Texto la canción verde

espanol2012 40,572 views 53 slides Jun 11, 2012
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Slide Content

La Canción Verde

por DORIS TROUTMAN PLENN

Versión al castellano de
ANTONIO J. COLORADO

POR LA MISMA AUTORA:
El Arbol de la Violeta

Uustraciones de
PAUL GALDONE

THE TROUTMAN PRESS + Sharon, Connecticut

Copyright, 1956, by
THE TROUTMAN PRESS

all
Manufactured in the United States of

Derechos reservados.

Editorial LA BIBLIOTECA
y exclusivo para Puerto Rico

mpreso en República Dominicana
Printed in Dominican Republi

Para
ABEL

or por la gente y
por las cosas de Puerto Rico
no se hubiera escrito este libro.

Primera Parte

En la isla de Puerto Rico, sierra de eterna primavera y clima
siempre cálido, habitan unos seres diminutos. Semejan ranas
arbóreas, y se les llama coquies. Viven entre plantas verdes, color
que prefieren a todos los demás. Les encanta cuanto es verde, y
creen que las cosas que no son verdes no valen tanto como lus
que lo son.

Por las tardes, poco después de ocultarse el sol, salen todos al
porche de sus casas, que están en las plantas mismas, y comien
zan a trabajar, Jamás llegan tarde, pues su propia naturaleza les
indica el momento en que es tiempo de empezar. Nada puede
nunca distraerlos de su labor, a la que llaman el Trabajo Verde,
Creen que es la tarea más importante del mundo, y la
mil maravillas, Este trabajo consiste en cantar. Un coquí inicia el
canto, y en seguida se le une otro: “Coquí, coquí.” Después se
van sumando los demás, mientras que algunos guardan silencio
para descansar. Estos reanudan luego el canto, y descansan, a
su vez, los que antes cantaban.

No tardan mucho en cantar todos 4 coro:

cen a las

Coqui, coquí, co-co-coqui
Al poco rato, algunos cesan para descansar. Una vez repuestos,
udaw su cántico, y los otros descansan. Casi siempre hay uno

de ellos que canta más alto y penetrante que el resto, como si
fuera ef tenor en aquel coro. Y así continúa la canción largas

5

horas, por las tardes y durante la noche. Es un coro penetrante y
claro, como de agua y cristal, y los cantores creen que el mundo
entero los escucha.

Llaman a aquella canción la Canción Verde. Los coquíes creen
que su canto mantiene el orden en el universo; que la Canci
Verde hace brillar la luna y sostiene las estrellas en el firmamento.
Piensan que si no cantaran su canción por las noches, las estrellas
caerian de sus Órbitas y todas las cosas se trastornarían, Porque
la cantan, resplandece plateada la luna, corre fugaz la mube
algodonosa, y, al terminar la noche, sale siempre el sol por el
mismo sitio. Hay orden en el ámbito celeste gracias a que ellos
hacen su Trabajo Verde al cantar todos juntos, sin que falle uno,
la Canción Verde,

Claro que hay personas que ponen esto en duda, pero los
coquies aseguran que es la pura verdad.

Son los coquíes unos seres diminutos, pero el más pequeño de
todos era Pepe Coquí. Todos los días unos seres grandotes y que
siempre se refieren a sí mismos como Gente, con mayúscula,
venían a trabajar en los cañaverales que crecían en torno al hogar
de Pepe Coquí. Este sentía cierta lástima por aquella gente, por-
que no vivian entre los tallos de la caña donde todo es verde, Una
vez se lo dijo así con franqueza, y ellos se echaron a seír. Uno
de ellos, que se llamaba Juan, tomó a Pepe en la mano y le
habló con cariño:

—Hermanito, en el mundo hay muchos colores, y el verde es
sólo uno de ellos.

Pepe se quedó pasmado:

Jué manera más rara de pensar! —dijo al fin

Cuando no estaba ocupado en el Trabajo Verde, Pepe hablaba
con la gente del cañaveral. Siempre le decían algo sobre una
ciudad lejana a la q Nueva York

6

—Mi primo se fue a vivir allá —dijole Juan a Pepe— y me
escribe para contarme cómo es aquell.

La hermana de uno y el tío de otro también se habían marchado
para Nueva York. La mayoría de la gente, según averiguó Pepe
Coqui, tenía amigos o parientes en aquella ciudad. Era una ciudad
maravillosa, le dijeron a Pepe. Y de nuevo se quedó pasmado:

—Xo creía que el cañaveral era el sitio más maravilloso del

mundo —dijo.

—Es un sitio bueno —respondié Juan— pero no se puede
comparar con Nueva York. Nueva York es diferente

Otro de los trabajadores del cañaveral que se llamaba Rafael,
se inclinó hacia Pepe para explicarle:

—Dicen que Nueva York es más grande.

—Y dicen que es mejor —añadió Juan.

Pepe se quedó pensando unos instantes:

—Debe ser un sitio muy verde —dijo al fin, y ellos rompieron
a ret.

Juan se sentó cerca de Pepe, y le dijo:

—Amigo, te hablaré con franqueza. Tú no puedes ver las cosas
dlaras todavía. Para ti todo es verde porque siempre has vivido
en un cañaveral. No has visto el mundo.

—¿Y dónde está el mundo? —preguntö Pepe extrañado.

—El mundo está aquí

Bueno, entonces yo lo he visto —dijo Pepe sonriendo.

—iAh! Pero también está lejos de aquí. Nueva York es el sitio
para ver el mundo,

—¿Por qué? —preguntó Pepe

—Porque todo el mundo va a Nueva York.

—iQue todo el mundo va a Nueva York a ver el mundo?
¿Estás seguro de que entiendes lo que dices?

—Amigo, preguntas demasiado —dijo Juan.

¿Y cómo averiguaré las cosas si no pregunto?

—Si hubieras visto el mundo, no preguntarías tanto —<on-
testó Juan.

—Por qué?

—Porque verias las cosas con tus propios ojos, y no tendrías
que preguntar nada

Juan y Rafael tenían que resnudar su trabajo, y se volvieron
para marcharse:

Pepe estuvo pensando un buen rato.

—Me gustaría ver el mundo —les dijo, levantando la voz cuan-
to podía en los momentos en que ellos reanudaban su trabajo.

—Muy bien —dijo Rafael— vete a verlo,

—Me parece que me iré

-Pues bien, vete —contestaron sus amigos,

—Me gustaría ir a Nueva York

—Ve, pues —dijo Juan— ve a alguna parte.

En aquel momento, Pepe sintió que habia llegado la hora de
comenzar el Trabajo Verde, y rompió a cantar. La gente aban-
donaba el cañaveral cuando Pepe comenzaba a cantar, porque
sabían que era hora de marcharse a casa

Pepe levantó la cara hacia el cielo, y, la Canción Verde brotó
de su garganta en notas claras y redondas. Todos los demás
coquies, cercanos y lejanos a él, se le unieron; y muy pronto Pepe
sintió como si las notas musicales se apilaran unas sobre otras
hacia el cielo, u manera de escalones. Subieron y subieron cada
vez más hasta que llegaron, al fin, donde empujaron una estrella
que estaba fuera de sitio, sacaron otra de su escondrijo, le dieron

brillo a unas cuantas para que rutilaran mejor, y separaron algu

mas que estaban un tanto apiñadas. Entonces, en el instante

propicio, la luna —cuyo lugar en el firmamento desempolvaron
bien las cristalinas notas de la Canción Verde— asomé su cara
pálida e iluminó la tierra, Pepe estaba satisfecho porque la Can
ción Verde surtía sus efectos,

Cuando en el cielo todo estuvo en orden para la noche y se
hizo sitio a fin de que el sol pudiera salir sin tropiezos al otro
alia, Pepe se sentó a descansar en el porche de su case, Al poco

tiempo se presentó uno de sus amigos, Cocó Coquí, que venía a
serle Consersaron a la luz de la luna.

Gans, cre que me voy para Nueva York,

9

~iNo we digas! ¿Y dónde queda eso?

—Me dicen que en el mundo

—¿En el mundo? ¿Y dónde está el mundo?

—Pues está... en todas partes.

—¿En todas partes? ¿Y dónde está todas partes?

—Cocö, tú me perdonas, pero me parece que repites las mismas
cosas una y otra vez.

—¿Qué repito las mismas cosas? ¿Cómo es eso?

—Yo te estimo mucho, Cocó, pero creo que haces muchas pre-
guntas.

—¿Qué hago muchas preguntas? ¿Qué son preguntas?

—Pues, son las cosas que dices cuando levantas la voz al final
de una oración.

—¿Yo hago eso?

—si

—éEs que no hacen otro tanto todos los coquies?

—Según te iba diciendo, Cocó, creo que me voy a ver a Nueva
York. Es un sitio grandísimo.

—¿Es grandísimo? ¿Cuán grande?

-Pero, ahora, Cocó, me voy a dormir, Buenas noches.
—¢Te vas a dormir? Buenas noches.

. 8 os

A la mañana siguiente cuando sus amigos vinieron a trabajar en
los cañaverales, Pepe los estaba esperando. De cuatro brincos
se acercó a Juan y le preguntó:
--¿Cómo se va alll?
¿Adónde, Pepe?
Pues, a Nueva York. Quiero ver el mundo.
Hombre, eso está muy distante de aquí. Hay que cruzar el

agua

¿El agua? ¿Quieres decir que estará Iloviendo?

—No, hermanito, hablo del mar. Es una inmensidad de agua
con muchos peces dentro y muchas olas encima
Mar y peces y olas. Estas son palabras nuevas — dijo Pepe.
No, plicô Juan-— Son nuevas sólo para ti
Bueno, entonces, son palabras nuevas
-Oh, añadió Rafael— ¿cómo haremos para que nos en-
tiendas? Nada sabes de las olas azules y de los peces rojos y

dorados y

—¿Y qué es el azul y el rojo y el dorado y el púrpura? —pre-
gunté Pepe a sus amigos.

—En verdad —dijo Juan— que el pobrecito vive en la oscuri-
dad. Lástima me da, porque es como si fuera ciego. Óyeme, Pepe
más vale que aprendas por propia experiencia, Debes montarte
en un aeroplano de los que cruzan el mar volando.

—¿Que cruzan el mar volando? ¿Y cómo lo hacen?

—Dentro tienen un gran motor. Zumba primero y después
canta. Y entonces todo se mueve.

—iLo mismo que hago yo! —diju Pepe sonriendo

Juan y Rafael no pudieron menos que encogerse de hombros.
No creían que la Canción Verde mantuviera el orden en el fir
mamento, pero no se lo dijeron a Pepe por no

solestarlo.

—Hueno, no exactamente —replicó Rafael—. Canta otra can
ción

Pepe quedó sorprendido:

¡Desde luego que no! ¡Es claro que no puede cantar la Can.
ción Verde! Tré volando en el aeroplano a Nueva York, Pero
¿dónde encontraré el aeroplano?

> “En el aeropuerto. Pero antes debes comprar un boleto

¿Dónde debo comprarlo?

—En el aeropuerto encontrarás un hombre detrás de una venta:
nilla. A ése le compras el boleto. Luego se lo entregas a otro
hombre en el acroplano.

—¿Y por qué el primer hombre no se lo entrega al segundo?

—Porque —dijo Juan— a todo el mundo se le exige que se lo
compre al uno y se lo entregue al otro,

Pepe lanzó un suspiro.

—El mundo es un lugar muy extraño, ¿no es asi?

—Ay, pero yo quisiera conocerlo mejor —respondió Juan

12

—¿De veras? Me voy a ver el mundo. Cuando regrese, les

ataré
—Seräs más grande después que lo hayas visto —dijo Rafael

-;Cömo! ¿Es que voy a crecer?

No, hermanito, es una manera de decir. Creceräs por den
tro —explicó Juan.

—Pero si crezco por dentro, ¿no me empujar a mí mismo
hacia afuera y creceré también por fuera?

—Es posible, --dijo Juan—. Pero, ten mucho cuidado, amiguito,
y vig

—¿Pero cómo puedo vigilarme a mí mismo si voy a ver el

te a ti mismo.

mundo?
—-Es una manera de decir —dijo Juan suspirando—. Te vamos

a echar de menos

—Cierto, asintió Pepe—. Adiós.
Entonces buscó a su amiguito Cocó.
—Voy a comenzar mi visita al mundo —le dijo.
--Pero ¿es cierto que te vas, Pepe? ¿Y cuándo regresaräs?
Los ojos de Cocó se le llenaron de lágrimas
_-Una vez termine mi visita, desde luego. ¡Adiós, Cocó!
¡Adiós, Pepe! —dijo tristemente Cocó, viéndolo alejarse

curretera abajo

13

Segunda Parte

Pepe se sentía conteato. Se volvió una vez para saludar a Cocó,
y luego prosiguió animoso camino del acropuerto. Viajó casi todo
el día, saltando por sobre la verde yerba, a orillas del camino y
preguntando a sus compañeros los coquíes que encontraba hacia
dónde quedaba el aeropuerto. Anda que te anda, llegó al lugar
que buscaba. Acertó a ver la ventanilla, detrás de la cual estaba
el hombre que vendía los boletos. Las maletas y cajas se amon:
tonaban unas sobre otras al lado de la ventanilla como una esca
lera. De cuatro saltos legó Pepe hasta el pequeño aparador de
cristal frente a la ventanilla.

—Quiero comprar un boleto. Voy para Nueva York —dijo

—Póngase en la línea respondió el vendedor de boletos,

—¿Dónde está eso? --preguntd Pepe.

—Detrás de la última persona que espera alli —dijo el ven-
dedor, mientras señalaba a la cola de la línea.

De cuatro saltos Pepe se planté donde le indicaban, y esperó
Pronto la persona que estaba delante de él caminó un poco, y
Pepe hizo otro tanto.

—Voy a Nueva York —le dijo Pepe

Pero el otto nada contestó. Seguía allí en la línea.

—Quizás no me ha oído —pensó Pepe, y entonces levantó la
voz. Esta vez la persona se volvió, buscando en su derredor un
instante, luego se puso de espaldas

14

—Mire, estoy aquí abajo —gritó Pepe.

El aludido miró en aquella dirección y alcanzó a ver a Pepe.
— ¡Si es un coquí! —exclamó.

—Pues claro que soy un coqui —dijo Pepe con orgullo—. Voy

a Nueva York.
¡No me diga! —exclamó la persona—. ¡No me diga que los
coquies se van de la Isla para Nueva York!
—Los coquíes no. Yo únicamente. Soy Pepe Coquí. El único
que va,

Gon esto se sintió más tranquila la persona.

—Ah, bueno, entonces está bien. Porque no podemos quedarnos
sin nuestros coques.

—Pues claro que no —asintió Pepe

—¿Vas en busca de trabajo? —preguntó la persona cortésmente,

—¿En busca de trabajo? Yo tengo mi trabajo. El Trabajo
Verde, no hay otro

—¿Y puedes hacerlo en cualquier parte?

—Naturalmente. Soy un coquí. —Y Pepe levantó la cabeza
y se irguié cuanto pudo.

—iQué afortunado eres! Yo voy a Nueva York en busca de
trabajo

En ese momento, el vendedor de boletos, dijo:

—El siguiente.

Y Pepe se quedó solo.

Pronto le legó su turno. De un salto se plantó frente a la
ventanilla,

—Bien. Ahora me va a explicar qué es un boleto preguntó
al hombre. o

El vendedor de boletos se levantó los espejuelos sobre la frente
para mirar a Pepe con atención

—Un boleto —respondió-— es un pedazo de papel que de
muestra que usted ha comprado un asiento en al aeroplano,

¿Y qué puedo hacer yo con el asiento después que lo compre?
Sentarse en él

—¡Ah, usted se refiere a una silla! —dijo Pepe— ¿De qué

tamaño es esa silla?

—Es un asiento de ese tamaño —contestó el vendedor se-
ñalando hacia una butaca de la oficina en que estaba
Bueno, eso es una silla —dijo Pepe— ¿Está usted seguro que
sabe de estas cosas?

16

— ¡Pues claro que sé! Una silla puede ser un asiento.

—No estoy seguro de que usted entienda de estas cosas. Por
ejemplo, es muy fácil ver que esa silla es demasiado grande para
mi.

—¿X a quién le preocupa eso? —comenzó a vocear el vendedor
de boletos.

Pepe no salía de su asombro.

—¡Cómo que a quién le preocupa eso! Pues a mi. ¡Y si me
caigo de esa silla! Y, además, hay que considerar la cuestión del
costo,

—El costo es igual para todas las sillas.

—¿Aun cuando uno se sentara en una esquinita solamente?
¡Es que nadie se sienta en una esquinita! ¡Un asiento es para
una persona! ¡Acomoda una persona!

Pero a mi no me acomoda! ¡Vea!

Y de un salto Pepe cayó sentado sobre la silla de la oficina
El vendedor de boletos volvió a colocarse Jos espejuelos sobre la
nariz 2 fin de ver a Pepe, tan pequeño, en una silla que le venía
tan grande. Luego se rascó la cabeza.

—¿Y cómo vamos a ajustarle el cinturón en esa silla?

—¿Ajustarme el cinturón?

Hay que ponerle un cinturón a todos los pasajeros para
protegerlos de las sacudidas cuando el acroplano se eleva ©
aterriza.

