A la directora Leonor Corti le gustaba la rutina. Le gustaba levantarse temprano y tomar
siempre en el desayuno un café con leche acompañado por dos tostadas con queso descremado.
También le gustaba caminar lentamente las seis cuadras que la separaban de su escuela y llegar al
menos veinte minutos antes del horario de entrada de los alumnos. Subía entonces a su despacho, en
el primer piso, y se dedicaba a organizar las actividades del día. Después se acercaba a la ventana y
observaba el lento ingreso de los chicos: era capaz de reconocerlos a todos y hasta recordaba los
nombres de la mayoría. A la directora Corti, decía la gente, no se le escapaba nada de lo que sucedía
en su escuela.
Tras mucho tiempo dedicado a enseñar historia y geografía, había sido nombrada directora tres
años atrás. Era la coronación de sus esfuerzos, lo que le hizo decir que se sentía total y
absolutamente feliz. Estaba, claro, el asunto de la falta de compañía, ya que no tenía novio, marido,
hijos, sobrinos ni demasiados amigos, pero ella consideraba que los quinientos alumnos de la
escuela eran su familia y ya bastante trabajo tenía con ellos. Si le quedaba tiempo, entonces se
dedicaba a sus plantas o miraba alguna película.
El martes 6 de junio, cuando se levantó, Leonor no se sentía del todo bien. Tenía un leve malestar
estomacal —quizás algo que había comido el día anterior, quizás un virus—, por lo cual decidió
limitar el desayuno a solo una tostada con queso. Pero, mientras se peinaba frente al espejo, pensó
que había algo más, algo que venía molestándola en los últimos días. Una cierta sensación de
aburrimiento. Era inexplicable que pudiera aburrirse con todo lo que sucedía en la escuela, donde
cada día surgía algún nuevo asunto que debía resolver. Y, sin embargo, ahí estaba la sensación.
Observó su reloj. No podía seguir perdiendo más tiempo. Mientras esperaba el ascensor, echó
una discreta mirada a la puerta de su vecino. Evidentemente Martiniano Luna aún no se había
levantado: el diario estaba en el umbral. Lo había conocido un par de meses antes, mientras regaba
las plantas en el balcón. Y le había dado un buen susto, por cierto, porque ella ni siquiera estaba
consciente de que el departamento de al lado se había ocupado. Mientras echaba agua al jazmín, una
voz cercana, demasiado cercana, le había dicho: