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INTROITO
De la locura se ha hablado mucho, desde fuera, generalmente por personas
cuerdas, que imaginan al loco como a un ser especial, extrovertido, extravagante,
que se pasa el día haciendo y diciendo lo que le viene en gana, siempre con un
grado de intensidad, de originalidad, de genialidad, muy superior a la media.
Vamos que el loco, junto con los niños, es el único ser libre, inconsciente,
inocente, de la creación. De ahí que autoproclamarse loco, como hacen el 90% de
los adolescentes, no sea considerado una aberración, sino una virtud. Esta visión
literaria, poética, mítica, de la locura, hace que el loco verdadero, el enfermo
mental, sufra un doble estigma, el de su propia enfermedad, que le impide llevar
una vida normal, equilibrada, y el de la sociedad, que le juzga por no cumplir sus
expectativas de lo que debe de ser un loco canónico, alguien alegre y creativo, lo
que nunca es un loco, alguien continuamente atormentado, amargado, frustrado.
La realidad de la locura sola la puede contar, escribir, un loco porque transcurre
por completo en su cabeza, su cerebro es su propio universo, fosa, un universo
delirante, imaginario, pero universo a fin de cuentas. Después de leer los libros
de Anna Kavan o Janet Frame, dos locas reales, luego sufrientes, lo último que se
te ocurre decir es cómo mola ser loca, yo de mayor quiero ser loca. Lo que sí
puedes llegar a pensar es me gustaría escribir como ellas porque ambas poseen
un lenguaje alucinado lleno de imágenes poderosas, sobre todo Janet Frame, que
es un torrente, de aguas bravas, porque ambas describen sus estancias en
psiquiátricos con una crudeza escalofriante, sin el menor romanticismo, retórica
escapista. La literatura de Frame no es cómoda, ni fácil, no vas a salir del libro
con la sonrisa gilipollas de Amélie, ni con ganas de comerte el mundo.
Enfrentarse al propio espejo no es fácil, y más cuando el reflejo no es muy
agraciado. Supuestamente para lo que sirve la literatura, para fomentar la
empatía, ponerse en el lugar de personas diferentes a ti, para terminar
descubriendo que en definitiva tampoco son tantas las diferencias, que todos
somos igual de obsesivos, de inseguros, que todos estamos igual de aislados, de
solos. Todos somos enfermos mentales, lo único que cambia es la capacidad,
voluntad, racional, para disimularlo, trascenderlo, con diferentes máscaras.
Julio Tamayo