—En ese caso, debo exigir un asiento adecuado a mi tamaño
—dijo Pepe con dignidad.

—Un momento —exclamó el vendedor—. Espere aquí que
volveré pronto.

Y salió de la oficina con las manos en la cabeza. Fue a la
oficina de su jefe, y se arrojó sobre una silla.

'n mi oficina hay un coquí — dijo al jefe.

17

—Bueno, y ¿qué tiene eso de extraño? —contestó el otro—.
Los coquíes no muerden a nadie. Ni pican, ni hacen daño alguno.

—Pero, es que el que está en mi oficina quiere comprar un
pasaje para Nueva York.

Al jefe le brillaron los ojos.

—Pues magnífico. Véndeselo.

—Es que no quiere uno corriente, Dice que la silla es muy
grande. Y no le falta razón en eso. El asiento parece aún más
grande cuando se sienta en él.

—Hum —dijo el jefe— Creo que debo ocuparme personal-
mente en este asunto. Es la primera vez que un coquí pide un
pasaje. Debemos tratarlo bien. Es el primero, mas acaso no sea
el último.

El jefe se echó a reír, y le palmoteó la espalda alegremente al
vendedor.

Los dos juntos fueron a la oficina de expedir boletos, donde
aguardaba Pepe, sentado en el medio del gran asiento.

—¿Cómo está usted, señor? —dijo el jefe.

—Muy bien, muchas gracias —contestó Pepe— excepto en lo
tocante a un asiento para ir a visitar el mundo.

—Hum —dijo el jefe—. Un poco grande ¿no? Y, decía usted
que va a visitar el mundo

—Si señor.

—Entonces, usted quiere un boleto para un viaje alrededor del
mundo. ¿No es asi?

—Sin duda que quiere hacer el viaje por etapas —dijo el jefe
en un aparte al vendedor de boletos—. Nueva York primero. Y si
le damos un buen servicio, es probable que quiera seguir su viaje
en nuestra compañía.

Y entonces, en voz más alta dirigiéndose a Pepe, dijo

18

—Vamos a ver cómo arreglamos lo de un asiento adecuado
para usted. Hum . . . llamaré a mi jefe.

El jefe llamó a su jefe, y éste al vicepresidente quien acudió a
los otros dos vicepresidentes, los cuales decidieron que el asunto
era de la competencia del Gerente de Tránsito. El Gerente de
Tránsito pensó que era cuestión a decidir por el capitán y los ofi-
ciales del aeroplano. Estos conversaron un rato y entonces el is
geniero dijo:

—Creo que se puede arreglar. SÍ, ciertamente, ¿De qué tamaño

es él?

No muy grande —contestó el vendedor de boletos—. Como
de este tamaño —y midió un espacio entre el dedo índice y el
pulgar.

—Oh, no —dijo su jefe—. Es asi de grande —y él también
midió un espacio con sus manos en el aire.

—Tendré que medirlo yo mismo —dijo el ingeniero

"Tomó una regla y marchó adonde esperaba Pepe.

—Se está haciendo tarde —dijo Pepe.

Si señor, es cierto —replicó el ingeniero—. ¿Tendría usted la
amabilidad de pararse en esta regla?

—¿Por qué?

—Porque debo ver de qué tamaño es usted.

—Soy el más pequeño de todos los coquíes.

—Pero yo tengo que saber su tamaño exactamente. Soy el in-
geniero.

Ya Pepe se iba acotumbrando a cosas extrañas, y por eso aunque
nadie le pidió antes que se parara en una regla, dió un salto y trató
de pararse en la que el ingeniero sostenía en sus manos. No era
nada fácil, pues la regla estaba hecha de madera pulida, que
además de dura resultaba resbalosa. Pepe resbalé unas cuantas

19

veces, hasta que logró finalmente asirse a ella con las patas tra-
seras. El ingeniero observaba muy atento a sus espaldas.

—¿Está bien así? —preguntó Pepe volviendo la cabeza

—Muy bien —contestó el ingeniero— mientras miraba a Pepe
sobre la regla.

—Vamos a ver … Me parece que mide usted casi una pulgada.

—¿Una pulgada? —Pepe se sintió halagado—. Es un tamaño
espléndido, ¿no le parece?

—Ciertamente —respondió el ingeniero—. Creo que ahora po-
dremos arreglarle un asiento que le quede bien.

—Asi lo espero. Voy a cruzar el agua que tiene las nuevas
palabras.

—¿Qué nuevas palabras?

—No me acuerdo ahora, pero cuando las vea sabré cuáles son
Por eso es que voy a ver el mundo.

‘on su permiso —dijo el ingeniero, y salió rápidamente de
la habitación.

El vendedor de boletos regresó.

—Parece que el ingeniero tiene prisa —dijo.

—Si, ha ido a prepararme un asiento. Le dije que se hacía tarde
— contestó Pepe.

—Bien, ya que todo se ha arreglado, tranquilicese usted. Su
asiento estará listo para el próximo avión, y ahora están discutiendo
el precio de su boleto.

— ¿Será de acuerdo con el tamaño? —inqu

—Bueno, me parece que sí.

—En ese caso —dijo Pepe-- el precio será casi una pulgada

—¿Casi una pulgada de qué?

—Ese es mi tamaño. Tengo casi una pulgada. Me senté sobre
la regla

—Nosotros no vendemos los boletos en esa forma

Pepe

20

—¿En qué forma?

—¡Por pulgadas! —vociferó el vendedor de boletos

Pero usted dijo que era de acuerdo con el tamaño

— ¡Lo es, pero no en esa forma! ¡El dinero no se cuenta por
pulgadas!

—Bueno, usted dijo que el boleto sería de acuerdo con el ta-
maño, y según le dije a usted —insistió Pepe con entereza— éste
es casi de una pulgada. Por eso debo medir el dinero de acuerdo.

Nuevamente el vendedor de boletos s
manos en la cabeza, Entró a la pieza en la cual discutían los dos
jefes y los tres vicepresidentes, quienes lo miraron sorprendidos.

No es necesario que ustedes se preocupen más por este pro
blema les dijo—. Él —y el vendedor de boletos señaló hacia su
oficina— ya lo ba resuelto

—¡ Magnífico! —dijo el primer vicepresidente,

Un momento. ¿Quién Jo ha resuelto? --inquiriö el segundo,
que había estado dormitando.

—¡El coquí! El que está en mi oficina. ¡El boleto debe ser de
acuerdo con el tamaño —su tamaño— el cual no se cansa de repe-
tir que es de casi una pulgada!

—Calma, señores —dijo el tercer vicepresidente—. No perda-
mos los estribos.

— Hum —murmuró el jefe de! vendedor de boletos—esa sí que
es una idea novedosa.

—Y no creo que muy buena —añadió el segundo vicepresidente,

Puede que sea la solución acertada, y puede que no lo sea

-dijo el primer vicepresidente. Entremos a hablar con él.
‘uando entraron en la oficina, Pepe los saludó con gentileza.
¿En que puedo servirles? —preguntó.

Se trata de este boleto —comenzó a decir el primer vice

de su oficina con las

21

—Pero, ¿no les explicó a ustedes mi idea ei vendedor? —inda
86 Pepe sorprendido.

—Si, pero no sabemos cómo llevarla a la práctica.

—Ni yo tampoco - dijo Pepe— pero la cosa es muy sencilla!
Aquí está la regla. Mida ahora casi una pulgada de boleto
¿me entiende?

Los funcionarios con una inclinación de cabeza le indicaron al
vendedor que lo hiciera así. Las manos de éste le temblaban
cuando puso el boleto sobre la regla

Nunca imaginé que tuviera que pasar por estas humillaciones
—dijo entre dientes.
Y luego en voz más clara
Bien. Esto es casi una pulgada,
—Corte ahora poz ahi —dijo Pepe sin impacientarse.
El vendedor cortó el boleto y le dió el

120 a Pepe. Este sacó
un billete de un dólar. Y lo midió con el boleto,

—Casi una pulgada es poco menos de un cuarto de dólar —dijo
con voz reposada

El vendedor no pudo «

— ¡Eso no es bastante! —enté
Es de acuerdo
Creo — dijo el

n el tamaño —dijo Pepe sin alterarse.

residente— que debemos aceptar

fijarle a los boletos para coquies
n sabias las palabras del
vicepresidente. Se inclinaron en señal de asentimiento, y respi
raron satisfechos. El vendedor entregó el boleto nuevamente a
Pepe, y éste le dió el dinero. Los funcionarios saludaron un a
uno a Pepe gravemente, a la vez que decían

Le descamos un feliz viaje —y se marcharon

-Así también lo deseo yo = les contesté Pepe.

Mientras tanto en el avión los carpinteros trabajaban en el asien-
to de Pepe. Una vez terminado, lo fijaron en la pared cerca de una
ventanilla. Hicieron luego un cinturón de seguridad, y se lo pusie-
ron al asiento. Cuando todo estuvo listo, el ingeniero fue a la
oficina de boletos para informar a Pepe que su avión iba a partir
pronto,

Pero en los mismos instantes en que iba a decírselo, Pepe sintió
en lo más íntimo de su ser que el sol se había puesto hacía algún
tiempo y que había llegado el momento de comenzar el Trabajo
Verde. El ingeniero trató de interrumpirlo, pero Pepe le lanzó una
mirada dura y continuó cantando. La Canción Verde no se puede
interrumpir. Pepe ofa a los demás coquies que cantaban en las
inmediaciones de la oficina; uno por aquí, otro por allá, hasta que
finalmente oyó la gran orquestación de todos, que comenzaban y
se detenían para las pausas debidas.

—Voy a decirle que preparen otro avión — dijo el ingeniero.

'Coquí, coquí,” cantaban.

Pepe no cabía en sí de gozo. Sabía que los luceros y las estrellas
iban saliendo a su debido tiempo, y que la luna, desempolvada y
bruñida por las notas de la Canción Verde, se preparaba a salir.
“Co-quí, coquí, co-co-co-quí”, resonaba el gran coro de la noche.

El ingeniero trató de conseguir la ayuda del vendedor de boletos
para que convenciera a Pepe de que callara a fin de hablarle sobre
el asiento en el avión. Pero, el vendedor se tapaba los oídos con
ambas manos y movía la cabeza de un lado para otro desespera-
damente. El ingeniero trató de llamar a los jefes y vicepresidentes,
pero éstos contestaron que preferían quedarse en donde estaban.
Vino el Gerente de Tránsito, pero Pepe lo miró con enfado y, sin
darse por aludido, siguió cantando.

May pronto, las personas que esperaban en la ventanilla de
boletos, miraban hacia adentro y se decían unas a otras:

24

— Ahí tienen un coquí.
Un hombre dijo:

—¿Qué le están haciendo ustedes a ese coquí? ¿Por qué clama
tan desesperadamente?

El Gerente del Tránsito salió corriendo de la oficina y el ven-
dedor tuvo que contestar:

—iNo le estamos haciendo nada a ese coquí!

—Entonces ¿por qué grita tanto?

— ¡Está llorando!

—¿Por qué? —terció una señora.

—i¥ yo que sé, señora! —contestó el vendedor asomándose por
la ventanilla—. ¡Nos va a dejar sordos!

—¿Un ser tan pequeñín como ése? Por favor . . .

Un hombre de recia contextura se abrió paso hasta la ventanilla.

—¿No les da vergiienza maltratar a esa pobre criatura? —dijo.

La gente se iba acumulando en torno de la ventanilla, Decían:

—jNo maltraten a nuestros coquíes!

—¡No toleraremos que se les haga daño!

—{Por favor, señores —dijo el vendedor de boletos— nadie le
está haciendo daño!

—¿Por qué no le vende su boleto y lo deja usted en paz?

— ¡Bien dicho! —exclamó el ingeniero dirigiéndose al vendedor
de boletos—. Siga en su trabajo como si no ocurriera nada. Esto
es lo que hacemos siempre que ocurre algún percance en un avión,
sí señor.

—Pero ¿cómo es posible hacer nada con ese estruendo en los
vídos? —dijo el vendedor señalando hacia Pepe.

Mientras tanto, la gente que rodeaba la ventanilla se iba albo-
rotando, y daba grandes voces de protesta

—El coquí espera que le den su asiento en el avión. Quiere ir
a Nueva York —dijo el vendedor en voz bien alta.

25

—Pues entonces ¿por qué no lo deja usted que se vaya? —pre-
guntó el hombre de recia contextura.

—¡Yo no lo detengo! ¡Su avión está listo para salir, mientras
él sigue ahí gritando!

¡Los coquíes no gritan! —dijo indignada una señora de al
guna edad—, ¡Qué manera de expresarse! —añadió.

—Mire —dijo el hombrón fornido — ¿por qué no lo deja usted
en paz?

—Pero ¿quién lo está molestando? ¡El avión se le va a ir, y es
el único que tiene un asiento apropiado para él!

—iQué aguarde el avión! ¡Busquen otro avión! ¡Ustedes tie-
nen muchos aviones! —gritaba la muchedumbre.

—Voy a decirles que preparen otro avión — dijo el ingeniero
a la gente—. Haremos que el suyo espere un poco más. Cierta-
mente, que espere. —Y salió corriendo.

—Pues claro que deben hacerlo. ¡No faltaba más
señora—. ¡Y que darle tanta prisa al pobre animalito

jo una

—Con tantos aviones como tienen ustedes, bien podrían esperar
aque el pobre coqui deje de llorar, ¡Está desconsolado! —añadió
otra señora.

--;No está llorando! ¡Ni está desconsolado! —gritó el vende-
dor de boletos.

—Bueno, entonces estará asustado, ¡Cómo se atreve usted a
asustar a esa pequeña criatura! —dijo la primera señora

—¡Métase con alguien de su tamaño! — dijo desafiante el
hombre fornido.

De pronto, Pepe se quedó callado. Le había llegado el turno
de descansar

—No estoy llorando, No estoy asustado. Estoy cantando —dijo
dirigiéndose a todos

26

—;Oh, que monería, criatura simpática! —dijeron a coro las
señoras.

El vendedor de boletos se abalanzó sobre Pepe. Quería acari
ciarlo, pero temió que la gente no entendiera su gesto de ternura.
Le palmoteó la cabecita, mientras decía en voz alta:

—{Lo han oído ustedes? ¡Ahora me creen!

—¡Por favor —dijo Pepe— no tan alto! —Y reanudó la Can
ción Verde.

—Le conviene mejor, joven, ocuparse en su trabajo y dejar tran-
quilos a los coquíes, después de esto —dijo con firmeza el hom-
bre fornido.

El vendedor se tapó los oídos con algodón y siguió vendiendo
sus boletos. Las personas que querían comprarlos se pusieron en
línea y los otros volvieron a sus asientos en la sala de espera, Los
que se acercaban a la ventanilla no lo hacían muy amistosamente;
miraban primero a Pepe, que cantaba a más no poder, y luego
al vendedor de boletos. Éste acabó por encajarse la visera sobre

los ojos y no levantó más la vista. Sólo decía.

—¿Adónde?—. Y al recibir la respuesta escribía en el boleto
Así pasaron algunas horas

Finalmente, Pepe dejó de cantar tan de súbito como había co-
menzado. Incliné la cabeza hacia un lado y escuchó. Los otros
coquies fueron suspendiendo el canto uno tras otro. Todo estaba
asegurado en las esferas siderales durante la noche, y Pepe se
sintió satisfecho. De un salto se plantó en el cristal de la ventanilla
donde el vendedor de boletos escribía, y le dijo:

—Bien, estoy listo

—¡Oh —exclamó el vendedor al ver a Pepe frente a frente—
ya has dejado de cantar!

Entonces se sacó de los oídos los tacos de algodón.

27

—La Canción Verde ha terminado por esta noche. Ahora
me voy,
De verdad? ¿Está usted seguro de que quiere marcharse?
—-Muy seguro. ¿Dónde está el avión?
—Hacia allá —dijo el vendedor, y señalaba con el indice—
Por aquella entrada. ¿Quiere usted que le ayude?

—No, muchas gracias. Yo me sé ayudar

— ¡Y bien que sabe usted!-- El vendedor se dejó caer sobre la
silla. Estaba agotado.
— Adiós, —dijo Pepe al marcharse.

Tercera Parte

Pepe entró por una amplia puerta, y de cuatro saltos se metió
en el avión. Los demás pasajeros estaban ya acomodados, y los
motores zumbaban.

Aquí está su asiento, señor —le dijo a Pepe la camarera.
Vió que quedaba cercano a | ana. Sobre él había una
almohada
Espero que se sienta usted cómodo, señor
De un salto, cayó Pepe sobre el asiento

¿Lo espera usted? preguntó.

