Osvaldo Soriano A sus plantas rendido un león
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la claridad de la luna. Cada tanto brillaban los ojos de un gato mientras el canto de los
grillos flotaba, armonioso, en el aire caliente. De golpe, una figura enorme, sigilosa, salió
de un corredor que separaba dos casas de madera y lo atropello haciéndole perder el
equilibrio. Para evitar la caída tuvo que agarrarse de un árbol mientras tropezaba con las
piernas de un hombre que dormía en la vereda.
Se dio vuelta para disculparse y entonces vio que tenía enfrente un gorila grande
como una puerta. El animal se metía un dedo en la nariz y gruñía igual que un perro
abandonado. Parado a contraluz proyectaba una sombra que llegaba hasta la esquina. El
nombre con el que Bertoldi había tropezado sacudió a dos amigos que dormían sobre unos
fardos de tabaco e inició la retirada. El que parecía mejor alimentado se puso en cuclillas e
hizo un gesto que pedía calma. "Nbgwana preg, nbgwana preg", decía en voz baja. El
cónsul vio que los negros retrocedían muy despacio hacia un camión estacionado junto a
la vereda. "Nbgwana preg", repitió el más joven, que tenía una deformación en la cadera y
se movía como torcido por un ciclón, Bertoldi fue detrás de ellos, reculando, maldiciendo
los zapatos que se le escapaban de los pies. El primero que llegó al camión abrió
suavemente la puerta y se zambulló dentro de la cabina. Los otros dos lo siguieron,
rápidos como lagartos, y cerraron de un portazo. El cónsul se quedó al lado del camión,
gesticulando para que le hicieran un lugar, pero los negros se disponían ya a seguir
durmiendo y el torcido le hacía ademanes para que se alejara de allí. Bertoldi tiró de la
manija sin dejar de mirar al gorila, pero los negros se abalanzaron sobre la puerta y la
sostuvieron hasta que el cónsul dejó de hacer fuerza. El mono se había movido tras ellos,
imitando su cautela, pero cuando los vio entrar al camión se enojó. Fue hasta el paragolpes
delantero y lo sacudió hasta arrancarlo. Excitado, lanzó dos rugidos y lo estrelló contra el
capó hasta que los vecinos empezaron a asomarse por las ventanas con faroles y linternas.
El cónsul seguía allí, inmóvil, sin saber qué hacer. Sacó la botella, tomó un trago, nervioso,
y se dijo que lo menos aconsejable era echarse a correr. Los nativos hacían comentarios en
su lengua, de ventana a ventana, y al rato todos se volvieron a la cama y la calle quedó en
silencio. Bertoldi advirtió, entonces, que los grillos habían dejado de cantar. El gorila
arrastró el paragolpes sobre el empedrado sacándole chispas, hasta que reparó en Bertoldi,
que seguía tieso como un monolito. Estaban a dos metros de, distancia y el cónsul podía
sentir el aliento del animal. De la nariz aplastada le salía un moco que se estiraba
lentamente hasta cortarse por lo más fino y se renovaba cada vez que abría la boca y
parecía a punto de estornudar. Debe estar resfriado, pensó Bertoldi y le tendió la botella.
El mono la agarró, la miró de cerca y al ponerla hacia abajo lo sobresaltó el whisky que se
derramaba a sus pies. Desconcertado, le acercó la lengua y la lamió como si fuera un
chupetín. Al cónsul le pareció que sonreía mientras daba vuelta la botella tratando de
averiguar por dónde salía el líquido. Bertoldi levantó un brazo e hizo la mímica de beber
al seco. El gorila lo miró, interesado, gruñendo bajito, aspirando los mocos, golpeando
estruendosamente el paragolpes contra un guardabarros del camión. El negro que parecía
mejor alimentado bajó un poco el vidrio y gritó "gziga dum, gziga dum" y volvió a
encerrarse. "Ya me vas a venir a pedir limosna, vos", pensó Bertoldi y siguió con el ademán
del tipo que bebe de pie. Al fin, el mono lo imitó, pero una parte del whisky se le deslizó
por el brazo. El cónsul lo observó tragar y luego lamerse los pelos con más curiosidad que
gusto. Miró a su alrededor, calculando hasta dónde podría llegar si salía corriendo de
golpe. Pero el mono ya estaba tendiéndole la botella. Pronunciaba una suerte de "ah" larga
y monótona. El cónsul bebió hasta quedarse sin respiración. El animal había dejado de