44
le hubieran estafado. ¡Qué cabrón explotador infantil! –se em-
pezó a gritar a sí mismo–. ¡Curro como una mala bestia y me da
una propina para pipas! ¡Y encima yo doy botes de alegría!…
Hombre, es verdad que cincuenta eurazos caídos del cielo son
un desmadre, pero es que yo soy medio gilipollas, tío. Tendría
que haberlos rechazado y, cuando terminase este suplicio, nego-
ciar con ese negrero. ¡Es que soy lelo, tío, un burro del cara-
llo!… Bueno, para, para, para. Que estás castigado, Bertito, y
que podía haberte puteado toda la semana, y encima, de gratis, y
si te gusta bien, y si no que te den. Bueno, vale, es cierto, pero
si fuese un currito de su negocio, le tendría que haber pagado un
pastonazo, sin contar con los contratos, seguridad social y toda
la leche esa. Bueno, sí, pero coño, ¿qué le quieres? Es tu viejo,
no tu jefe. Y además, majete, es la primera vez que se afloja la
billetera, incluso parecía que con gusto, que eso también hay
que valorarlo, no vaya a ser que empiece a aficionarse, el muy
cabrón…
Así estuvo un buen rato Berto, haciendo de Gollum, y mon-
tándose un lío soberbio por un billete de cincuenta euros. Lo
cierto es que le dieron cancha libre y pista despejada con una
fortuna en sus siempre arruinados bolsillos. Cuando se cansó de
discutir consigo mismo, planeó el día. Ya tendría tiempo luego
de arrepentirse –e incluso de sentirse mal– por haber puesto a
parir a su padre, pero ahora tocaba montárselo bien: a las cua-
tro, pachanguita de fútbol con los colegas en Samil, bañito in-
cluido. Vuelta a casa, arreglarse y salir con los mismos colegas
y otros que aparecerían, seguro. Llamadita a Andrea para que-
dar a las seis en la Puerta del Sol, debajo del Sireno. Marcha,
marcha y más marcha. Algún estimulante de más si se ofrecía, y
unirse al botellón de El Castro, a golpe de billete. Hoy paga el
nene, que es millonario. Y si estamos lo suficientemente bien…
Si pudiéramos rematar a gol… ¡Joder, macho, eso sería demasié
p’al body!