29

—Asi lo espero. Ajústese el cinturón, por favor.
—¿Que haga qué con el cinturón?
—Que se asegure el cinturón. Estamos despegando
Como viera que el otro tardaba en entender, la camarera se
inclinó hacia adelante y rápidamente le ajustó el cinturón a Pepe.
—Perdone, señor, pero es para su seguridad —le dijo
—Está muy ajustado —dijo él
Debe estar ajustado —contestó ella.
—Mi cinturón está muy ajustado —dijole Pepe a su vecino.
—El mío también lo está —contestó el otto.
—Me siento un poco acalorado —dijo Pepe a la camarera.
—Cuando estemos arriba puede aflojarse el cinturón —replicó
ella
—¿Cuando estemos dónde? —preguntó Pepe.
--Tan pronto estemos bien alto en el aire. El avión está toda-
vía subiendo.
—¿Está subiendo? Y yo subo con él. Voy a visitar el mundo
—¿Quiere usted un vaso de agua? —le preguntó la camarera.
— ¿Será el agua inmensa que tiene dentro las nuevas palabras?
La camarera se echó a reir
—No, señor. Es un vaso de papel lleno de agua
—En ese caso, no me interesa —dijo Pepe.
—¿Me quiere dar su boleto, por favor?
Pepe le dió su boleto.
“Tiene casi una pulgada de largo — dijo con orgullo.
La camarera lo miró atentamente.
¿Cómo es posible que tenga una pulgada?
—Porque yo la tengo.
—Pero es que un boleto no tiene nada que ver con el tamaño
de la persona
Bueno respondió Pepe —midalo usted y se convencerá

dijo la camarera

30

Entonces se volvió para mirar por la ventana
Estaba entre las estrellas, muy cerca de las estrellas. A medida
que el avión corría, le guiñaban a Pepe, para indicarle que eran
sus amigas.
-Saludos, estrellitas mías —dijo él con gran entusiasmo
La camarera vino pronto hacia él
—No debe hablar a las estrellas —dijo en voz baja
Que no debo?
—No. Es tarde, y los pasajeros quieren dormir. —Luego se
marchó.
—¿Trata usted de dormirse? —preguntó Pepe a su vecino.
Jo me esfuerzo mucho para ello —contestó aquél
—Ella dijo que no debía de hablar a las estrellas —musitó Pepe.
so suele decir la gente. Pero no le preste mucha aten
ción —cespondió quedamente su vecino.

—¿Y por qué lo dicen?
El otro movió la cabeza
No lo sé. Hace mucho tiempo que me lo vengo preguntando.
Es un misterio.
—¿Es un misterio? Nunca antes le había hablado a las estrellas,
pezo les canto desde que nací.
También yo.
—¿De veras? Yo soy Pepe. ¿Quién eres ti?
“Soy Alberto. ¡Encantado de conocerte!
“Soy un coquí, y canto la Canción Verde
Lo sé, Yo soy un poeta

Un poeta? ¿Eres tú una de esas personas que le cantan a
las estrellas?
Bueno, en cierta forma, sí.

—Estoy aprendiendo las nuevas palabras. Visito el mundo para
aprender esas palabras, y ahora lo estoy haciendo.

—Es algo que vale la pena hacer. Yo también trataré de hacerlo.

— ¿Sabes algo de las nuevas palabras, allá abajo en el gran
charco?

—Me parece que no,

Pepe miró por la ventanilla.

—Está muy oscuro allá abajo. No veo las palabras.

—Cuando regrese a la isla, regresar de dia, y te buscaré, Tra-
taré de encontrar las nuevas palabras en el agua cuando brille el
sol, y si las encuentro te las diré —dijo el poeta.

—¿De veras? —exclamó Pepe— También yo regresaré du-
rante el día, y si Jas encuentro te las diré.

—Gracias por haberme dicho que están allá abajo.

Alberto sonrió satisfecho.

—Asi ha sido siempre. Los coquíes han ayudado mucho a los
poetas desde que nuestra isla es una ista.

Pepe se quedó maravillado.

—;Yo no sabía eso!

—Pues sí. Data de miles de años. Nosotros Bueno, nosotros
nos entendemos.

—jEs muy cierto!

La camarera se acercó con una linterna eléctrica, e ilumi
rostros.

sus

—Caballeros —dijo con firmeza —esa conversación molesta a
los demás pasajeros. Les suplico que los dejen dormir—. Y se
alejó rápidamente.

—-No me gusta nada esa muchacha —musitó Pepe

—No tiene más remedio que ser así, Pepe. Ése es su trabajo

—¿Es ése?

32

Alberto asintió con un movimiento de cabeza, y se encogió de
hombros. Entonces los dos lanzaron un suspiro.

—Buenas noches, Alberto —dijo Pepe.

—-Buenas noches, Pepe —contestó Alberto.

soe os

Cuando despertaron, había amanecido. La camarera se les
acercó y les dijo:

—Buenos días. — Y le ofreció café y panecillos.

Poco después, el motor dejó de bramar y se fue aquietando y
aquietando hasta quedarse inmóvil. El avión había aterrizado.

¿Todo cuanto nos rodea es Nueva York? —preguntó Pepe

—No, Tenemos que tomar un auto para ir a Nueva York. ¿No
quieres treparte en mi hombro para que yo te lleve?

—¿Me llevas ti? Encantado de irme contigo, Alberto—. Y de
un salto Pepe se colocó en el hombro de su amigo.

¿No te caeräs de ahi? —preguntó Alberto.

Descuida. Me agarraré de tu cuello,

Alberto se incorporé y se dirigió hacia la puerta. De pronto, se
detuvo. Al frente y detrás de él había numerosos pasajeros. Uno
que le quedaba más cerca le dijo:

Siga adelante, por favor. Pero Alberto no se movió.

¿Es aquí donde debemos apearnos, Alberto? —pregunté
Pepe,

Sí, pero... -— Alberto miraba en derredor. Las personas que
le quedaban detrás, le empujaban suavemente hacia adelante
Alberto, por fin, dejó libre el pasillo y se sentó en una butaca
Los demás pasajeros siguieron hacia la puerta

Pepe --dijo Alberto— tengo que decirte una cosa

¿Que debes decirme algo? ¿Quieres que me apee de tu
hombro

33

—No, quédate donde estás. De aqui te lo diré. Afuera, Pepe,
hay una nueva palabra. Es una palabra que cae .... es blanca.

—¿Qué es blanco?

—Blanco es el color de la nueva palabra. Y es fria, Pepe. ¿Te
acuerdas de lo que siente uno a veces en invierno, después de una
larga lluvia?

—Si. Me estremezco, y a veces tiemblo, Entonces me meto en
mi casa.

—Eso es sentirse resfriado. El frio es algo parecido, sólo que
mucho más fuerte. La nueva palabra es nieve. Cae del cielo, y es
blanca y fría. Mira por la ventanilla, Pepe.

Pepe miró, La nieve caía por todas partes. No se veía otra cosa
que nieve.

—No es verde —dijo Pepe—. Tiene el color del temblor y
del estremecimiento.

Entonces temblé, y se apretó más contra el cuello de Alberto

-—;Trajiste un sobretodo, Pepe?

{Un sobretodo?

—Un abrigo para calentarte

—No,

—Bueno. Déjame ver si encuentro algo,

Alberto se buscó en los bolsillos. Sacó un pañuelo y comenzó
a envolverlo en torno a Pepe.

—No —dijo~ no calienta lo suficiente, y además, es muy
grande— Rebuscó en los bolsillos, y halló un limpia plumas.

—Esto lo tengo para limpiar mis plumas. Tiene una mancha
de tinta, pero es muy pequeña. Lo importante es que es de lana
y calienta mucho

—Si —dijo Pepe— mientras Alberto lo cubría con el p
de lana,

cito

34

Magnitico! exclamó Alberto—. Déjame doblarlo ha
a: ás en el cuello y prenderlo con un alfiler. Ahora podemos salt
a nieve es bonita, Pepe, si uno se mantiene abrigado,
¿Es bonita?
— Ahora la verás mejor cuando salgamos.

Se dirigieron a la puerta. En ese momento, la camarera entrá
en el avión acompañada de dos hombres altos y fornidos. Sef
a Alberto,

—Ése es el caballero que ustedes buscan

Oh, no —dijo Alberto suavemente
¿No es él! —gritó Pepe— Y entonces en el oído de Albe
dió:

—¿El que qué, Alberto?— Pero éste se limitó « encogersck
hombros.

—¿Qué fue eso preguntó uno de los dos hombres—. He ob
un ruido extraño. ¿Lo oyó usted?

Sí, lo oí. Pero vamos. Tenemos que llevarlo al salón. 1

están esperando

Los hombres se situaron a ambos lados de Alberto:

—La ciudad se complace en recibir a usted. Ahora vimo

dijo uno de ellos.

Cuando se desmontaron del avión, los dos hombres cruzaroad

campo a toda prisa
-¿Adónde vamos, Alberto?—gritó Pepe.

Pero éste nuevamente expresó su ignorancia con un’ movimies
de cabeza. Llegaron hasta un gran automóvil en cuyo asientode
atrás se sentó Alberto con Pepe. Los dos hombres iban al frei,
y el auto marchaba veloz bajo la densa nieve que caía. Pepe
aferró al cuello de Alberto y le dijo al oído:

Yo seguiré contigo.

35

—-Oh, Pepe, muy agradecido —dijo Alberto con emocién—
Luego guardaron silencio por unos instantes
¿Es éste el autobús? —preguntó Pepe
—No, es un auto —contestó Alberto— Se había sumido en el
asiento. El auto marchaba raudo por las calles. rumbo al centro
de la ciudad.

indo no es

Pepe temblaba en su improvisado abrigo. ~
verde —dijo con desaliento.
¿Tienes frio, Pepe?
No. Es otra clase de temblor. No sé lo que es.
—Yo si —¢ijo

Alberto. ¿Es porque crees que estoy en una

situación difícil, y tú junto conmigo?
—Es una sensación mueva. ¿Qué es, Alberto? ¿Qué va a ocu:
Pero Alberto se hundió más en el asiento, —Por estar hablando
contigo, me olvidé del asunto. Mejor es no hablar de-él
-Entonces, miremos la nie

, Alberto, Cac de lo alto, y levanta

jas y forma valles en el suelo.
por la ventanilla.
Si, La nieve renueva el mundo. Llena todos los espacios
vacios.
—¿Los llena?

el mundo hay muchos sitios que nunce supimos que estu:
vieran vacíos hasta que los vemos llenos de nieve, Mira, Pepe, ya
estamos en Nueva York

De pronto, los rodearon tantísima gente como Pepe no había
visto jamás. El auto se detuvo, y uno de los hombres abi
portezuela.

—Hemos llegado —dijo—. Veng:

la

por aquí.

Tomó a Alberto por el brazo y lo condujo por entre la apretada
muchedumbre. Pepe se agarraba firme al cuello de su amigo

36

Subieron numerosos escalones de madera hasta que llegaron a un
espacio abierto, en el cual sólo había algunas personas, Pepe miró
en torno, y vió que la gente se había quedado abajo. Todos mira-
ban hacia la plataforma en donde estaban él y Alberto. Un hombre,
que estuvo hablando con la gente allá abajo, se les acercó.

—Aqui está, Honorable Señor —dijo mientras conducía a
Alberto hacia adelante.

El Honorable Señor, tomó a Alberto por el brazo, y lo guió
hasta el frente de la plataforma ante el numeroso público.

—Ha llegado usted a tiempo —le dijo— Lo esperábamos.
Quédese aquí a mi lado. Soy el alcalde. Es para mí un gran placer
conocerle.

El placer es todo mío —contestó Alberto, mientras se incli-
naba gentilmente.

El alcalde se volvió para dirigirse al pueblo allí congregado.

—Señoras y señores —comenzó diciendo —celebramos hoy el
Día de la Isla, en el que nos reunimos para conmemorar las
hazañas de aquellos isleños que conviven con nosotros. En este
gran día, es para mí un placer comunicar a ustedes que el más dis-
tinguido de todos los isleños, el poeta amado de su pueblo, cuyos
versos y canciones pregonan por el orbe su fama

—Pepe —dijo Alberto en voz muy queda a su amigo— esto
no me gusta. Me siento como un ajusticiado.

—¿Habla ae ti, Alberto?

Alberto trató de coniestar, pero se le anudó la garganta. No
pudo sino asentir con 10 movimiento de cabeza.

Pepe miró hacia abajo, y vió por entre la copiosa nieve que caía
y revoloteaba en el viento, cientos y cientos de rostros muy pare-
cidos a los de la gente que él había conocido en la Isla. El alcalde
continuaba su discurso.

—¿Qué es lo que quiere que hagas, Alberto?

38

—No me sale la voz, Pepe —musitó su amigo.
-¿Quiere que le cantes al pueblo?

—En cierta forma, eso es.

—Pues tiene que salirte la voz para cantarle.

—Eso quisiera yo, Pepe. Pero siempre en estas ocasiones me
quedo sin habla.

—¿X si yo cantara por ti?

—¡Oh, Pepe, seria espléndido! Pero no es hora de tu canción
¡Es medio día, y hace mucho frío! ¿Crees que puedes intentaclo?

—Me parece que si. Claro que sólo podré cantar una minima
parte de la Canción Verde, no la verdadera canción. ¿Hacia dónde
dirijo mi voz?

—Al frente, en el aparatito que el alcalde tiene en la mano. Es
un micrófono.

—¿Un micrófono?

El alcalde continuaba hablando:

— ¡Aquí lo tenemos! ¡El bardo cuyas canciones son como la
voz de la propia Isla! ¡El hombre a quien el mundo entero admira
por sus magníficos versos!

El alcalde se volvió hacia Alberto y le preguntó en voz muy
baja:

Su nombre, por favor?
¡Adelante, Pepe! —dijo Alberto con voz ahogada.

Pepe se plantó sobre la mesa de un solo salto, y abrió la boca.
Pero la nieve le cayó adentro. “Coquí, coquí”, cantó. Pero al
tragarse la nieve tuvo que tragarse con ella las notas. El único

sonido que le salió fué un extraño y agudo chirrido.
Oh, Pepe, ten cuidado! —gritó Alberto,
¡Cielos --exclamó el Alcalde— un grillo!
Pepe se isguió lleno de orgullo

39

— ¡Soy un coquí
el micrófono.

—dijo con robusta voz que entró directa en

No bien pronunció estas palabras, el público rompió en una
estruendosa ovación

—¡Un coquí! —gritaron todos.

—jUn coquí en Nueva York!

—iQué vivan los coqui

Y sacudian los pañuelos, y reían y aplaudian a más no poder.

— ¡Entre tanta nieve un grillo! —bramaba el alcalde, que no
entendía ni las palabras de Pepe ni los gritos del público.

—Pero parece que les gusta —le dijo a un hombre que estaba
a su lado

El hombre movió la cabeza con desaliento, como diciendo que
nadie le podía hacer creer que sucedieran esas cosas.
Canta un poco más, grillito! —dijo el alcalde a Pepe cari-
ñosamente.

Pepe abrió la boca nuevamente y le cayó nieve adentro, pero
esta vez se la tragó antes de que brotaran las notas. “Coquí,
Coquí, Co-co-coqui”, cantó. Entonces tragó más nieve y comenzó
nuevamente, cantando parte de la Canción Verde con voz clara y
bien entonada. La gente estaba encantada, reían y gritaban y
!loraban de júbilo.

Pero ningún otro coquí le contestaba a Pepe su canción. Sólo su
propia voz, enormemente aumentada por los altoparlantes, rebo-
taba en sus oídos. Pepe se asustó y dejó de cantar. De pronto gritó

¡Alberto!

Pero Alberto no se veía por ninguna parte. Había desaparecido.

—Basta,
Y ahora señoras y señores

migo —dijo el alcalde—. Todos te damos las gracias
Pero la multitud gritaba una y otra vez con el mayor estruendo.

40

—;¡Qué siga el coquí, queremos al coquí! ¡Qué vivan los co-
quies!

El alcalde movía sus manos de arriba para abajo en gesto apa-
ciguador. Finalmente, la multitud se calmó. El alcalde miró su
reloj

—Sólo nos quedan unos instantes para presentar la llave de la
ciudad a —se dirigió al hombre que le quedaba al lado

«cómo se llama ese señor poeta?

—Se ha marchado —respondió el otro con desaliento,
—¿Que se ha qué? —vociferó el alcalde.

Alguien subió a la plataforma y se lo llevó al público —dijo

el hombre con voz aun más desalentada.

—¡Cómo es posible! ¿Qué voy a hacer yo con la llave de la
Ciudad? —gritó el alcalde en tono lastimero. Las palabras se
colaron por micrófono y las oyó todo el mundo.

—¡ Alberto! ——gritó Pepe por el micrófono.

Le pareció oir una lejana voz, que partía de allá abajo, del centro
de la muchedumbre, y decía

¡Aquí estoy, Pepe! ¡Allá voy! —Pero la multitud comenzó
a vociferar

-—¡Désela al coquí! ¡Di

Pepe no pudo oir nada m

ela al coquí! —Fue tal el alboroto que

secándose la frente con el
pañuelo— en prenda de la 8 lado
a todos aquí en esta mañana, quiero presentar a usted . . . es
decir... presento a usted en nombre de este pueblo aquí con
gregado, la Gran Llave de la gran ciudad de Nueva York. Muchas
gracias a todos

El alcalde puso la Mave al lado de Pepe, y le dijo al hombre de

~-Yo por lo tanto — dijo el alcaldı

an canción con que nos ha rega

la voz compungida

41

—Vámonos. Debemos darnos prisa. ¡Quién me hubiera dicho
que había de vivir para ver este día! ¡Entregar la llave a un grillo!
La multitud aplaudía y daba vivas. La visita de Pepe era una

gran sorpresa para todos. Y se sentían orgullosos del gran honor
que se le había tributado al coquí. El alcalde y su comitiva aban
donaron el templete, y poco a poco la gente se fue disgregando.
Pepe llamaba a Alberto por el micrófono, cuando un hombre que
asomó la cara por debajo de la mesa, le dijo

—Pierde usted el tiempo.

