de la oscuridad, para
buscar refugio de la tormenta de nubes tan peculiar que pendía sobre
mí dejándome a merced de una lluvia privada.

—¡Déjeme entrar! Lo siento mucho —dije casi a regañadientes—.
No quise hacerlo.
—Perra... ¡Perra artera!

162

163







27



En cuanto a Hilary, estaba completamente enamorada de Harry,
aun cuando no había logrado olvidar del todo a Pedro, con el cual
había tenido un hijo mientras estaba casada con Geoffrey. Hilary era
una de las pocas internadas que hablaban «cuerdamente» y su
conversación, al igual que la de Carol, versaba principalmente sobre
hombres. Carol, quien también podía hablar «con cordura», hablaba
del hombre con quien estaba «comprometida» e Hilary respecto a

los hombres a quienes habla querido. Hilary tenía treinta y pocos años.
Su cabello era fino y ella lo describía como «fino como el de un
bebé». Tenía unos labios delgados, con diminutas marcas de
mordeduras sobre ellos, manos regordetas como blandas formas de
cera y piernas lisas y pálidas, que ella cruzaba en un estudiado ángulo
bajo su falda negra y ceñida cada vez que el doctor Stewart penetraba
en la habitación.

Hilary estaba preparada para que cualquier hombre, incluso el
doctor Stewart, le hiciera el amor. Tenía un hijo de su esposo Geoffrey
y otro de Pedro, su amante; y planeaba tener uno con Enrique, el
paciente que ahora ocupaba la mayoría de sus pensamientos. Estos se
manifestaban en forma de interminable monólogo dirigido a mí, pues
ella se sentaba a mi lado en la sala de estar y, día tras día, me hacía
objeto de sus confidencias, a las cuales yo contestaba:

—Sí, ya veo. Sí, ya entiendo. Sé cómo te sientes.
Y era tal el poder de su conversación obsesiva que me vi envuelta
en una vida llena de amoríos en camas extrañas de hoteles perdidos en
el campo, whiskies dobles, aporreos, tristeza, suciedad y el estribillo
dicho con una mezcla mitad de asombro, mitad de sinceridad:

—Pero en ese momento, yo lo quería...
Nada importaba en la vida de Hilary, excepto su búsqueda de él,
quienquiera que fuese.

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¿Geoffrey? Un minero borracho de la costa del salvaje Oeste.
¿Pedro? Un viajante de comercio, descrito en la guía de teléfonos
como agente comercial, que vendía gemelos para camisa, atizadores,
señaladores para libros, ropa interior y novedades tales como
tormentas de nieve en miniatura y flores japonesas hechas en papel,
que se abren como la verdad, sin menester de persuasión, con sólo ser
colocadas en el medio apropiado. ¿Enrique?

—Todo lo contrario de Pedro. Es tranquilo, moreno y formal.
Ella me aseguró que Enrique era ahora el único hombre que había
en su vida. Lo había conocido en uno de los bailes del hospital. En
estos bailes solía florecer el romance y muy a menudo, aun en medio
del vigoroso galopear de:


El viejo y magnífico duque de York

Tenía diez mil soldados.
Les hizo marchar hasta la cima del monte
Y luego los hizo volver hasta abajo.

Enrique se iba a divorciar de su esposa para casarse con Hilary.

—Él está enterado de lo que concierne a mi pasado y mi
alcoholismo, pero lo comprende todo.

La pobre parecía olvidar que también Pedro había estado enterado
de su pasado y su alcoholismo y también había comprendido y
prometido divorciarse de su esposa. Yo sentía compasión por Hilary.
Ella ponía en su búsqueda del «hombre indicado» tal afanosa
sinceridad que habría constituido todo un aporte de laboratorio para
cualquier científico. Sin embargo, sus azarosos métodos de operación
y las secuelas casi siempre dramáticas de los mismos, la
transformaban en blanco natural de gentes como la hermana Bridge

y la directora Lente, cuya misión era la de capturar personas que no
habían aprendido «la lección» y procurar enseñársela o forzarla hasta
que, finalmente, recomendaban un «cambio de personalidad».

A veces, para pasar las horas, Hilary cantaba con voz bronca y
grave. Y su voz confería a la sala de estar «limpia» un temporal
ambiente de club nocturno:

165



Él me miró por la noche, en sueños.

Quién lo hubiera dicho...
Mis sueños son cada día más tiernos.
Y dos noches atrás, tan sólo,
Éramos dos desconocidos...


Tenía razón al cantar que sus sueños eran cada vez mejores, pues
había comenzado a dar muestras de estar sometida a una permanente
inquietud, que parecía insinuar que el fin estaba próximo. Uno
imaginaba que ella había pasado ya esta misma etapa en cada uno de
sus sucesivos amoríos pasionales y parecía que cada una de esas
etapas, acompañadas de su indispensable ritual, eran inevitables y
convenientes para proporcionarles el sutil receptáculo de placer, una
especie de molde preparado para recibir la plata fundida, en forma de
acto de amor en continua prolongación.

Una mañana, Hilary desapareció de la lavandería adonde había
rogado que la dejaran ir a trabajar. Enrique también faltaba del sector
masculino.

Ambos fueron encontrados, dos días después, en la espesura de los
arbustos que crecían en las colinas de la parte de atrás del hospital.
Había sido una aventura fugaz, fría y hambrienta. Hilary fue recluida y
forzada a sufrir las pontificaciones post-proféticas de la directora
Lente, que le aseguró:

—Pronto recibirá su merecido.
Vimos la figura alta y encorvada del doctor Stewart cuando se
dirigía hacia el «edificio de ladrillo» para visitar el aposento lateral en
el que ella estaba encerrada, junto a Catalina y Esme, quienes
permanecían en reclusión perpetua,

Después de que la directora abrió la puerta (una ocasión tan
solemne requería la presencia de la directora), el doctor Stewart entró
y, acto seguido, comenzó a hablar en actitud mojigata, a manera de
disculpa:

—Ahora bien, señora Thomas, yo no quiero que usted piense que
nosotros creemos…

166



—Ahórrense la cháchara —cortó Hilary—. Yo sé lo que ustedes
quieren decir. Íbamos a hacerlo pero no lo hicimos. De todas maneras
yo me pasé todo el tiempo pensando en Pedro.

—¿El viajante de comercio? —inquirió rápidamente el doctor
Stewart, pues la historia de Hilary era de las que no requieren esfuerzo
alguno para recordarlas. Aunque el doctor Stewart intentaba
interesarse por sus pacientes, en la medida que la directora Lente se lo
permitiese y encontrase tiempo para ello, los detalles personales de la
mayoría de los internados se le escapaban, a menos que fueran de la
clase que parece poseer un especial poder de individualización en
ellos. Estos pacientes son como las perchas de material plástico que se
adhieren a las paredes sin necesidad de clavos o tuercas. El doctor
Stewart había comenzado, como su predecesor el doctor Howell,
como un juvenil y entusiasta profesional de la medicina. Tenía éxito
particularmente con las casadas jóvenes, porque él mismo era joven
aún, estaba casado y era padre; además, creía conveniente crear una
atmósfera de intimidad a los pocos momentos de iniciada una
conversación con los pacientes, al cruzar a veces a través de un
pabellón. Se refería a su familia y a su mujer con notorio orgullo.
Tenía un niño pequeño.

—Mi señora se siente del mismo modo —comentaba—. Sí, mi
mujer también sufre así.

—La esposa del doctor Stewart se siente igual a nosotras.
—«Él» dijo que su mujer sufre también. Ella se siente
exactamente como me siento yo.
O bien, con una mezcla de gratitud y asombro:
—Él dijo que ella pensaba lo mismo que yo...
De esa manera, el rasgo característico que dio fama al doctor
Stewart fue su comprensión. Había doctores que «llevaban a cabo
cosas» y otros que cortaban en seco cualquier intento de decirles algo;
y doctores que nos hablaban con una voz fuerte, como si nosotras no
pudiéramos oírlos bien. Algunos de los médicos no formulaban
preguntas extrañas. Sólo el doctor Stewart osaba admitir que su esposa
sentía «exactamente lo mismo» que nosotras. Y esta valoración de su
capacidad de comprensión provocó la necesidad de «protegerlo»,
especialmente por parte de su mujer, quien parecía estar sufriendo una
continua variedad de males y dolores y su cabeza no daba la impresión
de hallarse bien del todo.

167




—Sé que lo tiene dominado —decían las internas—. Su mujer no le
deja hacer nada,

Él también aparecía pálido. Tal vez lo aquejaba alguna secreta
enfermedad. ¿No había estado, acaso, en un campo de concentración
en Alemania durante la guerra?

Hilary experimentaba un especial cariño por el doctor Stewart.
Aceptaba el hecho de que era él quien había firmado su orden de
reclusión, pues sabía que él no tenía defensa contra la directora Lente
y la hermana Bridge. Además, existía la tradición establecida de que
un paciente que escapa debe ser encerrado en una habitación y se le

da una cama sobre el suelo. Por otra parte, Hilary había cometido el
crimen de permanecer durante dos días en las colinas con un hombre...

La directora Lente fue terminante en su condena. La propia
directora no tenía donde ir durante las noches, excepto el pequeño
apartamento que le habían destinado, al costado del pabellón uno,
cerca de las oficinas delanteras; y en los días libres cogía el autobús
que iba a la ciudad o conducía su coche. Al verla en traje de calle, uno
se percataba de que, para ella, el uniforme y el tocado blanco
constituían una especie de desesperada protección. Debían serlo
porque, con su vestido oscuro, hecho especialmente a la medida de su
enorme cuerpo, y sus zapatos tostados «Arco-confort», lucía
desprovista de todo su poder, de manera tal que hasta daba la
impresión de tener un aire de impotencia y debilidad que llamaba a
compasión.

Era una directora eficiente. Vivía para su trabajo. Se mostraba
severa y ansiosa por enseñar lecciones a la gente y hacerla
«comportarse en debida forma».

Después de unas pocas semanas de reclusión, y una vez que se
comprobó que no estaba embarazada, Hilary salió, proclamándose a sí
misma una mujer transformada.

—He tenido tiempo para pensar —dijo—. Es a Enrique a quien
realmente quiero. Me recuerda a mi primer novio de los dieciocho
años; el hombre con quien debería haberme casado. Era un muchacho
suave que jugaba al cricket los sábados por la tarde, vestido de franela
blanca. ¡Y era tan inocente! Me acuerdo de que se sonrojaba y
¿cuándo he visto a un hombre sonrojarse por una buena causa? Debí
casarme con él…

168



Por un momento pareció como si, dentro de la mente de Hilary,
excitada por los repentinos recuerdos, el primer novio hubiese ganado
sobre Enrique. Sin embargo...

—Enrique es de su mismo tipo. Enrique ha prometido divorciarse
de su mujer y casarse conmigo.

Pero ¡ay!, durante el período de reclusión de Hilary, Enrique había
descubierto a Carol y a su anillo de «compromiso» con su zafiro
«genuino» y había comenzado a enviar sospechosas esquelas a través
de la abertura de trece centímetros en la ventana inferior de la sala de
estar. Él trabajaba en la granja. Pasaba por allí todas las mañanas y
traía cigarrillos para Carol, así como esquelas amorosas.

Afortunadamente, Hilary estaba protegida por los dioses y, en su
primer baile de la semana siguiente, antes de haber tenido tiempo de
meditar respecto a la traición de que la había hecho objeto Enrique y
de la debilidad de Carol y su propia desgraciada apreciación sobre el
hombre moreno y tranquilo con el cual se «ennoviaría», descubrió a
Len.

Aunque no lo hubiese descubierto, tampoco había pasado su
tiempo cavilando. Se habría limitado a maldecir. Y, en caso de haberse
encontrado libre, en el mundo exterior, se había marchado a una fiesta
en la cual emborracharse y, allí, hubiera conocido a otro. Porque
Hilary, en su búsqueda de hombres, era tan pertinaz como un gusano
de seda devorando hojas de morera.

No podía comprender cómo no se había fijado antes en Len. Este
era corpulento, moreno, taciturno y sudoroso. Tenía un bigote espeso y
ojos color café. Era «italiano a medias» y constantemente pensaba que
seguía en la campiña italiana durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero estaba siendo sometido a un tratamiento, porque se curaría y
Hilary se casaría con él.

—Él lo prometió... Cuando consiga su divorcio...

Solitario corazón el del gato montaraz,

Que ha de morir tan salvaje como nació.
Si pudiera enclaustrar la raza humana, yo,
Y enseñarle, así, todo cuanto ha de afrontar:
No Te Aventures Jamás.

169



Pero eso no es necesario. Estamos demasiado enclaustrados dentro
de nosotros mismos y la costumbre ya se ha encargado de echar la
llave.

Aún puedo ver al doctor Stewart, corriendo en torno a la jaula de
Hilary, rogándole que se calmase, que aprendiese la experiencia, pero
sin pensar en dar vuelta a la llave que colgaba de la cadena de su reloj,
pues era probable que él mismo la necesitase.

—Mi mujer se siente del mismo modo…

170

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28



Ahora tenía la impresión de que había transcurrido mucho tiempo,
más de seis años, desde que había estado por primera vez en el
pabellón cuatro, y había salido a caminar y había contemplado con
curiosidad y tristeza a los insanos del pabellón dos, y había observado
sus extraños sombreros, sus arrugados abrigos y sus calcetines
torcidos. Recordaba su entusiasmo infantil ante todo cuanto había a su
alrededor: cómo señalaban extasiados su lugar habitual en el cielo, y

las flores, que asombran con su silencio aún más que con sus colores y
crecen a lo largo de los límites del jardín; y recordaba cómo
permanecían de pie, atontados ante la visión de una figura en mangas
de camisa que parecía ser el doctor, cortando el césped delantero de su
casa, mientras su mujer, sentada cerca de él, mimaba al niño de
ambos, con su cabello de un rubio descolorido.

Ahora que pertenecía al pabellón dos, yo también contemplaba
embobada el espectáculo del poderoso sol en actitud de vigilar la
tierra.

—Salgan de ahí... No vagabundeen...
Y, entretanto, la oscuridad languidecía prisionera en una celda,
aguardando el juicio. El sol parecía estar más próximo, más
amenazador, y proclamas de ejecución se deslizaban por entre sus
saetas de luz, estratégicamente situadas como sombras, para que
pudiésemos leerlas y estar alertas y adoptar, quizá, medidas de
emergencia. Cuando yo caminaba por el pabellón dos, no era el mismo
sol del pabellón cuatro el que se veía en el cielo, ni las mismas flores
del pabellón cuatro las que oscilaban con la brisa. Veíamos las
siniestras colisiones del color y oíamos las explosiones más allá de las

fronteras del jardín. Contemplábamos con gratitud los álamos y el
temor que los predisponía a repentinos temblores se comunicaba
también a nosotros a través de secretos conductos y nos hacía
estremecer. Aprovechaba cualquier ocasión para caminar por los
terrenos, pero la hermana Bridge, que sabía que a mí me gustaba estar
fuera, bajo el cielo, daba órdenes para que no se me permitiera.

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—Puede salir toda aquella que lo merezca —era su veredicto—.
Alguien que sepa comportarse y que no abandone la mesa del
comedor gritando o llore si la coloco en la sala de estar «sucia», como
si fuese mejor que las demás, cuando en realidad es peor.

Sin embargo, la política de la hermana Bridge consistía en
estimular a todas las de la sala de estar «limpia», y a algunas de la sala
de estar «sucia», a las que permitía salir por un breve espacio de
tiempo y tomar parte en todas las salidas oficiales: caminatas, servicio
religioso, bailes.

Cliffhaven progresaba gracias a la adopción de la «nueva actitud».
En el armario había colgada una colección de vestidos de pabellón:
trajes de fiesta en tonos pastel, cortados en telas duras y brillantes, con
fruncidos, pliegues, volantes y, a veces, enaguas que hacían luego,
confeccionadas en nylon apergaminado. Todo lo había comprado la
directora, con fondos del hospital, en un viaje especial que realizó a la
ciudad. Los vestidos eran utilizados durante las «salidas» por las que
carecían de otra ropa y, sobre todo, por las que no tenían visitas.

Aunque la directora me decía continuamente: «Escríbele a tu gente
y diles que necesitas ropa», yo no lo hice, pues mis padres no tenían
dinero. También era muy probable que no comprendieran el hecho de
que las pacientes mentales usan otra ropa además de las bragas que me
llegaban en alegres paquetes cada Navidad y en mis cumpleaños. Así,

por tanto, yo me encontraba entre el grupo de las «olvidadas» y de las
que permanecerían sin duda en el hospital hasta la muerte. Este
agrupamiento tenía sus ventajas: cierto día nos probaron faldas nuevas
y ropa interior. La adquisición constituyó un acontecimiento
emocionante, pero era preciso no pensar que una habla sido elegida
para vestir lo que podía ser definido como el uniforme de los muertos.

Yo no podía creer definitivamente que no existiese ninguna esperanza
para mí y continuaba cruzando la tierra de nadie, infestada de ratas,
entre la credulidad y el escepticismo, y estableciendo el campamento
ora en un lugar, ora en otro. Me conmovía en el tiempo sin saber qué
pedirle al futuro, temiendo enfrentarme al presente, a la crueldad de la
hermana Bridge, a los vejámenes que me imponía, y no osando
regresar al pasado. Permanecía, pues, silenciosa, atacando mi yo,
limitado por el tiempo, renegando como negra escarcha de los
extremos de mi vida, hasta que se derrumbaron y cayeron con el
áspero viento sudeste marino.

