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2. - “¿LUSTRO, SEÑOR? ”
“¿Lustro señor?” la voz era de un niño, de dulce acento pero un poco tímida. El hombre se
volvió hacia el pequeño lustrabotas, encontrando la mirada de un par de ojos grandes y
mansos; pero, moviendo la cabeza y diciendo entre dientes: “no”, siguió adelante.
El amable rostro, empero, y los mansos y suplicantes ojos lo indujeron a volver.
¿Lustro, señor?
Era la misma inocente voz, pero un poco más firme. El hombre le miró los pies
descalzos y la ropa raída, y sintió compasión.
- Esta mañana no, amiguito, pero toma el precio de la lustrada- y le ofreció los diez
centavos.
-¡Eso no! Todavía no he llegado a eso. Nos soy un mendigo, señor, sino lustrabotas.
¿Quiere que le lustre los zapatos? Será cuestión de un momento.
El hombre puso un pie en el soporte, muy pronto sus botines quedaron como ébano
pulido.
- ¡Gracias! – dijo el muchachito, al acabar con el segundo botín, y mientras recibía su pago.
El hombre reanudó su marcha, reteniendo muy claramente en su memoria la imagen
del niño.
A la mañana siguiente, mientras iba a sus ocupaciones, fué saludado por el mismo
muchacho: “¿Le lustro, señor?”. El hombre se detuvo otra vez, colocó un pie en el
cajoncito, y el niño se puso a cepillar con energía.
- ¿Dónde vives, amiguito? ¿Dónde está tu casa?
- No tengo casa.
-Entonces, ¿donde duermes?
- En cualquier parte donde puedo meterme: en algún sótano o desván.
-¿Tienes que pagar?
- ¡Claro que sí! Uno no puede dormir sin pagar.
-¿Cuánto pagas?
- De quince a veinte centavos.
- ¿Por qué no te quedas en un mismo lugar?
- Pues señor, se emborrachan y pelean y maldicen tanto en casi todas partes adonde voy,
que no quiero ir más, por eso ando de una parte a otra... ¿Lustro, señor? – Y divisando a un
cliente, se fue corriendo, pues tenía que ganarse la vida.
El hombre se fue, más interesado que nunca en ese valiente muchachito, que a una
edad tan tierna ya estaba luchando por la vida.
Más tarde, el mismo día (era a mediados de verano, y la atmósfera estaba calurosa y
sofocante), mientras ese hombre pasaba por la esquina de una calle, donde tenía su puesto
una vendedora de manzanas, presenció una escena que le llamó la atención.
La mujer estaba dormid, y dos muchachos, uno un vendedor de diarios y el otro el
lustrabotas que ya hemos mencionado, estaban frente a su puesto. El primero, que era el
mayor y también más fuerte, viendo la oportunidad de llevarse algunas manzanas sin tener
que pagar por ellas, estaba tomando dos o tres de las más grandes, cuando el lustrabotas se
interpuso, diciendo:
- Eso es robar, y no hay que hacerlo.