El hombre tenía grandes orejas y trataba de cubrirlas con su
gorra de lana, pero ésta era muy corta,
—Pierde usted el tie

apo. El micrófono no está puesto.

¿Que no? Yo lo veo puesto, puesto sobre la mesa, —dijo
Pepe.
—Sí, pero lo hemos cerrado. ¿Entiende?
No.
Bueno, no importa; y debo llevarme la mesa también
—¿Que debe llevarse la mesa?
Si, ¡Esta maldita gorra no me entra y tengo las orejas frías!

—Entonces esperaré en el suelo a que venga Alberto.
No puede ser, amigo. Usted se refiere a la plataforma. Y
tengo que desmontarla
—¿Que desmontarla?
, ése es mi trabajo. La montamos solamente para el acto de
hoy. ¡No sé como diantres voy a hacerlo si no puedo calentarme
las orejas! La gorra no baja bien

Me parece que es muy corta para llegar hasta las orejas —le
dijo Pepe.

—;Con que es muy corta, eh! ¡Es extraño! No lo entiendo
operarios Ilegarän de un momento a otro.

¿Llegarán?

—Seguramente. Oiga, le felicito por la bonita canción que nos
cantó.

—Es la canción de los coquies. Es parte de la Canción Verde.

—¿La Canción Verde la llama usted? ¡Caramba, y entre tanta
nieve! Gran canción. Bueno, debo comenzar mi trabajo. Tengo
las orejas frías. La gorra como que no quiere cubrirlas. Usted ya
está listo para bajar y seguir adelante, amiguito, mientras yo des-
monto todo esto.

¿Bajar y seguir adelante para dónde?
—Para donde usted vaya. ¡Mi madre, parece que cae nieve!
enga su llave
Pepe trató de coger la llave. Pero era varias veces más grande
que él

—Yo le ayudaré —dijo el hombre—. Baje usted, y yo le daré
la Have.

Pepe saltó desde la mesa y cayó sobre la blanda nieve. El hombre
le puso la Have cuidadosamente cerca de él

—Que tenga buena suerte —le dijo—. Me gustó mucho su
anciôn. ¡Esta endiablada gorra no entra bien!

-Le viene muy pequeña —dijo Pepe nuevamente

—Hay algo aquí que no acabo de entender, No me cubre las
cuejas. Bien, adiós, y tenga usted cuidado

—Debo cuidar de la llave —respondió Pepe— para dársela a
Alberto,

Pero el hombre se había puesto las manos sobre las orejas para
«alentarlas, y no pudo oir més.

Pepe comenzó a arrastrar la llave sobre la nieve.

Cuarta Parte

Gran trabajo le costaba a Pepe moverse sobre la nieve, porque
el coquí necesita usar de sus cuatro patas para caminar. Pepe
arrastraba la llave un poco, y entonces tenía que saltar. No podía

saltar muy alto porqu

la llave pesaba mucho. Y cada vez que
saltaba, se hundía más en la blanda nieve, y tenía que esforzarse
para salir

Arrastrando la llave, saltando, hundiéndose y volviendo a salir,
continuó Pepe su camino; y tardó mucho, mucho tiempo en llegas

44

a la calle. Era muy avanzada la tarde, cuando llegó a la acera, y
s+ sentía cansado. Se recostó sobre un farol para descansar y
tomar aliento.

Jamás había Pepe oído tanto alboroto en su derredor. El ruido
partía de los automóviles, de Jas bocinas de los automóviles y de
las voces que daban los conductores. Todo era estruendo y nieve.
Al fin, cuando Pepe recobró el aliento, comenzó à mirar en derre.
dor. Frente a él había un muchacho como de mediana estatura.
El chico miraba a Pepe con los ojos bien abiertos, como si le
costara trabajo creer lo que veía.

Soy Pepe —dijo el coquí, con la idea de tranquilizar al niño.
El chico lo señaló con el dedo.
Tú eres. . . ¡Tú eres una rana arbórea! Te conozco bien
¡Etes un Elemterodáctilo Portosvicensis!
Pepe no salía de su asombro
¿Y cómo diantre sabes eso?
Oh, he hecho estu
¡Aunque jan

ios sobre ti. He visto fotografías tuyas
is hubiera creído que habría de verte en persona!
casi falto de aliento

dijo el n

Bueno, pues ya me has visto. Son muy pocas, pero que muy
pocas, las personas que saben mi verdadero nombre; por eso, rara
vez lo uso. Además, es un nombre larguísimo. Y muy difícil de
i

No creo que lo sea —dijo el niño—. Tomas un buen respiro
y comienzas: E-leu-tero-d:

lo, que significa rana ar
to tri-cen-sis que quiere decir que eres natural de Puerto Rico. Las
alos palabras juntas
s1hórea del mundo.

¡Eres un chico

¡can que no te pareces a ninguna otra rana

y listo! --dijo Pepe con admiración—. La
neralidd de las gentes no saben esas cosas. Por lo común, me

45

—No había oído nunca ese nombre —dijo el niño,

—Bueno, otra vez no dirás lo mismo.

Ast es - contestó —Luego sonrió y respiró tranquilizado.

—¡Oye, tienes mucha razón! Es un gran nombre. ¿Puedo sen-
tarme a tu lado para que charlemos un rato?

Pepe suspiró.
—¿Ahora mismo? ¿No podríamos hablar en otra ocasión?
“Tengo un poco de prisa.

-Bueno, me da igual —dijo el niño—. ¿Quieres que te lleve
à algún sitio? Yo trabajo, y todavía no he terminado mi jornada
Además, debo apresurarme. Tengo que llevar estos trajes a Union
Square— Y señaló con el brazo tendido hacia la calle, donde Pepe
vió una especie de carro, cubierto de lona.

—¿Dónde están los trajes?

—Están alli, bajo la cubierta de lona Cuelgun de sus perchas
en el carro.
—¿De sus perchas . . .?
Te llevaré conmigo . . . Digo, si quieres venir.
;Ch, nada me agradaria más!
Bueno, voy a levantarte del suelo~. El chico recogió a Pepe
cuidadosamente. El coquí se aferrô a la llave y contuvo el aliento.
Oye, ¿qué es esto? —exciamó el niño al tocar la Have que se
había casi hundido en la nieve. —¿Es parte tuya?
—Bueno, si. Va conmigo, por lo menos. Esla llave para Alberto.
—Como quieras. Claro que la llevaré también. La colocuré en
estos huecos de las perchas, mientras tú te agarras de la costura de
La lona. ¿Estás bien así, o si quieres podría ponerte en mi bolsillo?
— ¿Podrías ponerme?
Pepe se acomodó lo mejor que pudo en la costura de la lona.
—-Llevo infinidad de cosas en mis bolsillos —dijo el mucha-

46

cho cordialmente—. Almohadillas y lápices y alambre y cuerda y
piedras y anzuelos y . .
-No —dijo Pepe con firmeza. Me encuentro muy cómodo
aqui.
May bien. Y ahora si me dijeras adónde vas, te Jlevaría con
mucho gusto.
—Voy en busca de Alberto.
—¿Y ese Alberto es otro Eleuterodáctilo Portorricensis?
—No. Es un poeta.
—¿En donde está?
Pepe lo miró con extrañeza. —;No sé!
Ahora le tocó al muchacho pensar unos instantes antes de res-
ponder, Entonces dijo con jovialidad:
—Bueno, pues lo que debemos hacer es ponernos en marcha
cuanto antes, ¿no te parece?
—¡Oh, sí! —exclamó Pepe—. Le encantaba sobremanera que
el muchacho fuera tan razonable.
Me llamo Jack —dijo el chico—.
Se agarró al manubrio del carro que quedaba a la altura de la
cabeza de Pepe, y comenzó a empujar,
“Tenemos que mantenernos cerca de la acera, porque si no,
los autos no nos dejan pasar.
——¿No nos dejan pasar?
Grandes automóviles corrían veloces cerca de ellos. Pepe y Jack
tenían que hablar a gritos para poder oirse.
--¡Estoy encantado de haberte conocido, Pepe!
—¿Estás encantado?
~Pues claro. Me hubiera pasado la vida buscándote en los
‘campos fuera de la ciudad sin encontrarte nunca. Y vas aquí ahora
puseándote en mi carro cerca de la Alcaldía. ¡Es estupendo!
¿Qué campos son esos de que hablas?

47

—En su mayoría campos de trébol. Voy allí los fines de sema-
na y en los días que tengo libres.

—Y esos campos de trébol, ¿son parte del mundo?

—Sin duda que lo son. La parte campestre. Y creo que la mejor
parte.

—¿Y qué haces en esos campos?

AA veces camino por ellos para ver a todas las criaturas que
los habitan. En ocasiones corro. Otras veces, me siento en las
márgenes de algún riachuelo y observo a los seres como tú que
allí viven. Es en el verano, desde luego. No se puede ir es
vierno, En el verano los campos son verdes.

-Deben ser muy bonitos —. Pepe comenzaba a animarse

-Oye Pepe, y ¿cómo llegaste hasta aquí desde Puerto Rico?

Pepe se sentía más abrigado. Jack había tirado de la cobertura
de lona para resguardar a Pepe de la nieve.

“Vine en un avión. Tenía un boleto adecuado a mi tamaño,
y me hicieron un asiento. Voy de viaje por el mundo.

Muy interesante. Nunca antes estudié a alguien como tú

¿Me estás estudiando?

Jack se echó a reír
En cierta forma —contestó— Me gusta estudiar las cosas

in

vivientes,
Continuaron su camino rápidamente. Jack empujaba el carro
con agilidad mientras conversaba, y se detenía de vez en cuando
para reanudar luego la marcha.
¿Por qué nos detenemos así para luego proseguir camino?
—preguntó Pepe.
¿Ves aquella lucesita roja allá arriba entre la nieve?
“Ahora la veo —dijo Pepe-—. ¿Es roja? ¡Parece una estrella!
—Dice: ¡Deténgase! Y yo me detengo.
¿Dice así?

48

Pepe no la ofa, pero supuso que era debido al ruido ensorde-
cedor de los autos.
—Si, y yo descanso cuando se enciende. Como ahora, ¿lo ves?
Ahora se enciende la verde. ¿La ves?
¡Si! —gritó Pepe alborozado—. ¡Una estrella verde! ¡En mi
vida había jamás visto una estrella verde!
Jack rió de alegría
—;Y dice, siga! --Al decir esta palabra, Jack empujó el pesado
carro hacia adelante. Continuaron su camino. Pepe se agarraba
fuertemente a la costura de la lona. Cada vez gozaba más en aquel
paseo. Miraba a ambos lados de la calle.
—¿Qué son esas cosas gigantescas a uno y otro lado de nos
otros?
—¿Esos? Pues, son edificios.
¡Cuántos ojos tienen! ¿Nos están observando?
Jack volvió a reír.
Son ventanas, Pepe.
—Parecen picachos de montañas con ojos.
—Oh, es cierto, Pepe.
-Me alegro de haber venido a ver el mundo.
También yo estoy alegre, Pepe. Al verte, me haces recordar
los campos. Me gusta pensar en ellos, porque eso alivia mi trabajo.
¿Alivia tu trabajo?
¡Ciertamente que sí! Cuando sea mayor haré otra clase de
trabajo. Voy a ser maestro. Daré clases sobre las cosas vivientes.
Y en el verano viajaré como tú
trés a la Isla? Es verde, también. Toda verde siempre.
¡Que si voy! ¡Puedes jurarlo! Ya verás Pepe, ¡eres tan buen
compañero!
¿Soy buen compañero?
Me gustaría que venieras a mi casa y te quedaras conmigo

49

—No puede ser. Tengo que ver el mundo.
—Es cierto. Y además, no has nacido para vivir en una casa
caliente y sofocante.

—No —contestó Pepe— sólo en mi propia casa. Vendrás a ver
mi casa, cuando visites la Isla. Vivo en un cañaveral.

-——Nunca he visto un cañaveral.

—Pues lo verás. Y conocerás a Juan y a Rafael
Quiénes son?

—Son gente como té. Trabajan en el cañaveral.

—{Y qué hacen?

—Son grandotes y fuertes, y tienen unos cuchillos grandes lla-
mados machetes. Levantan los machetes —jpaff!— cortan las
cañas que caen en seguida al suelo.

— ¿Crees que me dejarían ayudarles?

—Puede ser, si ven que eres cuidadoso.

—¡Oh, lo sería, Pepe!

—Cuando regrese les diré que tú vas a venir, Conocerás a Cocó.
Es un coquí también. Un amigo n

—Mira, Pepe. ¡Hemos llegado! El tiempo pasa pronto si hablo
contigo. Este es Union Square.

—¿Es éste? —Pepe se inclinó hacia adelante y miró con la
mayor atención. Vió grandes edificios y luces y más automóviles.

—Debo llevar los trajes a un edificio que queda por aquí cerca

—Pues, me pones sobre la calle —le dijo Pepe—. Voy a buscar
a Alberto

—Dios quiera que lo encuentres pronto, —dijo Jack. Tomó a
Pepe y su llave con gran cuidado, sosteniéndolos en la mano ce-
srada con cariño por unos instantes. Entonces abrió los dedos y
él y Pepe se miraron a los ojos.

—Ten cuidado, Pepe. No me gusta nada dejarte así solo en

50

este frío, pero creo que es mejor para ti que encerrarte en mi vieja
casa calurosa.

—jOh, es mejor! —exclamó Pepe.

—Pensaré en ti todos los días, Pepe.

—¿Pensarás en mi? Debes crecer pronto para que vengas a
mi Isla.

—No tardacé mucho, Pepe. Soy más viejo de lo que parezco.

Las bocinas de los autos alborotaban más que antes. -—¡Oh, mi
carro interrumpe el paso! Debo marcharme ya.

Jack puso a Pepe en el suelo cuidadosamente

—¡ Adiós, querido amigo Pepe!

—¡Adiós, querido amigo Jack!

Jack se marchaba empujando su carro,

Nos veremos pronto, Jack —pydo decir Pepe.

—Nos veremos seguramente —respondió Jack con efusión
Saltarina su risa llegó a alegrar los oídos de Pepe a través de la
nieve que caía, mientras se perdían de vista el uno al otro. Un
instante nada más quedó parado Jack cerca de su carro, y se
levantó una gran muralla de nieve que interceptó su risa, y
después sólo quedó la nieve. Y el ruido de los automóviles.

Quinta Parte

Pepe lanzó un suspiro. Reanudó su penosa marcha, empujando
la llave, saltando para caer enterrado en la nieve y volver a salir
de ella con otro brinco.

—-El mundo es triste algunas veces —murmuró para sí. Y mien
tras esto decía se hundió más en la nieve. Miró hacia arriba
y vió que pasaba un auto por sobre el hoyo en que él estaba.

—Debo estar en el medio de la calle, donde me dijo Jack que
los autos cortaban el camino —pensó—. Y comenzó a salir del
hueco lo más rápido que pudo, hasta quedar en la cima de un
montecito de nieve, que se había endurecido hasta formar hielo.
Oh! —pensó Pepe— si esos autos se acercan demasiado al

camino de las personas, podrían aplastarlas.
En aquel momento, sintió un ruido más ensordecedor que nunca
Las luces de un gran auto se enfocaron sobre él, y oyó alarmantes
chirridos
—¡Mire! —gritó enfurecido un hombre—. ¡Quítese del ca

mino!

—¡No ve que está interrumpiendo el tránsito! —vociferó otro.

— ¿Que estoy ...? —dijo Pepe. ¿Qué es lo que dice usted que
estoy haciendo?

Nuevos chirridos de frenos y luces más cegadoras; más bocinas
de autos atormentando al pobre Pepe. Se acercó un policía y miró
hacia todas partes.

52

En el suelo! —gritó un hombre al policía—. ¡Es una rana!

—¿Dónde? —-pregunté el policía, mientras daba vueltas en
estrecho círculo.

— ¡Frente a usted hay una rana! —gritó otro hombre al par
que sonaba su bocina.

—¿Una rana frente a usted? —preguntó Pepe.

En esos momentos, Pepe sintió la ancestral llamada para co-
menzar su Trabajo Verde. Mientras con el pie pisaba la llave
cercana a si, levantó la voz para cantar: “Coquí, coquí”. Pero tan
pronto abrió la boca, las bocinas comenzaron a chillar y alborotar
y la gente gritaba cada vez con más fuerza. Pepe sabía que estaba
cantando, pero no ofa absolutamente nada de su canto.

—¡Oh! —pensó— ¿Qué debo hacer? ¿Cómo podrán mis notas
llegar a las estrellas, si yo mismo no las oigo?

Trató de cantar más fuerte.

—jOiga, mire usted! —le gritó el pol

—Coquí, coquí —cantaba Pepe.

—iQuitese del medio, que paraliza el tránsito!

Pepe siguió cantando, pero no ofa una sola nota, aunque sabía
que estaba cantando. El ruido de las bocinas y los chirridos de
los autos atronaban el espacio. De súbito, se oyó otro sonido más.
Al principio, era apagado como si viniera de lejos, pero se aproxi-
maba creciendo en intensidad.