173



Nosotras, la gente loca del pabellón dos, aquellas a quienes las
propias internadas del pabellón de observación y las del pabellón de
convalecientes consideraban como entes singulares y locos,
bailábamos. Sí. Nos vestíamos con nuestros exóticos trajes de fiesta,
de tafetán, seda artificial y estampados de estambre y rayón, y nos
alineábamos en el exterior de la clínica para que nos maquillaran el
rostro. Lo hacían con restos de maquillaje provenientes de una caja

del pabellón; fragmentos de Lápiz labial, cisnes de polvos endurecidos
y cubiertos por una capa, una caja de polvos faciales color capullo de
rosa, un frasco de perfume... También nos echaban detrás de las orejas
unos salpicones de perfume. ¿Esperábamos que alguien las besara?

Y unas gotas adicionales en las muñecas. Cuando llegaba el momento
en que todas estábamos prontas, parecíamos prostitutas de teatro.

Formábamos una especie de jardín de claveles. Reinaba siempre un
gran nerviosismo, un sudoroso bienestar y una esperanza que hacía
brillar nuestras narices, pese a la capa de polvos, y humedecía y
manchaba la parte inferior del brazo sobre nuestros vestidos.

La directora llegaba, sin aliento, como si fuera un mensajero que
trae noticias desde un lejano país:

—El pabellón cuatro está listo hace años y ya han salido para el
vestíbulo.
—O bien—: El pabellón uno está saliendo en este momento.
Otras veces anunciaba:
—La banda ha llegado.
Lo cual sólo servía para acrecentar la excitación general y aquellas
que estaban a punto de perder el control, tenían que ser desarregladas
y llevadas a la cama a otras, se las reducía a una calma razonable, por
medio de frías amenazas.

La directora Lente sonreía y la hermana Bridge sonreía y nos
felicitaba por nuestro aspecto; y a Carol la advertía que no se
escabullera con su compañero de baile por los rincones oscuros del
comedor masculino. Allí era donde comeríamos. Por fin llegaría el
momento de cruzar el patio a oscuras, cuyo suelo estaba mojado por el
rocío, cruzar también el pabellón uno, con su olor a catres mojados, de

piel mugrienta y ese olor personal que es el pasaporte o la muestra
gratuita que la muerte otorga a las ancianas, atravesar el pasillo de los
visitantes, con su atmósfera de cárcel, chimenea cubierta, linóleo
lustrado de pardo y largos asientos de cuero con respaldos tiesos y,

174



por último, la parte menos familiar del hospital, lúgubre e inhóspita,
del pabellón masculino. Y se llega así al Salón Grande, con sus luces

brillantes y su suelo empolvado. A lo largo de las paredes, se
alineaban los asientos ya medio repletos, con hombres de un lado y
mujeres del oro. Al fondo, frente al estrado, los asientos rojos,
afelpados, destinados a los oficiales: los médicos, tal vez, visitantes
invitados de la ciudad, que venían a ver a los enfermos mentales en
sus diversiones. Los oficiales llegaban, en general, un rato antes de
comer y el doctor que estaba presente allí era el que hacía el turno de
aquella noche.

La orquesta se situaba en el estrado y ensayaba música ligera
preliminar. Encontramos lugar contra la pared; las luces deslumbran.

—Istina, Edith te cuidará —me decía Edith, mientras me empujaba
prácticamente hacia un asiento
—. Siéntate junto a Edith.
Cuando el último grupo de hombres había llegado, con aspecto de
satisfechos de sí mismos, cabellos repeinados, pantalones planchados
y blancos pañuelos que atisbaban desde sus bolsillos, y una vez que el
último grupito de mujeres, las convalecientes (que proclamaban que
ellas no habían querido venir pero que la hermana de su pabellón las
había obligado y que, al fin, se habían determinado a venir para ver
por qué se hacía tanto escándalo con aquello), entraban, entonces era
el momento de comenzar.

No podía evitar el mirar con fijeza a las internas del pabellón
cuatro que lucían opulentas con su propia ropa: la señora Pilling con
sus joyas y Mabel con el brillante traje de noche comido por las
polillas que siempre usaba por ser la compañera de baile de Dick, el
paciente de corbata blanca, traje de etiqueta y guantes blancos.

La orquesta comenzó a tocar valses.
—Agradable y antiguo —dijo una de las enfermeras—. Levántense
y bailen todos.

Los hombres se ponían de pie y quedaban rígidos contra la pared, o
corrían en tropel a través del salón, para estrechar alguna compañera y
sacarla dando giros a bailar, con o sin consentimiento. A veces, uno de
los hombres, después de elegir su compañera y dar unos cuantos pasos
de baile con ella, decidía que, a fin de cuentas, no le convenía, la

dejaba plantada y se iba a buscar la compañía de otra. En ocasiones,

175



eran las mujeres quienes corrían a través del salón en busca de
hombres. Se mantenían pocas de las convenciones formales de un
salón de baile y mucho de ese «hablar con franqueza» que hace del
insulto una virtud. Se producían encariñamientos, promesas y
conversaciones entremezcladas, consecuencias todas del primer
comentario, el cual nunca era: «Es un bonito baile, ¿verdad?», sino:
«¿Cuánto tiempo hace que usted está aquí?»

La mayor parte de los pacientes que habían permanecido largo
tiempo en el hospital, tenían un compañero fiel. El mío era Eric, un
hombre de edad madura que se estaba quedando calvo, que me
recordaba, curiosamente, a un prestidigitador que solía visitarnos en el
colegio, al final del curso, y nos cobraba tres peniques por verlo
extender telas de satén sobre la mesa del salón de clase y extraer
pañuelos de seda del interior de un sombrero de copa. Aquel hombre
nunca realizaba milagros complicados, tales como cortar gente por el
medio, o encaramarse en una cuerda hasta el techo del aula, pero
confiábamos en él, pues nunca cometía errores con las telas de satén y
los pañuelos de seda.

Eric no era romántico, pero llevaba bien el ritmo de la música y no
me pisaba. Su boca permanecía abierta, su cabeza echada hacia
adelante y su ceño relucía con el brillo del esfuerzo y la concentración.
Aguardé pacientemente a que él realizara un milagro, así como había
aguardado al prestidigitador del colegio luego de haber arriesgado mis
tres peniques; pero sólo hubo telas de satén y pañuelos de seda.

El rostro del mundo prosiguió igual, los enfermos no curaron y el
cielorraso no se disolvió para dejar penetrar las estrellas. Eric me
enseñó a bailar. Bailamos la danza del destino.


Te quiero tanto, amor mío

Apronta, sólo, tu ajuar...

Era pedante y paternal. Generalmente me llevaba a cenar y
comíamos con contumacia, como si leyésemos un libro sin perder
palabra, desde los sandwiches hasta las deliciosas tortas recubiertas
con baños de fantasía y las bebidas espirituosas y efervescentes, que
emborrachaban. Recibíamos una botella para cada uno, a veces dos.

Si una era astuta, conseguía un compañero emprendedor.

176



Todo romance era abandonado por l comida. Recuerdo un
compañero mío que no abrió la boca más que para comer y decirme,
antes de pasar de los sandwiches a la torta:

—Después de esto, te tocaré la pierna.
Ante la visión de la comida, los corazones aceleran sus latidos con
auténtica avaricia; siempre tenía lugar un febril almacenamiento de
sandwiches en los bolsillos y un amargo pesar al tener que abandonar
los restos de comida cuando comenzaban los últimos bailes y
teníamos que regresar al salón. Para ese momento, nos sentíamos
cansados, pues eran casi las diez, pero nuestra excitación, que
rápidamente se transformaba en irritabilidad, se renovaba cuando
alcanzábamos a ver al doctor Stewart y, quizás, al doctor Portman,

sentados en sus sillones afelpados, mirando, señalando y sonriendo.
Siempre que veía al doctor, mi corazón se contraía con expectación,
porque, a pesar de la influencia de la directora Lente y de la hermana
Bridge, era la decisión del médico la que importaba. Sin embargo,
¿cómo podía decidir él, si no nos conocía? Sí, realmente no nos
conocía, a excepción del momento en que nos decía: «Buenos días...»,

en el pabellón cuatro, y ni una palabra en el pabellón dos.
De oír a la señora Bridge asegurar que lo que necesitábamos era
una lección que nos enseñara a comportarnos y controlarnos como
«chicas con toda la educación», ¿nos conocería él?

Así que, cuando mi compañero me hacía dar vueltas con los giros
de un vals y pasaba frente al estrado real, temblaba de aprensión,
procuraba bailar bien y pensaba:

«Ahí está el doctor Stewart. Me está mirando, está viendo que
alguien me ha invitado a bailar, que no estoy "plantando". Observa
que estoy bien, que no necesito pasar todo el día en el pabellón dos,
encerrada en la sala de estar, o en el patio, o en el parque. Está
adoptando decisiones sobre mi caso. Ahora mismo.»

Pero cuando me aproximaba a él y me atrevía a echar una mirada
furtiva hacia donde se hallaba, sentado en su regio sitial, se notaba que
no estaba pensando en mí para nada, que ni siquiera se había fijado en
mí. Le estaba hablando a alguien y le decía:

—Si... yo... yo... yo…

177

El baile terminaba. Nos alineaban por grupos de pabellón a la
entrada del vestíbulo y nos empujaban hacia afuera, mientras la
enfermera nos contaba, golpeando nuestros hombros a medida que
pasábamos.

—Vamos, ¿o es que piensan pasar aquí toda la noche? Salgan.
¿Algunas más para el pabellón? Enfermera, ¿ha contado usted
correctamente? ¿Las ha revisado?

Cuando cruzábamos, ruidosa y rápidamente, a través del pabellón
uno, algunos de los niños se despertaban y comenzaban a llorar a
causa de las luces y del estrépito de las voces, aunque otros
permanecían sin ser molestados, rosados y felices en sus sueños. Las
ancianas se removían y suspiraban en la cama. Sus huesos crujían.
Una vez que llegábamos al «edificio de ladrillo» nos desnudaban sin
ninguna ceremonia, nos despojaban de nuestros trajes de fiesta y nos

colocaban en nuestras habitaciones o dormitorios o nos encerraban
con llave para más seguridad.

Me pregunto quién tomó la decisión de darnos tortas en lugar de
sedantes. También quisiera saber si en alguna oportunidad se
consideró la posibilidad de elección. Las tortas eran abundantes. Casi
todas las noches, y especialmente la noche de un baile o cualquier otra
salida especial, había pocas esperanzas de dormir entre los alaridos,
gritos y maldiciones. Nuestro bullicioso retorno después de un baile

despertaba a las pocas internas que dormían en el dormitorio
«sucio». Las demás continuaban sus rabietas, pero en tono más
sosegado. Y las que volvían irritadas, que no querían irse a la cama,
deprimidas al pensar en el mañana y, al contemplar los hermosos
vestidos de fiesta que las enfermeras nocturnas retiraban haciendo el
papel de crueles carceleras, caían fácilmente presas de la ira y la
violencia.

En mi cuarto pequeño, me cobijaba con la cabeza bajo las sábanas,
mis manos sobre los oídos y mis ojos aguijoneados por el sueño
detestable. Muy pronto llegaba la mañana, con los mirlos, la suave luz
a través de las persianas cerradas y el tintineo de las seis de la mañana,
provocado por las llaves de las enfermeras al abrir las puertas y arrojar

dentro los atados de ropa. Se producían peleas, faltaba ropa y las
pacientes se sentían rancias y pegajosas con el maquillaje viejo sobre
sus rostros y se miraban ente ellas, con la boca abierta, ante la
selección de una misma prenda. El rostro de todas forma parte de la
rutina de emerger del medio sueño y reconocer poco a poco la
mañana. El personal también sufría de irritabilidad.

178




—No más bailes para usted, señora mía. No más bailes...
Y, durante todo el día, la conversación, entre aquellas que hablaban,
giraba en torno al baile. Brenda fruncía sus labios y decía:

—La vi anoche, señorita Istina Mavet, pasando un rato maravilloso,
bailando y bailando... Tenía un compañero tan apuesto... Cómo
desearía ser usted para tener un compañero que hiciese latir mi
corazón. Salga ahora mismo de aquí, señor Federico Barnes.

Eric no era apuesto y yo no había disfrutado de un «rato
maravilloso». Sin embargo, la actitud de Brenda hacia mí era siempre
de benévola envidia y de anhelo. Aquello me hacia sentirme
responsable por su rescate, y por su empeño y posible reacción ante la
posibilidad de que el rescate no llegase nunca. Mi entereza me
avergonzaba al compararla con la fragmentación mental de Brenda,
esparcida hacia los cuatro rincones de sí misma a causa de una secreta

y recóndita explosión. Sabía que «ellos» habían intentado, sin éxito,
horadar orificios en su cerebro para permitir que las fuerzas
perturbadoras escaparan al exterior como vientos o demonios desde el
interior de un árbol en llamas. ¿Quién podría recomponerla y dejarla
sana? ¿Dónde se encontraba el conjurador? Yo me sentía inoperante.
Sólo conocía a un clérigo rechoncho que podía hacer surgir un choro
de pañuelos de seda del interior de un sombrero de copa.

179







29



Todos los años, durante el mes de febrero, celebrábamos el Día del
Deporte. Era un tardío verano. Las frescas brisas marinas daban ya
muestras de declinación y curvaban con irreverencia el césped,
hurgando en cada brizna marchita, como jóvenes que señalaran en
público los cabellos grises de una cabeza que envejece. Examinaban
cada hoja como escrutadores a sueldo que hiciesen el recuento de los
votos de la muerte. A veces, durante días y días, ya por inercia o por
falta de precaución y por la necesidad de acumular armas secretas, la
estación se mantenía suspendida en un clima idéntico, produciéndonos
la engañosa impresión de que nos hallábamos libres del tiempo, ajenas
a él.

Pero aquello suponía, en realidad, una invasión del tiempo; la cual,
como no podía tolerarse, era rechazada por la consciencia y
permanecía en forma monótona en el trasfondo de las cosas,
desapercibida, como reloj que hace tic-tac, o como el tráfico, o el fluir
del mar. Una se veía forzada a pasar y escuchar, corno cuando el ritmo
del reloj, el ruido del tráfico o el mar cambian; y el miedo acometía,
como si el trasfondo del tiempo se hubiese disuelto repentinamente.

Parece extraño, ahora, que se despertaran tantas emociones a causa
de un Día del Deporte y que escogiesen a los enfermos mentales,
justamente cuando la estación estaba cansada, en batín y pelo marcado
por así decirlo, preparándose para la última compulsión de dormir,
para construir un templo de glorificación del poder físico. ¿Qué
significaba aquello?

Nada.
Era, sencillamente, el Día del Deporte, una meta más en el maratón
de excitaciones que habla comenzado semanas atrás y en la que iban
abandonando, una a una, las pacientes que se volvían incontrolables.

180



Aquéllas eran colocadas en el parque, o en el patio, o en la sala de
estar «sucia», o recluidas. Mientras tanto, la directora Lente y la
hermana Bridge se encontraban de este lado de la ruta de agitación,
poniéndonos en nuestros puestos, con gritos tales como:

—No habrá Día del Deporte para usted con tal comportamiento,
señora mía.

—Actúe con cuidado o de lo contrario no se la verá a usted en los
deportes.

Durante el fin de semana previo al «Día», se trazaron las marcas
del templo y sus recintos sobre el césped situado frente a la entrada
principal del hospital: bandas blancas, garrochas del salto a la pértiga,
hoyos de arena y banderas rojas y blancas que abofeteaban el aire con
descaro. Y en nuestro paseo del domingo, velamos grupos de
pacientes masculinos, ensayando las ceremonias principales.
Sorteaban vallas con pértigas, saltaban dentro de sacos o colocaban el
potro y saltaban en el mismo sitio, elevando muy alto la rodilla. Eran
como niños pequeños que penetran en el campo antes o después del
juego principal y confían en que la multitud esté observándolos en sus
proezas. Pero en este caso, los hombres no estaban imitando a los
héroes del momento, estaban imitándose a sí mismos y el círculo de su

aislamiento era totalmente cerrado.
El lunes, nos vestíamos nuestras ropas de fiesta que lucían
charramente en personas que tomarían parte en un acontecimiento
deportivo; pero era regla del hospital que todos los pacientes que
visitaran la parte delantera se «vistiesen» ya que, a veces, venía gente
del pueblo como espectadora; y el segundo día de Deportes, incluso
los niños del pueblo recibían asueto y se concertaba pan ellos un
programa especial de carreras, seguido de una francachela de dulces y
bebidas refrescantes.

