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¿Acaso es posible que los sumerios, casi sin instrumental, tuvieran, no obstante, el sofisticado saber-hacer
astronómico y matemático que requieren una geometría y una astronomía esféricas? Pues sí, lo tenían, y su
lenguaje lo demuestra.
Tenían un término -DUB- que significaba (en astronomía) la «circunferencia del mundo» de 360 grados, en
relación con la cual hablaban ellos de la curvatura o arco de los cielos. Para sus cálculos astronómicos y
matemáticos, crearon el AN.UR, un «horizonte celeste» imaginario contra el cual podían calcular el orto y el
ocaso de los cuerpos celestes. En perpendicular a este horizonte, extendieron una línea vertical imaginaria, el
NU.BU.SAR.DA; con su ayuda obtenían el cénit, al que llamaban AN.PA. Trazaron las líneas a las que
llamamos meridianos y las llamaban «los yugos graduados»; y a las líneas de latitud les llamaban «líneas
medias del cielo». A la línea de latitud que marca el solsticio de verano, por ejemplo, la llamaban AN.BIL
(«punto ígneo de los cielos»).
Las obras maestras literarias acadias, hurritas, hititas y de otras culturas del antiguo Oriente Próximo, por ser
traducciones o versiones de originales sumerios, estaban repletas de palabras prestadas del sumerio, muchas
de las cuales tenían relación con fenómenos y cuerpos celestes. Los eruditos babilonios y asirios que hacían
listas de estrellas o calculaban los movimientos planetarios solían anotar los originales sumerios en las tablillas
que estaban copiando o traduciendo. Los 25.000 textos dedicados a la astronomía y a la astrología que se dice
que había en la biblioteca de Assurbanipal en Nínive llevaban con frecuencia el reconocimiento de sus
orígenes sumerios.
Los escribas de la principal serie astronómica, que los babilonios llamaban «El Día del Señor», declaraban
haberla copiado de una tablilla sumeria escrita en la época de Sargón de Acad, en el tercer milenio a.C. Una
tablilla fechada en la tercera dinastía de Ur, también en el tercer milenio a.C, describe y hace una relación tan
clara de los cuerpos celestes, que los expertos modernos tienen pocas dificultades en reconocer el texto como
una clasificación de constelaciones, entre las que están la Osa Mayor, el Dragón, Lira, Cisne y Cefeo, y el
Triángulo, en los cielos septentrionales; Orion, Can Mayor, Hidra, el Cuervo y el Centauro en los cielos
meridionales; y las familiares constelaciones zodiacales en la banda celeste central.
En la antigua Mesopotamia, los secretos del conocimiento celeste se guardaban, se estudiaban y transmitían
a través de una casta de sacerdotes-astrónomos. Fue así, quizás por aptitud, que los tres eruditos a los que se
reconoce el mérito de habernos devuelto esta perdida ciencia «caldea» tuvieran que ser, también, sacerdotes,
pero, en este caso, jesuítas: Joseph Epping, Johann Strassman y Franz X. Kugler. Kugler, en su obra maestra
Sternkunde und Sterndienst in Babel, analizó, descifró, clasificó y explicó gran cantidad de textos y listas. En
cierto caso, «volviendo hacia abajo los cielos» matemáticamente, fue capaz de demostrar que una lista de 33
cuerpos celestes de los cielos babilonios del 1800 a.C. ¡estaba hábilmente dispuesta de acuerdo con las
agrupaciones que se hacen hoy en día!
Tras un enorme trabajo de decisión sobre cuáles eran los verdaderos grupos y cuáles eran, simplemente,
subgrupos, la comunidad astronómica mundial acordó (en 1925) dividir los cielos, tal como se ven desde la
Tierra, en tres regiones -septentrional, central y meridional- y agrupar las estrellas en ellos en 88
constelaciones. Al final, resultó que no había nada nuevo en esta disposición, ya que los sumerios habían sido
los primeros en dividir los cielos en tres bandas o «caminos» -el «camino» septentrional, al que se le puso el
nombre de Enlil; el meridional, al que se le puso el nombre de Ea; y la banda central, que fue el «Camino de
Anu»- y en asignarles diversas constelaciones. La banda central de hoy en día, la banda de las doce
constelaciones del zodiaco, se corresponde exactamente con el Camino de Anu, en el cual los súmenos
agruparon las estrellas en doce casas.
En la antigüedad, al igual que hoy, el fenómeno estaba relacionado con el concepto del zodiaco. El gran
círculo de la Tierra alrededor del Sol se dividió en doce partes iguales, de treinta grados cada una. Las estrellas
que se veían en cada uno de estos segmentos o «casas» se agruparon en una constelación, cada una de las
cuales recibió un nombre en función de la forma que las estrellas del grupo parecían crear.
Debido a que las constelaciones y sus subdivisiones, e, incluso, las estrellas individuales dentro de las
constelaciones, llegaron a la civilización occidental con nombres y representaciones completamente prestados
de la mitología griega, el mundo occidental creyó durante casi dos milenios que habían sido los griegos los que
habían conseguido este logro. Pero, en la actualidad, vemos claramente que los primitivos astrónomos griegos
adaptaron a su lengua y a su mitología una astronomía ya construida por los sumerios. Ya hemos indicado de
qué forma obtuvieron sus conocimientos Hiparco, Eudoxo y otros. Incluso Tales, el astrónomo griego de
importancia más antiguo, del cual se dice que predijo el eclipse total de sol del 28 de Mayo de 585 a.C. que
detuvo la guerra entre lidios y medas, admitió que las fuentes de su conocimiento eran de origen
mesopotámico pre-semi-ta, es decir, sumerio.
La palabra «zodiaco» proviene del griego zodiakos kyklos («círculo animal»), debido a que el diseño de los
grupos de estrellas se asemejaban por su forma a un león, unos peces, etc. Pero esos nombres y formas
imaginarias se originaron, realmente, en Sumer, donde a las doce constelaciones del zodiaco se les llamó
UL.UE («rebaño brillante»):
1. GU.AN.NA («toro celeste»), Tauro.
2. MASH.TAB.BA («gemelos»), nuestro Géminis.
3. DUB («pinzas», «tenazas»), el Cangrejo o Cáncer.
4. UR.GULA («león»), al que llamamos Leo.