—¡Bien, bien! —dijo el policía a las personas que estaban en
los autos— Me vienen a ayudar, Ésa es la sirena.

El auto de la sirena llegó hasta adonde estaba Pepe. Uuuuuuuu

aullé.

Y entonces se detuvo, cuando sonaba más fuerte,

Pepe tembló de pies a cabeza, pero siguió cantando. Numerosos
policías se aglomeraron en su derredor.

¿Qué ocurre, Mac? —-preguntaron.

53

—iLa situación es seria! —contestó Mac—. ¡Esa endemoniada
rana que se ha plantado ahí! ¡Y en la hora de más tránsito!

—Conque no se quita del medio, jeh! —dijo uno de los policías.

¡Mire, no ve que hg paralizado el tránsito!

En medio de aquel alboroto y confusión, Pepe trataba aún de
cantar. Cumplía con su Trabajo Verde, pero se sentía angustiado
Era la primera vez en su vida que no podía oir a nadie cantar, ni
a sí mismo siquiera. Todo se había trastornado. Comenzó a sentirse
mal en su intimidad.

—Está bien, muchachos —dijo Mac—. Yo me encargo de él

—jA la cáxcel con él, Mac!

—Queda usted detenido —-le dijo Mac a Pepe.

—Coquí, coquí —respondió Pepe, que no podía cantar y hablar
al mismo tiempo. —Quizás Mac no puede entender lo que me
pasa —pensó.

Mac cecogió a Pepe y la Llave, haciendo tazón con las manos.

—Yo me hago cargo de él, muchachos. Vean ustedes que se
reanude el tránsito.

Mac puso a Pepe en el asiento del auto de la sirena, y zigza-
gucando por entre los autos detenidos, logró salir de aquella
maraña. Entonces se quitó la gorra, y soltó un respiro largo:

—jPor fin!

Pepe cantaba todavia la Canción Verde. De vez en cuando oía
retazos de notas, pero el cántico no ibs bien. Sintió un extraño
dolor en sus adentros. Jamás en su vida se había sentido tan mal.

—Bonita broma que nos ha jugado usted —gruñó Mac entre
dientes—. jParalizar el tránsito en el momento de mayor con-
gestión! ¿Cómo se le ocurre semejante cosa?

—Coquí, coquí —canturreó Pepe débilmente.

— Qué dijo usted?

—Coquí, coquí —volvió a cantar el otro casi desfallecido.

54

—iQué le pasa? ¿Se siente usted mal?

Pepe asintió con un "si" lo más fuerte que pudo, sin abandonar,
desde Juego, su Trabajo Verde.

—¿Dónde le duele? —volvió a gruñir el otro, pero ahora con
un dejo de compasión en la voz.

Le dolía en el mismo centro del cuerpo, por lo cual Pepe señaló
su propio estómago. —Coquí, coquí —chirrió más bien que cantar.

—¿Y se sintió enfermo allí en la Plaza de la Unión?

Pepe movió la cabeza de arriba para abajo lo mejor que pudo
—Coquí, coquí —era todo cuanto decía.

—Es un hipido, seguramente —dijo Mac como hablando consigo
mismo—. Se encontró en el medio de la calle, y los focos de los
autos le cegaron—. Se inclinó para mirar a Pepe.

—Me parece que está usted enfermo. Voy a llevarlo donde lo
atiendan.

Pepe hubiera querido pedirle que buscara a Alberto, pero no
podía suspender la Canción Verde en aquel instante, aun cuando
ésta brotaba como delgado hilillo de notas temblorosas.

Mac hizo girar el volante y cambió de rumbo.
Le voy a llevar a un especialista —dijo, y aligeró la marcha.

Como todo un señor coquí sensato, que quiere saber siempre
lo que está haciendo y adónde va, Pepe le hubiera preguntado a
Mac qué es un especialista. Pero, era imposible interrumpir el
Trabajo Verde.

—Si señor —dijo Mac—. Tengo un amigo que le buscará un
médico de batracios. Porque usted es una rana ¿no es cierto?

Pepe negó con la cabeza.

—Coquí, coquí —prosiguió.
¡Hum! —dijo el otro—. Jamás he oído a una rana cantar así.
Dígame, ¿de dónde ha salido usted?

56

Pepe coló entre una breve pausa de la Canción Verde las pala-
bras: “Isla linda”

Pero, fuera por el ruido o por la disposición, o por ambas cosas,
el otro entendió "Irlanda

—iVaya casualidad —exclamó con voz dulzona. Mi abuelita
vino de allá. Es un pais todo verdecito. ¿No es cierto?

Esta vez Pepe movió la cabeza de arriba para abajo con rapidez.

—;Conque es usted una rana irlandesa! —dijo Mac, todo hecho
sonrisas.

-Coqui, coqui —canturreó Pepe casi sin fuerzas, moviendo la
cabeza.

Pepe pensaba en Alberto, mientras se esforzaba por que la
Canción Verde no naufragara en aquel mar de ruidos callejeros,
y resoplidos de automóviles

—¿Oh, dónde estás, Alberto? —pensó— ¡Sólo tú podrías de-
cirle a Mac quien soy!

AL fin Mac detuvo el auto.

—Hemos llegado —dijo.

Recogió a Pepe, y por primera vez se dió cuenta de la Llave.

—¿Qué es eso que tiene usted ahí? —exclamó,

Pepe trató de levantar la llave para mostrársela, pero ésta pe
saba demasiado y él estaba muy débil.

—Déjeme que yo la coja. ¡Si es la Llave de la Ciudad! ¿Cómo
vino a parar a sus manos?

Pepe hubiera querido explicarle, pero no podía suspender su
vántico, y continuó:

—Coquí, coquí.

Mas soltó una risotada de júbilo,

;Acabadito de llegar de Irlanda y ya tiene la Llave de la
Ciudad! ¡Venga conmigo!
Pepe agarró con todas sus fuerzas la Llave de Alberto, mientras

57

Mac lo conducía a través de la nieve hacia un enorme edificio gris.

Mac tocó a la puerta, pero nadie contestó. Entonces aporreó la

puerta, haciendo temblar el ámbito que rodeaba al pobre Pepe.
¡Abran pronto! —grité.

Al fin la puerta se entreabrió. En el umbral, con la luz a sus
espaldas, se veía un vejete, flaco y alto, de largos bigotes ondu-
lados.

—Helo aquí —dijo Mac a Pepe—. O'Brien en persona. El
guardián.

—¡Hola! ¿Eres tú Mac? —dijo el guardián

—Vengo con un amigo —contestó Mac

Coqui, coquí —fue todo cuanto dijo Pepe
¿Estás resfriado, Mac - preguntó el guardián— Hablas y
luego croas.

—No soy yo —dijo Mac riendo— Es mi amigo.

—¿Cómo está usted? —preguntó O'Brien, extendiendo la ma-
no—. Entren, entren ustedes.

Pronto los ruidos callejeros se apagaron. Estaban los tres ami
gos en una habitación bien abrigada. Pepe miró hacia la potente
Juz y tuvo que pestañear varias veces.

—Coquí, coquí —cantó débilmente—. Ningún otro coquí le
contestó.

Bueno, ¿y dónde está tu amigo?
Aquí —respondió Mac

El viejo guardián bajó la vista para atisbar a Pepe en las manos
de Mac. Luego sonrió.

—¿Otro que se ha extraviado, Mac? Te la pasas recogiendo las
criaturas que se pierden

—Este ocasionó una congestión del tránsito hace unos instan-
des, pero no está perdido. Es una rana de importancia. ¡Tiene la
llave de la Ciudad!

58

-—Muy pequeñín me parece para tener la Llave.

—i¥ viene nada menos que de Irlanda!

Pepe trató de rectificar a Mac, Quiso decir “Isla linda de Puerto
Rico”, pero se sentía demasiado agotado ya para interrumpir la
Canción Verde

—Coquí, coquí —siguié cantando.

¡Qué manera más rara de hablar! —dijo el guardián

—Es su acento de irlandés, hombre—. Respondió Mac. O'Brien
sourió y Mac soltó una gran carcajada para celebrar su propia
oeurrencia.

El guardián tomó a Pepe y su Llave en las manos con gran
suidado, Pepe todavía cantaba —Coquí, coquí—, aunque aquello

ás bien parecía un ataque de hipo. Estaba extenuado.
Oigame, O'Brien —dijo Mac con voz alterada— Hay que
prestarle ayuda inmediatamente. La pobre rana está muy en

ferma

59

—Coquí, coquí —cantaba Pepe débilmente, y la Canción Verde
terminó por aquella tarde. Pepe no sabía si había terminado o no.
Estaba demasiado cansado y adolorido en su interior para darse
cuenta de lo que sucedía. La Canción se había ido desvaneciendo
poco a poco.

Mac y O'Brien conversaban entre sí. Vino un médico y aplicó
un estetoscopio al corazón de Pepe. Las luces, demasiado brillantes,
le cegaban

—Y no saben lo que soy —pensaba para sus adentros—. jOh,
Alberto, si pudiera encontrarte!—. Suspiró, bajó la cabeza y cerró
lo ojos.

No podía saber con certeza si las estrellas estaban bien, o si se
había hecho un sitio en el cielo para guardar el sol, o si habían
desempolvado la luna. Sentía calofrios al pensar en esto, Y lo
peor de todo era que estaba demasiado agotado para hacer otra
cosa que no fuera cavilar sobre ello. Y al pensarlo, le dolía el
tuétano de los huesos

Por fin, de pronto, se quedó dormido.

Sexta Parte

Cuando Pepe abrió los ojos de nuevo, estaba sobre un musgoso
lomo de tierra. Se sentía abrigado. Cerca de él vió la Llave y el
sobretodo, cuidadosamente plegado. Oyó la música del agua,
cuando salta sobre las piedras. Los rayos del sol pintaban arabes-
cos en el suelo, y Pepe se sintió lleno de gozo. Se le habia hecho
sitio al sol, después de todo, y allí estaba el astro rey, brillando
sobre su cabeza y calentando la mañana

—Lo primero —pensó Pepe— es averiguar dónde estoy, de
manera que le pueda decir a Alberto, cuando lo encuentre, lo que
me ha sucedido.

Pepe se sentía debilucho aún. Se sentó y lanzó sus miradas en
derredor. El musgoso terreno en que se hallaba, cubierto de verdes
yerbas y pintadas Flores, descendía graciosamente hasta un arroyue-
lo. El agua del arroyuelo cantaba saltarina al pasar sobre las peñas
y rodear los islotes, hasta que al doblar un recodo del cauce, desa-
parecía de la vista

—De dónde viene y a dónde va, es para mi un misterio —-pen-
saba Pepe mientras bebía del agua cristalina-—. Pero mientras
fluye, lo abrillanta todo, tal y como hace la lluvia en la Isla,

En derredor había todo cuanto un coquí puede apetecer. Pepe
se desayunó ricamente y, ya repuesto, decidió explorar aquellos
«ontornos. Trepó por las orillas hasta encontrarse con una cerca
de hierro muy alta. Trató de saltar sobre ella, pero no pudo.

61

Intentó pasar por debajo, pero no encontró resquicio alguno.
Entonces, tomó la dirección opuesta. Cruzó el riachuelo hasta
llegar a un verde prado que estaba tras aquél, Pero volvió a to-
parse con otra verja, igual que la anterior. Buscó la tercera
dirección, para encontrarse de nuevo tras una alta verja,

—No me gusta nada encontrarme cercado por todas partes
— pensó Pepe muy contrariado.

Marchó finalmente en una cuarta dirección y se encontró con
que la misma verja le interrampía el paso. Pero en este lugar, aun
cuando no podía cruzar Ja verja, veía más allá de ella. Y así,
desde donde estaba, pudo ver un enorme animal melenudo que
iba y venía, al parecer impaciente, tras los barrotes de una jaula

—iNo me gustan las cercas! —gritó Pepe

—¿Y a quién le gustan? —gruñó el animal sin detener sus
paseos.

— ¡Quiero alejarme de ellas! —contestó Pepe
¡Ab! —replicó el animal-—. ¡Camina de un lado para otro!
¿Para qué?

——Para que te mantengas en forma —continuo el otro.

—Yo estoy en forma. Tengo mi propia forma —dijo Pepe
mirándose a sí mismo.

—No te durará mucho.

—¿Que no?

—No con estas cercas que te salen al encuentro por todas partes
Date paseos como yo.

¿Pero, para qué?

—Porque algún día saldrás de la cerca y entonces estarás en
forma. Tendrás vigorosos músculos. ¡Sigue caminando! No te
detengas, a no ser para alimentarte y para dormir

Pepe comenzó a brincar a lo largo de la verja. Llegó a un

62

extremo, entonces se volvió, y emprendió la marcha en sentido
emo se sentía extenuado.

contrario. Al llegar al otro ex
¡Me fatigo demasiado! —exclumó,
Eso es porque no estás en forma. Te sientes débil. ;Camina,
para que te mantengas fuerte!
Pepe dió algunos saltitos lastitnosos
Detesto las verjas
No te desanimes. No te lamentes, ¡Sé un león!
¿Que sea qué?
Un león, como yo.
De pronto, el león se detuvo, levantó la cabeza y lanzó un atro-
nalen rupulo. Rugió de tal manera que Pepe creyó que su voz era
63

la del trueno, y quedó sordo por unos instantes. El rugido le
sonaba por dentro, aun después de haber cesado.

—¡Eso es lo que se llama un león! —dijo su vecino. Y reanudó
sus pasos nerviosos,

Pepe temblaba de pies a cabeza y no sabía qué hacer. Pronto
vió que un hombre se acercaba a la jaula del león

—¿Qué le sucede al buen Leo? —dijo.

Pero el Jeón ni se dignó mirarlo. Continuó sus paseos inquietos.
El individuo se encogió de hombros y se marchó.

--¡Así es como yo los trato! —dijo el león a Pepe, cuando el
hombre desapareció— Me gusta mantenerlos en suspenso.

—Quizás quería decirte algo —murmuró Pepe con voz tem-
blorosa.

¡Y qué importa! ¡Nada tiene que decir que pueda interesar
a un león! Rujo, y viene corriendo
No me gustan las cercas — musitö Pepe en sordina. Pero el
león lo oyó.
Levanta la cabeza. Camina de un lado para otro. Y ruge
cuando sientas deseos de hacerlo.
-—¿Y cómo puedo rugir?
—Echa hacia atrás la cabeza. ¡Suelta el rugido! ¡Ten el corazón
de un león!
Pepe echó hacia atrás la cabeza y trató de rugir. Pero todo
cuanto pudo decir fue: —Coquí, coqui—. Y suspiró lastimero
—Mi corazón es el del coquí
—Jamás te sientas abatido, coquí. ¡No te detengas nunca!
—Puedes llamarme Pepe
—¿Para qué?
Porque ese es mi nombre —dijo Pepe.
-El mio es Leo —gruñó la fiera.
Sali a correr el mundo, Leo, y nunca babía visto un león.

64

—En Africa los hay por miles —contestó Leo, sin suspender
sus idas y venidas en la jaula.

—¿Es Africa una de esas nuevas palabras?

Leo detuvo sus pasos. Abrió tanto la boca que Pepe, creyendo
que iba à rugir de nuevo, se puso a temblar.

—¡Y que Africa es una nueva palabra! —gritö Leo. Y reanudó
sus paseos al instante —Africa es tan antigua como el mundo.
Africa es mi hogar. Africa es la patria de los leones. En Africa
nacen y se crían los leones.

—Bueno —dijo Pepe. —He venido a aprender sobre el mundo,
y voy aprendiendo cosas.

—Paséate, Aprende sobre el Africa. ¿Es que no sabes hacer otra
cosa que estarte sentado ahí?

Pepe reanudó sus saltitos de un lado para otro tan lentamente
como podía. —Es que me canso muy fácilmente —dijo a Leo.

—Mantente vigoroso. No te descorazones nunca. Piensa en el
Africa.

Pepe trató de seguir sus pascos. Quiso pensar en el Afri
no sabía qué pensar sobre ell

— ¡Esa es la cosa! —rugió Leo para darle ánimo--. Estarás
fuerte cuando llegue el momento de salir de aquí.

Pero Pepe tuvo que sentarse. —Tengo sed —dijo.

—iRuge, entonces, para que traigan agua!

—No sé rugir.
-—Podrías si lo intentaras

. pero

Ya lo intenté
¡Ah! Pero sin gran voluntad
-Ademäs, no es necesario, tengo agua cerca
Pues bebe entonces, y no te lamentes más
Pepe se marchó con torpes saltos hacia el arroyuelo. Llegó ja-
este Bebió a sus anchas y luego decidió darse un baño. Se metió

65

en el agua y comenzó a chapotear, pero el ejercicio lo hacía sentirse
más desfallecido. Se arrastró hasta la musgosa orilla y se dejó
caer en ella

charé una buena siesta —se dijo, y acomodó su cabeza en
una almohada de musgo. A los pocos instantes dormía apacible y
profundamente

Cuando despertó, vió a una niña, de pie ante la verja, que le
miraba atentamente.

—¡Hola! —dijo la niña,

Hola —contestó Pepe. Se miraron el uno al otro.
toy con el grupo —dijo ella.
“Que estás con qué?

66

—Con el grupo de niños de la señora Krogg. Nos reunimos
spués de las clases para venir a jugar al Zoológico.