Nosotras deambulábamos por allí, oliendo a sudor y con nuestras
ropas manchadas, y contemplábamos a las del pabellón uno, que eran
puestas en fila por el asistente, vestido con un elegante traje negro de
pantalones sin bocamanga, como los que usan los policías. Algunas de
nosotras nos apresurábamos a ofrecer nuestra participación, ya que
cuanto más tiempo se ha permanecido en el hospital, más dispuesta

se siente una a intervenir en festividades. Por el contrario, a los no

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iniciados, la mayoría del pabellón cuatro y del pabellón de
convalecientes, esto sólo les causaba bochorno y los ponía en
evidencia. Por eso, a muy pocas de ellas se lograba convencerlas para
que saltaran dentro de sacos, se liaran pañuelos a los tobillos y
comieran junto a los hombres en la carrera de tres piernas. Como en el
baile, todos ellos se preguntaban «qué significaba todo aquel
escándalo». Pero nosotras, las del pabellón dos y las pacientes
permanentes del pabellón uno, que vivíamos en un estado de guerra
permanente, nos acercábamos las unas a las otras a pesar de nuestros
mundos separados y sellados como globos de vidrio con falsas
tormentas de nieve en su interior. Y nos asíamos a cualquier posible
entretenimiento, casi en forma inconsciente. No nos importaba, en
realidad, el correr con vestidos de tafetán metidos dentro de nuestros
pantalones, ni nos avergonzaba el presentarnos a pedir dos helados,
mintiendo en que «habíamos sido pasados por alto en la primera
distribución». Por un altavoz, alguien gritaba:

—¡Carrera llana! ¡Mujeres!
Mi corazón comenzó a latir con excitación. Después del
preliminar intercambio:
—Tú no corres mal, Istina, ¿por qué no te decides a tomar parte?
—No, creo que no.
—¿Y por qué no? Mantén bien alta la reputación del pabellón.
—Está bien.
Y yo sabía que me apresurarla a llegar a la salida y, cuando sonara
el tiro de pistola, saltaría al campo bordeado de blanco y correrla
como si en ello me fuera la vida, a pesar del viento que soplaría en mi
rostro, tratando de detener mi avance. Y experimentaría la sensación
de que no hacía ningún progreso por el campo y éste parecería
transformarse extrañamente en pesados coágulos, como si fuera arena
mojada.

A veces, cruzaba la línea de meta en primera posición y me
apresuraba, sin aliento y orgullosa, hasta donde se encontraba el
asistente, quien me entregaba una tarjeta que rezaba: PRIMER
PUESTO. Y estaba segura de que todos me admiraban. Junto con los
demás ganadores, me reunía en un grupo a conversar; y nuestras
palabras se balanceaban como clara de huevo, indecisas sobre qué
esfera elegir, y permanecían errantes entre una y otra,

182

entremezclándose con ambas bajo el palio de la tienda que olía a
aserrín y dentro de la cual se hallaban los premios, colocados sobre
mesas de caballete. Felices y pavoneándonos, entregábamos nuestras

tarjetas. Tras una de las mesas Eric distribuía los premios, por ser uno
de los pacientes en los que se confiaba. Parecía un habitante natural de
las tiendas pequeñas que rodean a la gran tienda real, como ofreciendo
un desvaído espectáculo de magia y lienzos blancos como pastos, en
las ferias rurales.

—Te observé —me dijo Eric mientras me entregaba el premio que
consistía en medias de nylon
—. Ven conmigo en la de tres piernas.
—No —le respondí con frialdad—. Ya se lo prometí a Ted.
Ted era el antiguo muchacho «Borstal» que ahora trabajaba en el
jardín del superintendente y ayudaba por la mañana con los tarros de
leche. Era robusto y moreno y su rostro parecía tener siempre una
expresión de ladina admiración, tanto por él como por otras personas.
Lo que lo había llevado a ser un «Borstal» fue su irresistible deseo de
tocar todo cuanto admiraba. Sus manos eran torpes, grandes, como si
fueran un ente ajeno con voluntad propia, y el negarles el poder de
tocar había sido como negarle a un escultor su contacto con la piedra.
Pero Ted no era escultor. Era un hombre joven con un deseo ferviente
de admirar y ser admirado y su expresión artificiosa se debla a su
perentoria necesidad de practicar el comercio de la admiración, al

cual había dedicado realmente su vida.
El Día del Deporte participaba en muchas carreras y ganaba. Como
no podía contener su euforia, comenzaba a saltar por todo el terreno
metiéndose en el camino de todos. Cuando se me acercó, le dije que
sí, que iría con él en la carrera de las tres piernas. Ganamos. Hice otro
viaje hasta la tienda a recoger mi premio,

—Te observé —me dijo Eric, mientras me entregaba las medias de
nylon
—. ¿Vendrás conmigo el año que viene en las tres piernas?
Mientras tanto, las bebidas habían llegado. No gaseosa
embotellada, como en el baile, sino algo que parecía botes de petróleo,
rebosantes de un líquido color sangre. Un espeso jarabe, que
distribuían en tazones del hospital y que dejaba un manchón rojo en su
interior. Bebimos y volvimos a buscar más. Se nos permitía beber
cuanto quisiésemos y, al no haber nadie que nos dijese: «Señorita, le
ajustaremos cuentas», experimentábamos una verdadera sensación de
deleite. Y, tal vez, en las dependencias recónditas de nuestras mentes,
se agitaba una adormecida aprehensión al pensar en la inevitable
secuela que producirían nuestros temporales placeres del picnic.

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Alegremente, nos dejamos conducir en rebaño al pabellón para
cenar; y recibimos un impacto al ver que el pabellón dos no había
cambiado, que la gente aún gritaba y maldecía en la sala de estar
«sucia» y que la hermana Bridge seguía voceando: «Al servicio,
señoras...», mientras hacía guardia de pie, junto a la puerta de los
retretes. Siempre es difícil llegar a convencerse de que la sola
voluntad de cambiar algo no produce cambios inmediatos.

¿Por qué existía todavía el pabellón dos, si nosotras hablamos
estado divirtiéndonos alegremente en el césped del parque,
llenándonos de jarabe color rubí y helado, en la atmósfera de una
competición? Como seguíamos observando sólo el fluir de los
pañuelos de seda, nos imaginábamos que el conjurador no estaba
practicando sus habilidades tramposas. ¿Por qué rehusábamos, en el
fondo, admitir el engaño?

Por la tarde, los médicos, con sus esposas e hijos, acudieron a los
deportes para ver las carreras entre los miembros del personal. Ahora
ya no corríamos nosotros; ahora éramos espectadores que observaban
intensamente a gentes extrañas que no eran internados. Comenzamos a
sentirnos solas y deprimidas, a medida que se desvanecía la excitación
producida por nuestra participación en los deportes y se alejaba
lentamente, dejando tras de sí los sedimentos de la diaria rutina.
«Edificio de ladrillo», señores. Servicio, señoras. Parque, señoras.
Conocíamos la verdad de los picnics, bailes y Días del Deporte, de
igual manera que un niño conoce, después de un tiempo, la verdad que
se encierra tras las palabras del dentista cuando promete: «Quitar el
dolor, colocando una muñequita sobre una almohada diminuta para

que duerma en tu boca».

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30



Mis manos. No están limpias mis manos. Las carcomidas uñas
están impregnadas de roña y la barba que había comenzado a crecerme
cuando me encontraba en el Albergue del Parque crece ahora más de
prisa; pero pienso que nadie sospecha que tengo barba. Me la borro
con un mitón de papel de lija que me envió mi familia y una de las
preocupaciones de mi vida es esconder estos mitones en mi persona,

sin que nadie lo sepa, y rascar mi cara todas las mañanas con ellos,
bajo la ropa de cama.

Soy vanidosa. Estoy adelgazando. Me contemplo en el espejo del
corredor. Miro mi falda de pabellón, mi conjunto de pabellón y mi
cabello rizado. Tengo veintiocho años; ya casi hace ocho años desde
que vine por primera vez al pabellón cuatro. Al otro lado del mar, un
rey ha muerto y un paño mortuorio ha sido echado sobre la música y
Carol pidió a gritos que cesaran los cantos fúnebres que emergían el
día entero de la radio, colocada dentro de su anaquel enjaulado

y bajo llave y que cantaran Una encantadora noche.

Una encantadora noche

Verás tú a un desconocido...

Y una reina ha sido coronada, con celebraciones obligatorias en
todos los pabellones, festejos y festejos. Brenda tocó el piano en la
sala de estar «limpia», aun cuando el señor Federico Barnes se niega
ahora a dejarla sola ni un solo momento y no quiere que ella toque
más el piano; y este ir en contra de sus deseos le produce, más tarde,
una espantosa violencia recriminatoria en la vida doméstica de su
mente.

Aquel día bebimos cerveza insípida y aguada y Carol cantó para
nosotras Una encantadora noche y Llevando mi chica a casa.

Hilary también cantó:

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En la cima del Smoky nevado,

He perdido a mi amor más fiel
Por cortejar demasiado tiempo.

Minnie Cleave tocó Llegan los Campbell y era todo sonrisas
porque había encontrado su pañuelo. Y la señora Shaw, después de
recibir estímulos, bailó. Tenía unos enormes pechos, que le colgaban
como botas vacías hasta sus rodillas, y las pacientes y enfermeras se
divertían en mirar cómo se sacudían de arriba a abajo mientras
bailaba. Y Mandie, que era Dios, al observar la popularidad del
número de la señora Shaw, se ofreció también a bailar una cadencia a

saltos, manteniéndose sobre las puntas de los pies y exhibiendo sus
piernas bien formadas que hubieran honrado los calzones cortos de un
cortesano. Pronto quedó sin aliento, pero continuó haciendo cabriolas.

—Basta, Mandie —gritó Carol.
Mandie extendió su brazo punitivo.
—¡Caerás! —la amenazó, convirtiéndose de nuevo en Dios.
—Bueno —terció la enfermera—, ¿quién más hará un número para
el Día de la Coronación?

—Yo podría contar un cuento —comenzó Betty la alta, con picardía—,
pero no delante de gente.

—¿Y tú, Julia? —sugirió una enfermera—. Canta para nosotras.
—No —respondió, lacónicamente la barbuda Julia.
Llegaron la directora y el doctor Stewart y ambos echaron una
sonrisa general en torno al salón, una sonrisa indulgente. La directora
se dirigió a la grandota Betty, que se hallaba reclinada en su sofá.

—Betty, ¿estás divirtiéndote?
—Estas jovenzuelas —dijo Betty— no quieren representar para la
Coronación.

—No todos los días coronan a una reina —dijo la directora con
beatitud
—. Vamos, todas ustedes deben hacer justicia al
acontecimiento y celebrarlo.

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El sol y la sombra son trucos y yo no confío en nada y comprendo
por qué tenemos el teléfono y por qué, aunque cortemos los cables,
levantamos aún el receptor aguardando oír la voz que tememos. Y
comprendo a los espejos y procuro encontrar el punto exacto de su
profundidad en el cual nos convertimos en nada. Sí, yo miro dentro
del espejo del pasillo exterior de la oficina de la hermana Bridge y sé
que está colocado ahí para atraparnos, como los espejos en las

tiendas de mercaderías, colocados para que el detective de la casa
pueda cogernos hurtando en la mercería de nosotros mismos. ¿Quién
es ahora nuestro dueño? ¿Es nuestro crimen el que nos robemos a
nosotros mismos? Pero nunca he visto tanto amor en el almacén;
confinado, sellado y con el precio rebajado, rezuma y se filtra a través
de la pared, como una presencia hedionda. Uno borraba su presencia
como un vaho sobre un espejo y ahora ellos siempre dicen: «Sí, señora
mía, usted nunca saldrá de aquí, así que es mejor que se haga a la idea
de aceptar las cosas», como si yo fuera una tómbola de objetos usados,
como si fuese mi propia obra de caridad. No me aplican T.E.C., ni me
lo han aplicado desde que dejé Treecroft y, aunque el temor a él
todavía está presente, ya es algo lejano. Además, el doctor ha dado su
palabra. Sin embargo, la desesperación aumenta cada día. Intento
hacer con el sol un libro de historia, indicando, para que otros
aprendan, sus virtudes y condiciones de brillo que hace que cada día el
cielo se injerte de nuevas nubes; es difícil enseñar el perdón. Por las
mañanas, el sol respira vapor de limón sobre el césped y las tablas del
vallado del parque aparecen manchadas por la humedad de la noche.

¿Es el sol una cámara de calderas, un crematorio secreto?
En la oficina del pabellón, en la parte posterior del lado derecho de
un cajón, la hermana Bridge guarda la capa de comprimidos
barbitúrico, las cuales, según el reglamento, deben estar bajo llave en
el armario de los venenosos. Yo las he visto. Las vi una noche en que
la señora Bridge estaba fuera de servicio y la enfermera Clake, su
asistente, me dijo:

—Istina, déme masaje en los pies y en las piernas.
Tengo miedo de la enfermera Clake. Está casada con un carnicero y
tanto ella como su marido han cogido en su cara el reflejo rojo de la
carne. ¿Qué será lo que me impide deslizarme hasta la oficina, al
regresar del comedor, y coger a escondidas los comprimidos,
tragándolos para caer así en un sueño profundo del que no despertaré
más?

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La muerte, me dije, Pero es como la verdad. Volamos, de
continente en continente, entre las dos palabras, en su confort de
primera clase, pero, cuando llega el momento de dejar las palabras
como tales y cargar con nuestro paracaídas hasta su significado dentro
de la tierra profunda y de las mareas por debajo de nosotros, el
paracaídas falla y no se abre. Quedamos, entonces, desamparados, o
nos desviamos mucho de nuestro objeto, o bien, helados de espanto,
atisbamos en las tinieblas y nos negamos a abandonar el confort de las
palabras.

Escribí a la muerte. Querida Muerte, le dije, formalizando nuestra
relación; y los residuos de luz derramada se veían esparcidos por el
césped del parque.

Robé los comprimidos.
—Perra, tratas de saquearme. Perra, yo sé por qué robaste.
Luego, un golpe en el estómago y café negro, antes de dormir un
escándalo de rezongos ante la hermana Bridge, que se erguía con su
cabello amontonado semejante a paja. Por fin, dormir recluida.

Y después la mañana. Desayuno para Esme y Catalina y el sonido
de las tazas esmaltadas al ser arrojadas contra la puerta. Aguardé mi
taza de potaje, el trozo de pan y el tazón de té, pero nadie visitó mi
cuarto. Oí la cháchara de los trabajadores del pabellón uno y, a las
ocho y media, el rumor de la gente de la sala de estar «limpia» que
pasaba a su trabajo en el «edificio de ladrillo»; escuché a Hilary que

cantaba Si yo fuera un mirlo y afuera, en el patio, a las mellizas que se
comunicaban como si fueran perros, ladrándose entre ellas. De pronto,
una enfermen abrió mi puerta y arrojó al interior un batín y zapatillas.

—Póngaselos.
Yo podía sentir que mi corazón latía más de prisa, mi respiración
perdía su ritmo y el pánico me dominaba. Traté de recordar la regla
secreta que me había formulado yo misma para mantener la serenidad:

«Te prohíbo, Istina Mavet, que sientas pánico en una habitación
pequeña y cerrada con llave.»

Apareció una enfermera con una silla de ruedas; al fondo, se veía a
otras dos enfermeras. Debía actuar con astucia.

—Iré caminando —dije, de la misma forma que podría haber dicho
iré volando, iré en murciélago o montada a horcajadas de una bacteria.
Tenía que ser muy astuta.

189




—Déjeme caminar sola —dije y no pude hablar más, ya que había
agotado mi cuota de calma, y rodeada por tres enfermeras me
encaminé, a través del camino, desde el «edificio de ladrillo» hasta el
pabellón de observación. Para el tratamiento.

Exactamente al pasar frente a la sala de estar «limpia», aproveché
mi ocasión y me lancé hacia la ventana, destrozando el vidrio con mi
cabeza. Se produjo un astillamiento de hielo y los peces errantes, al
oler la sangre, giraron y olfatearon hacia delante.

Mi rostro sangraba. Me encontraba en la silla de ruedas en la
habitación del tratamiento. Subí a la cama y cerré mis ojos.

—Déjeme ver —dijo el doctor Stewart, secando la sangre con una
esponja.

Me eché a llorar:
—Usted prometió... Usted prometió...
Desperté en el pequeño cuarto cerrado, sobre un colchón en el
suelo, con mantas y sábanas de lona. Y durante varios días permanecí
allí, recluida. Olí la habitación. Fui de compras a través de los olores:
vieja orina mezclada con miseria, pues no era el delicado hedor de los
bebés que aún no han sido enseñados, sino un olor adulto, preservado
y proscripto, de quienes habían sabido y habían sido despojados de su

saber; el olor de cera rancia; paja, aserrín y falta de sol; el olor de los
rincones, de la puerta de madera que había sido pateada y golpeada
durante setenta años.

Todas las mañanas me daban un baño, de reglamento para las
pacientes recluidas. Mi habitación era limpiada con rapidez, casi
siempre por Carol, con un trapo mojado. Mi cama estaba hecha para el
momento en que yo regresaba temblando, aterida por el frío viento
que soplaba a través de la escalera de cemento y a través de las puertas
con tejidos de alambre del «edificio de ladrillo» hasta el cuarto de
baño sin puerta, con su antigua bañera expuesta y manchada de
amarillo. Y quedaba así pronta para ser encerrada por todo el día.