—¿Cómo? Al Zoo . . . ¿qué?

La niña se le quedó mirando fijamente unos instantes,

Es el jardín zoológico, donde están los animales. Aquí mis-
mo, donde estás tú.

—-Yo no soy un animal. Yo soy Pepe.

—Mucho gusto —respondió la niña cortésmente— Yo soy
Juanita.

—Y aquel que está allá, a tus espaldas, es Leo.

—Ya lo sé. Lo visito de cuando en vez, pero no habla. Parece
que tiene alguna preocupación.

—Si. Está siempre pensando en el Africa.

—Eso debe ser. Siempre está pascándose.

—Quiere mantenerse fuerte, para cuando salga de aquí

—Hace bien.

Supongo que si —suspiró Pepe—. Pero me pone nervioso.
Camina que camina de un lado para otro sin llegar a ninguna
parte. Yo prefiero sentarme a conversar

—Y yo también —contestó Juanita.

—¿De veras?

Eso es lo que me gusta, pero la señora Krogg dice que
hablo mucho.

-Me encanta hablar. Vengo de la isla de Puerto Rico. Me trajo
ión. Me hicieron un asiento pequeñito, de una pulgada. Ése
es mi tamaño.

Yo tengo una amiguita que montó en avión. También vino de
esa isla, Se llama Consuelo, pero no está ahora conmigo,

“Comprendo ---dijo Pepe suspirando. Comenzaba a alegrarse.

Es un nombre muy bonito —dijo Juanita. Entonces se mira-
tom nuevamente, y se sintieron amigos.

de

Una señora se les acercó

67

~-¢Por qué no estás con el grupo, Juanita? —preguntó.

—Conversaba, señora Krogg —dijo Juanita tranquilamente—
con un amigo.

—¿Hablando con una rana? No digas tonterías, Juanita. Las
ranas no hablan, croan

— Bueno . . . Es que ésta no es una rana como las demás —dijo
Juanita sin alterarse—. Es . . . simplemente él.

—Más vale que te dejes de fantasías. ¿Acabarás diciendo que
es un Príncipe Encantado?

—Perdón, señora Krogg, eso me parece de muy mal gusto. El
es Pepe. Y viene de la isla, el país de Consuelo.

—¿Y cómo lo averiguaste? —preguntó la señora Krogg—. No
veo ningún letrero que lo diga.

—Consuelo me ha hablado de personitas como él. Y él mismo
me lo ha confirmado.

La señora Krogg hizo un gesto de extrañeza.
a ver obligada a hablar nuevamente con tu madre.

uanita, me voy

—No adelantará usted nada —suspiró Juanita—. Mamá me
dará más vitaminas.

La señora Krogg la tomó de la mano. Vámonos, niña. Hace
demasiado calor aquí. Tenemos que comenzar un juego y necesito
a todo el grupo.

Juanita lanzó un suspiro de desaliento, —¿Cuál es tu apellido,
Pepe?

—Coqui —respondió Pepe

1 mio es Perkins — dijo Juanita.
—Vámonos, Juanita —dijo la señora Krogg con impaciencia.

i te asomas por la ventana trasera, Pepe, puedes hablar con
el 050 —gritó Juanita, mientras la señora Krogg tiraba de ella
para Ilevärsela de allí.

Pepe se sintió triste. Apenas había comenzado a hablar con

68

A

Juanita y ya se la llevaban cuando tenía tantas cosas que contarle
Le hubiera gustado hablarle mucho de su isla, Pero, de pronto,
una idea vino a alegrarlo: Consuelo se las contaría.

Entonces se acordó de la ventana trasera de que le habló
Juanita, Cruzó a saltitos la musgosa ribera hasta que se encontró
nuevamente ante la verja. Caminó a lo largo de ésta y encontró
un ventanuco protegido por una parriila. Miró por él y vió una
enorme criatura sentada sobre el piso de una jaula que quedaba
fuera del edificio en que él estaba, Se sentaba en cuclillas y
miraba al vacío

—¡Etes todo blanco! —gritó Pepe

—Los osos polares generalmente lo son contestó el oso en una
voz pastosa y trémula.

—Es el color de lo que se estr
al 050.

xe y tiembla —dijo Pepe

—-¿Qué decías? —preguntó el animal.

—Hablaba de lo blanco. Es la nieve. El frio —respondió Pepe.
—¡Ah! —murmuró el oso-—. Eso es lo que tú dices

—En el país de donde yo vengo no cae nieve nunca.

—Creo que no —rumoró el 050.

—Todo allí es verde.

—Te compadezco —dijo el oso.

Pepe se quedó asombrado. —¿Qué es lo que quieres decir?

preguntó al fin
—No hay nieve. No hay hielo.
—Hace calor siempre —dijo Pepe con satisfacción.
—¡Insoportable! Yo no podría vivir alli
Y yo —respondió Pepe
¡Bart
---Veo que no llevas sobretodo de pieles —dijo el oso,
No

quiero cuentas con la nieve.

69

—Ahora lo entiendo—. Y el 050 se alisó delicadamente la pe-
lambre con su enorme zarpa.

—Juanita me dijo que estabas aquí.

—Oh, me encanta esa niña. Tenemos las grandes conversa-
ciones. ¿Eres amigo de ella?
Es muy simpática.

—Yo me llamo Nanook.

—Y yo Pepe. Soy un coquí

Nanook lo miró atentamente.

—Parece que no hay muchos como ti... ¿No es cierto?

—¡Oh, hay cientos, miles como yo! ¿Por qué dices eso?

—Porque nunca antes vi uno de tu clase.

—Ni yo uno de la tuya —respondié Pepe.

~jEso es absurdo! Todo el mundo sabe que hay miles de osos
polares en Alaska.

—¿Alaska es como el Africa?

—iPor favor —dijo Nanook, mirando a Pepe atentamente—
eso es de lo más extraño que he oído jamás!

—{Lo es?

—Ciertamente.

— Por qué;

—Porque todo el mundo sabe que no hay lugar comparable
con Alaska,

—1Ah —diju Pepe entonces es un sitio como mi isla!

—¿De qué hablas?

—De mi país, del siti de donde veng

—Aun ese Jugar, querido Pepe —dijo Nanook suavemente—
no puede compararse con Alaska. Piensa en inmensos campos de
nieve, resplandecientes bajo la luna. Aquí y allá pequeñas casas
de hielo. Noches interminables y oscuras. Ositos juguetones por
todas partes, ¿Se parece eso a tu isla?

70

—iEn nada absolutamente!
—jLo ves! No hay posible comparación
—Pero —comenzó a balbucir Pepe.
—Lo mejor es no hacer comparaciones —respondió gentilmen-
te el oso—. ¿Dime, te gusta el albergue que tienes aquí?
—No me gustan las verjas —dijo Pepe poniéndose grave.
No pienses en eso. ¿Es cómodo el resto de tu albergue? ¿Te
resulta íntimo y grato?
—No con estas verjas
—Trata de olvidarte de ellas.
—Pero si están por todas partes, ¿cómo puedo no pensar en
ellas?
—Mita hacia lo lejos. Más alla de ellas.
lo puedo hacerlo. Son más altas que yo.
Entonces mira hacia donde no hay verjas. Mira hacia acriba,
y sueña. ¡Sueña siempre!
—Bueno, eso lo hago de noche.
—Hazlo en otros momentos también
—¿Por qué?
Porque así verás sitios remotos, y sólo cosas bellas y puras
como la nieve,
—Bret —dijo Pepe temblando.
Y casitas de hielo. Y focas encantadoras, de lustrosa piel.
-¿Qué son focas?
¿Focas? Unas criaturas monísimas, que se mueven dando cole-

1azos sobre el hielo.
¿Y cómo hacen eso?
Pues... con sus colas y aletas.
¿Que aletean con sus aletas? ¡Qué extraño es el mundo!
Son grandes madadoras, y se ponen gorditas. Y luego cami-

nan sobre el hielo dando coletazos. ¡Ah! —dijo Nanook, mirando
hacia la lejanía como si allí estuvieran las focas.

—Me parecen unos seres algo alborotosos —dijo Pepe.

—No. Sólo cuando ladran. Cuando aletean apenas si se les oye
como un leve palmoteo. Son deliciosas. —El oso se alisó la piel
cuidadosamente.

Hay verjas en Alaska?

—Por Dios, querido Pepe. ¿Otra vez con la cantinela? Debes
elevar tu pensamiento a mayores alturas.

—iAy, pero mis ojos sólo alcanzan a la altura de la verja!

—¿Crees que no hay nada mejor que lo que ves? Los sueños
y sólo los sueños son bellos en la vida

—¡Qué manera tan extraña de pensar!

“Por eso me preparo para dormir.

—¿Te preparas? ¿Acaso es ya tiempo?

Nanook olfateó al aire. —Oh, sí. Al fin ha llegado el invierno.

—¿El invierno? Lo que quise decir es que aún no es de noche.
Lo sé porque yo canto por las noches,

—Ah, pierdes el tiempo ruidosamente en serenatas.

No. Es entonces cuando hago el Trabajo Verde.

—No te molestes en explicarme eso. Me suena a algo fatigoso,
perdona que te lo diga.

—Pues no lo es. Para mi es un descanso.

—Mucha actividad, me parece. Lo que tú necesitas, Pepe, es
echar un largo y apacible sueño.

—Hace poco que dormí.
pero yo digo bien largo. ¡Es tan agradable! Soñarás y
soñarás .

—Soñé con las verjas.

—Vamos, Pepe. No mezcies cosas desagradables en la conver-
saciôn

N]
y

—Por dondequiera que salto, me topo con una verja

—Eso es exactamente lo que no debes hacer. No saltes. Câvate
una cueva bien profunda y métete en ella

—¿Y qué hard allí entonces?

—Pues, dormir. Dormir por días y días y lunas y lunas.

—Si lo hiciera asi, no habría lunas y lunas.

—¿Por qué dices eso?

—Porque el Trabajo Verde desempolva la luna y la ayuda a
salir, entre otras cosas —dijo Pepe con orgullo.

— ¡Dios mío! Otra vez con la mania del trabajo

—¿Y de qué viviría durante todo ese tiempo? ¿Qué comeria?

—¡Ah —dijo Nanook con voz cansada— vivirías de tu propia

grasa!
¿Mi grasa?

~-Si. Si te dejas de tanto brinco y tanto trabajo fatigoso, te
envolverá una capa de manteca, y cuando te eches a dormir podrás
soñar mientras te alimentas de tu propia grasa.

Pepe movió la cabeza.

No, eso no es cosa que convenga a mi trabajo

—Otra vez la odiosa palabra. Te convendría si haces un buen

intento. Podrías mejorar mucho si te esfuerzas.
¿Podría?

—Si. Y ahora, mi estimado Pepe —dijo Nanook, olfateando
el aire— ha llegado el momento en que debo retirarme a mi cueva
con mis sueños placenteros.

—Pues adiós, buen amigo Nanook.

-—Bucnas noches, Pepe. Espero que sea una larga, larguísima
noche—. Nanook habló más suavemente que nunca, dió la espal-
da a su amigo, y se retiró con perezoso tranco.

Pepe regresó a la musgosa ribera y allí se sentó. Divisó a Leo

en el extremo opuesto del camino, que se paseaba lentamente.
Pepe dió un profundo suspiro.

—¿Debo pascarme de un lado para el otro o cavar una cueva y
meterme en ella? —se preguntó a sí mismo-—. Haré una cueva.

Tardó largo rato, pero al fin hizo una cueva en la musgosa
ribera, lo suficientemente grande como para esconderse en ella.
Se metió de espaldas cuidadosamente, y se sentó para mirar hacia
afuera, Por todas partes no veía otra cosa que verjas. Acabó por
cerrar los ojos. Pero aun así, con los ojos tan cerrados como podía
hacerlo, Pepe no veía sino verjas y más verjas. Arrugé el entre-
cejo, de mal talante. Pero todo fue inútil: las verjas estaban
siempre alli
'engo ganas de rugir! —grité— Me siento como se siente

Salió de la cueva y comenzó a saltar de un lado para otro.
¡Así es que se hace! -——rugió Leo que alcanzó a verlo—. ¡No
desmayes! ¡Sé un León!

De pronto, Pepe se detuvo, y dió una patada en tierra.

—No soy un león, no soy un 0s0. Yo, Leo —y levantó su voz
con orgullo-- soy un coquí.

Y en ese mismo instante, comenzó la Canción Verde.

—Cogui, coqui —cantaba Pepe, mientras sonreía. Le estaba
diciendo a Leo con el pensamiento lo que él era mientras trabajaba.
Veía que Leo lo miraba y le hablaba, pero no oía lo que le decía
porque sus cinco sentidos estaban puestos en el Trabajo Verde.

La Canción Verde no recibió contestación. Ningún otro coquí
respondía. Cuando Pepe hacía una pausa en los momentos apro-
piados, reinaba el más profundo silencio. El gran coro de los
coquies, que ampliaba y mantenía la canción en los descansos, no
estaba allí. Por eso, cuando Pepe descansaba, se abría un boquete
en la Canción Verde. Cantaba: coquí, coquí, por algún tiempo;

74

luego cesaba de cantar, y se hacía un hueco de silencio. Pepe se
daba cuenta de su fracaso. El silencio y el boquete en la canción
le torturaban por dentro, pero seguía cantando, porque había que
cantar la Canción Verde de todas maneras.

Un coquí no puede esperar a que todo esté bien para cantar la
Canción Verde. Hay que cantarla a su tiempo.

No es la canción perfecta —suspiró Pepe—. Pero hago lo
mejor que puedo. Doy todo cuanto tengo en mí. —Y siguió
cantando y cantando,

Pronto se hizo de noche, y vió que Leo ya no se pascaba de un
lado para otro. Pepe siguió cantando. Cantaba cuán alto y claro
podía, pero no estaba en sus mejores condiciones porque aquel
boquete en Ja canción le dolía mucho.

Transcurridas varias horas, la canción terminó, Pepe se llegó
a saltitos hasta el riachuelo y se dió un baño. Al galir, se sintió
tan débil y cansado, que se acostó sobre el musgo. Poco después,
dormía profundamente.

75

Septima Parte

A la mañana siguiente, salió el sol y brilló por los claros

entrcabiertos sobre la cabeza de Pepe.
‘Ahi está otra vez —se dijo— La Canción Verde de anoche,

no pudo haber sido tan mala como yo creí

Un pajarillo revoloteaba fuera de la verja que quedaba a las
espaldas de Pepe. Este lo notó apenas hubo terminado su desayuno.
El pajarillo se acercó aleteando y se posó sobre uno de los barrotes
de la verja. Ladeó la cabeza y miró a Pepe con el rabillo del ojo.
Pepe pensó para sus adentros: —Parece que no puede mirar de
frente.

—Oye, amigo, preguntó el pajarillo, ¿estás seguro de que no
eres un ave?

—Soy un coquí. Pepe Coquí.

—Pero cantas —dijo el pájaro—. Te of anoche.

—iMe oiste? —Pepe estaba encantado.
antes de irme a dormir y cada vez que me despertaba.
Es una nueva canción!

—No. Es una canción muy antigua, Es la Canción Verde.
—Me gusta. Me gusta tu manera de cantar. Soy director de
orquesta, así es que me dije para mis adentros: en cuanto despunte

el alba, te vas a conocer a esa nueva avecilla. Y aquí me tienes.
Pero no eres ave
—No.

76

—Pensé que te gustaria cantar en nuestro coro. Damos con-
ciertos populares a todas horas del dia. Me llamo Cirilo.

—Sélo canto en el atardecer —dijo Pepe

De pronto, se oyeron prolongados trinos lejanos. —Me llama
el coro —dijo Cirilo—debo irme ya.

—Adiés, Cirilo.

—iOh, volveré luego, Pepe —dijo el pájaro, levantando vuelo.
Al otro lado del camino, Leo iba y venía dentro de su jaula. Antes
de que Pepe pudiera darle los buenos días, oyó que una voz
susurraba: ¿Cómo te llamas, por favor?

Pepe miró a su alrededor, pero no vió a nadie, —Alguien ha
preguntado mi nombre . . . —dijo.

—Yo fuí, —rumoró de nuevo la voz,

—¿Fuiste tú? ¿Dónde estás? —Pepe miró en todas direcciones.

—Aqui abajo. Dentro de mi cueva.

Pepe saltó hacia la cueva que él cavó la noche anterior y miró
hacia adentro. Allí se había acomodado un ratoncillo. Tenía en
sus manos una libreta y un lápi

—¿Tendrías la bondad de decirme tu nombre? —preguntó el
arriero.

—Me llamo Pepe Coquí. ¿Por qué te escondes en esa cueva y
hablas en un murmulio?

—Psh . . . —el ratón escribía afanoso—. Debemos proceder
con sigilo. No quieren gente como yo en el Zoológico. Sólo espe-
cies raras como tú y los demás.

—Yo no soy una especie rara.

—¿No te capturaron para traerte aquí?

—No. Me quedé dormido, y cuando desperté estaba aquí

—No hables tan alto. Susurra. Si uno de los guardianes me
encuentra aquí, se rompería la cadena.

—¿De qué cadena hablas?