Mi desayuno había consistido en un tazón de potaje y una o dos
rodajas finas de pan, con barquillas de cuero o hule, amarillas de
mantequilla; las vaciaban del lado con que la mantequilla estaba
demasiado fría para untarla. También una taza esmaltada de té lavado,

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con palillos flotando en él y mensajes secretos en los desagües del
fondo. Mi desayuno siempre sabía más dulcemente que cualquier
fiesta, en primer lugar porque significaba que no habría tratamiento;
porque, desde que el doctor no había mantenido su promesa y me

había llevado al pabellón cuatro atrapada, parte de mis días y mis
noches transcurrían planeando ansiosamente cómo evitar la próxima
tentativa de T.E.C. Empero yo tenía que forzarme a obedecer mi
reglamento de no experimentar nunca pánico dentro de una pequeña
habitación cerrada.

El desayuno era mi compañía. A veces, guardaba la mitad para
comerla más tarde durante la mañana, cuando los trabajadores, con su
actividad y bullicio, el vapuleo de sus estropajos y los ecos de sus
conversaciones y cantos, se habían marchado del «edificio de ladrillo»
y todo quedaba tranquilo, con excepción del refunfuñar de Zoe. Zoe
no dormía ni en una habitación individual ni en un dormitorio grande,
sino en un cuartucho situado al fondo del pasillo, como si fuese un
lastimoso engendro humano, emergido del propio «edificio de
ladrillo». Estaba en cama para siempre. Tenía poca carne, sólo
enormes huesos prehistóricos que sobresalían de la manta que la
envolvía cuando la conducían al servicio. Su rostro era como uno de
esos mapas que son el post-mortem del ayer de la tierra y que revelan
los estratos, fallas y pliegues ocasionados por cataclismos naturales,
por el tiempo o, simplemente, por ser así.

Toda la mañana el edificio permanecía en calma porque Esme y
Catalina eran llevadas a veces al patio. Yo escuchaba los lejanos gritos
y llantos que llegaban desde el parque y pensaba que tal vez era
tiempo de comer mi pan con mantequilla a guisa de compañía. Una
vez, una tata entró tan rápidamente por debajo de mi puerta que se
subió a mi cama y a la ropa. Boqueé de temor y, al moverme, la rata
gris huyó hasta debajo de la puerta, Pero volvió. Volvió una y otra vez.
La bauticé con el nombre de señor Griffiths, pues noté que era una
rata del «edificio de ladrillo» y de desperdicios del colchón y, por lo
tanto, era civilizada. ¿Civilizada hasta qué punto? Bueno, no brincaba
como un ratón de campo, sino que corría como las personas
civilizadas, que corren para poder alcanzar un fin y descubrir así por
qué corren. Establecí una precaria amistad con el señor Griffiths,

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pues, aunque no me hablaba de su propio mundo, escuchaba,
sobornado primeramente, como cualquier ser humano, por epígrafes,
promesas y migajas del desayuno. Escuchaba mi historia del pabellón
dos, del T.E.C., de la hermana Bridge y respecto a sus órdenes
referentes a que yo no debía tener libros ni material para escribir y que
nadie debía hablarme.

Pero una de las enfermeras me empujó una revista a través de la
abertura en la esquina de la pared y otra me pasó un lápiz a
escondidas. La revista se titulaba La Vida de la Mujer y se veía repleta
de sobrecogedores seriales sobre médicos y enfermeras, malaria y
acciones del caucho, juntamente con consejos para el matrimonio y
«Pensamientos Nocturnos por el Hombre de Ojos Grises», anuncios
de biliosas habas y un suplemento sobre gelatinas simétricas para

recortar, con cocina policromática y patrones de tejidos y costura. Leí
La Vida de la Mujer, escudriñando compulsivamente los anuncios,
como si encerraran el secreto de la vida y la libertad; algunos
prometían ambas cosas en un plazo temporal de 28 días. Y leí cada
línea con la misma actitud absorta en que solía leer los trozos de
periódicos que mi padre recortaba para el retrete de casa.

Sobre la pared, escribí con lápiz fragmentos de poemas que
recordaba, pero el lápiz, aplicado sobre el muro del «edificio de
ladrillo», era como una tinta rebelde que se niega a prender. Los dos
elementos eran antagónicos y las palabras sufrían la crueldad de un
borroneo ininteligible, o quizá, como defensa propia, optaban por
mantenerse retraídas sin llegar a tomar forma.

—Aquí tiene —dijo la hermana Bridge—. Una vasija de agua, un
trapo y jabón. Borre la escritura de la pared.

—¿Cuántos kilómetros faltan para Babilonia?
Privada de mi lápiz y de mi revista, que descubrieron al hacer mi
cama, me recitaba poemas a mí misma o cantaba o, en silencio,
recordaba y temía. Esme y Catalina estaban en calma. Esme, si no la
trasladaban al patio o al parque, pasaba todo el día de hinojos en un
rincón del cuarto y con su camisón sobre la cabeza. Era salvaje y se
arrojaba sobre quienquiera que entrase; quienquiera, excepto la
hermana Bridge. Catalina también en feroz. Como prerrogativa,
recibía cada quince días una visita: su madre. Por lo tanto, una vez
cada quince días, vestían a Catalina, le limpiaban la nariz, le ataban el
pelo con un lazo y le colocaban, en sus hinchados y endurecidos pies,

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unos zapatos que, a pesar de haber sido comprados hacía años, estaban
aún flamantes. Como estarían los zapatos de cualquiera si los usara
sólo ocho horas al año. Catalina solía quedarse de pie, inmóvil,
durante todo el día. Excepcionalmente producía un ligero golpeteo con
los píes, de la misma forma que un caballo que patea para quitarse las
moscas y las irritaciones cuando se encuentra solo en un prado.

Mi piel se estaba alisando sobre mis huesos, instalándose dentro de
las cavidades y curvas, hundiéndose como si fuera un camino nuevo,
desacostumbrado al esfuerzo del tráfico. Me aparecieron bolsas.
Adelgazaba. Había mordido todas mis uñas y ya no tenía medias
lunas. A veces, recordaba la deslumbrante gelatina de la revista y,
cuando me cansaba de escarbar en mi mente los riscos color rubí y

los taludes y de sumergirme en los valles transparentes, me dormía
con la cabeza bajo la áspera manta de paño y era despertada a las once
y media por el sonido del carro de las comidas cuando llegaba a la
puerta del pabellón uno, con el guisado o estofado y la vasija de sopa
de lentejas o guisantes. Luego oía abrir y cerrar la puerta del pabellón

dos, abrir y cerrar el portón del patio, abrir la puerta del «edificio de
ladrillos» y los sonidos que anunciaban la llegada de la comida, que
consistía en un cuenco de estofado y otro de arroz, pero sin pan para el
señor Griffiths o compañía para la tarde.

Las tres y media, hora del té. Dos salchichas, pan y mantequilla y
una hermosa tajada de torta arco-iris que comía golosamente,
guardando un pequeño trozo de pan con mantequilla. Y pensaba que,
si alguna vez me permitían salir al exterior, «al mundo», sería
arrojada, como nosotros los que no pasamos hambre somos arrojados
dentro de una confusa multitud de sabores, y sólo guardaría el
recuerdo del sabor privado y sacramental del pan.

Y ahora llevarían a la gente de la sala de estar «sucia» al «edificio
de ladrillo». Y los gritos, los juramentos, los golpes dados con las
camas, las puertas batidas, los llantos y las peleas, no cesarían en toda
la noche, ni tal vez en la mañana. Oí los usuales alaridos de Violeta, en
un tono más agudo que el resto, y supe que ella estaría de pie,
hundiendo sus dedos en sus oídos, procurando no escuchar las voces,

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y con sus ojos cerrados, intentando no ver las terroríficas figuras
negras, con rostros como moscas, que se movían hacia delante y hacia
atrás durante toda la noche, comprando y vendiendo. Y luego, tendría
que esconderme bajo mis mantas y taponar mis propios oídos, ya que
Bertha estaba en el cuarto contiguo al mío. Oí como la arrastraban por
el pasillo y, al pasar por afuera, se escapó, prendió y apagó mi luz y

arrojó por el orificio de observación de la pared un trozo de papel
arrancado de la primera página del Mail, que decía: Novedades de

Embarques en Bienes Raíces y anunciaba una muerte, la del
señor Humphrey Noke. Coloqué el papel debajo de mi almohada para
estudiarlo después. El señor Humphrey Noke no había pedido flores.
Tenía cuarenta años, había sido un sufrido paciente, era llorado por su
amada esposa y sus empresarios de pompas fúnebres eran Canseway y
Mead Limitada.

Durante toda la noche, Bertha cantó una canción: Más cerca de ti,
oh Dios y deliró sobre lo que ella llamaba «el tratamiento de shock» y
mantuvo conversaciones con el doctor, el cual nunca le había dirigido
la palabra, excepto para decirle: «Buenos días».

Y hasta eso era un saludo económico destinado a todas las
pacientes de la sala de estar «limpia». Bertha pasaba ahora todo el día
en su habitación y siempre cantaba Más cerca de ti, oh Dios.
Comprendí que, aunque uno puede ser caritativo a distancia, es más
difícil serlo cuando se comparte un pasillo de reclusión de noche y de
día con el vecino a quien hay que compadecer. Planeé matar a Bertha,
silenciada. Día y noche su voz quedó en mis oídos, se arrastró, se
arrastró a lo largo de la piel de mi rostro y penetró en las raíces de mi
cabello. Apreté mis puños y le grité que cesara de cantar. Su voz me
asaltó desde los rincones de la habitación y emergió de la opaca luz
que se mantenía encendida en su destartalada jaula, próxima al
cielorraso. La oí escupir.

—¡Doctor, doctor! —gritaba—. ¡Más cerca mi Dios de ti! ¡Más
cerca de ti!

Después de unos días, se la llevaron para aplicarle tratamiento y
regresó sonriente.

—Recibí el tratamiento de shock —dijo plácidamente.
Le permitían volver a la sala de estar «sucia», donde permanecía
hasta que los síntomas familiares comenzaban nuevamente: el doble
encendido de luces, las roturas, la conversación sobre «tratamiento»,
los cantos Más cerca de ti, oh Dios.

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El canto de Bertha encolerizaba a Mandie que era Dios y no creía
conveniente que le dirigiesen la palabra de esa forma. Mandie era alta,
fornida y de mediana edad. Tenía el cabello plateado y una voz
profunda y poderosa. Era Dios. Solía pararse en la sala de estar y
señalaba amenazadoramente con su dedo a cualquiera que la
molestara.

—Caerás, Carol Page —ordenaba—. Caerás. Es Dios quien está
hablando.

—Tú no eres Dios. Eres una vieja tonta —controvertía Carol,
volviéndose al tiempo hacia las demás pacientes como queriendo entre
asegurar y preguntar
—. Ella no es Dios realmente, ¿verdad?
Porque pese a su postura de ser mayor y a su anillo de «promiso»
con el «zafiro genuino» y su fanfarronería para con la mayoría de las
pacientes de la sala de estar «sucia», Carol era una niña crédula, llena
de supersticiones, temores y perplejidades. Le temía a las palabras y
no lograba captarlas totalmente. Si se la observaba cuando conversaba,
se la podía ver agachándose cuando las palabras, algunas muy simples

pero incomprensibles para ella, venían rodando en tropel y parecían
cobrar un ímpetu capaz de matar como rocas despeñadas. Era muy
valiente de parte de Carol el quedarse y no huir y el procurar aprender
las palabras gigantes, que ella necesitaba para compensarle la estatura
que le había sido negada a su cuerpo contrahecho. ¿Mandie era Dios?
Carol nunca estaba segura, ya que el padre, en la iglesia, había dicho
que, si bien Dios estaba en el cielo, también estaba en todas partes,
espiándonos, para escribir nuestro nombre en su libro. Carol creía al
sacerdote. Siempre se aproximaba después a él para estrechar su
mano, de la misma forma que iba hasta las señoras visitadoras para
que la tranquilizaran y para hablarles respecto a su anillo de
«promiso» y también respecto a que ella era «ilegítima».

—¡Cae! —gritaba Mandie—. ¡Cae, maldita seas!
Y, en seguida, levantaba su falda de pabellón y bailaba un cancán
en versión sala de estar «limpia». Ella no creía que esto fuese
incompatible con el comportamiento de Dios.

Permanecí en reclusión por muchas semanas, durante las cuales
dormí en el suelo, recibí la fría corriente de viento sobre mi rostro y la
visita del señor Griffiths, que venía ocasionalmente a buscar su pan
con mantequilla. Ahora tenía mantas. Me gustaba estar sola, abrigada,
pensando en el señor Griffiths e interrogándome a mí misma sobre el
señor Humphrey Noke. ¿Quién era él? ¿Por qué murió? ¿Cuál fue

el tema de conversación de los gusanos mientras examinaban su rostro
muerto?

195



Llegó un visitante para mí. Extrañada, me vestí con las arrugadas
topas que me entregaron. Una enfermera me llevó a la clínica donde
alguien me aguardaba entre frascos, muestras, máscaras y túnicas. Era
Eunice. La habla visto dos veces en mi vida y había querido
ayudarme. Me eché a llorar. Ahora estaba sentada sobre una pequeña y
dura silla de la clínica, como sobre un banco en un salón de clase. La
enfermera permaneció conmigo.

—Me dijeron que no te permitían visitas —comenzó Eunice—, pero
les rogué y me dejaron entrar unos pocos minutos. ¿Deseas algo?

—Humphrey Noke está muerto —le susurré—. Yo no quería que
muriese.

Pareció confundida. No me dijo que me animase. Vestía de negro.
—Humphrey Noke está muerto —le repetí.
—Recuerdo que te gustaba —me dijo rápidamente y extrajo una
fotografía de su bolso
—. Esto es para ti. Es la casa de Henry James en
Rye.

—Tiene que irse ahora —le dijo la enfermera a Eunice.
Nos dijimos adiós. Me quitaron las ropas y volví al oscuro y
desagradable aposento, apretando cálidamente en mi mano la diminuta
fotografía de la casa de Henry James.

196

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31



Una mañana me dieron mi ropa y me dijeron que me levantase.

Mi ropa colgaba suelta y se pegaba a mis huesos como una tienda de
campaña plantada en la nieve para cobijar a los exploradores muertos
durante la ventisca, como si los muertos, que ya están fríos,
necesitasen protegerse del frío, de la misma manera que el hombre
necesita, sobre todo, ocultar los atributos que le hacen humano.

Después de haber pasado semanas enteras en la pequeña y oscura
habitación, parpadeé bajo la viva, irritante y amarilla luz del día,
mientras seguía a la enfermera hasta el parque, entre pacientes de la
sala de estar «sucia» y me sentaba sobre la hierba y miraba a lo alto,
contemplando las nubes que discurrían sobre la plancha luminosa del
cielo. De pronto, se abrió la verja del parque y entró alguien. Era un
médico al que nunca había visto, un hombre bajo y con cara de mono,
que llevaba la cabeza ladeada y una chaqueta blanca demasiado larga.
Le miré fijamente. En realidad, todas le mirábamos fijamente, pues
jamás entraba ningún médico en el parque. ¿Acaso no sabía que los
médicos no debían mezclarse de este modo con los perturbados
pacientes? Pues, aunque la directora Lente aprobase su solitaria visita
al pabellón
—y era seguro que no la aprobaba—, habría de sufrir el
asalto de las mujeres ansiosas de volver a casa, aunque sabían que
nadie las quería y no tenían adonde ir, y que le suplicarían sin cesar:
«¡Sáqueme de aquí! ¡Sáqueme de este pozo!»

El extraño médico entró calmosamente en el parque y, en el acto, se
vio rodeado por mujeres que hablaban y le cogían del brazo. Pero lo
más asombroso fue que también él las cogió por los brazos y les habló
y se rió. No reprendió a nadie con un «¡Bájese la ropa!» y cuando
algunas de las pacientes se levantaron las faldas no les preguntó
siquiera si habían arrojado a la taza del retrete las medias que faltaban
o si habían tirado los zapatos por encima de la valla. No. Les hablaba

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y luego las escuchaba respetuosamente y no parecía asustado ni
inquieto ante la posibilidad de que la directora Lente le sorprendiera
paseando solo por el parque, entre las alborotadas pacientes que se
agolpaban ahora a su alrededor, como niños ante un vendedor de
helados en un día caluroso, o como moradores de un puesto solitario
en espera de noticias.

—Hola —me dijo—. ¿Qué le parecería si le trajese algunas
ilustraciones para mirar? ¿Le gustaría comentarlas conmigo? Me han
dicho que ha sido usted muy mala.

Me eché a llorar. Todo el mundo, incluso el nuevo médico, me
decía que había sido mala, como una niña caída en desgracia. Eché a
correr hasta el fondo del parque y me dejé caer sobre la hierba,
pensando en mi delito y dándole vueltas a la sentencia que todos,
incluso yo misma, parecíamos atesorar y querer conservar, como una
joya maldita.

Durante la comida, Carol nos dijo que el nuevo médico era el
doctor Trace.

—Le he contado lo de mi anillo de «promiso» —añadió.


Unos días más tarde, el doctor Stewart habló conmigo en la clínica.

—No nos gusta tenerla aquí —me dijo—. Hay una operación que
cambia la personalidad y reduce la tensión y hemos decidido que lo
mejor para usted es someterse a tal intervención. Su padre o su madre
tendrán que firmar la autorización. Hemos pedido a su madre que
venga a vernos.

Mi corazón empezó a latir con fuerza dentro de mi pecho y tuve la
impresión de que era arrancada de mí misma, como un árbol que,
después de pasar muchos años en un espacio personal y limitado, es
desgajado de pronto y, a pesar de ello, sus hojas continúan brotando a
impulso de la costumbre, como una forma invisible resistiendo la
ansiosa penetración del aire.

«¡Huy!», pensé. Me vi empaquetada entre hielo y me eché a
temblar.

Los ojos del doctor Stewart subían y bajaban como focas en una
piscina.

—Cambiaría usted —repitió—. Se le reduciría la tensión.

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Su nuez de Adán formaba una protuberancia en su garganta. Su
rostro presentaba un color grisáceo. «El campo de prisioneros en
Alemania», pensé. Y entonces miss Dock, la profesora de historia que,
en sus ratos de ocio, hacía labor de punto y tapetitos de rafia para la
tetera, se me apareció con el rostro iluminado por un rótulo de neón
que decía: EUROPA EN EL CRISOL. Sonreía gozosa, vertiendo islas

y continentes líquidos en el crisol y agitaba la mezcla, mientras el
doctor Stewart, la directora Lente y la hermana Bridge preparaban el
nuevo molde.

—¿Y qué me harán? —le pregunté.
—Una operación en el cerebro, naturalmente —respondió el doctor
Stewart.

¡Naturalmente!
Recordé un dibujo que había visto del cerebro. Parecía una nuez
con su cáscara y sus zonas estaban marcadas con grandes letras de
imprenta: ATENCIÓN, MEMORIA, EMOCIONES, como los
nombres de las ciudades en un mapa extraño y alegórico.

—Quiero irme a casa —dije.
No me refería a aquella en que vivían mis padres, ni a cualquier otra
casa de madera, de piedra o de ladrillo. Había dejado de sentirme
humana. Sabía que ahora tendría que buscar refugio en un agujero de
la tierra, o en una telaraña del rincón de un alto techo, o en un nido
oculto entre dos rocas de una costa batida por el mar. En el torrente de
soledad que me abrumó al oír las palabras del doctor, no hallaba lugar
donde posarme, donde agarrarme como un murciélago que se cuelga
de una rama, o donde tejer una de esas telarañas que se ven en los
zarzales.

—Se le reducirá la tensión —repitió el doctor Stewart, en tono
seguro, como si anunciase la partida de un tren.

Después sonrió.
—Es mejor que permanecer aquí constantemente, ¿no le parece?
Ahora váyase y sea buena.

200



Cuando mi madre hubo firmado el documento autorizando la
operación y todo quedó dispuesto, la hermana Bridge empezó a
mostrarse amable conmigo.

—Con tu personalidad cambiada —me dijo—, nadie sospechará lo
que has sido. Muchos pacientes han sufrido antes esta operación y
otros muchos se someterán a ella después. Sé de una mujer que vivió
aquí durante veinte años. Y ahora, ¡imagínate!, vende sombreros en
una tienda de modas de la ciudad. Y eso que casi siempre tenía que
estar encerada, como tú.

—No creo que yo pudiera vender sombreros —le dije, en tono de
duda.

—No tienes idea de lo que serás capaz de hacer. Te hallarás fuera
del hospital en menos que canta un gallo, en lugar de tener que pasarte
aquí toda la vida, y encontrarás un buen empleo en una tienda o en una
oficina. Nunca te arrepentirás de haber sufrido una leucotomía.

Ahora que mi personalidad había sido condenada al derribo, como
una barraca ruinosa, los arquitectos pusieron manos a la obra. Se
permitió a las enfermeras que me hablasen, y tanto éstas como la
hermana Bridge e incluso la directora Lente, invadieron mi
personalidad «cambiada» como inmigrantes asentándose en una nueva
tierra.

En realidad, la perspectiva de adueñarse de la mente virgen de otra
persona, como participaciones en una fortuna imprevista, trajo consigo
un gran revuelo de planes y especulaciones, y así fue cómo, día tras
día, fui recibiendo confidencias y amables palabras que
invariablemente comenzaban así:

—Cuando haya usted cambiado...
Yo me sentía ajena a los preparativos, como si yaciese en mi lecho
de muerte observando la invasión de mi casa y el reparto de mis
tesoros y, a través de la rendija de la puerta, viese el ataúd que me
esperaba en la habitación contigua, mi definitiva y blanca telaraña
entre las rocas.

La idea de la operación se convirtió en una pesadilla. Cada
mañana, al despertar, pensaba: «Hoy me cogerán, me afeitarán la
cabeza, me administrarán una droga y me enviarán a un hospital de la

201




ciudad. Y cuando vuelva a abrir los ojos, tendré la cabeza vendada y
una cicatriz en cada sien o un costurón único y curvo como una corona
sobre el cráneo, donde los ladrones, enguantados y con gran
delicadeza, habrán entrado a saco y se habrán marchado después
tranquilamente y sin ser molestados, como inspectores de la compañía

del gas, o mozos de mudanzas, o decoradores que hubiesen ido a
empapelar el piso superior de un edificio».

¿Y qué sería de mi «antiguo» yo? ¿Se marcharía a rastras al advertir
la proximidad de la muerte, como esos animales que van a morir en la
soledad? ¿O quedaría borrado como una mancha invisible? ¿O, al ser
arrojado de mí, permanecería agazapado en algún sitio, esperando
vengarse en el futuro? ¿Qué era lo que pasaba? ¿Los ladrones eran
como inspectores del gas que, sin advertir su paso, se llevaban su

cartulina en blanco, o como mozos de mudanzas que sudaban
concienzudamente bajo el peso de unos muebles imaginarios?
Despertaré y no sabré dominarme. He visto otras que mojaban la
cama, que mostraban un rostro vagoroso e incierto, colmado de
sonrisas irreales que a nada obedecían. Seré «reeducada». Esta es la
palabra que se emplea en los casos de leucotomía. Rehabilitada.
Adaptada, cortada y cosida mi mente a la medida del mundo. Las
enfermeras me sacarán a pasear por el jardín y llevaré la cabeza
cubierta con un gorro, adornado por una bola, como si no ocultase
algo más importante que unos cuantos rizos. Pero nadie, y yo menos
que nadie, se dejará engañar: será el casco de la leucotomía
—tienen
montones de ellos
—, el alegre anuncio de las personalidades
cambiadas. Y todos se interesarán por mí, me hablarán y, durante un
tiempo, se mostrarán pacientes conmigo, como ante una novedad
mecánica o un piano en miniatura o una imprenta de juguete en la que
pueden expresar o imprimir una pequeña parte de ellos mismos, hasta
que experimenten el mismo sentimiento de fracaso que asalta a los
niños cuando no pueden transferir todo su ser al limitado juguete, o el
que sienten los adultos cuando un niño, al que creían un juguete, se
convierte en la peligrosa realidad de un ser individual, como si el
piano en miniatura hubiese desgranado por su cuenta la cuarta
sinfonía.

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Pronto se irritarán conmigo, se desesperarán, ya que una gran parte
del vivir no es más que un intento de preservarse uno mismo mediante
la anexión y ocupación de los demás. Descubrirán que no pueden
verter sus ideas en mi yo cambiado, como se vierte el líquido en un
molde, porque, con toda seguridad, el molde no habrá cambiado al
mismo tiempo. ¿O tal vez sí? ¿Qué me habrán robado exactamente
esos amables ladrones de mi cerebro?

Yo sabía que no tenía escapatoria. Sin embargo, grité:
«¡Socorro! ¡Socorro!» Pero estaba como emparedada hasta que el
doctor Portman me oyó.

Un viernes, el doctor Portman pasó por la sala y, aunque yo no
había hablado con él desde hacía nueve años, cuando me despedí del
pabellón cuatro, me levanté de pronto, le tiré de la manga y,
desafiando la horrorizada mirada de la directora, le dirigí la palabra.

—¿Qué opina usted? —le pregunté.
Me miró, interrogador. Las pacientes no solían interrumpir sus
visitas y cualquier detención en su trayecto producía ente el personal
la misma conmoción que si un tren cargado de lingotes de oro hubiese
sido asaltado por los bandidos. En realidad, siempre pasaba por la sala
a toda velocidad, dando sólo alguna cabezada de reconocimiento,
como un tren expreso que no se detuviese en las estaciones
intermedias, pero lanzase de vez en cuando algún silbido como señal
de su paso.

Aquel día, al hablarle yo, se detuvo asombrado, mientras la
directora Lente, que le temía a su vez, daba un paso al frente,
vigilando la zona circundante.

—¿Que cuál es mi opinión? —dijo, rudamente, añadiendo luego en
tono más amable
—: ¿Qué quiere usted decir, Istina?
Puesto que yo pensaba día y noche en la operación que habían de
realizar en mi cerebro, me parecía extraño que los demás no pensaran
también continuamente en ella, pues, aunque el personal discutía
excitadamente sobre mi «futuro» (me recordaban a los niños que
tratan de adivinar lo que les regalarán por Navidad), apenas si
dedicaban un pensamiento a la operación en sí, a su verdadera
significación y a la circunstancia de que, con el consejo del médico y

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el consentimiento de mis padres, mi yo, que durante casi treinta años
habla luchado contra el tiempo y el dolor, y que, como una colonia de
hormigas, habla acarreado los segundos, los minutos y las horas
muertas por el difícil y largo camino del hormiguero
—el almacén
central
—, estaba a punto de ser atacado y acaso destruido.
—¿Qué quiere usted decir, Istina? —repitió el doctor Portman.
—Me refiero a la leucotomía —respondí.
Y al brotar de mis labios esta palabra sentí un desmayo, pues me
daba miedo y la había mantenido oculta, como a un escarabajo
venenoso encerrado en una caja de cerillas.

El doctor Portman respondió, inmediatamente:
—No. No deseo que usted cambie. Quiero que siga siendo como es.
Le creí y confié en él. Dijo que todavía no era tarde para anular los
preparativos.



Aquella noche, en mi pequeña habitación, lloré y esperé la llegada
de Mr. Griffiths para relatarle mi contento al ver suspendida la
ejecución de mi sentencia, pero Mr. Griffiths no me visitó. Tal vez
encontraba demasiado frío el cuarto y había ido en busca del calor del
colchón. El hecho de saber que, siguiendo la tradición de los
prisioneros condenados a muerte o indultados, tenía un ratón en quien
confiar, satisfacía mi sentido de lo melodramático.

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32



Algunos días más tarde, el doctor Trace vino a mi encuentro en el
parque, donde me hallaba yo sentada, tan tranquila y despreocupada
del tiempo y su contenido como un frasco vacío de medicina. La visita
del doctor Trace me infundió un sentimiento de expectación. ¿Traería
las ilustraciones que deseaba mostrarme? Tenía la impresión de que
éstas, junto con las explicaciones que yo diera sobre ellas, me

salvarían de todas las operaciones del cerebro, e incluso de los
motines y secuestros nocturnos cuando no estaba allí el doctor
Portman para rescatarme, Sin embargo, me sentía llena de timidez.
Confiaba tanto en las ilustraciones que no quería hablar de ellas, de la
misma manera en que uno no se decide a pronunciar en público el
nombre de la persona a quien ama en secreto. Esperé a que hablase el
doctor Trace.

—No tiene por qué estar en este pabellón —dijo—. Vamos a
administrarle el tratamiento de insulina. Después, ya veremos.

Nada dijo acerca de las ilustraciones y sufrí un ataque de miedo al
recordar que el tratamiento insulínico se administraba para preparar a
los pacientes para la leucotomía. Para engordarlos, como si hubiera
que llevarlos al matadero. Habían dicho que yo estaba demasiado
delgada... Demasiado delgada, ¿para qué? ¿Habían planeado operarme
de pronto, sin previo aviso, de manera que un día cualquiera, al
despertarme, me asomaría a la puerta de mí misma y encontraría a los
alguaciles llevándose los muebles, sin ser capaz de detenerles?

—Recuerde —añadió el doctor Trace, dirigiéndose a la verja del
parque
— que tengo que mostrarle unas fotografías.
Entonces sonreí. «¡Ah!», pensé «es un secreto entre el doctor Trace
y yo».

Otro día, estaba sentada en el parque, pensando en las fotografías e
imaginando las mil y una historias que iba a contar para salvar a mi
conciencia y a mis sueños de ser descuartizados, cuando vino a
buscarme la enfermera.

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—Irá usted al pabellón cuatro —me dijo—. Usted y Susan.
Por tanto, volvimos al pabellón cuatro. Nos llevaron a la sala de
estar y nos ordenaron que nos sentáramos junto al fuego. Las otras
pacientes nos hicieron sitio en el largo sofá de cuero, porque dijeron
que teníamos cara de frío.

—¿Por qué está tan asustada? —me preguntaron.
Yo no me había dado cuenta de que habla adoptado una expresión
permanente de miedo. Huía de la gente cuando me hablaba. Procuraba
ocultarme en un rincón cuando entró la hermana Dulce. Su expresión
severa me asustaba. Todo me asustaba. Seguí temblando, como si
hubiera pasado toda la noche al aire libre y sin ropa.

—No vamos a comerla —dijo la hermana Dulce, en su voz más
amable
—. Siéntese junto al fuego, caliéntese y hable con las otras
pacientes.

Era extraño encontrarme entre gente que hablaba. De momento, no
supe hacerme a la idea de hablar, de pronunciar frases en voz alta, de
intervenir en una conversación, maniobrando con palabras en los
vagones, antes oscuros y alumbrados ahora por la significación.
¿Dónde estaba la gente del pabellón dos? ¿Dónde estaba Edith para
cogerme del brazo y decirme: «No te preocupes y no temas. Edith
velará por ti»? Las enfermas del pabellón cuatro parecían tan
confiadas y vigorosas, tan llenas de proyectos y clarividentes como
halcones que, por un momento, deseé estar de nuevo con Maudie y
Carol y Dame Mary-Margaret y Hilary y Brenda, que no abrían los
ojos con sorpresa si una no contestaba a sus preguntas o decía algo
extraño. En el pabellón dos, nadie se sorprendía por el
comportamiento de las otras al hablar o al guardar silencio, porque
esto suponía un derecho natural de las personas, como las modas de
los países extranjeros. En cambio, aquí, las pacientes parecían juzgar,
practicar el horror civilizado, el dolor, el gozo que forma una costra
protectora sobre la más honda agitación del sentimiento individual. Y
hablaban del futuro como si fuese algo tangible y alcanzable, como
una pera madura de un jardín vecino colgando sobre la cerca. En tanto
que yo sabía, desde mucho tiempo atrás, que el futuro había sido
atacado por unos gusanos que se habían filtrado en su interior y
comido su corazón. La fe podía ser un buen vecino y colgar frutos
sobre la cerca, pero se necesitaba algo más para pulverizar el arsénico.

207



Al cabo de un rato, abandoné el rincón en la sala de estar y me
calenté las manos en el fuego. Agradecía el fuego. Y ahora me
alegraba de estar en el pabellón cuatro con Mrs. Pilling, Mrs. Everett y
las otras, y de poder mirar los jardines y los árboles desde la ventana.
Aquí estaba Mrs. Everett, que venía en busca de voluntarias para
disponer las mesas, preocupada siempre por todo, por los cubiertos,
por las azucareras que debían de estar bien llenas, por los huevos
pasados por agua para la sala de los enfermos en observación. Mrs.
Pilling entró también un par de veces, con su expresión grave y atenta,
a consultar a la enfermera sobre importantes asuntos domésticos, tales
como si debían servirnos mermelada de la que había de sobra, o jalea,
cuya lata estaba casi vacía.

—¿De qué pabellón viene usted? —me preguntaban las pacientes.
Parecía una cuestión personal, como el olor, la edad, la renta, los
sueños, la venganza. Yo sonreía, reservadamente. Al «edificio de
ladrillos», señoras. Al servicio, señoras. Al parque, señoras. Al patio,
señoras. Nada más. Y sólo «al servicio, señoras», antes del
tratamiento, antes del T.E.C. Pero yo no recibiría más el T.E.C.

Solté la carcajada. Una de las pacientes, sentada junto al fuego, le dijo
a otra:

—Fíjese, se está riendo.


Mi cama estaba en la sala de observación, donde había dormido por
primera vez hacía nueve años. Y, aunque me asustaba ver el cuarto de
tratamiento al fondo, me sentía bastante segura, pues iba a ser tratada
con insulina y me decía que, si alguien quiere matarnos con veneno, es
poco probable que otros traten de pegarnos un tiro. Sin embargo,
Susan y yo caímos enfermas y tuvimos que guardar cama, la una al
lado de otra. Durante muchos días, permanecimos en el lecho,
observando cómo las otras se levantaban y trabajaban y se preparaban
para el tratamiento. Cuando la directora Lente giraba sus visitas de
inspección, yo me cubría la cabeza con la sábana, porque me miraba
como un jardinero mira el hierbajo que ha crecido entre un bello
macizo de flores.

—¿Qué está usted haciendo ahí? —me preguntó el primer día que
me quedé en la cama.