27

—La cadena de noticias. Animalillos como yo, que no somos
nada raro, llevamos las noticias fuera del Zoológico, y las ardillas,
las golondrinas, los conejos y las comadrejas las hacen llegar a
los amigos y parientes de los animales de este jardin. Y les traemos

también noticias de afuera, Por eso, necesitamos
de ti. ¿De dónde vienes?

ber algo más

78

—De la isla de Puerto Rico.

—iOh, nada más fácil que tener noticias de tus amigos!

¿Fácil?

—Sí. A diario van a esa isla muchos aviones y barcos. Y los
pájaros vuelan hacia allá muy a menudo. Si quieres mandar algún
mensaje, yo se lo daré a cierto amigo mío, un ratón, que va con-
tinuamente allá en vapor. El verá a otros amigos suyos cuando
llegue a Puerto Rico. Tiene allí magníficas relaciones con una
mangosta, y te traerá noticias de los tuyos en pocos días.

— ¡Eres muy bondadoso!

—No se trata de eso. Nos gusta mantenernos informados unos
de otros, ¿sabes?

—Muy bien —respondió Pepe—. Nunca me lo hubiera ima-
ginado. ¡Hay que viajar para aprender!

Si. Hace unos dias que trajimos buenas noticias para el
jaguar que está en la sección de los leones. Desde aquí no se le
ve, porque su jaula queda detrás de la de Leo. Bien. Tuvimos
noticias de México, de donde él es oriundo, de que su prima dió
a luz dos cachorritos. Supimos, además, que su hermano se había
casado y que su tío descubrió un nuevo manantial para uso privado
de la familia. ¿Qué te parece?

—iMuy interesante! —respondió Pepe

—Podras imaginarte cómo se alegró el jaguar. Leo le contó que
td estabas aquí, y él me lo dijo. Vine a verte tan pronto me fue
posible.

Pepe se acomodó cerca del ratón. —¿Cómo te llamas? —le
preguntó.

—Rodolfo —contestó el ratön—. Dame ahora los nombres y
las direcciones de los amigos y parientes con quienes deseas co-
municarte

79

—Bueno, creo que convendría comunicarme primero con Al-
berto

—¿Dónde vive?

—No lo sé.

—¿Vive en la isla?

—Si. Pero actualmente anda de visita por el mundo, como yo
Está en algún sitio de Nueva York.

—Entiendo. Creo que podremos encontrarlo. ¿Se parece a ti?

—;Oh, no! Es muy grande. Es un hombre

Rodolfo soltó su libreta. Pepe vió que un relámpago grisáceo
le pasó por los ojos, y que Rodolfo se había esfumado como por
encanto, ——¡Rodolfo!— dijo en un muemullo.

Aquí estoy —contestó el otro. Pepe corrió lo más veloz que
pudo a grandes saltos, y después de mirar por aquí y por allá
descubrió a Rodolfo que se escondía debajo de una roca gris.
Temblaba de pies a cabeza

—¿Qué pasa, Rodolfo?

— ¡Gran susto me has dado!

—Pero ¿de qué te asustaste?

—Oh, Pepe. La sola idea de llevar noticias a un hombre . . . El
sólo pensarlo me pone la carne de gallina

—Cälmate, Rodolfo. Alberto no es como la generalidad de los
hombres. Mira aquí — Pepe brincó sobre una piedra y tomó su
sobretodo,

El me dió esto para que me abrigara, cuando senti frío sobre
la nieve.

—;Cömo! ¿Que un hombre hizo tal cosa? —Rodolfo miró a
Pepe y se le acercó para tocar el sobretodo.

— Alberto — dijo Pepe —es un poeta—. Luego dobló el sobre
todo y lo guardó.

—;Oh, este es un noticiôn que debe conocerlo el mundo entero!

80

¡Que un hombre todo grandote respeta las pequeñas criaturas!
¿Has dicho que es un poeta? ¿Dónde está mi libro de notas?

—Está en la cueva. Te lo traeré—. Pepe se alejó a saltos, pero
cuando llegó a la cueva ya Rodolfo estaba allí. —jEres un relám-
pago, muchacho! —dijo Pepe.

“No tengo más remedio que serlo. Las noticias de que soy
portador son siempre urgentes. Y son tantos los peligros que
amenazan a un ratón que lleva y trae noticias . . . Y ahora,
veamos . . . —Y Rodolfo escribió en su libreta: —Alberto. No
hay nada que temer de él. Es un poeta. Para Pepe

En esos instantes, Leo lanzó un gran rugido.

—Eso —dijo Pepe— me pone a temblar

Rodolfo levantó la vista de sus apuntes. —-Pobre Leo. No se
siente feliz en estos días, y eso lo hace rugir más a menudo, Hace
mucho tiempo que no tenemos noticias para él. ¡Ahora que me
acuerdo! Hoy se espera un barco de Africa. Debo ir al puerto para

ver si alguien —un ratón desde luego— le trae algunas noticias —
Rodolfo se guardó su lápiz y libreta en el bolsillo. —Adiés, por
ahora, Pepe. No te pongas triste. Tan pronto tenga noticias para
ti, te lo dejaré saber.

Pepe iba a decir adiós, pero cuando abrió la boca ya Rodolfo
se había marchado.

Leo caminaba de un lado para otro, con la cabeza baja.

—Buenos días. ¿Cómo has amanecido hoy? -—le dijo Pepe.

—Trato de mantenerme en forma. ¿Por qué no haces tú otro
tanto?

—-Porque esa no es mi manera de ser, Leo. No me hace ningún
bien

- ¡Siempre buscando excusas! No te amilanes nunca. No te en-

tregues al desaliento.

De pronto se oyó un batir de alas. Cirilo pasó raudo por la

81

ventana trasera. Dió un rodeo, y regresó planeando graciosamente.

Pepe corrió a su encuentro. Cirilo se detuvo frente a Pepe, revo-
Joteando en el aire, Señaló con un ala bien abierta. —¡Aquí está!
—gritó.

—¿Quién? —preguntó Pepe. Pero su pregunta se perdió en el
aire, porque Cirilo se marchó volando.

Pasó zumbando una bandada de pájaros. Did la vuelta, y al
regreso comenzó a cantar una alegre canción. Llenaron los aires
de trinos y goricos melodiosos, mientras llevaban el compás con
las alas. Luego, también se alejaron volando.

—¡Oh --suspiró Pepe— si yo pudiera estar como ellos fuera
de estas verjas!

Oyó que alguien respiraba hondo a sus espaldas. Se volvió para
encontrarse frente a frente con Rodolfo, quien le dijo con aliento
entrecortado: —Traigo noticias para ti

—Crei que habías ido al puerto, Rodolfo.

~Para allá iba. Pero al pasar cerca de la jaula de los renos.
éstos me dijeron que había un hombre en el Zoológico buscindote
Por todas partes.

Pepe quedó asombrado

—iSi es Alberto! —dijo al fin lleno de júbilo.

—Eso pensé —respondió Rodolfo con voz entrecortada— Le
dije a Cirilo que te lo dijera. Y nunca corrí más velozmente.

—¿Dónde está ahora?

—Cerca de los canguros. Cirilo dirige su orquesta en un vuelo
triunfal. Quiere llamar su atención para atraerlo hacia aquí.

—Debes esperar, para que lo conozcas.

—Te lo agradeaco mucho. Me gustaría conocerlo —dijo el
tatón muy nervioso—. SÉ que no vas a comprenderlo, Pepe, pero

simplemente no puedo—. Y Rodolfo desapareció como por
encanto.

82

Fuera de la ventana trasera, Pepe vió el coro de pajarillos que
se mecia en el aire, yendo de un lado para otro. Cantaban alegre-
mente. Cirilo revoloteó cerca de Pepe silvándole:

—iYa viene, ya viene, ya viene!

De pronto, Pepe oyó un grito. De pie entre la ventana de Pepe
y la jaula del 050 polar, y envuelto en un revoloteo de pájaros,
estaba Alberto, su amigo Alberto. ;

—jA fin te encuentro, Pepe! ¡Al fin te encuentro!

—;¡Alberto! ¡Aquí estoy! . .

Alberto corrió a la ventana. —¡Cómo está mi amigo Pepe! No
olvidaré el momento en que, arrastrado por la muchedumbre, te

di de vista -

oil que algo había sucedido —dijo Pepe
—Pero, te ves desmejorado, Pepe. .
—jAy, Alberto! Ese gran boquete en la Canción Verde... Me
hace daño.
—Hay que atender eso inmediatamente. Voy en busca del
administrador del jardín. Regreso al punto. |
Con Cirilo al frente, la bandada de pájaros se esfumó tras
Alberto. |
Pepe fue hacia el riachuelo por última vez y bebió de sus aguas
Luego regresó a saltos a la ventana del frente. —-Leo —gritó—
pronto me voy.
— ¡Buena suerte! —gruño el león sin detener sus pasos,
~Me acordaré de ti, cuando estemos lejos.
¡Cuando te acuerdes de mí, ruge!
Leo, no todo el mundo puede rugir. 7
—Porque no se lo proponen. ¡Que salga de adentro! ¡Ruge
‘cuando sientas deseos de hacerlo!
—Bueno, Leo, adiós. 0
De pronto, Leo se sentó sobre sus patas traseras, y abrien

83

tamaña boca, lanzó un estruendoso rugido que estremeció el
ámbito. Cuando terminó, el leön ladeé la cabeza y guiñó a Pepe:

— Así es que se dice adiós, Pepe. No te pongas triste. Algún dia
me iré yo también,

Sí —contestó Pepe con la voz estrangulada

Hubo un revoloteo de alas en la verja de atrás, Cirilo, fuera de
la ventana, danzaba en el aire. Su voz melodiosa dijo entre flau
tas: —jAllé vienen, vienen ya!

Alberto y un individuo extraño se llegaron hasta la verja. El
individuo introdujo una gran Mave en la cerradura de la verja,

le dió vueltas y el gran portón se abrió

¡Oh! —dijo Pepe. al mirar hacia aquella gran abertura y
ver el cielo azul y luminoso. El corazón le latia atropelladamente

¡Eres libre, libre, libre! —canturreó Cirilo. El coro de las aves
canoras subía y bajaba rítmicamente, rodeando siempre a Al-
berto, Este se echó a reír y alargando la mano hacia la jaula de
Pepe, lo cubrió con el minúsculo sobretod
imperdible. Luego lo sacó de alli.

>. que aseguró con un

Aquí tienes tu llave —dijo Pepe.
—Es tuya respondió Alberto—. Pero si quieres la guardaré
para ti— Entonces, cuidadosamente, se colocó a Pepe sobre los

hombros.
Cuando Pepe salió de la jaula cali
Cirilo se le acercó volando y lo tocó con el ala

te sintió un escalofrío.

—¿Cómo te va, Pepe? ¿Qué te parece este airecillo azul?
Pepe— Cirilo, éste es Alberto
eô Cirilo.

-Un poco frio —respon
—Hola, Berto cant
Qué hay, Cirilo!
Tú y Pepe deben venir a mi casa, a celebrar esta gran ocasión
¿Dónde vives?

—Graci

84

—Muy cerca. Vengan, que les enseñaré— Cirilo y los pájaros
volaron delante, seguidos por Pepe y Alberto,

—Lei en los periódicos que un policia encontró a alguien de tu
tamaño, quien tenía la Llave de la Ciudad, y lo condujo al Jardin
Zoológico —dijo Alberto mientras caminaba—, Me di cuenta que
se trataba de ti, Pepe.

¿Salió en los periódicos?

‘A menudo escriben crónicas en la prensa sobre el Zoológico,
y hoy hablaron de ti Vine inmediatamente, pero nadie me pudo
decir dónde estabas. Busqué por todas partes. Luego se me acer-
caron los pájaros. Volaron en mi derredor con insistencia, y yo

pensé que acaso fueran tus amigos y los seguí.
Pepe ya no sentía frío, pues el calor del cuello de Alberto le
calentaba, mientras caminaba sobre la nieve.
“Rodolfo, el ratón Rodolfo, les dijo que te trajeran donde yo
a buscarte para mi.

estab

Estoy seguro que lo hubiera hecho.

—Sélo que tú me encontraste antes. Te tiene un poco de miedo,
porque eres un hombre.

—Lo sé —respondió Alberto— Y los ratones son ratones.
Rodolfo es un ratón valiente —dijo Pepe—. Sólo que es muy
cauteloso.

Mientras hablaban, habían legado a un grupo de árboles. Al
frente vieron a Cirilo y sus músicos que se habían adueñado de un

banco del parque, y se entretenían en limpiarlo de nieve batiendo
las alas con gran contento. Cuando Alberto y Pepe se acercaron,
era tanta la nieve que esparcian en el aire que parecía que estu-
viese nevando nuevamente, Pronto el banco quedó limpio y seco
‘ilo—. Tomen asiento.

Nos satisface encontrarnos aquí —dijo Alberto a Jos pájaros.

-- Bienvenidos a nuestra casa --dijo C

Y entonces se sentó. Pepe dió su consabido salto y se sentó al
lado de su compañero.

—Me gusta tu casa, Cirilo —dijo Pepe.

—No es tan grande como otras —respondió Cirilo con mo-
destia— pero para mí es suficiente. La llamamos el Parque
Central. Ofrece una magnífica vista

—Toma un poco de nieve —dijo un pajarillo a Pepe, presen-
tándole su ala extendida sobre la que había algunos copos niveos.

—Gracias —respondió Pepe—. ¿Qué voy a hacer con ella?

—La tomas en la boca, y se derrite, Entonces te la bebes

Pepe hizo como se le dijo mientras el pajarillo observaba

—Sabe muy bien —dijo.

El pájaro tring alegremente, mientras aleteaba danzando en el
aire. —Es nieve de arce —añadió,

—Dice que la tomó de un arce —explicó Cirilo.

—Yo prefiero nieve del roble —dijo otro pajarillo, acercándose
a Alberto—. Pruébala. —Y le presentó una alada de nieve.

—Sabe muy bien —dijo Alberto.

Numeroso pájaros que los estaban observando con atención,

rompieron en airoso revoloteo. —Les gusta la nieve de arce y de
roble— se dijeron entre si.
¡Y ahora, al festin! —dijo Cirilo remontando el vuelo ver-
tical, —¡Vamos todos! —Y el coro le siguió con un rumor de alas.
Se produjo un hondo zumbido y Juego brotó la canción. La banda
remonté el vuelo.

—Se han ido —dijo Pepe.

—Me parece que se han ido a la fiesta —dijo Alberto.

La quietud reinaba en el parque. Alberto sacó su reloj para ver
la hora, y dijo a Pepe:

—Debo regresar pronto al acropuerto a tomar el avión que va

86

para la isla. He debido irme antes, pero tenía que encontrarte.
¿Vendrás conmigo, Pepe?

—Algo me dice que aún no he visto el mundo completa
mente .

—Sin dudá —contestó Alberto con cordialidad—. Pero no te
sientes bien

—Hay algo que me falta por ver, y debo verlo. Algo que Juan
y Rafael me dijeron que viera.

—jMira hacia arriba! ¡Mira hacia arriba! —trinó la voz de
Cirilo desde lo alto. Pepe y Alberto miraron, y vieron que todos
los pájaros volaban en círculo sobre ellos. Poco a poco se fueron
acercando y acercando hasta quedar exactamente sobre el banco.

—iJunten y abran las manos! —gritó Cirilo.

Pepe y Alberto hicieron lo que se les pedía

—¿Para qué será? —dijo Pepe.

Los pájaros entreabrieron sus picos, y una lluvia de granitos
duros y pequeños cayó sobre los dos amigos.

— ¡Semillas secas! —gritó Cirilo.
ellotas! — cantó otro pájaro.

Alberto recogió las semillas y las bellotas que caían. Estaban
regadas por todas partes, y seguían cayendo

—{Te gusta nuestro festín? —preguntó Cirilo mientras volaba
muy cerca de Alberto.

¡Mucho! —replicó Alberto, mientras mordía una semilla.
—Las encuentro un poco secas —dijo Pepe.

—Toma un poco de nieve. Es de arce —dijo un pajarillo a
tiempo que se posaba sobre el hombro de Alberto y le ofrecía
nieve con el ala extendida.

Pepe trató de mascar una semilla seca

—-¡Es un gran festin --dijo a los pájaros.

87

Los pájaros se mantenían en el aire, volaban lejos y volvían a su
punto de partida con más semillas y bellotas.
¡Oh, nos traen más de las que podemos comer —dijo Alberto

ciendo.

—Ciertamente —cantó Cirilo— ¡Para eso son los festines!

Alberto miró a Pepe

—Se parece a una fiesta en casa, ¿no es cierto? — pregumtó.
Pepe asintió con la cabeza. No le resultaba nada fácil tragar
comida de pájaros.

Un pájaro se posó cerca de Pepe,
—Me encanta verte libre.

y le dijo:

Y antes de que Pepe pudiera contestarle, lo miró con cariño, y
poniéndole a su lado un gusanillo de brillantes colores, remontó
el vuelo gorjeando a más no poder

El gusanillo se destorció al instante, encarándose con Pepe, para
decirle indignado

—¡Habráse visto! Yo estaba muy tranquilo. sin molestar a na
die, cu

do esta criatura cae como llovida del cielo, me atrapa en
la puerta de mi propio hog:
aires

y me lleva en volandas por los

—jHuye pronto! —ie gritó Pepe a tiempo que lo tomaba en
sus manos para colocarlo sobre el banco

El gusanillo comenzó a huir arqueändose, mientras decia

¡Nunca me he visto tan agraviado en toda mi vida!