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La hermana Dulce se lo explicó, me sonrió y dijo:

—La sacaremos a la galería a tomar el sol.
Así, día tras día, veía a las enfermeras entrando y saliendo de su
residencia y a las pacientes colgando su colada en la cuerda tendida
entre los álamos. Y era su propia ropa, no los rígidos pantalones a
rayas, ni las gruesas medias de almacén, ni las camisas de fuerza. Y a
las domésticas saliendo de la residencia con las sobras
—albaricoques
secos, pedazos de tarta de confitura
—, para dejarlas sobre la mesa del
comedor como acompañamiento del té. Y pasar al pinche de cocina y
a los carboneros; y al hombre que desatascaba las cañerías con una
ventosa de goma; y al hijo del doctor Portman, que corría en su nueva
bicicleta por el sendero enarenado. Contemplaba las flores del jardín,
campanillas y caléndulas, y tenía la impresión de oler el fuerte aroma
de estas últimas. Alguien me prestó una revista y volví perezosamente
sus páginas, sin preocuparme de las voluptuosas gelatinas y de la
exposición de pasteles multicolores, con su blanca secreción
azucarada, dispuestos sobre la bandeja del fogón.

Susan ocupaba una cama al lado de la mía. No hablaba nunca. En
ocasiones, sonreía y parecía intrigada. Otras veces, tosía. Yo le volvía
la espalda, porque me recordaba demasiado el pabellón dos y parecía
que la hubiesen fijado a mi lado, como una remembranza que yo
hubiese borrado de mi mente pero que se empeñase en acompañarme
toda la vida, aunque para ello tuviera que tomar figura humana.

Me sentía abrumada de tristeza y culpabilidad cuando, por las
mañanas, veía que traían a las pacientes del pabellón dos para
someterlas a tratamiento y que ellas jadeaban y se resistían a las
enfermeras, vestidas con aquellas batas de franela roja y aquellas
medias grises que tan bien recordaba. Sin embargo, no me parecían
gente extraña, porque las conocía y podía comunicarme con ellas.
Tenía la impresión de que, al abandonar el pabellón dos, las había
traicionado. Cuando me vieron, me reconocieron y me hablaron, sentí

un gozo intenso y respetuoso, como si una voz me hubiese hablado
desde una nube.

Bertha compareció una mañana acompañada por tres enfermeras.
—Hola —la saludé tímidamente.
—Hola —respondió—. A fe mía, que no voy a dejar que me
apliquen el shock.

209



Y empezó a luchar con las enfermeras, que se le echaron encima y
la arrastraron hacia el dormitorio.



Unos días después, Susan y yo fuimos llevadas a la ciudad para un
examen por rayos X. Resultó que Susan padecía tuberculosis y la
trasladaron a una de las pequeñas habitaciones situadas al fondo del
pasillo, junto a las de Margaret y Eva, la cual, al despertarse una
mañana, vomitó y murió. Su madre, una mujer menuda, con las
piernas vendadas y envuelta en un abrigo gris, vino a recoger sus
cosas.

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—¿Listas para la insulina? —dijeron.
Después de la inyección de primera hora de la mañana, otras tres
pacientes y yo fuimos llevadas al dormitorio alambrado, una estancia
que recordaba un gallinero, dado que la mitad superior de dos de sus
paredes eran de tela metálica. Aparte eso, como el único ventanuco
con que contaba proporcionaba muy poca ventilación, aquel cuarto, a
primeras horas y debido a la gente que en él dormía, tenía el olor

característico de un corral de gallinas. Permanecimos sentadas en la
cama, reclinadas en los almohadones. Nos recomendaron que nos
mantuviéramos despiertas, charlando, cosiendo o haciendo labor de
punto, hasta que nos dominase una impresión de imágenes dobles y de
confusión. Entonces, penetré en una región de nieve y de hielo. El
rostro de mi madre, parecido al de una bruja, con la nariz saliendo al

encuentro del mentón me advirtió de que nunca debía dormirme sobre
la nieve, porque ésta constituía la manera más fácil de ceder al
abandono. No había que dormir sobre la nieve. Por consiguiente, yo
luché contra las ráfagas, con los zapatos empapados y las ropas y los
huecos de mi carne
—parecidos a valles y hondonadas— llenos de
nieve. Y aumentó el resplandor de la blancura hasta que no pude
soportar su intensidad y entonces se trocó súbitamente en una negrura
muerta de terciopelo, como el amor que se transforma en odio, o como
la parte oscura de nuestra naturaleza, que nos sale súbitamente al paso
cuando la creemos más alejada de nosotros.

El manto pesado de la nieve se dividió, convirtiéndose en pequeños
copos, como alfileres volantes y como garras de pajarillos blancos que
me arañaban las mejillas. Al fin me desperté y me obligaron a tragar la
glucosa contenida en un tubo.

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Después desayunamos y la enfermera nos acompañó hasta el
departamento terapéutico de trabajo, recién inaugurado en la parte de
la galería que daba a las pistas de tenis, cerca de la fachada principal
del hospital. La estancia estaba llena de sol y, desde ella podíamos ver
el mar de mármol azul, herido por la luz. Yo me senté y absorbí el

calor, que tenía una palidez de oro, como las cañas que las pacientes
trenzaban para hacer cestos y canastillas. Otras mujeres tejían
bufandas de vivos colores en pequeños telares manuales, o piezas de
paño en telares más grandes y de modelo aparentemente complicado,
como un mecano en pleno funcionamiento. Otras más confeccionaban
muñecos de fieltro
—patos, conejos, osos—, todos ellos favorecidos
con expresiones humanas y luciendo sombreros, abrigos, delantales o
zapatos.

—¿Qué desea usted hacer? —me preguntó la terapeuta del
departamento, una joven que vestía una bata amarilla.

Acababa de servir a las pacientes el té de la mañana y se llevaba
consigo la lata de bizcochos para evitar que repitieran.

—¿Prefiere hacer una bufanda o una cesta? ¿Un juguete? ¿O punto
de cruz para un tapete? ¿O una funda de almohada?

Yo no quería hacer nada. Prefería estar sentada y contemplar la luz
del sol y las sombras y la gente que entraba y salía por la puerta
abierta y las madejas luminosas que se fundían en los cálidos colores
de la tela en los telares.

—No sé qué prefiero —dije.
En vista de lo cual, la terapeuta me entregó una base de madera y
algunas cañas que habían sido remojadas en un cubo de agua, Creo
que me hubiera sentido muy triste, al verme allí sentada, trenzando
unas cañas con otras, de no haber llegado un cubo de pasta dentífrica y
una serie de cajas de tubos que teníamos que llenar con aquella pasta.
Una pasta del gobierno, de adecuado color gris y con una consistencia
que me hizo pensar en un pastel confeccionado a base de excrementos
de gaviota.

Por consiguiente, me puse a llenar tubos, enrollando los cabos para
cerrarlos. Y me sentí aliviada al pensar que, aunque mañana las gentes
del pabellón dos y mis propios miedos y distorsiones continuaran
siendo un secreto para mí, al menos podía tener la seguridad de haber
aprendido algo que me ayudaría a «ocupar mi lugar en el mundo».

¡Sabía la manera de introducir la pasta dentífrica en los tubos!

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A veces jugaba al tenis con las otras tres pacientes sometidas a la
insulina, en el patio que se hallaba frente a la galería. Una de esas
veces vi al doctor Stewart que nos miraba desde la ventana de su
despacho, y pensé; «Me está mirando y medita en que acaso haya
otras en el pabellón dos que han sido consideradas como casos
desesperados y a las que se prepara para "cambiar la personalidad" y
para "reducir la tensión" y que, sin embargo, podrían mejorar sin
necesidad de entrar a saco en su cerebro y de talar los árboles más
vigorosos que crecen en su bosque».

Al cabo de unas semanas, cuando hubo terminado el tratamiento y
el personal dejó de prestarnos atención (cesando al mismo tiempo el
suministro de dorado azúcar cande), como deja de alumbrar el sol al
hundirse en el ocaso, nosotras cuatro
—Nola, Madge, Eva y yo—
volvimos una vez más a nuestra aislada oscuridad, como vuelven los
conejos a sus madrigueras después de un día soleado entre los nabos.
Parecíamos más alegres y más gordas. Nola marchó a su casa, junto a
su marido y su hijo pequeño. Madge, que estaba tuberculosa, fue
llevada a una pequeña habitación del fondo del pasillo, contigua a la
de Susan. Eva, que tenía su casa en North Island, empaquetó sus ropas
de moda en múltiples maletas y fue despedida por el doctor Portman
en persona, el cual mostraba un prudente respeto provinciano por las
«forasteras», tanto si vivían separadas de nosotros por muchos
kilómetros de mar, de montañas o de llanos, como si sus sueños las
llevaban a una distancia mental comparable con aquélla.

Y yo fui traslada al dormitorio alambrado, donde, según sabía muy
bien, dormían los casos «crónicos», los que habían de ir a parar al
pabellón uno, o, si se mostraban violentas o díscolas, al pabellón dos.
Volví a escuchar los crujidos y chirridos del hielo que me rodeaba y vi
los rostros de gentes sumergidas en el hielo y que me miraban con
ojos fijos y exangües.

¿Icebergs en un gallinero?, me dirán. Sí. Y glaciares y pedrisco y
nieve y un lindero brillante de babosas y el sol abrasando el trigo.

Me estremecí al oír: «El dormitorio alambrado. La vamos a
trasladar al dormitorio alambrado». Y olí, a través del hielo, una caja
enrejada de pavos y gallinas de Bantam, en un oscuro rincón del
furgón de cola de un tren muy lento que corría sobre rieles
herrumbrosos, cruzando un desierto de cauces secos y llenos de
cráneos grises y rajados de bueyes y corderos. Percibí un olor a granja
y a muerte y a piedras del río y a ramas secas cubiertas de musgo y de

hierba.

214




Y olí el caballo muerto que no pertenecía a nadie. La gente acudía
y lo miraba fijamente y le pinchaba el vientre y la cabeza hinchados,
invadidos ya por la podredumbre y por las moscas que parecían
besarlo en la boca. Y después los hombres se marchaban y escribían
cartas al Ayuntamiento y al periódico y, por la noche, venía un hombre
y lo enterraba y nadie lo reclamaba, porque la muerte no es propiedad

de nadie.
Los olores se helaron y se desvanecieron y llegaron los dos viajeros
de negro capuchón y zapatos de tenis. Y las nubes, como blancos
rebaños, fueron dispersadas en el cielo mientras contemplaban el sol.

Me dieron la cama del rincón. Josie dormía en la cama contigua.
Era una mujer alta y morena, que siempre andaba arriba y abajo
cantando «pumba, pumba, pumba» y que, durante la guerra, había
conocido y se había casado con un «marine» americano, el cual le
había prometido «enviar a buscarla» en cuanto regresara a Estados
Unidos. Delante de mí, dormía Doris, una mujer menuda a la que
tenían que ayudar a subir a la cama, pues ésta resultaba demasiado alta
para ella, y a la que debíamos procurar no mirar con demasiada fijeza.

«Podría vivir en una casa de muñecas», solía decir amargamente.
Sus bordados eran los mejores que he visto en mi vida, como los de
los legendarios enanitos que por la noche trepan a las flores para
bordar sus pétalos o se sientan en las briznas de hierba tejiendo gotas
de rocío, o los de los genios maléficos que se introducen en los ojos de
la gente y corren las cortinas y cosen la tapicería con agujas e hilos

envenenados, o montan su taller en los oídos haciendo saltar la
lanzadera de un lado a otro. Una y otra vez, al contemplar a Doris y a
otras enanas y pacientes, que parecían brujas o seres en cuyo interior
morasen dragones, tenía la impresión de ser testigo de los orígenes del
folklore. Me parecía que esa gente, cuyo único hogar era un
manicomio, revolverían su problema si pudiesen habitar en los cálices
de las flores, o detrás de los párpados de las personas, o en casitas
ocultas en lo más hondo del bosque, con zarzas ponzoñosas en su
jardín y un gato de un solo ojo vigilando en la puerta de entrada.

215



Yo seguía atemorizada a las horas de comer. Me sentaba al lado de
miss Wallace, una amable mujer de blancos cabellos que había sido
profesora de música y que, a veces, nos hablaba como a alumnas que
no habían practicado sus escalas. Pero, en general, estaba deprimida y,
por las mañanas, tenía siempre los ojos enrojecidos por el llanto, pues

el radar la había molestado toda la noche en su habitación y nadie se
lo creía, ni siquiera sus parientes o el personal del hospital.

Decían que eran figuraciones suyas, producto de su enfermedad.
Al tener que dormir en el cuarto alambrado, que, en realidad, no era
sino un desván apto para guardar trastos viejos, volví a sumirme en la
depresión y en la desesperanza. Dondequiera que fuese, parecía
seguirme el olor de estiércol humano que distinguía a las ocupantes
del dormitorio alambrado de todas las demás reclusas de nuestro
pabellón. Pasaba por la vergüenza de verme encerrada por las noches,

mientras que las pacientes de los dos dormitorios inferiores podían ir y
venir a su antojo, para calentarse leche en el fuego y coger pan y
mantequilla sobrantes de la fuente que Mrs. Pilling dejaba en la
alacena, y sentarse en el cuarto de estar, con la puerta abierta,
haciendo labor de punto, charlando o escuchando la radio hasta las
nueve. Mis semanas de tratamiento me parecían desprovistas de
objeto, si debía continuar aquella horrible rutina entre las condenadas.
A veces, por la noche, cerraba los ojos, olía y escuchaba, y tenía la
impresión de que había vuelto a Treecroft y al cuatro-cinco-uno.

Empecé a oír amenazas, durante la noche. Alguien gritaba en mis
oídos y surgían caras enormes junto a la mía que tenían los ojos de
azogue.

—Acabará en el pabellón dos —me decían.
Hasta que, una mañana, vino a verme el doctor Stewart.
—¿Le gustaría preparar el té de la mañana y de la tarde para los
médicos?

—¡Oh! —acerté a responder—. ¡Oh!
—Voy a confiar en usted. Quiero que mañana por la mañana se
presente en el salón contiguo al dispensario, donde tomamos el té.

La terapeuta de labores le indicará lo que tiene que hacer. No le
vendrá mal cambiar un poco de ambiente, ¿eh?

216



Después miró a su alrededor y, hablando con voz clara, como para
asegurarse de que no le faltarían testigos en un futuro juicio, añadió,
declinando su responsabilidad y asumiendo un gesto grave:

—Ha sido idea del doctor Trace. Él confía en usted.
Siempre se hablaba de confianza. Parecía como si a los médicos les
fuera en ello la vida. «¿Confía en mí? ¿Confiará en mí?»,
preguntaban, esperando que una les respondiese vivamente y sin
reservas mentales: «Sí, sí», cuando una sabía, en su fuero interno,

que el médico apenas si tenía tiempo de confiar en sí mismo, dada la
confusión y el cansancio que acompañaban a su perpetuo intento de
resolver el factor humano omitido en su instrucción matemática:

«Si mil mujeres dependen de un médico y medio, ¿cuánto tiempo
dedicarán éstos a cada paciente en un año? Consígnese la respuesta en
minutos». «Tomando huevos a tres chelines la docena y dando tres
minutos a cada huevo para cocerlo, ¿qué cambio restará de cinco
chelines? Lo bastante para pagar una taza de café.»

—El doctor Trace confía en usted —repitió el doctor Stewart.
Al recordar al doctor Trace y sus ilustraciones y las historias que
había proyectado contarle para salvarme, sentí el ansia que nos invade
cuando los muertos que nos cubren con sus alas acaban por retirarse y
devuelven sin abrir las comunicaciones que les dirigimos. ¡Si el doctor
Trace me hubiera mostrado al menos las fotografías, aquel día, en el

parque!
El primer día de trabajo me sentí muy orgullosa, cogiendo las
llaves colgadas detrás de la puerta del despacho del doctor Stewart y
resistiendo la tentación de registrar los archivos; visitando las
despensas, en busca de mantequilla y de mermelada; recogiendo las
tortas y el pan en la gran cocina; mirando el reloj, a solas en el cuarto
pequeño; derritiendo la mantequilla y preparando los bocadillos
triangulares, con pan tierno, caliente y sin corteza. A las diez, el
hornillo «Zip» empezó a silbar y comencé a preparar el té. Y aquí
estaba el doctor Trace, más bajito que en mi recuerdo, pero con la
cabeza siempre inclinada a un lado. Contemplando su cara franca y
cansada, tuve la impresión de que llevaba zapatillas de fieltro. Pero
no, eran unos zapatos castaños y bien lustrados. Presumí que
empezaría a caminar arriba y abajo, entre montones de patatas.

217



¡Claro! Era mi abuelo y su piel estaba tensa sobre la frente, como si
lo que había dentro de su cabeza hubiese sido comprimido
fuertemente, después de haberlo secado al sol y despojado de brotes
inútiles y de hojas muertas. La mitad inferior de su cara aparecía
fruncida, con la boca inclinada hacia abajo, como si estuviese a punto
de romper a llorar. Su rostro tenla la sinceridad de la edad, siempre

igual, cuando se duerme y cuando se está despierto, y no la de la
juventud, cuya expresión de fuerza y de orgullo se convierte en
desvalida inocencia en el momento en que acude el sueño.

Me sonrió. Era mi abuelo y sin duda llevaba los bolsillos llenos de
caramelos de menta.

—Está usted preparando el té —dijo.
Entonces recordé las ilustraciones y esperé que las mencionase.
Pero no dijo nada, y a cada segundo parecía más viejo y pensé que
acaso moriría mientras tomaba el té y nunca me enseñaría las
fotografías.

Entró el doctor Stewart. Pareció alarmado al verme, mas después
sonrió y creo que se preguntó en secreto si había «hecho lo debido» al
dejarme en libertad condicional.

Después entró más gente. Yo tenía que quedarme a servir el té y
permanecí junto a la ventana, mirando cómo se alzaban y bajaban las
tazas y escuchando la conversación de aquellos dioses a quienes sólo
habla oído decir antes de ahora: «Buenos días. ¿Cómo se encuentra
hoy? Tiene buen aspecto. La tensión se reducirá, pero hace falta
tiempo».

La tensión se reducirá.
Hablaban entre ellos como seres humanos. Sin embargo, su
conversación sonaba de un modo extraño en mis oídos, como si los
mamuts del museo se hubiesen puesto de repente a hablar.

Yo tenía todavía la costumbre, muy frecuente en los que han
pasado largo tiempo en el hospital, de dar un significado maravilloso a
los menores movimientos y observaciones de los médicos, a sus
familias y a sus bienes. Por consiguiente, me sentía confusa por el
mero hecho de que hablasen y esperé atentamente sus profecías y
maravillas. Habló el doctor Stewart:

218




—Soy incapaz de guardar una caja de bombones en mi casa.
Mi mujer tiene que esconderlos, pues me los comería todos de una
sentada.

Una observación vulgar, dirán ustedes. No obstante, yo la capté y la
guardé como un tesoro, aunque no me iba dirigida, porque era una de
esas señales que se dejan caer, como Hansel y Gretel dejaban caer sus
migas de pan, para encontrar el camino de salida de nuestra propia
selva, y como los pajarillos, yo me comí las migas que no me eran

destinadas.
Los médicos hablaron de cricket, de aumentos de sueldo, de listas y
planes, de casos judiciales interesantes, sin que a ninguno de ellos,
salvo al doctor Portman, se le ocurriera pensar que yo les estaba
escuchando.

—Istina, ¿tiene usted la bondad de salir mientras hablamos? —dijo
de pronto, en un tono que equivalía a una orden.

Estaba de pie, de espaldas al fuego, acaparando todo el calor
destinado a los otros. Su cabello negro, que no había recibido una
dosis suficiente de brillantina aquella mañana, se mantenía erguido
como la cresta de un pollo. Vertió un poco de té en el platillo y lo dio a
lamer a su perra, Molly, que compartía su comida, sus paseos, sus
viajes y el asiento delantero de su coche.

Salí de la estancia. Y, desde aquel día en adelante, se dio por
convenido que no debía permanecer allí, escuchando la conversación
de los dioses.

La conversación es el muro que levantamos entre nosotros y los
demás, a menudo con palabras cansadas, semejantes a cascos de
botella que, al captar los rayos del sol en la pared en que están
incrustados, dan la falsa impresión de ser otras tantas joyas.



En ocasiones, me imaginaba que el doctor Trace se acercaba a mí y
me decía: «Bueno, Istina, aquí están las ilustraciones. Ahora,
cuénteme usted las historias».

Y lo imaginaba hasta tal punto, con las ilustraciones ocupando toda
mi mente y con las explicaciones pegadas a ellas, que sentí el disgusto
al despertar del mundo de los sueños el día en que el doctor Trace me
dijo:

219




—¿Recuerda que iba a enseñarle unas ilustraciones?
El abuelo Trace, pensé, inclinado sobre las flores de patata, con el
fondillo de los pantalones colgante y reluciente y los ojos azules como
la cenefa de nuestras mejores tazas de té. Después pensé que era el
doctor Trace, que iba a mostrarme unas ilustraciones y que me
preguntaba si me acordaba. Mi corazón latió con fuerza al empezar a
fluir las historias en mi mente, como impulsadas por un resorte.

—Sí —dije—, lo recuerdo.
Cerró el libro que había estado leyendo de sobremesa. Se titulaba
Boswell en el Gran Tour.

—Bueno —dijo—, no tenemos tiempo. No habrá ilustraciones.
Se necesitaría demasiado tiempo. Y no lo tenemos.

220

221







34



En el rincón del cuarto de estar del pabellón cuatro habla una
vitrina que no contenía licores, ni porcelanas ni fósiles, ni algas
rotuladas sobre un pedazo de felpa verde, sino tres libros permanentes
en el estante superior y, en los inferiores, una población flotante que el
capellán traía todos los meses de la biblioteca del hospital. Los tres
libros fijos, que nunca había visto leer a nadie, eran La Niña del
Limberlost, Mariposas del Limberlost (recuerdo que una vez mi

madre me había dicho que era «un libro muy bueno») y un polvoriento
volumen titulado Desde la Cabaña a la Casa Blanca y en cuyo
frontispicio veíase la noble figura del presidente Garfield después de
una riña con uno de sus condiscípulos. (Tendiendo la mano a la
manera magnánima del vencedor, dijo: "Dame la mano, Murphy".)

A veces, una paciente se acercaba a la vitrina, sacaba uno de los
libros, lo hojeaba rápidamente, como un jugador disponiéndose a
repartir los naipes, y volvía a cerrarlo en el estante. El capellán traía
siempre libros impresos en grandes caracteres y con dibujos
representando niños o jóvenes que obraban mal y eran castigados y
amonestados por su mala conducta, o que obraban bien y se morían e
iban al Cielo. Los personajes buenos, como los héroes de blanco
sombrero y de caballo blanco de las películas del Oeste, podían
identificarse por su cabello rubio. La mayoría de estos libros eran
viejos premios de escuela dominical, donados por los habitantes del
pueblo y que llevaban en la parte interior de la cubierta unas
inscripciones (con angelitos asomando entre ramas de madreselva o de
clemátide entrelazadas) que rezaban: Concedido a Lily Stevens

por Buena Conducta, o A Tom Robson por Aplicación en la Clase
Cuarta. La fecha databa generalmente de finales del siglo XIX o de
comienzos del XX, pues, a pesar de la gradual adopción de la «nueva»

222



actitud, seguía prevaleciendo la idea de que la enfermedad mental
constituía una especie de maldad infantil que podía curarse en un
ambiente victoriano, con los medios persuasivos de los graves
discursos y de la literatura edificante. Y, aunque la biblioteca del
hospital era nueva y cada vez más abundante, el capellán se empeñaba

en traernos aquellos libros de escuela dominical, capaces de hacernos
«bien» y de enseñarnos lo que de malo hubiera en nuestra vida. Pero
tenla aún otra razón para elegir los libros viejos: su falta de confianza
en que supiéramos cuidar los bellos y nuevos volúmenes. Creía, como
mucha gente, que los enfermos mentales eran destructores por
naturaleza y pienso que, si hubiera estado en su mano, nos habría dado

esos libros con cubierta de trapo y madera que se entrega a los niños
como se arrojan los huesos a los perros.

Cada tres meses, la furgoneta del Servicio de Librería de la Región
llegaba al hospital y dejaba unos sesenta volúmenes de todas clases,
elegidos por el capellán o los empleados de la oficina y, a veces, por
los médicos y terapeutas, pero casi nunca por las enfermeras o
ayudantes, que, dentro de la jerarquía, eran consideradas como la
ínfima clase social.

Un día, estaba yo de pie, lavando y secando tazas y mirando por la
ventana que daba al jardín de la entrada, cuando llegó la furgoneta de
la biblioteca. La bibliotecaria se apeó y abrió las puertas de atrás del
carromato. Allí, casi a mi alcance, vi hileras y más hileras de apretados
libros: los había brillantes, atractivos, sobrios, de rígidas cubiertas,

delgados volúmenes de arte, densas historias del lejano Sur. Sentí la
excitación matizada de miedo y de respeto que había experimentado
por vez primera cuando tenía diez años, al entrar en la biblioteca de la
ciudad (pomposamente llamada Ateneo e Instituto Artesano) y al pasar
ante el portero de ruin aspecto, que estaba al pie de la escalinata, y
ante el bibliotecario lenguaraz que, detrás de la ventanilla, despachaba
entradas y libros, mientras con uno de sus ojos vigilaba el contiguo
Salón de Lectura, donde se sentaban los viejos, petrificados por los
rótulos de SILENCIO. Yo pensaba que los libros tenían que ser
tesoros maravillosos, ya que sólo podían alcanzarse al final de tan
formidable trayecto, y que estaban sólo destinados a las personas
valientes, que no temían a los pájaros gigantes, disecados y con ojos

de cristal. Y la circunstancia de que hubiera rótulos exigiendo silencio,

223



cuando nadie se hubiera atrevido a hablar, hacía sentir la impresión de
que había en la sala presencias secretas que tenían que ser dominadas
y que se relacionaban de un modo extraño con aquellas letras como
ratones, llenas de significación y que resucitaban para formar palabras
imponentes en las páginas de los libros. Así, pues, que la bibliotecaria
se escondía detrás de la reja y colgaba rótulos en las paredes para su
propia protección. Tenía que luchar empeñadamente para imponerse,
más que sus tímidos parroquianos que andaban de puntillas entre los
estantes.

Después de tantos años en el hospital, la vista de tantísimos libros
me hizo olvidar que hay que ser un peregrino sin miedo para entrar
con seguridad en una biblioteca. Salí y me dirigí a la bibliotecaria.

—¿Puedo mirar los libros?
Ella sonrió:
—Claro que sí.
Subí la rampa y me planté en la furgoneta, tratando de decidir por
dónde debla comenzar mi inspección de las ocultas palabras, cuyos
huesos habían sido moldeados por los hombres para hacer con ellas ya
una terrible imagen de la verdad con que guardar las puertas de la
mente, ya una criatura que permanecería un rato de pie,
engañosamente unida, para derrumbarse después, desparramando por
el suelo los secos y muertos huesos que ni siquiera se inflamaban al
rozar unos con otros.

Seguía de pie, mirando y soñando, cuando apareció de pronto el
capellán junto a la puerta de la furgoneta. Me conocía. Me había visto
en el pabellón dos, en el parque y en el patio. Extendió los brazos en
rápido movimiento, como para amparar los preciosos libros.

—Salga de ahí —me dijo, ásperamente.
—¡Oh! Permítame mirarlos, por favor. No tocaré ninguno. Se lo
prometo.

El capellán pareció más horrorizado aún.
—Las pacientes no pueden entrar ahí. Ninguna paciente puede
subir a la furgoneta. ¡Salga inmediatamente!

Miró a su alrededor, como buscando a alguien que «se cuidara» de
mí de la manera en que, según sabía, se cuida de los enfermos
mentales que se ponen tercos.

224




Salí de la furgoneta. Después de la emoción de encontrarme entre
los libros, para verme después privada de mirarlos, por alguien que,
con una falta de comprensión muy rara en un sacerdote, había dicho,
haciendo la antigua distinción entre pacientes y personas. «Los
pacientes no pueden...», sentía ganas de llorar.

Comprended que yo estaba entregada a la aburrida tarea de secar
tazas, pensando tal vez en la comida, o en el correo, o en el dormitorio
alambrado donde seguía pasando las noches, cuando se me había
aparecido una biblioteca delante de la ventana y un hada madrina me
había permitido «mirar en el interior». Y, de súbito, se había
presentado el villano y me había arrojado de allí porque no tenía la
categoría de las personas autorizadas para mirar los libros. Yo era una

paciente y no merecía confianza. Era una chiquilla y no podía
comprender el contenido, el significado esencial de los libros.
Él ve la tierra de la mente y el sendero que conduce a ella y la gente
llamada «normal» que viaja rápida y cómodamente hacia aquella
tierra; pero no toma en consideración a los náufragos que llegan por
tortuosos y solitarios caminos, ni a los muchos que ya vivían en
aquella tierra desde el principio.

Volví al salón de té y guardé las últimas tazas, puse a secar el
mantel, apagué el hornillo «Zip» y dejé las llaves en su sitio,
observando la rutina escrupulosamente, de un modo dramático, como
si alguien hubiese muerto y yo hubiese anunciado heroicamente que
«seguiría». Procuré no llorar.

El capellán me había hablado como si yo padeciese una
enfermedad capaz de contaminar los libros. ¿Tendría razón? Volví a
mi pabellón y me dirigí a la sala de estar. Allí observé la horrible y
acostumbrada escena: las ancianas, aturdidas y solas, y las asombradas
pacientes nuevas, tratando de acostumbrarse a la idea de estar en
Cliffhaven, de permanecer encerradas en un lugar donde el fuego
estaba también encerrado y las ventanas sólo se abrían unos
centímetros y las enfermeras ordenaban: «Al salón de descanso,
señoras». «A la cama, señoras.» «A levantarse, señoras.»

Al cabo de un rato, me llamó una enfermera:
—La hermana quiere verla.

225




¿Qué había hecho yo? ¿Iban a trasladarme de nuevo al pabellón
dos? ¿Me llevarían para que me afeitaran la cabeza antes de la
operación, a despecho del doctor Portman?

La hermana Dulce estaba detrás de la mesa de servicio,
disponiendo el asado para que lo trinchara la directora. Me dijo que el
doctor Portman había llamado por teléfono pidiendo que yo acudiese
inmediatamente a su despacho.

¿De manera que el doctor Portman había cambiado de idea? Había
resuelto que practicasen dos agujeros en mis sienes para que mi torpe
personalidad pudiese echar a volar, como un ave migratoria, y huir a
otro país del cual nunca volvería, ni siquiera cuando llegase la
primavera y floreciesen los cerezos y los ciruelos silvestres asomaran
su blancura por encima de la tapia.

Tenía miedo. Me dirigía sola al cuerpo principal del hospital y me
planté en el espacioso y reluciente vestíbulo, bajo la mirada de los
oscuros e imponentes retratos de antiguos administradores, filántropos
y ediles del pueblo. En aquel momento entró el doctor Portman por la
puerta principal y vino a mi encuentro apresuradamente. Estaba
excitado. Manchitas rojas salpicaban sus mejillas.

—Vamos a lo furgoneta de los libros, Istina —me dijo en tono
apremiante.

Fuimos a la furgoneta. El subió la rampa y me hizo una seña para
que le siguiera. Entré, majestuosamente. Y entonces me dijo que tenía
que elegir unos sesenta libros para la biblioteca del hospital y que me
rogaba que le ayudase.

No había rastro del capellán. Me pregunto lo que habría dicho el
villano si me hubiese visto allí, en compañía del robusto, vocinglero,
inteligente e intuitivo príncipe, en el castillo prohibido.

Olvidando la ceremonia y la comida, nos sentamos los dos en el
suelo de la pequeña biblioteca y comenzamos la elección. En
ocasiones, el doctor Portman leía unos pasajes en voz alta y volvía
hacia la luz el lado oscuro de sus recuerdos. Caía ya la tarde cuando,
doliéndome de gozo la cabeza, volví a mi pabellón.

226



Desde aquel día, sentí en mi interior una reserva de calor de la que
podía echar mano, como del carbón del sótano en los días de invierno,
cuando caía la nieve y la helada ennegrecía las flores y marchitaba los
frutos tiernos. Empecé a salir y a pasear más a menudo y sola, e
incluso una vez me llegué hasta la tienda del pueblo, que estaba dentro
de nuestros límites, y me compré una jarrita de manteca de cacahuete.
Con frecuencia recordaba a las pacientes del pabellón dos y, al
dirigirme a la cantina, pasaba por delante de la sala de estar «sucia» y
de la sala de estar «limpia». Brenda, vistiendo su traje a rayas,
golpeaba los cristales para decirme «Hola».

—Hola, miss Istina Mavet.
Hacía pucheros y después sonreía. Si estaba en la sala de estar
«limpia» y Mr. Frederick Barnes le daba permiso, tocaba una pieza de
música para mí. Y Carol se sentaba en cuclillas junto a la ventana y
me contaba las últimas noticias de su «promiso» y los detalles que
había proyectado para la boda, que ya no iba a ser con aquel
muchacho ni con ninguno de los amigos de Hilary, sino con un
desconocido. «Cualquier noche encantada, veréis a un desconocido.»

—Los desconocidos son mejores —decía Carol—. Mejores para el
matrimonio. Los desconocidos o los astros del cine. Yo me inclino por
el hombre de la radio: Roy.

Roy era el locutor que dirigía los programas dominicales de discos
solicitados, de los que Hilary y Carol eran asiduos clientes. Su última
pieza predilecta seguía siendo:


En la cima del viejo Smoky,

Todo cubierto por la nieve,
Perdí a mi verdadero amor
Por cortejar demasiado tiempo.

De donde se infería que la vida requiere un aliento más veloz que
el que están dispuestos a dar, incluso, los enamorados y que sólo cabe
presumir que el amado se morirá de frío en la cumbre del viejo
Smoky. Mientras yo hablaba con Carol, Maudie solía acercarse a la
ventana para decir alguna cosa de las suyas, pues uno de sus deberes,
como Dios que era, consistía en comentar los sucesos del pabellón
dos.

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—Istina Mavet está junto a la ventana. Istina Mavet habla con
Carol. Baja, Istina Mavet.

Al mirar por la ventana, me sentía deprimida e indefensa ante la
igualdad de todo. La vida es muy parecida a uno de esos juegos
infantiles en que una cierra los ojos y vuelve a abrirlos, esperando ver
que todo ha cambiado: una nueva ciudad con torres de cristal, una
mesa dispuesta para un festín, un bosque amable en que los árboles no
golpean con sus ramas ni se retuercen adoptando formas horribles.