Pronto desapareció debajo del banco, mientras Pepe daba un
suspiro al notar que sólo Alberto había visto al infeliz gusanillo.
Cirilo se le aproximó y le entregó una boja seca

—Toma esta servilleta —le dijo.

— ¡Buen festín! --contestö Pepe con galantería

—Y ahora —dijo Cirilo— vamos a reunirnos todos en torno
a Pepe

88

El coro se acercó a oír, posándose unos sobre el banco y otros
en las ramas vecinas o en los arbustos cercanos. Revoloteaban y
gorjeaban sin parar. Cirilo se aupó sobre la punta de los pies,
arqueó el pecho, sacudió el plumaje y gritó:

¡Que hable Pepe! ¡Que hable Pepe!

—iQue hable! -—gritaron los pajarillos como un eco.

Pepe se puso de pie solemnemente:

— Amigos queridísimos —comenzó a decir.

Los pájaros se acomodaron bien en los arbustos, peinándose el
plumaje con el pico y cambiando sitios unos con otros.

—Nos ha llamado queridísimos —decían—. ¡Amigos queri-
dísimos! —apuntaban otros.

—¡Silencio!—. Silbó Cirilo en una nota alta y sonora. Los
pajarillos hacían grandes esfuerzos por mantenerse tranquilos.

— Amigos queridisimos —reiteró Pepe—. Debo dar las gracias
à ustedes por haberme ayudado a salir de aquella verja insopor-
table, que hubiera acabado por volverme loco. Y suplico que se
acuerden también de Rodolfo, ese heroico roedor, a quien tanto
debo y a quien tanto debemos todos los que somos sus amigos. Me
gusta el mundo. A veces es caluroso y a veces frío...

Un pajarillo, a quien el ritmo le bullia por dentro, saltó de su
asiento y revoloteando por sobre los amigos, comenzó a silbar:
caliente, caliente, caliente!

—¡A callar! —gritó Cirilo, yendo a buscar al pajarillo revoltoso
para traerlo a su sitio.

—Perdónalo, Pepe. Crey6 que cuando decías que era caluroso
anunciabas la primavera, y como tiene asignada la tarea de anun-
ciar la primavera tan pronto ésta da señales de aproximarse

—Por mi parte, no tengo nada que perdonar —dijo Pepe.

-A los pajarillos les es difícil estarse quietos —explicó Cirilo.

go

—Mejor es así —dijo Pepe—. Me encanta verlos revolotear.
Me siento más libre, verdaderamente libre.

“Cuando oyeron estas palabras, los pájaros se lanzaron al aire, y
lo llenaron de trinos y gorjeos.

—Parecen flautas voladoras —dijo Alberto.

Bien —dijo Cirilo suspirando— fue un buen discurso, Pepe.

Los discursos son mejores cuanto más breves —-respondió el
aludido. .

—Bra exactamente de la dimensión que convenía a Pepe —
Alberto—. El está débil, no se siente bien.

— ¡Oh, Pepe, lo lamento mucho!

-jAy, Cirilo, la Canción Verde tiene un boquete!
—¡Eso es tremendo! ¿Cómo puedes soportarlo?
No debe estar lejos de casa tanto tiempo —dijo Alberto a

Cirilo,
Entiendo —respondió Cirilo—. Nosotros debemos salir de

nuestra casa hoy.

Pepe se mostró sorprendido:

— ¿Salir de casa hoy?

Si. Ha ocurrido algo allá en el Oeste, y Rodolfo quiere que
vayamos a investigar. Ha ocurrido algo muy extraño, y Rodolfo
desea que averiguemos si algún pariente de los que están en el
Zoológico ha resultado herido. Algo cayó del cielo

€ se irguió de pronto:

re Que ies se ha desprendido del cielo? —preguntó.

—Creen que es un meteoro. Volaremos en relevo; otros coros
de pájaro se nos unirán en el camino.

—¿Qué es un meteoro? —preguntö Pepe.

Creo que es un pedazo de estrella.
—jAlberto! —gritó Pepe.
—Pero, Pepe, me dijiste que habia algo que no habías visto

91

—No importa, Alberto. Debo regresar a casa inmediat
¡Antes de Er suceda algo jel SRE eee memes

—¿Por qué? —preguntó Cirilo, mientr ás pá
o O

—EI boquete en la Canción Verde no sólo es malo para mi
a de Cas hay un boquete en ella, hay un boquete

—Pero, Pepe — comenzó a decir Alberto.

—La Canción Verde debe estar íntegra, para que se mantenga
todo en orden, Ir inediatemeate'a elle el boquete Despos
nada se caerá. Vamos, Alberto. ' e

Alberto puso a Pepe sobre su hombro,

—Adiés, Cirilo dijo Pepe—. Adiós todos.

wo a la isla! —dijo Alberto—, Tendremos otro festín

—¡Un momento! —les dijo Cirilo.

Reunid a los pájaros. Esta vez se posaron en un solo arbusto, y
se mantuvieron perfectamente quietos. Cirilo se plantó al frente
de todos con sus alas en alto.

—Ahora —dijo— una canción de despedida

Bajó las alas, y el coro comenzó a cantar. En vez de rumor de
alas, volaba la melodía en torno de Pepe y Alberto. Pepe estaba
hechizado. Nunca antes oyó canción tan extraordinaria, Alberto
lo miró y asintió con la cabeza.

-—Es cierto, Pepe —dijo—. ¡Cómo eleva el corazón!

—-jAsi es!

—Es la gran magia de los pájaros.

Alberto y Pepe abandonaron el parque, con el alma llena de
trinos y gorjeos maravillosos.

—iJamás olvidaré este momento! —murmuró Pepe queda:
mente. —. ¡Esta canción es tan bella como la Canción Verde!

93

Octava Parte

Cuando llegaron a la calle, Alberto llamó un taxi. Se monta-
ron en el vehículo y partieron rápidamente para el aeropuerto.

—Creo que llegamos a tiempo —dijo Alberto mientras pagaba
al conductor— pero debemos darnos prisa

Debo sacar mi boleto —dijo Pepe

—¿No tomaste pasaje de ida y vuelta?

No, Compré un boleto hasta Nueva York. Debemos darnos
prisa, Alberto. No sabes lo mucho que tardan en vender un boleto
para un coqui

Alberto corrió. Llegaron a la ventanilla, y Pepe se plantó de
un salto frente al empleado, y borbotó casi sin aliento:

—Quiero un boleto para la isla. Un boleto para un coquí. Mido
casi una pulgada. Ya me midieron antes, y no hay tiempo para
hacerlo de nuevo. No es necesario que se me construya un asiento.
Iré sobre el hombro de mi amigo Alberto. Teneinos mucha prisa

—Tenga usted, señor —dijo el empleado sonriente, a tiempo
que extendía a Pepe un boleto, exactamente de su tamaño.

Pepe quedó sorprendido

—¡Alberto, si lo tenían ya preparado!

—iPronto, Pepe! —dijo Alberto, colocándoselo sobre el hombro
En un santiamén estaban en el avión

La camarera miró fijamente a Pepe, quien estaba sentado sobre
el hombro de Alberto, y dijo

—Lo siento, pero no se admiten animales con los pasajeros.

94

—jAnimales, señorita! —dijo Alberto sorprendido— Se trata
de un amigo. ¡Es un coqui!

Pepe no cabía en sí de gozo. Miró a la camarera con orgullo
Esta dijo:

—;Oh, perdón! Yo no lo sabía. En ese caso . . . Mil excusas.
Por aquí, señor.

La camarera los condujo hasta la parte delantera del avión. Le
indicó un asiento a Alberto, y al lado de éste, cercano a la ven-
tana, había una diminuta silla para Pepe.

—¿Es éste el avión en el cual vinimos? —preguntó Pepe a
Alberto.

—No me lo parece.
Y cómo es que tiene un asiento especial para mi? —pre-
guntó Pepe a la camarera, tan pronto se acomodó

La camarera le arregló una almohada para que se recostara.
Y le dijo:

—Ya tenemos asientos apropiados para los coquies en todos

los aviones que van y vienen de la isla.

—;No me diga! No era asi cuando yo salí a ver el mundo. Hubo
que hacerme un asiento especial.

—Supimos eso —dijo —y desde entonces la compañía aguar-
daba que usted regresara. Quisieron que todo estuviera dispuesto,
para que no fuera necesario retrasar la salida, como se hizo en
aquella ocasión mientras usted cantaba la . . . ¿cómo se llama esa
canción?

¡Mi Canción Verde! —respondió Pepe ufano.

—¡Eso es! Parece que el incidente produjo una gran comoción
en el aeropuerto entonces — dijo la camarera.

—No se preocupe ahora. No es tiempo para la Canción Verde.
La canto sólo cuando el sol se oculta, y ahora está sobre nosotros,
«reo. o casi sobre muestras cabezas.

95

—Bien. La compañía quería estar segura de que no habría
inconveniente alguno cuando usted regresara. Los pasajeros ya
saben el caso, y preguntaron que dónde estaba el asiento del coquí
tan pronto abordaron el avión. Parece que les ha gustado mucho.
Dicen que usted es el coquí pionero, y no me sorprendería que la
empresa dejara para siempre estos asientitos aquí para evitar
mayores problemas en el caso de que otros compañeros suyos le
imitasen, ¿Me hace el favor de su boleto?
-Aqui está. Es exactamente . . .

—Exactamente de su mismo tamaño. Ya estamos al corriente
de todo eso. Muchas gracias, señor.

Y después de tomar el boleto de Alberto, la camarera se marché.

— ¡Magnífico! —dijo Alberto riendo—. Parece que la gente
sabe ya quién eres, Pepe.

—Es mucho mejor que cuando no lo sabían --contestö Pepe—
Me siento menos incómodo.

El avión comenzó a elevarse, Alberto se inclinó para desprender
el sobretodo a Pepe.

—Veo los techos de los edificios. Cuando estaba allá abajo en
el mundo veía los cimientos. ¡Mira, Alberto! ¿Qué es eso?

—Es una de las nuevas palabras, Pepe. Se llama violeta. Es el
color de Nueva York cuando no está nevando

— ¡Alberto! —Pepe estaba emocionado—. ¡Ahora es que me
acuerdo! ¿Recuerdas que te dije que había algo que yo no había
visto? ¿Algo de que me hablaron Juan y Rafael?

—Dime,

-—Ahora es que lo recuerdo. Se trata de las nuevas palabras
en el agua

—iPor supuesto, Pepe! ¡Cómo pude haberme olvidado! Las
buscaremos tan pronto estemos sobre el océano

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1 sol, y abajo

El avión ya volaba sobre el Atlántico. Brillaba
resplandecia el mar en chispas de plata

— Qué es eso, Alberto? . | ;

—Lo que te dije, Pepe. El agua grande. ¿No es azul como el

cielo? 5
Es azul, con mucho verde entremezclado —-dijo Fepe son
siendo. ,
—¿Nes, Pepe, aquellas salpicaduras blancas
—¿Es nieve?

97

—No. Son los gorritos blancos que coronan las olas.

—iEsa es una de las palabras! ¡Olas!

—Cierto. El agua está en un continuo movimiento, al que
llamamos las olas.

Pepe estaba como hipnotizado.

—jLas olas son como el viento en el aire, pero se pueden ver!

En esos momentos, sobre los cielos se abrió un inmenso arco
iris, que iba de un horizonte a otro.

—¡Alberto! —gritö Pepe al verlo,

—Eso es un arco iris, Pepe. Si lo miras atentamente, verás en él
todas las palabras que Juan y Rafael te dijeron que buscaras. ¡Allí
están! Rosa y oro y púrpura y ocre, anaranjado, rojo y verde,
también!

Pepe era todo ojos, mirándo al arco iris. Miró luego hacía abajo,
a las inmensas aguas azules verdosas, coronadas de blanca espur
ma. Se estuvo muy callado por largo, largo tiempo. Finalmente,
musitó.

—Es como si estuviera viendo la Canción Verde, Alberto

Alberto asintió, con un movimiento de cabeza.

Toda la tarde, Pepe estuvo observando el juego maravilloso y
cambiante de colores.

—Esos colores —dijo al fin Alberto— están en todas las cosas
que vemos. Después de haberlos visto así, brillantes y distintos,
los verás uno a un» y poco a poco en todo cuanto te rodea. En la
gente, en los árboles, en los jardines, en los campos, en los edifi-
cios, en todo.

Pepe alargó su manita y acarició la de Alberto

—Sería muy triste —dijo al fin muy despacio— que el mundo
fuera sólo verde.

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Novena Parte

El sol cruzó el firmamento mientras el avión volaba hacia la
patria de Pepe. Al fin variaron su canción los motores.
—¿Dónde estamos ahora, Alberto? —preguntó Pepe.
—Ya llegamos. Volamos sobre la isla
Pepe miró hacia abajo y vió su isla, esplendorosa como un
arco iris a la luz del sol poniente.
—¡Es de todos los colores! --dijo—. Y su tamaño es ideal
para mí
—Y para mí también — respondió Alberto,
El avión descendió suavemente hasta tocar la pista. Cuando se
detuvo, Alberto se puso de pie.
—No necesitarás el sobretodo, Pepe.
Me mantuvo abrigado durante mi visita. No sé que hubiera
hecho sin Él.
—Debes guardarlo, Pepe. Por si emprendes un nuevo viaje.
Lo dobló cuidadosamente. Después levantó a Pepe y se lo
colocó sobre el hombro:
—Estamos en casa —dijo.
—¿Qué tal le ha ido el viaje? —preguntó la camarera a Pepe
al salir del avión.
—;¡Muy bien! Vi las nuevas palabras en el aire y en el mar
Ya me dijeron que usted vería maravillas —dijo la camarera.

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—Y usted también, si mira con cuidado —le respondió Pepe—
¡Adiós!
De todas partes del aeropuerto venía gente corriendo. Rodearon
a Alberto.
¡Bienvenido a la patria! —gritaban
—Gracias a todos —contestó Alberto—. ¡Tenía tantas ganas
de llegar!

—Los periódicos publicaron la noticia de que el alcalde de
Nueva York te dió las llaves de la ciudad —dijo un hombre.
¡A mí no! Fue a un coquí —respondió Alberto:
—No sea usted tan modesto —dijo una señora.
—iSiempre será el mismo! —contestó el hombre

—Lo que digo es la-pura verdad —afirmó Alberto dirigiéndose
à todos. alo, est

aquí sobre mis hombros!
—Hola —dijo Pepe a la concurrencia

Gran trabajo costó a los dos amigos abrirse paso entre la com:
pacta muchedumbre. Llegaron lentamente a la sala de espera
entre los saludos de la multitud

Bienvenidos, bienvenidos! —gritaban. Alberto saludaba con
el sombrero, y Pepe se inclinaba cortésmente desde su asiento en
el

mbro de Alberto. Por fin salieron del aeropuerto.

€ llevaré al cañaveral, Pepe. Indicame el camino

—Queda bastante lejos. ¿Estás seguro que quieres llevarme
Buro que q
alií?

~ Pues claro. Quiero ver dónde vives, para ir a visita

ra y mis amigos, y cantaremos pata ti
dencia ¿entiendes?

100

Siguieron por la carretera, acariciados por el aire cálido. Ya
era de noche cuando salicron de la ciudad.

Pepe sintió en el alma que había llegado el momento de co-
menzar su canción.

— Coqui, coqui —inicié tímidamente, como si le faltaran las
fuerzas.

Desde la orilla de la carretera le contestó otro coquí. Por un
instante se sintió sorprendido, Pero siguió cantando con mayores
bríos, y pronto se le unieron otros coquíes. Después se le sumaron
docenas y cientos y miles. Pepe se sintió mejor. Las notas saltaban
de su garganta e iban trepando, trepando hacia el cielo. La Canción
Verde se agrandaba en la noche, y adquiría resonancias profun-
das. Las propias notas de Pepe penetraban la noche claras,
distintas y redondas. Llegaban muy alto, hasta perderse en el
firmamento. Desempolvaron las estrellas, y separaron las nubes,

—iSe ha recompuesto la Canción Verde! —dijo Alberto.

A Pepe se le aligeró el corazón y se le llenó de gozo. La Canción
Verde llegaba a sus oídos de todas partes y llenaba el ámbito.
Alberto caminaba, adentrándose en el campo, oyendo la Canción
Verde, Allá en la distancia, un claror plateado rasgó el horizonte
Las notas fluizn de la garganta de Pepe, más rotundas, claras y
redondas. ¡La Canción Verde levantaba la luna!

—Pronto veré a Juan, Rafael y Cocó —pensó Pepe— Les
contaré las maravillas que he visto en el mundo.

Alberto y Pepe caminaban carretera adelante a la luz de la luna.
Arboles florecidos bordeaban la ruta, y hacían más cálida la cálida
noche con su colorido. —Seré portador de las noticias como
el ratón Rodolfo, Diré a todos que el mundo es bello y tiene
perfecta unidad, al igual que la Canción Verde.

Así pensaba Pepe mientras, posado en el hombro de Alberto,
en la tibia noche de su isla bajo el embrujo de la luna, cantaba y
cantaba y cantaba

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