En el pabellón dos, todo seguía igual. «El té, señoras.» «Al
servicio, señoras.» «A la cama, señoras, a la cama.» Y la cartera bajo
los lirios cortados de las estrellas y bajo el cielo frío, hacia el «edificio
de ladrillos» y los suelos saturados de orina y los dormitorios que
olían a paja. Y la larga velada y la noche.

¿No puede una ejercitar su propia voluntad, como un martillo
viviente, para obligar a cambiar las cosas?

No podía dejar de pensar en las pacientes del pabellón dos: Brenda,
Zoe, Mona, Maulie, la alienación total de Esme, sentada sola en un
mojado rincón, tapándose la cabeza con el vestido rayado, sin
pantalones, descalzos los pies, brillando sus ojos negros sobre el rostro
pálido y entre los desgarrones de su vestido; sus gritos, bestiales; su
cháchara de pájaro. Y la gente oculta del pabellón uno: las niñas, las

ancianas, las idiotas, las marchitas mongoles de edad indefinida, con
sus cuerpos regordetes y su actitud tranquila, con sus carretillas arriba
y abajo para cumplir sencillos encargos, con la mirada absorta en algo
que ni ellas ni los otros pueden comprender. Y, después, aquellas
pacientes que, al ser desnudadas por la noche, cierran furiosamente los
dedos sobre algo que se niegan a entregar, como diciendo: «Podéis
quedaros con el vestido a rayas azules, con el pantalón bombacho de
franela y que me llega a las rodillas, con las medias grises de lana, con
esa blusa de cuello en forma de V a la que oficialmente llamáis
camisa. Pero esto no lo lograréis: las briznas de hierba que arranqué
con mis manos en el parque, el papel de estaño del chocolate de una
compañera, la bolita de cabellos que encontré en el suelo del cuarto de

baño. Los tesoros que dan sentido a la larga jornada en que
permanezco sentada, con las manos sobre las rodillas, mirando desde
la mancha amarillenta de hierba del parque al sol que brilla en el cielo,
Señor Sin-Tierra en el King's White Hall».

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229







35




—Si hace buen tiempo —dijo la enfermera—, mañana abrirán el
campo de bolos.

Era un anochecer de finales de octubre. Yo estaba sentada junto a la
ventana de la sala de estar, contemplando las masas de árboles que
empezaban a dar cobijo a la errabunda noche que acababa de llegar,
proyectando su negro bordón y su hatillo sobre las paredes y las hojas,
sobre los hoyos y los rincones. La luz permanecía aún en el prado y en
las capas bajas del cielo y los tordos alucinados seguían revoloteando
o posándose, con la cabeza inclinada a un lado, escuchando voces
misteriosas. Mirlos veloces volaban bajo de un árbol a otro, con
excitado aleteo, o se lanzaban en picado sobre la tierra, donde los
gusanos sonrosados y maduros se enroscaban tejiendo su capullo y
preguntándose si llovería por la noche y se ahogarían en su casa
inundada.

Yo estaba absorta, mirando, y sólo había oído a medias lo que me
habla dicho la enfermera. ¿El campo de bolos? Yo me iría pronto a
casa y aquellas ceremonias primitivas ya no me interesaban. Aquel
mismo día, después de servirle al doctor Stewart el té de la mañana y
las tortas con mermelada, le había dicho:

—¿Cuándo podré irme a casa?
Y él había respondido:
—Creo que en cualquier momento, si alguien quiere tenerla.
Hice caso omiso de las complicaciones de la cláusula condicional y
le aseguré que, ciertamente, los míos querrían «tenerme».

¿Quiénes somos? ¿Hemos cambiado realmente cuando dejamos de
reclamar como un tesoro las briznas de hierba que tenemos en la
mano, o el papel del chocolate, y elegimos seres humanos que

230



esperamos estrechar contra nuestro corazón? ¿Somos cuerdos en este
caso? ¿Hemos salido de la enfermedad cuando ya no nos interesa la
bolsa de cretona rosa con flores estampadas y empezamos a buscar
gentes a quienes echar una cuerda al cuello y hacerlas pasear arriba

y abajo por nuestro interior, sin querer soltarlas, ni siquiera durante la
noche, cuando dormimos y soñamos?

Sí. Sabía que mi familia quería «tenerme», aunque también sabía
que ahora eran unos extraños para mí, que mi madre era un pájaro y
mi padre una estatua de piedra arenisca y que todo el mundo era un
mundo de sueño, donde la gente se despierta y trabaja y ama y
duerme, libre, bulliciosa como un yo-yo, hasta que la cuerda tira de
nuevo de ellos y los devuelve a la prisión central de su perplejidad.

En la oscuridad del abigarrado país de hadas de sus días, sus
corazones se enfrían de miedo y ven cómo el siniestro hechicero afloja
las cadenas con que quisieran mantenerse atados a ellos mismos.
Porque están separados y no pueden escapar de su propio yo
dominador, como el niño que quiere jugar al escondite y no se atreve a
salir de su «madriguera» por miedo de que le pillen y le descubran
ante él mismo y ante los otros como «él», como el culpable, como el
verdadero criminal.

¿Qué haré, pensé, si voy a casa? No podré vivir mi vida, huyendo a
los pinares y charlando con las urracas mañaneras sobre un
intercambio de plumas finas y temiendo que una corriente de sangre
llene los zapatos que mi madre guarda en el armario como cunas
vacías y que mi padre apaciente sus ojos de arena en la mañana y se
vuelva ciego o suma al tiempo en la oscuridad.

¿Seré una nube?, pensé.
Sí. Los míos querrán tenerme y el mundo me recibirá con los
brazos abiertos, como esas criaturas con resortes de hierro de las
películas de horror, que abrazan a sus víctimas hasta matarlas.

—Está soñando —me dijo la enfermera—. Le hablaba del campo de
bolos.

La apertura de la bolera suponía uno de los Acontecimientos del
hospital. Se celebraba todos los años a principios de verano, en el
campo de bolos de los hombres, sobre la colina, e iba siempre
acompañada de los acostumbrados bocadillos, pasteles y refrescos.

231


La noticia causó poca emoción en el pabellón cuatro, pero, cuando
más tarde pasé por el pasillo para ver a Susan y decirle «Hola», vi a

Mrs. Pilling en su cuarto, colgando cuidadosamente su mejor vestido
en el respaldo de una silla. Al verme, adoptó una expresión de culpa y
cerró velozmente la puerta. Sabía que, por muy indiferentes que se
mostrasen otras pacientes, la inauguración de la bolera suponía una
verdadera fiesta para los que habían de permanecer en el hospital hasta
la muerte. Y vi que Mrs. Everett sacaba los dos morillos de la
chimenea del comedor y les quitaba el hollín. Después se acostó
temprano y no se quedó para ayudar a servir la leche caliente. Sólo
ella y Mrs. Pilling se sentían realmente excitadas y parecían decirse,

a la manera de los padres que advierten a sus hijos: «Ahora, a dormir
pronto, pues nos espera un largo día de prueba».

Sin embargo, la ceremonia no duró más que media hora.
El día era frío. Había una entretela gris de nubes y el viento soplaba
helado desde el mar. Subimos la cuesta, formando un grupito
desdeñoso, dejamos atrás el pabellón de los hombres y cruzamos la
desvencijada puertecilla de madera que daba al campo de bolos, con
su cortina de jóvenes abetos que susurraban y suspiraban y su pequeño
pabellón y, contiguo a éste, el departamento en que se guardaban los
artículos y donde sería servido el ágape. Veíase un panorama de torres
de hospital, de árboles, de mar y de brumosos horizontes. Más arriba
del campo, a la derecha, se levantaba el nuevo pabellón de enfermeras
crónicas. Sus paredes habían sido pintadas de un color amarillo
brillante, con el que se pretendía infundir un sentimiento de euforia,
pero que parecía deprimir todavía más a las que habían sobrevivido a
los embates de su enfermedad y al interés de sus parientes y tendrían
ahora que pasar la vida en un hogar donde por prescripción
facultativa, la tranquilidad había sido incorporada a las paredes y la
felicidad pintada en el tejado, tan triste y de segunda mano como el
repintado que no lograba hacerse en las mentes y los corazones
humanos.

Esperamos, de pie junto al campo de bolos. En seguida recordé,
con un estremecimiento, que, más allá de los tristes y oscuros
arbolillos, de los torcidos postes de la valla y de la fangosa dehesa
donde vagaban las vacas después de ordeñadas, agitando la cola y
rumiando, me habían enseñado, hacia algunos años, el matadero de
suelo de cemento, establos con cerrojos y destartalados pesebres, y me
había dicho con voz lúgubre: «Matan los miércoles».

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Me lo había dicho miss Caddick, que murió en una sesión de
T.E.C. por no llevar las largas medias de lana.

—Eso es el matadero —me había dicho. Y, después, señalando un
viejo edificio desconchado, habla mirado recelosamente a su alrededor
y murmurado:
—Eso es Simla.
¿Simla?
El prado era liso y verde: una imitación. Yo sentía miedo. Observé
al ansioso grupito del pabellón dos, con sus caídos sombreros de
fieltro y sus vestidos de gala, cruzar vacilante la puertecilla. Carol iba
delante, con Hilary; Brenda avanzaba lentamente y con cuidado, sin
ninguna pared en que apoyarse; Maudie, con un abrigo demasiado
estrecho para su mayestática figura; Minnie Cleave, mistress Shaw y
un par de pacientes de la sala de estar «sucia»; y, sola, luciendo el
pañuelo de cabeza de las fiestas, la «señora» María Margarita, que
raras veces tomaba parte en las celebraciones.

Uno de los pacientes masculinos aparecía agarrado a un rodillo,
como un maniquí de cera en su escaparate. Era la única persona que
estaba sobre el césped y no se movía. Era como uno de esos
personajes de los cuentos de hadas, a quien un hechizo obliga que se
queden pegados a todo cuanto tocan. Otros hacían prácticas de bolos
en la orilla del campo, donde la hierba crecía en libertad, y cuidaban

muy bien de que la bola no llegara al césped. Entre éstos, hallábase
Eric, con unos zapatos de tenis, largos, blancos y sin cordones, y un
sombrero blanco de Panamá sobre la calva cabeza. Explicaba,
enseñaba, demostraba. Estaba claro que conocía todos los secretos del
juego de bolos, de la misma manera que sabía todos los secretos del
baile, de las tómbolas y del arte de sacar pañuelos del interior de un
sombrero de copa. Jamás he conocido a un hombre que supiera tantos
secretos. Sin embargo, aunque se comportaba como si hubiera abierto
todos los paquetes de la suerte de la vida, nunca revelaba lo que
realmente había encontrado en ellos y una se sentía inclinada a
sospechar que no habían sido más que chucherías, que se rompían en
cuanto las tocaba.

Pero, ¿no llegaría nunca el doctor Portman? Porque, sin él, no
podía haber fiesta ni ceremonia. ¡Ah! Ahí estaba el doctor Stewart, sin
su esposa, pero llevando a hombros a su hijito, mirado con asombro y
admiración por las pacientes, en especial las del pabellón dos, que no
podían apartar de él los ojos y suspiraban maravilladas. Ahí estaba,

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con su hijo, sonriendo, charlando y pareciendo humano, vestido con
un traje corriente y llevando además, no su bata blanca, sino un
pesado abrigo para protegerse de la helada brisa. Saltaba a la vista que
sentía el frío como cualquiera. Por esto se alzó el cuello del gabán y
buscó el amparo de los pequeños abetos. La brisa del mar ignoraba
que se trataba de un médico y agitaba su cabello y le pellizcaba las

orejas y la nariz. ¿Cómo se hubiera atrevido, en caso de saberlo? Vi la
mirada hechizada de las pacientes del pabellón dos y rechacé las
manifestaciones de la enfermedad del hospital, al lado de las cuales las
idas y venidas de los seres normales parecían acontecimientos
prodigiosos. Retrocedí porque sentía envidia, conociendo las pocas
condiciones humanas
—amor, hambre, muerte inminente— que
construyen, como un milagro, el jeroglífico de lo vulgar. Y, sin
embargo, retrocedí porque sabía que no eran el amor ni la muerte
inminente los que hacían que las pacientes mirasen aleladas al doctor
Stewart y a su hijo, sino más bien una especie de hambre que no podía
saciarse con los irisados pasteles ni con los refrescos del Día del
Deporte.

El superintendente llegó vestido con un traje deportivo,
acompañado de su mujer, que se cubría con un abrigo de piel de
leopardo, y de la perra setter, Molly, que trotaba detrás de ellos. El
doctor Portman caminaba majestuoso y confiadamente. Después de
cruzar unas palabras con los asistentes, penetró en el campo,
tanteándolo con sus elegantes zapatos de cabritilla cruda y saliendo
después rápidamente, pues sabía que el juego no podía comenzar hasta
que él diese la orden y lanzase el primer bolo de la temporada.
Carraspeó y pronunció las palabras de costumbre, que acudían con
facilidad a sus labios, pues las frases convencionales encantan a
menudo a las personas despreocupadas, que las emplean como
vehículos para ir de un lado a otro y no como templos o moradas.

—Con profunda satisfacción... Sin duda, los que hoy os habéis
reunido aquí... Sé que todos estáis deseando participar en la fiesta...
Esta solemne ocasión...

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Un ayudante ofreció al doctor Portman un bolo reluciente. Lo asió
por el corte, entró en el campo, impulsó la bola y declaró inaugurada
la temporada, entre los aplausos de la concurrencia y, principalmente,
de las pacientes del pabellón dos, que comprendían muy bien la
solemnidad del rito. El resto de los espectadores se dirigieron al
pabellón, donde les fueron distribuidos bocadillos, pasteles y
refrescos, mientras el personal facultativo pasaba a una pequeña
habitación para comer pasteles de crema y bocadillos de jamón.

Nosotras comimos nuestra parte: bocadillos de embutidos, merengues,
pastelillos de crema y de pasas y tartas de melón. Y, mientras algunas
se quejaban de que «los de la habitación» se llevaban la mejor parte,
las pacientes del pabellón dos no se lamentaron en absoluto, pues
comprendían muy bien los ritos y se hubieran sentido molestas y
confusas (al principio) si les hubiesen ofrecido pasteles de fantasía.

Después, las pacientes que gozaban de libertad de movimientos y
las de la sala de convalecencia empezaron a desfilar, haciendo
observaciones como éstas: «¿A qué tanto jaleo?» «Yo creí que íbamos
a presenciar algo maravilloso y no hemos visto más que al doctor
Portman arrojando la primera bola. ¡Vaya una cosa!»

Estas pacientes mostraban una actitud digna y aburrida. Después
del discurso inaugural, habían aplaudido ligeramente; no se habían
precipitado como la multitud hambrienta al ver aparecer los bocadillos
y los pasteles; algunas habían rechazado incluso la botella de refresco
a que tenían derecho. En cambio, en un rincón del pabellón, Carol se
entregaba entusiásticamente al intercambio de medidas: verdes para
las pacientes que no gustaban de las rojas, naranja para las que habían
recibido limón. Mientras tanto, en el prado, los hombres paseaban
arriba y abajo, probando la superficie, lanzando los bolos. El ambiente
se había relajado. La gente empezaba a marcharse. Pronto no quedaría
más que nuestro grupo del pabellón cuatro, incluidas Mrs. Pilling y
Mrs. Everett, y el del pabellón dos, que seguía divirtiéndose, jugando
ahora a bolos con los hombres, mientras Carol y Hilary recibían
minuciosas instrucciones sobre la manera de asirlos. ¿Y quién era
aquella que daba volteretas? ¡Oh! Era Mrs. Shaw, rodando, rodando y
bailando con las faldas levantadas.

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Las pacientes del pabellón cuatro nos mostramos escandalizadas y
la enfermera dijo:

—No comprendo cómo permiten que personas así salgan y se
mezclen con las demás.

Creo que murmuramos unas palabras de asentimiento. Después,
alzando el cuello de nuestros abrigos para protegernos del viento
(nuestros propios abrigos, no los arrugados modelos del almacén, con
cuellos de piel pasados de moda y ceñidos en la cintura), volvimos la
espalda a las escenas de desenfreno, provocadas inexplicablemente
por la simple inauguración de una temporada de bolos, y empezamos a

descender la cuesta, con la dignidad propia del pabellón cuatro, en
dirección al hospital.

¿He dicho nosotras? Yo me rezagué, porque gozaba de relativa
libertad. Pronto me marcharía a casa, dado que los míos querrían
«tenerme». Me rezagué para saludar y despedirme cortésmente
—y
culpablemente
— de las pacientes a quienes conocía, y bajé sola,
dejando atrás los altramuces, las zarzas y las aulagas, y pasando por
delante del horrible pabellón en que algunos hombres, imposibilitados
de salir a causa del frío y llevando todavía algunos de ellos sus
pijamas de abrigo, permanecían sentados en el comedor, mirando las
mesas de madera, sin saber ni preocuparse de saber cómo pasarían el
tiempo hasta la hora del té y la hora de acostarse y el día de mañana.

Desvié la mirada y traté de no pensar en ellos, repitiendo para mis
adentros lo que me había dicho una de las enfermeras: «Cuando salga
usted del hospital, debe olvidar todo lo que ha visto en él, arrojarlo
completamente de su memoria como si nunca hubiera ocurrido, y salir
al mundo exterior y vivir en él una vida normal».

Y, por cuanto llevo escrito en este documento, comprenderán
ustedes que la he obedecido.

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